Cantábamos siguiendo el sonido de las palabras, no su significado. Deformábamos las letras de
las canciones, amoldando la pronunciación del inglés a nuestra lengua. Cantábamos rápido, sin modular mucho para que no se notara. Porque nos daba vergüenza que alguien que sí se supiera la letra nos descubriera, descubriendo también nuestra ignorancia y nuestra vanidad. En realidad, ninguno de nosotros hablaba inglés demasiado bien. Éramos todos pendejos cuicos que habíamos ido a colegios privados y habíamos viajado por lo menos una vez a Estados Unidos. Pero eso no era suficiente porque nuestro inglés estaba lleno de huecos y palabras que no terminaban de encajar sin resquicio sobre aquella música que sentíamos merecer porque podíamos cantarla y poseerla con fraudulencia e impunidad.