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José María Gatica:

Un odio que conviene no olvidar


A Julio Cortázar

Poco después del «Rodrigazo», que nos dejó a todos en la miseria, Roberto Cossa me hizo entrar en
El Cronista Comercial, donde volví a ser redactor de deportes. Esta semblanza de José María Gatica
se publicó a fines de 1975.
Entre tanto, yo acababa de volver de un viaje por Asia y Europa y había prometido a la sección
deportes un reportaje a Osvaldo Piazza, que jugaba en el Saint Etienne.
Como no pude hacer la entrevista, Carlos Somigliana me propuso responder en lugar de Piazza. Fue
un reportaje magnífico: ocultos en una diminuta oficina de la calle Ahina, frente a la Manzana de las
luces, describimos minuciosamente las fachadas 18éme siécle de la ciudad de Saint Etienne, el
jardín de la espléndida casa donde vivía Piazza, el estadio donde jugaba. Recuerdo que ni siquiera
había en el diario una enciclopedia que nos informara de la distancia que separa Parts de Saint
Etienne y la estimamos —mal— en trescientos kilómetros.
Seguro que Piazza no respondió nunca de manera tan cartesiana y con un lenguaje tan sofisticado
sobre el arte de defender el área. El jefe de la sección deportes quedó encantado con el reportaje,
pero me dio un sermón por no haberle traído fotos.
«No me dejés solo, hermano». Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por los espasmos, Gatica
se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Lo rodeaba una multitud de extraños que lo habían visto
caer bajo las ruedas de un colectivo, a la salida de la cancha de Independiente. Pocos ojos entre los
que miraban esa piltrafa cercana a la muerte habrán reconocido el cuerpo de José María Gatica, uno
de los mayores ídolos que tuvo el boxeo argentino.
Tenía 38 años y parecía un viejo. Hasta ese día en que la borrachera no le dejó hacer pie en el
estribo del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria como tantos otros; algún rasgo lo
distinguía: la nariz aplastada, la sonrisa provocadora, un cierto desdén por el futuro. Era uno de esos
hombres obligados a soñar con el pasado, porque el suyo estaba teñido de sangre y de ovaciones.
El 7 de diciembre de 1945 subió por primera vez a un ring como semifondista profesional. Esa
noche, su triunfo por nocaut en la primera vuelta frente a Leopoldo Mayorano, no puso al público
de pie, ni lo irritó. Comenzaba su carrera un hombre de rabia larga, de ambición fresca.
Había sufrido la violencia desde su nacimiento, en Villa Mercedes, San Luis, el 25 de mayo de
1925. A los siete años llegó a Buenos Aires en un tren de carga, con su madre y un hermano mayor.
A los diez había ganado un lugar en Plaza Constitución, donde lustró miles de zapatos. De rodillas,
miraba desde abajo la cara de la gente, pero hasta ese privilegio tuvo que defender a golpes frente a
competidores tan desesperados como él. Un peluquero que vivía por allí lo vio pelear varias veces y
quedó impresionado por su potencia, por su agresividad. Era Lázaro Koczi, un hombre relacionado
con el boxeo profesional. Pronto le propuso cambiar el oficio.
The Sailor’s Home era la casa de la misión inglesa para marineros. Estaba en Paseo Colón y San
Juan, un barrio con tradición de compadritos. Allí paraban los hombres que habían perdido sus
barcos en los extravíos de una borrachera, los desertores, los enfermos, los malandras sin cuchillo.
Todo se resolvía a puñetazos. Un hombre de agallas podía ganarse allí veinte pesos si era capaz de
vencer en tres rounds al marinero más fuerte.
Lázaro Koczi apareció una noche con Gatica, le mostró el ring y le habló de los veinte pesos. El
lustrabotas subió. Se sabe que ganó varias peleas, que agachó a corpulentos marineros y luego dejó
su parada de Constitución. Había ganado el derecho a más.
El 7 de diciembre de 1945 —ese año singular en la historia argentina— debutó en el Luna Park. Sus
ojos verdes habrán visto a la multitud con el brillo del desafío. Bastó un golpe para que Mayorano,
su rival, fuera a la lona. En poco tiempo ganaba dos peleas más y los empresarios pusieron sus ojos
en él. Al año siguiente ganó las siete peleas que hizo, una de ellas con Alfredo Prada, quien sería su
rival más encarnizado.
Por entonces el público se había dividido: el ringside abucheaba a Gatica, quería verlo en el piso; la
popular rugía alentando a ese morocho que miraba con odio a sus rivales y cuando los tenía a sus
pies levantaba los brazos abiertos como para abrazar al mundo. Los apodos de la tribuna eran
diversos, según de dónde provenían: Tigre para la popular, Mono para el ringside. A los periodistas
les gustaba más Mono y así lo recuerdan aún.
Mientras duró su grandeza tuvo un rival irreconciliable sobre el ring: Alfredo Prada. Ya se habían
enfrentado antes, cuando no suponían que la vida los iba a unir en el triunfo y el fracaso.
Combatieron seis veces y ganó tres cada uno. La última pelea, en 1953, significó la derrota de
Gatica y el comienzo de su patética decadencia. Los enfrentamientos entre Gatica y Prada
dividieron al público como nunca: se estaba con Gatica o contra él. Prada era campeón argentino,
una satisfacción que el Mono nunca alcanzó. Cuando el pleito terminó, las carreras de ambos
llegaban al ocaso. Prada dejó el boxeo con algún dinero en el banco. Afrontó la vida como un
ciudadano recompensado. El Mono volvió a su origen, como si toda su pelea con la vida hubiera
sido una parábola restallante, una explosión de luces que lo iluminaron hasta, de pronto, dejarlo
nuevamente en la oscuridad.
Volvió a una villa miseria. Vivió de la caridad junto a su segunda mujer y dos hijas. Fue una fiesta
para los periodistas encontrarlo sentado a la puerta de su casilla de latas, tomando mate sucio y
harapiento.
Entonces Prada tuvo un gesto que los diarios elogiaron: abrió un restaurante en la calle Paraná y
llevó al Mono con él. Le pagó quince mil pesos por mes y lo puso en la puerta del negocio para
exhibirlo. El gesto compasivo de Prada era otra humillación que Gatica soportó porque no podía
sino aceptar su derrota.
Había vivido como un esclavo y pocos le perdonaron su grotesca revancha: como un Robin Hood
de barrio, iba con los suyos —los lustradores— y les destrozaba los cajones a patadas a cambio de
unos billetes de mil. Pagaba con una fragata los diarios que quitaba a las viejas que rodeaban el
Luna Park. Unos lo miraban con respeto, otros se reían de él.
Desde que Alfredo Prada lo venció en 1953, en la última pelea, no dejó de caer. Siguió tres años
más, pero estaba acabado como boxeador. Como hombre le faltaba recorrer la pendiente más dura:
el desprecio, el odio, el revanchismo de las buenas conciencias.
Era, para ellas, un analfabeto despreciable, un «lumpen». Perdió todo lo que tenía, pero jamás se
lamentó. Fue noticia para los diarios el día que una inundación se llevó lo poco que le quedaba.
Entonces, fue fotografiado en camiseta, lleno de mugre y mereció crónicas colmadas de
aleccionadora compasión. Curiosamente, el Mono sonreía.
Adhirió fervorosamente al peronismo y, curiosamente, su esplendor y caída desplegó la misma
parábola en el almanaque: levantó sus brazos en 1945 y los bajó, vencidos, en 1956. Había sido el
preferido de Perón mientras brillaba. Aficionado al boxeo, el Presidente apoyó el viaje de Gatica a
Estados Unidos para buscar una pelea con el campeón de los livianos. En cuatro rounds venció a
Terence Young y esta victoria le abrió las puertas a la pelea con Ike Williams, dueño de la corona
mundial, en 1951. Medio país estuvo pendiente de la suerte del Mono que iba a batirse en el
Madison Square Garden de Nueva York. Subió a la lona sobrador, fanfarrón. Cuando empezó el
combate bajó las manos y puso la cara, como lo haría luego Nicolino Locche. Pero Gatica no sabía
de esas sutilezas. Bastaron tres golpes de Williams y a los dos minutos de pelea el Mono se
derrumbó. Desde entonces perdió los favores oficiales y dejó de ser el hombre que se fotografiaba
junto a Perón. Entre 1952 y 1953 ganó trece combates luego de ser vencido por Luis Federico
Thompson, pero la última derrota ante Prada lo puso en la pendiente definitiva; casualmente, esa
derrota sucedió un 16 de septiembre, dos años antes del día que estalló el pronunciamiento militar
contra el peronismo.
No solo Prada usó al Mono para exaltar la beneficencia. Martín Karadagián, un empresario del
espectáculo que había montado una troupe de luchadores, lo llevó a parodiar una final. También allí
tenía que perder. En «sensacional encuentro». Karadagián, dueño del poder, benefactor de
hospitales, lo sometió por unos pocos pesos.
La última derrota ocurrió el 10 de noviembre de 1963, bajo las ruedas de aquel colectivo. Había
terminado su vida en una parábola perfecta de humillación; «una bala perdida», como solía decir él.
No tuvo amigos. Apenas dos o tres compañeros de aventuras en los momentos en que regalaba su
pequeña fortuna. Contestaba con monosílabos, recuerdan algunos, para escapar de los adulones y
los ambiciosos; otros dicen que no hablaba para ocultar su escasa educación. Tirado en la calle
Herrera, de Avellaneda, manchado de sangre, con los ojos abiertos puestos en otro vendedor de
muñecos, repitió: «No me dejes solo, hermano; levantáme, no quiero estar tirado».
Cuando murió, La Prensa dijo: «La popularidad que adquirió Gatica por sus éxitos y por su
característico estilo de infatigable peleador, fue utilizada por el régimen de la dictadura, que lo
adoptó como en el caso de otros campeones deportivos como instrumento de propaganda. Y esta
publicidad extradeportiva y el aplauso obsecuente de personajes encumbrados no fueron ajenos por
cierto a que él cayera en actos de inconducta dentro y fuera del ring». Fue un recuerdo político,
cargado de desprecio. Al comentarista, como a tantos otros hombres de traje gris, le hubiera gustado
ver a Gatica domado. Pero no; aún muerto sería molesto: nunca llegó tanta gente a la Federación
Argentina de Box como para su velatorio. Hombres y mujeres hicieron una colecta y compraron una
corona que decía: «El pueblo a su ídolo». El féretro tardó siete horas en llegar al cementerio de
Avellaneda. Cuando la última palada de tierra cubrió el modesto cajón, los cronistas anotaron esta
frase de Jesús Gatica: «La única miseria que vivió mi hermano fue consecuencia de su desesperado
afán de querer vivir la vida».
Se cumplen tres décadas de la que fue, quizá, su primera alegría, cuando tenía veinte años. Gatica
es, todavía, un símbolo contradictorio, arbitrario; la vida le fue quitada poco a poco, con un odio
que conviene no olvidar.

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