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grupo krisis
«Todos deben poder vivir de su trabajo, dice el principio planteado. Poder vivir está, por tanto,
condicionado por el trabajo, y no existirá tal derecho, si no se cumple esta condición.»
Johann Gottlieb Fichte, Fundamentos del derecho natural según los principios de la doctrina de
la ciencia, 1797
Un cadáver domina la sociedad, el cadáver del trabajo. Todos los poderes del planeta se han
unido para la defensa de este dominio: el Papa y el Banco Mundial, Tony Blair y Jörg Haider, los
sindicatos y los empresarios, los ecologistas alemanes y los socialistas franceses. Todos
conocen una única consigna: ¡trabajo, trabajo, trabajo!
¡El que no trabaje, no come! Esta cínica fórmula todavía es válida, y hoy en día incluso más,
porque se vuelve irremisiblemente obsoleta. Es absurdo: la sociedad nunca ha sido tan
sociedad del trabajo como en un momento en que el trabajo se está haciendo innecesario. Es
precisamente en el momento de su muerte cuando el trabajo se revela como un poder
totalitario que no admite otro dios a su lado. Determina el pensar y el actuar hasta en los
poros de la cotidianidad y la psique. No se ahorran esfuerzos para prolongar artificialmente la
vida del ídolo trabajo. El grito paranoico de «empleo» justifica que se fuerce incluso la
destrucción, hace tiempo conocida, de los fundamentos de la naturaleza. Cuando se abre la
perspectiva de un par de miserables «puestos de trabajo», se permite dejar de lado
acríticamente los últimos obstáculos a la comercialización total de todas las relaciones
sociales. Y se ha convertido en un acto de fe comúnmente exigido la idea de que es mejor
tener «cualquier» trabajo que ninguno.
Cuanto más patente es que la sociedad del trabajo está llegando a su final definitivo, con tanta
más violencia se oculta ese final a la conciencia pública. Los métodos de ocultación pueden ser
tan distintos como se quiera, pero tienen un denominador común: el hecho mundial de que el
trabajo se evidencia como un fin absoluto irracional, que se ha hecho obsoleto a sí mismo, es
redefinido con la terquedad de un sistema enloquecido como el fracaso personal o colectivo
de individuos, empresas o «enclaves». El límite objetivo del trabajo debe parecer, pues, un
problema subjetivo de los excluidos.
Esta misma ley de la víctima humana tiene validez mundial. Las ruedas del totalitarismo
económico aplastan un país tras otro y demuestran así siempre lo mismo: que éstos han
contravenido las llamadas leyes del mercado. Al que no se «adapte» incondicionalmente y sin
considerar las pérdidas al transcurso ciego de la competencia total, le castigará la lógica de la
rentabilidad. Las bases de la esperanza de hoy son la basura económica de mañana. A pesar de
esto, los psicópatas económicos que nos dominan no se dejan perturbar lo más mínimo por lo
que se refiere a su explicación estrafalaria del mundo. Ya se ha declarado deshechos sociales a
tres cuartas partes, más o menos, de la población mundial. Se hunde un enclave económico
tras otro. Después de los desastrosos «países en vías de desarrollo» del Sur y después de la
subdivisión de capitalismo de Estado de la sociedad mundial del trabajo en el Este, han
desaparecido asimismo en el infierno de la catástrofe los alumnos ejemplares de la economía
de mercado en el sudeste asiático. En Europa también hace tiempo que se está extendiendo el
pánico. Sin embargo, los jinetes de la triste figura de la política y la dirección empresarial
continúan su cruzada en nombre del ídolo trabajo con tanto más ahínco.
«El bribón había destruido el trabajo, aun habiendo tomado el sueldo de un trabajador; ahora
tendrá que trabajar sin sueldo, imaginando para sí mismo en la mazmorra la bendición del
éxito y la ganancia […] Tendrá que ser educado para el trabajo honrado como acto personal
libre mediante el trabajo forzado.»
A la policía, las sectas salvadoras, la mafia y las cocinas populares les tocará encargarse de esta
molesta «basura humana». En los EEUU y casi todos los países de Europa central hay más
gente en las cárceles que en cualquier dictadura militar mediana. Y en Latinoamérica los
escuadrones de la muerte de la economía de mercado matan diariamente a más niños y
pobres que a opositores en los peores momentos de represión política. A los excluidos sólo les
queda una función social: la del ejemplo aterrador. Su destino ha de servir para que todos los
que todavía están en «la carrera hacia la tierra prometida» sigan aguijoneándose en el
combate por los últimos puestos de trabajo; y que incluso la masa de perdedores se mantenga
en un trajín incansable para que no se les ocurra rebelarse contra unas imposiciones tan
desvergonzadas.
Pero aun pagando el precio del autoempleo, este nuevo mundo tan bonito de la economía de
mercado totalitaria sólo prevé para la mayoría un lugar como personas sumergidas en la
economía sumergida. En tanto que mano de obra más barata y esclavos democráticos de la
«sociedad de servicios» sólo les queda ponerse sumisamente al servicio de los vencedores bien
pagados de la globalización. A los nuevos «pobres trabajadores» se les permite limpiarle los
zapatos a los últimos hombres de negocios de la sociedad feneciente del trabajo, venderles
hamburguesas contaminadas o vigilarles sus centros comerciales. Y quien haya dejado su
cerebro en el guardarropía puede incluso soñar con el ascenso a millonario de servicios.
En los países anglosajones ese mundo de pesadilla ya es realidad para millones de personas y,
en cualquier caso, también en el Tercer Mundo y en Europa oriental. Y en la tierra del euro
parecen estar decididos a recuperarse generosamente del retraso existente a este respecto.
Los periódicos de economía especializados ya no mantienen en secreto su idea del futuro ideal
del trabajo: los niños del Tercer Mundo limpiando parabrisas en cruces apestados son el
ejemplo brillante de «iniciativa empresarial» que tienen que hacer el favor de seguir los
parados en el desierto de servicios autóctono. «El ideal del futuro es el individuo como
administrador de su propia mano de obra y de su previsión existencial», escribe la Comisión
sobre Cuestiones de Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia. Y: «La demanda de
servicios sencillos relacionados con las personas será mayor cuanto menos cuesten los
servicios, es decir, cuanto menos gane el que los presta». En un mundo en donde a la gente
todavía le quedase un mínimo de dignidad esta afirmación provocaría una revuelta social. En
un mundo de animales de trabajo domesticados sólo lleva a un asentimiento desvalido.
3. El apartheid del Estado neosocial
«El trabajo voluntario debería ser recompensado, no retribuido […] Pero quien realiza un
trabajo voluntario se libra además de la mácula del paro y del receptor de ayuda social.»
A las fracciones antineoliberales del campo trabajo, en el conjunto de la sociedad, tal vez no
les guste mucho esta perspectiva, pero también tienen muy claro que un ser humano sin
trabajo no es un ser humano. Anclados con nostalgia en la era de posguerra del trabajo
fordista de masas, no piensan en otra cosa que en resucitar esos tiempos pasados de la
sociedad del trabajo. El Estado se tendría que volver a encargar de aquello que el mercado no
puede cubrir. La pretendida normalidad de la sociedad del trabajo se tendría que seguir
simulando con «programas ocupacionales», trabajos forzados comunales para receptores de
ayudas sociales, subvenciones a enclaves económicos, endeudamiento y otras medidas
políticas. Esta planificación estatal del trabajo reavivada sin convicción no tiene la menor
posibilidad de éxito, pero sigue siendo el punto de referencia ideológico para amplias capas de
la población amenazadas por el desmoronamiento. Y justamente por la desesperanza en la
que se fundamente, la práctica que se deriva de la misma es cualquier cosa menos
emancipadora.
La transformación ideológica del «trabajo escaso» en el primer derecho del ciudadano excluye,
consecuentemente, a todos los no-ciudadanos. La lógica social de selección no es, por lo tanto,
cuestionada, sino definida de otra manera: la lucha por la supervivencia individual será
suavizada mediante criterios étnico-nacionalistas: «calandrias autóctonas sólo para los
autóctonos», grita el espíritu del pueblo reencontrado de nuevo en comunidad gracias al amor
perverso al trabajo. El populismo de derechas no le pone reparos a esta conclusión. Su crítica a
la sociedad de la competencia sólo conduce a la limpieza étnica en las zonas en retroceso de la
riqueza capitalista.
Frente a esto, el nacionalismo moderado de cuño socialdemócrata o verde quiere que los
inmigrantes laborales de larga duración cuenten como los autóctonos e incluso darles la
nacionalidad, si demuestran un buen comportamiento agradecido y garantizan su
mansedumbre. Claro que así se puede legitimar popularmente tanto mejor la exclusión
acentuada de refugiados del Sur y del Este, y realizarla tanto más silenciosamente;
naturalmente, todo envuelto siempre en un torrente de palabras de humanidad y civismo. La
caza humana de «ilegales» que se quieren hacer con puestos de trabajos nacionales, no
debería dejar, en la medida de lo posible, feas manchas de sangre y fuego en suelo alemán.
Para eso está la policía de fronteras, la policía nacional y los países parachoques del territorio
Schengen, que lo solucionan todo según la ley y el derecho y tanto mejor si están lejos las
cámaras de televisión.
La simulación estatal del trabajo ya es violenta y represiva de por sí. Está al servicio de la
voluntad incondicional de mantener con todos los medios disponibles el dominio del ídolo
trabajo aun después de su muerte. Este fanatismo burocrático-laboral no permite a los
excluidos, a los parados y a los carentes de oportunidades, y a los que se niegan a trabajar por
buenos motivos, disfrutar de un poco de tranquilidad ni siquiera en los resquicios restantes, ya
de por sí lamentablemente estrechos, del Estado social en descomposición. Trabajadores
sociales y mediadores de empleo les arrastrarán bajo las lámparas de interrogatorio estatales,
y se verán obligados a humillarse públicamente ante el trono del cadáver reinante.
Antes los hombres trabajaban para ganar dinero. Hoy en día el Estado no repara en gastos
para que miles de personas simulen el trabajo desaparecido en peregrinos «talleres de
entrenamiento» y «empresas ocupacionales», a fin de mantenerse en forma para «puestos de
trabajo» normales que no van a conseguir nunca. Cada vez se inventan «medidas» nuevas y
más estúpidas solamente para hacer ver que la calandria social, que gira vacía, puede seguir
funcionando eternamente. Cuanto menos sentido tiene la obligación de trabajar, tanto más
brutalmente se machaca a la gente con que tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente.
Desde este punto de vista, el «nuevo laborismo» y sus imitadores en el mundo entero han
demostrado ser del todo compatibles con el modelo neoliberal de la selección social. Mediante
la simulación de «ocupación» y ese querer aparentar un futuro positivo de la sociedad del
trabajo se crea la legitimación moral para enfrentarse con mayor dureza a los parados y a los
que se niegan a trabajar. Al mismo tiempo, el trabajo forzoso estatal, las subvenciones a los
sueldos y los llamados «trabajos voluntarios no remunerados» rebajan cada vez más los costes
laborales. De esa forma, se favorece un sector creciente de sueldos bajos y trabajo de miseria.
La llamada política laboral activa, según el modelo «new labour», ni siquiera preserva a los
enfermos crónicos y las madres solteras con niños pequeños. Quien reciba ayuda del Estado no
se librará de las asfixiantes garras de la burocracia hasta llegar al nicho con su nombre
estampado. El único sentido de esta persistencia impertinente es desanimar al máximo de
gente posible de realizar reclamaciones al Estado, y enseñar a los excluidos instrumentos de
tortura tan repugnantes que hagan aceptable, en comparación, cualquier trabajo miserable.
Oficialmente, el Estado paternalista empuña el látigo sólo por amor y siempre con la intención
de educar con rigor a sus hijos considerados «mandrosos», en nombre de un futuro mejor para
ellos. En realidad, todas las medidas pedagógicas tienen única y exclusivamente el fin de sacar
a los clientes a palos de su casa. ¿Qué otro significado podría tener obligar a los parados a
trabajar en la recogida de espárragos? El objetivo es que desbanquen allí a los trabajadores
polacos, que sólo se conforman con el salario de miseria porque al cambio les supone una
retribución aceptable en casa. Pero a los trabajadores forzados ni se les ayuda ni se les abren
nuevas «perspectivas laborales» con estas medidas. Y también para los dueños de los campos
de espárragos resultan sólo una fuente de problemas los desganados doctores y trabajadores
especializados con los que son agraciados. Pero si después de una jornada de trabajo de doce
horas en la tierra madre alemana, a alguien se le ocurre, de pura desesperación, que igual no
estaría tan mal la idea de abrir un puesto de perritos calientes, la «ayuda a la flexibilización»
habrá demostrado el efecto neobritánico deseado.
«El trabajo, por muy mammónico y vil que sea, está siempre en relación con la naturaleza. Ya el
deseo de desempeñar un trabajo conduce cada vez más a la verdad y a las leyes y
prescripciones de la naturaleza, las cuales son verdad.»
El nuevo fanatismo del trabajo, con el que la sociedad reacciona a la muerte de su ídolo, es la
continuación lógica y el capítulo final de una larga historia. Desde los días de la Reforma, todas
las fuerzas pilares de la modernización occidental han predicado la santidad del trabajo. Sobre
todo en los últimos 150 años, todas las teorías sociales y corrientes políticas han estado
prácticamente poseídas por la idea del trabajo. Socialistas y conservadores, demócratas y
fascistas se han combatido a muerte; pero a pesar de toda esta hostilidad mortal, han adorado
siempre al ídolo trabajo. «Apartad a los holgazanes», dice el texto de «La Internacional» [en su
versión alemana, N. del T.]; «el trabajo libera» resonaba atrozmente desde el portón de
entrada de Auschwitz. Fueron las democracias plurales de posguerra las que apostarían de
verdad a fondo por la dictadura perpetua del trabajo. Incluso la constitución de la católica
Baviera adoctrina a los ciudadanos en un sentido completamente pegado a la tradición de
Lutero. «El trabajo es la fuente del bienestar del pueblo y está bajo la especial protección del
Estado». A finales del siglo XX prácticamente se han evaporado todos los antagonismos
ideológicos. Sólo ha quedado el dogma común, inmisericorde, del trabajo como destino
natural del ser humano.
Hoy en día la realidad misma de la sociedad del trabajo desmiente ese dogma. Los sacerdotes
de la religión del trabajo siempre han predicado que el hombre, según su supuesta naturaleza,
es un animal laborans. No se hace hombre hasta que, cual Prometeo, somete la materia
natural a su voluntad y se realiza en sus productos. Este mito del conquistador del mundo y del
demiurgo, con una misión que cumplir, siempre ha sido una burla al carácter del proceso
moderno del trabajo, pero pretendía haber poseído un sustrato real en tiempos de los
capitalistas-inventores de la talla de Siemens o Edison y sus plantillas de trabajadores
especializados. Entretanto, este gesto se ha vuelto completamente absurdo.
Quien hoy en día se pregunte todavía por el contenido, el sentido y el fin de su trabajo, o se
vuelve loco o en factor perturbador del funcionamiento autofinalista de la máquina social. El
homo faber antes orgulloso de su trabajo que, a su manera torpe, se tomaba aún en serio lo
que hacía, se ha quedado tan anticuado como una máquina de escribir mecánica. El molino
tiene que seguir girando a cualquier precio, y con eso basta. Para la búsqueda de sentido están
los departamentos de publicidad y ejércitos enteros de animadores y psicólogos de empresa,
asesores de imagen y camellos. Pero cuando se parlotea continuamente de motivación y
creatividad lo único seguro es que no queda nada de ninguna de las dos, a no ser como
autoengaño. Por eso la capacidad de autosugestionarse, de venderse a sí mismo y la
simulación de competencia figuran hoy en día entre las virtudes más importantes de directivos
y especialistas, estrellas de los media y contables, maestros y vigilantes de aparcamientos.
«De ahí que el obrero se sienta en su casa fuera del trabajo y en el trabajo fuera de sí. Está en
casa cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en casa. Su trabajo, por lo tanto, no es
voluntario, sino obligado, trabajo forzado. No es, por lo tanto, la satisfacción de una necesidad,
sino sólo un medio para satisfacer necesidades fuera de éste. Su carácter ajeno lo pone de
relieve el hecho de que, tan pronto deja de existir alguna coacción física o de cualquier otro
tipo, se huye del trabajo como de la peste.»
En las antiguas sociedades agrarias había todo tipo de formas de dominio y de relaciones de
dependencia personal, pero ninguna dictadura de la abstracción trabajo. Las actividades de
transformación de la naturaleza y de las relaciones sociales no tenían, desde luego, un carácter
autodeterminado, pero tampoco estaban subordinadas a la «venta de fuerza de trabajo», sino
que más bien estaban imbricadas en complejos sistemas de reglas de prescripciones religiosas,
de tradiciones sociales y culturales de obligaciones recíprocas. Cada actividad tenía su
momento y su lugar especial; no había una forma de actividad general-abstracta.
En la esfera del trabajo no cuenta lo que se hace, sino que el hacer se haga como tal, puesto
que el trabajo es un fin absoluto en la medida en que es portador de la explotación del capital-
dinero: la multiplicación infinita del dinero por mor de sí mismo. El trabajo es la forma de
actividad de este fin absoluto absurdo. Sólo por eso, no por causas objetivas, todos los
productos se producen como mercancías. Porque sólo así representan la abstracción dinero,
cuyo contenido es la abstracción trabajo. En esto consiste el mecanismo de la calandria social
independizada, en la que está presa la humanidad.
Y por eso mismo, el contenido de la producción es tan indiferente como el uso de las cosas
producidas y como sus consecuencias sociales y naturales. Que se construyen casas o se
fabrican minas antipersona, que se impriman libros o se cosechen tomates transgénicos, si por
eso la gente se pone enferma o sólo se estropea un poco el sabor, todo eso no tiene
transcendencia mientras, de la manera que sea, la mercancía se convierta en dinero y el dinero
en nuevo trabajo. Que la mercancía exija un uso concreto y que éste sea destructivo le es
completamente indiferente a la racionalidad empresarial, ya que para ésta un producto sólo es
el resultado de trabajo pasado, de «trabajo muerto».
«El trabajo reúne cada vez más buena conciencia de su parte: la inclinación por la alegría ya se
llama „necesidad de descansar“ y empieza a avergonzarse de sí misma. „Cada uno es
responsable de su propia salud“, se dice cuando se nos sorprende en una excursión campestre.
Pronto se podría llegar al punto en el que uno no pueda ceder a la inclinación por una vida
contemplativa (es decir, irse de paseo con pensamientos y amigos) sin despreciarse a sí mismo
y sin remordimientos de conciencia.»
La izquierda política siempre ha rendido honores al trabajo con especial celo. No sólo ha
elevado el trabajo a esencia del ser humano, sino que también lo ha mistificado así a supuesto
principio opuesto al capital. El escándalo no era para ella el trabajo, sino meramente su
explotación por el capital. Por eso el programa de todos los «partidos de trabajadores» era la
«liberación del trabajo» y no «liberarse del trabajo». La oposición social entre capital y trabajo,
sin embargo, no es más que una mera oposición de intereses distintos (con poderes
ciertamente también distintos) dentro del fin absoluto capitalista. La lucha de clases fue la
forma de poner en juego esos intereses contrapuestos en el campo social común del sistema
productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de explotación del capital. Da igual
que la lucha se tuviera que centrar en los sueldos, derechos, condiciones laborales o puestos
de trabajo: su ciega condición previa siguió siendo siempre la calandria dominante con sus
principios irracionales.
Desde la perspectiva del trabajo, el contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco
como desde la perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de vender
óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la determinación común del sentido y fin del
propio quehacer. Si alguna vez se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la
producción se podía hacer real en las formas del sistema de producción de mercancías, la
«mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión de la cabeza. De lo único de lo que se
trata ya es de «puestos de trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el
carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de decisión para los
partícipes.
Qué, para qué y con qué consecuencias se produce le importa tan poco al vendedor de la
mercancía fuerza de trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las
centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente protestan es cuando se
habla de desactivar sus bombas de relojería. Y los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota
son los más fanáticos partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no
meramente porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita» vivir,
sino porque se identifican ciertamente con esta existencia estúpida. Para sociólogos,
sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve
de demostración del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad, dicen.
Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de mercancías que no son capaces
ya de imaginarse una vida fuera de su «calandria» tan amada, para la que se preparan cada
día.
Sin embargo, la clase obrera como clase obrera ha sido en tan poca medida la contradicción
antagonista y el sujeto de la emancipación humana como, por otro lado, los capitalistas y
directivos han dirigido la sociedad por la maldad de una voluntad subjetiva de explotación.
Ninguna casta dominante de la historia ha llevado una vida tan esclava y deplorable como los
acosados directivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier noble medieval los
hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía entregar al ocio y
dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las élites de la sociedad del trabajo no se
pueden permitir ni una pausa. Fuera de la calandria, tampoco ellos saben qué hacer con sus
vidas aparte de comportarse como niños; el ocio, el amor al conocimiento y el placer de los
sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material humano. Sólo son siervos asimismo del
ídolo trabajo, meras élites funcionales del fin absoluto irracional de la sociedad.
El ídolo dominante sabe imponer su voluntad sin sujeto sobre la «coacción sorda» de la
competencia, ante la que también los poderosos se tienen que arrodillar, justamente aunque
estén dirigiendo cientos de fábricas y moviendo sumas millonarias por todo el planeta. Y si no
lo hacen, se les quita de en medio con tan pocos miramientos como a la «mano de obra»
sobrante. Pero es justamente su propia falta de poder de decisión la que convierte a los
funcionarios del capital en inmensamente peligrosos, no su voluntad subjetiva de explotación.
Ellos son los que menos pueden permitirse preguntarse por el fin y las consecuencias de su
hacer infatigable; no se pueden permitir sentimientos ni consideraciones. Por eso le llaman
realismo cuando desertizan el mundo, afean las ciudades y hacen que la gente empobrezca en
medio de la riqueza.
«La humanidad se ha tenido que hacer cosas espantosas antes de conseguir crear el sí mismo,
el carácter idéntico, instrumental, masculino del ser humano, y algo de eso se repite todavía en
cada infancia.»
Aunque la lógica del trabajo y su transformación forzada en materia dinero puedan presionar
en esa dirección, no todos los ámbitos sociales y las actividades necesarias se dejan apresar en
esa esfera del tiempo abstracto. Por eso, junto con la esfera «independizada» del trabajo,
surgió, en cierto modo como su otra cara, también la esfera privada del hogar, de la familia y
de la intimidad.
En ese ámbito, definido como «femenino», se quedan las actividades múltiples y cambiantes
de la vida cotidiana que no se pueden transformar en dinero o sólo en casos excepcionales:
desde limpiar y cocinar, pasando por la educación de los hijos y el cuidado de los mayores,
hasta el «trabajo del amor» del ama de casa de tipo ideal, que mima a su hombre agotado por
el trabajo y le sirve de «reserva afectiva». Es por eso que la esfera de la intimidad, como la otra
cara del trabajo, es declarada baluarte de la «verdadera vida» por la ideología burguesa de la
familia, aunque en realidad la mayoría de las veces no sea más que un infierno íntimo. El
asunto es que no se trata de una esfera de vida mejor y verdadera, sino más bien de una forma
igual de estúpida y limitada de la existencia, a la que se ha adjudicado un designio distinto.
Esta esfera también es producto del trabajo, aunque separado de éste, pero sólo existente con
relación a éste. Sin el espacio social separado de la actividad «femenina» nunca hubiese
podido funcionar la sociedad del trabajo. Este lugar es su silenciosa condición previa y, al
mismo tiempo, su resultado específico.
Esto también vale para los estereotipos sexuales que experimentaron su generalización con el
desarrollo del sistema de producción de mercancías. No es casual que se convirtiera en un
estereotipo extendido la imagen de la mujer de comportamiento natural e instintivo, irracional
y llevada por sus emociones de manera paralela a la del hombre trabajador, creador de
cultura, racional y con dominio sobre sí mismo. Y tampoco es casualidad que la
autopreparación del hombre blanco para las exigencias del trabajo y de la administración
estatal de recursos humanos se viese acompañada durante siglos de una brutal «caza de
brujas». También la apropiación científica del mundo que comenzó al mismo tiempo estuvo
contaminada en sus raíces por el fin absoluto de la sociedad del trabajo y sus prescripciones
para cada género. De esta forma, el hombre blanco, para poder funcionar sin dificultades,
expulsó de sí todos los sentimientos y necesidades emocionales que en el reino del trabajo
sólo resultan factores molestos.
En el siglo XX, sobre todo en las democracias fordistas de posguerra, las mujeres fueron
integradas progresivamente en el sistema laboral. Sin embargo, el resultado sólo ha sido una
conciencia femenina esquizofrénica. Pues, por un lado, la entrada de las mujeres en la esfera
del trabajo no podía traer una liberación, sino la misma disposición respecto al ídolo trabajo
que los hombres. Y por otro lado, la estructura de la «separación» continuó existiendo y, con
ella, también la esfera de las actividades definidas como «femeninas» fuera del trabajo oficial.
Las mujeres fueron sometidas, de esta manera, a una doble carga y, a la vez, a imperativos
sociales completamente contrapuestos. En la esfera del trabajo siguen ocupando hasta el
presente, en su mayoría, puestos de trabajo peor pagados y subalternos.
Una lucha, conforme con el sistema, por cuotas y oportunidades de carrera para mujeres no
cambiará nada de esto. La lamentable visión burguesa de la «compatibilidad de profesión y
familia» deja intacta la separación de esferas del sistema de producción de mercancías y, en
consecuencia, la estructura del «desdoblamiento». Para la mayoría de las mujeres esa
perspectiva es invivible; para una minoría de «mejores sueldos» se convierte en una posición
pérfida de ganadora en el apartheid social, al poder delegar las tareas domésticas y el cuidado
de los niños a empleadas («obviamente» mujeres) mal pagadas.
La identidad entre trabajo y ausencia de poder decisorio se puede demostrar no sólo fáctica,
sino también conceptualmente. Hace unos pocos siglos las personas eran conscientes de la
relación entre trabajo e imposición social. En casi todas las lenguas europeas el concepto
«trabajo» se refiere originalmente sólo a la actividad de la gente sin poder decisorio, de los
dependientes, los siervos y los esclavos. En el ámbito lingüístico germánico se refería al trabajo
ímprobo de un niño huérfano y, por eso, caído en la servidumbre. En latín «laborare» significa
tanto como «sufrir una pesada carga» y se refiere, en síntesis, a los padecimientos y vejaciones
de los esclavos. Las palabras románicas «travail», «trabajo», etc., se derivan del latín
«tripalium», una especie de yugo que se empleaba para la tortura y castigo de esclavos u otras
personas privadas de libertad. En la expresión «el yugo del trabajo» aún resuena ese origen.
Estas circunstancias se pudieron ocultar con éxito y se pudo interiorizar este despropósito
social porque la generalización del trabajo se vio acompañada de su «cosificación», a través del
sistema moderno de producción de mercancías: la mayoría de las personas ya no están bajo el
látigo de un solo señor. La dependencia social se ha convertido en un conjunto de relaciones
abstractas del sistema y, por lo tanto, se ha hecho total. Se nota en todas partes y,
precisamente por eso, apenas si se puede concebir. Donde todos son siervos, son todos al
mismo tiempo señores, en tanto que cada uno es su propio tratante de esclavos y vigilante. Y
todos obedecen al ídolo invisible del sistema, al «gran hermano» de la explotación del capital
que los ha enviado bajo el «tripalium».
9. La historia de la imposición sangrienta del trabajo
«El bárbaro es perezoso y se diferencia del hombre culto en que se recrea en su propia abulia,
puesto que la educación práctica consiste justamente en el hábito y en la necesidad de
ocupación.»
«En el fondo, ahora se siente […] que semejante trabajo es la mejor policía, que mantiene a
todo el mundo a raya y que sabe cómo evitar con firmeza el desarrollo de la razón, la
concupiscencia y el deseo de independencia. Puesto que emplea una cantidad enorme de
energía nerviosa, la cual sustrae a las actividades de meditar, ensimismarse, soñar,
preocuparse, amar, odiar.»
Pronto dejaron de ser suficientes los impuestos y las contribuciones monetarias. Los
burócratas absolutistas y los administradores capitalista-financieros se dispusieron a organizar
forzosamente a la gente como material de una máquina social de transformación del trabajo
en dinero. Se destruyeron las formas tradicionales de vida y existencia de la población; no
porque esta población hubiese intentado «continuar su progreso» libre y autónomamente,
sino porque era necesaria como material humano de la máquina de explotación que se había
puesto en marcha. Se sacó a la gente de sus campos con la violencia de las armas, a fin de
hacer sitio para la cría de ovejas para las manufacturas de lana. Se abolieron todos los
derechos tales como la caza libre, la pesca y la recogida de leña en los bosques. Y cuando las
masas empobrecidas deambulaban pidiendo limosna y robando por los campos, entonces se
las encerraba en casas de trabajo y manufacturas, para maltratarlas con máquinas de trabajo
torturadoras y para inculcarles a la fuerza la conciencia de esclavos de animales de trabajo
sumisos.
Pero tampoco esta transformación a empellones de sus súbditos en el material del ídolo
trabajo, productor de dinero, fue ni mucho menos suficiente para los monstruosos Estados
absolutistas. Extendieron sus pretensiones también a otros continentes. A la colonización
interna de Europa le siguió otra externa, primero en las dos Américas y en partes de África.
Aquí los agentes de imposición del trabajo perdieron definitivamente todas sus inhibiciones. Se
lanzaron con campañas de saqueo, destrucción y exterminio, hasta entonces nunca vistas,
sobre los mundos «redescubiertos»; las víctimas de allí ni siquiera tenían el valor de seres
humanos. Las potencias europeas, devoradoras de hombres, de la emergente sociedad del
trabajo se atrevían a definir las culturas extranjeras subyugadas como «salvajes» y…
antropófagas.
Ese razonamiento grotesco hace recaer una luz traidora sobre la Ilustración. El ethos del
trabajo de la Modernidad, que hacía referencia en su versión protestante originaria a la gracia
de Dios –y desde la Ilustración, a la ley natural– fue enmascarada como «misión civilizadora».
En este sentido, cultura es la subordinación voluntaria al trabajo; y el trabajo es masculino,
blanco y «occidental». Lo contrario, la naturaleza no-humana, informe y sin cultura es
femenina, de color y «exótica»; y, por lo tanto, se ha de someter a la coacción. En pocas
palabras, el «universalismo» de la sociedad del trabajo es, ya en sus raíces, profundamente
racista. La abstracción universal trabajo sólo se puede definir a sí mismo distanciándose de
todo lo que no es absorbido por él.
Los pacíficos comerciantes de las antiguas rutas comerciales no fueron los antecesores de la
burguesía moderna, que, en definitiva, fue la heredera del absolutismo. Fueron más bien los
condotieros de las bandas de mercenarios de principios de la Modernidad, los alcaides de las
casas de trabajo y de las penitenciarías, los recaudadores de impuestos, los tratantes de
esclavos y otros usureros los que prepararon la tierra madre para el «espíritu empresarial»
moderno. Las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX no tuvieron nada que ver con la
emancipación social; sólo reubicaron las relaciones de poder dentro del sistema de coerción
surgido, liberaron las instituciones de la sociedad del trabajo de los caducos intereses
dinásticos e impulsaron su cosificación y despersonalización. Fue la gloriosa Revolución
Francesa la que anunció con un pathos especial el deber de trabajar y la que introdujo nuevos
correccionales de trabajo con una «Ley para la erradicación de la mendicidad».
Esto era justo lo contrario de lo que perseguían los movimientos sociales rebeldes que ardían
en los márgenes de las revoluciones burguesas, sin consumirse en ellas. Mucho antes ya se
habían dado formas autónomas de resistencia y de rechazo que no significan nada para la
historia oficial de la sociedad del trabajo y de la modernización. Los productores de las
antiguas sociedades agrarias, que nunca aceptaron tampoco sin roces las relaciones de
dominio feudales, no se querían resignar, con mucho más motivo, a que se hiciese de ellos la
«clase obrera» de un sistema de relaciones ajeno a ellos. Desde las guerras campesinas de los
siglos XV y XVI hasta las revueltas de los movimientos luego denunciados como «los
destructores de máquinas», en Inglaterra, y el levantamiento de los obreros textiles de Silesia,
en 1844, sólo se sigue una única cadena de amargas luchas de resistencia contra el trabajo. La
imposición de la sociedad del trabajo y una guerra civil, abierta a veces y latente otras, han ido
durante siglos unidas.
Las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa menos paradisíacas. Pero la imposición
espantosa de la sociedad del trabajo que irrumpía en escena era vivida por la mayoría como un
empeoramiento y «tiempo de desesperación». De hecho, pese a la estrechez de la situación, la
gente tenía algo que perder. Lo que en la falsa conciencia del mundo moderno se presenta
como tinieblas y plagas de una Edad Media ficticia eran, en realidad, los horrores de su propia
historia. En las culturas precapitalistas y no capitalistas, tanto dentro como fuera de Europa, el
tiempo diario y anual de actividad productiva era muy inferior incluso al actual de los
«empleados» modernos de fábricas y oficinas. Y esta producción no era ni mucho menos tan
condensada como en la sociedad del trabajo, sino que estaba impregnada por una marcada
cultura del ocio y de una relativa «lentitud». Dejando de lado las catástrofes naturales, las
necesidades materiales primarias estaban mucho mejor cubiertas para la mayoría que en
largos periodos de la historia de la modernización; y, en cualquier caso, mejor que en los
suburbios espantosos del mundo en crisis actual. Tampoco el poder se podía hacer tan
presente hasta el último rincón como en la sociedad del trabajo completamente burocratizada.
Por eso, la resistencia contra el trabajo sólo se pudo quebrar militarmente. Hasta el presente,
los ideólogos de la sociedad del trabajo siguen fingiendo que la cultura de producción
premoderna no «se desarrolló» porque se ahogó en su propia sangre. Los actuales demócratas
declarados del trabajo prefieren achacar todos esos horrores a las «circunstancias
predemocráticas» de un pasado con el que no tendrían ya nada que ver. No quieren reconocer
que la prehistoria terrorista de la Modernidad desvela traicioneramente la esencia también de
la actual sociedad del trabajo. La administración burocrática del trabajo y el registro estatal de
personas en las democracias industriales nunca pudo ocultar sus orígenes absolutistas y
coloniales. En la forma de la cosificación hacia un contexto sistémico impersonal, la
administración represiva de la gente en nombre del ídolo trabajo incluso ha crecido y ha
penetrado en todos los ámbitos de la vida.
Justo ahora, en plena agonía del trabajo, se vuelve a sentir, como en los comienzos de la
sociedad del trabajo, la garra asfixiante de la burocracia. La administración del trabajo se
desvela como el sistema coercitivo que siempre ha sido, al organizar el apartheid social e
intentar conjurar, en vano, la crisis mediante esclavismo estatal democrático. De manera
similar, también regresa el espíritu maligno del colonialismo mediante la administración
económica impuesta en los países de la periferia, arruinados, uno tras otro, por el Fondo
Monetario Internacional. Tras la muerte de su ídolo, la sociedad del trabajo vuelve a recurrir,
en todos los sentidos, a los métodos de sus crímenes fundacionales, los cuales, sin embargo,
no podrán salvarla.
«El trabajo tiene que empuñar el cetro, siervo debe ser sólo el que va ocioso, el trabajo debe
regir el mundo, porque solo él es el fundamento del mundo.»
El movimiento obrero clásico, que vivió su auge mucho después del ocaso de las antiguas
revueltas sociales, ya no luchaba contra los abusos del trabajo, sino que desarrolló una
sobreidentificación con lo aparentemente inevitable. Lo que perseguía era sólo ya «derechos»
y mejoras dentro de la sociedad del trabajo, cuyas imposiciones hacía tiempo que había
interiorizado ampliamente. En vez de criticar radicalmente la transformación de energía
humana en dinero como fin absoluto irracional, aceptó el «punto de vista del trabajo» y
concibió la explotación económica como un orden de cosas positivo y neutral.
Como muy tarde desde los nazis, todos los partidos son partidos de trabajadores y, al mismo
tiempo, del capital. En las «sociedades en vías de desarrollo» del Este y del Sur, el movimiento
obrero mutó en el partido terrorista de Estado de la modernización aún por hacer; en
Occidente, en un sistema de «partidos populares» con programas intercambiables y figuras
mediáticas representativas. La lucha de clases se ha acabado porque se ha acabado la sociedad
del trabajo. Las clases se muestran como categorías sociales funcionales de un sistema
fetichista común, en la misma medida en que este sistema se extingue. Cuando la
socialdemocracia, los verdes y los ex comunistas se hacen un hueco en la administración de la
crisis y diseñan programas represivos especialmente mezquinos, entonces demuestran sólo
que son los herederos legítimos de un movimiento obrero que nunca ha querido otra cosa que
trabajo a cualquier precio.
11. La crisis del trabajo
«El principio moral fundamental es el derecho de los hombres al trabajo […] Según mi parecer,
no hay nada más abominable que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene derecho a algo
semejante. En la civilización no hay sitio para gente ociosa.»
Henry Ford
«El capital es él mismo la contradicción en proceso [en tanto] que tiende a reducir el tiempo de
trabajo a un mínimo, mientras que, por otro lado, pone el tiempo de trabajo como única
medida y fuente de riqueza […] Por una parte, en consecuencia, llama a la vida a todos los
poderes de la ciencia y la naturaleza, así como de la combinación social y la circulación social, a
fin de hacer la creación de riqueza (relativamente) independiente del tiempo de trabajo que
haya exigido. Por otra parte, quiere medir esas enormes fuerzas sociales, así creadas, según el
tiempo de trabajo y encauzarlas en los límites que se requieren para mantener como valor el
valor ya conseguido.»
Después de la Segunda Guerra Mundial, por un breve momento histórico, pudo parecer como
si la sociedad del trabajo en las industrias fordistas se hubiese consolidado como un sistema de
«prosperidad eterna», en el que lo insoportable del fin absoluto coercitivo se pudiese aliviar de
manera permanente con el consumo de masas y el Estado social. Aparte de que semejante
idea fue siempre una fantasía democrática de parias, que sólo se refería a una pequeña
minoría de la población mundial, también iba a quedar desacreditada en los centros. Con la
tercera revolución industrial de la microelectrónica, la sociedad del trabajo tropieza con su
límite histórico absoluto.
Era de prever que se llegaría antes o después a ese límite. Porque el sistema de producción de
mercancías adolece desde su nacimiento de una contradicción incurable. Por un lado, vive de
chupar energía humana en cantidades masivas mediante la dilapidación de mano de obra en
su maquinaria, cuanta más mejor. Por otro lado, la ley de la competitividad empresarial
impone un crecimiento constante de la productividad, en la que la fuerza de trabajo humana
se sustituye con capital en forma de conocimientos científicos.
Esta autocontradicción ya había sido la causa profunda de todas las crisis anteriores, entre
ellas la atroz crisis económica mundial de 1929-33. Estas crisis, sin embargo, siempre se
pudieron superar con mecanismos de compensación: cada vez que se alcanzaba una cima de
productividad, después de un cierto tiempo de incubación y gracias a la expansión de los
mercados a más estratos de compradores, se volvía a engullir, en términos absolutos, otra vez
más trabajo del que antes se había eliminado por motivos de racionalización. El empleo de
mano de obra por producto se reducía, pero en términos absolutos se producían más
productos en una cantidad que permitía sobrecompensar esta reducción. Mientras que la
innovación de productos superó a la innovación de procesos, se pudo traducir la
autocontradicción del sistema en un movimiento de expansión.
El ejemplo más característico es el del coche: mediante las cadenas de montaje y otras
técnicas de racionalización «científica» del trabajo (aplicadas por primera vez en la fábrica de
coches de Henry Ford en Detroit) se reduce el tiempo de trabajo por coche al mínimo. A la vez
el trabajo se densifica prodigiosamente, de forma que el material humano es mucho más
esquilmado en el mismo lapso de tiempo.
De esta manera, se satisfacía en un grado mayor el hambre insaciable de energía humana del
ídolo trabajo, pese a la producción en cadena racionalizada de la segunda revolución industrial
del fordismo. Al mismo tiempo, el coche es el ejemplo central del carácter destructivo de los
modos de producción y consumo altamente desarrollados de la sociedad del trabajo. En
interés de la producción masiva de coches y del transporte individual masivo, se cubre de
asfalto y se afea la naturaleza, se contamina el medio ambiente y, con indiferencia, se toma
por normal que en las carreteras del mundo, un año sí y otro también, haga estragos una
tercera guerra mundial no declarada, con millones de muertos y lisiados.
Dado que la sociedad democrática del trabajo consiste en un autofinalista sistema madurado y
autorregenerativo de consumo de mano de obra, dentro de sus formas no es posible
introducir un cambio hacia la reducción generalizada del tiempo de trabajo. La racionalidad de
la economía de empresa exige que, por un lado, masas cada vez más numerosas se queden
«sin trabajo» de manera permanente y, de esta forma, se vean apartadas de la reproducción
de su vida inmanente al sistema; mientras que, por otro, el número cada vez más reducido de
«empleados» se vea sometido a unas exigencias de trabajo y de rendimiento tanto mayores.
En medio de la riqueza reaparecen la pobreza y el hambre incluso en los propios centros
capitalistas; una gran cantidad de medios de producción y campos de cultivo intactos
permanecen en desuso; una gran cantidad de pisos y edificios públicos permanecen vacíos,
mientras que la mendicidad aumenta sin parar.
La crisis del trabajo arrastra consigo necesariamente la crisis del Estado y, en consecuencia, de
la política. En principio, el Estado moderno tiene que agradecerle su carrera al hecho de que el
sistema de producción de mercancías necesite una instancia superior que garantice el marco
de la competencia, los fundamentos legales y requisitos generales de explotación, además de
los aparatos represivos, por si se da el caso de que el material humano, contraviniendo el
sistema, se insubordinase. En su forma más desarrollada de democracia de masas, en el siglo
XX el Estado ha tenido que hacerse cargo, de forma creciente, de tareas socioeconómicas.
Entre éstas figuran no sólo la red social, sino también los sistemas educativo y sanitario, las
redes de transporte y comunicación, infraestructuras de toda clase que se han vuelto
indispensables para el funcionamiento de la sociedad industrial desarrollada del trabajo, pero
que no se pueden organizar a su vez como proceso de explotación económica empresarial.
Porque estas infraestructuras tienen que estar disponibles para toda la sociedad de manera
constante y espacialmente exhaustiva y, en consecuencia, no pueden regirse por coyunturas
de oferta y demanda del mercado.
Dado que, sin embargo, el Estado no es una unidad autónoma de explotación y, por lo tanto,
no puede convertir por sí mismo el trabajo en dinero, se ve obligado a sacar dinero del proceso
de explotación real para financiar sus tareas. Si se agota la explotación, entonces se agotan
también las finanzas del Estado. El supuesto soberano social se muestra completamente
heterónomo frente a la economía ciega y fetichista de la sociedad del trabajo. Puede
promulgar todas las leyes que quiera; cuando las fuerzas productivas crecen por encima del
sistema del trabajo, el derecho positivo del Estado se ve abocado a un vacío que sólo puede
remitirse siempre a sujetos del trabajo.
Un paro de grandes dimensiones en crecimiento constante hace que se agoten los ingresos
estatales procedentes de los impuestos sobre los ingresos por trabajo. Las redes sociales se
rompen en el momento en que se llega a una masa crítica de «personas excedentes», a las que
sólo se puede seguir alimentando, en sentido capitalista, con la redistribución de otras fuentes
de ingresos. Con el rápido proceso de concentración del capital durante la crisis, que
sobrepasa las fronteras económicas nacionales, también desaparecen los ingresos estatales
por impuestos sobre las ganancias de las empresas. Las multinacionales obligan a los Estados
que compiten por las inversiones a recurrir al dumping impositivo, al dumping social y al
dumping ecológico.
Ninguna política del mundo puede frenar o revertir esta evolución. Puesto que la política, por
su esencia, es un accionar respecto al Estado que, bajo las condiciones de la desestatalización,
se queda sin objeto. La fórmula democrática de la izquierda de «configuración política» de las
circunstancias se desacredita cada día más. Aparte de represión permanente, desmontaje de la
civilización y disposición a auxiliar a la «economía del terror», no hay nada más que
«configurar». Dado que el fin en sí mismo de la sociedad del trabajo es un presupuesto
axiomático de la democracia política, no puede haber ninguna regulación político-democrática
para la crisis del trabajo. El final del trabajo supone el final de la política.
«Una vez que el trabajo en su forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de riqueza, el
tiempo de trabajo deja de ser y tiene que dejar de ser su medida y, en consecuencia, el valor de
cambio [la medida] del valor de uso. […] De esta manera, se desmorona la producción
fundamentada en el valor de cambio y el proceso material inmediato de producción se
desprende por sí mismo de la forma de la insuficiencia y la contrariedad.»
El aprovechamiento del trabajo presente se ve sustituido por el recurso al uso del trabajo
futuro, que no va a tener lugar nunca. Se trata, en cierto modo, de una acumulación de capital
en un «futuro condicional» ficticio. El capital dinero, que ya no se puede reinvertir con
rentabilidad en la economía real y que, por esa razón, ya no puede absorber trabajo, tiene que
desviarse de manera creciente hacia los mercados financieros.
Este momento simulativo ya del proceso de explotación todavía aparentemente intacto, llegó
a sus límites junto con el endeudamiento del Estado. Las «crisis de la deuda» estatales no
permitieron un nueva expansión por tales caminos ni en el Tercer Mundo ni en los centros.
Éste fue el fundamento objetivo para la cruzada victoriosa de la desregulación neoliberal, que,
según la ideología, se debía ver acompañada de una bajada drástica de la cuota estatal en el
producto social. En realidad, la desregulación y la reducción de las tareas del Estado se
compensan con los costes de la crisis, aunque sea en forma de gastos estatales en represión y
simulación. En muchos Estados la cuota estatal incluso aumenta de este modo.
El ídolo trabajo está clínicamente muerto, pero se le mantiene con respiración artificial gracias
a la expansión aparentemente independiente de los mercados financieros. Las empresas
industriales tienen ganancias que ya no provienen de la producción, convertida hace tiempo
en negocio deficitario, ni de la venta de bienes reales, sino de la participación de un
departamento financiero «astuto» en la especulación de acciones y divisas. Los presupuestos
públicos registran ingresos que ya no provienen de impuestos o de créditos solicitados, sino de
la cómplice participación diligente de la Administración de Hacienda en el mercado de
apuestas. Y las economías privadas, cuyos ingresos reales sustentados en sueldos y
retribuciones se reducen drásticamente, se siguen permitiendo un alto nivel de consumo
gracias a que hipotecan las ganancias de las acciones. Surge, así, una nueva forma de demanda
artificial, que trae consigo, por otro lado, una producción real e ingresos estatales reales de
impuestos «sin suelo bajo los pies».
De esta manera, el proceso especulativo aplaza la crisis económica mundial. Sin embargo,
dado que el aumento ficticio del valor de los títulos de propiedad sólo puede ser el anticipo de
un uso futuro de trabajo real (en una cantidad proporcionalmente astronómica), que nunca
más va a llegar, el fraude objetivado tiene que explotar después de un cierto tiempo de
incubación. El derrumbamiento de los «mercados emergentes» en Asia, Latinoamérica y
Europa del este ha sido sólo una primicia. El colapso de los mercados financieros de los centros
capitalistas de los EEUU, la UE y Japón es sólo una cuestión de tiempo.
Este estado de cosas se percibe de una forma completamente desfigurada por la conciencia-
fetiche de la sociedad del trabajo y también, precisamente, por los «críticos del capitalismo»
de izquierdas y de derechas. Cautivados por el fantasma del trabajo, ennoblecido a una
condición de existencia sobrehistórica y positiva, confunden sistemáticamente causa y efecto.
La postergación provisional de la crisis mediante la expansión especulativa de los mercados
financieros parece entonces justamente, al contrario, la supuesta causa de la crisis. Los
«especuladores malos», eso se dice con más o menos pánico, quieren destrozar toda la
hermosa sociedad del trabajo, porque se juegan, por pasárselo bien, todo el «buen dinero»,
del que «hay suficiente», en vez de invertir, de manera aplicada y respetable, en maravillosos
«puestos de trabajo», con los que se pueda seguir dando «pleno empleo» a una humanidad de
parias locos por trabajar.
Sencillamente no les entra en las cabezas que no es la especulación, ni mucho menos, la que
ha paralizado las inversiones reales, sino que éstas han dejado de ser rentables desde la
tercera revolución industrial y que los movimientos especulativos son sólo su síntoma. El
dinero, que circula allí aparentemente en cantidades inagotables, hace tiempo que dejó de ser
«bueno», en sentido capitalista, para pasar a ser sólo «aire caliente» con el que se siguió
hinchando la burbuja especulativa. Todo intento de pinchar esa burbuja con cualquier clase de
proyectos impositivos (la «tasa Tobin», etc.), para traer el capital dinero de nuevo a los
molinos supuestamente «correctos» y reales de la sociedad del trabajo, sólo podrá terminar
con el estallido tanto más rápido de la burbuja.
En vez de comprender que todos nosotros nos estamos volviendo inevitablemente no-
rentables y que, en consecuencia, lo que hay que atacar, en tanto que obsoleto, es el criterio
de la rentabilidad, junto con sus fundamentos de la sociedad del trabajo, se prefiere
demonizar a «los especuladores»; tanto ultraderechistas como autónomos, probos
funcionarios sindicales y nostálgicos keynesianos, teólogos sociales y tertulianos insignes y, en
general, todos los apóstoles del «trabajo honrado» cultivan unánimemente esta imagen barata
del enemigo. Sólo unos pocos son conscientes de que sólo hay un pequeño paso entre esto y la
revitalización de la locura antisemita. Conjurar el capital real, de sangre nacional, «creador»,
contra el capital dinero, «judío»-internacional, «acaparador», amenaza con ser la última
palabra de la izquierda-del-puesto-de-trabajo espiritualmente desamparada. Ya es, en
cualquier caso, la última palabra de la de por sí racista, antisemita y antiamericana derecha-
del-puesto-de-trabajo.
«Los servicios sencillos, relativos a personas, pueden aumentar tanto el bienestar material
como el inmaterial. Así puede crecer la sensación de bienestar de los clientes, si los prestadores
de servicios se ocupan del trabajo propio más pesado. Y a la vez, aumenta la sensación de
bienestar de los prestadores de servicios, al aumentar la autoestima gracias a esta actividad.
Llevar a cabo un servicio sencillo, relativo a personas, es mejor para la psique que estar en
paro.»
Informe de la Comisión sobre Cuestiones de Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia,
1997
«Sujétate con fuerza al conocimiento que se acredita al trabajar, porque la naturaleza misma
lo confirma y le da su sí. Ciertamente, no tienes más conocimiento que el adquirido trabajando;
todo lo demás no es más que una hipótesis del saber.»
Pero incluso más allá del deber interiorizado del consumo de mercancías como fin absoluto, las
sombras del trabajo se alzan también fuera de la oficina y la fábrica sobre el individuo
moderno. Tan pronto como se levanta del sillón ante la televisión y se vuelve activo, todo
hacer se transforma inmediatamente en un hacer análogo al trabajo. Los que hacen footing
sustituyen el reloj de control por el cronómetro, en los relucientes gimnasios la calandria
experimenta su renacimiento postmoderno, y los veraneantes se chupan un montón de
kilómetros en sus coches como si tuviesen que alcanzar el kilometraje anual de un conductor
de camiones de largas distancias. Incluso echar un polvo se ajusta a las normativas DIN de la
sexología y a criterios de competencia de las fanfarronadas de las tertulias televisivas.
Si el rey Midas vivió como una maldición que todo lo que tocaba se convirtiese en oro, su
compañero de fatigas moderno acaba de sobrepasar ya esa etapa. El hombre del trabajo ya no
se da cuenta ni de que al asimilar todo al patrón trabajo, todo hacer pierde su calidad sensual
particular y se vuelve indiferente. Al contrario: sólo por medio de esta asimilación a la
indiferencia del mundo de las mercancías le puede proporcionar sentido, justificación y
significado social a una actividad. Con un sentimiento como el de la pena, por ejemplo, el
sujeto del trabajo no es capaz de hacer nada; la transformación de la pena en «trabajo de la
pena» hace, no obstante, de ese cuerpo emocional extraño una dimensión conocida sobre la
que uno puede intercambiar impresiones con sus semejantes. Hasta el sueño se convierte en
el «trabajo onírico», la discusión con alguien amado, en «trabajo de pareja», y el trato con
niños, en «trabajo educativo». Siempre que el hombre moderno quiere insistir en la seriedad
de su quehacer ya tiene presta la palabra «trabajo» en los labios.
El imperialismo del trabajo, en consecuencia, también se deja sentir en el uso común del
lenguaje. No sólo estamos acostumbrados a usar inflacionariamente la palabra «trabajo», sino
también a dos ámbitos de significado muy diferentes. Hace tiempo que «trabajo» ya no se
refiere solamente (como correspondería) a la forma de actividad capitalista del molino-fin
absoluto, sino que este concepto se ha convertido en sinónimo de todo esfuerzo dirigido a un
fin y ha borrado así sus huellas.
Esta imprecisión conceptual prepara el terreno para una crítica de la sociedad del trabajo tan
poco clara como habitual, que opera exactamente al revés, o sea, a partir de una
interpretación positiva del imperialismo del trabajo. A la sociedad del trabajo se le reprocha,
justamente, que aún no domine la vida lo suficiente con su forma de actividad porque, al
parecer, hace un uso «demasiado estrecho» del concepto de trabajo, al excomulgar
moralistamente del mismo el «trabajo propio» o la «autoayuda no remunerada» (trabajo
doméstico, ayuda comunitaria, etc.), y considerar trabajo «verdadero» sólo el trabajo
retribuido según criterios de mercado. Una valoración nueva y una ampliación del concepto de
trabajo debería acabar con esta fijación unilateral y con las jerarquizaciones que se siguen de
ésta.
En una sociedad dominada por la producción de mercancías como fin absoluto, sólo se puede
considerar riqueza verdadera lo que se puede representar en forma monetarizada. El concepto
de trabajo así determinado se refleja imperialmente en todas las demás esferas, pero sólo
negativamente, al hacerlas distinguibles en tanto que dependientes de él. Las esferas ajenas a
la producción de mercancías se quedan, por lo tanto, necesariamente en la sombra de la
esfera capitalista de producción, porque no entran en la lógica abstracta de ahorro de tiempo
propia de la economía de empresa; a pesar de que y justamente porque son tan necesarias
para la vida como el campo de actividades separado, definido como «femenino», de la
economía privada, de la dedicación personal, etc.
Una ampliación moral del concepto de trabajo, en vez de su crítica radical, no sólo encubre el
imperialismo social real de la economía de producción de mercancías, sino que además se
encuadra excelentemente en las estrategias autoritarias de administración estatal de la crisis.
La exigencia, elevada desde los años setenta, de «reconocer» socialmente como trabajo
plenamente válido también las «tareas domésticas» y las actividades en el «sector terciario»,
especulaba en un principio con aportaciones estatales en forma de transferencias financieras.
No obstante, el Estado en crisis le da la vuelta a la tortilla y moviliza el ímpetu moral de esta
exigencia, en el sentido del temido «principio de subsidiaridad», en contra de sus esperanzas
materiales.
El canto de loa del «voluntariado» y del «trabajo comunitario» no trata del permiso para
hurgar en las arcas estatales, de por sí bastante vacías, sino que se usa como coartada para la
retirada social del Estado, para los programas en curso de trabajo forzoso y para el mezquino
intento de hacer recaer el peso de la crisis sobre las mujeres. Las instituciones sociales oficiales
abandonan sus obligaciones sociales con el llamamiento, tan amistoso como gratuito, dirigido
a «todos nosotros» para combatir, en el futuro, la miseria propia y ajena con la iniciativa
privada propia y para no volver a hacer reclamaciones materiales. De este modo, una
acrobacia de definiciones con el concepto de trabajo aún santificado, mal entendida como
programa de emancipación, abre todas las puertas al intento del Estado de llevar a cabo la
abolición del trabajo asalariado como supresión del salario, manteniendo el trabajo, en la
tierra quemada de la economía de mercado. Así se demuestra involuntariamente que la
emancipación social hoy en día no puede tener como contenido la revalorización del trabajo,
sino sólo su desvalorización consciente.
Por mucho que se haya ocultado y tabuizado la crisis fundamental del trabajo, ésta deja su
impronta en todos los conflictos sociales actuales. El paso de una sociedad de integración de
masas a un orden de selección y apartheid no ha conducido, precisamente, a una nueva ronda
de la lucha de clases entre capital y trabajo, sino a una crisis categorial de la propia lucha de
intereses inmanente al sistema. Ya en la época de prosperidad, después de la Segunda Guerra
Mundial, se había desvanecido el antiguo énfasis de la lucha de clases. Pero no, ciertamente,
porque el sujeto revolucionario «en sí» hubiese sido «integrado» mediante maquinaciones
manipuladoras y el soborno de un dudoso bienestar, sino porque, por el contrario, en el
estadio de desarrollo fordista, se destapó la identidad lógica de capital y trabajo como
categorías sociales funcionales de una forma fetiche común a la sociedad. El deseo inmanente
del sistema de vender la mercancía fuerza de trabajo en las mejores condiciones posibles
perdió todo momento transcendente.
Si hasta entrados los años setenta de lo que se trataba era de ir conquistando una
participación de estratos lo más amplio posibles de la población en los venenosos frutos de la
sociedad del trabajo; bajo las nuevas condiciones de crisis de la tercera revolución industrial
incluso este impulso se ha apagado. Sólo mientras que la sociedad del trabajo se fue
expandiendo fue posible dirigir, a gran escala, la lucha de intereses de sus categorías sociales
funcionales. No obstante, en la misma medida en la que se hunde la base común, los intereses
inmanentes del sistema tampoco se pueden aunar respecto al conjunto de la sociedad. Se
pone en marcha un proceso de insolidaridad general. Los trabajadores asalariados desertan de
los sindicatos; los directivos, de las organizaciones de empresarios. Cada uno para sí mismo y
el dios-sistema capitalista contra todos: la tan cacareada individualización no es más que otro
síntoma de crisis de la sociedad del trabajo.
Mientras que se puedan seguir agregando intereses, esto sucede sólo en una medida
microeconómica. Puesto que, en la misma medida en que se ha ido convirtiendo en un
verdadero privilegio –como insulto a la liberación social– el dejarse machacar la propia vida
por la economía de empresa, degenera la representación de intereses de la mercancía fuerza
de trabajo hacia una rígida política de lobby de segmentos sociales cada vez más pequeños.
Quien acepta la lógica del trabajo, también tiene que aceptar ahora la lógica del apartheid. De
lo único que se trata ya es de asegurarle a la clientela propia, estrictamente delimitada, que su
pellejo se podrá seguir vendiendo a costa de todos los demás. Las plantillas y los comités de
empresa hace tiempo que ya no tienen a su verdadero enemigo en la dirección de su empresa,
sino en los asalariados de las empresas y «enclaves» en competencia, indiferentemente de que
se encuentren en el siguiente pueblo o en el lejano Oriente. Y si se plantea la cuestión de a
quién le va a tocar saltar por la borda, cuando llegue la próxima racionalización empresarial,
también se convierten en enemigos el departamento vecino y el compañero de al lado.
Se agota así irreversiblemente el intento osado de querer hacer uso de la lucha de intereses
inmanente al sistema como resorte de emancipación social. Esto supone el final de la izquierda
clásica. Un resurgimiento de la crítica radical al capitalismo presupone la ruptura categorial
con el trabajo. Hasta que no se establezca una meta nueva de emancipación social más allá del
trabajo y de las categorías fetiche que se derivan del mismo (valor, mercancía, dinero, Estado,
forma jurídica, nación, democracia, etc.), no será posible un proceso de re-solidaridad de
grado elevado y a escala del conjunto de la sociedad. Y sólo en este sentido se pueden re-
aglutinar también las luchas de resistencia, inmanentes al sistema, contra la lógica de la
lobbyzación y la individualización; pero ahora ya no en referencia positiva, sino
estratégicamente negativa a las categorías dominantes
Hasta ahora la izquierda ha estado esquivando la ruptura categorial con la sociedad del
trabajo. Minimiza los imperativos del sistema a mera ideología; y la lógica de la crisis, a mero
proyecto político de los «gobernantes». En el lugar de la ruptura categorial hace su aparición la
nostalgia socialdemócrata y keynesiana. No se persigue una nueva generalidad concreta de
formación social, más allá del trabajo abstracto y de la forma dinero, sino que la izquierda
intenta aferrarse convulsivamente a la generalidad abstracta del interés inmanente al sistema.
Pero estos intentos se quedan también en lo abstracto y ya no pueden integrar movimientos
sociales de masas, porque se autoengañan por lo que se refiere a las circunstancias reales de la
crisis.
Sin embargo, también esta perspectiva triste y limitada es completamente ilusoria. Sus
protagonistas de izquierdas y analfabetos teóricos han olvidado que el consumo capitalista de
mercancías nunca sirve sencillamente a la satisfacción de necesidades, sino que sólo puede ser
siempre una función del movimiento de explotación. Cuando ya no se puede vender la fuerza
de trabajo, hasta las necesidades elementales vienen a ser lujos que hay que reducir al
mínimo. Y es justo para eso para lo que va a servir de vehículo el programa del dinero de
subsistencia, a saber, como instrumento de la reducción estatal de costes y como versión
pobre de la transferencia social, que viene a ocupar el lugar de los seguros sociales en colapso.
Es en este sentido en el que el padre del neoliberalismo, Milton Friedman, ideó la noción de
renta básica, antes de que una izquierda desarmada la descubriese como supuesta tabla de
salvación. Y es con este contenido con el que se va a hacer realidad, si llega el caso.
«El „trabajo“ es, por su esencia, una actividad no libre, inhumana e insocial, condicionada por
la propiedad privada y creadora de propiedad privada. La abolición de la propiedad privada no
se hará realidad hasta que no sea concebida como abolición del „trabajo“.»
Karl Marx, Sobre el libro de Friedrich List «El sistema nacional de economía política», 1845
Sólo la crítica del trabajo formulada expresamente y el correspondiente debate teórico pueden
crear esa nueva contrainformación, que es condición indispensable para que se constituya un
movimiento social práctico contra el trabajo. Las disputas internas dentro del campo del
trabajo se han agotado y se hacen cada vez más absurdas. Tanto más apremiante es redefinir
las líneas sociales del conflicto, a lo largo de las cuales se puede formar una coalición contra el
trabajo.
Lo que sí se puede es bosquejar en líneas generales qué metas se pueden plantear de cara a un
mundo más allá del trabajo. El programa contra el trabajo no se alimenta de un canon de
principios positivos, sino de la fuerza de la negación. Si la imposición del trabajo supuso la
expropiación de la gente de las condiciones de su propia vida, entonces la negación de la
sociedad del trabajo sólo puede consistir en que la gente se vuelva a apropiar de sus relaciones
sociales a un nivel histórico más alto. Los enemigos del trabajo van a impulsar, por tanto, la
constitución en todo el mundo de federaciones de individuos asociados libremente que le
arrebaten los medios de producción y de existencia a la máquina vacía del trabajo y la
explotación y los tomen en sus propias manos. Sólo en la lucha contra la monopolización de
todos los recursos sociales y potenciales de riqueza por los poderes alienantes del mercado y
del Estado es posible conquistar los espacios sociales de la emancipación.
Por lo que a esto se refiere, hay que atacar la propiedad privada de una manera nueva. Para la
izquierda, hasta ahora, la propiedad privada no era la forma jurídica del sistema productor de
mercancías, sino nada más que el subjetivo «poder de disposición» ominoso de los capitalistas
sobre los recursos. Así pudo surgir la idea absurda de querer superar la propiedad privada
sobre la base de la producción de mercancías. De ahí que, por lo general, pareciese que lo
opuesto a la propiedad privada había de ser la propiedad del Estado («estatalización»). Sin
embargo, el Estado no es otra cosa que la comunidad forzosa externa o la generalización
abstracta de los productores de mercancías socialmente atomizados; y, por tanto, la propiedad
del Estado, sólo una forma derivada de la propiedad privada, independientemente de que se le
aplique el adjetivo «socialista» o no.
En la crisis de la sociedad del trabajo, tanto la propiedad privada como la propiedad estatal se
vuelven obsoletas, porque ambas formas de propiedad presuponen en la misma medida el
proceso de explotación. Justo por eso, los medios objetivos correspondientes quedan
progresivamente en desuso y permanecen cerrados. Y los funcionarios estatales,
empresariales y judiciales se cuidan celosamente de que eso siga así y de que los medios de
producción se pudran antes que ser usados para otros fines. De ahí que la conquista de los
medios de producción mediante asociaciones libres, contra la administración estatal y judicial
impuesta, sólo pueda significar que esos medios de producción ya no se van a movilizar en
forma de producción de mercancías para mercados anónimos.
El fin absoluto del trabajo y el «empleo» ya no determina la vida, sino la organización del uso
sensato de posibilidades comunes, que no es comandada por una «mano invisible»
automática, sino por una actuación social consciente. La riqueza producida es aprehendida
directamente según las necesidades, y no según la «capacidad de compra». Junto con el
trabajo, desaparece la generalización abstracta del dinero así como la del Estado. En lugar de
las naciones separadas surge una sociedad mundial que ya no necesita fronteras, en la que
todas las personas se pueden mover libremente y apelar al derecho universal de acogida en
cualquier sitio de su elección.
La crítica del trabajo es una declaración de guerra al orden dominante y no una coexistencia
pacífica en los resquicios de sus imposiciones. El lema de la emancipación social sólo puede
ser: «¡Cojamos lo que necesitamos! ¡No nos arrastraremos por más tiempo de rodillas bajo el
yugo de los mercados de trabajo y la administración democrática de la crisis!». La condición
previa para esto es el control de las nuevas formas de organización social (de asociaciones
libres, consejos) sobre las condiciones de reproducción de toda la sociedad. Tal pretensión
diferencia fundamentalmente a los enemigos del trabajo de los políticos de los resquicios y las
almas cándidas del socialismo de jardín de casa.
El dominio del trabajo divide al individuo humano. Separa el sujeto económico del ciudadano,
el animal de trabajo de la persona en su tiempo libre, lo abstractamente público de lo
abstractamente privado, la masculinidad producida de la feminidad producida; y enfrenta al
uno individualizado con su propio contexto social, como un poder ajeno que lo domina. Los
enemigos del trabajo persiguen la abolición de esta esquizofrenia mediante la apropiación
concreta del contexto social por personas que actúan de manera consciente y autorreflexiva.
«Pero es el trabajo en sí mismo, no sólo bajo las condiciones actuales, sino en la medida en que
su fin es el mero aumento de la riqueza, es el trabajo en sí mismo, digo yo, el que es dañino,
contraproducente; esto se sigue, sin que lo sepa el economista nacional (Adam Smith), de sus
propios desarrollos.»
A los enemigos del trabajo se les reprochará que no son más que ilusos. La historia habría
demostrado que una sociedad que no se base en los principios del trabajo, de la obligación de
rendir, de la competencia de la economía de mercado y del interés individual no puede
funcionar. ¿Acaso queréis afirmar, apologetas del estado de cosas dominante, que la
producción de mercancías capitalista ha deparado realmente una vida aceptable, aunque sólo
sea remotamente, para la mayoría de las personas? ¿Acaso llamáis «funcionar» al hecho de
que sea precisamente el crecimiento brusco de las fuerzas productivas el que excluya a
millones de seres humanos de la humanidad, teniendo que contentarse con sobrevivir en
basureros? ¿Al hecho de que otros muchos millones sólo aguanten esta vida agitada bajo el
dictado del trabajo, aislándose y quedándose solos, aturdiendo su espíritu sin placer alguno y
enfermando física y psíquicamente? ¿Al hecho de que el mundo sea transformado en un
desierto sólo para sacar más dinero del dinero? Pues bueno. Ésta es, de hecho, la manera en
que vuestro grandioso sistema «funciona». ¡Pero nosotros nos negamos a realizar prestaciones
semejantes!
Para que la humanidad estuviese en condiciones de interiorizar el dominio del trabajo y del
interés propio tuvieron que ser exterminadas todas las instituciones de la autoorganización y
de la cooperación autodeterminada de las antiguas sociedades agrarias. Quizá sea cierto que
se hizo un trabajo redondo. No somos unos optimistas exagerados. No podemos saber si
lograremos la liberación de esta existencia condicionada. Queda abierto si el ocaso del trabajo
traerá consigo la superación de la locura del trabajo o el final de la civilización.
No estamos hablando sólo de sectores laborales claramente peligrosos para todos como la
industria automovilística, armamentista y nuclear, sino también de la producción de aquellas
numerosas prótesis del sentido y estúpidos objetos de entretenimiento, con los que se
pretende simular un sustituto para la vida desperdiciada de las personas de trabajo. También
desaparecerá esa cantidad enorme de actividades que sólo existen porque las masas de
productos tienen que hacerse pasar a la fuerza por el aro de la forma dinero y la mediación del
mercado. ¿O acaso pensáis que los contables y tasadores, los especialistas en marketing y los
vendedores, los representantes y los redactores de páginas publicitarias van a ser necesarios
cuando las cosas se elaboren según la necesidad y cada uno tome lo que le haga falta? ¿Y para
qué va a seguir habiendo funcionarios de Hacienda y policías, asistentes sociales y
administradores de la pobreza, si ya no se va a tener que defender la propiedad privada ni
administrar la miseria social y a nadie se le va a obligar a aceptar las imposiciones enajenadas
del sistema?
Ya oímos los gritos de indignación: ¡tantos puestos de trabajo! Pues claro que sí. Calculad, con
tranquilidad, cuánto tiempo de vida se roba diariamente la humanidad a sí misma sólo para
acumular «trabajo muerto», administrar a la gente y mantener engrasado el sistema
dominante. Cuánto tiempo podríamos pasar tomando el sol en vez de desollarnos por cosas
sobre cuyo carácter grotesco, represivo y destructor ya se han escrito bibliotecas enteras. No
tengáis miedo. De ninguna manera cesará toda actividad cuando desaparezcan las
imposiciones del trabajo. Lo que sí es cierto es que toda actividad cambia su carácter, cuando
ya no se ve encasillada en la esfera sin sentido y autofinalista de tiempos en cadena abstractos,
sino que puede seguir su propia medida de tiempo individualmente variable y está integrada
en contextos de vida personales; cuando son las propias personas las que determinan el
transcurso también respecto a las grandes formas organizativas de producción, en vez de verse
determinadas por el dictado de la explotación de la economía de empresa. ¿Por qué dejarse
acosar por las exigencias insolentes de una competencia impuesta? Lo que hay que hacer es
redescubrir la lentitud.
No desaparecerán, por supuesto, tampoco las actividades domésticas ni del cuidado de las
personas que la sociedad del trabajo ha hecho invisibles, ha separado y definido como
«femeninas». Se puede automatizar tan poco la preparación de la comida como el cambio de
pañales a un bebé. Cuando se supere, junto al trabajo, la separación de las esferas sociales,
estas actividades necesarias podrán aparecer a la luz de una organización social consciente
más allá de las prescripciones de genero. Perderán su carácter represivo en tanto que no
supondrán la subordinación de unas personas a otras y serán realizadas, según las
circunstancias y las necesidades, por igual tanto por hombres como por mujeres.
No decimos que, de esta manera, toda actividad se va a convertir en un placer. Unas más y
otras menos. Por supuesto que siempre habrá cosas necesarias que hacer. ¿Pero a quién le va
a asustar esto, siempre que no te consuma la vida? Y siempre habrá muchas más cosas que se
podrán hacer por decisión libre. Ya que la actividad es una necesidad igual que el ocio. Ni
siquiera el trabajo ha sido capaz de acabar del todo con esa necesidad, sino que la ha
instrumentalizado para sí y la ha succionado hasta el agotamiento como un vampiro.
Los adversarios del trabajo no son ni fanáticos de una activismo ciego ni mucho menos de un
no-hacer ciego. Tiene que conseguirse que ocio, tareas necesarias y actividades elegidas
libremente guarden una proporción razonable entre sí, que se rija por las necesidades y las
circunstancias vitales. Una vez sustraídas a las imposiciones objetivas capitalistas del trabajo,
las modernas fuerzas de producción podrán incrementar enormemente el tiempo libre
disponible para toda la gente. ¿Para qué pasar tanto tiempo en fábricas y oficinas, cuando
autómatas de todas clases pueden hacer buena parte de esas actividades por nosotros? ¿Para
qué hacer sudar a cientos de cuerpos humanos, cuando bastan unas pocas segadoras? ¿Para
que malgastar ingenio en una rutina que también puede hacer un ordenador sin más?
En todo caso, para estos fines sólo se podrá aprovechar una parte mínima de la técnica en su
forma capitalista. A la mayor parte de los agregados técnicos se le tendrá que dar una forma
completamente nueva, puesto que fueron construidos según los criterios obtusos de la
rentabilidad abstracta. Por otro lado, por esta misma razón, no se han llegado a desarrollar
muchas posibilidades técnicas. Aunque la energía solar se puede obtener en cualquier rincón,
la sociedad del trabajo trae al mundo centrales eléctricas centralizadas y peligrosas. Y aunque
se conocen desde hace mucho tiempo métodos inocuos para la producción agraria, el cálculo
pecuniario vierte miles de venenos en el agua, destruye los suelos y contamina el aire. Por
razones puramente económicas, se le hacen dar tres vueltas al globo a materiales de
construcción y alimentos, aunque la mayoría de las cosas se podrían producir fácilmente a
nivel local sin grandes rutas de transporte. Una parte considerable de la técnica capitalista es
tan absurda e innecesaria como el gasto de energía humana que conlleva.
Con todo esto no os estamos diciendo nada nuevo. Y, a pesar de todo, no vais a sacar
consecuencias de lo que ya sabéis muy bien por vosotros mismos. Pues os negáis a tomar una
decisión consciente sobre qué medios de producción, transporte y comunicación tiene sentido
emplear y cuáles son perjudiciales o sencillamente innecesarios. Cuanto más agitadamente
soltáis vuestra letanía de la libertad democrática, con tanta más obstinación rechazáis la
libertad de decisión social más elemental, porque queréis seguir sirviendo al cadáver
dominante del trabajo y sus pseudo-«leyes naturales».
«Nuestra vida es el asesinato por el trabajo. Hace 60 años que colgamos de la cuerda y
pataleamos, pero nos vamos a soltar.»
La superación del trabajo es cualquier cosa menos una utopía nebulosa. La sociedad mundial
no puede continuar en su forma actual otros 50 ó 100 años. Que los adversarios del trabajo se
tengan que enfrentar a un ídolo trabajo ya clínicamente muerto no hace necesariamente su
tarea más fácil. Puesto que cuanto más se agrava la crisis de la sociedad del trabajo y todos los
intentos de poner remedio acaban fracasando, más crece el abismo entre el aislamiento de las
mónadas sociales desvalidas y las exigencias de un movimiento de apropiación de la totalidad
de la sociedad. El salvajismo creciente de las relaciones sociales en muchas partes del mundo
muestra que la antigua conciencia del trabajo y la competencia prosigue a niveles cada vez
más ínfimos. La «descivilización» a trompicones , a pesar de todos los impulsos de un malestar
en el capitalismo, parece ser la forma más natural de transcurrir la crisis.
Justamente con unas perspectivas tan negativas, sería fatal posponer la crítica del trabajo
como programa integral para el conjunto de la sociedad y limitarse a levantar una economía
precaria de supervivencia sobre las ruinas de la sociedad del trabajo. La crítica del trabajo sólo
tiene una oportunidad si se enfrenta a la corriente dessocializante, en vez de dejarse arrastrar
por ella. Pero los estándares civilizatorios ya no se pueden defender con la política
democrática, sino sólo contra ella.
Libertad no significa ni dejarse machacar por el mercado ni administrar por el Estado, sino
organizar según criterios propios las relaciones sociales sin intromisiones de aparatos
enajenados. En ese sentido, los adversarios del trabajo lo que se proponen es encontrar
nuevas formas de movilización social y de conquistar cabezas de puente para la reproducción
de la vida más allá del trabajo. Lo que hay que hacer es combinar las formas de práctica
contrasocial con el rechazo ofensivo del trabajo.
Por mucho que los poderes dominantes nos tachen de locos, porque nos arriesgamos a
romper con su sistema irracional de imposiciones, nosotros no tenemos nada más que perder
que la perspectiva de la catástrofe hacia la que nos conducen. ¡Tenemos un mundo más allá
del trabajo que ganar!
Epílogo
Robert Kurz
La persona flexible
Hace ya mucho tiempo que ha dejado de ser un secreto que en el mundo occidental altamente
industrializado, o incluso ya «postindustrial», soplan cada vez más vientos del llamado Tercer
Mundo. No es que los países de la periferia capitalista se hayan acercado al nivel social de las
democracias occidentales del bienestar, sino que, por el contrario, se extiende como un virus
la depravación social en los antiguos centros capitalistas. Sin embargo, ya no es sólo que se
estén desmontando los sistemas de protección social ni tampoco que aumente el paro
estructural masivo, sino que, más bien, está creciendo un sector difuso entre el trabajo regular
y el paro, sector que es un viejo conocido en los países del Tercer Mundo y que vegeta por
debajo de la sociedad oficial –de minorías y de apartheid social, que participa en el mercado
mundial– como «economía secundaria» de los excluidos y desarraigados. Caen bajo esta
categoría los vendedores ambulantes de calle, los adolescentes que limpian parabrisas en los
cruces, la prostitución infantil o desde los sistemas semilegales de reciclaje hasta los
«habitantes de los basureros».
A escala más pequeña, estos fenómenos forman parte de las escenas callejeras diarias de
Occidente y, de forma más patente, de los países anglosajones con su «clásico» liberalismo
económico radical. Pero también se están desarrollando nuevas formas mixtas entre el trabajo
regular y las relaciones de trabajo precario. Es necesario coger trabajos irregulares porque,
desde hace veinte años (de forma especialmente drástica en los EEUU), los ingresos de los
sueldos oficiales ya no son suficientes para financiar una forma de vida «normal» con piso,
coche y seguro médico. Dos o tres puestos de trabajo por persona son normales. El obrero de
una fábrica al acabar su jornada se va un momento a comer a casa para comenzar luego su
servicio como vigilante nocturno en otro sitio. Sólo quedan unas pocas horas para dormir. El
fin de semana trabaja, además, en un restaurante, no por un sueldo, sino sólo por las propinas.
Cada vez cuesta más mantener la fachada de normalidad, aunque sea a costa de arruinarse la
salud.
Otra forma nueva de biografías laborales inseguras consiste en que cada vez más personas
tienen que trabajar por debajo de su cualificación. Están «sobrecualificados» para el trabajo
que en realidad desempeñan: los mercados ya no necesitan de sus conocimientos. Desde
principios de los ochenta, con el comienzo de la revolución microelectrónica y la crisis
creciente de las finanzas del Estado, la formación académica dejó de ser garantía de una
actividad laboral correspondiente. Se han recortado muchos puestos cualificados en el sector
estatal por falta de posibilidades de financiación. Por otro lado, en el mercado libre la
preparación profesional envejece cada vez más deprisa y, tras una breve «combustión
continua», pierde su valor. El ciclo acelerado de las coyunturas, las innovaciones, los productos
y las modas no abarca sólo los sectores técnicos, sino también la cultura, las ciencias sociales y
el sector servicios de alto standing.
Si esa manera insegura de vivir podía parecer, quizás, algo exótico hace diez o quince años,
ahora se ha convertido en un fenómeno de masas. El sociólogo alemán Ulrich Beck ha
demostrado que «el sistema de empleo estandarizado ha empezado a deshacerse». El límite
entre el trabajo y el paro se difumina. Las palabras clave del nuevo sistema de empleo,
fraccionado e intrincado, son «flexibilización» y «subempleo plural». Ya hace tiempo que no es
sólo la inteligencia académica venida a menos, sin cualificación y sobrante, la que se puede
encontrar en esos medios equívocos de la flexibilidad. Antiguos cerrajeros, cocineros,
delineantes, peluqueros, modistas o enfermeros se han convertido en subempleados
multifunción sin oficio.
En los años ochenta todavía había esperanzas de poder dar un giro emancipador a la tendencia
a la flexibilización de las relaciones, al no seguir la gente ya estandarizaciones rígidas, sino que
–a pesar de la presión social– intentaban descubrir para sí posibilidades nuevas de organizarse
la vida. El individuo flexible tenía que convertirse en el prototipo de ser humano que ya no se
subordina incondicionalmente a las obligaciones del trabajo asalariado y del mercado, porque
había conquistado una reserva de tiempo para actuar de manera independiente y autónoma y
se podía imponer a sí mismo obligaciones voluntarias. Se hablada de los llamados «pioneros
del tiempo», que habían ganado para sí mismos «soberanía temporal», a fin de poner en
marcha formas de vida al margen del ritmo maquinal capitalista del «trabajo» determinado
por otros y el «tiempo libre» orientado al consumo de mercancías.
Tales ideas recuerdan a los primeros escritos de Karl Marx que preveían, para el futuro
comunista, el final de la división del trabajo alienante con una famosa formulación ilustrativa:
«La división del trabajo nos da el ejemplo de que, mientras exista la separación entre el interés
particular y el general, la propia actividad del hombre se convierte para él en un poder extraño
y enfrentado que lo subyuga. Una vez que se empieza a distribuir el trabajo, cada uno tiene un
círculo determinado exclusivo de actividad, del que no puede a salir; mientras que en el
comunismo la sociedad regula la producción general y me posibilita hacer una cosa un día y
otra el siguiente, cazar por las mañanas, pescar por la tarde, ordeñar el ganado por la noche,
ponerme a criticar después de comer, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o
crítico…».
Justo 150 años después, la imagen romántica del joven Marx no tiene nada que ver con
nuestra realidad flexible. No vivimos precisamente en una sociedad con aspiraciones
comunistas, que se haya abierto a nuevos horizontes de emancipación social más allá del
sucumbido capitalismo de Estado burocrático. Optimistas sociales de la flexibilización como
Ulrich Beck o el filósofo social francés Andrè Gorz habían hecho unas cuentas muy rápidas, al
querer desarrollar los potenciales de una nueva «soberanía del tiempo» individual en
coexistencia pacífica con las formas de producción capitalista. Después de abandonar toda
crítica fundamental al orden dominante, no quedaba ya ninguna posibilidad de ocupar
emancipadoramene la tendencia social inmanente. Por eso, la lucha por la interpretación
social de la flexibilización estaba sentenciada antes de empezar.
Las ideas esperanzadoras de una supuesta organización autónoma del tiempo de vida en los
resquicios sociales se referían, de todas maneras, sólo a formas específicas de trabajo a media
jornada que, según la teoría de Gorz, tendrían que ser subvencionadas por el Estado social
para garantizar una «renta básica» segura en forma de dinero y, a la vez, posibilitar actividades
voluntarias. Esta teoría bienintencionada, pero sin fundamento, ha sido desde el principio un
insulto a la realidad de la gente que, bajo la presión del dumping social creciente, se ve
obligada a coger dos o tres trabajos prácticamente de sol a sol. Dado que existe la
«separación», constatada tanto por Marx como por otros, «entre el interés particular y el
general» –es decir: la competencia ciega en mercados anónimos, que ya no es cuestionada por
teóricos como Beck y Gorz–, no se puede emplear el potencial de la productividad creciente
para una mayor «soberanía temporal» de la gente. En vez de esto, el capitalismo neoliberal
desenfrenado ha impuesto dictatorialmente la flexibilización y ha hecho valer exclusivamente
su filosofía económica de una bajada de costes a cualquier precio.
Flexibilización significa, por lo general, desviación del riesgo sobre los empleados dependientes
y delegación de la responsabilidad hacia abajo: más rendimiento y mas estrés por menos
dinero. El vínculo empresarial se relaja y los llamados «colaboradores» se dividen en una
plantilla central cada vez más reducida, a la que también se recortan o eliminan las
prestaciones sociales de la empresa, y una plantilla satélite, precaria, creciente de «reserva»,
que se llaman, por ejemplo, «trabajadores freelance» o «trabajadores con cartera». Dentro de
la plantilla central, los departamentos se dividen en «centros de ganancias» en competencia.
La cultura empresarial de integración ha caducado. Con el ejemplo del consorcio multinacional
IBM, el historiador social norteamericano Richard Sennet mostraba en 1998, en su libro El
hombre flexible, esta lógica de la deslealtad: «Durante los años de los recortes y la
reestructuración, IBM no transmitía ya ninguna confianza a los empleados que le quedaban. Se
les comunicó que a partir de ese momento todo dependía de ellos mismos, que ya no eran los
hijos de la gran empresa».
Trabajadores azuzados y dessocializados, que lo único que pueden hacer es engañar a sus
directivos, a sus clientes y a sí mismos, se convierten en contraproductivos también
empresarialmente hablando. Con la flexibilización total el capitalismo no resuelve su crisis,
sino que se conduce ciertamente a sí mismo ad absurdum y demuestra que ya sólo es capaz de
desatar energías autodestructivas.
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