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PRÓLOGO

El espacio y el tiempo son dos hermanos mellizos con destino dispar. Aquél fue
tempranamente ganado a la empresa de la medida exacta y del orden deductivo; éste
sufrió la condición de causa perdida desde las resignadas palabras de San Agustín. El
espacio colonizó a la teología y a la filosofía, la matemática y la física, la psicología y la
sociología. El tiempo no se presentó con tantos matices. Por la unidad o la diversidad
del espacio discutió con vehemencia Lenin con los seguidores de Ernst Mach; a favor
de la determinación cultural de las concepciones del espacio trabajó arduamente Emile
Durkheim. La duración pura bergsoniana y el tiempo del Dasein fueron protestas de
entenado que rechaza el imperialismo de la racionalidad, aliada incondicional del
espacio.
Este libro de Alberto Sato aborda la muy difícil cuestión de cómo el espacio
invadió también a la teoría e historia de la arquitectura. Ya sea como objeto de creación
según lo que llama “formalismo neokantiano”, o como entidad preexistente que ha de
ser cubierta, de acuerdo – siempre siguiendo la clasificación del autor - con el
“funcionalismo”, el espacio es insoslayable para comprender a la arquitectura moderna.
Alberto Sato lo dice con toda claridad: la arquitectura moderna “está asociada
inseparablemente con el espacio”. El espacio arquitectónico aparece como la última
frontera de la colonización, el estado más joven junto a los más asentados del espacio
físico, el geométrico, el espacio mental y el espacio social. Con palabras del autor, el
espacio es la novedad, lo propio de la arquitectura moderna.
El libro nos ahorra la rutinaria discusión acerca del significado de “moderno”.
En lugar de perderse – y perdernos – en los senderos de especulaciones insubstanciales,
Alberto Sato toma el toro por los cuernos y declara con sencillez que “moderno” es el
adjetivo de la arquitectura en el siglo XX. La simplicidad de esta idea directriz del libro
no debe engañarnos. La gravedad e importancia del tema aparecen en cada paso que da
el autor para justificar su tesis. Su complejidad se pone de manifiesto cuando leemos
que la noción de espacio en arquitectura, aunque moderna en el sentido dicho, ha sido
en realidad anticipada por pensadores de finales del siglo XIX. Como si no fueran
suficientes los problemas e interrogantes que suscita esta afirmación, Alberto Sato
añade que el concepto moderno de espacio arquitectónico se enraíza en las teorías que
G. W. Leibniz desarrolla entre finales del siglo XVII y comienzos del XVIII en
controversias con cartesianos y newtonianos acerca del espacio en la física.
Esta formidable afirmación abunda en ricas sugerencias metodológicas e
historiográficas. La aparición en el libro de los nombres de H. Weyl y A. Einstein, así
como la referencia abundante a las geometrías no euclidianas, sugieren a primera vista
que la noción de espacio de la teoría arquitectónica del siglo XX proviene de la ciencia
contemporánea. Más aún, la idea parece confirmada por el comienzo del capítulo cinco,
en el que Alberto Sato se propone “demostrar la transferencia del campo de la ciencia
de la naturaleza al de la historia y al de la estética”, y desde éstas, a la arquitectura
moderna. Sin embargo, una lectura atenta muestra que el estudio del tema condujo al
autor a sostener que ciencia y filosofía no han influido sobre la teoría arquitectónica
moderna como si se hubiese tratado de una transferencia directa de conceptos propios
de disciplinas con leyes universales a otras disciplinas en las que impera lo singular y lo
local.
Alberto Sato evita de esta manera la concepción del magisterio de la matemática
y de la física sobre todas las otras disciplinas y prácticas. Ciencia y filosofía no habrían
influido pues de manera directa y autoritaria sobre la creación arquitectónica. El libro
muestra que la relación y el contacto entre ciencia, filosofía y arquitectura en lo
referente al espacio son mucho más complejos, insólitos y fructíferos. De acuerdo con
Alberto Sato, la teoría estética y la historia del arte – muy en particular las alemanas -, y
las investigaciones, no menos alemanas, en el campo de la fisiología de la percepción
durante la segunda mitad del siglo XIX son el puente buscado. De qué manera las
especulaciones leibnicianas sobre el espacio habrían llegado a las teorías alemanas del
arte y de lo bello es problema que el libro plantea pero reconoce no resolver en sus
detalles. Como en el mundo de los fósiles, la discontinuidad del registro histórico
también en este caso atenta contra toda solución fácil y enciende el entusiasmo para
seguir en la búsqueda de los eslabones sueltos.
El tratamiento y discusión de ésta y otras cuestiones propias de la problemática
del espacio en arquitectura serán sin duda tema de amplio comentario y debate entre sus
lectores especializados. El libro abunda asimismo en sagaces disquisiciones
historiográficas y metodológicas que trascienden los límites de la disciplina
arquitectónica. En ellas se insinúa una relación mucho más estrecha entre ciencia y
arquitectura modernas que la trillada influencia de una sobre la otra. El contexto en el
que aparecen estas disquisiciones en el libro se refiere a los obstáculos que encuentra
quien quiera abordar la cuestión del espacio en la arquitectura moderna. En todos ellos
encontramos un paralelo sorprendente y atractivo con obstáculos similares señalados
por filósofos e historiadores en el estudio de la ciencia y la técnica.
Alberto Sato identifica el obstáculo mayor para defender su tesis en la
“internalización” o “naturalización” (es término del autor) de la noción de espacio en
escritos sobre teoría de la arquitectura en la década de 1920. Se asocia con tanta
naturalidad a la arquitectura moderna con el espacio que pocos sienten la necesidad de
explicar qué significa o discutir su origen. La situación que describe el autor con
relación a la generalizada aceptación de la originalidad en temas de espacio de Siegfried
Giedion y Bruno Zevi es similar a la que se ha denunciado a finales del siglo XX con el
experimentalismo en ciencia. Es tan estrecha la asociación entre experimento y ciencia,
entre espacio y arquitectura moderna, que terminan resonando como sinónimos, como si
estuvieran naturalmente ligados entre sí.
No es esta la única consecuencia de la “naturalización” del experimentalismo en
ciencia o del espacio en arquitectura. Otra no menos grave es de índole historiográfica,
y consiste en proyectarlos en todo el pasado disciplinar. Los historiadores de la ciencia,
siguiendo a Herbert Butterfield, llaman a este vicio “whiggism” o “presentism”. Alberto
Sato, en metáfora acertada, la considera fruto del “imperialismo” del siglo XX que sólo
tiene ojos para lo que se le parece en el pasado. La proyección del presente en el pasado
anula a éste, desdibuja el estudio histórico, pero a la vez vuelve invisibles las rupturas
bajo una pátina de continuidades artificiales. El autor desanima por este motivo la
búsqueda de espacio en arquitecturas previas a las que ha llamado modernas.
Para romper el hechizo de la “naturalización” los historiadores de la ciencia
recurrieron a procedimientos de “deconstrucción”. Uno de ellos consiste en sacar a la
luz a quienes en el pasado se opusieron al experimentalismo. La finalidad es obligar a
quienes aceptan la “naturalización” a justificarla en lugar de darla por una realidad
incontrovertible. Alberto Sato echa mano a procedimientos similares. Uno de ellos es
recurrir a la teoría del espacio relacional de G. W. Leibniz. Aclara el autor “que las
lecturas realizadas en este trabajo no podrían satisfacer a especialistas en el campo
científico y mucho menos el filosófico”. Es probable que tenga razón, pero aún así, era
necesario quitar de su contexto histórico a las teorías de Descartes y de Leibniz sobre el
espacio para que sirvan a los propósitos de este libro.
Pero si alguna erudita o algún erudito protesta porque en este libro se confunden
“espacio” y “extensión”, habría que recordarle que Leibniz pudo aclarar la diferencia
entre ambos echando mano a una comparación con el conocimiento de una ciudad. Así,
el espacio, lugar de los posibles, objeto del entendimiento y no de la percepción, sería la
ciudad vista desde su centro, mientras que la extensión, es decir, lo sensible, sería la
ciudad abordada desde su periferia. Habría sido desafortunado que algún arquitecto le
reprochara personalmente a Leibniz que hablara así de la ciudad sin ser urbanista. Como
muy bien sugiere Alberto Sato, los límites de las disciplinas no son tan nítidos como lo
quisieran sus practicantes e historiadores. Son realidades más difusas de lo que la
especialización y la profesionalidad burocratizadas anhelan.

Alberto Guillermo Ranea


Buenos Aires, 19 de agosto de 2010

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