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El rector había invitado los profesores para saludarlos e informarles cómo iban las cosas en

la universidad. Cuando llegué había dos grupos afuera: los jóvenes con el escapulario verde
que los identifica y los viejos repitiendo los mismos chistes de la década del 80 y riéndose
como la primera vez que los contaron y los escucharon. Había una situación nueva: la brecha
generacional y la rabia enlatada habían cedido y se acercaban y conversaban con
desconfianza, pero sin agredirse.

Cuando entramos y nos sentamos ya iban 10 minutos de la presentación del equipo de


bienestar. En medio de chistes flojos y charla sosa, pasaron otros 15 minutos de zalemas.
Ya estábamos aburriéndonos entre lo que quería decir y lo que decía sin querer, entonces
pasó: un fuerte olor a azufre quemado y un humo azul inundaron el recinto, mientras todos
se miraban azorados. Mamá me había dicho que cuando eso pasara me aferrara al
escapulario y rezara el credo. Palpé mi pecho y me sentí perdido, era el fin. Me arrepentí de
no rezar el rosario que la vecina pone en las cadenas de oración del Whatsapp del barrio y
esperé la llegada del innombrable con los ojos cerrados. Solo el arrojo de Fabio Jiménez y
Jorge Basto me rescató entre empujones. Ya afuera, los jóvenes del escapulario le echaron
la culpa a Timochenko y los de la vieja guardia a Uribe, mientras el profesor Montilla hacía
cola por tercera vez para tomarse otro tinto, con unas empanadas tiesas que sacó
disimuladamente del bolsillo derecho de su pantalón gris de terlenka.

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