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La persuasión

en el aula
Autoridad pedagógica y
motivación

Escuela Superior de Música de la Provincia “José Lo Giudice” Nº 6003


Carrera: Profesorado de Arte/Música
Asignatura: Lenguaje y Comunicación
Profesora: Silvina Áñez
Alumno: Manuel Alejandro Colqui
Año: 2018
Introducción

La comunicación en el aula es eminentemente verbal. Sea cual fuere la


materia de trabajo de cualquier clase, la primordialidad conceptual o práctica de sus
contenidos y los recursos de que se disponga para la misma, la comunicación verbal,
y más aún oral, fue y sigue siendo hoy el recurso privilegiado y el instrumento más
eficaz de la comunicación en el aula. La explicación, los procedimientos, los
esquemas de trabajo, las evaluaciones, las correcciones, las críticas, los debates y
discusiones que suscita la clase necesitan ser conducidos por un canal eficaz, claro,
común, simple, que permita la comprensión e interacción de los elementos que en
él se ponen en juego. Es por todo esto que la palabra forma parte fundamental de
los dominios, habilidades, de los docentes.
En la clase el docente es el que tiene la palabra, no ya como su habilidad
personal sino como poder en la trama social en la que es un actor, un agente, es la
voz autorizada, un especialista. Asumido el papel en el aula, ya no puede evadirse ni
sustraerse, pues su tarea es la de conducir la clase, diseñada y planificada
previamente por él, de modo que los estudiantes alcancen más o menos los
objetivos de aprendizaje de dicha clase y de los que es enteramente responsable.
En el aula el docente es la autoridad pedagógica1, es quien posee el saber
experto, es decir, lo que enseña y cómo hacerlo. Ejerce esa autoridad a partir de la
presencia y la escucha, con el reconocimiento del otro y por medio de procesos de
negociación y de acuerdo que regulan la actividad de aprendizaje y la convivencia de
los grupos. Emilio Tenti2 sostiene que

En la actualidad, el caudal de autoridad que cada docente es capaz de


construir con sus propios recursos y su habilidad para usarlos tiende a ser
cada vez más importante. Por varias razones, las instituciones educativas
ya no están en condiciones de garantizarle al maestro-funcionario ese
mínimo de credibilidad que en otros tiempos le proporcionaban. Así, su
trabajo se parece más al de un actor de teatro que debe conquistar y
persuadir cotidianamente a su público3.

Tenti menciona dos factores, no los únicos, que han incidido en este cambio:
la crisis de la institución escolar, su desvalorización, y la adquisición de nuevos
derechos de las jóvenes generaciones, que antes eran “propiedad de los padres” y
ahora pueden participar, elegir, expresarse, informarse, tienen autonomía e
identidad. Así, la autoridad del docente debe renovarse permanentemente. Como
dice el mismo Tenti, el docente ahora debe persuadir cotidianamente a su público.
Este es el tema del presente trabajo: la persuasión en el aula como fuente de
autoridad y estrategia de motivación del docente.
1
Sobre el concepto de Autoridad Pedagógica ver en Bibliografía.
2
Licenciado en Ciencias Políticas y Sociales por la UNCu y Profesor de Sociología de la Educación de la UBA.
3
“Viejas y nuevas formas de autoridad docente”, artículo publicado en Revista Todavía, 2017.
Fundamentación
“El hombre no es un ente de razón pura.
Su conducta se rige más por las preferencias del
sentimiento que por las exigencias de la lógica”.
(G. Bousquié, 1969)

Dos son los términos en que se inscribe la práctica persuasiva del docente: la
construcción y renovación permanente de la autoridad pedagógica y la motivación
de los estudiantes. Ambos términos se hallan en estrecha relación y se
retroalimentan. Sobre el primer término se ha dicho, con Tenti, que la
“desinstitucionalización de la vida social” y las nuevas miradas sobre infancia,
adolescencia y el estudiante en general y su relación con la institución escolar y el
docente obligan a este último a representar concienzudamente un papel si desea
construir la autoridad pedagógica en relación con sus estudiantes que le permita
hoy tomar su posición y que aquellos la acepten y respeten.
Las nociones actuales sobre enseñanza y aprendizaje dictan que se trata de dos
procesos independientes, aunque vinculados estrechamente, de “dependencia
ontológica”4. A grandes rasgos la enseñanza sería la actividad voluntaria y
consciente de un sujeto para facilitar a otro, a través de diversas estrategias,
recursos, instrumentos y herramientas, experiencias de aprendizaje. El aprendizaje,
en cambio, es un proceso individual y personal de adquisición de conocimiento,
saberes, habilidades, capacidades, etc.; debido a esto, para la Psicología de la
Educación la motivación ocupa un lugar fundamental en los procesos de enseñanza
y aprendizaje.
En Psicología Educativa de Anita Woolfolk5 se define a la motivación como “un
estado interno que activa, dirige y mantiene el comportamiento” y, así mismo,
agrega que “hay muchos factores que influyen en la motivación y la participación en
el aprendizaje. (…) Cada estudiante representa un desafío motivacional diferente”.
Según Woolfolk “algunos psicólogos han explicado la motivación en términos
de rasgos personales o características individuales”, mientras que otros “ven la
motivación como un estado, una situación temporal”. No obstante ello, “la
motivación que experimentamos en un momento específico por lo general es una
combinación de rasgos y estado”. Un enfoque clásico distingue la motivación
intrínseca de la extrínseca. La motivación intrínseca es la tendencia natural del ser
humano a buscar y vencer desafíos, conforme perseguimos intereses personales y
ejercitamos capacidades. Cuando se está motivado intrínsecamente la actividad es
gratificante en sí misma. En cambio, cuando lo que importa no es la actividad sino lo

4
Término utilizado por Gary Fenstermacher (Profesor de Educación por la Universidad de Michigan e Investigador en
Filisofía de la Educación) y apuntado en “La Evaluación Educativa” (2000).
5
Psicóloga estadounidense, especialista en educación infantil.
que ella redituará se habla de motivación extrínseca; por ejemplo obtener una
calificación, evitar un castigo o agradar al profesor.
No puede saberse solo a partir de la observación si una conducta está motivada
de manera intrínseca o extrínseca. La diferencia entre los dos tipos de motivación es
la razón que el estudiante tiene para actuar, es decir, si el locus de causalidad de la
acción (la ubicación de la causa) es interno o externo al individuo.
Existen dos explicaciones que evitan la dicotomía extrema entre intrínseco o
extrínseco. Una plantea que las actividades del individuo se ubican en un continuo
que va desde totalmente autodeterminadas (motivación intrínseca) hasta
totalmente determinadas por otros (motivación extrínseca). En general la actividad
se hallaría en un punto intermedio en que, por ejemplo, la persona elige libremente
aceptar causas externas, como los requisitos de certificación, y luego intenta
obtener el mayor beneficio de tales requisitos. La persona ha interiorizado una
causa externa. La otra explicación sostiene que la motivación intrínseca y extrínseca
no son los extremos de un continuo, sino que las tendencias intrínsecas y
extrínsecas son dos posibilidades independientes, y en un momento dado quizá se
esté motivado por un poco de cada una de ellas. La enseñanza genera motivación
intrínseca al conectarse con los intereses de los estudiantes y al fomentar las
capacidades en desarrollo. Pero no funciona así todo el tiempo. “Si los profesores
confían en que la motivación intrínseca siempre dará energía a todos sus alumnos,
se sentirán desilusionados”. Hay situaciones en que los incentivos y los apoyos
externos son necesarios. “Los profesores deben alentar y avivar la motivación
intrínseca y, al mismo tiempo, asegurarse de que la motivación externa fomente el
aprendizaje”, es lo que aconseja Woolfolk.
La autora explica que uno de los enfoques generales de la motivación, y el que
está más próximo al desarrollo teórico de Bousquié expuesto en el siguiente
apartado, es el de las interpretaciones humanistas, cuyos representantes principales
son Abraham Maslow y Carl Rogers, en los que se hace hincapié en las fuentes
intrínsecas de la motivación como las necesidades de “autorrealización”, la
“tendencia a la autorrealización” o la necesidad de “autodeterminación”. En estas
teorías motivar significa activar los recursos internos de la gente: su sentido de
competencia, autoestima, autonomía y autorrealización; resaltan la libertad
individual, la elección, la autodeterminación y la búsqueda de crecimiento personal.
La teoría de la autodeterminación (de E. Deci y R. Ryan) plantea que todas las
personas necesitan sentirse competentes y capaces en las interacciones que tienen
con el mundo, contar con algunas opciones, tener la sensación de control sobre su
vida y estar conectados con los demás, es decir, pertenecer a un grupo social.
Caracteriza, entonces, tres tipos de necesidades: competencia, autonomía y control
y poder.
La necesidad de autonomía es fundamental para la autodeterminación, ya que
es la necesidad de que los propios deseos, y no las recompensas o presiones
externas, determinen los actos propios. La gente lucha por tener autoridad en su
vida y por controlar su propio comportamiento.
La teoría de la evaluación cognoscitiva explica la forma en que las vivencias, de
los alumnos del día en el aula en este caso, como recibir elogios o críticas, les
recuerden fechas límites, les otorguen calificaciones, les ofrezcan opciones o les
hablen de las reglas, influyen en la motivación intrínseca de los estudiantes, al tener
impacto en sus sentimientos de autodeterminación y competencia. Según esta
teoría, todos los acontecimientos tienen dos aspectos: de control y de información.
Si un acontecimiento es de alto control, es decir, si presiona a los estudiantes para
actuar o sentir de cierta manera, entonces ellos experimentan menos control y su
motivación intrínseca disminuirá. Si el acontecimiento brinda información que
incrementa la sensación de competencia y eficacia del estudiante, entonces la
motivación intrínseca aumentará. Si la información que se brinda provoca que los
estudiantes se sientan menos competentes, es probable que la motivación
disminuya.
La necesidad de relación es el deseo de establecer vínculos emocionales
cercanos y apego con los demás. Los alumnos que se sienten relacionados con los
profesores y los compañeros se involucran más emocionalmente con la escuela y
manifiestan una mayor motivación intrínseca. Las relaciones positivas con los
profesores aumentan las probabilidades de éxito académico de los alumnos. Las
relaciones aumentan el sentido de pertenencia.
Por último, se harán algunas precisiones sobre el par de conceptos intereses y
emociones.
Hay dos clases de intereses: personales (individuales) y situacionales, los
cuales se basan en la diferencia entre rasgo y estado. Los intereses personales o
individuales son las características más perdurables de las personas, como la
tendencia duradera a disfrutar o sentirse atraído por materias como la historia o la
matemática o actividades como los deportes y la música. En general, los estudiantes
con un interés individual en el aprendizaje buscan nueva información y tienen
actitudes más positivas hacia la escuela. Los intereses situacionales son aspectos
más breves de la actividad, el libro de texto o los materiales, que captan y retienen
la atención del alumno. Tanto los intereses personales como los situacionales están
relacionados con el aprendizaje: un mayor interés conduce a respuestas
emocionales más positivas ante el material, una mayor perseverancia para
aprender, un procesamiento más profundo, una mayor evocación del material y un
mejor rendimiento. El interés aumenta cuando los estudiantes se sienten
competentes, de manera que incluso si ellos inicialmente no tienen interés en un
tema o una actividad, podrían desarrollar el interés conforme experimentan el éxito.
El interés y la curiosidad están relacionados. George Lowenstein (1994) sugiere que
la curiosidad se activa cuando la atención se enfoca en un vacío de conocimientos;
estos vacíos de información generan un sentimiento de privación llamado
curiosidad. La gente curiosa está motivada para obtener la información faltante y
para reducir o eliminar el sentimiento de privación.
Las emociones humanas son el resultado de respuestas fisiológicas provocadas
por el cerebro, en combinación con interpretaciones de la situación y de otra
información. Las emociones son una interrelación constante entre evaluaciones
cognoscitivas, sentimientos conscientes y respuestas corporales, donde cada uno es
capaz de influir en el otro. Los seres humanos son más propensos a poner atención,
a prender y a recordar acontecimientos, imágenes y lecturas que provocan
respuestas emocionales. Las emociones pueden repercutir en el aprendizaje al
modificar los niveles cerebrales de dopamina que influyen en la memoria de largo
plazo y al dirigir la atención hacia un aspecto de la situación. En ocasiones, las
emociones interfieren con el aprendizaje al ocupar la tención o el espacio de la
memoria de trabajo que podría utilizarse para aprender.
Es la motivación, así, objeto de la práctica persuasiva del docente tanto como
de la construcción de la autoridad pedagógica, pues un estudiante motivado, que ve
sus posibilidades y progresos y sus intereses implicados, puede aceptar la relación
asimétrica y arbitraria entre él y el docente; aceptar la autoridad pedagógica de este
último por confiar en que los beneficios que puede obtener en esta relación
equiparan, dan valor y sentido a sus posiciones.

A continuación se resumen los aspectosos fundamentales de la Primera Parte


“Técnica de la Persuasión”de “Psicología Práctica de la Persuasión” de Georges
Bousquié6, para entender en qué consiste la práctica persuasiva y para qué puede
servir.

6
G. Bousquié (1907-1966), profesor y escritor francés. Estudió literatura clásica en La Sorbona, fue profesor y
bibliotecario y escribió libros sobre historia y psicología práctica dirigida a empresas y estudiantes.
Técnica de la persuasión de G. Bousquié
En primer lugar se distinguen dos grados de la acción persuasiva: el primero
es agradar, complacer, actuar sobre el sentimiento, sobre la voluntad, lo
cual es propiamente persuadir; el otro grado es convencer, usar la razón,
ilustrar el espíritu, instruir por vía discursiva o demostrativa. En efecto estas
dos fuerzas llevan a consentir, cada una de las cuales tiene sus elementos
motores: la convicción actúa sobre el entendimiento, la persuasión sobre la
voluntad. La primera ilumina el espíritu y la segunda incita a la acción.
Convencida una persona no hace más que asentir y creer. Persuadida, está
decidida a actuar en el sentido en que ha sido arrastrada.
Para persuadir es suficiente con ganar la sensibilidad pues aun los que
disponen de una desarrollada capacidad de raciocinio no dejan de ser
emotivos, fácilmente impresionables y conmovibles.

Actuar sobre el sentimiento

Persuadir es un fenómeno de comunicación y por ello es necesario


considerar estos tres elementos: el emisor, el mensaje emitido y el receptor
del mismo.
Quien desea forjar un nexo afectivo entre sí y otro u otros, es el elemento
activo, protagonista, debe pensar que no es solo un agente portador de
ideas que piensa y que dice, sino también un espectáculo: además de la
idea que emite ofrece el espectáculo de su persona que está impresionada
por dicha idea.
De allí la importancia que tiene la personalidad del persuasor en la acción
persuasiva, sus cualidades físicas, sus dones, su ascendiente, el giro
personal de sus frases y gestos, todo ello pesa a la hora de seducir y
halagar.
Será necesario tener en cuenta la naturaleza del objeto o asunto, el
contenido, la sustancia de la idea que se trata de imponer y su interés. El
cliente, en todos los casos, considerará la cosa en cuanto a las
consecuencias que para él se puedan derivar.
El persuasor queda obligado a establecer una correspondencia adecuada
entre él mismo y la persona a quien se dirige. Es necesario dirigirse a ella
con una expresión que comprenda, un pensamiento que perciba, un
atractivo al cual sea sensible.
El receptor no es pasivo ni constante, sino vibrante, flexible, sin lo cual no
sería posible influir en él. Este interlocutor representa un complejo de
instintos y de tendencias, de prejuicios y opiniones, de disposiciones
particulares; tiene un comportamiento que le es propio, unas posibilidades
latentes.
Las leyes de la persuasión

“La persuasión es más fuerte cuanto más completa sea la


compenetración”; es la primera ley de la persuasión. Para persuadir hay
que adaptarse, utilizar un léxico adecuado, ajustar el método al
temperamento, al carácter, inteligencia, educación, opiniones, tendencias
y gustos del interlocutor, o al menos a todo lo que de ello se pueda
adivinar. Interesarse por sus problemas, deseos, aficiones y aspiraciones.
Para ello es conveniente adquirir la práctica de reconocer rápidamente los
factores dominantes en los demás a través de los indicios que brindan el
aspecto físico, la fisonomía, un gesto, un ademán, la forma de expresarse o
sonreír, acostumbrarse a conocer los pensamientos y sentimientos por
signos casi imperceptibles. Los móviles que decidirán al receptor no son los
motivos del persuasor, por buenos que sean, sino sus propios móviles, es
decir, sus intereses y deseos. El persuasor debe entusiasmar por una
exigencia más o menos consciente que necesita ser satisfecha y a la que él
aporta una oportunidad de satisfacer. El ser humano tiene la tendencia de
perseverar en su ser, de afirmarse, de querer mantener y desarrollar su
propio yo. Tiene también tendencias a simpatizar, a imitar, a participar, a
asociarse.

“La persuasión es más eficaz cuanto más grande sea la satisfacción”.


Esta es la segunda ley, la ley del agrado. Aquello que el interlocutor
encuentre agradable podrá considerarlo verdadero, aunque su creencia no
esté sólidamente asegurada. Pero si la acción sobre los demás permanece
flotante e incierta, aunque se haya aportado todo lo necesario para
producir agrado, se debe a que los principios del agrado no son firmes ni
estables, y una persona puede cambiar de parecer de un momento a otro.
La actitud primordial del persuasor es intentar atraer. Esta es una
tarea de tacto y cortesía, al mismo tiempo que de atracción personal. El
persuasor y su objetivo deben presentarse ventajosamente. A la simpatía
que sepa desplegar deberá reponer la confianza, situarse inmediatamente
en la posición del auditorio.
La segunda fase será captar la atención, cautivar, es decir, ganarse al
auditorio. Si el público permanece distraído o indiferente será difícil
establecer de nuevo el contacto.
Seguidamente el persuasor debe sugerir, hacer nacer en los otros la
idea que quiere inculcar, debe mostrar la necesidad de una nueva actitud.
La creencia está siempre adherida a una idea; identifica la idea con la cosa
en cuestión, le confiere realidad objetiva. Es esta realidad la que el
persuasor debe mostrar en forma más favorable. Quien tiene un objeto por
bueno y bonito querrá adquirirlo.
Finalmente será tarea del persuasor llegar a entusiasmar al auditorio
con ayuda de la imaginación, pues el juicio no es suficiente para provocar
una acción. La creencia aumenta con las sensaciones. Las imágenes hacen
revivir sensaciones que prolongan la experiencia adquirida y ponen en
marcha la voluntad. Enriqueciendo la imaginación, se afirma la simpatía y
se estimula el espíritu de imitación.
“La fuerza de la persuasión es directamente proporcional a la nitidez de la
representación”, tercera ley, ley de la representación. El persuasor orienta
la sugestión hacia el objeto deseado, ofrece una visión del objeto deseable
como esperanza en el porvenir.
La imagen induce a la acción, por ello es peligroso intentar sugestiones
negativas que pueden provocar reacciones contrarias a las deseadas.
Deben emplearse siempre fórmulas positivas, imágenes optimistas. Para
persuadir se tiene que crear un mundo nuevo en los demás, modificar sus
límites mentales. Límites hechos de imágenes y palabras, que son también
imágenes. Las imágenes se asocian a las percepciones, por lo que modificar
esos límites modifica el mundo físico, mundo de imágenes.
Asimismo, que el que presenta estas imágenes seductoras sea también
seductor hace que el atractivo se multiplique. A esto llamo “estímulo
indirecto”, y consiste en asociar una sugestión muy atrayente a la del
objeto en sí, que puede estar desprovisto de seducción, de forma que el
encanto se transfiera al producto, aunque es necesario que exista un
encanto, como se ha dicho en la segunda ley.
Este influjo subrepticio puede constituir una verdadera impregnación, que
se opera mejor cuanto más reiteradas sean las aserciones, hasta que
provoque una obsesión. Sin embargo, si se abusa de él, si se maneja
burdamente, sin tacto ni delicadeza, acaba por cansar e irritar, y efecto es
el contrario al que se busca.

Por último, la cuarta ley, ley de la identificación, es: “el grado de persuasión
es proporcional al grado de identificación”. Esta ley es correlativa de la
primera: el persuasor ha hecho el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro, y
este le devuelve el cumplido solidarizándose con él.
El persuasor debe conocerse, conocer de lo que habla y saber a quién habla;
en tanto emisor lo consideramos solo bajo el objetivo que persigue,
centrándonos en su capacidad de influir. Él es tal como es, con sus
cualidades y sus defectos; se ha de ver solo la medida en que puede
mejorar sus recursos para este fin preciso. Y esto no lo logrará más que
objetivándose con relación al receptor. Este es el centro del problema.
El mensaje no existe, en este parte del fenómeno analizado, más que como
objeto percibido por el receptor. La descripción que se dé de este objeto ha
de conseguir el aprecio de aquel. Pero cómo será percibido inicialmente el
objeto: según su naturaleza, los resultados que se esperan, las
consecuencias que se imaginan, también según el estado de ánimo del
receptor, su posición frente al mundo de imágenes que se le han sabido
evocar asociadas a las que crea espontáneamente. Es percibido en fin, en
función de quien se lo presenta. El conocimiento del objeto por parte del
receptor está íntimamente ligado a la presentación que se le hace y a la
misma persona que la realiza.
Se tienen más posibilidades de conseguir la adhesión si se gana antes el
corazón, la confianza. El receptor tiene sus prevenciones, desconfía. Tener
que considerar una opinión distinta de la suya, trastorna su comodidad
intelectual.
El persuasor debe tranquilizar al receptor, imponer su presencia. Entonces
sus palabras le reconfortarán, su presencia ejercerá un magnetismo que le
cautivará, le halagará que sea a él a quien el persuasor ha consentido
dirigirse. Para dar crédito a sus afirmaciones solo le falta experimentar el
deseo de estar de acuerdo con ellas.
Es el deseo de conformidad, y no la conformidad, lo que se debe suscitar;
que el individuo quiera hacer lo que de él se desea. La sugestión, que
modifica su percepción del objeto, queda así reforzada; el receptor
aportará un nuevo juicio de apreciación sobre la cosa, que él mismo mirará
de legitimar para acallar las exigencias de su razón. Frente a las tendencias
del individuo, tal como el persuasor las detecta, debe oponer un prestigio.

Bousquié afirma que corrientemente se encuentran tres tipos de caracteres: el


sumiso, el independiente y el gregal.

El sumiso tiene miedo de perder la estima del persuasor, es respetuoso,


timorato; teme incurrir en falta. Lo aprueba todo porque cree que así
evitará las censuras, la fatiga producida por la atención y la discusión, y que
se le dejará en paz. No es abierto, pero tampoco le gusta pasar por un
imbécil. Está inclinado a adoptar las líneas del persuasor, a conformarse
con sus instrucciones.
Con él debe procederse suavemente, con la condición de no ser cándido en
absoluto. Será necesario desconfiar de él (de su asentimiento ganado
rápido), repetir, insistir y, sobre todo, interrogarle, hacerle hablar. O sea,
será necesario pulsar móviles emocionales, capaces de actuar todavía
cuando el persuasor ya no esté presente.
Estará más identificado con el persuasor, cuanto más prestigio tenga este
para él. El prestigio es una noción muy indefinida, que va desde el encanto
fascinante y de la potencia casi mágica de irradiación ejercida por ciertos
individuos, hasta la autoridad moral que da cierta superioridad, o la
creencia en esta superioridad.
Una buena reputación, el respeto, la consideración, se asocian
generalmente a cualidades reconocidas, a pruebas dadas. A veces son
argumentos suficientes para persuadir.
Al hombre lo atrae lo excepcional. En general, será suficiente que el
instigador de la sugestión, o alguien que le sea adicto, parezca adornado de
cualidades excepcionales. Es una nueva seducción, un prejuicio favorable.

El independiente, por su parte, tiene una neta tendencia a la autonomía. Se


resiste a obedecer y a toda adhesión, se opone, se irrita. No quiere pasar
inadvertido; quiere que se le distinga, que se le trate como a una persona
con la que es necesario contar.
El sistema (con el que se procederá con él) consiste en abundar en sus
opiniones, asegurarle que todo se lo deja particularmente a su
consideración, a su participación personal. Después es conveniente apoyar
la sugestión en la autoridad de una personalidad conocida que él admire.
Estará agradecido de que, sin más, se le sitúe desde un principio al mismo
nivel que esta personalidad prestigiosa. La identificación que se perseguía
se ha obtenido desplazando el prestigio, a través del persuasor, del objeto a
esta persona ilustre; prestigio que ha llamado al sentimiento, ha conmovido
el amor propio.

El gregal desea unir sus esfuerzos a los de los demás. Tiene miedo. Teme a
la soledad y se protege, se resguarda prudentemente. Es inútil darle las
razones por las que uno disiente de él pues no escuchará. No conoce ni el yo
ni el tú. Solo es sensible a las personas en plural.
Si se le hace ver que la gente de su grupo o la mayoría de ellos ya se han
adherido a esas opiniones de las que se les quiere hacer partícipe, si se le
habla de “la mayoría de la gente”, el prestigio de este sentimiento unánime
terminará con sus reticencias, para no traicionarles. El persuasor encuentra
otro elemento afectivo: el temor a apartarse de las normas del grupo.

Existen también otros obstáculos y facilitadores.

Hacen negar: la inercia, que con la ignorancia y la necedad, es una de las


fuerzas más considerables. La indiferencia es una de sus formas: se puede
combatir a un adversario pero no a uno que se sustrae. Para el perezoso
espíritu de rutina la costumbre es cómoda; el hombre a menudo prefiere un
estado de cosas criticable, del que conoce los términos y los límites y del
cual tiene bien localizados los inconvenientes a los que se acomoda o de los
que se aprovecha, a la novedad. Abundan, además, los prejuicios, que
tienden a mantener las cosas tal como son; estas opiniones, formadas sin
un examen previo, tienden más a la pasión que a la pereza de espíritu o a la
incomprensión, no se las destruye embistiéndolas de cara, solo se retiran
gradualmente, con tiempo. También son serios obstáculos la timidez, la
desconfianza en sí mismo, el temor a ser perjudicado o engañado, los
cuales dan lugar a la aspereza en el trato, la socarronería, al
consentimiento puramente verbal. Muy distinto del espíritu de crítica (de
detracción sistemática, de embrollo, de rebelión), que resulta irracional, es
el espíritu de crítica comprensivo, es decir, con ánimo de comprender y que
pone sus objeciones: el hombre necesita ser convencido con argumentos
válidos.
Hacen asentir: la simpatía y la imitación, que están en interdependencia y
no siempre se pueden poner en marcha inmediatamente. Cuando alguien
quiere hacer creer algo, debe empezar por hacer actuar; si se modifica el
modo de actuar se hará cambiar el modo de pensar.

En conclusión, que haya comunicación y cambio; que se den satisfacciones;


que se perciba netamente el objetivo; que se obtenga una identificación
entre las personas. Estas son las leyes de toda acción persuasiva completa,
la cual presupone que no se han olvidado ni la naturaleza ni el valor del
hombre, en el cual los móviles se sitúan entre el amor propio con su cortejo
de deseos y tendencias, y un llamamiento más espiritualizado: la esperanza
de progreso.
Dirigirse a la razón

Cualquier hombre es reacio a dejar que se abuse de su personalidad, a ser


considerado como una máquina inerte que se maneja arbitrariamente. En
su inteligencia, su buen sentido, su libre albedrío, pone su pundonor. La
llamada al sentimiento no es suficiente para arrastrar a una persona a la
adhesión, es necesario pulsar la razón.
La marcha ideal para influir en el pensamiento de los demás consiste en
convencer al receptor de la bondad de la solución propuesta, con motivos
juiciosos, y persuadirle para que adopte realmente la conducta
correspondiente.

Condiciones previas

La primera condición es conocer bien la cuestión. Hacer un estudio a fondo


de la cuestión, y prever y preparar el curso de la exposición y discusiones
eventuales. A una preparación incompleta deben imputarse la inseguridad,
la confusión y la incomodidad, que debe evitar el persuasor. La misma
riqueza de documentación sobre el punto preciso que interesa al
interlocutor, es capaza de deslumbrarle, de forzar su simpatía.
La segunda condición es que el persuasor se haya convencido él mismo, del
fin deseado. Con una sinceridad ardiente y generosa se logra hacer desear
la imitación de la misma, de pensar de la misma forma. El espectáculo de la
confianza en sí mismo le dará la confianza de los demás.
La convicción debe ser firme pero tolerante. Firme porque se funda en el
valor real de la tesis que se defiende, lo que hace legítima la acción.
Tolerante porque no siendo el producto que se defiende ni el único en su
género, ni perfecto, la idea que se sostiene solo es verdadera en grado
relativo, y no se tiene ningún derecho a oprimir a los competidores ni
tachar de imbecilidad al adversario.
El persuasor debe impregnarse de la utilidad de la tentativa, delimitándola,
fijando su sentido y desentrañando su naturaleza. Lo esencial es siempre
definir. Utilidad, fin y consecuencias son tres puntos que deben retener la
atención del persuasor.
El primer paso del persuasor es enseñarle al auditorio, es un reeducador.

Pruebas

La inteligencia humana exige que se le muestre la verdad de lo que se le


anticipa, la realidad de un hecho sobre el cual apoyarse. Esas pruebas serán
más eficaces cuanto más susciten una esperanza o al menos la liberación
de una angustia: la de la incertidumbre.
Estas pruebas se extraerán del mismo objeto o se tomarán aparte del
mismo. La mejor prueba es el examen visual directo. Mostrar es más eficaz
que demostrar.
Debe hacerse una elección juiciosa de las pruebas y pensar en su valor
persuasivo. Tener pocos y buenos argumentos y utilizarlos rápidamente
saca de combate, tener muchos argumentos y usarlos todos puede ahogar
y hacer asentir superficialmente, por cansancio y aburrimiento.

Valor de los argumentos

No todos los argumentos tienen el mismo valor. Debe cuidarse que los
menos buenos no desacrediten a los mejores, pues el antagonista no dejará
de atacar el punto débil, que le puede servir de escapatoria. Así pues,
cuando se tenga, entre muchos, un argumento formal, debe esgrimirse
aislado y no mezclado, ya que el motivo accesorio de la discusión puede
servir de escudo para aparentar no ver el argumento bueno.
La razón del oyente no se satisface si no se respetan ciertos principios
lógicos en el despliegue del pensamiento y del lenguaje. Una idea es lógica
cuando constituye el desarrollo de un orden. Una tesis, que en sí no sea
evidente, debe apoyarse en un razonamiento que o parte de la naturaleza
del hecho o del objeto para justificar las consecuencias que se derivan, o
bien parte analíticamente del efecto o resultado reconocido a la causa, y
desarrollo una cadena de motivos que conduzcan a una conclusión. Esto es
lo que se llama argumentación.

Cómo demostrar

Exponer las cosas rigurosamente, como un geómetra, sería insoportable y


vano; solo debe pretenderse hacer las deducciones en debida forma.
Cuanto más minuciosa sea la argumentación más desconfianza provoca. Lo
que cuenta, en realidad, es el arte con el cual se exponen estos argumentos,
permaneciendo el persuasor resuelto, concreto, personal, sin suplantar,
sino guardando el más estrecho contacto con el oyente.
Deben usarse analogías, comparaciones, referencias, ejemplos.
Es necesario que haya un solo problema a resolver, un solo objeto a
proponer; es la ley de la unidad.
El plan debe ser lógico, simple y completo. Deben ligarse los argumentos
con nexos bien visibles y no con nociones vagamente vinculadas. No han de
sobrecargarse los desarrollos secundarios. En general es aconsejable la
concisión.
Si se ha descubierto un deseo o una necesidad preexistente, debe irse al
encuentro de este. La cuestión es establecer una relación racional entre la
novedad propuesta y una vieja idea admitida ya. La proposición se
introduce así como si fuese un caso análogo. Se compara la propuesta, que
representa para el adversario una incógnita inquietante, con algo que ya
conoce. O también se puede comparar esta idea con una verdad muy
generalizada considerada por todo el mundo como indiscutible. Así se
puede conducir al auditorio a reconocer la verdad de lo que se dice, que se
condensa expresamente en una fórmula breve, categórica, acertada. Se
puede ya concluir.
En ciertos casos, en las conferencias casi siempre, conviene afirmar
explícitamente la conclusión. En otros casos conviene dejar que el auditorio,
sobre el que se desea influir, la deduzca por sí mismo. Es procedimiento que
acalla los sobresaltos del amor propio y que contenta mejor los instintos. La
conclusión no debe nunca darse independientemente de la persona a
persuadir.
Por último, la dialéctica no puede ser fría. Cierta fogosidad puede ser
comunicativa y activante porque parece brotar de una emoción, de una fe,
la cual se contagia y hace vibrar al auditorio.

Cómo discutir:

En una conversación cada cual participa y marca los puntos.


Las réplicas del otro pueden desencadenar una verdadera discusión, a la
cual se debe hacer frente ventajosamente. Debe maniobrarse con
delicadeza, huyendo del tono acerbo y obstinado; sin atacar. Mientras sea
posible se ha de opinar sobre un punto aceptable, sobre una parcela de
verdad, de las que siempre hay.
Después, gentilmente y con precaución, debe orientarse la conversación por
el terreno del acuerdo o por un camino en el que se tenga seguridad.
La gran dificultad consiste en saberse dominar. Ya que el amor propio, la
impaciencia y la precipitación predisponen al ataque directo. Y el ataque es
una actitud que no conviene a la persuasión, que es un trabajo de
reeducación. El persuasor debe mantener el control de sí mismo; es otra de
sus cualidades indispensables.
Así como se deben vencer resistencias como la costumbre y prejuicios,
también existen objeciones racionales, o que como tales son presentadas.
Adelantarse al contradictor adivinando sus argumentos puede ser muy útil
pero es peligroso, y por tanto desaconsejable, pues puede hacer el juego a
la parte adversa. Pudiera ser que inicialmente quisiera negarse sin saber
cómo, y que ahora le haya brindado un argumento para esgrimir. Lo
importante es que el interlocutor no sea llevado a retractarse. Su amor
propio no lo toleraría. Un hombre vejado está en las antípodas de la
persuasión. En todo estado de cosas deben evitarse los argumentos
negativos.

Cómo replicar

Existen varios procedimientos de respuesta.


Uno consiste en obligar al otro a repetir su objeción, lo que tiene la doble
ventaja de debilitarla y de ganar tiempo, que la mente aprovecha para
hilvanar la respuesta.
Otro tiene una analogía con la mayéutica: se interroga al interlocutor
escuchándolo con atención sostenida, asintiendo aparentemente en todo lo
que dice. Así el antagonista habla con toda confianza. Luego se reproduce
el argumento sin parecer oponerse a él y permitiéndose una duda, por el
que, si el otro acepta ceder en este punto, pasarán todos los argumentos
contrarios. Interrogado luego el interlocutor llega a conclusiones opuestas a
las sostenidas inicialmente.
Es una buena táctica, en un principio de conversación, hacer hablar al que
se trata de persuadir, poner de relieve sus ideas, consintiéndole más que
una atención benévola, una aprobación: no obstante, esta debe ser sobre
puntos secundarios, en los que el sacrificio implicado tenga poca
importancia. Mientras tanto se estudia al contrario para detectar sus
puntos débiles, ver qué es lo que opina, hacia qué lado se inclina.
Su semblante es altamente informativo para aquel que sepa descifrarlo. El
tono que emplea señala su educación; el giro de sus frases indica el grado
de sus exigencias lógicas; lo que dice traduce su experiencia y su carácter.
Debe pensarse que sus afirmaciones le comprometen, y que de ellas se ha
de extraer lo que le ha de confundir. Este periodo de acecho no debe
prolongarse mucho tiempo. El hombre más desconfiado, cuando se le deja
hablar, se confía voluntariamente.
La argumentación no tiene que ser larga sino adaptada. Ante un auditorio
podrá ser sutil, matizada. Pero ordinariamente deberá ser limpia, concreta
ilustrad, rápida. La flexibilidad es una cualidad indispensable para el
persuasor.

La palabra persuasiva
La eficacia es uno de los mayores privilegios de la palabra. La palabra
puede, más que cualquier otra comunicación, convencer a los más
reticentes, bajo ciertas circunstancias, debido a que la acción verbal es
intensa.
La persuasión, como esfuerzo de creación de un campo de influencia,
supone, en resumen, tres condiciones: un verdadero conocimiento del
espíritu humano; un conocimiento de los móviles y motivos que hacen
actuar a los hombres; y un conocimiento de las distintas formas de hablar
ante los diferentes interlocutores.
La tarea se desarrolla en tres fases:
1. Hacer ver la cosa de la que se quiere persuadir.
2. Hacerla ver posible.
3. Hacerla ver deseable.
El persuasor debe tener del objeto, resultado de su esfuerzo, una idea clara
y diferenciada que debe transmitir al auditorio. Sabrá de qué se trata, no
habrá ambigüedades, no podrá equivocarse. Nunca es posible persuadir a
nadie de una cosa vaga y engañosa: si el interlocutor no sabe exactamente
adónde se le conduce, a lo que se expone y obliga, no puede entregarse a
fondo.
Debe tenerse en cuenta la interpretación diversa que puede darse, de
buena fe, tanto a las afirmaciones como a las palabras. Por ello siempre
que sea posible deben darse definiciones. Es decir, nunca se es
suficientemente claro, y debe ponerse mucha atención en que las palabras
y giros empleados no se presten a equívocos.
Debe expresarse el pensamiento con un lenguaje simple, inteligible,
accesible. Para instruir es necesario hacerse comprender.
El auditorio puede ser, si no inculto, ligero, distraído: debilidad y pereza de
espíritu son antagonismos que se deben reducir con fórmulas explosivas,
con palabras mordaces y siempre con mucha precisión. La claridad y la
precisión suscitan además una especie de satisfacción y gratitud que puede
favorecer el trabajo, y se asocian a la lealtad; y esto hace perder la
desconfianza.
La mejor manera de hacer ver consiste en recurrir a las imágenes, otra
forma de ser claros. Es preciso dirigirse al espíritu a través de los sentidos.
De lo sensible se debe para a lo inteligible. Debe enseñarse, probarse,
demostrarse. El persuasor debe analizar, interpretar el hecho, exponer su
punto de vista. Su esfuerzo de explicación es por sí mismo simpático. Las
razones son que el persuasor hace asistir a sus oyentes a la elaboración de
un razonamiento; y es una curiosidad ver a un ser debatiéndose con las
ideas y las expresiones, efectuando este juego de manos verbal, asombroso,
que es una improvisación.
En segundo lugar se debe dar la impresión de que se tiene conocimiento
pleno de lo que se trata, que se sabe sólidamente todo lo que se refiere a la
cuestión.
Finalmente, si el persuasor se desvive en grandes esfuerzos por su auditorio
es señal de que respeta a este y a su propio papel. El persuasor se esfuerza,
desarrolla su talento, pues quiere y cree lo que defiende. Que el auditorio
deje invadir su cerebro, abierto a todo, es irreprochable. La persuasión es
un servicio que se presta; no es un asalto ni una violación; no se sirve de la
personalidad de los demás, sino que la sirve, la ayuda a ensancharse.
La última fase consiste en hacer ver la cosa de que se quiere persuadir
deseable, anhelosamente apetecible. Si ello se logra y el interlocutor es
consecuente consigo mismo, está convencido de la utilidad, del provecho de
adoptar el punto de vista del persuasor. Es una necesidad ineludible que le
acorrala. Además, el persuasor debe dar la impresión de un espíritu que
sabe y que quiere enérgicamente lo que desea. Es preciso que se vea que tal
consejo no se da por interés personal o por capricho (por un impulso
incontrolado). Que se distinga el vigor de un temperamento: que se
descubra al hombre.
Además, la firmeza de la proposición es garantía de su valor, de su
importancia. Consideración y confianza son hermanas de la docilidad. El
persuasor inculca el deseo de entrar en acción, de efectuar la tarea que
propone. Debe consagrarse a conseguir este fin.
Se vuelve así de lo inteligible a lo sensible, de la razón al sentimiento, más o
menos apasionado. Se crea una doble corriente de interés y energía. Se
movilizan las voluntades, se inicia la impulsión. El auditorio, aceptada la
idea, la adopta sin titubear. Se pone de acuerdo con el persuasor sobre la
determinación que se impone.
Conclusiones

El docente en el aula tiene la palabra, si de ella hace una herramienta valiosa


en su práctica o no es su responsabilidad.
El prestigio del docente, la autoridad gratuita que en otro tiempo le reportaba
su posición, su título, su cargo, hoy ya no es tal. El reconocimiento de su estatus, de
su valía, debe construirlo día a día en clase, si en ello, a su vez, encuentra algún valor
o utilidad.
Lo cierto es que no se escucha a quien no se respeta, a quien no sabe
granjearse el respeto de los demás. Y, como sale de lo expuesto en el trabajo, la
mejor manera de ganar el respeto de los otros es respetándolos primero,
escuchando e interesándose sinceramente en ellos.
La autoridad pedagógica es al mismo tiempo requisito, condición y producto
de las prácticas de enseñanza que se retroalimenta con los logros de la clase. Para
que los estudiantes actúen en función de alcanzar la adquisición de nuevos saberes
o profundizar saberes previos es necesario, en muchos casos, que el docente logre
persuadir de los beneficios de dejarse conducir en la tarea por su persona en cuanto
experto y del valor de esos saberes para los estudiantes. Solo actuando y teniendo
éxito en las actividades o en la comprobación de los dominios y capacidades, se
tiene la garantía de los beneficios de la relación docente-alumno.
Las prácticas de enseñanza implican concepciones antropológicas; es el
respeto por los otros y la confianza en que la educación es un servicio fundamental
del docente hacia sus estudiantes el que justifica el uso de la persuasión como la
primera herramienta en la motivación y la construcción de la autoridad pedagógica.

Bibliografía
 Bousquié, G. (1969): “Psicología Práctica de la Persuasión”. Barcelona.
Editorial Hispano Europea.
 Woolfolk, A. (2010): “Motivación para el aprendizaje y la enseñanza”, en
Psicología Edicativa. México. Ed. Pearson Educación.
 Greco, M. B. (2007): “La autoridad (pedagógica) en cuestión”. Rosario, Santa
fe. Editorial Homo Sapiens.
 Tenti, E. (2004): “Viejas y nuevas formas de autoridad docente”, en Revista
Todavía. Buenos Aires. Ed. Fundación OSDE.
 Elola, N.; Zanelli, N.; Oliva, A.; Toranzos, L. (2010) “Evaluando aprendizajes”,
en La Evaluación Educativa. Buenos Aires. Ed. Aique.

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