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Madre suficientemente buena

Esta expresión fue creada por el psicoanalista británico Donald W. Winnicott, quien se
especializó en la relación madre-lactante y la evolución posterior del sujeto a partir de esta
relación.
Las funciones maternas primordiales son tres: el sostenimiento o sostén (holding), la
manipulación o manejo (handling) y la presentación objetal (objet-presenting). Las tres
condicionan, respectivamente, la forma en que el bebé va a desarrollarse: un primer
proceso de integración, en la fase de dependencia absoluta; un proceso
de personificación hacia la unidad psiquesoma; y un proceso de realización, que basa su
futura capacidad de establecer relaciones interpersonales.
El neonato no constituye una verdadera unidad psíquica. Durante el primer año de su
vida, la diada madre-infante es esa unidad: la madre es el primer entorno del infante (y
más que eso). En ese momento, la intervención del padre está mediatizada por la madre y
cumple solo la función de favorecer el entorno, ayudando a la madre y preservando a la
diada madre-lactante, aportando sentimientos de seguridad y de amor, que ella pueda
retransmitir al hijo.
Claro que un exceso de apego entre la madre y el hijo es patológico; debe haber un
equilibrio entre una “madre suficientemente buena” y una “madre banalmente dedicada” al
niño. Una madre suficientemente buena es aquella capaz de dar cabida al desarrollo del
verdadero yo (self) del niño; es decir, acoger su gesto espontáneo, interpretar su
necesidad y devolvérsela como gratificación. A partir de la frustración, emergería en el
niño un falso self, que tiene una función adaptativa, como una especie de acercamiento al
principio de realidad; pero este falso self se da en diferentes grados, desde la necesaria
adaptación a las normas sociales hasta niveles patológicos de autodefensa y aislamiento.
La madre, en un principio, debe “ilusionar” al bebé, para luego “desilusionarlo”
gradualmente. Por ejemplo, en su necesidad de comer, el infante es acogido por la madre;
ésta le ofrece el pecho para alimentarlo, y así se configura una situación en la que el
lactante tiene la ilusión de que el pecho fue creado por él y que es parte de él. Pero, a
medida que la madre lo desilusiona, o lo desgratifica, el bebé va percibiendo que no es
uno con la madre, y se dispone (aprende) a entrar gradualmente en contacto con la
realidad y con su subjetividad.
Se debe tener en cuenta que la madre “suficientemente buena” que Winnicott propone es
una construcción ideal, un sujeto que sabe responder a todo lo que el bebé necesita (y
que lo hace), que está siempre presente, y por ello, en cierto sentido, no tiene deseos
propios (lo cual no deja de plantear la cuestión de la castración materna).
Por otro lado, también es cierto que Winnicott afirmó la posibilidad de que la persona es
menos importante que la función; la madre biológica puede ser remplazada por un
cuidador, sobre la base de lo anteriormente exigido.
En todo caso, lo que se busca es un equilibrio en el que el infante perciba la medida de su
dependencia y adquiera la capacidad de hacer notar sus necesidades al entorno. Sus
potencialidades se irán desarrollando e irá descubriendo, gradualmente, la inexistencia de
esa unidad con la madre; el efecto que se deriva de esto es que la madre deja de
parecerle “perfecta”.

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Al producirse esa ruptura de la diada madre-lactante, este logra ir independizándose
mediante espacios, fenómenos y objetos transicionales, factores sustitutivos que
sustituyen (ilusoriamente) a la madre. Mediante este nuevo entorno, logra paulatinamente
su autonomía y su autosuficiencia.
Si el proceso de maduración se efectúa en la dirección correcta, se produce una
progresiva separación entre el yo y el no-yo; y, como consecuencia, la separación que la
madre suficientemente buena debe garantizar con sus cuidados.
De lo que Winnicott pudo observar en la relación madre-niño, extrajo conclusiones para
aplicar a sus métodos psicoanalíticos: por ejemplo, el setting (marco, disposición) analítico
y la relación soñar-soñado. En el setting, se busca que el paciente logre (tras una
“regresión” a los años de su infancia) demostrar su “modo de soñarse”.
El holding en la relación analista-paciente crea una fuerte relación de dependencia
emocional. El buen analista debe ayudar al paciente a liberarse de esta (que evoca las
dependencias que el sujeto experimentó en su infancia), lo cual será signo de curación.
También, en varias de sus obras, Winnicott explicó a los cuidadores (padres,
psicoterapeutas, docentes, jueces, etc.) la importancia de crear un medio ambiente
facilitador, a fin de prevenir conductas antisociales en los niños y los adolescentes
“problemáticos”.
PSICOLOGIA › UN PARTICULAR REQUISITO DE LA FUNCION MATERNA

Mi mamá desea el cuerpo de un hombre


Por Jacques-Alain Miller *
Algo permanece ignorado cuando uno se hipnotiza con la relación madre-hijo concebida
bajo una modalidad dual, recíproca, como si madre e hijo estuvieran encerrados en una
esfera: y lo que permanece ignorado no es sólo la función del padre. Sin duda, la
incidencia de la función del padre sobre el deseo de la madre es necesaria para permitirle
al sujeto un acceso normalizado a su posición sexuada. Pero, también, la madre no es
“suficientemente buena” –para retomar la expresión de Donald Winnicott– si sólo es un
vehículo de la autoridad del Nombre del Padre. Es preciso, además, que para ella y en
términos de Lacan, “el niño no sature la falta en que se sostiene su deseo”. Esto quiere
decir que la madre sólo es suficientemente buena si no lo es demasiado, sólo lo es a
condición de que los cuidados que prodiga al niño no la disuadan de desear como mujer.
Retomando los términos de Lacan en “La significación del falo”: no basta con la función
del padre; todavía es preciso que la madre no se vea disuadida de encontrar el
significante de su deseo en el cuerpo de un hombre. La metáfora paterna, con la que
Lacan transcribió el Edipo freudiano, no significa sólo que el Nombre del Padre deba
poner bridas al deseo de la Madre a través del yugo de la Ley. La metáfora paterna
remite, en mi opinión, a una división del deseo que impone que el objeto niño no lo sea
todo para el sujeto materno. Hay una condición de no-todo: que el deseo de la madre
diverja y sea llamado por un hombre. Así, no dudaré en parodiar aquí la réplica inmortal
del Tartufo de Molière: “No por ser madre soy menos mujer”.
Es una división del deseo la que, llevada al extremo, conduce al acto de Medea –el
asesinato de sus hijos como venganza al ser abandonada por Jasón–, donde se ilustra
perfectamente, aunque de una forma que causa horror, que el amor materno no se basa
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sólo en la pura reverencia a la ley del deseo; o que se sostiene en ella únicamente a
condición de que en la madre haya una mujer que siga siendo para un hombre la causa
de su deseo –quizá, cuando Jasón se va, Medea deja de estar en esa posición–.
Destacar el valor del niño como sustituto fálico, su valor de ersatz (“sustituto,
compensación”), en términos de Freud, puede extraviarnos si conduce a promover en
forma unilateral la función colmadora del hijo, pues nos hace olvidar que éste, en el sujeto
femenino que accede a la función materna, no es menos causante de una división entre
madre y mujer: el niño no sólo colma, también divide, y que divida es esencial. Ya hemos
dicho que es esencial que la madre desee más allá del hijo. Si el objeto niño no divide,
entonces, o bien cae como un resto de la pareja de los genitores, o bien entra con la
madre en una relación dual que lo “soborna” (juego de palabras, propuesto por Lacan,
entre suborner, “sobornar”, y subordonner, “subordinar”) al fantasma materno.
Se puede hacer, entonces, una distinción muy fácil: el niño, o colma o divide. Las
consecuencias clínicas de esta distinción son patentes. Lacan establece una división en la
sintomatología infantil, según que esté relacionada con la pareja o se inscriba de manera
prevalente en la relación dual madre-hijo. Hay dos grandes clases de síntomas, tal como
los presenta Lacan: los que están verdaderamente relacionados con la pareja y los que,
ante todo, están en la relación dual del niño y la madre.
En primer lugar, el síntoma del niño es más complejo si se debe a la pareja, si traduce la
articulación sintomática de dicha pareja. Pero también, por el mismo motivo, es más
sensible a la dialéctica que puede introducir la intervención del analista. Cuando el
síntoma del niño proviene de la articulación de la pareja padre-madre, está ya plenamente
articulado con la metáfora paterna, plenamente atrapado en una serie de sustituciones y,
por consiguiente, las intervenciones del analista pueden alargar el circuito y hacer que
esas sustituciones se desarrollen. En el segundo caso, por el contrario, el síntoma del niño
es mucho más simple si esencialmente se deriva del fantasma de la madre, pero
entonces, además es un síntoma que bloquea, y en el límite se presenta como un real
indiferente al esfuerzo por movilizarlo mediante lo simbólico, precisamente porque no
existe la articulación presente en el caso anterior. Lacan toma como ejemplo el síntoma
somático.
A veces, el nacimiento del niño produce un retorno de la angustia para el padre: “Así,
¿qué quiere? ¿Quién soy para ella?”. Un hombre no se convierte en padre sino a
condición de consentir el no-todo que constituye la estructura del deseo femenino. La
función viril sólo se realiza en la paternidad si ésta es consentimiento a que esa otra sea
Otra, es decir, deseo fuera de sí. La falsa paternidad, la paternidad patógena, es la que
lleva al sujeto a identificarse con el Nombre del Padre como universal del padre, para
tratar de convertirse en vector de un deseo anónimo, para encarnar lo absoluto y lo
abstracto del orden. La función feliz de la paternidad es, por el contrario, realizar una
mediación entre las exigencias abstractas del orden, el deseo anónimo del discurso
universal, y, por otra parte, lo que se deriva para el niño de lo particular del deseo de la
madre. Es lo que Lacan alguna vez llamó “humanizar el deseo”.
* Fragmentos del artículo “El niño, entre la mujer y la madre”, publicado en Virtualia.
Revista Digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana. www.eol.org.ar
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Del Patronato a la Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y
Adolescentes

En la actualidad podemos encontrar dos paradigmas acerca de la niñez y adolescencia,


uno más antiguo, el llamado Patronato de Menores y otro producto del movimiento de
derechos humanos, el llamado de Protección Integral de Niños, Niñas y Adolescentes.
Actualmente, conviven y se han superpuesto durante el último siglo. Ambos lograron ser
reflejados en leyes nacionales. La más antigua se plasmó en nuestro país en la Ley de
Patronato de Menores (1919) y la segunda, en la Ley de Protección Integral de los
Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (2005).

La Ley de Patronato tuvo un claro destinatario: la infancia pobre1. Intentó solucionar el


problema de qué hacer con el alto porcentaje de niños y niñas que consideró en situación
de “abandono material” o de “peligro moral” suspendiendo el derecho de los padres y las
madres al ejercicio de la patria potestad, derecho que pasaba a ejercer el juez, quien
tomaba las medidas que a su criterio consideraba necesarias para tutelar a los niños,
niñas y adolescentes que entraban en esas categorías.

La Ley de Patronato le otorgaba al juez facultades arbitrarias. Podía ordenar la privación

de la libertad del “acusado” por tiempo indeterminado. La categoría de “abandono

moral o material” que podía padecer un niño o niña era tan imprecisa que le otorgaba al
juez una enorme cuota de discrecionalidad, le posibilitaba el ejercicio de poder casi
omnímodo y lo autorizaba a disponer del “menor” hasta cumplir la mayoría de edad,
hubiera cometido un delito o no. Mediante la legislación de menores de esa época, los
niños, niñas y adolescentes

pobres que salían a la calle en búsqueda de la supervivencia diaria fueron recluidos en


instituciones, asilos y reformatorios, es decir, separados de su familia y de la escuela, los
espacios adecuados para su desarrollo personal. El Estado segregaba así a la niñez y
adolescencia pobre, la separaba del resto de la sociedad para evitar “los males” que
podrían causar estos niños y niñas “inadaptados”, futuros “delincuentes” que las
condiciones sociales vigentes producían. Ver y escuchar a estos niños, niñas y
adolescentes pobres y necesitados pondría al descubierto las deficiencias de toda la
estructura social. La Ley de Patronato olvidaba que los problemas que motivaban la
internación de estos niños y niñas en institutos, a veces por muchos años, afectaban a
todo el grupo familiar, ya que sus padres y madres soportaban situaciones de extrema
pobreza con derechos tales como trabajo, vivienda y salud negados por el Estado. Hubo
una tendencia a patologizar situaciones de origen estructural. Las viejas leyes de menores
sirvieron para condenar a la incapacidad a niños, niñas y adolescentes y familias que
vivían hacinadas o con grandes dificultades de brindar contención material y otorgaron
capacidad omnímoda al Estado para intervenir en sus vidas privadas ante situaciones de
irregularidad nunca bien definidas (...) convertían en irregular al niño y a su familia en vez
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de ver la irregularidad en la falta de oportunidades. Un estudio elaborado por la Secretaría
de Derechos Humanos y UNICEF y publicado en el 2006 arrojó como resultado que el 87
por ciento de los niños, niñas y adolescentes recluidos en nuestro país lo estaban por
causas asistenciales (sólo el 13 por ciento estaba detenido por hechos delictivos). El
trabajo informaba que la institucionalización fue la respuesta generalizada que dio el
Estado desde las políticas públicas a los chicos y chicas abandonados, abusados o
víctimas de otros delitos. Chicos y chicas con causas asistenciales compartían el mismo
establecimiento con menores con causas penales. “La separación de los niños y niñas de
sus familias y su consecuente institucionalización, lejos de evitar problemas, constituyeron
el camino hacia la carrera delictiva. Los institutos y reformatorios, además de violar los
derechos de los niños y niñas internos han sido verdaderas escuelas de delitos”, señala el
informe oficial.

La Convención sobre Derechos del Niño que en nuestro país obtiene validez de ley en
1994, propone una doctrina de protección integral. Declara que no hay diferencia entre los
niños y niñas, ni por su posición económica, situación social, sexo, religión, o
nacionalidad. El niño o niña no se concibe como un mero receptor o beneficiario de
asistencia social, sino como sujeto de derecho frente al Estado, una persona a la que se le
reconoce el derecho de ser protegido en su desarrollo y frente a situaciones de
irregularidad nunca bien definidas. La situación socioeconómica precaria no es motivo
para separar al niño o niña de su familia. El Estado interviene mediante organismos
específicos de niñez en casos de necesidad de asistencia. Cuando constata la falta de
recursos económicos debe apoyar a la familia con programas de salud, vivienda y
educación. El Poder Judicial interviene, evalúa y decide, sólo cuando se trata de
problemas de naturaleza jurídica, y en esos casos, el juez a cargo, tiene la obligación de
escuchar a los niños o niñas. Ya no se trata de corregir cada irregularidad encontrada en
los niños y niñas, sino de generar políticas y prácticas que modifiquen las situaciones que
generan la exclusión de la niñez pobre de los ámbitos y espacios que deberían ser
comunes a todos los niños, niñas y adolescentes.6 La Convención genera otra ruptura en
el concepto tradicional de infancia. La Ley de Patronato había considerado a los niños y
niñas como seres menores con respecto a los adultos (los denominaba “menores”), seres
incompletos, incapaces, que precisaban de la instrucción de los adultos para llegar al
estado de completitud y madurez, fijado en los 18 años. La Convención ya no considera a
la niñez como una etapa de preparación para la vida adulta. “La infancia y la adolescencia
son formas de ser persona y tienen igual valor que cualquier otra etapa de la vida.
Tampoco la infancia es conceptualizada como una fase de la vida definida a partir de las
ideas de dependencia o subordinación a los padres u otros adultos. La infancia es
concebida como una época de desarrollo efectivo y progresivo de la autonomía personal,
social y jurídica”. Ser niño o niña no es ser “menos adulto”. La Convención permitió
que el niño y la niña hayan dejado de ser considerados como “objeto de tutela” y se
constituyan en “sujetos de derecho”. El niño y la niña tienen derechos y se les reconoce la
capacidad de ejercerlos por sí mismos, desarrollándola progresivamente. De esta forma
“se supera el argumento tradicional de sentido inverso: que los padres tienen poderes
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sobre la niñez, debido a que los niños y las niñas carecen de autonomía”. Los poderes de
los padres y madres “no son poderes ilimitados, sino funciones jurídicamente delimitadas
hacia un fin: el ejercicio autónomo progresivo de los derechos del niño, que en casos
calificados de incumplimiento, deben ser asumidos por el Estado”. Al Estado le
corresponde respetar las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres
asumiendo el principio de no injerencia arbitraria en la vida familiar. Ni el interés de los
tutores, ni el del Estado pueden ser considerados el único interés para la satisfacción de
los derechos del niño, niña y adolescente: la infancia tiene derecho a que su interés se
considere prioritario en el diseño de las políticas. En la Argentina, la reforma constitucional
de 1994, incorporó a la Constitución Nacional los tratados internacionales, entre ellos la
Convención sobre los Derechos del Niño. En 1999 fue promulgada la Ley 114 de la
Ciudad de Buenos Aires, de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y
Adolescentes. En 2005 fue sancionada la Ley Nacional 26.061 de Protección Integral de
los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, ley que respeta el espíritu de la
Convención.

Fuente: ¿Qué es esto de los derechos humanos?

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