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1.

Aprés coup, lo arcaico*


(1982)

Tres órdenes de cosas hay: la carne, el espíritu, la vo-


luntad Los camales son los ricos, los reyes: estos tienen
por objeto el cuerpo. Los curiosos y eruditos: tienen por
objeto el espíritu. Los sabios: su objeto es lajusticia.
Dios debe reinar sobre todo, y todo debe estarle some-
tido. En las cosas de la carne reina propiamente la con-
cupiscencia: en las espirituales, la curiosidad propia-
mente; en la sabiduría, el orgullo propiamente. No es que
uno no pueda gloriarse de los bienes o de los conoci-
mientos, pero no es ese el lugar del orgullo; porque con-
cediendo a un hombre que es erudito, uno no dejará de
convencerlo de su yerro en ser soberbio. El lugar propio
de la soberbia es la sabiduría porque uno no puede con-
ceder a un hombre haberse hecho sabio, y que yerra en
gloriarse, lo que es de toda justicia. Por eso solamente
Dios dona la sabiduría; y es la razón por la cual Qui glo-
riatur, ln Domino glorietur».

Pascal. Pensées, 698, Bibliothéque de la Pléiade, pág. 1303

Prima y Sumiría

Georges Dumézil reclamó, van ya treinta años, que se


pusiera más atención en distinguir entre Prima y Sum-
iría. 1 Convenía en efecto no confundir lo primero con lo

* (Con el titulo de «A posteriori, lo arcaico», este trabajo se publicó


en Revista de Psicoanálisis, tomoXLIII, n" 4. Buenos Aires, julio-agos-
to de 1986, por mí traducido; la presente versión toma como base
aquella e incorpora las modificaciones del autor. (N. del T.).)
1 G. Dumézil, Les Dteiix des Indo-Européens. PUF, 1952, pág. 95 y
sigs.
más Importante. Cabe situar esta observación de un es-
pecialista en civilizaciones muy antiguas —cuyo pen-
samiento influyó sobre más de un investigador que se
aventuraba en campos muy alejados del suyo— en el
contexto de las controversias acerca de las relaciones
entre estructura e historia. Estas opusieron en un
tiempo a Lévi-Strauss y Sartre, y más recientemente a
Chomsky y Piaget El psicoanálisis entró en el debate en
el momento en que Lacan, de hegeliano que fue, se con-
virtió a la lingüística saussureana. Su lectura de Freud
lo habilitó para presentar en 1953 una concepción del
inconciente más cercana que cualquier otra al estruc-
turalismo, sin que por ello se pueda alinear a su autor,
salvo por aproximación, entre los que hacia la década de
1960 eran llamados estructuralistas.
En su célebre «Discurso de Roma»,2 Lacan se entrega
a una crítica despiadada de situaciones sin salida en
que se ha metido el psicoanálisis por sucumbir al se-
ñuelo de lo imaginarlo, lo que supone desconocer el pa-
pel de lo simbólico, cuyo lugar marcan el lenguaje y la ley.
Freud era descifrado con los códigos de Saussure, de
Jakobson, de Lévi-Strauss, y sin duda que también de
Moisés. Entre los heréticos anatematizados por Lacan
estaba esa «tripera» —no carente de genio— de Melanie
Klein, culpable de hacer derivar el inconciente freudiano
hacia lo arcaico. Esta referencia —o reverencia— a las
«fantasías primitivas» hacía del analizado un ínfans y
acunaba al analista en los espejismos de la ilusión genética.
No obstante los esfuerzos de Lacan por traer debajo
de su ministerio el mayor número de ovejas descarria-
das, lo cierto es que muchos analistas —aun de sus pro-
pias filas— no han podido ni pueden todavía escapar de
la fascinación de lo arcaico. Por la fuerza del uso, la pa-
labra ha entrado en la lengua de los psicoanalistas. Y no
parece que esté próxima a salir.
Si no necesariamente lleva razón Lacan en este
punto, es lícito empero afirmar que esta fascinación,
que pone su afán en cerner mejor las profundidades
insondables de la psique, es la misma que nos producen

2 "Fonctlon et champ de la parole et du langage en psychanalyse»


(1953), en Eerlts. Le Seull, 1966, págs. 237-322.
los mitos. No es que la psique no quede marcada de ma-
nera indeleble por su periodo arcaico. Pero es cierto que
la práctica psicoanalítica, aun aplicada a niños peque-
ños muy perturbados, en ningún caso llega a dejar a la
vista los basamentos arcaicos del psiquismo. La teoría
que deriva de esa práctica no nos proporciona ni sombra
de prueba de su validez. No se obtiene convencimiento
con invocar la mera experiencia. Lo que parece evidente
a un psicoanalista kleiniano seguirá siendo muy discu-
tible para un psicoanalista que siga a Winnicott, sin
mencionar a los que se inscriben en la filiación de Hart-
mann o de Lacan.
De la inasequibilldad de cuanto se refiere a lo arcai-
co, los psicoanalistas encuentran fácil, demasiado fácil
consuelo apoyándose en la autoridad de Freud. ¿Acaso
este no sostuvo constantemente que nada desaparecía
de las experiencias primeras de la vida psíquica, porque
el inconciente conservaba sus huellas, reactualizándo-
las cuando la ocasión llegaba? No obstante, lo arcaico
según Freud no es lo arcaico de sus sucesores. Si estos
divergen en sus opiniones, tienen todos en común dife-
rir de él. En suma, por razones diversas, ¡su concep-
ción misma es Juzgada arcaica, o sea, superada, por no
ser suficientemente arcaizante!
La idea básica es que las estructuras clínicas que
dan testimonio de fijaciones más y más alejadas de las
que se relacionan con el Edipo tienen valor revelador de
lo que sería la arqueología psíquica: metáfora cara a
Freud, con la reserva de que las excavaciones muestran
siempre la superposición de civilizaciones, esto es, de
culturas ya muy elaboradas que no guardan relación
con el mundo caótico postulado por los buscadores de
«objetos arcaicos». Estos objetos, si se parte de las hue-
llas reveladas por el material clínico de analizandos que
han hecho regresión, permitirían —se sostiene— recons-
truir esos tiempos originarios de la psique que de ordi-
nario permanecen sepultados bajo las arenas de la re-
presión.
No pocos argumentos se han dirigido contra ese ex-
pediente. Anna Freud ha puesto en duda que el niño
reconstruido desde el análisis de adultos sea el niño
«real» —¿pero tiene por objeto ese realismo el análisis?—.
Con Hartmann, recomendó a los analistas poner más
Interés en la observación directa (Spitz, Bowlby, Mahler)
a fin de asegurar mejor la validez de sus teorías. Pero el
análisis, ¿es del orden de lo observable o de lo represen-
table?
A los kleinlanos, que pretenden ser los espeleólogos
de la psique, se les ha reprochado que equivocan el
camino en tanto confunden lo manifiesto con lo latente;
en tanto traducen verbalmente —y aun con abundante
provisión de imágenes— las comunicaciones de anali-
zandos, que ellos tomaban por comunicación arcaica
directa cuando en verdad se trataba de un producto ya
reordenado, portador de mecanismos de defensa hasta
de tipo muy tardío. Se sostiene que la versión arcaizada
de lo manifiesto tomaba la sombra por la presa. Preten-
diendo ser profunda, Melanie Klein habría sido inadver-
tidamente superficial porque parecía desconocer la ac-
ción de la represión primarla, que oculta para siempre
los tiempos originarios. Lo que a nosotros llegaría por
retorno de lo reprimido no puede proporcionar por sí
una imagen fiel del pasado más remoto, puesto que con-
trabandea todos los estratos de los períodos de la vida
que lo han recubierto. Lo traído a la superficie no es el
testigo fiel de la prehistoria, sino un producto muy sos-
pechoso, traficado por los falsificadores del preconcien-
te, de las más diversas épocas, cada una de las cuales
dejó su Impronta sobre el objeto psíquico pretendida-
mente «primitivo». Dicho de otro modo: la metáfora de
Freud era Inadecuada porque incurría en la ingenuidad
de creer que el pasado desenterrado conservaba su for-
ma originaria.
Un argumento análogo se adujo en menoscabo de la hi-
pótesis de que las regresiones patológicas tenían la vir-
tud de hacer visibles los estados arcaicos. La regresión
psicótica, para referimos sólo a ella, no es un simple re-
greso, en el desarrollo, hacia su punto de fijación, puesto
que el predominio de pulsiones destructivas, desorga-
nizadoras, destruye al tiempo mismo que avanza recu-
lando. La desintegración, según lo destacó en particular
Winnicott, no se debe confundir con la no integración.
Pero todos esos argumentos han sido en vano. Tan
eficaces como los consejos de realismo y de prudencia
que se dieran a alguien dominado por la pasión. Ahora
bien, ¿de qué pasión se trata en este caso?
La ilusión arcaica acaso esté sostenida por una pa-
sión voyeurista, que satisface a una fantasía muy poten-
te: la de asistir a través de otro a los orígenes de la vida
psíquica, a los cuales el analista, supuestamente menos
regresivo, ya no tiene acceso. Esa fantasía de los orí-
genes —en que el analista ocupa siempre el lugar de la
madre— no deja de tener nexos con otra, de signo con-
trario: la de atravesar en los dos sentidos la frontera de
la muerte, como tras ciertos accidentes gravísimos o
ciertas tentativas de suicidio casi logradas. A la «apuesta
grande» con el más allá es preciso unir la especulación
del más acá: lo arcaico remonta el tiempo hacia lo inme-
morial.
El voyeurísmo se prolonga, por su sublimación epis-
temofilica, en morbo de causalidad. Todo ocurre «como
si» (expresión analítica paradigmática) la presunción de
conocer lo arcaico —que suele infundir a los analistas
que la sustentan un aire de iniciados condescendientes
hacia aquellos que no se atreven a explorar sus abis-
mos— descansara en la idea de que si se tuviera la posi-
bilidad de saber cómo es la vida psíquica en el huevo, se
conocerían todas sus reencarnaciones. Y de hecho, al
paso de los desarrollos teóricos que se sucedieron en la
historia del psicoanálisis, la diversidad de las estructuras
psíquicas observables y analizables se disolvía en la
invocación de una sola y única etiología, la fijación oral,
y hasta intrauterina.3
Psicosis, retardos de toda índole, estados psicosomá-
ticos, neurosis graves obedecen, todos, a una misma he-
rida y no siempre se intenta explicar el porqué de tan di-
versos destinos para un mal único.4
Los mitos ontogenéticos, como tantos mitos origina-
rios, rara vez evitan ser cosmogónicos. Y no es observa-
ción trivial señalar —siguiendo a Freud— que una so-

3 Hay que confesar que del lado de Lacan no van mejor las cosas: la
forcluslón del «Nombre del padre» es un puente de asnos tan cargado
como el «pecho» klelniano.
4 Exceptúo de estas criticas a los trabajos de Píerre Marty sobre psi-
cosomáüca, por más que contengan muchas oscuridades.
ciedad tiene que haber alcanzado cierto grado de desa-
rrollo antes que se preocupe por mitificar. Siquiera los
mitos cosmogónicos, que difieren según las civiliza-
ciones, nos ofrecen una rica variedad de versiones sobre
el nacimiento del universo y sobre el conflicto en que
entraron las potencias para asegurarse la supremacía.
A pesar de una observación de Winnicott, que distinguía
entre profundo y primitivo,5 la tendencia general en psi-
coanálisis responde a la confusión entre Prima y Summa.

Lo arcaico según Freud

Freud es el único que verdaderamente ha pensado ío


arcaico en psicoanálisis. No lo alcanzan las críticas diri-
gidas a la perspectiva estrechamente ontogenética. Por
otra parte, es lo que le reprochan sus sucesores, que en
su casi totalidad han renegado de la hipótesis de los es-
quemas filogenéticos. Aun el complejo de Edipo perte-
necería a ese fondo específico. Presentes en la forma de
huellas mnémicas heredadas, las fantasías originarias
— de las que derivan todas las demás— significan la vida
psíquica. Dicho de otro modo, descifran los aconteci-
mientos con arreglo a su código, los clasifican, los orde-
nan y, para decirlo todo, organizan lo inconciente como
otros tantos a priorl o universales.
Se reúnen aquí los dos sentidos de lo arcaico: no sólo
lo más antiguo, sino también lo principal en que el poder
se funda. La concepción de Freud atiende a la oposición
prima/summa puesto que la potencia ordenadora no
siempre aparece primero. En muchos casos tiene que
emerger de una prehistoria antes de manifestarse en su
eficacia. Muchos son los ejemplos que atestiguan esta
articulación histórico-estructural en Freud.
El Edipo es el complejo nuclear de las neurosis, to-
mado aquí este término en su acepción más lata. No
está desde el comienzo. Aparece al término de la sexua-

5 *Contribu tíon de l'observatlon dlrecte des enfants á la psychana-


lyse» (1957). en Processus de maturation chez l ’enfant, Payot, 1970,
págs. 73-9.
lldad Infantil, durante la fase que lleva su nombre.6 Pero
su acción no se limita a esa fase. Sobre esto Lacan ha
hecho notar, con razón, que no es sostenible, stricto
sensu, hablar de estadios preedípicos cuando habría
que decir pregenitales, tanto es cierto que la dimensión
estructural del Edipo está potencialmente presente des-
de el origen. En todo caso, preexiste en los padres de la
cría de hombre, que le confieren su estatuto humano.
Una observación análoga, por lo demás íntimamente
ligada a la anterior, se puede hacer sobre la castración.
Freud nunca negó que el destete o el adiestramiento es-
finteriano fueran precursores de la castración. Pero sí
agregó que la «colosal investidura narcisista del pene»
confiere a la angustia de castración su valor referencial
y metafórico, sin parangón con las angustias que la pre-
cedieron. Pudieron estas ser más temibles, no por ello
son menos secundarias porque su poder simbólico so-
bre la sexualidad es menos rico en consecuencias. No
están marcadas por la diferencia de los sexos y de las
generaciones. En este punto tendríamos que entrar en
el detalle, explicar por qué la sexualidad fue elegida para
su rango conceptual por referencia al principio de pla-
cer; pero nos llevaría demasiado lejos. Conformémonos
con recordar la opinión de Freud acerca de la impresión
que en la fase fállca experimenta el varoncito a la vista
de los órganos genitales femeninos: la compara con la
caída del trono o del altar. Con anterioridad, esta per-
cepción sólo da lugar a teorías sexuales varias (ya cre-
cerá el pene en el cuerpo de la niña, como los pechos;
está escondido en el interior; las mujeres carecen de
pene, no así la madre, etc.). Pero una vez que la libido
invistió al pene, la ausencia del órgano es una amenaza
de ruina para el orden fálico, sostenedor de una verda-
dera Weltanschauung.
Mi tercera observación se refiere a los mecanismos de
defensa. Freud más de una vez mencionó defensas con-
tra la angustia, anteriores a la instalación de la repre-
sión (trastorno hacia lo contrario, mudanza sobre la
persona propia), pero estas, en modo alguno porque su

6 Esta puede comenzar más o menos temprano, pero el periodo de


su floración plena está fuera de duda.
importancia sea desdeñable, nunca tendrán derecho a
la misma consideración metapsicológica que la repre-
sión. Es que esta última se presenta como el modelo de
la defensa, por más que haya que desmembrar su apa-
rente unidad en forclusión, desmentida, negación y re-
presión propiamente dicha. Y no es contingente poner
de relieve los nexos de la represión con la castración.
Entonces, la inspiración ontogenética del psicoanáli-
sis moderno —con prurito de credibilidad científica y,
por eso mismo, de honorabilidad— sólo a medias hace
intervenir lo arcaico según Freud, puesto que ignora la
dimensión estructural que es parte integrante de su na-
turaleza. Aun si nada en la ciencia de nuestros días con-
curre a confirmar la hipótesis filogenética, no es menos
cierto que parece heurísticamente necesaria si uno no
se deja llevar por la facilidad de una posición empírica
pragmática. Pero recordemos que en ciertas disciplinas
(etología, lingüística) se ha probado o sostenido la hipó-
tesis de que existen estructuras innatas (mecanismos
innatos de desencadenamiento en etología, estructuras
profundas en lingüística) cuya actividad depende de
estimulaciones generadas en el ambiente. Lo admitido
en un campo se rehúsa en otro, y no a causa de la hipó-
tesis misma, sino de su contenido. Porque lo que al es-
píritu científico choca es que unas fantasías —es decir,
unas aberraciones del espíritu— y, para colmo, unas fan-
tasías sexuales, puedan estar inscritas en el patrimonio
genético. No sé si la imaginación humana ha de hallar
una solución mejor para explicar la existencia de esos
organizadores de la sexualidad humana. Sigo conven-
cido de que un punto de vista que se reduzca exclusiva-
mente al desarrollo no alcanzaría a dar razón de la este-
reotipia de las estructuras fantasmáticas, que podemos
descubrir en culturas muy alejadas de la nuestra.
El estructuralismo lacaniano ha esquivado la cues-
tión al tiempo mismo que la planteaba. Según Lacan, los
ejes ordenadores del desarrollo son las estructuras del
lenguaje y de la ley, unidas en la metáfora paterna. Nó-
tese el cambio de orientación. El contenido de que Freud
proveía a las fantasías originarias (seducción, castra-
ción, escena primitiva) daba una base firme a la idea de
psicosexualidad, es decir, a las relaciones estrechas que
unen el pslquismo a la sexualidad. La sexualidad es la
parte de la vida que sigue vinculando el hombre al mun-
do animal. Lo ancla a su cuerpo (y a su objeto de deseo),
pero es también la cópula por la cual se une a lo más
cultural, y por tanto más humano, que en sí contiene.
La sexualidad hace que el hombre alcance el estatuto de
ser psíquico, más que de ser hablante.
Al interrogarse sobre la diferencia entre el animal y el
hombre, Freud concluiría que no el yo, sino el supeiyó
se podía señalar como rasgo diferencial por donde se ins-
cribe todo el desarrollo cultural. La represión, proceso
psíquico (y no biológico —Freud insiste en ello—, como
se podría decir de la regresión), es también efecto del de-
sarrollo cultural. El hombre de Freud es biológico-so-
cial; social, porque biológicamente fundado, biológica-
mente destinado a la socialización. Los hilos del primero
se entrelazan íntimamente con los hilos del segundo en
trama tan apretada que a veces no se los puede separar.
Por el acto de situar la arjé (en el sentido de potencia
organizadora) del lado del significante y de la ley, Lacan
elimina de Freud toda referencia a la biología. A dife-
rencia de otros estructuralismos, el de Lacan se desem-
baraza de las ataduras del cuerpo. La aijé se ha vuelto
arca de la alianza.
Es cierto que, hacia el término de su obra, Lacan pro-
cedería a un reordenamiento revelador. Por una parte
reconoció en «lalengua» la existencia de un lenguaje re-
gido por mecanismos que tendrían muy escasa relación
con los tropos del lenguaje. No obstante lo cual lo refería
—en un uso inconsistente y arbitrarlo— al significante,
aunque el término se apartara por completo de su acep-
ción saussureana.7 Lo imaginario y lo simbólico nunca
estuvieron más próximos que aquí. En cambio, y sin
duda que por contragolpe, el significante quedaba co-
ronado por el materna; así la abstracción se tomaba re-
sonante revancha sobre lo que parecía haber concedido
a la fantasía. Se puede decir, en cierto modo, que el pro-
yecto oculto de esta lectura de Freud es purgar al psico-

7 En los comienzos, el significante lacanlano podía en ocasiones ar-


monizarse con el de Saussure y en ocasiones le era totalmente ajeno: «el
falo significante del deseo», por ejemplo.
análisis de toda obediencia a la biología, llevándolo del
lado de esas ciencias humanas que han intentado pa-
recerse a las ciencias exactas. Sin embargo, Lacan tenía
muy escasa simpatía por las ciencias humanas. Su teo-
ría alimenta la ambición de ir mucho más lejos de cuan-
to se atrevieron lingüistas y antropólogos. De hecho,
esta concepción del psicoanálisis está tironeada entre
un materialismo —asaz desencarnado—, que ella in-
voca, y un esplritualismo que no dice su nombre, al que
Lacan intenta dar los colores de la carne.

Otra estrategia: lo arcaico aprés coup

He ahí entonces el punto donde estamos, entre un


historicismo ingenuo e improbable y un estructuralismo
asaz arrogante que lleva el gusto por la sofisticación
hasta hacerse puro Juego del espíritu. Pero lo arcaico
está siempre ahí, presente en la práctica, lo mismo que
en la teoría, sin que tengamos esclarecida su naturale-
za, obligados sin embargo a admitirlo entre nosotros de
grado o por fuerza.
La esperanza de descubrir un acceso directo a la ar-
queología psíquica por el camino de la experiencia clí-
nica y terapéutica de las estructuras psíquicas es harto
insegura, aunque haya proporcionado ricas enseñan-
zas. Sin duda que hay sitio para una diferente estrategia
teórica, menos prisionera de las trampas de la trasposi-
ción directa de la práctica en la teoría.
En lugar de acorralar lo arcaico en la carrera retroce-
dente hacia la improbable arjé, ¿por qué no intentar un
recorrido inverso? ¿Por qué no buscarlo ahí donde se
oculta, pero donde permanece sin embargo presente en-
tre las instancias que en el desarrollo libidinal son más
tardías: ahí donde pretendidamente ha sido superado y
remplazado por estructuras psíquicas mucho más dife-
renciadas? Si es verdad que el inconciente está marca-
do por la inscripción de los mecanismos psíquicos más
primitivos, propios de los comienzos de la vida psíquica,
y que ignora el tiempo, es razonable pensar que las es-
tructuras edificadas sobre las inscripciones originarias
no se limitaron a superponerse sobre ellas. No se han
constituido sobre lo arcaico, sino contra él. Han intenta-
do modificar su funcionamiento por la ligazón, la simbo-
lización, la diferenciación, etc. En suma: leamos lo ar-
caico aprés coup, que por otra parte es la única manera
de referirnos a ello. Lo adivinaremos o lo deduciremos a
posteriori, detrás o debajo de los parapetos que se han
erigido contra su potencia amenazadora.
De todas las instancias que constituyen al aparato
psíquico, la más tardía, la última en aparecer, es el su-
peiyó. En verdad, a él suele agregársele el calificativo de
arcaico. ¿Cómo, en efecto, hablaríamos del ello arcaico,
puesto que lo arcaico es el ello y que del ello nada sa-
bemos? No es ilegítimo en cambio hablar del yo arcaico,
y por cierto que no nos privamos de hacerlo. Ahora bien,
¿qué recubre esa expresión? Un yo dominado por las
pulsiones, fragmentado o fragmentable, incapaz de sor-
tear la angustia; un yo que sucumbe a la desesperación,
etc. El cuadro se repite hasta el cansancio. Pero, ¿qué
potencias lo gobiernan? El daimon pulsional, desde lue-
go. ¿Y la realidad? ¿Hay una realidad arcaica? En ese
cuadro falta el objeto, sin duda porque no se le supone
existencia autónoma en ese contexto, a causa de la in-
distinción supuesta entre el yo y él. Lo cual habilita a ca-
lificar de «arcaicos» ciertos objetos. Lo arcaico ilustra pa-
ra nosotros, en el material, el estado de confusión que
reinaría entre pulsión, objeto y yo. Sin embargo, ese
caos nunca es enteramente informe, puesto que lo reco-
rren ciertos mecanismos fundamentales que fueron
descritos por Freud antes de dar lugar a las especulacio-
nes de sus sucesores.
Extraña instancia, que se deja aprehender por la in-
tuición menos erudita, pero que es la más difícilmente
cernible. El superyó resulta de una división del yo. Así
como el yo parece haber nacido de una diferenciación
del ello (bajo el influjo del mundo exterior), el superyó ha
nacido de la separación de una parte del yo. Aquí des-
pejamos, en favor de una teorización más dialéctica, lo
que esa concepción pudiera tener de esquemático (como
si el desarrollo sólo consistiera en una serie de gema-
ciones que se consumaran a tiempo cumplido). Sí, el su-
peryó resúlta de la diferenciación del yo, pero no es en
virtud de un proceso ascendente como se constituye.
Para comprender su génesis, es preciso hacer intervenir
un trayecto retroactivo, un lazo del desarrollo, puesto
que la parte del yo que ha adquirido ese nuevo estatuto
se enraíza en el ello; porque el superyó se apoya sobre el
ello, como sobre el yo, y se nutre de los mismos fondos
que el yo. En consecuencia es legítimo buscar lo arcaico
más del lado del superyó que del lado del ello, en el esta-
do normal. Freud se aproxima aquí al Nietzsche de La
genealogía de la moral
No por anudado al ello deja el superyó de ser la ins-
tancia más metafórica. Y no sólo por ser el vector de los
valores, sino por su constitución misma. Porque en este
punto es preciso Invocar la observación de Freud, tan
importante: el superyó del hijo no se forma según el mo-
delo de sus padres, sino según el del superyó de estos.
Su estructura contradictoria —encadenado al cuerpo
por el ello, se injerta en lo menos carnal que hay en la
relación del hijo con las imágenes parentales— es sin
duda la situación más favorable para hacernos apresar
la perennidad de lo arcaico, ahí donde parece haber desa-
parecido por completo.
El nexo del superyó con esta parte, la menos carnal,
de la relación que liga el yo del hijo con sus padres sólo
se hace posible por intermedio de la función del ideal.
Esta es al superyó lo que la pulsión es al ello. Tanto así,
que Freud parece vacilar entre superyó e ideal del yo.
¿Es este último una parte autonomizada del superyó o
solamente uno de sus subconjuntos? El par superyó-
ideal del yo ha dado materia a distingos interesantes.
Sin pronunciarse sobre la índole de los lazos que los
unen, parece existir acuerdo acerca de sus nexos, re-
sumidos con la fórmula: el superyó es el heredero del
complejo de Eklipo, mientras que el ideal del yo es el here-
dero del narcisismo primario.
El superyó nace entonces directamente del Edipo, es
decir, del conflicto psíquico concerniente a los deseos
dirigidos a los objetos parentales. Con razón se sostiene
que la relación del yo con el superyó es el resultado de la
interiorización de los lazos entre el yo y el objeto. En
cambio, el ideal del yo se reconduce a la identificación,
en la que Freud distingue tres tipos: primario (narci-
sista), secundario (o liistérico) y con el ideal del yo.8 Esta
sucesión es elocuente: narcisismo, histeria, ideal del yo.
Y es, a saber, para el primer tipo: yo identificado con el
objeto en una relación de fusión, sin distinción de los
términos fusionados; para el segundo: yo identificado
con el deseo del objeto, distinto de él y dentro de una
situación triangular; finalmente, para el último, yo iden-
tificado con una instancia pos-edípica, con remplazo del
objeto por el ideal del yo. Este conjunto de funciones
llevó a Lacan a oponerse a las concepciones psicologi-
zantes del yo, que valorizan su relación con la realidad, y
a sostener que la función fundamental del yo era estar
cautivo de las identificaciones imaginarias del sujeto.
El acoplamiento del superyó y del ideal del yo mues-
tra que una instancia, sola y la misma, toma sobre sí
dos tipos de nexos con el objeto: interiorización e identi-
ficación. Veremos más claro si ahora nos volvemos a los
objetos primarios, que acaso nos revelen en qué consis-
te la relación arcaica.
Entre las funciones de los objetos primarios, es pre-
ciso contar una, fundamental: la autoridad. Pero con-
viene despojar a este término de su connotación moral
para concebirlo desde el ángulo de una relación de fuer-
zas que hace inevitable la dependencia' del niño de sus
padres. Lina vez que el superyó interiorice, junto con la
función de autoridad del objeto, la del amor del progeni-
tor por el hijo, Freud no vacilará en calificar a esta ins-
tancia de manera metafórica: el superyó simboliza «las
potencias protectoras del Destino». Tan indispensable
es el amor de estas que el suicidio seria la consecuencia
de su abandono. Las necesidades de la vida hacen cono-
cer al niño que es inevitable el abandono, temporario o
exigido de manera definitiva por el crecimiento. Enton-
ces la identificación, dice Freud, es la única condición
que puede volver aceptable esta pérdida del objeto.

8 Sin duda que también la resolución del conflicto ediplco desem-


boca en la identificación. Pero parece que el ideal del yo estuviera más
directamente relacionado con ella. De los tres tipos mencionados, dos
son atrlbuibles al narcisismo, el primero y el último. Esos lazos entre
narcisismo e identificación pueden ser directas, o indirectos, cuando la
identificación se hace con el objeto.
Identificación y narcisismo se asocian; una y otro rubri
can una emancipación de la dependencia frente al ob-
jeto, que en las formas extremas impulsa al yo hacia las
vertiginosas cimas de la autosuficiencia orgullosa.
Llegamos así a una primera conclusión: la relación
arcaica parece fundada en la alternancia obediencia -
orgullo entre el yo y el objeto. En realidad esta fórmula
condensada no caracteriza a un par de opuestos, sino a
dos pares de contrarios, opuestos: obediencia-insunú-
sión y orgullo-humildad. El primero va referido a la rela-
ción con el superyó en su vertiente esencialmente ob-
jetal; el segundo se liga al ideal del yo y atañe por lo
tanto a la vertiente narcisista. En una ocasión anterior
he opuesto ya, con otros autores, los efectos asaz dife-
rentes de la culpa frente al superyó y los de la vergüenza,
que debe ser interpretada por referencia a la dimensión
narcisista del ideal del yo.
Si los objetos arcaicos se caracterizan por la confu-
sión que reina en el Interior de la psique entre pulsión,
yo y objeto, es preciso añadir que no es más nítido el dis-
tingo entre pulsiones eróticas y pulsiones agresivas,
entre pulsiones que se pueden satisfacer de manera au-
toerótica y pulsiones cuya satisfacción exige de la inter-
vención del objeto. Pero la confusión que señalamos no
sacia nuestra sed de comprender, porque disculparnos
de nuestra ignorancia no equivale a comprender mejor:
lo que es arcaico no se puede decir porque es arcaico.
Confusión hay, pero ¿en orden a qué?
El yo es la sede de esta confusión, no solamente por
ser el teatro del conflicto, sino porque parece jugar a
confundir los términos que a través de él se oponen: el
demonismo pulsional y la imposibilidad de hacer coin-
cidir el objeto con los deseos del yo. Las dos funciones,
obediencia y orgullo, operan diferentemente. La obe-
diencia es el lugar de un dilema: ¿obedecer a las pulsio-
nes, o al objeto? Y la cuestión se complica a causa de la
proyección, que atribuye al objeto las características de
las pulsiones y que anima o animiza las pulsiones ha-
ciéndoles revestir las galas del objeto. En cuanto al or-
gullo, es doble también porque se ceba en las victorias
arrancadas al objeto lo mismo que en la negación de
este.
Son las relaciones superyó-ldeal del yo las que pudie-
ron encaminarnos hacia la naturaleza de la relación ar-
caica. Interroguemos ahora retroactivamente el arcaís-
mo del yo. Es notable que a propósito de un artículo
sobre «La negación» (1925) retomara Freud el esquema
del aparato psíquico según lo había elaborado en la
Metapsícología, muy en particular en «Pulsiones y des-
tinos de pulsión» (1915).
En el mito genético construido por Freud a propósi-
to de la negación, el yo conoce tres estados sucesivos:
«yo-realidad originario» (o inicial), «yo-placer purificado»
y «yo-realidad definitivo». El yo-realidad del comienzo
se limita a reconocer la fuente de las excitaciones: ex-
terior, cuando él consigue escapar de su efecto nocivo;
interior, cuando fracasa en eliminar la tensión. Esta dis-
tinción primera, previa a todo discurso sobre lo arcaico,
que sólo se aprehende partiendo de una división inau-
gural del espacio al modo en que muchas cosmogonías
explican la separación inicial de la Tierra y el Cielo, des-
pués de la Noche y el Día, etc. Cada entidad así consti-
tuida está gobernada por una potencia que le es adhe-
rida o que a ella se adhiere, lo que no deja de engendrar
conflictos por la supremacía. El primer trabajo del yo
originario termina por identificar lo interior con la ame-
naza del peligro ineliminable. El tiempo que le sucede
procederá a una nueva división. El yo-placer (purificado)
separa entre lo bueno, lo incorporabie, lo Idéntico al yo,
y lo malo, lo excorporable, lo ajeno al yo.9 Lo arcaico es
maniqueo. Si uno completa este modelo agregándole el
del vínculo con el objeto, comprende así que el funciona-
miento del yo-placer purificado está subtendido por la
relación obediencia-orgullo. La prueba es que el yo-pla-
cer purificado tendrá que renunciar a esa bipartición
entre adentro y afuera para proceder después, adentro,
a una nueva bipartición entre lo agradable al yo y al ob-
jeto —lo que, admitido por él, es para conservar—, y lo
desagradable para el objeto —primero— y para el yo

9 Señalemos que en «La negación» Freud no retoma una hipótesis


sostenida en «Pulsiones y destinos de pulsión», que opone un yo-pla-
cer a una realidad Indiferente. En ese momento (1925) el yo-placer se
opone desde el comienzo a un no-yo por rechazar.
Freud liberal, hay un Freud nietzscheano. Acaso se pu-
diera conciliar esa paradoja aparente: es simbólica-
mente como los héroes pasan por alto las prohibiciones
rectoras. Nadie repite el gesto arcaico de Edipo: parrici-
dio e incesto, pero toda conquista importante para la
humanidad es la trasferencia de la trasgresión al orden
de la sublimación. Algunos invocan una superhumani-
dad en que se habilitan, ayudados a veces por sus celo-
tas, para que la separación entre lo simbólico y lo real
llegue a ser muy estrecha. Más todavía: en nombre de
lo simbólico pasan por alto las barreras de la ley que
sólo retienen a las almas comunes, con la consecuencia
de suscitar la admiración del gran número: no hacen
más que repetir lo arcaico bajo los nobles ornamentos
de su discurso.
Lo arcaico, nunca fenecido, asoma bajo la madurez, y
es justamente por este abordaje indirecto como mejor lo
apreciamos. Su presión, como la de la pulsión, perma-
nece constante. Sólo difieren las soluciones a que da
curso. ¿Por qué esta permanencia? La respuesta se tie-
ne que buscar por el lado de la esencia de la pulsión: la
compulsión de repetición que descubrimos tras toda
resistencia al cambio.

El análisis interminable y sus causas

Desde 1937 —hace mucho tiempo para nosotros y


tarde para él—, Freud anotó entre los obstáculos a la
curación el rehusamiento de las pulsiones a dejarse
domesticar y el infantilismo del yo portador de las secue-
las de los inevitables traumas de la infancia: arcaísmo
triunfante del ello, arcaísmo debilitante del yo, sea exce-
sivamente sumiso, sea demasiado orgulloso para reco-
nocer sus límites. Las formulaciones de Freud, leídas
hoy, parecen asaz imprecisas y sobre todo muy frag-
mentarias.
No es que sean inexactas en sentido estricto. Tienen
un perfume de abstracción, no por ser teóricas, sino por
globales y vagas; apenas sí nos dicen algo, o sólo hablan
a su autor.
No olvidemos que. por propia confesión, Freud desde
hacía muchos años había perdido todo gusto por la
práctica; sólo la teoría movilizaba su interés. Es que con
la edad había perdido también esta cualidad fundamen-
tal del analista: la paciencia, hija de la tenacidad. Ade-
más, tuvo el coraje de confesar que le repugnaba ocupar
el lugar de la madre en la trasferencia. ]Y con qué sor-
presa descubre la Importancia en la hija de las relacio-
nes primeras con la madre, portadoras del destino de la
feminidad! Compara su asombro con el que originó el
descubrimiento de la civilización minoica, en compa-
ración con el de la Grecia clásica. El era un hombre del
siglo V, no de la Grecia arcaica, más cómodo a la sombra
de Pericles que a la de los reyes cuyos palacios albergan
mánotauros. Ahora bien, ¿cómo teorizar lo arcaico st uno
deliberadamente se opone a aceptar primero y a ana-
lizar después la trasferencia materna? ¡Y con qué peso
pesa esta confesión cuando se trata de revaluar la gra-
vitación verdadera de la roca «biológica» de la castración!
¿Rehusamlento de la feminidad o rehusamiento de lo
maternal, como peligro del retorno a lo arcaico? Para mí,
la segunda respuesta es la buena, sin ser por otra parte
absolutamente contradictoria con la primera.
Es un hecho que desde Melanie Klein, que ha opera-
do la «transvaluación» de los valores del psicoanálisis,
haciendo del Edipo el Mutterkomplex; es un hecho, digo,
que desde entonces data la toma del poder del psicoaná-
lisis por lo arcaico. No cabe ni lamentarlo ni aprobarlo;
no fue más que el puntual retorno de un péndulo lan-
zado al punto más extremo de su trayectoria por el fun-
dador del psicoanálisis. Y como Klein era más innovado-
ra que verdaderamente genial, no la han seguido tanto
como a su maestro. Pero a Melanie Klein se le deben acre-
ditar aportes nuevos, solidarios entre sí por lo demás:

1. La acentuación de la importancia de los primeros


estadios de desarrollo, caracterizados por las angustias
arcaicas, las fantasías primitivas y los primeros meca-
nismos de defensa.
2. El interés por los pacientes de estructura psicótica
y la reinterpretación de las neurosis, sobre todo de las
neurosis graves.
3. La concepción de la feminidad que relativiza la en-
vidia del pene frente a la relación con el pecho.

Piénsese lo que se quiera de la obra de Melanie Klein


y de su casi constante referencia a lo arcaico, y por más
criticas que se puedan hacer a los puntos débiles de su
teoría, es su mérito haber abierto el psicoanálisis a un
inconciente diferente, insospechado por Freud. No cae-
mos en la ingenuidad de creer que las estructuras psicó-
ticas o los casos fronterizos permitirían al analista ob-
servar el fondo de los mares de la psique ni conocer el
pasado más lejano gracias a una especie de máquina de
remontar el tiempo. Lo arcaico que las estructuras psi-
cóticas revelan encontraría su justificación en aquello
que lo hace diferir de las estructuras neuróticas, más
afines —se dice— a la estructura del analista. Lo arcai-
co: sería entonces lo otro.
¿En qué impresiona esta diferencia al analista? Se
equivocaría quien la buscara solamente en los hechos
clínicos.
La neurosis, objeto esencial del psicoanálisis freudia-
no, entregó sus secretos merced a la incomparable mi-
rada que Freud dirigió sobre ella y que desdeñó arrojar
sobre las estructuras psicóticas... al menos las miró
muy poco. No sólo porque la neurosis es más coherente,
por lo tanto más inteligible, y más analizable en conse-
cuencia, de derecho, si no de hecho. Desaparecido Freud,
ella sigue ocupando un importante lugar en la bibliogra-
fía analítica y ha inspirado noventa años de trabajos.
Los analistas aman a los neuróticos porque los hacen a
ellos inteligentes: los comprenden: eficaces: a veces los
curan; amables: aquí la trasferencia positiva domina
siempre. Los casos fronterizos los vuelven tontos: no ven
nada ahí; culpables: tienen el sentimiento de no merecer
sus honorarios; detestables: son más odiados que ama-
dos por el analizando ciego a sus esfuerzos, e ingrato,
por añadidura.
Pero la dificultad principal en la problemática de los
casos fronterizos es la incertidumbre de los pertinentes
puntos de referencia axiológicos que esclarecieran la
estructura oculta, determinante del polimorfismo de los
síntomas, de las angustias y de los mecanismos de de-
tensa que intentan luchar contra ellas. Ausente aquí la
autoridad de Freud, nos vemos librados a las interpreta-
ciones divergentes de sus herederos.
¿Qué dice Lacan? Que esa gente tiene el pescuezo
rígido, que rehúsa su castración simbólica. Dicho de
otro modo, que es preciso hacerle dura la vida por medio
de la sesión breve, con escansión de lo simbólico y con el
analista autor de la Ley porque el analizando persevera
diabólicamente. Cuando haya comprendido, no hará
más que invocar su deseo para pasar el mensaje a otros.
¿Qué dice Bion? Que el dilema esencial es huir de la
frustración evacuándola o elaborándola. Dicho de otra
manera: rehusar el sufrimiento inevitable negándolo o
convirtiéndolo en un objeto de trasformación en el orden
del conocimiento, del amor y del odio.
¿Qué dice Winnicott? Que el analista es utilizado pa-
ra repetir las carencias del ambiente. Dicho de otra ma-
nera, que el analizando no puede hacer otra cosa que
demostrar al analista toda la cuantía de su impotencia y
aun de su malignidad, esto para afirmar los derechos de
omnipotencia que su posición de víctima le confiere, posi-
ción de la que procura extraer una orgullosa venganza.
Esta disparidad aparente de puntos de vista se disipa
en un consenso; todo ello obedece a lo arcaico. Se trata
menos de un arcaísmo fijado o en marcha hacia una
evolución que de un arcaísmo que tiene quebrado su
ímpetu hacia el reconocimiento de la madurez. Es pre-
ciso tener presente este matiz para evitar confundir los
casos fronterizos no sólo con las neurosis, sino con las
psicosis igualmente.11
En 1974 propuse un modelo teórico a la luz del cual
se pudiera comprender el sentido de la estructura de los
casos fronterizos.12 Se la podía interpretar como un des-
plazamiento de los conflictos intrapsíquicos al límite del
campo psíquico que tiene por fronteras el soma hacia lo
interior y el acto hacia lo exterior. Reparemos en que son

11 Cf. A. Green, «Passions et destins des passions», en La fo lie pri-


uée, Gallimard, 1990. [«Pasiones y destinos de las pasiones», en De locu-
ras privadas. Buenos Aires: Amorrortu editores, 1990.)
12 «L'analyste, la symbolisation et l'absence dans le cadre analytl-
que». en La folie prtvée, op. clt. ¡«El analista, la simbolización y la au-
sencia en el encuadre analítico», en De locuras pñvadas. op. cit.)
los límites mismos que encuadran el montaje pulsional
(fuente y meta). Estos dos parámetros extrapsíquicos
son responsables de la somatización y del pasaje al acto.
En el interior del campo psíquico, otros dos parámetros
definen mecanismos fundamentales; la escisión y la
desinvestidura, que están en la base de la identificación
proyectiva y de la depresión primaria (lo blanco). Estos
cuatro parámetros orientan al analista acerca de los
movimientos que la trasferencia fronteriza permite ob-
servar. En 1976, propuse salir del empirismo clínico
respecto de los «borderline», considerando lo fronterizo
como un concepto,13 lo que está justificado a la vez por
la práctica y por la lectura de Freud.
En la prosecución de ese itinerario teórico se inscribe
la hipótesis que aquí sostengo acerca de lo arcaico.

Poder y potencia: la analidad primarla

Cada vez que he podido avanzar suficientemente en


el análisis de un caso fronterizo, me he encontrado con
que la trasferencia íntegra estaba impregnada por un
malentendido que estorbaba su análisis: la confusión
entre poder y potencia. La proyección del paciente atri-
buye al analista una potencia y hasta una omnipotencia
que no deja al analizando más salida que luchar contra
la trasferencia y rehusar todo poder al objeto trasferen-
cial. La diferencia entre estos dos términos, tan próxi-
mos sin embargo uno al otro, es considerable. Conviene
precisarla.
El poder es siempre limitado, falible, cuestionable.
Nadie lo posee enteramente, no obstante las aparien-
cias, así como nadie está enteramente desprovisto de él,
aunque sólo sea por el poder de amar o de no amar, de
ser amado o detestado por el otro. El poder se hereda o se
conquista, aumenta o disminuye, se pierde en mayor o
menor medida. A un poder se contrapone siempre un

13 *E1 concepto de fronterizo», asi como *E1 doble limite», en tbtd. [En
castellano, el primero de estos trabajos se encuentra en De locuras pri-
vadas, op. cit., y el segundo, en el presente volumen.)
contra-poder. El poder se comparte o se divide. Se reparte
en la relación con el otro. La potencia, en cambio, en el
sentido que aquí le doy, confiere a quien la posee una
fuerza absoluta a los ojos del otro. Es siempre más o me-
nos divina (o diabólica); en todo caso, sobrehumana. Su
inversa es la impotencia.
A los ojos del analizando que es un caso fronterizo, el
analista posee ese poder. Porque Impone el contrato (con
olvido de que el analista también se somete a él). La de-
sigualdad evidente, en favor del analista, se convierte en
la ocasión en ley inicua, despótica. La neutralidad es to-
mada como una indiferencia teñida de crueldad. Silen-
cioso, el analista da testimonio de su desprecio altanero.
Si quiebra su reserva para interpretar, su Interpretación
nunca es tomada como una sugerencia interesante que
se pudiera considerar, susceptible de arrojar una luz
liberadora sobre el oscuro caos en que el analizando se
queja de estar prisionero: ella es un diktat, algo que sólo
cabe tomar o dejar. Y si llega a ser verdadera, no podrá
menos que reavivar la humillación de recurrir a la asis-
tencia de alguien que supiera mejor que uno mismo lo
que uno quiere decir. Y por otra parte, ¿no permanece él
acostado, en esa posición infantilizante, mientras que el
analista lo domina desde la íntegra altura de su posición
de sentado? Puede el analista manifestar solicitud: será
la demostración de su Insoportable paternalismo. Si se
aburre, es prueba evidente de que no le Interesa vuestro
sufrimiento. Y si, relajando el control de la situación
para dar un poco de vuelo a la espontaneidad, reacciona
de manera algo viva, será que trata de seducir o de cas-
tigar; en cualquier caso, de desestimar. Reclama hono-
rarios: es porque sólo le interesa el dinero; si su trata-
miento es gratuito o casi (por ejemplo, en una institu-
ción), es porque necesita de cobayos o porque abruma,
al analizando desprovisto, con su conmiseración de
acaudalado.
Pareciera que una excitación permanente, se deba a
un efecto inconciente de Intrusión o de abandono, ta-
ladrara al yo sin descanso. La descripción que acaba-
mos de hacer atañe menos al contenido de los conflictos
—aunque sea reveladora de la manera en que es vivi-
do el objeto interno— que a la posición del analizando
frente al analista en el encuadre. Es el principio mismo
del análisis el cuestionado. El analista no es más que la
emanación o, en el encuadre, el representante del objeto
(por más que el término sea impropio porque, como lo
ha visto Winnicott, el analista no representa aquí a la
madre: es la madre). El dispositivo analítico, que se con-
sidera facilitante para el neurótico, es para el caso fron-
terizo, si no una máquina de influir, al menos una má-
quina de manipular para satisfacer la omnipotencia del
analista. ¿Cómo comprender esta desnaturalización del
encuadre?
Lo habitual es reconducir la problemática del conflic-
to por el poder, a la analidad. ¿De eso se trata aquí? Sí y
no. No, si se piensa en los rasgos clásicos de la analidad
y en su fijación en la neurosis obsesiva. Sí, si se piensa
que el conflicto anal es fundamental en el fronterizo,
porque con acierto se ha visto en la analidad una línea
demarcatoria con la psicosis. Prefiero invocar una anali-
dad primaría que no es posible caracterizar únicamente
por la prevalencia de los procesos de expulsión, según
sostenía Abraham, sino que desborda con mucho la zo-
na erógena e invade al yo, obligándolo a vivir ese conflic-
to de obediencia-orgullo, lo cual unas veces lo revela
complaciente y obsequioso, y otras veces lo lleva a re-
chazar hasta la respiración del analista. Es el caso en
que el analizado exclama: «¡Sé que lo empuercol». No es
seguro que uno no lo lastime negándolo, pero es induda-
ble que, admitiéndolo, se lo atormentaría.
Una analidad así condensa a la vez la regresión edípi-
ca y el empecinamiento contra la caída en la oralidad.14
En suma, lo arcaico, en la medida en que se liga a esa
problemática de obediencia-orgullo, es ya un punto de
detención ante un caos en que sería insostenible toda
relación con el otro. La proyección de la omnipotencia
sobre el analista tiene un sentido. Ve en el analista a
aquel que ha conseguido la realización de los deseos de

14 Puede que parezca paradójico defender una concepción de lo ar-


caico ligada a un estadio que es sólo el segundo en la evolución de la
libido. Siempre la oposición Prima-Summa. De hecho, la analidad pri-
maria es la primera tentativa de dominio de lo arcaico, que de otro
modo no es cernible: bueno únicamente para ser expulsado.
esa analidad primaria, como medio de asegurarse la
omnipotencia sobre el objeto... omnipotente.
El conflicto de obediencia-orgullo es dentro del aná-
lisis, puesto que no se lo puede asumir en acto, el medio
de decir lo arcaico, viviéndolo, sin distinción efectiva ni del
objeto ni del yo. Este conflicto anal primario es a la vez lo
arcaico y la defensa frente a lo arcaico, porque erraría
quien imaginara esta oposición, cualquiera que fuese su
aspecto sistemático, desde el ángulo de una coherencia.
Muy al contrario, la insumisión es aquí caótica, como la
amenaza del caos que se esfuerza en conjurar. En el
límite, el conflicto de obediencia-orgullo no se enfren-
ta al superyó ni al ideal del yo. Está dirigido contra la
herida de la existencia de lo inconciente, como amenaza
que se cierne sobre el dominio.

La omnipotencia y el Edipo

La omnipotencia es el concepto que permite reunir


bajo un solo título los problemas de obediencia en rela-
ción con el superyó y los del orgullo ligados con el ideal
del yo. Las raíces de la omnipotencia se sitúan mucho
más acá de las expresiones anales u obsesivas: se re-
montan a la realización alucinatoria del deseo. La omni-
potencia está ahí en germen, desplegándose libremente
en los procesos primarios. Cambiará de estatuto en la
psicosis, como lo muestra el caso Schreber, que se pue-
de leer enteramente desde el ángulo de las relaciones de
obediencia-orgullo frente a ese Dios intocable.
La omnipotencia es invocada de manera diversa en el
psicoanálisis de nuestros días. Para Freud, es la impo-
tencia del espíritu la que explica su omnipotencia y su
proyección sobre los progenitores, quienes a menudo la
reflejan sobre su criatura. No obstante, en ciertas lectu-
ras contemporáneas parece que el objeto primario se
presentara omnipotente como tal, con omisión (volunta-
ria o involuntaria) de la fuente infantil de esa omnipo-
tencia conferida casi siempre a la madre. Antiguo deba-
te, cuestión sin salida del genetlsmo: si fue primero la
gallina o el huevo.
Habría que ver las cosas de otro modo, declarando al
objeto omnipotente en vista de la realidad (la supervi-
vencia del niño depende de él, y suele ser así como se
viven las madres), en tanto que el hijo es omnipotente en
la realidad psíquica. Y no es raro que la pareja madre-
hijo se viva en la «omnipotencia simbiótica».15Ahí reside
el peligro de una perennización de la cujé: el sujeto, de-
cepcionado siempre por no poder vivir solo su omnipo-
tencia, siempre está en busca de un objeto irremplaza-
ble porque nada podría rivalizar con la omnipotencia
materna.
Es en el momento en que los dos compañeros de la pa-
reja, madre e hijo, renuncian a su omnipotencia mutua y
reflejada, cuando porfin acceden, cada uno de ellos, a un
poder.
Winnicott ha dado prueba de una excepcional penetra-
ción en el caso de los fronterizos. Ha modulado el leit-
motiv de la lucha contra la dependencia y la necesidad
de dependencia. Retomaré sus comprobaciones a la luz de
mi hipótesis. Sin duda que el analizando repite con el
analista el conflicto arcaico de la relación con el objeto,
prisionero entre la obediencia y el orgullo. Cuando el sí-
mismo falso cede ante el análisis, sobreviene el diluvio
reivindicativo, rencoroso, inmisericorde, entrecortado
por momentos de gracia que nunca están destinados a
durar porque son una amenaza para el orgullo: se debe
ese bienestar a alguien que sin duda se gloriará de ello.
El analizando se reprocha esos momentos de flaque-
za porque, por un instante, ha podido dejar de acusar al
objeto y descubrir en sí sentimientos de amor fuerte-
mente reprimidos hacia aquel o aquella a quien juzga
responsable de sus desdichas. Y por eso mismo, por su
odio, le sigue obedeciendo puesto que lo restablece en
su omnipotencia. Esto linda con la erotomanía.
¿Obediencia retrospectiva? Sin duda, pero obedien-
cia nunca resignada. En su estudio sobre la reacción te-
rapéutica negativa, J.-B. Pontalis hacía notar que cier-
tos sujetos tienen necesidad de creer en la omnipotencia

15 Cf. M. Khan. L e Sol caché, Galllmard, 1976.


de la madre.16 El decir del analista no hace contrapeso
al hacer (interior) del objeto, que sin cesar asedia al yo. Y
se sabe que la madre nunca es más omnipotente que
cuando no está ya ahí, es decir, cuando el yo no ve otro
medio de paliar su aflicción que recurrir a la omnipoten-
cia. Nunca se es más omnipotente que estando solo. El
yo clama su impotencia, se abruma, pero tiene a orgullo
ser el adversario, nunca completamente de rodillas, del
temible déspota. No consentirá que el analista logre
llevarlo a renunciar a la excitación de ese combate inmi-
sericorde contra un enemigo de quien admira el genio
para el mal. Este «odioamoramiento» (Lacan) es a vida o
muerte.
El padre muerto funda la estructura del superyó. Su
omnipotencia, aunque considerable, es atemperada por
el amor que tiene a sus hijos. Dios de cólera, de justicia,
pero Dios protector. ¿Y la madre? La madre omnipotente
es la que no podría morir. ¿Tendrá el incesto (en los dos
sexos) vida más persistente que el parricidio? El objeto
materno incestuoso —en el sentido más lato— está siem-
pre ahí, acusador, exigente, humillante, cruel. Quiere
que el hijo se conforme a sus ideales. Este no tendrá
más título de orgullo que ser el hijo de la madre, o de su
estirpe. La referencia al abuelo materno, al tío de la mis-
ma rama, suplanta a la del padre. ¿Hace falta recordar
que estoy hablando de una tmago?
Para esto arcaico que los casos fronterizos nos fuer-
zan a pensar, el psicótico nos vuelve ciegos desplegán-
dolo ante nosotros en todas sus formas.

Lo arcaico no sólo es de siempre, sino que es de don-


dequiera, enmascarado bajo las apariencias de la nor-
malidad. Las ideologías políticas lo recogen en las socie-
dades de los regímenes llamados fuertes. Las religiones
paganas o reveladas hace tiempo que le han dado asilo.
Acaso en estas últimas es más elocuente.
La lectura de los Pensamientos de Pascal es más que
demostrativa en este sentido. La dialéctica del autor me

16 J.-B. Pontalls, «No, deux fois non», Nouvelle Revue de Psycharia-


lyse, n" 24, 1981. págs. 53-74.
parece más que inspirada por Dios. Después que Pascal
¡y con qué elocuencia lírica! nos ha hundido en la mise-
ria del Hombre sin Dios y nos ha salvado por la grandeza
del Hombre con Dios; más avanza en la obra y más da
muestras de un dogmatismo inmisericorde, casi tan
aterrador como el silencio de los espacios infinitos, si se
lo imaginara a la cabeza de un Estado. Una sola religión:
la cristiana, porque ha sido predicha y ha hecho mila-
gros. La religión judía tuvo una sola función: anunciar a
Jesús. El infortunio del pueblo elegido está ahí para ser-
vir de prueba: ha profetizado la llegada del Mesías y no
ha creído que Cristo era su encarnación. Sin él nada sa-
bríamos: sin sus infortunios ni sospecharíamos la falta
en que incurriríamos no creyendo en Cristo. Una sola
Iglesia: la de Roma. Pascal lo justifica todo: su jerarquía,
su potencia, la infalibilidad del soberano pontífice. Por-
que todo eso está subordinado al fin superior. «Abatir la
soberbia» a fin de que el hombre ponga su orgullo «pro-
piamente», es decir, en la obediencia a Dios.
¿Descartes? «Inútil e incierto». Pascal no atina a nada
con esta filosofía mediocre que sólo se vale de Dios para
dar el papirotazo al Universo y retirarse en el acto.
Pascal encuentra indigna la confianza que Descartes
concede al hombre (aun si Dios acude en su auxilio en
última Instancia; por ejemplo, cuando tropieza con la
distinción entre sueño y realidad). Y no obstante... Ha-
llamos en los Pensamientos páginas que reconocen el
supremo poder de la imaginación, que tiene el predomi-
nio sobre la razón. Pascal queda preso de la paradoja: la
razón por sí sola no basta para descubrir la verdad de
Dios, y no obstante, Dios es absurdo si no es racional-
mente justificado. Pascal Juega sobre todos los tableros.
Apuesta mostrando que no se podría obtener en ellos
otra solución. Esa apuesta es de obediencia.
El Dios escondido fue sin duda el medio que. permitió
a Pascal satisfacer su necesidad de sumisión y extraer
de ahí un orgullo que justificaba la omnipotencia que se
escondía, también ella, tras la Invocación de su miseria.
¿Acaso el lenguaje no es el último refugio de la omni-
potencia?
¿Si lo arcaico es indestructible, es al menos acondi-
cionare?
El análisis no sería si no alimentara esa esperanza.
Eso pasa por la liquidación del complejo de Edipo. Esta
apuesta no es menos grávida en consecuencias. Y tanto
más cuanto que esa liquidación no desemboca sino en
la génesis del superyó. Ligar lo arcaico, en el superyó y el
ideal del yo, es empero el mejor medio para no quedar
preso entre el martillo de la obediencia y el yunque del
orgullo.

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