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GOG Y MAGOG

Por Gutierre Tibon

(Publicado en Excélsior el 27.12.63)

Huitzilopochtli se convierte en Santiago. Nuestra Señora de Copacabana. Tlacotalpan rescatado

La veneración de la Candelaria en Tlacotalpan es, como demostraremos, sincretismo del culto prehis-
pánico a la diosa del agua Chachiuhtlicue, Nuestra Señora de la Falda de Turquesa. También el 2 de
febrero festejan a la Virgen de la Presentación los pueblos de Amatlán de los Reyes y de Soledad de
Doblado: el primero, situado a orillas del Papaloapan, río arriba; el segundo, ente Veracruz y Cotaxtla.
Ahora bien: Cotaxtla, antiguamente era dependencia de Tlacotalpan, desde el punto de vista tributario;
y la vecina Veracruz estaba consagrada a la diosa del mar. Tenemos elementos para suponer que toda la
región era una unidad políticorreligiosa bajo el patronato de la misma diosa, Chalchiuhtlicue.

Tuxtla, que también estaba sujeto a Tlacotalpan, tenía como dios a Huitzilopochtli, cuyo culto fue susti-
tuido por el de Santiago, máxima figura del santoral español; y al cabo de cuatro siglos, Santiago Tux-
tla sigue venerando con igual devoción al inmortal Matamoros.

Si trazamos una línea entre Cotaxtla y Santiago Tuxtla, comprobaremos que Tlacotalpan se encuentra
casi a la mitad del camino entre las dos poblaciones. En la época precortesiana Tlacotalpan estaba si-
tuado en una isla, en medio de la laguna que conformaban, al confluir, el río de las Mariposas y el río
de los peces, Michapan o, para decirlo modernamente, San Juan Evangelista.

Por lo que precede, es preferible ver en Tlacotalpan una “tierra cultivada” (tlalpan) en el medio (tlaco),
en lugar de la tierra de jaras o vardascas (tlácotl) de la interpretación usual. Esta etimología es la que
acepta Paso y Troncoso, apoyándose en el Jeroglífico del Códice Mendocino: un circulo mitad blanco y
mitad de dos colores, morado y cobrizo, con los rasgos emblemáticos de la tierra de labranza.

La importancia económica de la región de Tlacotalpan en la antigüedad es demostrada también por el


pueblo de Puctla, “metido en las lagunas del río de Alvarado, tres leguas a la parte poniente”. Puctla,
como Hueypuxtla en el Valle de México; Puxtla, barrio de Teotihuacán; Potla en el municipio de Te-
mascalcingo y Putla, en Oaxaca, era un lugar de pochtecas, los fabulosos mercaderes prehispánicos.
Puctla desapareció del mapa junto con dos de sus tres estancias, debido a las epidemias llevadas por los
españoles como triste corolario de la conquista. La tercera estancia, Acula, al sureste de Tlacotalpan, es
la única que sobrevive, y con razón: es tierra “de muchos hombres fuertes”. Aculli es hombro y, meta-
fóricamente, hombre forzudo.

Nos habla de Puctla y de Acula el vicario Francisco Martínez en su relación del Partido de Alvarado.
No tiene fecha, pero con fundamento se atribuye a 1570.

Convendría investigar si en otros lugares de México en que se ha introducido el culto de Nuestra Seño-
ra de la Candelaria existieron antiguamente templos a la diosa del agua. Es probable que así fuera en
San Mateo del Mar, pueblo suave monolingüe, donde asistí hace tres años a la fiesta patronal del 2 de
febrero. Acaponeta, en Nayarit, destruida varias veces como la vecina Aztatlán, por las inundaciones,
tenía buenas razones para encomendarse a Chalchiuhtlicue. Recuerdo también Colima, Minatitlán,
Huetamo. He contado cuarenta y ocho pueblos más que celebran el 2 de febrero a su divina protectora.
Toda una nación hermana, Bolivia, considera a la Candelaria como su patrona, pero bajo el nombre de
Nuestra Señora de Copacabana. Este nombre es prehispánico y denomina a un lugar sagrado de los
incas: la península situada en el extremo sur del lago Titicaca. Allí se yergue hoy el santuario de la Vir-
gen de Copacabana, cuya fiesta se celebra el 2 de febrero.

Muy poco sabemos acerca del establecimiento del culto candelariano en Tlacotalpan. Debido al gran
incendio de 1698 durante el cual se quemaron los archivos parroquiales, se perdió la bula papal que
autorizaba el establecimiento de la Cofradía de la Virgen de la Candelaria. Probablemente este culto se
estableció en el siglo XVI, casi a raíz de la conquista; en los archivos del obispado de Tlaxcala o en los
del Vaticano se podrá encontrar la respuesta a es te interrogante histórico.

El historiador N. César, aludía, en 1859, a “la preferencia que se tuvo hace más de dos siglos por la
humilde grey de pescadores, que poblaba Tlacotalpan, al elegir por patrona a nuestra Señora de Cande-
laria”.

Lo cierto es que después del incendio los tlacotalpeños tuvieron que esperar medio siglo para tener una
imagen de la Candelaria digna de honda devoción. La compró, en Barcelona, don Pascual de Ovando,
pariente de los Rivadeneyra y, como éstos, descendiente de conquistadores. Los Rivadeneyra eran due-
ños de la antigua y vasta hacienda de La Estanzuela a la que pertenecía la isla de Tlacotalpan; y don
Pascual obsequió la imagen al pueblo a condición de que se levantara una capilla a la Virgen y se le
cediese, año tras año, el cirio bendito. La capilla fue erigida, pero algunos decenios más tarde, en 1779,
se emprendió la construcción de un templo en sólida mampostería; dirigió los trabajos un maestro alari-
fe que se llamaba exactamente como el alcalde autor de la Relación de Tlacotalpan en 1850: Juan de
Medina. La iglesia, pese a su tamaño y a sus cinco altares, sigue llamándose “La Capilla de N. S. de
Candelaria”.

En el altar mayor está el camarín de la Virgen: una hermosa talla de un metro setenta, o sea de tamaño
natural. La Candelaria de Tlacotalpan se distingue de todas las demás por cierto pormenor, debido al
sentido común de las mujeres del pueblo. Al llegar la imagen barcelonesa se dieron cuenta de un evi-
dente error del artista: El Niño Jesús estaba sentado. ¡Una criatura no podía sentarse a los cuarenta días
de nacido, aunque se tratara del Niño Dios!

Solamente hasta un siglo más tarde se presentó la ocasión de corregir el yerro, durante una visita pasto-
ral del obispo de Puebla. Su Ilustrísima escuchó la queja e intentó, inútilmente, defender la buena in-
tención del artista; éste, explicó, sólo quiso representar la majestad del divino Infante. Ante la insisten-
cia de las mujeres, tanto más expertas que él en estas cosas, el buen obispo cedió. Desde entonces la
Candelaria de Tlacotalpan, como es justo, tiene en sus brazos al Niño bien acostadito.

La condición impuesta por los dueños de La Estancuela con respecto a que se renovara cada año en
manos de la Virgen el cirio bendito, se cumplió hasta 1833. En este año los mayordomos de la Candela-
ria tomaron una grave determinación: ¡ya era tiempo de que el usufructo de las tierras de Tlacotalpan
fuera a favor de la cofradía! Se trataba, pues, de comprar la isla.

El dueño de La Estancuela pidió la cantidad exorbitante de 600 pesos. Trato hecho. Don Miguel Zaca-
rías Cházaro y Alarcón (hijo de Gíacomo Cházaro, noble italiano avecindado en la villa fluvial y bis-
abuelo de mi dilecto amigo Gabriel Cházaro) adelantó el dinero de la cofradía; y el año siguiente fue
otorgada la escritura de esta venta, trascendental en la historia de Tlacotalpan.
Artículo enviado por Eduardo Arteaga Pitalúa (eduarteaga@yahoo.com.mx), originario de Dos Bocas. Llegó a Tlacotalpan en 1951 a cuar-
to año de primaria y es integrante de la primera generación de la Escuela Secundaria Federal No. 12 ( ahora se llama "Héroes de
Sotavento").

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