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Esta triste generación no sabe

cuándo parar la fiesta

La idea de "vivir para el fin de semana" no es nada nueva. La historia de lo que


llamamos "cultura juvenil" no es más que la historia de jóvenes que no son capaces
de empalmar sus vidas diarias con sus vidas sociales y encuentran consuelo en los
rituales ceremoniales del sábado por la noche y mañanas desperdiciadas en vez de
concentrarse en sus carreras, en tener hijos, o en cualquier otra cosa. Esta búsqueda
consiste en unos años de tomar drogas, pasar vergüenzas, pelear y criticar a los
"otros" hasta que por fin, poco a poco, nos convertimos en nuestros padres, nos guste
o no.

¿Los primeros cuatro días te la pasas viendo Facebook o esperando que se desate la
furia en Twitter por la catástrofe moral más recuente, quejándote de dolores de pecho
y contando los minutos hasta que dan las seis o las 6:30 para ir corriendo al bar más
cercano y beberte litros de porquería que no usarías ni para limpiar los conductos del
aire acondicionado de tu auto? No te preocupes, no eres el único desilusionado. Lo
único diferente es que usas Facebook. La indulgencia sin límites es un problema que
ha estado presente por varias décadas, es una parte inevitable de nuestra condición
capitalista tardía, un síntoma de nuestra vida moderna, larga, vacía y sin guerras.

Hay varios artefactos culturales igual de venerados y ubicuos que reflejan un


sentimiento similar, por ejemplo, Fiebre de sábado por la noche, Quadrophenia y
Bright Lights, Big City. Es probable que tanto tú como tus amigos se crean los
protagonistas de Young Soul Rebels, es decir, dos chicos que a través de su
hedonismo sin límites buscan una verdad más elevada, pero en realidad sólo están
yendo por el mismo camino que otras generaciones hacia un cliché cada vez menos
ambicioso. Ya no es necesario ser la Christiane F. de tu escuela para ser un desmadre
hoy en día. Hasta los niños que leen literatura fantástica en la biblioteca a la hora del
recreo lo saben. En esta época, la abstención es más transgresora que los excesos.

Foto por Jake Lewis.

El concepto de adolescente ya tiene sesenta años y empieza a verse anticuado. Antes


se creía que dejarse llevar por esas estúpidas necesidades que llegan el viernes por la
noche era una fase natural y esencial que atraviesan todos los jóvenes. Era una clase
de pubertad existencial que salía de sus sistemas una vez que las resacas duraban días
en vez de horas. Pero ahora parece que a la gente se está olvidando de superar esa
etapa.

Hoy en día ya no sólo son adolescentes y estudiantes los que tratan de escapar de la
realidad. Ahora son personas que pasan de los veinte y de los treinta, personas que ya
deberían saber lo que hacen pero, al parecer, no es así. Son adultos relativamente
productivos que no están dispuestos a dejar ir esas noches interminables que pasaban
mirando sus propios reflejos borrosos en los baños de un bar o un antro y que en
realidad tampoco encuentran un motivo para dejar de hacerlo. Como yo.

Ésta es mi generación, la generación que no tiene motivos para crecer. No tenemos


hijos por los cuales preocuparnos, sólo tenemos trabajos que nos dan dinero
suficiente para comer, pagar renta y asearnos. Lo único que nos molesta son los
gritos de nuestros jefes y las llamadas de preocupación de nuestras familias. Somos
un ejército de borrachos primermundistas atrapados en el laberinto escheriano de la
inmadurez.

Un amigo me dijo hace poco que hoy en día era imposible crecer porque los
treintañeros se comportan igual que los adolescentes. Ver que un adulto compre una
mesa de pinball o que use jeans para ir al trabajo ya no es nada impactante ni
gracioso. Ni siquiera si este señor tuviera cuarenta años.

El autor y sus amigos, emborrachándose.

No tengo treinta pero tampoco me falta tanto para cumplirlos y cuando analizo mi
vida me doy cuenta de que no ha cambiado mucho desde que tenía 17 años. Si trato
de recordar mi verano, lo que veo son escenas de mis amigos y yo vagando por las
calles de Londres, tomando latas de cerveza, cantando sobre futbol, tratando de
colarnos a algunas fiestas, enviando mensajes a algunas chicas para invitarlas pero
sólo me ignoraban, publicando Vines estúpidos en nuestro grupo secreto de
Facebook, drogándonos, escuchando Underworld y todo eso con pants. Me siento
como en un refrito mal hecho de Goodbye Charlie Bright y no tengo idea de cómo
escapar.

Aunque no se puede negar que ese comportamiento es catártico y entretenido, en


realidad no es la clase de cosas que creí que iba a hacer a mi edad. Cuando era
adolescente, creí que a esta edad sería como el personaje de Manhattan, con una vida
social exitosa pero refinada con una borrachera ocasional con vino y tendría una
retrospectiva al estilo de Ingmar Bergman. No creía que iba a estar casado y con
hijos pero tampoco me imaginé que aún me iban a seguir corriendo de los clubes
nocturnos por usar shorts.

Seguro dirán que tengo "crisis de masculinidad", "miedo al compromiso", "crisis de


los 25" o sólo que "soy un pendejo" pero si lo hacen, creo que están ignorando algo
que es muy cierto. Tal vez crean que esta enfermedad sólo está presente en Londres y
que los Peter Pan que pululan en la ciudad se mudaron aquí con el único propósito de
prolongar su adolescencia el mayor tiempo posible. Incluso si tienen la misma edad y
son mucho más responsables, no pueden negar que este patrón se repite en todas las
ciudades de tu país. Estoy casi seguro de que esta indiferencia generacional con
respecto a la madurez es un problema que presentan varios países y que
probablemente esa sea la narrativa que nos defina cuando cuenten nuestra historia.
Contarán la historia de cómo los caminos tradicionales de la juventud —tener bebés,
comprar una casa y trabajar de sol a sol— se cerraron y nos dejaron atrapados en un
estado que sólo puede describirse como adolescencia perpetua.

Los padres del autor a sus veintitantos.

Al igual que muchos de mis conocidos, ya soy mayor que mis padres cuando me
tuvieron. Eran otros tiempos; tener veintitantos significaba que ya tenías que asumir
las responsabilidades que empezaban a llegar a tu puerta, cuando tenías que dejar
atrás tu adolescencia para cuidar una versión pequeña y cabezona de ti mismo y
regresar a la vida que pausaste años antes con una Vespa modelo Jack Union, o con
un Audi TT y salir con un chico veinte años mejor que tú o una novia tailandesa
mientras esperas que tu ex pareja firme el divorcio.

Crecer era mucho más fácil en la época de mis padres. De hecho era casi imposible
no hacerlo; la sociedad te arrastraba quisieras o no. En ese tiempo sí se tenía la
posibilidad de aspirar a una estructura de vida más allá de jugar FIFA y
emborracharte. Era una época en la que la clase trabajadora de cualquier ciudad
podía encontrar un buen trabajo incluso sin haber ido a la universidad y con el
tiempo podía comprarse una casa, casarse, tener hijos y permitirse todos los lujos que
hace de los suburbios el mejor lugar del mundo y el peor al mismo tiempo. Es obvio
que se tardaron más que sus padres en hacerlo y seguro también se divirtieron más
pero hay que olvidar que, en esa época, la presión por formar una familia era mucho
más grande. El estilo de vida tradicional era tan fácil de alcanzar que a menudo la
gente lo hacía por error, es por eso que la mayoría de nuestra generación se conforma
de primogénitos no deseados.
Foto por Nicholas Pomeroy.

Pero la gente ya no comete esa clase de errores. Cada vez baja más la tasa de
natalidad. Según algunos informes, es probable que esta disminución se deba a pocos
factores pero entre éstos sobresalen dos en específico: el precio de la vivienda no es
asequible y la economía inestable, algo que últimamente se ha vuelto dependiente
uno del otro. Dicho de forma más simple: hay mucho desempleo, hay pocas
prestaciones y las casas son demasiado caras. En pocas palabras, el panorama no es
muy optimista.

Quizá medir la madurez basándose en niños o en casas es una manera muy


anticuada, pero considerando el hecho de que la economía se basa casi por completo
en los precios de las casas, es probable que invertir en una propiedad sea la mejor
forma de gastar tu dinero en algo productivo en vez de derrocharlo en rentas no
controladas y alcohol. Además, seguramente tener hijos es de las pocas cosas que
puedan convencerte de que la fiesta debe terminar.

Foto por Natalie Meziani.

Los dogmas de la adultez no son para todo el mundo. El problema de que la gente no
quiera crecer y dejar atrás las fiestas va mas allá de sólo un par de idiotas borrachos
arrastrándose a las guarderías de la nostalgia adolescente.

La evidencia de lo que ocurre cuando se le niega la capacidad de crecer a toda una


generación está presente en todas partes: son los ejércitos de hombres y mujeres
jóvenes que sacan a rastras de los clubes con vómito en sus camisas y enojo en sus
corazones, los dientes rotos enterrados en las banquetas de nuestras plazas
comerciales, los 3.3 millones de jóvenes británicos que aún viven con sus padres, las
tasas de suicidio increíblemente altas en hombres jóvenes, el alto consumo de
cocaína, las noches de R&B en lugares que supuestamente están a la moda y que
están llenos de trabajadores cansados y poco capacitados, el chico que se volvió
adicto a las selfies, Mr. OiOi y prácticamente todo lo demás que ha llegado a definir
nuestra generación incapaz de ordenar su vida.

En lugar de seguir con nuestras vidas, estamos estancados en lo que conocemos


porque nos resulta muy difícil buscar algo más. Gastamos la mayor parte de nuestro
dinero pagando departamentos que no nos gustan; comemos pizzas de supermercado;
pasamos el tiempo viendo comedias estadounidenses nuevas antes de acostarnos y
empezar a pensar en nuevas excusas para no ir a trabajar. Durante los fines de
semana nos ponemos hasta la madre igual que en los últimos diez años a pesar de
que nos deprime porque es lo único en que creemos. Somos los nuevos solteros
italianos en proceso de envejecer en nuestras propias versiones mundanas de La
gran belleza. Somos los nuevos borrachos profesionales, la nueva generación que no
sabe qué hacer con su vida ahora que se ve obligada a escoger entre la realidad y los
mitos que guiaron a nuestros padres hacia una vida relativamente pacífica y
respetable. Cuando no hay un mito que te guíe, ¿dónde te refugias cuando la resaca y
los bajones te exigen regresar un poco a la normalidad?

Foto por Nicholas Pomeroy.

Si queremos tener más opciones aparte del dilema de "emigra o retírate", debemos
buscar nuevas formas de adaptarnos al mundo donde desafortunadamente nos tocó
vivir. Los tiempos están difíciles y la situación es dura pero quizá es momento de
intentar algo más aparte de seguir la fiesta hasta amanecer en el olvido de la mediana
edad. Seguro nos van a recordar por la mefedrona, los que bailaban shuffle y las
formas agresivas en que respondíamos a los comediantes de Vine pero lo mejor que
podríamos hacer es dejar de preocuparnos por eso y simplemente tratar de encontrar
nuestro propio camino para salir de este purgatorio de embriaguez.

Buscar una forma de vida alternativa no significa que tengamos que aprender artes
escénicas ni mudarnos a una granja ecológica. No vivir en la capital no significa que
estemos renunciando a nuestras vidas. Necesitamos hacer algo más aparte del estilo
de vida de "rentar un departamento en una zona bonita y tratemos de sobrevivir" que
nos vendieron. Si no, vamos a seguir regalando nuestro dinero a una utopía de
escoria conservadora.

Decimos que odiamos al sistema que nos hizo de este modo y al mismo tiempo
anhelamos formar parte de él. Tal vez es mejor ser joven en un mundo nuevo que
viejo en un mundo que ya todos conocemos muy bien. Carajo, creo que estamos a
punto de convivir con el primer lote de nietos de la escena acid house. Creo que es
momento de buscar una nueva forma de crecer.

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