Вы находитесь на странице: 1из 18

ENSAYO FINAL

LA MITOLOGÍA CLÁSICA EN EL ARTE DEL BARROCO

POR: MAURICIO ANTONIO HOYOS GÓMEZ

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
FACULTAD DE ARTES
MAESTRÍA EN HISTORIA DEL ARTE
SÉPTIMA COHORTE
PERIODO 2017-1
HISTORIA DEL ARTE BARROCO, COLONIAL Y REPUBLICANO
PROFESOR: CARLOS ARTURO FERNÁNDEZ
MEDELLÍN
JUNIO DE 2017
1

LA MITOLOGÍA CLÁSICA EN EL ARTE DEL BARROCO

Desde los tiempos de Homero hasta nuestros días el uso de temas míticos e históricos
que tuvieron su origen en las antiguas Grecia y Roma, ha sido recurrente en las manifestaciones
artísticas. Prácticamente ningún periodo en la historia de la humanidad, aunque fuera con un
leve atisbo de su presencia, ha escapado a la magia de este mundo fantástico de dioses y haza-
ñas de magníficas dimensiones. El arte de la Edad Media y el Renacimiento también se vieron
embelesados por sus encantos, y el Barroco no fue la excepción, como tampoco lo fueron las
expresiones artísticas del Neoclasicismo y el periodo Republicano. En los últimos siglos de
nuestra era la mitología clásica también ha sido motivo de inspiración para la creación en las
artes plásticas y en las artes visuales, y ha impactado en la creación de súper héroes que deleitan
a la sociedad actual en ámbitos como el cómic, la televisión, el cine y hasta el entretenimiento
digital, en una era marcada por el bombardeo de imágenes a una audiencia que desde la palma
de sus manos se obsesiona por tener, como los dioses del Olimpo, un gran «poder»: el de ac-
ceder a ellas a toda costa para poder verlo todo, para poder ser visto por todos.
Particularmente el arte del Barroco, y la teatralidad de la cual estuvo profundamente
impregnado, presentó algunas características donde la imagen como recurso para persuadir
y conmover desplegó también su propio poder desde diversas disciplinas artísticas y sabe-
res, como la pintura, la escultura y la literatura; y fue precisamente ese poder el que le
mereció al siglo XVII ser considerado por el historiador y crítico italiano Giulio Carlo
Argan como el acto de apertura a lo que se denominaría la civilización de la imagen, «que
no es otra cosa que la civilización moderna» (Argan, 1964, pág. 14). Por supuesto, en un
escenario con semejante despliegue de la imagen, a pesar del influjo que la Iglesia pudo
tener sobre él, los dioses paganos de la Mitología clásica no podrían ausentarse y dejar de
representar su propio papel. Cabe cuestionarse, entonces, ¿qué concepción se tenía de los
dioses del Olimpo en este periodo? ¿cuál pudo ser la razón para que la Mitología de la
Antigüedad Clásica fuera motivo de inspiración para los artistas del Barroco? ¿cuáles fue-
ron sus fuentes de información sobre dicha Mitología? ¿qué buscaban representar con ello?
¿Cómo fue posible que la iconografía de la Mitología clásica pudiera insertarse en un es-
pacio del que la Iglesia estaba apoderado y era una amenaza para quienes osaran invadirlo?

Son cuestionamientos a los que en las siguientes líneas trataremos de dar respuesta, escu-
driñando un poco sobre los aspectos más relevantes que pudieron dar lugar al rescate de las
creencias de una civilización de casi 3.000 años atrás.
En la cronología de la iconografía clásica, a lo largo de la historia del arte, el periodo que
cubre desde el Manierismo, pasando por el Barroco, hasta mediados del siglo XVIII, se carac-
teriza por su relativa homogeneidad; dos siglos y medio en los que se manifiestan hasta la sa-
ciedad mitos y pasajes de la Historia Antigua, y en los que particularmente la pintura mitológica
marca un hito por la brillantez de sus realizaciones: hablar de pintura mitológica en su máxima
expresión es hablar del Barroco. No obstante, este periodo también señala una progresiva bana-
lización de la Antigüedad Clásica, pues las descomunales narraciones épicas, los mitos y sus
protagonistas, se reducen a simples relatos de una pobreza simbólica fácil de comprender.

El artista del barroco y las fuentes de información sobre la Mitología clásica


Como es apenas natural en cualquier proceso creativo, el autor requiere documentarse
de manera suficiente para poder empaparse del tema que abordará en su trabajo. En el caso
del artista del Barroco que se interesaba por plasmar la Mitología clásica en sus obras, el
historiador y catedrático español Miguel Ángel Elvira Barba, estudioso de la iconografía clá-
sica, comenta en uno de sus trabajos más sobresalientes que, generalmente, el artista acudía
a los tratados y manuales de mitología desarrollados por los expertos, así como recurría a los
textos clásicos para concretar más sus iconografías (Elvira Barba, 2008, pág. 37); una vez
escogido el tema, se preocupaban solo por la forma «retórica» de evidenciarlo, matizada en
ocasiones con un conocimiento asombroso del arte antiguo; Rubens y Poussin fueron ejem-
plos representativos de ello. Lo que importaba principalmente era innovar en los aspectos
compositivos o ambientales –nunca se han reflejado de tan diversas maneras, pasajes con-
cretos de ciertos mitos–, pero sin buscar casi nunca novedades de fondo. Según Elvira Barba,
parece ser que a esta crisis de significados se llegó principalmente por dos circunstancias; la
primera, la propia debilidad teórica del neoplatonismo florentino, cuyo carácter refinada-
mente esotérico era difícil de sostener a largo plazo; la segunda, la propia evolución interna
de Italia y de Europa que se disputaban los territorios de la península a la vez que querían
asimilar su arte y su cultura de forma acelerada.

Los mitógrafos de aquel tiempo estaban convencidos del carácter alegórico de los mitos
y de la importancia de que ello fuera reflejado en las artes. En este sentido de lo alegórico,
Argán señala, desde su apreciación con respecto al tema del sentimiento en la obra barroca,
cómo algunas figuraciones de escenas mitológicas, de manera intencional o no, se constitu-
yen en alegorías, por cuanto «la figura se sitúa por un concepto o por un tipo de sentimiento,
pero la referencia a la mitología o a la historia antigua muestra que la categoría no es
abstracta y tiene su raíz en la historia» (Argan, 1964, pág. 72). No obstante, esta concepción
alegórica del Barroco tendría un giro importante hacia el siglo XVIII, cuando aparece el
Neoclasicismo; a consecuencia del descubrimiento de los restos arqueológicos de Pompeya
y Herculano, Winckelmann emprende una batalla contra el Barroco y plantea un nuevo en-
foque de la historia del arte antiguo. Esta nueva manera de ver las cosas, que tuvo gran acep-
tación, propone una nueva visión de dicha historia, de la iconografía y de la mitología clásica,
última que pierde su carácter alegórico y se empieza a concebir como una forma antigua de
pensamiento religioso, respetable, como cualquier otro. Así, mientras la del siglo XVII es
todavía la historia de la Antigüedad, la etapa neoclásica que vendrá luego del Barroco se
enfocará en concentrar las tendencias o las diversas interpretaciones de lo «clásico» en una
sola historia, oficial, apoyada ya no en la libre interpretación de lo antiguo, sino en los des-
cubrimientos científicos (Argan, 1964, pág. 95).
Desde mediados del siglo XVI empiezan a surgir por toda Europa estudiosos de la
Mitología clásica, a cuyos planteamientos acudirán los artistas de sus propias naciones. Al
igual que los artistas más cultos, estos mitógrafos siguieron empleando como base de su ofi-
cio los textos más reconocidos durante el Quattrocento; no obstante, más que los tratadistas
tardoantiguos, medievales y renacentistas, dichos mitógrafos se interesaron en los autores
antiguos, con preferencia hacia los latinos, como Ovidio, Virgilio, Cicerón, Plinio o Apuleyo;
y con respecto a los autores griegos, se inclinaron por las traducciones de Homero, Plutarco
y Luciano, entre los más importantes.
La afición manierista y barroca por la alegoría concedió mayor importancia a las personi-
ficaciones de ideas abstractas. Asiéndose de una tendencia que había aparecido en la Roma anti-
gua –y que respectivamente tuvo presencia en la Edad Media con las personificaciones
cristianas–, ahora se hallan un conjunto de deidades, o de simples figuras con atributos y gestos

estereotipados que desean comunicar todo tipo de ideas, las que ya el Renacimiento había em-
pleado en su interés por el símbolo, aunque dotándolas a menudo de significados personales y de
difícil interpretación. En contraste, desde el Manierismo se acentúa el uso de imágenes con forma
unívoca, como a la búsqueda de un lenguaje conceptual más preciso. Es Cesare Ripa (Iconología,
1603, 1618 y 1630) quien se preocupa por desarrollar un diccionario de este lenguaje figurado,
tomando como fundamento las personificaciones visibles en Roma y su entorno (fig. 1).

Fig. 1. Iconología, por Cesare


Ripa (1600). Edición de Pergio-
vanni Constantini, Vol. 1. publi-
cada en Perugia, 1769. Con
retratos de Ripa y Orlandi graba-
dos por Perini.

Fuente: McGeary y Nash. Libros


de emblema de la Universidad
de Illinois.

La banalización del tema mitológico como rasgo innovador


Son extraños los aspectos de la iconografía clásica del Barroco, como sucedió con el
Manierismo, que no tienen su origen durante el Renacimiento, por más insignificante que
sea: solo se puede hablar de tendencias, de evoluciones, de preferencias, del declinar de cier-
tas temáticas y de la exaltación de otras (Elvira Barba, 2008, pág. 39). Así, además de la
pasión por las alegorías y el interés por los temas eróticos, adquiere importancia la Historia
Antigua, considerada «espejo de príncipes», o la importancia creciente de los grandes con-
juntos palaciegos donde la decoración se concibe como un ciclo completo en torno a un tema
determinado y por medio del cual reyes y príncipes desean manifestar de manera opulenta y
magnificente el esplendor de su propia gloria. Irrumpen así, en los lujosos salones de los
palacios reales, las escenas apoteósicas de la mitología con las más extraordinarias interpre-
taciones del Olimpo (Borobio, 2012, pág. 378); muestra de ello son la Galería del Palacio

Farnesio en Roma (fig. 2), obra de Annibale Carracci, y la decoración de la Torre de la Parada
a las afueras de Madrid (fig. 3), diseñada por Pedro Pablo Rubens y ejecutada por su escuela,
quienes hacen gala de todo un repertorio mitológico visto a través de Ovidio.

Fig. 2. Arriba: Detalle del techo del Palacio Farnesio, en Roma.


Ca. 1595. Obra desarrollada por Annibale Caracci para el car-
denal Odoardo Farnesio. El artista dirigió un equipo que pintó
frescos en el techo del gran salón con los seculares quadri ri-
portati de Los amores de los dioses, que hacen alusión a na-
rraciones heroicas enmarcadas dentro del clasicismo de la
decoración del Alto Renacimiento.

Fig. 3. Izquierda: Grupo de pinturas de temas mitológicos que


hacen parte de la serie producida por Pedro Pablo Rubens para
el Rey Felipe IV, con el fin de decorar la Torre de la Parada, un
pabellón de caza situado a las afueras de Madrid, en el monte
de El Pardo, el cual Felipe II había construido en el siglo XVI y
que Felipe IV decidió reformar y ampliar. Entre este grupo están
El rapto de Ganimedes, El banquete de Tereo, Mercurio, Mercu-
rio y Argos, El rapto de Hipodamia, Orfeo y Eurídice, La Fortuna,
El rapto de Proserpina y Vulcano forjando los rayos de Júpiter.
Ca. 1636. Colección Museo Nacional del Prado.

Sin embargo, hay aspectos en el campo conceptual donde el arte del Barroco demostró
su capacidad innovadora. El principal en el ámbito mitológico es la visión a distancia de los
dioses y sus leyendas, en ocasiones a manera de sarcasmo: los amores de Júpiter suelen estar
impregnados de un humor que solo de forma encubierta se hubiera admitido en el Quattro-
cento, y se tornan en aventuras llenas de galantería a medida que se acerca el siglo XVIII. Por
otro lado, Baco y quienes conforman su círculo son objeto de burla y se prestan a sátiras sobre
la borrachera, y el listado de dioses caricaturizados, como Venus, Marte, Cupido, entre otros,
podría ser sin duda más extenso. La amenaza representada por la Iglesia contra los herejes y
detractores de su doctrina, da lugar a pensar que probablemente no existía otra forma de recurrir
a los antiguos relatos paganos que la de reducirlas a narraciones satíricas. «Tanto pintores como
escritores sólo podían contar o representar fábulas mitológicas dando a entender que no pa-
saban de ser temas fantásticos, de puro entretenimiento, en las que había mucho de censura-
ble.», asegura la académica Pilar González Serrano (2009, pág. 94).
De esta manera, esa banalización de la mitología llevada al extremo por el barroco deco-
rativo y el rococó, empezó a divisar su culminación cuando, hacia finales del siglo XVII, se
ven los primeros indicios de una sensibilidad nueva, más atenta a los temas de carácter íntimo
y dramático, tendencia que no cederá hasta el Romanticismo y, principalmente, cuando emer-
gen las primeras discusiones teóricas sobre el sistema monárquico que estimulaba la perspec-
tiva retórica de la Antigüedad. (Elvira Barba, 2008, págs. 37-40)

Espacios de convivencia entre la Mitología clásica y la iconografía cristiana


Si la iconografía cristiana ha sido un recurso frecuente como temática en la expresión
artística y se ha constituido en un auxiliar imprescindible para el historiador del arte, no lo
ha sido menos la mitología clásica. En el caso del arte del Barroco en Europa, aunque el
escenario que caracterizó al siglo XVII en gran parte fue determinado por el legado de la
Contrarreforma –la que hizo de este su expresión estética–, las manifestaciones artísticas no
se centraron solamente en la doctrina de la Iglesia católica y en la iconografía a la cual esta
recurrió como mecanismo de persuasión para convocar a sus fieles, sino que también hubo
un lugar para la imagen pagana. En el caso particular de la pintura, se presentó una especial
asimilación de los mitos clásicos a la imagen de poder, heredada de prácticas llevadas a cabo

desde la Antigüedad. Mientras Felipe IV alimentaba su ego y dejaba sentada su posición de


poder al ser comparado con Hércules, por su parte, Luis XIV, el «Rey Sol», cuyo régimen es
considerado paradigma de la monarquía absoluta, creó un programa iconográfico en torno a
la figura de Apolo Helios, dios Sol. No obstante, con anterioridad, proyectos similares como
las Estancias Vaticanas decoradas por Rafael, o la Capilla Sixtina, coronada por la bóveda
de Miguel Ángel, habían ya caracterizado la supremacía del poder papal, basada en la icono-
grafía cristiana. (Martínez de la Torre, González Vicario, & Alzaga Ruiz, 2010, pág. 7)
Por otro lado, estas dos tendencias del comportamiento de la imagen también tuvieron
lugar en la teatralidad que caracterizó las celebraciones públicas de la sociedad barroca, las cua-
les se imbricaron con el entorno de la fiesta popular dando lugar a un complejo fenómeno donde
confluyeron diversos intereses y planteamientos, tanto de quienes participaban en ellas como de
sus promotores. Como es característico de estos actos cargados de teatralidad del Barroco, su
puesta en escena se gestiona mediante la interdisciplinariedad de diversas artes; es así que ar-
quitectura, escultura, pintura y literatura se conjugan para desfogar toda su creatividad bajo el
pretexto de una fiesta cuya acogida no lo era tanto en la cotidianidad; los diferentes sectores del
poder generaban «una variada gama de fiestas, con funciones de ostentación, propaganda y
exhibición, encaminadas a promocionar fidelidades» (Diez Borque citado en Hernández
Fuentes, 2014, pág. 99), lo que no necesariamente era del gusto de todos. Esta noción de la
celebración cobra gran relevancia durante este periodo, en tanto se parte de una concepción en
la que confluyen los valores del clero con los de la monarquía y se recurre a planteamientos
iconográficos emparentados, sobre todo, con la Mitología clásica, bien fuera por una transfor-
mación de las divinidades en referentes de la tradición católica o bien como una representación
personificada de los mismos en las figuras de los monarcas; todo esto canalizado a través de la
alegoría que fusiona el mito, los valores, la ideología y la iconografía heredada del mundo gre-
corromano y proyectada en la Iglesia católica (Hernández Fuentes, 2014, pág. 99).
En este mismo sentido de solapamiento entre imagen cristiana e imagen pagana, nos
señala Emilio Orozco Díaz (1969, pág. 89), al citar a Hans Tintelnot, quien ha estudiado el
carácter fundamental de la técnica escenográfica barroca y destaca la suntuosidad de las fies-
tas en las cortes europeas, la manera en que la realidad y la ficción dramática, no solo se

confunden, sino que se superponen. Monarcas y nobles intervienen en los agasajos acce-
diendo a formar parte de los mismos mediante la interpretación de un personaje de ballet o
de comedia, «asumiendo incluso su persona una significación alegórica en el conjunto o
encarnando la presencia de la misma realidad de la persona real» (Orozco Díaz, 1969, pág.
89). En el inventario de seres fantásticos que se desplegaba en estos eventos, el universo
sugestivo y mutable de la mitología también entraba en escena. Hacía presencia en otras
manifestaciones teatrales, como en la comedia y la ópera, del mismo modo que se declaraba
en otro tipo de representaciones, como la pictórica o la escultórica, ocupando los lienzos y la
decoración del entorno en salones y jardines. No hay que perder de vista que este universo
imaginario vivía en la mente de la sociedad cortesana, como en el ambiente que le rodeaba,
desde los primeros años de su formación: «los hombres del siglo XVII vivieron en un mundo
intelectual mitológico […] su pensamiento se recubría de los velos de la fábula» (Lemonnier
citado en Orozco Díaz, 1969, pág. 90); la expresividad y sensibilidad de estas figuras en el
mundo del arte, más aún presentes en el acto teatral, les haría disfrutar ese mundo de ficción.
Ospina igualmente nos recuerda cómo en el teatro español también se encontraba la
comedia mitológica y, con mayor frecuencia, el auto sacramental mitológico, el que poseía
un conocimiento más extendido de los mitos y se orientaba hacia una visión divina de las
figuras paganas. Numerosos autores, principalmente del Siglo de Oro español (siglos XVI y
XVII), compusieron autos dedicados a consolidar el ideario de la Contrarreforma; entre ellos
se destacaron Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca y Tirso de Molina. Más adelante,
en 1765, sería prohibido el auto sacramental, supuestamente por la introducción, por parte de
autores tardíos, de elementos entretenidos y ridículos que alentaban el desorden literario y la
peligrosa mezcla entre lo sagrado y lo profano, pues, a decir de los ilustrados de la época, esa
mescolanza de lo religioso con lo popular que tachaba en lo grosero, resultaba disparatada
para un ambiente que exigía recogimiento y devoción (Fernández de Moratín, 2012).

La ópera y la reivindicación de la mitología clásica


La ópera retoma el idealizado mundo mitológico y se disemina desde las ciudades ita-
lianas hacia el oriente y occidente de Europa, y de manera especial en el mundo cortesano y
oficial de la Francia de Luis XIV. La recuperación del espíritu dramático de la antigüedad

griega desde este estilo musical dio lugar a que la primera composición musicalizada que se
consideró una ópera propiamente dicha haya sido compuesta y representada –hacia 1607– en
honor de Orfeo, «el cantor divino que con su voz, acompañada de los sones de su lira, apa-
ciguaba a las bestias salvajes, hacía mover las piedras y desplazarse a los árboles» (Cotello,
2002, pág. 127). De acuerdo con sus inicios y con la estética barroca, característica del pe-
riodo en el cual se consolidó y se difundió el género, a lo largo del siglo XVII y hasta las
postrimerías del XVIII, le siguieron a Orfeo diversidad de personajes mitológicos que prota-
gonizaron la escena musical. Las penas, alegrías y pasiones de cualquier mortal no se cons-
tituían en un motivo digno para que una «ópera seria» se ocupara de él; solo el Olimpo y sus
dioses, obras como la Ilíada, la Odisea o la Eneida con las épicas hazañas de sus héroes, y
otras figuras mitológicas citadas por los grandes autores de la tragedia –sin desestimar a los
antiguos romanos, presentes, por ejemplo en L’Incoronazione di Poppea, de Monteverdi, o
La clemenza di Tito, de Mozart–, se hacían merecedores de ocupar un lugar en un acto teatral
de semejante magnitud, además de recrear un mundo de fantasía que permitía a la sociedad
de la época abstraerse de la vida real (Cotello, 2002, pág. 128).
En sus inicios, la ópera fue cultivada casi de manera exclusiva en los palacios de los
príncipes de las ciudades italianas y en las cortes de la monarquía absoluta en países europeos
como Francia y Austria. Se ofrecían para animar las festividades y generalmente culminaban
exaltando la Majestad y la Justicia de los dioses y los soberanos, sin dejar de satisfacer el
gusto y ensalzar el narcisismo de invitados y anfitriones, sobre todo el de estos últimos, fuera
o no del gusto de los invitados, quienes por tal circunstancia debían reservarse su opinión.
En el siglo XIX, principalmente por el influjo de la burguesía en ascenso, con su capa-
cidad adquisitiva para promover el desarrollo de los emprendimientos teatrales independien-
tes, los héroes olímpicos y demás personajes mitológicos abandonan su papel como
protagonistas de la escena, dando paso a temas de otra índole que serán abordados en com-
posiciones musicales como las de Verdi, Wagner y Meyerbeer; lugar que recobrarán poste-
riormente durante el siglo XX, periodo en el que músicos como Strauss, Millhaud, Pizzeti,
Krenek, Casella, Malipiero y Strawinsky, por mencionar algunos, vuelven la mirada hacia
los mitos y leyendas de la antigüedad.


10

Principales exponentes de la mitología clásica en el Barroco1


Adicional a la esporádica referencia que se hizo unas líneas atrás sobre algunos artistas
del Barroco que tomaron la mitología clásica como fuente de inspiración, vale la pena hacer
una breve mención de varios que llegaron a ser representativos. Así, dentro de la pintura mito-
lógica en el ámbito español, algunos de sus exponentes más destacados son los siguientes.
Tenemos a José de Ribera (1591-1652), quien nació en Valencia y se conoce como el
representante más destacado de la corriente tenebrista del barroco español. Dentro de su pro-
ducción pictórica de temática mitológica está la serie de los Condenados o Furias, como se
llamaba a los cuatro grandes transgresores del orden divino: Ticio, Ixión, Sísifo y Tántalo, y
por ello merecedores de los suplicios del Tártaro, la región más profunda del mundo, según
los poemas homéricos y la Teogonía de Hesíodo. A Ribera se atribuye haber pintado por
primera vez esta temática. Otro tema que abordó fue El triunfo de Baco, pintado hacia 1635;
obra de la cual se conservan hoy solo tres fragmentos –dos en El Museo del Prado, el otro en
Bogotá, en la colección particular Laserna– a causa de un incendio que consumió el resto de
la pintura en el Alcázar de Madrid, en 1734.
Otro pintor importante fue Francisco de Zurbarán y Márquez (1598-1664), quien nació
en Fuente de Cantos. Fue un destacado representante del primer periodo del Barroco español.
Su estilo estuvo influido, inicialmente, por Caravaggio, Ribera, Velázquez y, en su última
fase, por Murillo y Herrera el joven, famosos pintores del pleno Barroco. Sus temas predi-
lectos llegaron a ser sobre todo de orden religioso, ya que los mitológicos se constituyeron
en un episodio aislado de su producción artística predominante. El resultado de esta incursión
fue la serie de los Trabajos de Hércules, cuya calidad pictórica ha sido muy cuestionada.
Otro gran pintor que trabajó el tema y en quien vale la pena detenernos un poco, fue
Diego Velásquez (1599-1660), nacido en Sevilla y contemporáneo de los más grandes pin-
tores de la historia. Supo situarse en la cima de la pintura universal y, desde el momento en
que tuvo la oportunidad de trabajar en el taller de Pacheco, tuvo la capacidad económica
para no depender del encargo de sus pinturas y costearse los modelos, además de tomarse


1
Para la articulación de los contenidos de este acápite, en gran parte se tomó como fuente la información del
trabajo realizado por la académica Pilar González Serrano, titulado Mitología e iconografía en la pintura del
Museo del Prado (2009).


11

la libertad de trabajar sobre los temas que más le interesaban, aunque no fuesen los más
solicitados. Llegó a ser el pintor personal del rey y supo ganarse, gracias a sus grandes
cualidades personales y a sus extraordinarias capacidades artísticas, el aprecio, el respeto
y hasta el afecto de todos los cortesanos. Su culto por la perfección se manifiesta a lo largo
de toda su obra. En 1628 produce la primera de sus obras mitológicas, El triunfo de Baco
o Los Borrachos, mediante la cual plasma su pensamiento estético del momento, próximo
al género de las novelas picarescas; posteriormente, durante el tiempo de su estancia en
Roma, hacia 1629, pintaría dos de sus más famosas obras: La fragua de Vulcano y La túnica
de José. De regreso a España, un año después, entre otras obras realizaría la Venus del
Espejo; y años más tarde Las Hilanderas (o la fábula de Aracne), Las Meninas, Mercurio
y Argos y el dios Marte. A pesar de haberse formado en la escuela sevillana, de tendencia
«antilatinista» y hasta «antiovidiana» –como se ha llegado a denominar a los detractores
de Ovidio–, fue uno de los artistas que mejor supo transmitir los mitos griegos por él reco-
pilados y relatados de manera poética y sugestiva, contrario a lo que hicieron sus homólo-
gos sevillanos del siglo XVI y XVII, quienes se empeñaron en cultivar los temas religiosos.
El conocimiento de Velázquez sobre la Mitología clásica fue el fruto de su formación con
Pacheco, de su contacto con Rubens y de sus estancias en Italia.
Dentro de la pintura italiana sobresalen autores como Annibale Carracci (1560-1609),
nacido en Bolonia, en el seno de una familia de reconocida tradición artística de finales del
siglo XVI. Junto al naturalismo de Caravaggio, se le llegó a considerar, con su hermano Agos-
tino, como los verdaderos revolucionarios de la pintura italiana y promotores del foco artístico
de mayor reconocimiento en su ciudad natal. En compañía de Agostino Carracci, abrieron la
Accademia degli Incamminati, denominada inicialmente Accadenia del Naturale, desde donde
promovieron los criterios de ruptura hacia el «manierismo» dominante en la época. Allí se
formaron jóvenes que más adelante serían grandes artistas. Mediante la producción de sus His-
torias de Hércules y Ulises en los salones del palacio Farnesio, Annibale Carracci señaló los
lineamientos de lo que llegaría a ser la gran pintura romana, colmada de dramatismo y monu-
mentalidad, rompiendo definitivamente con las tendencias del manierismo. Sus asesores ico-
nográficos para los temas mitológicos fueron los intelectuales Fulvio Orsini, bibliotecario del
cardenal Farnesio, y Giovanni Battista Aguchi. Entre otras de sus célebres obras está Venus,


12

Adonis y Cupido, realizada hacia 1590, después de un viaje que el artista efectuó a Venecia; el
cuadro es considerado un homenaje de A. Carracci a dos de sus más grandes motivos de inspi-
ración: Tiziano y Veronés, quienes también habían abordado esta temática.
Otro artista nacido también en Bolonia, fue Guido Reni (1575-1642), el más famoso
de los discípulos de Annibale Carracci y uno de los primeros en encontrar el reconocimiento
en Roma. Su obra más célebre la realizó entre 1613 y 1614 en uno de los techos del palacio
Pallavicini de Roma. Al retornar a Bolonia, se dedicó a la pintura religiosa y a las escenas
populares. Es considerado un destacado expositor del «naturalismo tenebrista» del Barroco,
influido por las corrientes del más puro clasicismo, lo que le ha conducido a ser considerado
por algunos estudiosos como «neohelénico». En la escena de la pintura barroca, se distingue
por innovar técnica e iconográficamente, y por plantear unas fórmulas propias y novedosas
en las que se nota la fusión de las influencias de Caravaggio y el monumentalismo de los
Carracci. Entre sus obras más reconocidas están Cupido e Hipómenes y Atalanta.
Giovanni Battista Tiépolo (1696-1770), nacido en Venecia, es considerado como el
último de los representantes del barroco europeo y quien da cierre al capítulo final de la
pintura veneciana. Célebre por sus grandes frescos, engalanó las bóvedas de los palacios más
distinguidos de su época. En el techo abovedado y largo del Salón del Trono, pintó La apo-
teosis de España; en el Salón de Alabarderos, El triunfo de Eneas; y en la Saleta, La apoteosis
de la monarquía española. Su trabajo se caracteriza por el uso de tonos fríos y los efectos
luminosos de claras transparencias con que matizó los detalles más ínfimos de sus grandes
producciones pictóricas. Otra de sus obras más reconocidas es El Olimpo, a través de la cual
plasmó la morada de los dioses en toda su magnificencia y con todo lujo de detalles.
Si hay alguien que merece una especial mención dentro de la producción artística fla-
menca del Barroco es Pedro Pablo Rubens (1577-1640), uno de los autores más destacados
del periodo por sus pinturas basadas en los mitos griegos. Nació en Flandes y se radicó en
Roma, donde se encaminó hacia los rumbos del arte y en cuyo contexto relucían las figuras
de Carracci y Caravaggio (Borobio, 2012, pág. 392). Tras permanecer ocho años en Italia y
de dejarse empapar por su tradición artística, forjó su propio camino con un estilo original e
independiente que fusiona dinamismo, color y sensualidad. Posteriormente se estableció en
Amberes e introdujo en el mercado cuadros de inmensas proporciones que nunca habían sido


13

elaborados por pintores flamencos, lo que en poco tiempo le hizo merecedor de un gran re-
conocimiento. En un periodo marcado por tensiones religiosas y políticas, logró erigirse
como el pintor oficial de los países católicos en Europa, y llegó a producir grandiosas pinturas
de altar que expresaban de manera opulenta y grandilocuente las glorias de la religión. Llegó
a recorrer gran parte del Antiguo Continente con el fin de atender solícitamente los encargos
que le hacían príncipes y dignatarios; asimismo, sus cualidades personales le sirvieron para
fungir como diplomático. Al hacer gala de todas sus capacidades artísticas y humanas, da
lugar a una amplísima obra pictórica de carácter argumental valiéndose de alegorías y juegos
mitológicos para satisfacer los deseos de sus admiradores, propagar las ideas y defender sus
puntos de vista. Tanto temas religiosos como mitológicos evidencian sus complejas compo-
siciones, cargadas de movimiento, con tendencia a disponer los personajes –generalmente
robustos y vigorosos– marcando una predominante diagonalidad en la escena, además de una
admirable facilidad para situarlos en posiciones violentas sin que se quebrante el ritmo y la
armonía del conjunto. Sus últimos años los dedicó a complacer al rey Felipe IV, quien le
encargó una serie de ciento trece cuadros para la Torre Parada, trabajo que desarrolló entre
1636 y 1639. Entre su prolífica obra pictórica de referentes mitológicos clásicos se encuen-
tran cuadros como El rapto de Deidamia o lapitas y centauros, El rapto de Proserpina, El
banquete de Tereo, Atalanta y Meleagro cazando el jabalí de Calidonia, Andrómeda liber-
tada por Perseo, Diana y sus ninfas sorprendidas por faunos, Ninfas y Sátiros, Orfeo y Eu-
rídice, El nacimiento de la Vía Láctea, El juicio de Paris, Las tres Gracias, Diana y Calisto,
Mercurio y Argos, La Fortuna, Vulcano forjando los rayos de Júpiter, Mercurio, Saturno
devorando a su hijo, El rapto de Ganimedes, El rapto de Europa, La caza de Diana, Apolo
y la serpiente Pitón, Prometeo con el fuego, Hércules y el Cancerbero, entre otras.
También es justo citar a Nicolás Poussin (1594-1665), quien para Gombrich (1997,
pág. 395) es el más importante de los maestros académicos del Barroco. Oriundo de Les
Andelys, Normandía –pero que hizo de Roma su patria adoptiva–, se inició allí en el arte de
la pintura bajo la tutela de Quentin Varin, un modesto pintor local, no obstante, su vocación
por el dibujo le llevaría pronto a París, donde trabajó con varios maestros. Poussin estudió
las esculturas clásicas apasionadamente con el anhelo de inspirarse en su belleza para trans-
mitir su percepción sobre la inocencia y dignidad perdidas. Para algunos historiadores no está


14

resuelto si pertenece a la escuela francesa o a la italiana, a razón de su prolongada estancia


en Roma, donde produjo la mayoría de sus obras. En sus composiciones de carácter histórico
y mitológico optó por emplear no muy grandes dimensiones. Para 1639 el rey Luis XIII le
contactó para encomendarle la decoración de la gran Galería del Louvre, en la cual plasmó
la Historia de Hércules. Además de la calidad pictórica y la particular delicadeza cromática
que identifica su obra, fue el creador de una iconografía colmada de belleza y sensualidad, lo
que transmitió a la hora de abordar los temas sobre la Mitología clásica, y aunque estos ocupan
gran parte de su producción pictórica, también interpreta las escenas religiosas de manera idén-
tica: representando a los santos como si fueran héroes del mundo antiguo (Grijalbo Mondadori,
1996, pág. 390). Algunas de sus obras más reconocidas son Bacanal, El Parnaso, Escena bá-
quica, La caza de Meleagro, Paisaje con ninfa dormida y Paisaje: Polifemo y Galatea.
Para cerrar este selecto grupo, no podríamos dejar de mencionar a Gian Lorenzo Bernini
(1598-1680), arquitecto, escultor y pintor, uno de los más grandes creadores del arte Barroco
en Roma durante el siglo XVII. Nació en Nápoles, Italia, durante su larga existencia pudo co-
nocer ocho pontificados, de los que fue su artista predilecto y realizador oficial de obras públi-
cas monumentales. Alcanzó su mayor esplendor durante el papado de Urbano VIII (1623-
1644), su gran admirador, quien puso a su disposición abundantes recursos. También se destacó
dentro de la producción teatral, dotando de una majestuosidad impresionante a los complejos
montajes escenográficos y coreográficos que realizaba para ceremonias religiosas, festividades
y otros tipos de eventos de carácter público. Su trabajo escultórico tuvo especial protagonismo,
caracterizado por su escenificación narrativa cargada de movimiento y dramatismo, capaz de
captar intensos estados sicológicos y de componer conjuntos escultóricos que transmiten gran
majestuosidad. Dentro de la producción escultórica que hace referencia a la mitología clásica
destacan un grupo de obras que lo consagrarían como un maestro en esta área y lo harían una
celebridad; constituido por los cuatro Grupos Borghesianos, conjuntos escultóricos inspirados
en temas mitológicos y bíblicos encargados por el cardenal Borghese, conformados por Eneas,
Anquises y Ascanio; el Rapto de Proserpina; el David y Apolo y Dafne.
De esta manera, hemos tratado de justificar la presencia de dioses y héroes de la Mito-
logía clásica en el escenario artístico del Barroco mediante diversos argumentos; evidencia-
mos que su concepción sobre ellos era diferente a la que vendría de manera posterior a los


15

descubrimientos arqueológicos de Pompeya y Herculano; nos dimos cuenta que para ilus-
trarse sobre el tema los artistas acudían a los textos de mitógrafos especializados, a las narra-
ciones literarias ofrecidas por los eruditos antiguos o a su contacto con los que mediante ello
habían aprendido a dominar el asunto; aprendimos que dicha temática fue inspiradora para
los artistas que buscaban exaltar el poderío de algunos gobernantes o de aquellos que preten-
dían alimentar su ego emulando ser el más poderoso o la más bella del Olimpo, o mediante
la utilización de una figura mitológica para enaltecerlos a manera de alegoría, entre otras
razones; también notamos que el tema además dio lugar a una suerte de sincretismo que
fusionó la ideología sagrada con la pagana –con la cual muchos estaban ya familiarizados a
pesar de las prohibiciones de épocas anteriores– como excusa para glorificar las figuras y
episodios de la religiosidad católica y que, de paso, podía representar la cesión de terreno por
parte de la Iglesia como estrategia para ganar adeptos; asimismo, advertimos que la supuesta
«ridiculización» de los dioses podría haberse concebido como una fachada que dio lugar al
sarcasmo para poder abordar el tema con un bajo perfil, sin que ello generara escozor en las
autoridades eclesiásticas.
Adicional a estas, habrá sin lugar a dudas muchas más explicaciones por medio de las
cuales pretendamos dar respuesta a la presencia de dioses y héroes de la Mitología clásica, no
solo en el Barroco, sino en otros episodios de la historia donde han actuado; lo que sí podríamos
asegurar es que siempre han estado ahí, con las virtudes y los defectos, las pasiones y los sen-
timientos propios de cualquier humano, aunque ajenos a la miseria, las enfermedades y la vejez;
encubiertos o «armando alharaca» en el escenario artístico de cada época, que van y vuelven,
y que persisten en demostrarnos el más grande de sus poderes: la inmortalidad.

ÍNDICE Y CRÉDITOS DE IMÁGENES


Fig. 1. Iconología, por Cesare Ripa (1600).
Tomado de: https://archive.org/details/iconologia01ripa (Consultada en: 06-06-2017).
Fig. 2. Detalle del techo del Palacio Farnesio en Roma. Ca. 1595.
Tomado de: http://sdelbiombo.blogia.com/2016/021401-carracci-en-el-palacio-farnese.php
(Consultada en: 06-06-2017).


16

Fig. 3. Grupo de pinturas de temas mitológicos que hacen parte de la serie producida por
Rubens para el Rey Felipe IV, con el fin de decorar la Torre de la Parada.
Tomado de: https://investigart.wordpress.com/2015/05/07/torre-de-la-parada-cazadero-y-re-
ducto-artistico-del-rey/#jp-carousel-2377 (Consultada en: 06-06-2017).

BIBLIOGRAFÍA
Argan, G. C. (1964). La Europa de las capitales. Ginebra: Skira.
Borobio, L. (2012). Historia sencilla del arte. Madrid, España: Ediciones Rialp.
Cotello, B. (septiembre de 2002). La Mitología clásica en la historia de la ópera. Suma
Cultural(6), 125-166.
Elvira Barba, M. Á. (2008). Arte y mito: manual de iconografía clásica. Madrid, España: Sílex.
Fernández de Moratín, L. (2012). El sí de las niñas. (M. Insúa, & C. Mata Induráin, Edits.)
Madrid, España: Editex.
Gombrich, E. (1997). Visión y visiones. La Europa católica, primera mitad del siglo XVII.
En E. Gombrich, La historia del arte (págs. 388-411). Londres, Nueva York: Phaidon.
González Serrano, P. (2009). Mitología e iconografía en la pintura del Museo del Prado.
(Titivillus, Ed.) España: epublibre.
Grijalbo Mondadori. (1996). Historia del Arte. Europa del Siglo XV al XVIII (Vol. 3).
Barcelona, España: Grijalbo.
Hernández Fuentes, M. A. (2014). Mitología en las arquitecturas efímeras del Barroco. En
M. D. Jiménez, M. Del Val Gago, M. Paz, & V. Enamorado (Edits.), Espacios
míticos: historias verdaderas, historias literarias (1ª ed., págs. 97-130). Madrid,
España: Publicaciones del Área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de
la Universidad de Alcalá, de la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM), y del Centro de Estudios Cervantinos.
Martínez de la Torre, C., González Vicario, M. T., & Alzaga Ruiz, A. (2010). Mitología
Clásica e Iconografía Cristiana (1ª Edición ed.). Madrid, España: Editorial
Universitaria Ramón Areces.
Orozco Díaz, E. (1969). El teatro y la teatralidad del Barroco. Barcelona, España:
Editorial Planeta.


17

CIBERGRAFÍA
Rubens y la Torre de la Parada
Por: Alejandro Vergara.
Museo Nacional del Prado.
https://www.museodelprado.es/aprende/enciclopedia/voz/rubens-y-la-torre-de-la-pa-
rada/4bc99562-5ae7-47a2-84a8-0b8136c277d9 (Consultada en: 06-06-2017).
Torre de la Parada, Cazadero y Reducto artístico del Rey
InvestigArt. Publicado en mayo 7 de 2015.
https://investigart.wordpress.com/2015/05/07/torre-de-la-parada-cazadero-y-reducto-
artistico-del-rey/#jp-carousel-2377 (Consultada en: 06-06-2017).
La polémica por los autos sacramentales en el siglo XVIII
Ínsula Barañaria
Blog de literatura de Carlos Mata Induráin
https://insulabaranaria.wordpress.com/2013/10/12/la-polemica-por-los-autos-sacra-
mentales-en-el-siglo-xviii/ (Consultada en: 06-06-2017).
Los mitos clásicos en los dramas mitológicos de Calderón de la Barca
Estudio de sus referencias básicas: personajes y lugares
Por: Gerardo Manrique Frías
https://dialnet.unirioja.es/servlet/tesis?codigo=38356 (Consultada en: 07-06-2017).
El arte al servicio de Luis XIV (Parte I): el nacimiento de una estrella
Por: Karu. Publicado: mayo 14 de 2016.
Sopa de Arte
https://sopadearte00.wordpress.com/2016/05/14/el-arte-al-servicio-de-luis-xiv-parte-
1-el-nacimiento-de-una-estrella/ (Consultada en: 07-06-2017).

Вам также может понравиться