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22 de junio de 2018

La firma es lo de menos
Por Juan Forn

El pequeño Alvarito es como de la familia, y todos le regalamos témperas, pasteles o


cartulinas porque lo que más le gusta es pintar. El otro día le preguntaron qué quiere ser
cuando sea grande y, para el estupor general, Alvarito contestó: “Falsificador”. La familia
me echa la culpa a mí; dicen que el pibe piensa así desde que oyó la historia de Elmyr. Todo
empezó cuando los diarios contaron hace poco que se encontró un Rembrandt pintado por
Goya: era un ejercicio pintado en sus tiempos tempranos por el neerlandés, pero de tan feliz
ejecución que decidió firmarlo con su nombre. Los expertos anticipan que obtendrá una
millonada cuando se subaste (¡un Goya que además es un Rembrandt!) y yo me acordé al
instante de las palabras de Elmyr De Hory, el famoso falsificador, desparramado en un sillón
de su casa de Ibiza, en el año 1972, diciéndole a la cámara de Orson Welles, en el documental
F de Falso: “En mis buenos días pinté Matisses que son sin duda mejores que los que pintó
el propio Matisse en sus malos días”. Y entonces procedía a levantarse de su sillón, iba hasta
un atril y dibujaba en menos de un minuto una perfecta figura femenina de Matisse que luego
arrojaba al fuego de la chimenea. Y mientras las llamas devoraban el dibujo, se oía su voz en
off: “Confío en que, con el tiempo, los museos se decidan a considerar falsas únicamente las
obras de calidad discutible”.

Treinta años antes, una amiga rica de Elmyr, Lady Ina Campbell, pasó una tarde a visitarlo
por su ínfimo atelier en la Rue Jacob. Elmyr era una mariposa de la noche parisina que de
día pintaba sin descanso, esperando el momento de su consagración. El atelier rebasaba de
lienzos terminados y sin terminar, pero Lady Campbell sólo miró un boceto clavado en la
pared. “Eso es un Picasso, ¿verdad?”. Elmyr no contestó. “¿Me lo puedo quedar?”, dijo la
dama y le dejó unos francos sobre la mesa. Dos semanas después, en una fiesta, le confesó
con falso pesar a Elmyr: “Estuve en Londres, andaba necesitada de efectivo y vendí el Picasso
que te compré. Perdona, querido, pero me ofrecieron una pequeña fortuna”.

Así comenzó la carrera de Elmyr De Hory como falsificador, por un inocente ejercicio “a la
manera de”. En los treinta años siguientes habría de pintar y vender mil cuadros falsos,
viviendo a salto de mata entre Brasil, México, Miami, Texas, Los Angeles, Nueva York,
Londres, Zurich y París, hasta que recaló en Ibiza en 1959, con pasaporte falso y a merced
de su socio y ex amante, el inefable Fernand Legros.

Para entonces Elmyr ya no podía vender sus falsificaciones sin levantar sospechas (había
quemado once alias diferentes presentándose a ofrecer sus piezas en galerías y museos de
Europa y EE.UU.), así que cedió a Legros la venta y se instaló en Ibiza con su cobertura
habitual: a sus nuevos amigos del jet-set en la isla les hizo creer con medias verdades que era
un noble húngaro que había logrado huir con su colección cuando llegó el comunismo y, de
tanto en tanto, se desprendía de una pieza para mantener su tren de vida. Así empezó el
período pictórico más ambicioso en la vida de Elmyr: por fin tenía domicilio estable, una
casa propia (en realidad a nombre de Legros, porque él no tenía papeles) donde, al amparo
de curiosos, podía trabajar las telas que pintaba, y luego “envejecerlas” como era debido
antes de mandarlas a Legros para que las vendiera.
Legros llevó la operación a niveles insospechados, en lugar de imitar el perfil bajo que hasta
entonces cultivaba Elmyr. Logró que el propio Picasso y el hijo de Matisse reconocieran
como auténticos cuadros pintados por Elmyr, pero sus presas favoritas, su perdición, fueron
los millonarios texanos y japoneses. Por tentar a un nipón hizo lo que nunca hay que hacer:
una muestra entera de falsificaciones (todas de Elmyr, por supuesto), en una coqueta galería
de París. Fue demasiado: el peritaje dio que eran falsas y la noticia generó un efecto dominó
de peritajes entre los múltiples coleccionistas clientes de Legros. Un museo de Dallas
devolvió discretamente a un petrolero texano las 42 piezas que éste les había donado, por
falsas; el petrolero se las había comprado todas a Legros y dijo que a él no iban a tomarlo por
palurdo: puso una millonada para hacerle juicio en Francia y logró que Legros fuese a parar
a la cárcel y que el gobierno francés pidiera al gobierno de Franco la extradición de Elmyr.

Pero Elmyr figuraba con nombre falso en los registros españoles, así que la Guardia Civil lo
tuvo encarcelado en Ibiza mientras enderezaban los papeles. Justo entonces murió el
petrolero texano, la causa se paralizó y el periodista yanqui Clifford Irving se presentó en la
cárcel de Ibiza y consiguió que Elmyr le diera una entrevista. Elmyr lo recibió en una reposera
al sol, en el patio de la prisión. Sus amigos ricos le hacían llegar el almuerzo y la cena todos
los días. Ninguno podía creer que hubiera falsificado todos esos cuadros: ¡si se la pasaba de
juerga con ellos! Se resistían a entender que, cuando ellos se iban a dormir, Elmyr se ponía
a pintar.

Irving contó la historia al mundo en un largo reportaje para la revista Look, que tuvo tal éxito
que lo alargó y lo hizo libro. Con el dinero obtenido se fue a vivir a Ibiza y se casó con una
beldad suiza que le había presentado Elmyr. Ambos aparecen tupido en el famoso
documental de Orson Welles. Es el año 1972. Están todos en casa de Elmyr, que se ha
convertido en una pequeña celebridad en la isla y también en el continente, aunque no puede
disfrutarlo porque aún pende sobre su cabeza el pedido de extradición. Elmyr le explica a
Orson que él no es un falsificador porque nunca copió un cuadro ajeno, lo único que hizo fue
hacer cuadros “a la manera de”. Y jamás fraguó la firma de esos pintores al pie del cuadro
porque él nunca firmaba sus cuadros: su firma era la falta de firma. “El nombre de un hombre
no importa tanto”, dice Elmyr a cámara con sonrisa pícara. “Fíjense cuántos de los buenos
cuadros en los museos no llevan firma”.

Orson hizo a su manera febril el documental, como todo lo que hacía en esa época: el estreno
fue una catástrofe (de hecho, no lograría estrenar otra película más en su vida). Seis años,
más tarde, cuando intentó reestrenarla, le preparó un trailer delirante de nueve minutos, que
le gustó tanto que se emperró en sumarlo a la película y así terminó frustrando el reestreno.
Para entonces, Orson estaba tan obsesionado con su batalla de un solo hombre contra los
caretas del cine que se olvidó de mencionar en su documental un pequeño detalle ocurrido
entretanto: en 1976, cuando el pedido de extradición de Elmyr llegó finalmente a Ibiza y los
guardias civiles fueron a buscarlo a su casa. Lo encontraron muerto, con un frasco vacío de
barbitúricos en la mano.

Con su muerte, las falsificaciones de Elmyr fueron levantando año a año su cotización, hasta
que las casas de subastas emitieron un comunicado anunciando que se abstendrían de vender
más Elmyrs en el futuro porque habían empezado a aparecer en el mercado De Horys falsos
que no les llegaban ni a las rodillas “a las falsificaciones auténticas del gran Elmyr De Hory”.
Esa es la parte de esta historia que más le gusta al pequeño Alvarito.

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