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Parte IV

Señales de la Gracia en un Mundo Sin


Gracia: Hacia la Eclesiología del Bautismo
En El Espíritu

La iglesia existe en el derramamiento del Espíritu Santo. Esta declaración de Ralph Del
Colle nos hace cuestionar la suposición de muchos pentecostales de que el bautismo en
el Espíritu es simplemente una experiencia de poder o renovación entre las personas
cristianas. Sin embargo, de manera interesante, los pentecostales también asumieron una
íntima conexión entre el bautismo en el Espíritu y la vida interactiva de una iglesia
carismáticamente enriquecida dentro de una gran «lluvia» del Espíritu. En su
interpretación individualista del bautismo en el Espíritu, les faltó el marco conceptual
con el cual entender su conexión a la vida de la iglesia comunitariamente investida con
los dones. La tesis central de este capítulo es, por consiguiente, que el bautismo en el
Espíritu dio origen a la iglesia global y sigue siendo la misma sustancia de la vida en el
Espíritu de la iglesia, que incluye su vida y misión carismática. Los pentecostales
requieren una eclesiología más desarrollada a la luz de la neumatología.
Tradicionalmente anhelaron la llegada de un avivamiento sobre las «iglesias
durmientes», pero les faltó una valoración de la constitución neumatológica aún más
seminal de la iglesia. Aquí es fundamental la declaración bien conocida de Irenaeus de
que «dondequiera que esté el Espíritu de Dios, está la iglesia y toda gracia» (Adversus
Haereses 3.24.1). Aunque la obra del Espíritu es inmensa y está orientada en primer
lugar al reino de Dios en el mundo, también es central y exclusivamente eclesial en
naturaleza. De ayuda a este respecto es la opinión de Simón Chan de que el Espíritu
presente en y a través de la iglesia es el «Espíritu ubicado-en-la-iglesia, moldeado-a-Ia-
iglesia», lo que podríamos llamar el Espíritu eclesial, que actúa como redentor para
hacer posible la comunión con Dios y el prójimo. La iglesia, por consiguiente, existe en
el Espíritu eclesial, que también es el Espíritu misionero. El Espíritu en la koinonía y la
misión investida de la iglesia busca atraer a la humanidad a una comunión con Dios y a
provocar un anhelo por el día cuando toda la creación se convierta en el templo de la
presencia de Dios para la gloria de Dios.

Por consiguiente, cualquier discusión de! bautismo en el Espíritu y el rol central que este
puede jugar en una teología pentecostal global necesita un debate de la iglesia. Debido a la
importancia de la koinonía para el reino de Dios en el mundo, la iglesia se convierte en el
resultado natural de! derramamiento pentecostal del Espíritu en el mundo. Incorporado a la
relación filial de Cristo con el Padre, la iglesia puede participar en la plenitud espiritual de
Cristo. El perspicaz comentario de Leslie Newbigin presenta: «Sin duda, el hecho de
inagotable importancia que nuestro Señor dejó tras él no fue un libro ni un credo, un
sistema de pensamiento o una regla de vida, sino una comunidad visible». 3 La iglesia
no es incidental para el bautismo en el Espíritu sino mejor dicho su resultado integral.
Además, el bautismo en el Espíritu no es un super-additum sino algo esencial para la
vida de la iglesia. Como una dinámica relacional, el bautismo en el Espíritu.

Solo inviste y renueva al pueblo de Dios sino que dio a luz a su pueblo como de la
gracia en un mundo cada vez con menos gracia (para usar una frase escuché más de una
vez de mi Doktorvater, Jan Lochman). Por consiguiente, analizaremos la importancia de
la iglesia para el bautismo en el Espíritu al discutir primero el rol de la koinonía en el
bautismo en el Espíritu.
Capitulo Catorce

El bautismo en el Espíritu y la Koinonía

El Espíritu es el Espíritu de comunión. El bautismo en el Espíritu implica comunión. Es


por esto que nos conduce a un amor compartido, una comida compartida, una misión
compartida y a la proliferación-mejoramiento de una vida carismática interactiva. El
bautismo en el Espíritu, por consiguiente, implica una relación de unidad entre el Señor
y la iglesia; no una relación fundamentalmente de identidad sino más bien de comunión.
La solidaridad entre Jesús o el Espíritu y la iglesia es, entonces, una cualidad de la
comunión. Esta idea evitaría que la iglesia sobreentendiera la escatología, como aquella
que simplemente identifique el reino con la iglesia o con su jerarquía, sin una dialéctica
apropiada o reserva escatológica. A continuación desarrollaremos la dialéctica dinámica
implícita entre la vida del Espíritu y la iglesia en su existencia visible e histórica.
Comunión implica la participación por fe en el amor de Dios en medio de la debilidad.
La unidad que esta ofrece es un don, pero también una vida y una misión a la cual
avocarse: «Para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite
que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has envidado»
(Jn 17:21).

Es difícil sobreestimar la importancia de la comunión de los santos en una teología del


bautismo en el Espíritu y su impacto en promover la misión de Dios en el mundo.
Interesantemente, el historiador social, Rodney Stark, sugirió la tesis de que el
cristianismo primitivo se propagó de manera rápida e impactó al mundo de manera
eficaz en los primeros siglos de la era cristiana (aproximadamente un índice de
crecimiento del cuarenta por ciento por década), en gran parte como resultado de su
calidad de vida comunitaria. Stark teoriza que las «bases para los movimientos exitosos,
en cuanto a las conversiones, crecen a través de las redes sociales y una estructura
directa e íntima de relaciones interpersonales».

Desde luego, la iglesia, como una comunión, es más profunda en importancia que una
red social de relaciones personales. Pero Stark tiene razón al señalar a la vida
comunitaria de la iglesia como la clave para su esfuerzo misionero eficaz. La iglesia no
solo proclamó el evangelio sino que participó y encarnó el mismo en su vida y
testimonio comunitario. Podemos decir que la iglesia se brindó en intensas relaciones de
comunión, «llenas de gracia», basadas en la caridad y la esperanza que hizo al evangelio
más atractivo para una población hambrienta de comunión. Lucas parece haber estado
de acuerdo, al informar que, como resultado del Pentecostés:

Se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento


del pan y en la oración. Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común:
vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la
necesidad de cada uno. No dejaban de reunirse en el templo ni un solo día. De casa en
casa partían el pan y compartían la comida con alegría y generosidad, alabando a Dios y
disfrutando de la estimación general del pueblo. Y cada día el Señor añadía al grupo los
que iban siendo salvos (Hch 2:42, 44-47)

Como es bien conocido, en la actualidad ocurre un cambio global hacia un «nuevo


cristianismo» que tiene su mayor (aunque de ningún modo exclusivo) fuerza en el
hemisferio sur y que tiende a promover congregaciones carismáticas ampliamente
participativas y con enfoques misioneros. Los múltiples y extraordinarios dones entre
los cristianos corrientes, tales como profecía, liberación y sanidad divina emergen con
mucha más relevancia para la efervescencia de la iglesia misionera global; algo que los
teólogos de Estados Unidos y Europa, que trabajaron bajo los desafíos de la Ilustración,
jamás pudieron imaginar. La fuerza de este cristianismo renovado no está en su sentido
de tradición o brillantez teológica (aunque sean importantes) sino en una experiencia
poderosa de alabanza, liberación y misión comunitaria. Esta renovación tiende a un
laicado activo y vigoroso en el reino del Espíritu que, de maneras diversas y exclusivas,
puedan edificar el cuerpo de Cristo y funcionar como testigos de Cristo al mundo.

Este nuevo desarrollo en el cristianismo global, del cual el pentecostalisrno es una parte
vital, responde a una necesidad urgente. Thomas Finger mencionó correctamente que
«la globalización continúa la disolución moderna de la solidaridad y las relaciones
comunitarias» al separar a «un sin número de individuos de cualquier sentimiento de
conexión Christopher Lasch nos informa más adelante que aun la familia,
tradicionalmente un «cielo» en medio de un mundo «cruel», sucumbe a las influencias
de un mundo impersonal gobernado por varias instituciones capitalistas. Por ejemplo,
los padres instan a los hijos a respetar su autoridad a cambio de servicios prestados
como comida, ropa y vivienda. Los miembros de la familia, entonces, parecen tener
poco en común más allá de la provisión de estos «servicios».
Además, los niños nacen dentro de un proceso de socialización que privilegia
injustamente una raza, sexo, clase social, etc., al distorsionar sus almas desde el
comienzo y dar nuevo significado a la doctrina del «pecado original». Si alguna vez
hubo un tiempo en que la iglesia necesitara encarnar para el mundo una comunidad de
«relaciones llenas de gracia» en Dios, que concede toda gracia abundante y libremente,
es ahora. Cristo, como el Espíritu bautizador, ofrece esperanza, ya que al otorgar el
Espíritu, imparte la comunión de la vida divina en toda su gracia y poder sanador. Él
«concedió dones» a la humanidad para que pudiera llenar el universo entero con su
presencia redentora (cf Ef 4:7-10). Él llena con el Espíritu para propiciar una vida
comunitaria: «Sean llenos del Espíritu. Anímense unos a otros con salmos, himnos y
canciones espirituales» (Ef 5: 18-19). Este puede ser el tiempo para que el notable
enfoque pentecostal de! Cristo carismático como el Espíritu bautizador surja como un
tema principal en el movimiento ecuménico. Pero primero necesitamos ayudar a los
pentecostales a desarrollar la conexión implícita que ellos hacen entre el bautismo en el
Espíritu y la vida y misión de la iglesia.

El bautismo en el Espíritu, entendido como una dinámica comunitaria, puede ayudar a


los pentecostales a integrar teológicamente su énfasis concomitante sobre el bautismo en
el Espíritu y la iglesia llena de los dones. El bautismo en el Espíritu, como una dinámica
relacional, es esencial para su rol en el nacimiento de la iglesia como un cuerpo
diversamente carismático. En verdad, es interesante que Lucas describa el bautismo en
el Espíritu en términos relacionales como una «vestidura» divina (cf Le 24:49) o una
«llenura» (cf Hch 2:4) de la presencia divina. Este no es un «bautismo» como algo
externo a nosotros sino como algo íntimamente participativo e interactivo que involucra
a Dios en nosotros y a nosotros en Dios. El Espíritu nos abraza o nos llena de la divina
presencia a fin de santificarnos e investimos para ser testigos vivos para Cristo como el
Hijo de Dios y el Espíritu bautizador. Cuando Dios nos rodea y nos llena con la divina
presencia, es así que Podemos entregarnos en adoración y testimonio a él. Hay una
dinámica relacional en juego en el bautismo en el Espíritu: Dios derrama su presencia
en nosotros a fin de recibirla de nuevo junto a la plenitud de nuestro espíritu renovado
en lenguas de fuego de alabanza y testimonio (cf Hch 2:4). Entonces, nos derramamos a
nosotros mismos en los demás al animarnos unos a otros con salmos, himnos y
canciones espirituales.
Como Geoffrey Wainwright mencionó, la noción clásica de la perichoresis trinitaria
involucra las personas divinas vaciándose a sí mismas una en otra a fin de recibir de la
plenitud del otro. Como vimos en el capítulo anterior, el Padre comparte el reino divino
con el hijo para descubrirlo nuevamente en él. De la misma manera, el Espíritu, como el
vínculo de amor entre el Padre y el Hijo, es derramado desde el Padre por medio del
Hijo para que cuando el Hijo le devuelva el reino al Padre pueda involucrar la creación
redimida como el lugar de la morada de Dios. Wainwright, por consiguiente, dice, a la
luz de la perichoresis, que adoración es «entrar de manera participativa a la ofrenda de
Cristo mismo al Padre y correlativamente ser llenos con la vida divina». El bautismo en
el Espíritu tiene una estructura relacional que tiene comunión en su esencia: la
comunión del amor que se entrega a sí mismo.

La dinámica relacional del bautismo en el Espíritu no es meramente entre nosotros como


individuos y Dios, es también una realidad compartida entre nosotros en Dios. Cuando
Cristo derramó el Espíritu, dio dones interactivos a la humanidad para que todos
pudieran edificarse unos a otros en el amor descubierto en Cristo (cf Ef 4:7 -16; Ro 5:5).
El Espíritu es el «intermedio-de-Dios» a fin de que, al comenzar con e! tercer artículo
de! credo de los apóstoles, la iglesia bautizada en el Espíritu sea constituida por e!
Espíritu de acuerdo a la sustancia y patrón de la vida trinitaria. El bautismo en el
Espíritu, como una experiencia relacional, explica cómo el bautismo en el Espíritu dio a
luz la iglesia y continúa renovando e invistiendo a la iglesia en su vida carismática
diversa y dinámica. La koinonía en la misma sustancia del bautismo en el Espíritu, por
consiguiente, revela cómo el bautismo en el Espíritu nos ofrece el eslabón entre el reino
y la iglesia.

La koinonía es una categoría antigua, redescubierta entre aquellos interesados en una


eclesiología ecuménica. Como Lorein Fuchs declara, recientes reflexiones ecuménicas
«sitúan el concepto de comunión-koinonía en el mismo centro de la iniciación de una
iglesia como una reflexión del Dios trino». Este enfoque ecuménico sobre la koinonía
es importante ya que puede no haber una disyunción entre el reino y la iglesia a la luz de
la estructura trinitaria del bautismo en el Espíritu. Como mencioné en el capítulo
anterior, Jesús transmite el Espíritu que procede del Padre. Al transmitirlo, Jesús atrae a
los creyentes a la comunión que disfrutan el Padre y el Hijo, y expande el círculo de este
amor en el proceso para incluir a los «demás».
Bautizada en el Espíritu, la iglesia busca a los demás también en sus esfuerzos
misioneros. La iglesia bautizada en el Espíritu imita al Dios al bautizar en el Espíritu. Jesús
vino en nombre del Padre para buscar y salvar a los perdidos (cf Le 15). Jesús otorga el
Espíritu para que podamos, al testificar de Jesús, buscar a los perdidos también.
Cualquier suposición de que el reino proclamado por Jesús no conduce integralmente a la
iglesia y su misión, revela un desinterés del rol bíblico de Jesús como el Señor
resucitado para bautizar en el Espíritu.

El bautismo en el Espíritu como el eslabón entre el reino proclamado por Jesús y la


iglesia, es, de hecho, el núcleo del mensaje de Lucas. Como mencionamos
anteriormente, Hechos 1 tiene al Cristo resucitado que introduce el bautismo en el
Espíritu en el contexto del establecimiento del reino (cf vv. 3-8). Los discípulos
formulan la pregunta concerniente a la restauración del reino mientras están reunidos en
Jerusalén (cf vv. 6-7), la ubicación tradicional del cumplimiento del reino. La respuesta
de Jesús a esa pregunta implica que los detalles del cumplimiento del reino con respecto
a Israel están escondidos en la voluntad del Padre. Revelado en el centro del bautismo
en el Espíritu, como el medio por el cual el reino es cumplido, se encuentra el
establecimiento de una comunidad que será definida como testimonio de que Jesús es el
ungido del Espíritu para sanar y liberar (cf Hch 1:8; 10:37-38).

La iglesia participa en la liberación del reino de Dios evidente en el ministerio de Jesús


por medio del bautismo en el Espíritu. Desde una perspectiva más amplia, podemos
decir que el amor y la koinonía, como centro del reino, constituyen la iglesia y se
personifican al proclamarse por medio de la iglesia al mundo por el bautismo en el
Espíritu. De acuerdo al Informe Final de los Católicos Reformados de 1977, podemos
afirmar que el evangelio de Cristo «reúne, protege y mantiene la koinonía de sus
discípulos como una señal y comienzo de su reino».

El bautismo en el Espíritu implica que la koinonía de Dios no es algo cerrado sino


abierto al mundo. Como Moltmann menciona: «Dios no desea la gloria sin su
glorificación a través del hombre y la creación en el Espíritu. Dios no desea encontrar
descanso sin la nueva creación del hombre y el mundo a través de! Espíritu. Dios no
desea estar unido a él mismo sin la unidad de todas las cosas con él». El bautismo en el
Espíritu implica una vida trina motivada por el amor, no solo como una dinámica
interna sino externamente hacia los demás. El bautismo en el Espíritu busca a los demás
por su bien y para liberación y comunión.

Pero podríamos aun preguntar: ¿Por qué la iglesia es como la comunión de los santos y.
como la «señal y sello» del reino? Podríamos imaginar que Dios, en la soberanía de su
poder, podría forzar a la creación a ajustarse a la gracia santificadora. Tal acción, sin
embargo, no sería consistente con el amor divino. El reino de Dios revelado en Cristo
no es arrollador sino cinético o dador de sí mismo. No fuerza a obedecer, mas busca
persuadir. No es arrollador, mas busca atraer y convencer. No es demasiado obvio, mas
inspira a fe en ausencia de vista. Más importante, no domina, más atrae a los demás a
una comunión mutuamente edificante.

Tal reino, por consiguiente, involucra en el buen gusto de Dios la elección de la gente
en Cristo que puede funcionar como una señal y sello de su reino, o que puede
«encarnarse» como la comunidad santificada y dar testimonio en poder. Tal reino
inspira a una iglesia para que proclame y canalice la gracia del amor en medio de un
mundo oprimido por la falta de gracia, alienación, dominación y muerte. En debilidad,
esta comunidad se gloriará en la gracia y poder de Dios. Mirará a Dios y al Cordero, y
proclamará: « ¡La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del
Cordero! » (Ap 7:10). En debilidad, la iglesia apunta al reino como el misterio
escondido, pero también revelado en el testimonio vivo de la iglesia. En el poder del
Espíritu, la iglesia reconocerá todo lo que es y será para el bautismo en el Espíritu y no
para sus propios recursos.

Esta iglesia será formada por «sacerdotes al servicio de Dios» solo como un resultado
de la gracia redentora y en servicio a Dios en la imagen del Cordero crucificado (cf. Ap
1:5-6). Esta iglesia conquistará las fuerzas malignas por la sangre del propio sacrificio
del Cordero en el testimonio vivo a él (cf Ap 12:11), no por agresión o violencia.
Participará por bautismo en el Espíritu en el reino del amor de Cristo, revelado en el
camino a la cruz. El reino entregado al Hijo por el Padre en un amor que todo lo da y
devuelto al Padre por el Hijo en amor sacrificial, está abierto por medio del bautismo en
el Espíritu a la iglesia, que humildemente lo acepta como un «reino de sacerdotes» y
profetas. La iglesia bautizada en el Espíritu se «encarna» en este reino, en un testimonio
vivo del Señor de la gloria crucificado. En la koinonía viva del amor del Espíritu, la
iglesia se encarna y da testimonio del reino de Dios al mundo.
Es importante notar que los pentecostales no formularían típicamente su eclesiología a
través de un concepto de koinonía trinitaria. La koinonía trinitaria generalmente no es
un concepto usado en su enseñanza y predicación. Como Miroslav Volf mencionó en
forma más general: «La idea de correspondencia entre la Iglesia-Trinidad permanece en
gran parte ajena a la tradición de la iglesia libre». Aunque la koinonía es un concepto
del Nuevo Testamento, naturalmente no está, de manera explícita, usada en el texto
bíblico como una descripción de la vida interior de Dios o de la participación de la
iglesia en su propia revelación en la historia. El evangelio de Juan implica una
correspondencia entre nuestra comunión con Cristo y la comunión de Cristo con el
Padre (cf. J n 14: 11, 20; 17: 21); pero la complicada analogía (o relación participativa)
entre la vida trinitaria de Dios y la comunión de la iglesia es un pensamiento teológico
extraído de la nueva teología trinitaria.

Este hecho no es necesariamente problemático en sí mismo, ya que tal participación está


implicada en el Nuevo Testamento. Pero sirve para explicar por qué los pentecostales
que tienden a ser adictos a la Biblia no han enfatizado en este. Sin embargo, como Volf
mencionara, este uso de koinonía no carece de problemas. Algunos cuestionaron la
suposición de que el misterio trascendente de la vida interna de Dios puede usarse para
explicar la koinonía de la iglesia. De hecho, tanto la diferencia como la similitud entre
la koinonía divina y humana está relacionada a la dialéctica dinámica entre el Espíritu y
la iglesia. Pienso que la koinonía es, por consiguiente, útil para la eclesiología; pero me
pregunto si no hay una tendencia a discutirlo en los contextos ecuménicos, como un
concepto abstracto más que una realidad descubierta de arriba a abajo dentro de la
historia, liberadora de Jesús y del campo diverso de la presencia del Espíritu.

Como se mencionó anteriormente, la koinonía es un concepto implícitamente


neumatológico de la Escritura. La iglesia, después de recibir el Espíritu en Pentecostés,
disfrutó de koinonía (cf Hch 2:42). Los pentecostales no comienzan con una noción de
la vida íntima de Dios sino más bien, como hace el tercer artículo del credo de los
apóstoles, con la iglesia como el reino del Espíritu (el perdón de los pecados y la fe para
la vida eterna, así como, deberíamos añadir, los diversos dones del Espíritu). Los
pentecostales comienzan con el bautismo en el Espíritu, la historia de la entrega de Dios
mismo en Cristo como el Espíritu bautizador. Los pentecostales, por consiguiente,
mencionan, concerniente a la naturaleza de la iglesia en el Informe Final del Diálogo
Internacional Romano Católico/Pentecostal de 1989, que los católicos «enfatizan la
entrega de Dios de la koinonía y su carácter trinitario», mientras los pentecostales
«enfatizan que el Espíritu Santo convence a la gente de pecado, al atraerlos por medio
del arrepentimiento y la fe personal a una comunión con Cristo y con los demás».

No obstante, como mencionamos anteriormente, el bautismo en el Espíritu tiene una


estructura trinitaria. Por consiguiente, hay koinonía en su esencia. Aunque la koinonía
es explícitamente un concepto neumatológico del Nuevo Testamento, implica una
conexión con la relación de Jesús con el Padre; una relación que es de máxima
importancia para nuestra interpretación de la vida de Dios como Dios (cf Jn 17:21). No
obstante, la koinonía puede seguir siendo un concepto útil para los pentecostales.
Interesantemente, el equipo pentecostal concluyó, en el mismo Informe final Católico-
Pentecostal mencionado antes, que «los pentecostales recordaron la importancia de la
dimensión comunitaria de la interpretación del Nuevo Testamento de la leoninas. Dado
que se puede decir que la koinonía ocurre «en el Espíritu» como el vínculo de amor
(ambos dentro de Dios, entre Dios y la humanidad y dentro de la creación), este énfasis
del movimiento ecuménico no se encuentra necesariamente en tensión con la adoración
y la teología pentecostal.

Volf intentó mostrar que la koinonía puede enriquecer una libre iglesia eclesiológica al
profundizar su interpretación de la comunión eclesial. De hecho, él caracterizó la
intención básica de su libro; After Our Lens: The Church as the Image of the Trinity
[Tras nuestra semejanza: la iglesia como la imagen de la Trinidad], al hacer «una
contribución a la relación trinitaria de la eclesiología de la iglesia libre». La iglesia no es
solo una asociación de creyentes individuales sino una participación en el Espíritu en la
comunión amorosa disfrutada dentro de la vida trina de Dios. Como confirma el Estudio
de Fe y Orden: The Nature and Purpose of the Church [La naturaleza y propósito de la
iglesia]: «La iglesia no es solo la suma de creyentes individuales en comunión con Dios.
No es principalmente una comunión de creyentes con los demás. Es una participación
en común en la misma vida de Dios, cuyo ser más íntimo es la comunión».

Tal vez la salida para los pentecostales, en respuesta a este enfoque ecuménico sobre la
koinonía, sea seguir el consejo de Walter Kasper de luchar por «un diseño eclesiológico
bajo la influencia de la neumatología, de acuerdo al arquetipo de la Trinidad». El
desafío para los pentecostales, desde luego, es cómo relaciona la sugerencia de Kasper a
los pentecostales trinitarios con los unitarios, que rechazan la Trinidad ontológica. Si,
como parece agradar a todos los pentecostales, Jesús, como la encarnación de Dios y el
Hombre del Espíritu, comulga con el Padre celestial, ciertamente una invocación de su
nombre en el bautismo implicaría nuestra entrada a su imagen dentro de la comunión de
amor y devoción que disfrutan él y el Padre. Los unitarios no querrán considerar esta
relación entre Jesús y el Padre como transferible a la vida íntima de Dios. Pero eso,
según mi opinión, no omite necesariamente la posibilidad de que la comunión entre
Jesús, como el Hombre del Espíritu, y el Padre, en la historia de Jesús, no pueda tener
importancia para la interpretación de los unitarios de la vida nueva disponible en el
bautismo en el Espíritu.

Por supuesto, los pentecostales trinitarios reconocerán la relevancia de la koinonía como


de una importancia absoluta para nuestra interpretación de la vida esencial de Dios.
Como La naturaleza y propósito de la iglesia propone, la koinonía nos ayuda a entender
por qué la iglesia es vital para el plan redentor de Dios: «La comunión es el don del
Dios por el cual atrae a la humanidad a la órbita del amor generoso, divino y dador de sí
mismo, que fluye entre las personas de la Trinidad». También podemos mantener que el
Dios de la koinonía tiene a la creación «integrada» para la comunión. La koinonía, por
consiguiente, conecta a la iglesia con la humanidad y con la creación en sí misma, pues
hay un «vínculo natural entre los seres humanos y entre la humanidad y la creación, que
la vida nueva de la comunión desarrolla y transforma, pero nunca reemplaza
completamente. La koinonía, por consiguiente, es también una esperanza escatológica:
“El destino final de la iglesia será alcanzado en la íntima relación del Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo para alabar y disfrutar a Dios para siempre.”

La koinonía le concede al bautismo en el Espíritu su dinámica relacional y nos ayuda a


entender cómo el derramamiento del Espíritu constituye a la iglesia e involucra la
estructura carismática diversamente interactiva de la iglesia en su testimonio vivo para
el reino. La naturaleza trinitaria y escatológica del bautismo en el Espíritu, como se
retrata en los evangelios, nos brinda el fundamento teológico para interpretar el rol de la
koinonía en la redención. Dado que la redención, por el impacto liberador del reino del
Padre en ya través del Hijo como el Espíritu bautizador, involucra la koinonía, no
podemos considerar el origen y la vida de la iglesia como algo incidental o
suplementario para la redención. Es Cristo y no la iglesia el que nos salva, pero la
iglesia es la señal ordenada y el instrumento de la salvación en el mundo.
Cuando nacemos de nuevo, lo hacemos en el contexto de una familia: la iglesia. Es la
familia nombrada por el Padre (cf Ef 3: 14), en solidaridad con el Hijo (cf Ro 8:29) y
nacida del Espíritu por la gracia de Dios (cf Jn 1:12-13). Es una familia elegida por el
Padre, redimida por el Hijo y santificada por el Espíritu (cf 1 P 1:2; Ef 1:4-14). La vida
nueva del Espíritu nos permite «permanecer» en Cristo y a él en nosotros, como el
Padre permanece en Cristo y Cristo en el Padre (cf Jn 14:20; 17:21). El Padre nos atrae
al Hijo por la acción del Espíritu (cf Jn 6: 44) para que podamos orar «Abba» al Padre
celestial en Cristo (cf Ro 8:15-16).

Un día seremos conformados a la imagen del Hijo por medio de la resurrección, y


nuestra adopción será completa (cf Ro 8:23). Esto nos conducirá al cielo nuevo y tierra
nueva, mientras la creación, en conformidad con el Cristo glorificado, se convierte en el
lugar de la morada de Dios (cf Ap 21:1-4). El bautismo en el Espíritu alcanzará su
clímax en el juicio y purgación final en un derramamiento del Espíritu sobre «toda
carne». La iglesia, entonces, limita su propósito y es alcanzada en la nueva Jerusalén
más expansiva, la manifestación visible del reino de Dios en la tierra. Nótese cómo la
novia del Cordero se transforma de pueblo de Dios vestido en justicia (cf Ap 19:7-8) en
la nueva Jerusalén más expansiva, que funciona como un símbolo de la nueva creación
(cf Ap 21: 1-4). Hasta entonces, la iglesia, como la comunión de los santos bautizada en
el Espíritu, da testimonio profético de la redención a través de Cristo (cf Hch 2:17-21).

A la luz de la koinonía, el bautismo en el Espíritu no produce individuos, pues al


iniciarse en la iglesia convergen en un Geist o espíritu corporativo. La koinonía es una
comunión diversa e interactiva que respeta tanto la exclusividad de los individuos y la
particularidad de la gracia de un don recibido (cf Ro 12:6), como también la dinámica
de grupo en la comunión en el Espíritu. Para Pablo, por consiguiente, tamo la
edificación individual como personal tiene su lugar juma a la edificación del cuerpo (cf
1 Ca 14:4,18).

El bautismo en el Espíritu es una experiencia profundamente personal, pero no


individualista. La banda original de discípulos judíos responde al bautismo en el
Espíritu en su testimonio investido de poder al hablar en las lenguas de Otras naciones
(cf Hch 2:4-11), que simboliza así su reconciliación con gente de otras culturas y
naciones. El bautismo en el Espíritu, además, se dice que une a hombres y mujeres,
jóvenes y adultos, esclavos y libres (cf vv. 18-19). Los samaritanos fueron llenos del
Espíritu Santo cuando representantes de la iglesia de Jerusalén les impusieron las manos
(cf Hch 8:14-17). Esto le sucedió a Pablo como una experiencia personal pero,
interesantemente, cuando un profeta le impuso las manos en un tiempo en que la iglesia,
como un todo, aún no estaba preparada para confiar en él (cf Hch 9: 17). La
reconciliación y la comunión comunitaria tuvieron lugar en el bautismo en el Espíritu,
aun en la experiencia personal de Pablo en medio de un abismo de dolor, temor y
sospecha.

Interesantemente, a esta luz, el propio uso de la metáfora bautismal del Espíritu, por
parte de Pablo, puede ser traducido de esta manera: «Todos fuimos bautizados por un
solo Espíritu para constituir un solo cuerpo -ya seamos judíos o gentiles, esclavos o
libres- (1 Co 12:13). El significado, de acuerdo a Robertson y Plummer es el siguiente:
«El Espíritu es el elemento en (en) el que el bautismo tiene lugar, y el cuerpo es el fin
para (eis) el que el acto es dirigido». Thayer también menciona que el (eis) del versículo
en mención indica un «efecto», es decir, «todos fuimos bautizados por un solo Espíritu
con el efecto de participar completamente en un cuerpo”. El bautismo en el Espíritu es,
por consiguiente, teológicamente anterior al bautismo en el cuerpo, pues el bautismo en
el Espíritu es la incorporación expansiva y trascendental dentro del reino de Dios que
constituye el cuerpo, y en el que el cuerpo participa para su vida y misión. Sin embargo,
el bautismo en el Espíritu es, al mismo tiempo, una iniciación a la comunión
reconciliada y conciliadora de personas en medio de límites culturales.

El bautismo en el Espíritu es un bautismo en una dinámica eclesial, el Espíritu eclesial.


Por gracia, el Espíritu llega a nosotros en empatía y solidaridad para que, en el Espíritu,
hagamos lo mismo con otros en el mundo, especialmente entre aquellos que sufren. Para
Pablo, el Espíritu está afectado por nosotros y unido con nosotros aun en nuestra
debilidad más profunda y gemido interior por la redención (cf. Ro 8:26). Al llegar en
solidaridad con nosotros, el Espíritu fomenta el testimonio de Jesús quien viene en
solidaridad con nosotros por la gracia de nuestra redención. Jesús, como el Hombre para
los demás, está presente en el Espíritu como el Espíritu para los demás al santificar e
investir con poder a la iglesia, corno la iglesia para los demás. Esta «presencia para los
demás» está en el corazón de una eclesiología bautizada en el Espíritu.

Pablo, entonces, vincula la llenura del Espíritu a una vida y participación comunitaria:
«Sean llenos del Espíritu. Anímense unos a otros con salmos, himnos y canciones
espirituales» (cf Ef 5: 18-19). El bautismo en el Espíritu a la luz de la koinonía, por
consiguiente, significa que la iglesia, en el poder del Espíritu, no solo es una asociación
voluntaria de creyentes individuales sino más bien una comunión cultivada y empática
que reconcilia a diversas personas para que puedan llevar unas las cargas de las otras en
el amor de Cristo. Hay un grupo dinámico en el Espíritu que debe ser nutrido y
cultivado a través de la predicación, el sacramento y una variedad de expresiones llenas
de los dones. El bautismo en el Espíritu es experimentado por individuos, no aislados
sino en preparación para la koinonía. El bautismo en el Espíritu es experimentado por
una iglesia en comunión, pero siempre de manera que responda a las necesidades e
interacciones concretas de los individuos. Sin embargo, previo a tales experiencias, el
bautismo en el Espíritu es también un suceso que constituye a la iglesia. La koinonía
implica una interpretación diferenciada del bautismo en el Espíritu como una dinámica
diversa, relacional y polifónica de constitución y renovación por el Espíritu de Cristo.

No hay plenitud espiritual separada de la koinonía. La plenitud vendrá finalmente


cuando «todos llegaremos a la unidad de la fe a una humanidad perfecta que se
conforme a la plena estatura de Cristo» (Ef 4: 13). El bautismo en el Espíritu concebido,
por consiguiente, promueve una vida en perfecta unidad, diversidad y riqueza
carismática. Habla de una profunda necesidad dentro de la humanidad y de toda la
creación de ser renovada por medio de una relación y comunión bendecida. Es a esta luz
que un breve análisis de una antropología relacional puede ayudarnos a entender mejor
la vida de las criaturas en el creator Spiritus, que guarda relación con el bautismo en el
Espíritu, como una doctrina de la renovación de la vida comunitaria.
Capítulo Quince

Hacia una antropología del Bautismo en El Espíritu

“En el principio estaba la relación”. Estas palabras, escritas por el gran filósofo judío,
Martin Buber, en su obra clásica: 1 and Thou [Yo y tú], es un obvio juego de palabras
tomadas del relato de la creación de Génesis. La intención de Buber es clara: la
«relación» no es un lujo o una adenda a la existencia humana. Hay algo con respecto a
las relaciones que es «ontológico» o esencial para la existencia humana o ese modo de
ser que llamamos «humano» y «creatural», La necesidad de tener relaciones es algo
innato, pues parte de la interdependencia de todo en la vida que es evidente, por
ejemplo, de la experiencia del bebé en el vientre. El bautismo en el Espíritu, como un
puente a la comunión, presupone una antropología relacional, por lo tanto, el hecho de
que la relación es fundamental para la existencia y la identidad humana no es difícil de
entender. Los sicólogos infantiles nos informan que la vida de un niño florece en
vínculo con otros seres significativos y adquiere identidad al verla reflejada en los
rostros y actitudes de aquellos con los que infante tiene relación. Hay aún una clase de
vínculo con otros dentro del vientre, Luego el niño nace en un idioma y una estructura
social que moldea su forma de percibir el yo y el mundo. El yo es la relación consigo
mismo, la comunión consigo mismo, para bien o para mal. Dado que una persona se
mueve dentro de una red de relaciones humanas siempre complejas, su sentido de
identidad crece con la misma complejidad. Puede ser un padre, un amigo, un hermano,
un vecino, etc.; todas son etiquetas que les colocamos a las diferentes clases de
relaciones, que son inciertas y están en constante cambio. Una persona se mueve en
comunidades aparte de la suya, produciendo una colisión de mundos y una mayor
expansión del sentido del yo.

Constantemente se nos recuerda que ninguna persona es una isla. Las relaciones no son
externas a nosotros sino representan un campo complejo de la vida en el cual definimos
nuestra misma existencia, nos guste o no. Hablamos sin entender entre alejamiento y
acercamiento, dos cosas que son señales de una realidad caída así como aquella que
distorsiona nuestras almas o lo más Íntimo de nuestro yo. Esta realidad caída es
esencialmente relacional, como lo son los síntomas de la destrucción y opresión que
sentimos en medio de esta. El clamor por la gracia, así como el anticipo de esta también
es relacional. Nosotros gemimos con la creación entera por la liberación (cf Ro 8:26).
Todo esto nos ayudará a entender el idioma de la redención implícitamente relacional
de la Biblia (incluido el bautismo en el Espíritu), así como el rol esencial de la
comunión de los santos para ocasionar esta redención. Lo que dije hasta ahora, por
consiguiente, con respecto a cuán esenciales son las relaciones para la existencia
humana, no intenta promover la idea de que no hay un sentido del yo distinto al de los
demás. De hecho, las relaciones implican la existencia de un yo distinto (aunque
finalmente inseparable) al de los demás. Bonhoeffer dijo algo apropiado en su obra
clásica Sanctorum Communio: «Se podría decir que reconociendo un Tú, una
conciencia ajena, separada y distinta de mí, me reconozco a mí mismo como un «Yo», y
así la conciencia de mi propia identidad se despierta. De hecho, es natural en nuestro
desarrollo incorporar a unos y mantener a distancia a otros. Los límites de nuestra
existencia tienen barreras y puentes por igual.

El resultado de la dialéctica de la distinción y conexión de la relación en sí misma es


que la unidad nunca requiere de uniformidad o de deshacerse del yo distinto. De hecho,
esto significaría la destrucción del yo, como lo sería una separación del yo de otros. Un
yo saludable se desarrolla en medio de una constructiva y creativa interacción de
distinción y conexión. Aunque el «Yo» solo viene de conocerse a sí en relación al «Tú»,
al implicar el rol esencial de la relación en la conciencia de la propia identidad, el «Yo»
y el «Tú» no pierden su distinción en un «espíritu» impersonal que todo lo abarca.
Nunca perdemos nuestra capacidad de discriminar, en cierta medida, al elegir o vivir
dentro de nuestras relaciones, tampoco es necesariamente perjudicial tal discriminación.
En otras palabras, el concepto de las relaciones conlleva las dos realidades de la
interdependencia de la gente para su sentimiento del yo (el rol esencial de la relación en
la vida humana) y para la existencia distinta de un yo en relación a los demás (un yo
que no está perdido en un ego corporativo o un espíritu sin la capacidad de un grado de
libertad para relacionarse sabiamente con los demás). Analicemos un poco más esta
idea de la existencia distinta del yo separado de los demás. Si no hubiera un yo tan
definido, no habría libertad. Esto es porque el yo que no se distingue de los demás se
pierde o se disipa dentro de las expectativas de los demás. Por ejemplo, yo vivo en
medio de una multitud de relaciones. Soy esposo, padre, amigo, maestro y yo mismo.
Sin embargo, me comprometo en todas estas relaciones desde un centro de conciencia
de mi identidad que a veces redescubro y nutro en soledad. Sin este sentido del yo
separado de los demás, me vuelvo por completo dependiente de la aceptación de los
demás para obtener cualquier sentido de identidad. Tal dependencia puede tornarse
fácilmente en una realidad opresiva en la que los otros seres importantes de mi vida
pueden Controlarme al amenazarme con retirar su aceptación si no cumplo sus deseos.
También puede haber una manipulación opresiva de los individuos por el estado o las
poderosas influencias sociales o culturales. Carl Jung escribió The Undiscovered Self [El
yo oculto], como una crítica pasmosa de la «masa cerebral» que busca disolver la
psique individual en una identidad corporativa opresiva. El hecho de que «tengo una
vida» distinta a otra gente y otras fuerzas corporativas, me permite tener un libre yo, por
lo cual puedo dar todo de mí incondicionalmente a los demás sin tener en cuenta si son
recíprocos en especie.

Pero, ¿cómo obtengo esta «vida» o este centro que me permita tener libertad para
entablar relaciones sin ser abrumado por el alejamiento o acercamiento? En medio de
las' relaciones, buscamos descubrir un núcleo Íntimo, L1n «yo autónomo» que sea libre.
Pero tal autonomía es un engaño modernista que nos conduce al alejamiento y opresión.
Lo que se necesita de verdad es un yo en soledad. La soledad tiene que ver con un
espacio seguro para desarrollar el yo sin amenazas de abandono u opresión. Esto
presupone un contexto comprensivo, preferiblemente de amor y confianza
incondicional, algo que aún podría ser llamado «sacro». Pero, ¿dónde hay un contexto
así?

La obra de Anthony Storr, Solitude: A Return to the Self [Soledad: un regreso al yo], basa
la búsqueda de un contexto de confianza para la soledad en la capacidad temprana del
niño en el contexto de relaciones de confianza para estar solo. Durante los primeros años
de desarrollo de un niño, el apego por una figura se convierte en una parte de su mundo
íntimo, como alguien en quien el infante puede confiar en ausencia de la figura.? En otras
palabras, la capacidad de estar solo es un aspecto esencial del desarrollo saludable de un
niño en un contexto de confianza. Storr concluye, desde esta experiencia de la niñez,
que la «capacidad de estar solo, por consiguiente, está ligada al descubrimiento y a la
comprensión de sí mismo; y se vuelve consiente de las necesidades, sentimientos e
impulsos más profundos»." Storr critica como algo parcial la presuposición común de
que la madurez implica solo la capacidad de tener relaciones saludables. Además,
considera que la capacidad de estar solo también es una señal de madurez. La soledad
presupone, Y es requerida para la formación de relaciones llenas de confianza y gracia.
La capacidad de resistir el alejamiento o el acercamiento a la masa cerebral es la
capacidad para estar en soledad; la cual brinda el contexto en el que se cultiva un
sentido de un yo distinto a los demás. La soledad, como el contexto para comprenderse
a sí mismo, por consiguiente, se vuelve esencial en la vida como lo es el tiempo que se
invierte en cultivar las relaciones. Sin soledad, podemos estar a la deriva en nuestra
identidad, en medio de una miríada de relaciones con las expectativas y demandas que
estas conllevan, sin la capacidad de encontrar en soledad un centro de confianza
incondicional en el cual cultivar un libre y creativo sentido de comprensión de uno
mismo. Esta soledad es el centro por el cual podemos dar de nosotros a los demás.

Después de todo, no tiene sentido el hablar de sacrificio si primero no hay un yo para


hacerlo. Aunque Storr no lo dice, podemos agregar que la soledad en relación a Dios le
otorga a este centro de confianza incondicional un nombre y una narración para
apoyarlo. Uno cultiva una comprensión de sí mismo que es conectada a una fuente
constante de gracia y amor incondicional.

Nosotros aprendimos esto acerca de Jesús. Su soledad con el Padre originó un centro
del cual daba de sí a otros en resistencia a sus expectativas interesadas. Carl Jung
formuló una buena pregunta al respecto: «Tengo alguna experiencia religiosa y una
relación cercana con Dios que, por consiguiente, me mantenga cómo individuo, de
esfumarme en la multitud». Lucas nos dice, a través de su descripción del sermón de
Pablo en Atenas, que todos somos descendencia de Dios, es decir, que en Dios todos
vivimos y nos movemos y existimos (cf. Hch 17:28). Esto significa que, desde una
perspectiva teológica, es nuestro nacimiento de y en Dios lo que define para nosotros la
seguridad fundamental en la cual desarrollar un sentido saludable del yo en soledad. En
esta capacidad para confiar en Dios y recibir de él nuestro llamado y don para la vida,
descubrimos quiénes somos en relación a los demás.

El bautismo en el Espíritu debe ser una experiencia intensamente personal como


comunitaria. Como una señal privilegiada del bautismo en el Espíritu, el hablar en
lenguas demuestra por sí mismo ser esta clase de experiencia, es decir, una edificación
del yo ante Dios (cf 1 Co 14:3) y una experiencia colectiva en comunión con muchos
más (cf. Hch 2:4ss). Es esta ancla en la relación fundamental con Dios lo que nos
concede el poder para navegar en medio de las aguas de las comunidades humanas con
el timón de nuestro llamado en Cristo y nuestro don del Espíritu. También ganamos la
sobria mentalidad para resistir el pensamiento del mundo y no tener un concepto de
nosotros más alto del que debemos tener (cf Ro 12:1-3). Al descubrirnos a nosotros
mismos en Dios, en especial en soledad, adquirimos el espacio sagrado para brindarnos
libremente a los demás en una relación. Descubrimos una justificación en el Espíritu
por gracia más que por ley o cultura humana. Somos justificados por el Espíritu de Dios
por medio de nuestra participación en Cristo por fe. El bautismo en el Espíritu, por
consiguiente, nos libera para que nos demos en sabiduría y redención al amar a los
demás.

Si somos seres relacionales, tanto nuestra enfermedad espiritual como la necesaria


sanidad involucran también una dinámica relacional. Harry Snack Sullivan es conocido
por su teoría interpersonal de psiquiatría en la cual las relaciones se incluyen
prominentemente en nuestra interpretación de la restauración y la sanidad humana. 10
En un nivel popular, el conocido filme David y Lisa dramatizó para muchos cómo
puede haber sanidad en el contexto de las relaciones. David y Lisa, ambos pacientes de
una clínica de salud mental, terminaron recibiendo poca ayuda de sus terapeutas.
Irónicamente, mejoraron mientras se conocían uno al otro y, al final del filme, se ve que
pueden embarcarse juntos en una vida de entereza.

Esa sanidad y entereza interpersonal que puede suceder fuera de un compromiso


consiente con Cristo se debe a la existencia de la gracia elemental en el mundo. Toda la
vida está bendecida con gracia, pues en Dios el Creador todos «vivimos, nos movemos
y existimos» (Hch 17:28). Cristo, como el Espíritu bautizador, cumple su gracia
elemental en la redención para que pueda florecer en comunión con Dios y con los
demás en la iglesia. El Espíritu creará analogías de tales relaciones llenas de gracia en el
mundo, como una manera que prepararlo para la misión del bautismo en el Espíritu de
la iglesia. Por supuesto, también estamos heridos, ya que la iglesia es un hospital para
enfermos (Lutero). Somos una comunidad de sanadores heridos.

Necesitamos analizar este proceso de sanidad y redención interpersonal de manera más


específica. Anteriormente mencioné que todas las relaciones involucran discriminación
y aceptación por igual. En cierto sentido, tal proceso es natural. Sin embargo, se vuelve
una problemática cuando los límites distintivos para nuestra existencia se tornan en una
exclusión pecaminosa. Como Volf nos enseñó, la solución está en la voluntad redentora
que abrazamos. La voluntad que abrazamos que viene del Espíritu de Dios presente en
Cristo busca crear espacio para los demás para que sean una parte de uno mimo sin
participar de cualquiera de las experiencias de alejamiento o acercamiento.

Volf específica que esta gracia es expresada en la voluntad de abrazar, ya que el


verdadero abrazo requiere de dos o más que se conecten de una manera que no oprima o
explote a otros. Volf habla del yo en una nueva versión de la imagen de Cristo, un «yo-
descentrado» que se somete al señorío de Cristo y a la voluntad para ser transformado y
admitir a otros dentro, sin oprimirlos o destruirlos. El Espíritu de Dios es activo en estas
transformaciones misericordiosas de las personas en una relación. Volf menciona: «El
Espíritu entra a la ciudadela del yo, descentra el yo y lo moldea a imagen del Cristo que
se da a sí mismo, y libera su voluntad para que pueda resistir el poder de la exclusión en
el poder del Espíritu» de abrazar.
La propuesta cristiana de un yo descentrado ubica la confianza en la comprensión de sí
como algo esencial para la soledad en una relación con Cristo en el Espíritu. El Espíritu
permite una confesión vivida de Cristo como el Señor. La soledad, por consiguiente,
elude una preocupación narcisista con la identidad personal al obtener el apoyo de su
confianza desde una fuente de amor y gracia incondicional que nos afirma en nuestro
exclusivo llamado, pero también nos impulsa más allá de nosotros hacia los demás. La
soledad está, entonces, ligada a la comunión por medio de! bautismo en el Espíritu. La
meta no es la referencia de sí mismo sino la dedicación a Dios y la empatía profética
hacia los demás en el Espíritu. La empatía implica una participación de una vida en
común, la capacidad de sentir algo por el sufrimiento y la felicidad de los demás y la
capacidad de sobrellevar unos las cargas de los otros. Por medio de! bautismo en el
Espíritu, evitamos el alejamiento (una búsqueda de soledad que pierde la comunión) y
el acercamiento (una búsqueda de comunión que sacrifica la soledad).
Consecuentemente, si la sanidad es relacional, así es nuestra enfermedad espiritual. Es
realmente importante, como Walter Brueggemann nos muestra, que la narración de
Génesis muestra a la serpiente del Jardín entablar una conversación con Adán y Eva
acerca de Dios con el propósito de poner en duda las intenciones de Dios. Esta es la
primera conversación «acerca» de Dios más que con Dios, y no es positiva en esencia.
De hecho, está dirigida a excluir a Dios o, en efecto, a tener lugar «a espaldas de Dios».
A la luz de la opinión de Brueggemann, podemos notar que hubo en verdad un quiebre
fundamental de la confianza entre la humanidad y Dios, aun antes del acto de
desobediencia de la humanidad al comer el fruto prohibido. La soledad genuina se
perdió como comunión genuina, porque ambas solo son posibles en el contexto de una
relación de confianza con Dios. Estas fueron reemplazadas por el alejamiento y la
opresión.
Digno de mencionar es el hecho de que la confianza también parece rota entre Adán y
Eva como consecuencia de haber comido el fruto en desobediencia al buscar
conocimiento fuera de la voluntad y dirección de Dios. Aunque Dios intentó que ellos
llevaran la imagen divina juntos por medio de la procreación y el señorío responsable
sobre la creación (cf Gn 1:27-28), Adán decidió seguir solo. En vez de tener todas las
cosas subordinadas a él y a Eva como socios que llevan la imagen divina, Eva está
subordinada a él, mientras él rige solo. El deseo de Eva será para él, pero todo lo que
ella recibirá es la dominación de él sobre ella (cf. Gn 3.16). Su sociedad se rompe y ella
es humillada por medio de la subordinación. Dado que Adán ya no confía en la mujer,
debe mantenerla en su lugar. Esto es la maldición que Eva debe soportar como la
oprimida, y Adán, como el opresor, debe resistir el alejamiento de ella y de la voluntad
del Creador. Las relaciones en general ahora son un campo de minas de posible peligro
que involucra una potencial explotación y manipulación. Las comunidades, idiomas y
estructuras sociales en las que nacemos condicionan nuestras relaciones y las
distorsiona desde el comienzo. Dado que la relación es ontológica para nosotros como
humanos, la imagen de Dios se desluce como una realidad compartida, y su corrupción
se convierte en una dinámica social. Nosotros nacemos en pecado y opresión, no solo
hacia Dios sino hacia los demás. La liberación de esta maldición es la promesa del
bautismo en el Espíritu. El bautismo en el Espíritu reemplaza la opresión simplemente
con una comunión de amor. El bautismo en el Espíritu tiene a la iglesia como su locus
necesario y natural, mientras nos dirigimos hacia la transformación de la creación donde
habitará la justicia.
La entrega que Jesús hizo de sí mismo a Dios ya los demás es el modelo de la imagen
divina para nosotros. Aunque Jesús estaba condicionado por su posición, resistió al
maligno y al impacto opresivo para ser una fuerza redentora dentro de él. No permitió
que el medioambiente cultural o las fuerzas de las expectativas de los demás finalmente
lo definieran; solo la voluntad del Padre fue su sustento diario. En su tentación en el
desierto, Jesús afirma una y otra vez su identidad como Hijo de Dios contra los halagos
y ofrecimientos del enemigo. De haber aceptado el ofrecimiento de Satanás, los halagos
y la misión recibida en el proceso lo hubieran esclavizado y destruido. En la seguridad
de su yo en comunión con el Padre, distinta a las explosivas expectativas de los demás;
Jesús pudo derramarse a sí mismo en la redención por la humanidad para después
transmitirle el Espíritu de Dios. Su rol como el Espíritu bautizador se levantó por medio
de su devoción inquebrantable al Padre, que concedió el Espíritu a través de él.
En el contexto cristiano, por consiguiente, hablamos de morir al yo, al yo esclavo del
pecado y la muerte, a fin de despertar a un nuevo sentido del yo en relación a Dios por
medio de Jesucristo. Este nuevo sentido del yo en Cristo no anula nuestra antigua
humanidad sino más bien la transforma y la completa. El único yo que clama desde la
infancia por una relación y libertad se cumple en una íntima relación con Dios por
medio de Jesucristo. Pablo resume el asunto cuando declara que fue crucificado con
Cristo: «He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí»
(Gá 2:20). La crucifixión con Cristo no anula el yo humano que clama para tener
relación y libertad; este yo vive, se cumple por medio de la participación en la relación
filial de Jesús con Dios en el poder del Espíritu.
Esta preservación y desempeño del yo único es el motivo por el cual el bautismo en el
Espíritu no termina con la diversidad de lenguas o de dones posibles en una comunidad
de individuos exclusivos. La comunidad llena de los dones, que surge del
derramamiento del Espíritu por medio de Cristo, es una comunión mutua e interactiva
en la cual «cada ligamento de apoyo» contribuye a edificar la iglesia en amor, «según la
actividad propia de cada miembro» (Ef 4: 16). El bautismo en el Espíritu realza estas
funciones exclusivas de los miembros y los preserva mientras son propagados en la
comunión de la vida divina. Las personas que llegan a Cristo no son anuladas en su
particularidad para convertirse en una comunidad de «zombis uniformes». «Si todo el
cuerpo fuera ojo, ¿qué sería del oído?» (1 Ca 12: 17). El Espíritu es único. El Espíritu
lleva a cada persona a una vida de comunión divina, sin anular su particularidad, sino
más bien la realza y completa. Cada uno es despojado de sus tendencias egocéntricas y
liberado para ser todo lo que fue destinado a ser en su particularidad.
Es importante notar en este momento las implicaciones de la resurrección corporal de
Jesús para una interpretación holística del bautismo en el Espíritu, pues involucra no
solo el «yo interior» sino también todo el reino de nuestra vida corporal o encarnada,
que incluye la red de relaciones en las cuales vivimos y florecemos como individuos. El
movimiento gnóstico de los primeros siglos de la historia de la iglesia separó la
redención del reino de la mente o el «espíritu» del reino de la carne. La separación de
mente y cuerpo helenista ha plagado la teología cristiana desde siempre. La obra del
Espíritu Santo fue, de ese modo, severamente restringida al reino del esclarecimiento
espiritual. Los reinos de la existencia física y social fueron removidos de la obra de
Cristo y el Espíritu al anular la importancia de los sufrimientos y muerte física de Jesús,
su resurrección corporal por el Espíritu de Dios a una vida nueva, y el derramamiento
del Espíritu sobre toda carne por medio de su existencia glorificada. Consecuentemente,
el yo relacional se disipó cuando comprendimos la obra del Espíritu. Fue fácil ver la
obra de la iglesia como una simple adenda a la vida del Espíritu.
Pero el evangelio gnóstico no es el evangelio del Nuevo Testamento. El evangelio
bíblico proclama a un Dios que entra a nuestro pecado y muerte, que incluye las
relaciones rotas y divididas que claman por gracia. El Espíritu nos indica el camino a la
redención y la vida nueva por medio de la resurrección corporal de Jesús de la muerte.
No hay posibilidad, dentro del mensaje de la resurrección de Jesús; de que la gracia de
Dios pueda ser limitada a un yo individual ante Dios. Tal limitación afectaría a un reino
de existencia irreal y abstracta, removida de la vida por ser realmente encarnada y
vivida en la carne.
Como Michael Welker demostró perspicazmente, la «toda carne» a ser bautizada en el
Espíritu, mencionada en Hechos 2, es específica en cuanto a relaciones; jóvenes y
adultos, hombres y mujeres, ricos y pobres. Se cruzan las barreras, y se produce la
reconciliación en la comunión de Dios por medio del bautismo en el Espíritu. Murray
Dempster menciona apropiadamente que hay importantes irrumpimientos en las
relaciones llenas de gracia dondequiera que la gente sea llena del Espíritu en Hechos.
Hay reconciliaciones por doquier entre judíos y samaritanos, Pablo y los cristianos que
él perseguía, judíos y gentiles, seguidores de Juan el Bautista y seguidores de Jesús,
etc., a través de la existencia del bautismo en el Espíritu. La gracia del bautismo en el
Espíritu toca y afecta nuestras relaciones y, vista desde otra perspectiva, puede llegar a
nosotros por medio de las relaciones. La transmisión del Espíritu por imposición de
manos es un símbolo adecuado de la dinámica relacional del bautismo en el Espíritu.
El Espíritu es el que «va-entre-Dios» y, como tal, bautiza a la gente y los introduce a un
reino de relaciones moldeadas por el amor divino. El bautismo en el Espíritu inspira en
parte la existencia eclesial, "eso es, la existencia dentro de una red de relaciones llenas
de gracia, como una manera de darnos un anticipo de la redención futura y que nos
permite ser testigos vivos para esta redención presente en el mundo. Dado que las
personas son seres relacionales, John Zizioulas menciona que «la iglesia no es
simplemente una institución. Es un "modo de existencia", una manera de ser». La vida
de la iglesia es esencial para nuestra vida nueva en Cristo, porque la vida nueva
involucra relaciones renovadas. El bautismo en el Espíritu nos enviste de poder para ser
testigos como alguna clase de energía-invisible aplicada a la vida desde afuera. Somos
investidos al ser cambiados y moldeados en una persona capaz de formar y cultivar
relaciones llenas de gracia con otros a la imagen de Dios. El poder para ser testigos es
el poder del amor en acción entre nosotros. En verdad hay una conexión integral entre
el bautismo en el Espíritu y la proliferación de los dones espirituales de la iglesia.
A la luz del profundo clamor por una comunión llena de gracia en el mundo, ¿podemos
considerar justificablemente a Jesús como el único Espíritu bautizador que imparte el
Espíritu de comunión? ¿No haría nuestra antropología relacional que consideremos a
Jesús simplemente como un símbolo entre muchos otros en la historia humana, de cómo
la humanidad encuentra una comunión redentora en respuesta al clamor de sus almas?
Además, ¿no sería más presuntuoso y aun opresivo presuponer que la iglesia es elegida
exclusivamente entre todas las comunidades de fe o buena voluntad del mundo para ser
la señal central y el instrumento de la vida bautizada en el Espíritu y la comunión? El
Pentecostés es pluralista en naturaleza, expresado en diversas lenguas. Pero, ¿este
pluralismo eclesiológico insinúa un pluralismo religioso más radical que hace a Cristo
solo una avenida del Espíritu entre otros? ¿Hace el testimonio del Espíritu del reino de
Dios tan relativa a la iglesia para que esta pueda no optar por el llamado de ser el
principal testigo de Cristo en el mundo? A continuación abordaré estas preguntas a la
luz del bautismo en el Espíritu.
Capitulo dieciséis.
Una Iglesia Bautizada en El Espíritu Santo: El Desafío Pluralista
Aquellos que toman el bautismo en el Espíritu Santo y el símbolo del Pentecostés
seriamente como e! punto de partida para la eclesiología serán atraídos desde e!
comienzo al desafío de! pluralismo para la legitimidad de la iglesia y su proclamación,
especialmente su relación integral asumida con e! histórico Jesús y el reino de Dios que
él proclamó. Después de todo, como ya vimos, el bautismo del Espíritu y el Pentecostés
son una completa pluralidad y diversidad, así como el cumplimiento en la historia del
reino de Dios proclamado por Jesús. Muchos tomaron el pluralismo como parte de la
redención del reino como el contexto en el cual rechazar el rol único de la iglesia como
la señal central y el instrumento del reino en el mundo, ¿Cómo puede e! bautismo en el
Espíritu ayudarnos a contrarrestar este rechazo? Mientras nos acercamos al desafío del
pluralismo para la iglesia, nos sentiremos inquietos por la declaración bien conocida de
Alfred Loisy de que Jesús proclamó el reino de Dios, pero que lo que obtuvimos fue la
iglesia. Aunque el comentario de Loisy no tuvo la intención de ser un juicio negativo
sobre la iglesia, ciertamente fue usado como tal. No hay nada nuevo sobre las
presuposiciones de que la proclamación de Jesús sobre el reino de Dios pone en duda el
llamado de la iglesia en Cristo. Por ejemplo, Herman Ridderbos notó en su estudio de
las relaciones entre el reino y la iglesia que el punto de vista escatológico de la
interpretación de Jesús sobre el reino de Dios excluye cualquier adelanto de la
predicación de Jesús sobre e! futuro origen de la iglesia, pese a las implicancias de
Mateo 16:17-19.
También fue asumido que el origen de la iglesia y la proclamación de Jesús como el
Salvador divino fue una especie de acción substituta en respuesta al fracaso de las
expectativas de Jesús de que el reino de Dios vendría pronto. Jesús, el proclamador, se
convirtió en el proclamado, porque el reino de Dios proclamado por él no se
materializó. El reino fue, entonces, espiritualizado y se desarrolló un culto a Cristo para
poder tener acceso a él. A aquellos que no aceptan lo que relata la iglesia de su muerte y
resurrección, y de la comisión que le dejara a la iglesia para proclamarlo a las naciones,
solo les queda un noble ejemplo del valor de Jesús para soñar algo imposible.
Especialmente a un nivel popular, sin embargo, esta presunta discrepancia entre el reino
proclamado por Jesús y la iglesia toma un aura de conspiración de parte de la iglesia
primitiva para exaltar a Cristo al estatus divino a fin de obtener poder político en el
mundo. Esta crítica fue expresada recientemente con una fuerte tendencia anti-católica.
Por ejemplo, The Da Vinci Code [El código Da Vinci] de Dan Brown, nos ofrece, en un
punto crucial de la historia, una breve «lección» de las implicaciones políticas del
dogma cristológico, El rol de Cristo como Redentor ye! drama total de la Semana Santa
se dice que fue «extraído de los paganos» o de los cultos de redención paganos. La
confesión de la deidad de Cristo de Nicea es, entonces, identificada como el resultado
de un «voto relativamente cerrado» en el esfuerzo controversial de los líderes de la
iglesia católica por formar una «nueva zona de influencia del Vaticano». «Hasta aquel
momento de la historia», la lección continúa; “Jesús fue visto por sus seguidores como
un profeta mortal, un hombre grande y poderoso, pero no obstante un hombre. Un
mortal”.
Desde luego, esta falta de conciencia de las afirmaciones de la deidad de Cristo
anteriores al siglo cuarto y la interpretación del concilio de Nicea como un poder
arrebatado por el «Vaticano», revela poco conocimiento de! actual desarrollo de! dogma
cristológico. No podemos negar que la iglesia de la era de Constantino se le concedió
privilegio y buscó poder. Pero este desarrollo requiere descripciones más cuidadosas y
precisas y un análisis de lo que está reflejado en la teoría conspirativa de Brown.
Desde luego, no vamos a esquivar los asuntos críticos que rodean el antiguo desarrollo
de la cristología, especialmente cómo se relaciona con la conciencia de la iglesia que
concierne a la relación de Jesús con Dios. Está más allá del alcance de mi propósito aquí
discutir la miríada de asuntos que rodean el diverso desarrollo de-la cristología en e!
canon de! Nuevo Testamento y más allá. Haré una pausa para mencionar que I. Howard
Marshall estaba en lo cierto al poner en duda la falta de evidencias contundentes en los
desarrollos «evolutivos» desde el cristianismo de los judíos palestinos hasta la antigua
Diáspora del cristianismo judío, hasta el cristianismo pre paulino de los gentiles y hasta
los desarrollos pos paulino.
La mayor problemática, según mi opinión, es la presuposición general dentro de esta
secuencia cronológica de una evolución dentro de la historia primitiva de la iglesia
desde un Cristo puramente humano a uno divino-humano. Este desarrollo desde una
baja a una alta cristología es puesto en duda no solo por Marshall sino también por
eruditos como Richard Bauckham y C. F. D. Maule, que encontraron una identificación
implícita de Jesús como Dios muy dominante a lo largo del Nuevo Testamento que debe
retrotraerse como una implicación extendida de las primeras proclamaciones de la
iglesia, aun en cierto sentido hasta Jesús mismo Moule concluye:
La evidencia, a mi entender, sugiere que Jesús fue, desde el principio, el indicado
a ser descrito en las maneras en las cuales, tarde o temprano, fue descrito en el
período del Nuevo Testamento; por ejemplo, como «Señor» y, aun, en cierto
sentido, como «Dios». Si tales términos son, de hecho, usados tarde o temprano,
mi argumento es que no evolucionaron fuera, por así decirlo, del original, sino
representan el desarrollo de las verdaderas percepciones del original.
Considerando que la crucifixión parece haber sido motivada por la acusación de
blasfemia, cierto sentido de la identificación de Jesús de sí mismo con la presencia y
reino de Dios debe haber sido esencial para sus obras y proclamación (que incluye la
limpieza del templo), y el impacto que tenía sobre su audiencia. En otras palabras,
concuerda con el gran Oscar Cullmann, en que los «altos reclamos cristológicos del
Nuevo Testamento que derivaron en las declaraciones confesionales de la iglesia,
concernientes a Jesús, se retrotraen principalmente a la «originalidad» de Jesús mismo,
y no son el mero producto de la cultura religiosa helenista.
En realidad, aunque Jesús atribuye todas sus obras a Dios el Padre o a Dios el Espíritu,
él no es, en su Persona, totalmente transparente en cualquiera de los relatos de sus
proclamaciones y obras en el Nuevo Testamento. Sería más preciso decir que él asumió
una identidad entre sus palabras y obras y las de Dios de una manera sin precedentes. La
autoridad que Cristo auto reclamaba, así como las presuposiciones de! Nuevo
Testamento concernientes a él como el Salvador o como el que transmite e! Espíritu
divino, dan a entender una identificación con Dios.
Como mencioné en el capítulo anterior, la básica presuposición de todo el Nuevo
Testamento de que Jesús fue levantado de la muerte como el que imparte o bautiza en el
Espíritu, apunta más que nada a su identificación con Dios. Como afirmé anteriormente,
Agustín reconoció esta conexión en el Nuevo Testamento: ¿Cómo, entonces, puede el
que da el Espíritu no ser Dios? En verdad, ¡cuándo Dios debe ser el que da a Dios!
Ninguno de sus discípulos alguna vez dio el Espíritu Santo; ellos oraban para que
viniera sobre aquellos a los que les' imponían las manos. Él lo recibió como hombre, lo
derramó como Dios» (De Trinitatis 15.46). Dado el propio testimonio de Pablo de una
unidad esencial de fe o kerigma, concerniente a Cristo en la iglesia desde el principio
(cf. 1 Ca 15:3-4; Gá 2: 6-10; Ef 4:5), la carga de las pruebas se transfiere a aquellos que
desean disputar ese reclamo. Los esfuerzos para hacer esto con uno de los «evangelios
perdidos» sigue siendo, a mi entender, especulativo y poco convincente."
Desde luego, poco convincente es, en especial, la teoría conspirativa de Brown. Pero
nosotros debemos ser prontos para agregar que no es muy fácil refutar la clase de crítica
cultural hacia la iglesia que esta representa. Muchos encuentran a la iglesia y su dogma
del Cristo divino exclusivamente intolerante, anticuado y tiránico en todas las áreas de
la vida. Los esfuerzos por comprometer a la iglesia con el poder de! estado
históricamente y con las nociones jerárquicas y jurídicas de la iglesia solo alimentan
esta percepción. El desafío pluralista que llegó a dominar estas críticas caló a fondo en
los corazones de muchos, debido a los fracasos de la iglesia de manifestar la libertad y
justicia del reino de Dios proclamado por Jesús. Podemos entender por qué muchos
disociarían el reino que Jesús proclamó desde la iglesia y conectarían de manera
simplista la deidad exclusiva de Cristo a dominaciones políticas y luego articularían la
libertad democrática con el pluralismo religioso.
El problema es que al desasociar la iglesia (especialmente su proclamación y dogma)
del reino que Jesús proclamó, necesitamos desasociar a Jesús del reino que proclamó, de
manera que lo haga a él reemplazable por otras figuras igualmente importantes. Mi
argumento es que la convicción del Nuevo Testamento concerniente al rol del Cristo
resucitado como el que imparte la vida nueva del Espíritu, hace de tal incierta conexión
entre la persona de Jesús y el reino que proclamaba algo imposible.
Un representante significativo de este esfuerzo por desasociar el reino de la iglesia es
John Hick, Él menciona que una nueva conciencia global dio origen a una rica
conciencia de un amplio surtido de fe y culturas que florecen alrededor del mundo, y
que es cada vez más difícil aferrarse a ideas anticuadas como la singularidad divina de
Cristo y el llamado singular de la iglesia para ser la señal e instrumento del reino de
Dios en el mundo. Esta nueva conciencia global, presuntamente, «socavó la
plausibilidad del tradicional sentido de superioridad cristiano y, de ese modo, estableció
una duda sobre la esencia teológica del dogma de Jesús de Nazaret como el Dios
encarnado. John Hick reclama que la autoridad dominante detrás de la presunta
proclamación de Jesús como el Hijo divino de Dios que llegó a redimir al mundo
«desapareció bajo escrutinio histórico».
Hick rechaza el pensamiento de James Dunn de que las posteriores afirmaciones de la
deidad de Cristo están implícitas en la asunción de Jesús del rol único en la
inauguración del reino, ya que Hick piensa que esta asunción cristológica «distaba
mucho de pensar que Jesús era Dios». Hick acepta la teoría de que, «como la Segunda
Venida no ocurrió, Jesús fue gradualmente elevado dentro de la iglesia gentil a un
estatus divino, y "Cristo" llegó para ser el equivalente en importancia "Hijo de Dios
para los pre trinitarios y eventualmente el "Dios el Hijo" para los trinitarios." Jesús, el
profeta que proclamó la venida del reino de Dios, se hizo a sí mismo el objeto de
proclamación. La proclamación de Jesús acerca del reino fue reemplazada
eventualmente por una dogmática compleja de la encarnación-Trinidad-expiación que
aseguraba la importancia perdurable de Jesús para la iglesia, así como la superioridad de
la misma en el mundo como la principal mediadora de la gracia.
¿Quién entonces, es Jesús para Hick? Su propia descripción lo dice. Él sigue a E. P.
Sanders al ver a Jesús como un profeta ungido que proclama la venida del día del
Señor." Como una reminiscencia del alcance de la teoría liberal de Jesús del siglo
diecinueve, Hick también encuentra que Jesús era profundamente consciente de la
presencia de Dios como Padre. De hecho, «la conciencia-de-Dios extremadamente
intensa [de Jesús] sustentaba una firme seguridad profética y poder carismático. Hick
encuentra algo de valor en una cristología de encarnación, sin embargo, dado que esta
implica la participación de Dios en la vida, especialmente en la vida de Jesús, este
mismo «refleja tanto el amor divino», que podríamos concluir e él «encarnó» a Dios en
un sentido metafórico. Desde luego, Hick encuentra razonable asumir otras
«encarnaciones» metafóricas también entre figuras de la historia de las religiones.
Sería interesante comenzar por preguntarle a Hick de qué manera, dentro de los límites
de su escasa interpretación del rol de Jesús como el profeta de los tiempos finales,
distinguiría entre Jesús y Juan el Bautista. Después de todo, Juan también fue un profeta
de los tiempos finales con una intensa conciencia de la presencia de Dios. Aunque
Jesús, de manera presumible, enfatizaba la paternidad y el amor de Dios mucho más que
Juan, ciertamente los evangelios eran unánimes (sin mencionar a Hechos) en que la
diferencia entre ellos-es más profunda que una variación de énfasis teológico. La
imperante en el Nuevo Testamento (especialmente en el propio testimonio de Juan) es la
suposición de que Jesús se distingue de Juan por ser el Espíritu bautizador, o el que
inaugurará el reino de Dios e impartirá nueva vida a aquellos que creen. Juan da
testimonio de que llegará para dar vida nueva, pero él no es. Decir simplemente que
Jesús es un profeta de los tiempos finales intensamente consciente de Dios trunca la
descripción de Jesús en el Nuevo Testamento ignora el rol del Cristo resucitado como el
Espíritu bautizador. Esta omisión es seria, dado el testimonio penetrante del Nuevo
Testamento sobre la importancia de Jesús como el que imparte el Espíritu de la era
venidera, a fin de ser el Salvador del mundo.
En verdad, como argumenté anteriormente, recibir el Espíritu de vida nueva de Jesús y
por fe en él es la única suposición que se extiende a lo largo de la descripción del
evangelio del Nuevo Testamento. La pregunta central implícita en el evangelio es:
«¿Cómo reciben el Espíritu?» (cf Gá 3:2), y la respuesta es por fe en Cristo y no por
obediencia a la ley. O la pregunta relacionada es: « ¿Qué nos conduce a la nueva
creación?» (cf Gá 6: 15).El eclipse de la neumatología bíblica y la separación de mente
y materia del oeste cambió la pregunta a ¿qué modela o imita para nosotros la calidad de
la conciencia humana de Dios? Esta es la pregunta de Hick, pero no es el
cuestionamiento central del evangelio. El asunto fundamental en el evangelio es
redentor, es decir, cómo alcanzamos la vida en el Espíritu. La respuesta que
encontramos casi universalmente en el Nuevo Testamento es que Jesús es el Espíritu
bautizador, el que imparte el Espíritu.
A esta luz, parece extraño que Hick usara una descripción moderna de la importancia de
Jesús como centrada en su «conciencia» de Dios, cuando históricamente se reconstruía
el rol de Jesús como profeta del reino de Dios, ya que tal especulación es bastante más
griega que judía, y además dista mucho de la preocupación explícita del Nuevo
Testamento. Aún más creíble como una tesis histórica es que Jesús se conectó
exclusivamente al Espíritu de Dios asociado dentro del enfoque apocalíptico de la
salvación de los tiempos finales de los judíos (cf. Jn 12: 28). Jesús no solo reflejaba o
revelaba una intensa conciencia de Dios sino, más bien, su originalidad estaba en la
presuposición de que él impartía el poder sanador del Espíritu de Dios junto a la sanidad
de la vida a los cuerpos de los demás: «En cambio, si expulso a los demonios por medio
del Espíritu de Dios, eso significa que el reino de Dios ha llegado a ustedes» (Mt
12:28).
El enfoque de Hick, de la conciencia religiosa de Jesús, está todavía más desconectado
históricamente de su rol como el profeta judío, que la afirmación de Niceno sobre el
como homoousios con el Padre, lo cual Hick encuentra que no se parece en nada a la
interpretación de sí mismo de Jesús. Que Jesús estaba consciente de Dios, intensamente
o no, no es una asunción profética única y difícilmente original de cualquier figura
religiosa digna de mencionar. Que Jesús puede transferir el Espíritu en nombre de Dios
hubiera sido mucho más sorprendente y además le hubiera explicado teológicamente a
Hick y a otros por qué la iglesia llegó a identificarlo con Dios. La raíz de Nicea es el
Pentecostés. Sin e! Pentecostés, Nicea es inexplicable, excepto como una consecuencia
de la religión helenista, o aun peor, un poder de seducción político.
Nosotros también tenemos buenas razones para cuestionar e! tratamiento, igualmente
problemático de Hick sobre las apariciones de Jesús después de la resurrección. La
afirmación de Jesús como el Espíritu bautizador requiere de su resurrección y
glorificación, dado que es desde la humanidad glorificada de Jesús que él imparte e!
Espíritu para inaugurar el reino como la nueva creación y e! lugar de la morada final de
Dios. También es la resurrección lo que conecta esencialmente a Jesús, el Espíritu
bautizador, al reino que él proclamó de una manera que le hace irreemplazable y único;
algo que Hick necesita negar para seguir siendo un pluralista religioso. Hick, por
consiguiente, especula que las apariciones posteriores a la resurrección de Jesús fueron
e! resultado de un mero estado mental entre aquellos que decían haberlo visto, como
«versiones despiertas» de algo análogo a una experiencia cercana a la muerte.
Que este tipo de fenómeno pudo haber sido experimentado por muchas personas, varias
veces y en varios lugares, hasta e! punto de haber fundado e! movimiento cristiano y
dado existencia a los documentos de! Nuevo Testamento es algo demasiado fantástico,
según mi modo de ver, para ser tomado en serio y requiere más fe que creer en la
resurrección corporal de la muerte asumida por los apóstoles (cf. Ro 8: 11). En verdad,
como Hick mantiene, los mártires del judaísmo antiguo podría decirse que habrían
tenido un impacto expiativo en los demás, pero semejante mártir apenas calificaba como
el Mesías en el pensamiento judío.
Similarmente, el punto de Hick de que la muerte de Jesús sin una resurrección literal no
hubiera hecho caer a sus seguidores en desesperación o no hubiera condenado al
movimiento de la iglesia primitiva, también debe cuestionarse a la misma luz. También
es verdad que la muerte de Juan el Bautista no significó el final de su movimiento (al
menos no a corto tiempo. Pero entonces, otra vez, no hay claras implicaciones de las
afirmaciones mesiánicas de Juan o de algunos de sus seguidores. Es la afirmación de los
primeros seguidores de Jesús, que Jesús, el crucificado es el Mesías esperado por Israel,
es lo verdaderamente extraordinario y, según mi perspectiva, no inteligible contra el
trasfondo de la tradición judía sin algo inesperado para informar, como la resurrección,
un punto que Hick no toma muy en serio.
Si Hick quiere interpretar las apariciones posteriores a la resurrección de Jesús como
una experiencia mental, es libre de hacerlo. Pero con toda sinceridad, hay que reconocer
que tal perspectiva hubiera llegado demasiado lejos desde la propia asunción teológica
de Pablo concerniente a la materia (o cualquier otro entre los primeros seguidores de
Jesús). Pablo pudo haber visto al Cristo resucitado en visión, pero fue claro al decir que
la resurrección de Jesús involucró la muerte del cuerpo de Jesús (cf Ro 8: 11). También
es certero, como Hick sostiene, que el estrato más antiguo del Nuevo Testamento no
hace referencia a una tumba vacía o al cuerpo visible-tangible resucitado de Jesús. 21
Pablo aun contrasta el cuerpo «espiritual» de la resurrección y el cuerpo terrenal de su
vida (cf 1 Ca 15:44). Pero el salto de estos factores a la reducción de las apariciones
posteriores a la resurrección de Jesús, como un estado mental de-experiencia-
corporativa, es grande en verdad.
Tal salto sigue siendo contrario a todas las indicaciones concernientes a la creencia de
los cristianos primitivos sobre la naturaleza del cuerpo resucitado. Aunque Pablo creía
que el cuerpo espiritual de la resurrección trasciende al cuerpo terrenal (pues la carne y
sangre no pueden dar cuenta del nuevo nacimiento o heredarlo), siguió involucrando al
cuerpo terrenal como su transformación (cf Ro 8:11; 1 Ca 15:51-54). Pablo, como un
judío apocalíptico, vio la resurrección de Jesús como una participación de la
transformación de su cuerpo mortal. Pablo vio el cuerpo transformado a un modo de
existencia «espiritual» más alto y escatológico.
Hick encuentra el desarrollo desde Jesús como el profeta del reino venidero hasta Jesús
como la encarnación del Logos divino, como algo demasiado grande para digerir,
porque rechazó e! eslabón entre estos como mediador por el testimonio en sí mismo del
Nuevo Testamento, es decir, a Jesús como el resucitado de los muertos por el Padre, por
medio de! Espíritu, a fin de que, como el Señor de la vida y e! Hombre glorificado,
impartiera el Espíritu divino para la renovación de la creación. El problema básico es
que Hick rechaza el rol de Jesús como e! Espíritu bautizador. Como observamos antes,
e! rol de Jesús como el Espíritu bautizador que actúa de mediador entre el rol de Jesús
como e! profeta del reino de Dios y la vida y el dogma de la iglesia posterior,
especialmente la Encarnación-Trinidad-Expiación es complejo, lo cual Hick considera
que no se parece en nada a la conciencia del reino de Jesús. Para Hick, semejante
conciencia no se parece en nada al dogma final de su identificación con Dios, solo
porque el eslabón entre estos en el rol de Jesús como el resucitado de la muerte para ser
el Espíritu bautizador fue ignorado o eliminado.
El bautismo en el Espíritu no solo nos lleva a criticar la interpretación de Hick de la
tensión entre Jesús como el profeta del reino de Dios y e! origen de la iglesia y su
kerigma de Jesús como el divino Salvador. También nos brinda los recursos para tratar
la conexión que Hick asume entre el kerigma y la autoridad jerárquica de la iglesia, y
tratar e! poder políticamente. El bautismo en el Espíritu, descrito en el Nuevo
Testamento, no puede ser usado para justificar una ideología política o cultural reinante.
Las lenguas en el Pentecostés (cf Hch 2) implican que la iglesia constituida por el
bautismo en el Espíritu es una que involucra una vasta diversidad de voces globalmente
en el discernimiento de la verdad de Cristo. El Pentecostés se centra en el Cristo
resucitado como el Impartidor de vida nueva, pero también inspira muchas lenguas cada
una desde su propio trasfondo cultural para expresar la importancia de Jesús para la
salvación humana.
Es Cristo la Persona trascendente y viva, no una ideología, el centro del testimonio
multilingüe de! Pentecostés. Ninguna lengua simple puede dar testimonio
adecuadamente de este centro, o hacer cualquier afirmación absoluta de su misión final.
El Espíritu es la persona en muchas personas o el que atrae a la creación en toda su
diversidad y relaciones para la renovación de la vida. El bautismo en el Espíritu, por
consiguiente, «encarna» la presencia de Cristo en un cuerpo de creyentes que involucra
muchas culturas y expresiones de fe diferentes. La implicancia del Pentecostés es
pluralista e interactiva, no jerárquica y dominante.
Lucas llega a implicar que las culturas globales (que incluye también las religiones) no
son solo accidentes de la historia o trucos de Satanás sino en realidad son guiadas por la
divina providencia, como un legítimo andar a tientas tras Dios, y una respuesta real a la
presencia divina en el mundo por medio de! Espíritu de Dios, puesto que en él vivimos,
nos movemos y existimos (cf. Hch 17:28). Esta vida, movimiento y existencia entre la
humanidad histórica, seguramente se retrotrae a la migración de gente a lo largo del
mundo entre diversos idiomas y culturas referida en la rendición de Lucas del mensaje
de Pablo en los dos versículos previos (cf vv. 26-27). En otras palabras, Lucas asume
que la cultura de uno está conectada a nuestra existencia en el mundo, y él ubica esa
existencia en Dios como Creador y en su providencia divina que misericordiosamente
nos conduce a ese todo de existencia.
El Pentecostés, la legítima búsqueda de Dios implicada en varias expresiones culturares
y religiosas encuentra su cumplimiento en la gracia de Dios revelada en el Cristo
resucitado como e! que imparte el Espíritu en los últimos días. No se olvidan sino se
afirman sus diferencias e historias pasadas, y se les concede una nueva lealtad y una
nueva dirección. En el proceso, se olvidan todos los ídolos y se podan las culturas. Pero
también se demanda a la iglesia una poda crítica. Aunque la iglesia es el locus central
del reino de Dios en el mundo, también es un compañero de viaje afectivo con las
religiones del mundo mientras muestra la superioridad de Cristo. El bautismo en el
Espíritu puede ser desarrollado para responder a la crítica de Hick por la superioridad
eclesiástica en el mundo, pero de una manera que rechace su reducción de Jesús a
simplemente un símbolo sagrado entre otros.
El asunto de la superioridad de la iglesia, sin embargo, debe tomarse muy en serio. Hay
ejemplos más que suficientes del abuso de poder de la iglesia o de la insensibilidad
cultural a lo largo de los siglos que alimentan las preocupaciones de Hick. En este
contexto, e! bautismo en e! Espíritu no debe verse de manera triunfalista, sin ninguna
sensibilidad por los asuntos de poder e influencia política, debe observarse como la
impartición del Espíritu del Cristo crucificado que resucitó para conceder vida y
libertad, especialmente en solidaridad con aquellos que sufren. Como escribió
Moltmann: «No se debe permitir que la transfiguración de Cristo en el Espíritu de
gloria arroje una luz tan deslumbrante que nuestros ojos queden ciegos a su muerte en
abandono por Dios».
Zinzendorf, por consiguiente, escribió que Jesús concedió el Espíritu desde sus heridas.
Qué imagen tan adecuada de la conexión entre el reino y el Espíritu de Cristo y la
acción de Cristo al darse a sí mismo en devoción al Padre y al mundo en la cruz. En
verdad, es «por el Espíritu eterno» que Cristo se ofreció a sí mismo en la cruz (cf. Heb
9: 14). El Espíritu derramado desde el Cristo resucitado y glorificado se mantuvo
conectado a la importancia del Cristo crucificado así como al amor sacrificial que tuvo
lugar allí. La iglesia bautizada en el Espíritu afirma no tener un privilegio inherente,
excepto el privilegio de dar testimonio a otros, es decir, el testimonio del Cristo
crucificado y resucitado, y vivir una vida crucificada en solidaridad con el sufrido y
oprimido en el mundo.
Me doy cuenta que su postura no satisfará a todos, ofendidos por las afirmaciones
exclusivistas de la salvación por Cristo solo como el Espíritu bautizador. Pero debemos
tener en mente que ninguna postura religiosa, ni aun la opción pluralista de John Hick,
se encuentra totalmente inmune de la acusación de privilegio injustificado. Los ateos
que encuentran toda plática de los recursos de amor religiosos o trascendentes como
algo absurdo y opresivo acusarán a los pluralistas religiosos al implicar que la persona
religiosa es más sabia o más consciente de la esencia del amor que aquellos que
rechazan cualquier noción de Dios. Algunos serían prontos en mantener que lo que
retrasa la cultura y la política no son solo las afirmaciones exclusivistas concernientes a
Cristo sino la religión en general; cualquier religión o noción de trascendencia. El
asunto de superioridad no puede ser evitado por la persona de fe, cualquier fe religiosa,
ya sea que se enfoque en «Dios» o en la «realidad» trascendente. Hick debe enfrentar,
también con respecto a su fe, de una forma análoga, el asunto que plantea a los
cristianos. Solo una persona de fe en Dios puede ser cuidadosa al interpretar la fe de
una manera que atraiga la atención a la gracia y no al privilegio.
Desde luego, si el dogma cristiano marca límites muy estrechos o no, aún debe ser
enfrentado. Marcar los límites del Espíritu bautizador para Cristo solo es
cristológicamente exclusivista, pero creo, igual que Jan Lochman, que tratamos aquí
con un exclusivismo de Cristo «y no con el principio del servicio a sí mismo del
sectarismo». Es un exclusivismo únicamente inclusivo a un nivel eclesiológica, una
«solidaridad incondicional con otros más allá de todo abismo y barrera humana». El
resultado será que la claridad concerniente a los límites que rodean a Cristo producirá
una cierta falta de claridad que involucra los límites de la iglesia. Esto es todo lo que
podemos decir cristológicamente en respuesta a Hick sin salirnos de la proclamación
del evangelio. Simplemente no hay manera de eliminar al Cristo resucitado como el
Espíritu bautizador del evangelio sin afirmar otro evangelio.
La identificación exclusiva del Espíritu al Cristo crucificado y resucitado, como el
Espíritu bautizador e Inaugurador del reino de Dios, significa que la iglesia es iglesia
por la gracia de Dios y debe vivir de una manera que exalte a Cristo y no a sí misma,
como la que inaugura y perfecciona el reino de Dios en el mundo. Él es el autor y
perfeccionador de la fe, porque conquistó la muerte con una vida indestructible (cf Heb
2:14-15; 7:16; 12:2). Un enfoque sobre la gracia más que sobre el privilegio implica
que la iglesia se atreva no simplemente a identificarse a sí misma con el reino de Dios
en el mundo. La iglesia bautizada en el Espíritu, como la señal de la gracia en medio de
un mundo sin gracia, vive desde el reino como su principal testimonio viviente.
Nuestra defensa de la elección especial de la iglesia como el cuerpo de Cristo, a fin de
ser la comunidad bautizada en el Espíritu, no puede ser tomada para dar a entender que
podemos proponer una identificación incondicional entre la iglesia y Cristo, el Espíritu
o el reino de Dios. La iglesia es el resultado natural del derramamiento del Espíritu que
penetra en el reino de Dios, pero la iglesia no puede identificarse simplemente con el
reino de Dios. Solo el testimonio de Cristo es idénticamente incondicional con el reino
de Dios. Solo en él está el Espíritu dado sin medida. Como Donald Baillie menciona en
su provocativo intento por dar la deidad de Cristo: solo en Cristo está la obra de Dios y
la obra de la humanidad, una obra sin discrepancia o paradoja. Tal no es la relación
entre Cristo y la iglesia. En la comunión de la iglesia con Cristo existe una dialéctica
crítica de un «sí» y un «no» entre ellos. Es en esta dialéctica que la iglesia es señal e
instrumento de renovación que, en sí misma, está bajo constante renovación. Como
Lochman menciona, el Espíritu es el «Gran dialéctico» en relación a la iglesia. En la
sección siguiente, me gustaría desarrollar este tema más a fondo.
Capitulo diecisiete.
La iglesia Bautizada en el Espíritu: Hacia una dialéctica crítica

Hay que evitar dos extremos cuando comparamos a Cristo o el reino y la iglesia. El
primer extremo es una separación o dualismo. Como mencioné anteriormente, no
podemos separar a Cristo de su cuerpo. Tampoco podemos ver el reino de Dios y la
iglesia como dos reinos completamente separados. El segundo, sin embargo, es una
identificación entre Cristo o su reino y la iglesia. Esta identificación resulta en una
escatología exagerada' y la pérdida de un énfasis apropiado sobre la iglesia bajo
renovación como un siervo humilde de Cristo. Mostraré mi inclinación Barthiana aquí y
al proponer, entre estos dos extremos, una dialéctica en el rol de la iglesia, como testigo
o señal, en la cual mantiene su tesoro como vasijas de barro.
En debilidad, la iglesia da un testimonio en el Espíritu deteriorado o malogrado. El
bautismo en el Espíritu es; por consiguiente, una morada o investidura del Espíritu; no
es una posesión incondicional de la iglesia, más bien posee a la iglesia en constantes
olas de renovación. La iglesia en comunión con Cristo enfrenta un «no» divino con
respecto a su fidelidad" pero también un «sí» que todo lo abarca sostenido por la gracia
de Dios y la presencia de! Espíritu en toda gracia. Como veremos, esta dialéctica no es
estática sino dinámica, y siempre se extiende a un cumplimiento escatológico más
profundo mientras nos acercamos, y pasamos de ver vagamente por un lente a hacerlo
«cara a cara».
Pero primero descubramos esta dialéctica y coloquémosla sobre las bases de la
prioridad teológica de Cristo, el Espíritu y el reino para la iglesia. Cuando Usamos la
frase <da iglesia bautizada en el Espíritu», estamos diciendo, en efecto, que el bautismo
en el Espíritu no es algo administrado por la iglesia sino más bien es este mismo el que
administra la iglesia. El bautismo en el Espíritu está, por consiguiente, demasiado
limitado si solo se lo ve como el lado espiritual del bautismo en agua o como la
regeneración individual o aun como exclusivamente una investidura personal para el
testimonio carismático. No negaré la importancia de la iglesia en su proclamación, sus
sacramentos y su investidura para ser testigos al ocasionar que el bautismo en el
Espíritu Santo se haga realidad en la vida de la gente, pero el bautismo en el Espíritu es
lo que llevó a la iglesia a existir en primer lugar.
Por lo tanto, el bautismo en el Espíritu transmitido por medio del Cristo resucitado y
cumplido en su retorno en el «Día del Señor» (Hch 2: 17-21) no puede ser reducido a lo
que está implícito teológicamente en la regeneración individual, e! bautismo en agua o
la investidura personal. El bautismo en el Espíritu constituye la iglesia como la iglesia, y
constituye la misma esencia de la iglesia, pero también trascendiendo a la misma
mientras se extiende hacia la nueva creación. Dado que la iglesia es el lugar de la
morada del Espíritu-reino de Cristo, es el testigo consagrado e investido de Cristo y su
reino en el mundo. Está a la vanguardia de la transformación de la creación en el lugar
de la morada de Dios.
El Espíritu y el reino de Dios son, por consiguiente, previos a la iglesia y determinan su
viaje escatológico como peregrinos. Como menciona Lorein Fuchs: «El Espíritu
constituye la iglesia como la presencia continua de Cristo en el mundo al transformarla
en una manifestación anticipada de! reino escatológico de Dios». Más específicamente,
la institución que Cristo hace de la iglesia, como el Espíritu bautizador, apunta al
compromiso divino con Cristo como el centro de la vida carismática, kerygmática y
sacramental de la iglesia, y el principal medio de renovación en el mundo. La
constitución neumatológica de la iglesia, por medio de! bautismo en el Espíritu, apunta
a la divina presencia en la institución de la iglesia y a la libertad y expansión divina que
produce que alcance y llegue a ser la transformación escatológica y global de todas las
cosas dentro de! mismo lugar de la morada de Dios. En el camino hacia su
cumplimiento, la iglesia llega a ser la gracia en medio de un mundo-completamente-sin-
gracia.
El término «señal» fue cuidadosamente elegido aquí como una analogía para «testigo».
Ambos términos implican que la iglesia bautizada en el Espíritu participa en la
inauguración y cumplimiento del reino de Dios en el mundo y puede, por gracia, ser un
testigo vivo de esto al encarnarlo y apuntarlo. El bautismo en el Espíritu esencialmente
vincula a la iglesia con Jesús y el reino que él proclamó. Por otro lado, no se puede
negar o desplazar a la iglesia como el cuerpo llamado exclusivamente para ser la señal
ye! instrumento de! reino de Dios en el mundo. El dogma de la iglesia no puede ser
rechazado sin oponerse a los elementos esenciales de la verdad de Cristo. Por otro lado,
la iglesia, como señal e instrumento del reino de Dios en el mundo, implica una
reservación escatológica con respecto a cualquier clase de identificación incondicional
entre e! reino proclamado por Cristo y la iglesia. La iglesia proclama una palabra
verdadera, pero no una palabra exhaustiva o final.
No hay dialéctica crítica entre Jesús y el Espíritu. Él es el Rey y el Espíritu el reino.
Pero, como mencioné anteriormente, hay tal dialéctica entre el Espíritu-reino y la
iglesia. Por consiguiente, la iglesia no es la palabra final sino un testigo penúltimo de la
palabra de! reino que es Cristo. Por lo tanto, sin negar la relación integral del reino y la
iglesia, debemos agregar que puede no haber una identificación incondicional de la
iglesia con el reino o el Espíritu de Cristo. Como Hans Küng mencionó: «Una iglesia
que se identifica a sí misma con el Espíritu no tiene necesidad de escuchar, creer u
obedecer. La iglesia solo se escucharía a sí misma. Cristo, entonces, sería visto, de
acuerdo a Küng, como si abdicara a favor de una iglesia que tomó su lugar. Tal iglesia,
«por toda su postura de humildad, trata de ser independiente y, por toda su modestia,
trata de ser autónoma. Una iglesia conocedora reemplaza a una creyente, una iglesia
posesiva reemplaza a una necesitada, una autoridad total reemplaza la obediencia.
Según mi perspectiva, semejante identificación entre Cristo y la iglesia elimina la
relación críticamente necesitada entre e! reino y la iglesia y, por consiguiente, remueve
la actual necesidad de la iglesia de buscar renovación o reformación, pues le concede a
la misma una autoridad absoluta e incuestionable.
También es útil la negación de Miroslav Volf de transferir la subjetividad de Cristo a la
iglesia para formar un sujeto colectivo, un «Cristo total». En cambio, Volf habla de una
«yuxtaposición» entre Cristo y la iglesia que, «precisamente, como tal es constitutiva de
su unidad». Volf extrae del ecuménico Lukas Vischer para mencionar que el concepto
bíblico de unidad no es una identidad incondicional sino más bien una comunión de uno
con el «otro» que no anula las diferencias entre ellos. Jesús dijo de nuestra unidad con él
que nosotros estaríamos en él y él en nosotros (cf. Jn 14:20). Nuestra unidad con Cristo
es a través de una mutua morada y no una misma identidad.
Esto no quiere decir que negamos que Cristo participe de una solidaridad real con su
pueblo (al preguntarle a Pablo «¿por qué me persigues?» Hch 9: 4). Pero, además, le
pide a la iglesia que no lo deje afuera sino que lo invite a la mesa de la comunión (cf.
Ap 3:20). El bautismo en e! Espíritu, como una llenura divina, implica una solidaridad
de amor y la comunión de una morada mutua que requiere nuestra fiel participación.
Esto nunca debe darse por sentado, más bien hay que cultivarlo y practicarlo. Esto
implica una realidad escatológica de un «ahora» y un «no aún», pues ahora vemos por
medio de un lente oscuramente, después lo haremos «cara a cara» (cf. 1 Ca l3: 12).
Nuestra unidad con Cristo por medio del bautismo en el Espíritu es dinámica y no
estática. Implica una dialéctica de vivir sobre la gracia o bajo la gracia, por lo cual
debemos renovarnos constantemente.
El concepto del bautismo en el Espíritu puede ayudarnos a negociar esta tensión entre
una separación y una identificación en la relación del reino de la iglesia también. El
bautismo en el Espíritu es una metáfora participativa que es dinámica, interactiva y
escatológica, y que da lugar a las interpretaciones de la iglesia que evitan su separación
de, y una identificación incondicional con, el reino de Cristo. Una determinación
cristológica de la iglesia sola tiende hacia una interpretación estática de la relación del
reino con la iglesia que resulta en ya sea un rechazo intelectualista de una relación
positiva o una afirmación rígidamente dogmática de una identificación entre estos. Una
interpretación neumatológica de la relación entre el reino y la iglesia nos concede la
dialéctica dinámica y escatológica necesitada para negociar la relación más
bíblicamente.
Sin embargo, una constitución neumatológica de la iglesia sola corre el peligro de
separarla de la propia revelación de Dios en Jesús de Nazaret, y causa que pierda su
concreta identidad y sentido de dirección. El evangelio de Jesucristo es la respuesta a
semejante entusiasmo, pues sujeta la constitución neumatológica en la propia revelación
objetiva de Dios en Jesús. El Espíritu escatológico, como la esencia del reino, entonces,
implica una conexión de la iglesia con Cristo como su cuerpo y reservación crítica
indispensable para prevenir la identificación idólatra de la iglesia con este divino Cristo
que se da a sí mismo para que la iglesia pueda funcionar como su señal e instrumento
eficaz en el testimonio vivo. La iglesia como «peregrina» está, por consiguiente, «en
camino» como una dinámica señal e instrumento de renovación que, en sí, es renovada.
Como escribió Ralph Del Calle de la iglesia existente en el derramamiento del Espíritu:
«la gracia, la energía y el poder del Espíritu Santo ayudan a constituir la iglesia al
atraerla hacia el reino, al establecer su koinonía o comunión, y al permitir su vida y
testimonio hasta cumplirse.
Estas señales de la gracia en la proclamación, el sacramento y la carisma tienen su origen
y poder actual en el Dios que bautiza en el Espíritu o el que da de su vida trina a fin de
habitar la creación y atraerla a una divina koinonía. Esta interpretación de la iglesia es
reino céntrica. Representativas son las palabras de Jürgen Moltmann: «No es la iglesia
la que tiene que cumplir la misión de la salvación en el mundo. Es la misión del Hijo y
el Espíritu, por medio del Padre, que incluye a la iglesia, y crean una iglesia mientras
siguen su camino. Nótese también la opinión de Harvey Cox sobre la prioridad del
reino de Dios para la iglesia:
Una doctrina de la iglesia es un aspecto secundario y derivado de la teología que
sigue después de una discusión de la acción de Dios al llamar al hombre a
cooperar para que llegue al reino. Viene después, no antes, una aclaración de la
idea del reino y las respuestas apropiadas al reino en una era particular.
No es la iglesia la que administra el Espíritu sino el Espíritu en el bautismo en el
Espíritu, desde el Padre, a través del Hijo, el que administra la iglesia.
La prioridad del reino de Dios puede tener un rol poderoso en una teología pentecostal
del derramamiento del Espíritu, como se desprendía del mensaje de los Blumhardts,
padre (Johann) e hijo (Christoph), pietistas alemanes del siglo diecinueve. Los
Blumhardts desarrollaron un ministerio de sanidad divina en el trasfondo del ferviente
deseo por un final derramamiento del Espíritu Santo y una visión de transformación
global. Ellos pusieron su esperanza fundamentalmente en el reino de Dios y miraron a la
iglesia como su sierva. Esta prioridad, concedida al reino hizo que trataran
ambivalentemente a la iglesia. El joven Blumhardt hasta “se dirigió al mundo”, en su
esfuerzo por encontrar siervos fieles del reino fuera de la iglesia.
Como fue claro hacia el final de su vida, Christoph estaba contra la iglesia a fin de estar
a favor de la misma. Él instó a la iglesia a «caminar junto al reino de Dios, que es el
gran movimiento del reino de Dios en el mundo».? Sin embargo, el reino no debe
separarse completamente del reino natural. En 1910, Christoph le escribe a Leonard
Ragaz y le dice que «un movimiento del Espíritu de Cristo procede a través del
tiempo», y nos presenta una pizca de la verdad que nos empujará hacia delante, a lo que
es nuevo."! En otro contexto, escribió que el futuro es percatado en el presente en un
punto de «armonía» de lo último con lo primero. Tales perspectivas no son para nada
removidas del suceso Kairos descrito en la obra clásica de Paul Tillich: The Socialist
Decision [La decisión socialista], una obra que escribió bajo la influencia Blumhardt.
El mundo de piedad de Blumhardt ejerció una profunda influencia en Tillich y en una
generación de teólogos de «entre las guerras». Tillich escribió que Blumhardt le dio una
nueva visión de la relación de la iglesia con la sociedad «nunca antes oída», enfocada en
el mundo y no en la iglesia. Eberhard Bethge mencionó que el mundo de la piedad de
Blumhardt ejerció una influencia seminal en el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer.
Harvey Cox escribió su Secular City [Ciudad secular] en respuesta al mundo de la piedad
de Christoph Blumhardt y sus seguidores: Herman Kutter y Leonard Ragaz. Jürgen
Moltmann trabajó bajo la misma influencia al mencionar que «Christoph Blumhardt,
Kutter y Ragaz, dieron el paso práctico fuera de la religión del reino de Dios, fuera de la
iglesia del mundo, fuera de la preocupación por el individuo esperada en el mundo.
Más profunda fue la influencia de Christoph Blumhardt sobre la teología de Karl Barth.
Barth describió perspicazmente la interpretación de Christoph de la dialéctica del reino
como algo trascendente y libre, pero también como una realidad presente en el contexto
del testimonio humano:
El único elemento, y lo digo bastante deliberadamente, profético en el mensaje y
misión de Blumhardt consiste en la manera en que el apresurado y el paciente, lo
terrenal y lo divino, el presente y el futuro, una y otra vez se encontraban, estaban
unidos, se suplementaban uno al otro, se buscaban y se encontraban uno al otro.
Para Barth, la dialéctica crítica de Blurnhardt inherente en el testimonio de la iglesia era
dinámica y escatológica, trascendente e intrascendente, presente y sin embargo futura.
La iglesia vive por el reino en su vida íntima, «al reunirse» en él continuamente como
también en momentos de llenura y renovación del Espíritu. El Espíritu mora en la
iglesia como su «alma» viviente (San Agustín), pero también soberanamente se dirige y
llega a la iglesia en un fresco poder y en vientos de renovación.
La iglesia es el locus central de la vida del Espíritu o la vida del reino. Como el gran
dialéctico, sin embargo, la presencia del Espíritu en y a través de la iglesia nos hace
hablar de la iglesia de Jesús, del Espíritu o del reino con cierta reserva o «sin descanso-
.l? Como Küng menciona similarmente: «El reino de Dios no puede ser identificado con
el pueblo de Dios, la iglesia, igual que las acciones salvadoras de Dios con la recepción
de la salvación por el hombres. Küng señala que «el mensaje del Nuevo Testamento no
nos da ninguna base para pensar que el desarrollo de la iglesia le resta importancia o
aun domestica la idea del reino de Cristo». Küng piensa que «la parte que le
corresponde al hombre es la disposición y apertura, obediencia y diligencia, fe y
arrepentimiento».
Küng, por consiguiente, implica que la continuidad entre el reino y la iglesia es
alcanzada del lado divino como un don de la gracia, la misma presencia de Dios en
Cristo por medio del Espíritu. Diría que, como un «bautismo en el Espíritu», la
presencia divina es un acto divino que sucede, pero que también, sin embargo, aún no se
ha cumplido. Por consiguiente, es algo que involucra pero también trasciende a la
iglesia. De nuestra parte, luchamos para lograr cualquier continuidad en el reino, pero
nunca la llegamos a alcanzar completamente por medio del arrepentimiento, el
testimonio y la obediencia.
Un componente importante de la interpretación del rol del Espíritu, como el dialéctico
de la iglesia, es verla como una realidad neumatológica-escatológica y como una
realidad caída-histórica. Uno de los mayores problemas que enfrenta la reflexión
eclesiológica, desde el surgimiento de la conciencia crítica e histórica en la era de la
Ilustración, ha sido la dialéctica de la espiritualidad y la historicidad al juzgar la
naturaleza de la iglesia. Ya que la iglesia desde la Ilustración fue forzada a considerar
los problemas de su propia historicidad con un realismo e intensidad sin precedente. La
pregunta implícita en tal autorreflexión crítica es cómo la iglesia puede ser una realidad
histórica, con todas las ambigüedades que esta involucra en tal limitación, y aún una
comunión del Espíritu de Dios para la misión y el reino de Dios en el mundo. Como
Peter Hodgson y Robert C. Williams señalaron: «La pregunta es cómo la iglesia puede
ser un don divino y una institución humana, y una realidad espiritual e histórica, sin
confundir las dimensiones de su existencia y sin separarlas».
La Reforma ya luchó con este problema e intentó resolverlo por medio de una distinción
entre la ecclesia visibilis (iglesia visible) y la ecclesia invisiviblis (iglesia invisible). La
iglesia visible estaba sujeta a todas las limitaciones del mundo finito, que implica la
antigua noción de la iglesia como un corpus per mixtum. La iglesia real, determinada a
través de la elección divina y perceptiva a la Palabra de Dios, no era visible porque
simplemente no era identificable con la iglesia visible institucional. Esta solución, sin
embargo, corría el peligro de apoyar una noción platónica de la iglesia como forma de
escape del escándalo de las divisiones institucionales de la iglesia u otras fallas.
Los pentecostales necesitaban pensar sobre los asuntos generales de las realidades
escatológicas e históricas de la existencia de la iglesia, dado el restauracionismo y el
primitivismo que los hizo vulnerables a una interpretación idealista e implícitamente
eterna de la iglesia ideal investida por el Espíritu. Los pentecostales tienden a verse a sí
mismos en una lucha hacia la restauración de esta iglesia ideal del Pentecostés. La
descripción de este ideal implica, a veces, una realidad removida de las emergencias y
vicisitudes de la existencia histórica. El Espíritu viene en un avivamiento para
levantarnos del reino de la fragilidad humana y el pecado y concedernos algo del ideal
triunfante una vez más.
Una interpretación más realista de las iglesias primitivas en todas sus tensiones y
limitaciones podría ayudar a los pentecostales a ver el testimonio viviente de la iglesia
de una manera menos triunfalista. Esto podría ayudarlos a reconocer la voz del Espíritu
más profundamente dentro de la historia del testimonio de la iglesia y, hoy, entre
muchas diferentes comuniones cristianas. La consecución visible de la unidad de la
iglesia en la historia no será vista corno un don que simplemente llega «de pronto del
cielo» sino más bien por medio del proceso de una dialéctica histórica que involucre
humildad y apertura a los cambios ecuménicos y un genuino arrepentimiento y
capacidad de cambiar aun las mismas estructuras de la iglesia.
En general, considero importante evitar cualquier implicancia de un dualismo, como
también una identificación simple del reino de Dios y la iglesia en su forma visible,
histórica. Mi uso del término dialéctica crítica se extiende a una alternativa entre estos
dos errores. Paul Tillich prefirió los términos paradox, procedente sin duda de sus raíces
luteranas en el simul justus et peccator (justo y pecador simultáneamente). Por ejemplo,
Tillich mencionó que la comprensión paradójica y ambigua de las señales de la iglesia
(unidad, santidad, catolicidad, apostolado) llega a ser la historicidad de la iglesia, sujeta
a todas las limitaciones finitas de cualquier institución social. Él ubica la relación de la
escatología y la historia en la paradoja de la esencia y existencia humana, en la cual
somos lo que somos como iglesia por la gracia de Dios, a pesar de lo que somos en las
ambigüedades y contradicciones de la existencia actual. La esencia de la iglesia, para
Tillich, no nos deja sin desafiar nuestra existencia sino es nuestro telas (N. del T.: raíz de
la palabra teleología) íntimo, eficaz en nosotros en una lucha contra nuestras
ambigüedades.
En otro esfuerzo por evitar este dualismo, el teólogo reformado, Jan Lochman,
mencionó que el concepto de la ecclesia inuisibilis (iglesia invisible) puede conducir
fácilmente a una exención de la iglesia histórica e institucional a favor de una idea
platónica. Él propone que la ecclesia inuisibilis sea la fe, la esperanza y el amor de la
comunidad de los fieles, que está inspirada continuamente por el Espíritu de Dios, justo
en medio de la iglesia visible ambigua e históricamente condicionada. Como mencioné
anteriormente, Lochman se refirió al Espíritu como el «gran dialéctico eclesiológico» con
el resultado de que «la lucha por la verdadera iglesia tiene lugar en su concreta
congregación terrenal; pero en constante protesta por su estado actual en dirección a la
esperanza y el cambios.
La dialéctica crítica entre la iglesia y el reino nos ayuda a evitar daños perjudiciales
teológicamente, tanto a la izquierda como a la derecha. Pero para evitar una discusión
simplemente abstracta de la iglesia, en la relación dialéctica del reino, será útil hacer
una pausa para ver algunos de los modelos de la iglesia representados en el Nuevo
Testamento.
Capitulo dieciocho
La Iglesia Bautizada En El Espíritu: Modelos Bíblicos

El hecho es que, en el Nuevo Testamento, no hay una declaración sistemática sobre la


iglesia. La iglesia bautizada en el Espíritu tiene su centro en un misterio, es decir, la
presencia del Espíritu. Así como Cristo es enviado, la iglesia también lo es. Por lo tanto,
el bautismo en el Espíritu está en el centro del misterio de la iglesia como la iglesia de
Cristo. Cualquier descripción racional de la iglesia está ligada a la función como una
descripción débil e inadecuada de su alma y destino. Por esa razón, el Nuevo Testamento
nos ofrece modelos que simbolizan poderosamente lo que es la iglesia de una manera
que desafía cualquier descripción. Analizaremos aquí la iglesia como el pueblo de Dios,
el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu.

El pueblo de Dios
Tal vez, la descripción bíblica clásica de la iglesia es como el pueblo de Dios. La iglesia
es la reunión y comunión del pueblo de Dios. El término ekklesia, en el Nuevo
Testamento, se refiere a la reunión de la asamblea de los cristianos unida por Dios. El
hecho que la iglesia es la ekklesia de Dios (cf. Hch 20:28; cf Sal 74: 2), distingue esta
reunión de las formas seculares de ekklesia. Como una ekklesia, el pueblo de Dios
constituye una comunidad visible vinculada por medio de Jesús para escoger a Israel.
La iglesia fue escogida por el Padre y tiene unidad en él también (cf. Ef3:14-15; 1 P
1:2). La iglesia reconoce su conexión con el pueblo escogido por Dios en el Antiguo
Testamento, ya que solo hay un árbol de olivo creado por Dios para ser el pueblo de
Dios (cf Ro 11). Cristo cumple con escoger a Israel y con el misterio del plan de Dios
para su pueblo al hacer que la iglesia encuentre su propia elección «en él» (cf Ef 1:4).
Como e! que imparte vida nueva, Cristo va más allá de escoger a Israel en su
cumplimiento. Más específicamente, en relación al bautismo en el Espíritu, Israel
apuntaba, como testigo electo, a la futura renovación de la vida por medio del Espíritu
de los últimos tiempos; pero no se pudo identificar con este o impartirlo. Como el siervo
ideal, Cristo personificó idealmente el reino de Dios. No hubo una dialéctica crítica o
discrepancia entre el reino de Dios o la presencia redentora de Dios en el mundo y la
persona, obras y proclamación de Jesús. Jesús, identificable con Dios, era el calificado
para otorgar el Espíritu esperado por Israel. El Espíritu bautizador es, por consiguiente,
superior a Israel en cumplimiento de su testimonio, pero también a la iglesia, excepto
que la iglesia vive desde e! cumplimiento de la promesa de la venida del Espíritu y
apunta como testigo hacia atrás y hacia adelante a Cristo; no solo hacia adelante, como
lo hizo el Israel antiguo. La iglesia ahora puede vivir desde la plenitud espiritual de
Cristo.
La diferencia entre Israel y la iglesia, por consiguiente, se encuentra en el bautismo en
el Espíritu. Israel llega antes de la redención de Cristo y su inauguración-consecución
por medio de! bautismo en el Espíritu, y lo anuncia en su testimonio vivo como un
pueblo renovado (cf Ez 37). La iglesia es descubierta al cumplirse la obra del Espíritu
por medio de Cristo y está agradecida por lo que aprende del rol de Israel al
pronosticado. Aunque la iglesia, a través de Cristo, cosecha el fruto de las promesas
dadas a Israel y se nutre por su cumplimiento, no es simplemente el «reemplazo» de
Israel, ya que el testimonio de cada nación tiene una importancia duradera; y Pablo
parece implicar que hay un «misterio apocalíptico» aún por revelar a través del
testimonio de Israel ('cf. Ro 11:25-32).
En el contexto de! canon bíblico, la iglesia, por consiguiente, se une al testimonio del
Antiguo Testamento al señalar a Cristo como el escogido por Dios. Los hebreos
involucran adecuadamente a los fieles de Israel con otros fieles de Dios en la nube de
testigos que señala a Cristo como el autor y perfeccionador de la fe (cf Heb 12:1-3).
Cualquier iglesia que piensa de sí mismo como superior a Israel se auto coloca en la
posición de Cristo. Tal idolatría no se puede tolerar. Por consiguiente, la iglesia.
También es la ekklesia de Cristo como su Señor, pues Cristo es su fundamento (cf 1 Co
3: 11). La iglesia habita en Cristo (cf Jn 14:4) y se reúne en su nombre (cf Mt 18:20).
Como el pueblo de Dios, la iglesia también es e! pueblo del Espíritu que fue exhalado
sobre los discípulos por Cristo después de su resurrección (cf Jn 20:22; 1 Co 15:45) y
derramado después de la Semana Santa cuando estaban reunidos en Jerusalén el día de
Pentecostés, después de la ascensión (cf Hch 2). La iglesia también es investida por el
Espíritu para proclamar el evangelio y dar testimonio de Cristo al mundo (cf Hch 1:8).
Este pueblo escogido depende del ministerio intercesor de Cristo por su gracia (cf. Heb
4), que también intercede en el Espíritu por un mundo sufriente (cf Ro 8:26). La iglesia,
como un pueblo peregrino, vive «entre tiempos» con el anticipo del Espíritu mientras
espera el cumplimiento del reino de Dios (cf Ef1:13-14).

El cuerpo de Cristo

Ahora nos referimos a la iglesia como el cuerpo de Cristo. Nosotros, como la iglesia,
somos el pueblo: «Todos fuimos bautizados [en] un solo Espíritu para constituir un solo
cuerpo -ya seamos judíos o gentiles, esclavos o libres-, y a todos se nos dio a beber de
un mismo Espíritu» (1 Co 12: 13 énfasis añadido). De acuerdo a este texto, el bautismo
en el Espíritu no solo constituyó la iglesia como el cuerpo de Cristo sino que inicia a la
gente a la vida dentro del cuerpo. Nótese también que el bautismo en el Espíritu
involucra una diversidad de participantes unidos como si fueran uno. ¡Hay un Señor y
un Espíritu, no muchos señores ni muchos espíritus! Por consiguiente, al final hay una
iglesia sola. Un cuerpo de iglesia local que esté dividido de otras expresiones del cuerpo
de Cristo para buscar definirse a sí mismo sin referencia a los demás, es nada menos que
un escándalo.

Por ejemplo, Pablo sabía que aquellos que eran divisivos en Corinto eran mundanos,
pues confundían a los líderes apostólicos con héroes culturales que podían ser escogidos
sobre otros por sus preferencias teológicas y facultades retóricas (cf 1 Ca 1-3). Hubo
aun una facción de «Cristo» (1 Co 1: 12) a la que Pablo no pudo unirse, pues no podía
tolerar usar a Cristo como un arma para separar a los Otros del cuerpo y fragmentar la
iglesia. En los capítulos 1 al 3, Pablo amonesta a estos creyentes «carnales» a pensar
espiritualmente. Pero dejarlos que sigan su camino era para él como amputar un
miembro. Por consiguiente, lucha para mantener a la iglesia de Corinto unida como el
cuerpo de Cristo y para convencer a todos que la iglesia no debe tener falta de ningún
don (cf. 1 Co 1:7), mientras esperaban el regreso de Cristo. Todos necesitan sustentar y
edificar la esperanza y el amor en el cuerpo.

El modelo del cuerpo de Cristo implica unidad y diversidad a la vez (cf 1 Co '12).
Todos reciben dones exclusivos para ser un canal de la gracia. Hay una variedad de
dones pero el mismo Dios, el mismo Señor y el mismo Espíritu. Si todos están
involucrados, la iglesia tendrá la tendencia a ser enormemente diversa en función e
interactiva en naturaleza. Este aspecto de la mutua interacción de los miembros en el
cuerpo es la ventaja de la metáfora del cuerpo sobre la metáfora de la vid de Juan 15,
que enfatiza principalmente la comunión con Cristo. Tanto la metáfora de la vid como
la del cuerpo simbolizan la actual dependencia de la iglesia en Cristo para vida nueva.

El bautismo en el Espíritu, por consiguiente, implica una renovación en proceso, un


continuo beber del Espíritu como un cuerpo diverso unido (cf 1 Ca 12: 13). Fuimos
bautizados en el Espíritu, pero en un sentido verdadero somos bautizados dentro de este
Espíritu mientras somos renovados al tomar del Espíritu de Cristo. Similarmente, Juan
hace permanecer a los discípulos en Cristo como la fuente de la vida (cf Jn 15). La
ventaja de la metáfora del cuerpo, sin embargo, es la naturaleza interactiva y relacional
de ese beber del Espíritu de Cristo. El cuerpo de Cristo bautizado en el Espíritu vive en
una koinonía diversa.

Incidentalmente, el modelo del cuerpo de Cristo se usa en Efesios 5:25-28 en conexión


con la metáfora de la novia de Cristo. Tanto en Efesios 5 como en Apocalipsis 19, la
iglesia, como la novia, implica la fidelidad actual de la iglesia al Cristo crucificado y al
amor sacrificial que simboliza su muerte. En el modelo de la novia, la relación entre la
iglesia y Cristo es de pacto y no para ser visto como un simple presente. Esta situación
de pacto modifica la metáfora orgánica de la iglesia como el cuerpo, la unidad de la que
podemos ser vistos como un presente. Como Volf escribe: «Solo como la novia puede la
iglesia ser el cuerpo de Cristo, y no viceversa». Hans Küng agrega que Pablo ni siquiera
usa la imagen de Cristo en el contexto de la cristología, la soteriología o la eclesiología
teórica sino más bien como una amonestación a ser el cuerpo que ya somos por el
Espíritu de gracia El bautismo en el Espíritu implica un cuerpo en constante renovación:
«A todos se nos dio a beber el mismo Espíritu».

El templo del Espíritu

La iglesia, como el templo del Espíritu, está más explícitamente conectada al bautismo
en el Espíritu entre todos los modelos de la iglesia. La iglesia llega a ser como un
pueblo bautizado en el Espíritu, lleno de la misma presencia de Dios (cf. Hch 2:4).
Llena del Espíritu Santo, la iglesia es un templo santo con Cristo como su fundamento
(cf 1 Co 3: 11): «¿No saben?», escribió Pablo a los corintios, «que ustedes son templo
de Dios y qué el Espíritu de Dios habita en ustedes?» (1 CA 3: 16). Las divisiones en la
iglesia amenazan con destruir ese templo, el lugar santo de la morada de Dios. Esto es
un asunto serio «porque el templo de Dios es sagrado» (I Co 3: 17).

La referencia a este templo obviamente no es a una estructura física sino al pueblo de


Dios en su dependencia de Cristo como la fuente del Espíritu. El bautismo en el Espíritu
es un símbolo de dependencia en Cristo y, finalmente, el Padre como la fuente de la
vida en el Espíritu. En verdad, el centro del lugar de la morada de Dios ahora es Cristo,
en el que toda la plenitud de la divinidad vive en forma corporal (cf Col 2:9). En Cristo,
los miembros de la iglesia bautizada en el Espíritu beben juntos de la llenura del
Espíritu como un cuerpo (cf. 1 Co 12:13). Como resultado del testimonio fundamental
de los apóstoles y profetas (cf Ef 2: 20) somos «piedras vivas» para la edificación de
una casa espiritual. De este modo llegamos a ser un sacerdocio santo para ofrecer
sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo (cf 1 P 2:5). El bautismo
en el Espíritu produce una ofrenda en el Espíritu de vuelta a Dios. La presencia
derramada de Dios en nosotros, a través de Cristo, regresa a Cristo y al Padre en
alabanza y servicio.

El sacerdocio de todo creyente constituye el templo y el mismo sacrificio también, ya


que nuestro principal sacrificio somos nosotros mismos ofrecidos continuamente a Dios
y consagrados en el servicio (cf. Ro 12:1-2). Somos crucificados con Cristo y la vida
que vivimos es la vida que Cristo nos dio en amor sacrificial (cf Gá 2:20). En la iglesia
como el templo del Espíritu, el templo, el sacerdocio y los sacrificios todos se vuelven
uno en la alabanza y el testimonio vivo del pueblo bautizado en el Espíritu.

Nótese que Pedro se refiere a que el Espíritu mora en las personas «con las cuales se
está edificando una casa espiritual» (1 P 2:5). ¡La iglesia bautizada en el Espíritu aún
está bajo construcción! Aún nos estamos convirtiendo en la iglesia como el templo de la
morada de Dios. Estamos constantemente en proceso de ser un pueblo bautizado en el
Espíritu, constantemente renovados, mientras tomamos continuamente del Espíritu.
Estamos constantemente bajo renovación y expansión mientras nos movemos hacia el
cumplimiento escatológico en la nueva creación de Dios. La meta es el derramamiento
del Espíritu sobre toda carne, sobre todo pueblo del mundo; en realidad, sobre toda la
creación.

El templo lleno del Espíritu se extiende en un ministerio sacerdotal y profético hasta los
cuatro confines de la tierra, a fin de profetizar la llegada de la nueva creación como el
lugar final de la morada de Dios. Las iglesias brillan como lámparas para iluminar al
mundo a Cristo como el Gran Sumo Sacerdote (cf. Ap 1: 12-13). El Pentecostés será
cumplido cuando Cristo llene todo el universo con su presencia (cf Ef 4: 10), para que
Dios pueda ser todo en todos (cf 1 Co 15: 28). Por ahora, «entre los seres humanos, está
la morada de Dios» (Ap 21:3). La iglesia, como el templo del Espíritu, se convierte en
el heraldo de la santificación de la creación dentro de la misma imagen de Cristo como
el lugar de la morada de Dios para la gloria de Dios.

Hasta ese tiempo la iglesia gime en el Espíritu junto a la creación para que llegue la
libertad (cf Ro 8:26), y busca ser testigo de la vida nueva del Espíritu posible en Cristo
(cf Hch 1:8). La iglesia es el templo por el bien del mundo y para la gloria de Dios, y no
principalmente para su propio bien. Es un templo que busca discernir la presencia de
Dios dentro del reino de lo profano, y que ora y trabaja para la renovación de la creación
y la consecución de su destino en Dios. La iglesia será la señal de la gracia en un
mundo-sin-nada-de-gracia.

Los modelos bíblicos de iglesia originan asuntos vitales para esta, tales como su unidad
y santidad. Por consiguiente, cabe en este momento discutir a la luz del bautismo en el
Espíritu las así llamadas marcas de la iglesia (ecclesiae notae).
Capitulo Diecinueve
Las Marcas de la Iglesia bautizada en el Espíritu

El credo de Niceno-constantinopolitano considera a la iglesia como «una iglesia Santa,


Católica y Apostólica». Aunque muy antiguas en origen, estas marcas se fundieron
cuando la iglesia llegó a afirmar su solidaridad contra la herejía de una iglesia como un
gran imperio.

Un siglo antes de la inclusión de las marcas en el credo de Niceno-constantinopolitano,


la iglesia venía de siglos de persecución durante los cuales las marcas no se experi-
mentaban como ideales abstractos sino más bien como testigos de la gracia en un
mundo sin-nada-de gracia. La unidad, santidad, catolicidad y apostolado de la iglesia
eran como círculos superpuestos con un centro en común en la constitución divina de la
iglesia, pero con elementos de la participación humana que hicieron de estas marcas un
testimonio visible de la gracia de Dios en el mundo. Detrás de estas marcas se encuentra
una narración de Jesús que otorga el Espíritu para dar lugar a una comunidad que sea un
pueblo consagrado bajo la dirección de los apóstoles y la experiencia de las riquezas de
la gracia católica. A la luz de esta narración, podríamos decir que la iglesia tiene estas
marcas como la iglesia bautizada en el Espíritu.

En la era constan tina, sin embargo, la iglesia tuvo la tendencia de reivindicar estas
marcas como avenidas de poder en lugar de como una manera humilde de testimonio
del Cristo crucificado y resucitado en el poder del Espíritu. Un análisis neumatológico
de las marcas en el contexto del bautismo en el Espíritu hace volver a la iglesia al
testimonio de Jesús como e! Espíritu bautizador y del Pentecostés como la participación
de la iglesia en la vida del Cristo crucificado. Nuestra participación en las marcas por
medio del testimonio del bautismo en el Espíritu, significa, primero, que las marcas
pertenecen a Cristo ya la vida del Espíritu que él misericordiosamente derramó. Estas
nos pertenecen solamente a través de la presencia del Espíritu y el testimonio
santificado e investido que llega a través del bautismo en el Espíritu. Por consiguiente,
considero testimonial el siguiente comentario de Moltmann concerniente a las marcas:
«Si la iglesia obtiene su existencia de la misión mesiánica de Cristo y el don
escatológico del Espíritu, sus características son, al mismo tiempo, predicciones
mesiánicas».

Dado que las marcas son predicciones de Cristo y la presencia del Espíritu, primero son
predicciones del reino de Dios. Las marcas escatológicas y trascendentes de la iglesia
están escondidas en el reino de Dios y serán reveladas en la nueva creación. La iglesia
no las posee en cierto sentido incondicionalmente, más bien participa de estas por fe,
como un don de la gracia. La iglesia es la primera en decir que las marcas no pertenecen
y al mismo tiempo pertenecen a la iglesia, lo que no es más que otra versión de la
dialéctica del testimonio del bautismo en el Espíritu. Las marcas del bautismo en el
Espíritu se revelan por medio de la iglesia en debilidad y oscuridad.

Dado que estas marcas pertenecen primero al Señor y al Espíritu, no pueden ser la
afirmación exclusiva de cualquier comunión. Hans Küng demostró que la sucesión
apostólica pertenece a todos los fieles: «La iglesia entera y, por lo tanto, cada miembro
individual, se encuentra en la línea de sucesión desde los apóstoles». Edificando sobre
esta idea, Volf menciona que la presencia de Cristo no entra a la iglesia «a través de las
puertas angostas de la oficina de la iglesia sino más bien por medio de la vida dinámica
de toda la iglesia»

Tal fue ciertamente el caso en el Pentecostés. El Espíritu descendió sobre todos los
fieles. Aquellos llamados a ser apóstoles fueron justo tan dependientes de este suceso
corno los demás. El bautismo en el Espíritu está, por consiguiente, disponible a toda
carne «para todos aquellos a quienes el Señor nuestro Dios quiera llamar» (Hch 2:39).
Tomo esto para señalar que la afirmación histórica de la sucesión apostólica no puede
ser usada para presentar las marcas de la iglesia como si subsistieran centralmente en
solo una comunión, debido a que estas marcas son policéntricas, pertenecientes a todas
las comunidades que llegan a Cristo para beber de su Espíritu y encontrar ayuda en
tiempos de necesidad. Las marcas del bautismo en el Espíritu son ampliamente
ecuménicas en naturaleza.

Dado que las marcas de la iglesia bautizada en el Espíritu son ampliamente ecuménicas,
una respuesta pentecostal a estas debería ser el prefacio para el reconocimiento de cierta
variación en la tradición concerniente a las principales características de la iglesia que
nos ayudan a discernir dónde está presente la iglesia. Las marcas del credo de Niceno-
constantinopolitano fueron y están ampliamente en vigencia, pero no se enfatizan en
todos lados de la misma manera. Otras marcas se fueron eclipsando por algunas
tradiciones. Estas marcas clásicas tendieron a dominar las tradiciones antiguas y
sacramentales, El apostolado y los sacramentos fueron dominantes en el siglo cuarto de
la interpretación imperante en la unidad, santidad y catolicidad de la iglesia.

Aunque estas marcas fueron afirmadas por los de la Reforma, sus seguidores tendieron
a categorizar las principales características de la iglesia principalmente como la
comunidad formada por, y fiel a, las promesas de Dios dadas en el evangelio de Cristo.
En las palabras de Juan Calvino: «Siempre que vemos que la Palabra de Dios se predica
y se escucha sinceramente, siempre que vemos que los sacramentos se administran de
acuerdo a la institución de Cristo, no podemos tener ninguna duda de que la iglesia de
Dios existe de alguna manera, ya que su promesa no puede fallar».5 Esta última frase
sobre la fidelidad de las promesas es determinante para el resto de la declaración. Es
debido a la infalibilidad del evangelio que la iglesia será la iglesia como el locus de los
beneficios de Cristo mientras este evangelio sea proclamado fielmente en las
predicaciones y sacramentos.

Aunque no completamente iguales a las marcas clásicas, estas «marcas» de la Reforma


representan un enfoque renovado sobre la centralidad del evangelio para la vida de la
iglesia. Las marcas del credo de Niceno-constantinopolitano enfatizan la unidad de la
iglesia bajo los apóstoles y sus sucesores en la plenitud de la vida y gracia católica. La
Reforma, en cambio, hace hincapié en la fidelidad de las promesas de Dios en las
predicaciones y sacramentos y en la necesidad de la iglesia de administrarlos de una
manera que sea fiel a Cristo. Los diferentes matices, aquí, son significativos y pueden
ampliamente ser catalogados como la diferencia entre una eclesiología sacramental y
otra orientada en la Palabra. La primera enfatiza la resistencia del don-oficio apostólico
y la continuidad de la tradición y vida católica; la última, una recuperación de un núcleo
de alguna manera ignorado de esa tradición y vida en la centralidad del evangelio de la
existencia y vida de la iglesia.

A las marcas de la Reforma puede agregarse una eclesiología de discipulado. La visión


anabaptista (o reforma radical) de las principales características de la iglesia enfatizan el
discipulado, la comunión y la ética de amor y no resistencia. El centro de atención en el
discipulado lleva consigo un acento concomitante sobre la disciplina de la comunidad,
la vida del Espíritu y la expectativa escatológica. Hay una coincidencia aquí con el
énfasis de la Reforma sobre la disciplina y el orden, así como el posterior énfasis
pentecostal sobre una vida y escatología fiel. Pero el enfoque anabaptista sobre el
discipulado es digno de analizar, pues refleja un énfasis sobre la vida más que sobre la
proclamación o, dicho de otra manera, sobre la testificación del evangelio tanto en la
vida como en la Palabra.

Sin negar necesariamente la importancia sacramental del bautismo y la eucaristía como


acciones divinas, estos sacramentos se convierten en los medios iniciales por los que la
comunidad exterioriza su fidelidad a Cristo antes que, primero y principal, en una
palabra dirigida a una audiencia pasivamente receptora. Desde luego, la proclamación
es vital para la tradición anabaptista también, pero es digno de mencionar el énfasis de
la Palabra de Dios y en la credibilidad de la proclamación de la iglesia de una vida
comunal e individual de fidelidad a Cristo, especialmente a la luz del actual énfasis en
la «ortopraxia», en la «teología de la promulgación» y en la «teología en ejercicio». Me
gusta la observación de Joy Ann McDougall de que «habitamos» las doctrinas y las
«interpretamos» de maneras imaginativas. Las «marcas» de la verdadera iglesia aún
están enraizadas en la gracia de Dios, pero esta gracia es una misericordia y un poder
experimentado en la vida de discipulado y no en una declaración abstracta.

Los pentecostales tuvieron la tendencia de resaltar la eclesiología carismática-


misionera. Su evangelio quíntuplo de la regeneración, santificación, bautismo en el
Espíritu, sanidad y expectativa eclesiológica, aislado por Donald Dayton como algo
distintivo de la teología pentecostal, puede ser visto como «marcas» eclesiológicas
también. La iglesia para los antiguos pentecostales era la nueva creación en Cristo
consagrada a Dios y bautizada en poder para un servicio lleno de los dones,
especialmente para investir la proclamación de un evangelio que anunciaba sanidad y el
inminente retorno de Cristo. El enfoque está en una renovación de los dones y poder
misionero carismático. La recuperación de las promesas de Dios en el evangelio, como
algo central de la iglesia, no es ignorada, pero el propósito se convierte en una
recuperación de la clase de experiencia viva del Espíritu que tenía la iglesia antigua. En
cierto sentido, la iglesia era aquel cuerpo nacido otra vez y fiel para ministrarse de
acuerdo allegado de aquellos dones por el Cristo carismático en el derramamiento del
Espíritu y para ser cumplido por el pronto retorno de Cristo. El énfasis está en la iglesia
carismática y misionera, fiel al ministerio carismático de Jesús.

Todos los acentos tienen un lugar en la eclesiología del bautismo en el Espíritu. Las
marcas en el credo de Niceno-constantinopolitano me recuerdan que el apostolado tiene
su herencia original en aquellos comisionados por Cristo para dar testimonio de él por
todo el mundo, y que hay una deuda con las iglesias históricas de buscar preservar la
unidad de la iglesia bajo la dirección de aquellos indicados para llamarnos a volver
continuamente al legado apostólico y a las riquezas de la vida católica. La tradición de
la Reforma puede ayudarnos a enfocarnos en el evangelio como la norma perdurable de
las marcas de la iglesia, y en la reforma radical para el discipulado como el locus en el
cual las marcas llegan a ser las «prácticas centrales de la iglesia».

Los pentecostales pueden expandir esta idea de la práctica central para enfatizar la
estructura carismática de la iglesia como una fuerza misionera en el mundo. La unidad y
el apostolado de la iglesia son indispensables para esta naturaleza carismática y
misionera. La iglesia está caracterizada como la comunidad de las señales de los últimos
tiempos de renovación en el mundo y como aquella que proclama el evangelio con las
señales del ministerio carismático de Cristo correspondientemente. El énfasis implícito
en las marcas clásicas sobre la continuidad de la tradición apostólica en una iglesia
santificada está condicionado por el énfasis pentecostal en la constante renovación del
poder y fidelidad apostólica entre todo el pueblo de Dios, por medio de la llenura del
Espíritu, el ministerio carismático y la esperanza ferviente y escatológica. Las marcas
clásicas no son reemplazadas por estas otras «marcas», pero son limitadas y vistas a
través de los lentes de estas otras.

Las marcas, como dones escatológicos del Espíritu otorgados por Cristo, también son
una meta en la cual somos renovados constantemente y hacia la cual luchamos por
llegar. Estas están atrapadas en lo que Yves Congar llamó la «lucha por el Espíritu» en
la iglesia.9 También son el medio por el cual la iglesia constantemente vuelve su centro
a Cristo y su alabanza al Padre en las reafirmaciones y crecimiento actual. Estas se
llevarán a cabo escatológicamente cuando el Espíritu sea finalmente derramado sobre
toda carne y sobre todo el que confiese el nombre del Señor para ser salvo (cf. Hch 2:
17-21). Como Volf menciona: «El marco que todo lo abarca para una interpretación
apropiada de la iglesia es la nueva creación escatológica», más específicamente «la
mutua morada personal del trino Dios y de su pueblo glorificado».

Aunque la iglesia bautizada en el Espíritu en el Pentecostés fue un anticipo imperfecto


de la iglesia global de muchas naciones en Hechos 2, el simbolismo indica un
derramamiento generoso del Espíritu «con toda gracia». La iglesia es, por consiguiente,
referida como una iglesia local (en Corinto, Éfeso, etc.), pero también como una iglesia
global, aun universal, que involucra a vivos y muertos: «Toda familia en el cielo y en la
tierra» (Ef 3: 15). Sin embargo, la llenura y riquezas del Espíritu fueron experimentadas
también dentro de una reunión local de la iglesia de Jerusalén en Hechos 4. ¿Cómo
puede una reunión local experimentar el mismo «Espíritu y toda gracia» que la iglesia
global?
Volf sostiene que la reunión escatológica del pueblo de Dios en la nueva creación tiene
prioridad tanto sobre la iglesia local como sobre la red invisible de iglesias del mundo.
La iglesia local no extrae su comprensión de las marcas desde una comunión global
como su expresión local sino más bien del cumplimiento escatológico del pueblo de
Dios en koinonía divina. Esta prioridad de la iglesia escatológicamente cumplida
significa que la comprensión de las marcas de la iglesia bautizada en el Espíritu no
asume una prioridad de la congregación local sobre la iglesia como un cuerpo global
(como si el cuerpo global fuera una mera abstracción) o la prioridad de la iglesia global
sobre la iglesia local (como si la iglesia local fuera una mera expresión local del cuerpo
de la iglesia global). Tanto el cuerpo local como la red global de iglesias comprenden las marcas
desde la misma fuente, es decir, el cumplimiento escatológico del pueblo de Dios y la presencia del
Espíritu con toda la gracia en el aquí y ahora. Esta prioridad del Espíritu escatológico en
determinar las marcas de la iglesia explica por qué un cuerpo local puede ser lleno del
Espíritu con toda la gracia.

Sin embargo, las divisiones entre las iglesias limitan la facultad de la iglesia local para
experimentar el Espíritu escatológico en plenitud. Según mi punto de vista, tanto la
congregación local como la red global de iglesias comprenden las marcas de maneras
análogas unas a otras en anticipación a la reunión final del pueblo de Dios bajo el
bautismo final de todas las cosas en el Espíritu del Cristo resucitado y glorificado. Solo
agregaría que la naturaleza global de la reunión escatológica final del pueblo de Dios (cf
Ap 7:9) significa que la actual red global de iglesias no es la iglesia en un sentido
secundario, sino más bien cae directamente bajo el desafío de la comprensión de las
marcas de la iglesia de Cristo como lo hace la congregación local.

El hecho de que la iglesia global esté profundamente fracturada es un escándalo que


afecta la capacidad de la iglesia local de experimentar el Espíritu en toda las
dimensiones de la gracia posibles en el aquí y ahora. Tales divisiones pueden ser, desde
la historia, comprensibles; pero desde el punto de vista teológico son injustificables y
espiritualmente dañinas. No podemos posponer el desafío de la unidad global de la
iglesia al escaton, mientras las iglesias permanecen satisfechas con una apertura y
cooperación simplemente ecuménica. El movimiento ecuménico, que solamente debería
ser un medio temporal de unidad, entonces se convierte en un final en sí mismo, un
medio para evitar los desafíos más profundos de la unidad visible.

Por consiguiente, la experiencia de la plenitud en el Espíritu en la iglesia local no puede


ser usada para esquivar la urgencia de la unidad global entre el pueblo de Dios. Como
Küng señala: «Mientras la iglesia individual es una iglesia entera no es la iglesia entera».
12 El pueblo global de Dios, sin embargo, no es un pueblo visible, lo cual cuestiona su
catolicidad. Aquí es donde la ecclesia invisibilis (iglesia invisible) de la Reforma puede
ser de ayuda, no como un escape del desafío de la unidad universal visible, sino como
una promesa de una clase de unidad espiritual que existe, que lucha hacia una expresión
visible.

Además, el bautismo en el Espíritu comisiona a todos los laicos a participar de las


marcas, dado que el bautismo en el Espíritu involucra a todos los fieles. No hay
«aristocracia en el Espíritu», como Jaroslav Pelikan mencionó al comentar sobre la
importancia ecuménica del montanismo, en falta por la iglesia que reaccionó (de alguna
manera comprensiblemente) en contra de este. Las marcas son características de toda la
iglesia que se alcanzan en la vida del reino de Dios y buscan ser la señal e instrumento
principal. Las marcas de la iglesia, a la luz del bautismo en el Espíritu, involucran un
testimonio investido de todo el pueblo de Dios (cf Hch 1:8). No se pueden mantener las
marcas en secreto, como un misterio a mantener oculto. Deben volverse cada vez más
visibles en la comunidad de la iglesia. Además, deben practicarse en el discipulado y
servicio carismático. Deben estar allí para el mundo y no solamente para el beneficio de
la iglesia misma. Primero pertenecen a la vida del reino y, por lo tanto, deben vivirse en
la lucha por la renovación de la humanidad y de la creación entera. A la luz de estos
conceptos, podemos discutir brevemente las clásicas marcas en sí.

Unidad

Primero, podemos analizar en más detalle la unidad de la iglesia. El Bautismo en el


Espíritu unifica a la iglesia alrededor de Cristo y el Padre, que envió tanto a Cristo como
al Espíritu para inaugurar e! reino de Dios en el mundo. Hay un Dios, una fe en Cristo y
un Espíritu (cf 1 Co 12:4-6; Ef 4:4-6). Hay un bautismo (cf Ef 4:4). Las divisiones entre
las iglesias, al excluirse unas a otras, implican más de un Espíritu o de un Cristo o de un
Padre, lo cual es absurdo. La mera suposición de tales divisiones es algo escandaloso.
Usar al Espíritu o a Cristo o a Dios como un arma contra otros que genuinamente
profesan a Cristo como Señor va en contra del rol ecuménico del bautismo en el
Espíritu: «Todos fuimos bautizados por un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo -
ya seamos judíos o gentiles, esclavos o libres-, y a todos se nos dio a beber de un mismo
Espíritu» (1 Co 12:13).
Las divisiones entre iglesias, que se definen a sí mismas sin referencia a las otras, no
pueden ser justificadas, no importa cuán comprensibles puedan haber sido
históricamente las divisiones. Nótese qué dice Barth a este respecto:

Podría haber un buen terreno para que se levanten estas divisiones. Podría haber
serios obstáculos para que se remuevan estas divisiones. Podría haber muchas
cosas para decir a manera de interpretación o mitigación. Pero eso no altera e!
hecho de que cada división como tal es un profundo enigma, un escándalo. Y
frente a este escándalo, todo el cristianismo debería estar unido para poder pensar
en eso solo con arrepentimiento, no con el arrepentimiento que cada uno espera
de! otro, sino con e! arrepentimiento en el cual -cualquiera sea e! costo- cada uno
esté dispuesto a preceder al otro.

A la luz del bautismo en el Espíritu, podemos declarar que la desunión del cuerpo de
Cristo distorsiona la «vitalidad neumática» de la iglesia, aun al amenazar con destruir lo
esencial para la iglesia.

Percatarse visiblemente de la unidad que tenemos en el Espíritu, por lo tanto, no es un


lujo sino una tarea urgente. Esta unidad que buscamos hacer visible, sin embargo,
además tratará de no apagar el Espíritu que está manifestado en la creciente diversidad
de iglesias. En un contexto global, es importante mencionar que el bautismo en el
Espíritu conduce a una unidad diferenciada que se opone a toda uniformidad. Está
basada de acuerdo a la comunión de personas en Dios. La unidad de la iglesia es, por
consiguiente, «del Espíritu» en «un solo Señor» y en «un solo Dios y Padre de todos»
(Ef 4:3-6). Esta unidad de miembros con diversos dones también se dice que es por «un
mismo Espíritu», «un mismo Señor» y «un mismo Dios» que hace todas las cosas en
todos (1 Co 12:4-6).

Jesús oró que la compañía de discípulos que lo seguirían sean uno, al declarar: «Para
que todos sean uno, Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también
estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» Un 17:21). Esta
unidad está basada en la koinonía de Dios y es, por consiguiente, diversamente
interactiva, categórica y visible, o capaz de servir al testimonio de la iglesia para el
evangelio. Además, es una meta que merece oración y acciones intencionales. Tenemos
una fe (cf Ef 4:5), y aún debemos crecer hacia la unidad de esta fe (cf. v. 13). El amor
de Dios ejemplificado por Cristo y derramado en el bautismo en el Espíritu (cf Ro 5:5)
contradice a un espíritu divisivo.
Hablar en lenguas, como una señal de! bautismo en el Espíritu (cf. Hch 2: 4; 10:46),
simboliza esta unidad diferenciada. Esta idea puede favorecer a una conciencia global
de! asunto de la «desigualdad», Como mencioné anteriormente, la «unidad» en el
Nuevo Testamento no se refiere a una igualdad de identidad sino más bien a una mutua
participación de la desigualdad en comunión. Dale Irvin señala que tales nociones de la
unidad son contrarias a los sistemas filosóficos occidentales que enfatizaron la
uniformidad o singularidad de significado. En particular, la «metafísica de la presencia»
puede ser interpretada para ocultar las desigualdades, pues transmuta su cualidad
alternativa en la misma. Similarmente, algunos ecuménicos fueron tentados a ver un
incremento en la diversificación y diferencias dentro de las tradiciones cristianas como
algo amenazador para la obra del Espíritu en vez de algo que la fomente. Ellos trabajan
bajo una hermenéutica ecuménica inadecuada.

Irvin menciona que los intercambios ecuménicos, en realidad, incrementan la


diversificación debido a la naturaleza del idioma y el diálogo como la promoción de una
colisión de mundos, al hacer que ambos se superpongan y al incrementar una diversidad
de respuestas. Inspirado por el pensador ruso, Mikhail Bahktin, Irvin argumenta que la
«unidad llena de tensión y la desunión del discurso ecuménico y la experiencia no son
indicativos de debilidad sino de la fortaleza del movimiento y el resultado es que
ninguna voz simple en el diálogo puede inequívocamente sostener la verdad. El
movimiento ecuménico es un «suceso polifónico que no puede ser reducido a una
simple narración» y «aún está vivo con múltiples posibilidades».

De manera similar, Michel de Certeau escribió de las «confrontaciones y


comparaciones» vitales que se levantan en el intercambio ecuménico, concernientes a
las «funciones necesariamente distintas, al "carisma" a preservar y a las tareas
irreconciliables con los demás»."? La unidad es una mutua comunión que respeta la
desigualdad y la diversidad, aun la tensión creativa. Oscar Cullmann, por consiguiente,
describió a las iglesias como análogas a la carismata paulina; cada iglesia preserva sus
propios dones distintivos mientras se comprometen con otras en un desafío y
edificación interactiva y mutua. En palabras de Hans Küng: «La unidad no solo
presupone la multiplicación de iglesias sino las hace florecer de nuevo», pues «nadie
tiene el derecho de establecer límites a las vocaciones de Dios para apagar al Espíritu o
para nivelarse con los miembros de las iglesias». La comunión de la unidad
continuamente diversifica y origina nuevos problemas a superar por medio de un amor
desinteresado y discernimiento espiritual.

Para una demostración más profunda de la unidad y división hace falta un pensamiento
teológico más diferenciado. ¿Es la unidad siempre positiva y la diversidad conflictiva
entre los grupos siempre negativa? Por ejemplo, ¿es posible tener unidad en medio de
una uniformidad opresora que no respeta la desigualdad? Tal unidad evita conflictos y
diversificación; sofoca la variedad, la libertad y la creatividad. Por el contrario, ¿es
posible tener una diversidad conflictiva entre grupos de cristianos que sea divisora y
dañinamente distante en naturaleza? La desigualdad está en las mentes de muchos en la
iglesia de hoy; ellos desean discernir las distinciones entre una diversidad legítima y
divisiones escandalosas o, por el otro lado, entre una unidad legítima y una uniformidad
idólatra. Tales distinciones no son fáciles de hacer, pues se impone una en medio de la
ambigüedad. Tal ambigüedad requiere una dirección bíblica y una cuidadosa reflexión
teológica.

A la luz de la descripción de Lucas del bautismo en el Espíritu en Hechos 2, las


imágenes de Babel y el Pentecostés llegan a la mente para simbolizar un contraste
simplificado entre la tendencia a ver a la diversidad tan confusa y divisiva, y a la
«unidad» tan valiosa a todo costo. A la luz del relato de la torre de Babel, de Génesis
11, Babel simboliza la confusión de los individuos por Dios mientras están dispersos y
divididos entre sí en castigo por la locura humana de la idolatría. El Pentecostés
simboliza la unificación de los individuos bajo Cristo por el Espíritu de Dios.
Este simple contraste es útil y nada más; pero finalmente no es adecuado para una
teología de la unidad que respete completamente la desigualdad y diversidad del pueblo
de Dios de manera conflictiva y creciente. La comunión es dinámica y viva; se
experimenta en la tensión de la igualdad y la vida en común. ¿Es el Pentecostés
simplemente una recolección de lo que Babel tiró abajo y dispersó? ¿Es el Pentecostés
simplemente la contrapartida de Babel? O además, ¿hay una relación de promesa-
cumplimiento entre estos dos sucesos que resaltan el valor de la diversificación y aun el
conflicto constructivo en una interpretación de la unidad que continúa a favor de la
desigualdad?

Para responder estas preguntas, deberíamos comenzar aceptando y entendiendo el


contraste entre Babel y el Pentecostés. Como J. G. Davies sostuvo, el relato de las
lenguas en el Pentecostés de Hechos está basado en el relato de la torre de Babel de
Génesis como su contrapartida. La descripción de Lucas de las lenguas del Pentecostés
está detallada en contraste a la confusión de lenguas de Babel. En Babel, las lenguas
estaban confundidas, lo que precisamente es la respuesta inicial de la audiencia en el
Pentecostés, pues revela una lingüística dependiente entre los dos pasajes. En Babel, un
idioma es trastornado, mientras que en Pentecostés, diversos idiomas son entendidos al
unísono por los oyentes. En el primero, la gente es dispersada en confusión, mientras
que en el último es enviada en completa unidad y claridad de la verdad. Mientras que
Babel dispersó gente al extranjero en desacuerdo una con la otra, el Pentecostés
dispersó la gente al extranjero para predicar el evangelio de la reconciliación. Aunque
en nuestra comprensión de Hechos 2 el contraste entre Babel y el Pentecostés podría ser
sutil y necesita que crezca por otras conexiones con el Antiguo Testamento, hay buenas
razones para suponer que un contraste con el relato de Babel fue parte del trasfondo
bíblico que informó e inspiró el relato del Pentecostés de Lucas.

Babel funciona en la Escritura como un símbolo negativo de la locura humana y el


juicio divino en contraste con la bendición del Pentecostés. En vez de dispersar para
llenar la tierra con la proliferación, el placer y el cuidado de la vida para ser la misma
imagen de Dios (cf Gn 1:27-28), la humanidad en Babel prefiere la seguridad de la
homogeneidad y la centralización. El ejercicio de la unidad de su idioma desencadena
un final uniforme y autodestructivo. La gente quiere construir una ciudad alrededor de
una torre (o, mejor, un templo o zigurat) que pueda tocar los cielos y traer a Dios a su
alcance.

El punto principal de esta causa es que los residentes de Babel pudieran hacerse un
nombre por ellos mismos. Este no es el mismo nombre que Dios le da a Abram o a
Jacob como resultado de recibir por fe la promesa divina para la historia. Los residentes
de Babel querían crear un nombre por ellos mismos. Ellos tendrían un nombre que le
impondrían a Dios para que la interpretación de su propio destino histórico pudiera
ganar importancia absoluta y eterna. El uso de su idioma unificado hacia este esfuerzo
de convertir en un absoluto sus estructuras sociales y sentido de destino histórico es
contundente, pues implica que todos los idiomas humanos tienen e! potencial de
convertirse en el idioma de la desobediencia. Nietzsche podría no haber representado e!
poder engañoso de! idioma más eficazmente de lo que lo encontramos expresado en la
historia de la torre de Babel.

La locura de Babel perdura en la historia. Reflexionando sobre Babel, José Míguez


Bonino recuerda perspicazmente de qué manera los conquistadores en la historia
comúnmente imponían su idioma sobre e! pueblo conquistado como una manera de
unificarlos a todos bajo la visión de un pueblo destinado para la grandeza por una
sanción divina lograda por propios esfuerzos. ¿No es este e! lado negativo de Babel
repetido a través de siglos en la historia? ¿No es esta la tentación de que el idioma,
como e! medio de socialización, enfrenta en cada cultura? Mujeres y minoridades son
presionadas por e! idioma para ajustarse a una interpretación incuestionable y absoluta
de! yo y e! destino que al menos es potencialmente opresor y destructivo para ellos.
Génesis 11 no es principalmente acerca del origen de los diversos idiomas sino más
bien acerca de la condenación y derrota de la arrogancia imperial y la dominación
universal representada por la unidad uniforme de Babilonia. Si la iglesia será la señal de
la gracia en un mundo sin gracia, debe representar una comunidad contracultural que
socialice gente en un idioma y una red relacional dominada por la gracia y la comunión.

Sin embargo, también debemos proceder más allá del contraste para observar una relación de
promesa-cumplimiento entre Babel y el Pentecostés. El juicio en Babe!, por medio de la
confusión de lenguas, puede conducir a una fragmentación y división dañina, pero esta
no fue la intención divina detrás de la confusión (hominum confosione et Dei Prouidential).
El juicio pretendió ser la gracia, como una manera de romper el hechizo de la idolatría y
la desobediencia en sus esfuerzos por alcanzar una unidad idólatra. Dios deseaba
impulsar a la humanidad hacia un diverso cumplimiento de su intención original de
llenar la tierra. En su comentario de Génesis, Walter Brueggemann, por consiguiente, se
opone a la interpretación típicamente «simplista» de la confusión y dispersión de!
pueblo de Babel que ve esto como algo únicamente sentencioso. Hay un lado dual para
la dispersión y diversificación de las lenguas que, en realidad, cumple el plan divino de
llenar la tierra (cf Gn 1:27 -28). Tal es el plan de Dios para la libre proliferación y
diversificación de una vida que no abriga ninguna ilusión idólatra y encuentra su
verdadera dignidad al glorificar a Dios.

Lucas, en Hechos, implícitamente concuerda con esta interpretación positiva de la


dispersión de los pueblos y la diversificación de su lengua en Babel. Primero que todo,
el asunto de la dispersión de la gente por el mundo está en la mente de Lucas al escribir
el relato del Pentecostés. Lucas describe la audiencia del suceso del Pentecostés como
compuesta por los judíos de la Diáspora que conocen algo acerca de los desafíos de ser
dispersados. Pero Lucas sabe que la dispersión de la gente por el globo terráqueo no es
simplemente importante para los judíos de la Diáspora. Tal asunto permite a Lucas
retrotraerse a un propósito divino que preceda e! pacto del Sinaí y que tenga
implicaciones para toda la humanidad.

Interesantemente, Lucas describe e! discurso de Pablo en Atenas al establecer su


enfoque en este asunto de la dispersión global de gente, pero de una manera que
sostiene amplias implicaciones para los gentiles también. En este discurso, Pablo
mantiene, en Hechos 17:24-27, que Dios creó a la gente del mundo «para que habitaran
toda la tierra», precisamente como se declaró de la raza humana en textos como Génesis
1:28 y 10:18, y se cumplió con las posibilidades positivas y negativas de Babel en
Génesis 11. Dios, además, providencialmente, «determinó los períodos de su historia y
las fronteras de sus territorios» para que todos lo busquen y «aunque sea a tientas, lo
encuentren» (Hch 17:26-27).

Más interesante es que el discurso de Pablo se refiere a la dispersión de la gente en el


mundo como la providencia de Dios dentro del contexto de la inutilidad involucrada en
cualquier esfuerzo para capturar a Dios por medio de templos hechos con manos (cf
Hch 17:24). Implícito en Hechos 17:24-27 se encuentra una parte positiva del relato de
Babel, o al menos su mensaje. En esta parte de Lucas, Dios dispersó a la gente por toda
la tierra para que pudieran encontrar a Dios otra vez, pero no de una manera que
funcione como la sanción divina por sus propios logros interesados, pues Dios
finalmente no necesita los templos religiosos hechos por humanos o los ídolos y, por
cierto, nunca podrá ser confinado a tales creaciones humanas (cf v. 24). Más bien, los
habitantes de la tierra se dispersaron de una manera que los ayudará a reconocer a Dios
como el don de la vida, el aliento y la existencia en medio de sus migraciones y
escenarios únicamente geográficos y culturales. La lectura de Hechos 17, a la luz de
Génesis 11, establece la plataforma para una comparación más diferenciada entre Babel
y el Pentecostés.

El derramamiento del Espíritu en el Pentecostés solo revierte la amenaza que se levanta


de! colapso de Babel y la diversificada, aun confusa, dispersión de la gente, pero no su
promesa. La gente que se dispersó enfrentó la amenaza de una fragmentación
perdurable pero, como muestra Hechos 17, Dios tenía otros planes. Las diversas lenguas
del Pentecostés parecen simbolizar el hecho de que el bautismo en el Espíritu era el
medio por el cual la intención divina detrás de la dispersión era para ser llevada a cabo
de manera completa entre la gente de! mundo que se había dispersado originalmente por
la confusión de lenguas. La confusión que se originó inicialmente en el milagro de las
lenguas en el Pentecostés está conectada a la misma confusión que ocurrió cuando Dios
rompió el hechizo de ese esfuerzo original de llegar a Dios a través de un ídolo. Pero la
dispersión de Babel también extendió una promesa, que la humanidad podría
redescubrir una unidad que no se disuelve sino que más bien abraza la diversidad de
idiomas, trasfondos e historias que Dios quiso liberar providencialmente en la historia.
Esta es la unidad testificada en penúltimo lugar en la iglesia.

La unidad del Pentecostés, por consiguiente, no es abstracta y absoluta sino más bien
concreta y pluralista. Como mencioné antes, los límites traspasados son específicos, es
decir, ricos y pobres, ancianos y jóvenes, hombres y mujeres (cf. Hch 2: 17ss). La
destinación escatológica de «toda carne» para e! bautismo en el Espíritu apunta
específicamente a traspasar tales límites social y culturalmente. La libertad escatológica
del Espíritu prorrumpe contra los prejuicios humanos y las estructuras opresivas. La
unidad del Pentecostés apunta a conquistar la injusticia y el odio con justicia y
compasión. No es arrogante e interesada sino humilde y obediente. Es respetuosa y
tolerante de las diferencias. Glorifica a Dios antes que deificar la criatura. Es libre y no
opresora. En esta unidad, la gente descubrirá su verdadera dignidad como portadora de
la divina imagen.

La unidad de la iglesia en el Pentecostés es expresada en una gran diversidad de lenguas


«procedentes de todas las naciones de la tierra» (Hch 2:5). Ningún idioma, cultura o
viaje de fe es ignorado o devaluado, no importa cuán marginado esté por gente más
dominante o influyente. Esta es una unidad que respeta y cumple la dispersión y la
diversidad de gente desde Babel. No niega la desigualdad sino se adopta en esta unidad
diferenciada y compleja de la iglesia en el Pentecostés. Esta unidad no es estática sino
dinámica y escatológica en naturaleza, siempre creciente en su diversidad, pero también
participativa en su koinonía.

También debemos tener en mente que la audiencia de cada nación en el Pentecostés


revirtió la experiencia de la Diáspora de los judíos. La inmensa diversidad global de esta
compañía y sus idiomas nacionales aún necesita involucrar a los gentiles. Esta
necesidad de expandir la unidad diversa de los pentecostales yace detrás de la
importancia del hecho de que la compañía judío-cristiana escuchó a los gentiles hablar
en lenguas también (cf Hch 10:46). Para todos los judíos, hablar en el idioma de otra
nación ya era algo, ¡pero otra cosa era hacerlo en comunión con los hermanos gentiles.

La expansión de la unidad de la iglesia hacia esta clase de diversidad implicaba un


conflicto creativo, como lo revela Hechos 11-15 y Gálatas 1-2. No fue fácil para la
iglesia judía romper con la tradición de entrar a la casa de los gentiles y aceptarlos
incondicionalmente como portadores de! Espíritu escatológico. La creciente diversidad
en una iglesia involucra un conflicto y una aceptación de la desigualdad por medio del
doloroso abandono de las tradiciones antes conservadas. ¿Qué necesitaremos para
abandonar, en nuestra búsqueda de una unidad diversificada hoy, una que respete la
desigualdad de la gente que se une a nosotros, para confesar una fe y experimentar un
bautismo? Debemos mantener en mente que la meta del bautismo en el Espíritu es sobre
«toda carne» (p.e. toda gente) y, finalmente, sobre toda la creación. ¿Estamos en nuestra
unidad para dar testimonio de la renovación final y reconciliación de todas las cosas? Si
no, estamos dañando nuestra afirmación de ser la iglesia bautizada en el Espíritu.

¿Cómo procedemos hacia la unidad? En primer lugar, necesitamos respetar y escuchar


cuidadosamente las voces marginadas de las iglesias y de toda la sociedad. El
ecumenismo es social y cultural, así como denominacional. El bautismo en el Espíritu
no apunta a «todo espíritu» sino más bien a «toda carne», e implica una realidad que no
es solo espiritual sino también física y social. No puede ni siquiera ser solo eclesiástica
sino también secular. La palabra «carne» se retrotrae al rol de Dios como el Creador y
no puede ser confinada a las paredes o aun al alcance de la iglesia. El bautismo en el
Espíritu, por consiguiente, rebaja implícitamente cualquier esfuerzo de oprimir o
discriminar, de manera injusta, basado en las diferencias de género, raza, clase social o
capacidades físico-mentales. El bautismo en el Espíritu intenta bendecir a toda la
creación con la dignidad de ser aceptado, llamado e investido con los dones por Dios.

Aunque la iglesia no puede ignorar su función kerygmática al señalar explícitamente a


Jesús como la esperanza del mundo, tampoco puede ignorar las implicaciones sociales
de su lealtad a Cristo y el testimonio de! Espíritu. William Seymour y otros de sus
compañeros estaban convencidos de que la santificación y el bautismo en el Espíritu
provocó que la iglesia diera testimonio de una reconciliación racial ante e! mundo. Por
ejemplo, un tal T. Hezmalhalch escribió, en un ensayo de William Seymour, The
Apostolic Faith [La fe apostólica], que un grupo de estadounidenses nativos señalaban a
«la gente blanca y a los hermanos de color» presentes con ellos para decirles que todos
eran, «por la sangre de Jesucristo, una gran familia espiritual». El autor concluyó
diciendo: «Dígame, mi hermano, ¿puede usted tener una mejor comprensión de las dos
obras de la gracia y el bautismo en el Espíritu Santo?».
Esta apertura ecuménica incluye a líderes mujeres que disminuyen en las
denominaciones pentecostales. Pentecostés significa que tanto los hijos como las hijas
profetizan. La sensibilidad apostólica para ordenar (cf. 1 Co 14:34-35) una discreción
cultural (cf 1 Co 11: 1-16) y el ejercicio adecuado de la autoridad (cf. 1 Ti 2: 12) eran
asuntos contextuales profundos para las situaciones antiguas. Aplicar tal orientación a
nuestras situaciones de hoy requiere sensibilidad ante los relatos de las mujeres
llamadas a servir a Cristo como compañeras en iguales condiciones para los hombres
(p.e. Hch 2:17; Gá 3:28), lo cual nos afectará hoy en varias situaciones algo distintas al
mundo antiguo. Debemos tener en cuenta lo que el

Espíritu dice a las iglesias en nuestra época y lugar. En Hechos 15, las iglesias
afirmaban a los gentiles como compañeros en iguales condiciones, basados en el obvio
hecho de que el Espíritu los ungía e investía con los dones igual que a los judíos. Según
mi opinión, es imposible explicar de una manera que lo justifique, por qué los
pentecostales, en general, no siguieron esta hermenéutica contextual con respecto a la
obvia unción de las mujeres en la ilimitada variedad de roles de la actualidad.

En segundo lugar, debemos tomar hoy el viaje ecuménico forjado entre las iglesias con
suprema seriedad y no a la ligera, pues se ponen al margen y hacen críticas, usualmente
sin ninguna experiencia directa del ecumenismo bajo escrutinio. Pese a la interpretación
ingenua y aun triunfalista de la unidad entre muchos de los antiguos pentecostales, Cecil
M. Robeck demostró convincentemente que el pentecostalismo estaba adelantado con
respecto al bautismo en el Espíritu al implicar la eventual unidad visible de los
cristianos por todas partes. Esa visión disminuyó mientras el pentecostalisrno buscaba
la aceptación del movimiento evangélico más reservado ecuménicamente en deferencia
al movimiento carismático entre las iglesias de una línea principal que instaba a los
pentecostales hacia un ecumenismo más amplio.

Pese al prejuicio estereotípico entre algunos cristianos hacia e! pentecostalismo, ellos


implícitamente llamaron a los pentecostales a una solidaridad y definición de
«ortodoxia» eclesiástica más amplia que la que solía ser fomentada por los evangélicos.
El esfuerzo de cualquier iglesia de limitar la meta de la unidad de las iglesias
pentecostales y explícitamente evangélicas, de una manera que ignora y critica la amplia
cantidad de iglesias e individuos que trabajan incansablemente hacia este mismo fin en
lealtad a Jesús como «Dios y Salvador», implica temor y falta de comprensión y puede
parecer arrogante, al menos desde afuera. Esto no es para negar que haya tendencias
inquietantes en el movimiento ecuménico, como las hay más o menos en cualquier
movimiento de cristianos. Pero como Cecil M. Robeck declaró en más de una ocasión,
no tenemos derecho a criticar la conversación ecuménica que tiene lugar en una
variedad de contextos, a menos que estemos involucrados en la sangre y sudor del
trabajo junto a ellos.

En la tarea ecuménica, la «toda carne» del bautismo en el Espíritu demanda que también
respetemos a los otros que encontramos fuera de la fe cristiana. Aunque creo que Cristo
es e! único Señor de toda la creación y salvación, también considero que él es más
inclusivo y expansivo en importancia a "través del testimonio de! Espíritu de lo que
muchos de nosotros desea admitir. Como el teólogo pentecostal, Amos Yong, nos
enseñó, hay suficiente «espacio para respirar» en el testimonio escatológico del Espíritu
de Jesús en la historia para respetar la desigualdad de los compañeros que encontramos
fuera de los límites de la iglesia.

La presencia del Espíritu entre estas personas es real, al testificar de Jesús implícita y
exclusivamente. Traemos ese testimonio a una expresión explícita, algo que no
podemos esperar hacer con compasión, respeto y comprensión, si nunca estuvimos
sentados a la mesa con ellas para hablar de afectos, creencias y prácticas. Y aquellos
que acepten a Jesús desarrollarán una devoción y una teología que puede no ser
expresada exactamente igual a la nuestra, aunque su testimonio tendrá la misma esencia.
Como Joy Ann McDougall escribió, las doctrinas, aunque normativas, «poseen una
cierta fluidez que les permite extenderse a través de diversas vidas y contextos históricos
y ser personificadas en maneras culturales específicas».

De lo que en verdad hablamos aquí es de una unidad que está dispuesta a aceptar el
dinamismo, las luchas y la diversidad expansiva necesaria para respetar la desigualdad y
evitar la uniformidad. «Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿qué sería del oído? Si todo el
cuerpo fuera oído, ¿qué sería del olfato?» (1 Co 12: 17). No nos hace falta ningún don
mientras esperamos el retorno de Cristo (cf 1 Co 1:7). Necesitamos todos los dones que
una creciente unidad diversa pueda conceder a la iglesia, mientras esta busca discernir
la voluntad de Dios en el mundo.

Esta unidad no es solo para ser local sino global. La unidad visible y global no es solo
algo para el final de la historia, aunque será cumplida allí. Tiene que ser testificada,
aunque sea débil y fragmentariamente, en el aquí y ahora. Me refiero aquí no a una
iglesia mundial sino a una unidad en la diversidad que respete la diversidad y la
independencia, pero que luche por maneras visibles de «completa comunión» en los
ámbitos clave de la vida de la iglesia, tales como confesión, bautismo y eucaristía,
misión y adoración. El bautismo en el Espíritu y el Pentecostés deben ser interpretados
con la clase de unidad compleja y dinámica que nos conducirá en este viaje con todos
los sufrimientos y emociones que esta involucra, hasta que todos seamos uno en una
alabanza gozosa ante el trono de Dios.

Santidad

Uno de los principales temores entre los pentecostales, en respuesta al pedido de una
unidad cristiana, es la posibilidad del compromiso respecto a la verdad o a la vida
consagrada. Dado que esta preocupación, de manera usual, es expresada más
enérgicamente entre aquellos con poco y nada de una directa experiencia ecuménica
fuera de las familias de las iglesias pentecostales o evangélicas, el temor tiende a estar
basado en la ignorancia. Sin embargo, la preocupación en general es sustentada por un
principio bíblico. En el mismo capítulo en el que Jesús oró por unidad entre sus
seguidores (cf Jn 17:21), una oración que permanece hasta este día sin cumplir, Jesús
además oró para que sus seguidores fueran santificados en la verdad (cf vv. 17-19). Esta
verdad es fundamentalmente el fiel testimonio de Jesús del amor del Padre por el
mundo. También es la misión del Hijo divino en nombre del Padre, no para condenar al
mundo sino para salvarlo de! pecado y la muerte al otorgar el Espíritu de vida (cf Jn
1:1-18; 3:16-21). Tales verdades planteadas en las proposiciones son símbolos vivos
que no solo confesamos sino que también vivimos en un testimonio consagrado. No
pueda haber comunión o unidad en la iglesia que niegue tales verdades y el testimonio
dedicado que inspiran.

La santidad de la iglesia es dependiente de la santificación de Jesús y nuestra


participación en ella a través de la consagración y el testimonio investido de poder por
el bautismo en el Espíritu (cf Jn 17:17-19). El bautismo en Lucas asume que los
gentiles fueron santificados en la verdad del evangelio por la fe en Cristo, aunque
permanecieron ceremonialmente impuros a los ojos de muchos judíos (cf Hch 10; 15:9).
Ellos se unieron a la categoría de la comunidad profética apartada e investida para una
tarea santa, es decir, para dar testimonio del amor de Dios al mundo.

La santidad de la iglesia es asegurada por la presencia del Espíritu y toda gracia, por
consiguiente, trasciende a la santidad personal de los miembros individuales. Aun los
ministros errados pueden funcionar, al menos por un tiempo, para impartir la gracia de
Dios a los demás por medio de la oración, la proclamación y otras formas de servicio
ungido. Aunque los enemigos de Pablo predicaban el evangelio por «ambición
personal», Pablo aún se gozaba de que e! evangelio se predicara para salvar a muchos
(cf Fil1:17-18).

Sin embargo, esta santidad de la iglesia en la presencia del Espíritu y toda gracia no
puede darse por sentado como algo desconectado de las acciones de los miembros
individuales de la iglesia. Cristo amenazaba con remover el candelabro de la iglesia de
Éfeso de su lugar si no se arrepentían (cf Ap 2:5). La gracia que nos hace santos es
costosa, pues, como Bonhoeffer expuso elocuentemente, costó el mismo Hijo de Dios.
La falta de amor y obras de amor entre los miembros de una iglesia puede crecer en
intensidad al grado de cuestionar el estado eclesial del cuerpo. Durante la Segunda
Guerra Mundial, el Deutsche Christen enfrentó esta posibilidad. Tales cosas son juzgadas
por Cristo, aunque siempre hay gente a las que Dios les concede discernimiento para dar
una advertencia. La fidelidad al evangelio en la vida no es solo en el bene esse (N. del T.:
término jurídico que significa «bueno por el momento») de la iglesia sino en su esse.

El bautismo en el Espíritu es una llenura poderosa de la misma presencia de un Dios


Santo. Esta nos cambia en el proceso, pues los odres viejos no pueden Contener e! vino
nuevo. Es el bautismo en el mismo amor de Dios, pues la santidad de Dios es amor
santo, amor que no se compromete con e! mal sino que nos transforma en la verdad. «El
amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad» (1 Co 13:6). El
bautismo en el Espíritu hace que Cristo permanezca en nosotros y nosotros en él, a fin
de ser podados para dar mucho fruto (cf Jn 15). No todos darán el mismo fruto, pero
todos podemos llevar las cargas de los demás para maximizar nuestro actual potencial
de dar fruto.

A la luz del derramamiento universal del Espíritu, la categoría de «santo» no es solo el


título para una elite de unos pocos escogidos sino que pertenece a la iglesia entera por
virtud de ser «en Cristo», pues todos los escogidos redimidos en Cristo son santificados
por el Espíritu (cf 1 P 1:1-2). El Espíritu derramado en el Pentecostés con lenguas de
fuego que simbolizaban la santa presencia de Dios pertenecía a la iglesia entera por la
gracia de Dios. Están aquellos que aún están bebiendo leche y tienen actitudes más
reflectantes del mundo que del reino de Dios (cf 1 Co 3: 1-4). Ellos no concuerdan
radicalmente con la genuina vida de fe. No destruyen la iglesia por sus acciones.
Aunque obtuvieran una influencia significativa, no cuestionarían la identidad de la
iglesia como la novia de Cristo. Sin embargo, construyen con madera, heno y paja en
vez de usar piedras preciosa duraderas (cf vv. 11-15). Deben ser amonestados a crecer
en Cristo para ser transformados «con más y más gloria» (2 Co 3:18), para que Cristo
sea formado más manifiestamente en ellos (cf Gá 4: 19).

Debemos hacer esto con paciencia y amor, pues sabemos que la gracia de Dios es
infinitamente paciente con nosotros. No debemos despreciarlos, porque podemos llegar
a ver tendencias en ellos que despreciemos en nosotros. Aquellos que caen deberían ser
guiados compasivamente al arrepentimiento y la sanidad. Aun cuando nos encontremos
con situaciones que nos provoquen una piadosa pena, esta debería ser expresada en
solidaridad con su piadosa pena mientras se arrepienten. Nuestra decepción nunca debe
tornarse en una ira farisaica o rechazo. Que Dios tenga misericordia de todos nosotros.
Catolicidad
Dado que la unidad, como una cualidad de la comunión y la santidad, se obtiene por la
presencia del Espíritu «y en toda gracia», llegamos después a la riqueza y amplitud de la
catolicidad. Hay numerosas definiciones del término católico que representan parte del
desafío ecuménico que enfrentan las iglesias.3o El término, usualmente, conlleva
implicancias cualitativas y cuantitativas. Cualitativamente, e! término puede denotar
plenitud de gracia, verdad o dones espirituales. Cuantitativamente, la catolicidad se
refiere a la iglesia propagada por el mundo. El bautismo en el Espíritu sobre toda carne
tiene las riquezas y amplitud de la catolicidad implícitas dentro de él.
Aunque la catolicidad no es parte de! lenguaje de la fe entre las iglesias pentecostales, la
sustancia de! término, cualitativamente entendido, sería definida entre la mayoría de los
pentecostales en el contexto de una experiencia inmediata de! Espíritu Santo, una
«llenura» de! Espíritu, por e! cual el creyente se siente lleno y abrumado por la
presencia de Dios. Esta experiencia inmediata de Cristo no ocurre sin los «medios de la
gracia» sino que llega a nosotros como una clase de «inmediatez transferida» en tensión
dialéctica. Los símbolos son «rotos» o «caídos», pero ocasionan un genuino encuentro
con Cristo por medio del Espíritu. Tal experiencia nos conmueve mucho más de lo que
las palabras puedan expresar; pero preferiblemente también involucra e! pensamiento
profético de las Escrituras así como un sentido de llamado-investidura personal,
consagración y amor por los demás.
En los escenarios pentecostales, la Cena del Señor junto a la predicación de la Palabra y
la adoración congregacional tienen el objetivo de facilitar esta experiencia de «llenura»
espiritual. David Martin menciona, por ejemplo, que en el pentecostalismo de América
Latina es el servicio entero de adoración, música, canciones, danzas, oración y
testimonio lo que crea una atmósfera de alto voltaje en la cual uno es lleno con el
Espíritu. Podríamos agregar que, dentro de esta atmósfera carismática, la Palabra de
Dios resulta muy clara y central en la predicación y los sacramentos para informar,
transmitir y, por otro lado, realzar esta experiencia de! Espíritu en «plenitud».
Discutiremos más adelante qué implicaciones tiene este comentario sobre una posible
interpretación pentecostal de palabra y sacramento a la luz del bautismo en el Espíritu.
Sin denigrar la importancia de la predicación, la Palabra emerge en el contexto de la
adoración pentecostal, de una manera policéntrica, a través de los dones espirituales, la
predicación y los sacramentos. Volf, por consiguiente, se refiere a una manera de hablar
polifónica de la Palabra de Dios, de unos a otros entre todo el pueblo de Dios.
Al principio, el término católico también asumió una dimensión cuantitativa, como «la
iglesia católica de! mundo entero» (Martyrdom Polycarp). Cyril de Jerusalén combinó las
nociones cualitativas y cuantitativas de la catolicidad al plantear que la iglesia católica
«se llama así porque se propagó por todo el mundo», y porque «enseña universal y
completamente todas las doctrinas», «somete a toda la humanidad a una correcta
adoración» y «posee en sí misma cada virtud concebible, ya sea en obras, palabras o en
dones espirituales de toda especie» (Catechetical Lectures 18:23). Es necesario que
seamos agradecidos, pero también críticos con este lenguaje. Como agradecimiento, no
hay duda que la esencia o centro de la iglesia está en la presencia de Jesús por medio del
Espíritu, y que Cristo «nos ha bendecido en las regiones celestiales con toda bendición
espiritual» (Ef 1:3). Como crítica, decir que «posee» toda gracia y virtud en «plenitud»
es problemático y puede derivar en presuposiciones que apoyen la consecución de una
escatología y una identificación idólatra de la iglesia con Cristo como el Rey o el
Espíritu como el reino.
Nosotros, como la iglesia, somos la iglesia debido a la presencia de Cristo y al reino que
nos permite participar en, y dar testimonio de, el reino de Dios en el mundo. Pero esta
personificación y testimonio son falibles y débiles, eclipsados de alguna manera por
nuestra existencia caída. Hay una discrepancia entre nuestra esencia en el Espíritu y
nuestra existencia actual como iglesia. Además, hablar de «plenitud» espiritual, aunque
tiene una cierta importancia retórica al señalar la fuente de toda plenitud en Cristo como
la fuente del Espíritu y el centro de la vida de la iglesia, necesita ser calificado como
algo experimentado solo en parte y en debilidad. No se posee, más bien nos posee.
Debemos constantemente ser renovados en este como una experiencia actual que se
extienda al final cumplimiento en el escaton. Por esto, somos constantemente «llenos»
como una dinámica actual de la iglesia. Si ya poseemos una plenitud, no habría
necesidad de ser constantemente llenos como una experiencia de renovación en curso.
A la luz del Pentecostés, la rica variedad de bendiciones ofrecidas por la catolicidad de
la iglesia no es solo espiritual y denominacional sino también cultural. Las lenguas del
Pentecostés, inspiradas por el bautismo en el Espíritu, fueron globales y diversas, y
todas estas de una pequeña reunión de judíos cristianos! Qué señal de cómo el don de la
catolicidad trasciende lo que la iglesia puede manifestar visiblemente. Pero la iglesia no
descansó segura y complacientemente con las riquezas de su don espiritual. Luchó para
manifestar de manera visible esta catolicidad históricamente, pues, al hacerlo, fueron
capaces de participar más ricamente en su plenitud escatológica. La próxima reunión del
pueblo de Dios en la nueva creación será de cada nación, tribu y lengua (cf Ap 7:9). El
viaje de Hechos nos lleva desde la Palestina de los judíos, hasta los helenistas judíos, los
samaritanos, los gentiles de Palestina y los helenistas judíos y gentiles en suelo gentil.
La catolicidad se expande en riqueza y variedad. El Espíritu es «transmitido»
constantemente por medio de un prisma rico y más rico de voces culturales lingüísticas.
Walter Kasper, por consiguiente, considera la catolicidad como una «abundancia de
unidad» entre gentes, culturas, ministerios y roles. El racismo Y otras formas de falta
de interés o discriminación injusta en la iglesia es un cáncer en su alma católica.
El desafío de la catolicidad debe también ser confrontado en relación a la variedad de
comuniones mundiales. En particular, hablando de la catolicidad como una realidad
escatológica a ser cumplida, somos confrontados por la afirmación de la iglesia católica
de ser la iglesia católica. ¿Podemos hablar de catolicidad e ignorar la iglesia que se
denomina a sí misma con este término? Hans Küng, por ejemplo, saca una obvia
conclusión de que al denominarse a sí misma católica, la iglesia católica hace una
afirmación histórica de ser la iglesia madre a la que todas las demás iglesias deben
referirse al hablar de su origen y catolicidad.
Sin embargo, Unitatis Redintegratio 4 menciona que la iglesia católica es débil en su
testimonio del reino:
«Pues aunque la iglesia católica es dotada con toda verdad divinamente revelada y
con todos los medios de la gracia, sin embargo, sus miembros no logran vivir por
estos con todo el fervor que deberían para que el resplandor de la imagen de la
iglesia sea menos clara a los ojos de nuestra hermandad separada y del mundo en
general, y el crecimiento del reino de Dios es retrasado».
El hecho de que haya comunidades de iglesias y fe divididas de la iglesia madre, que
experimentan valiosos elementos de la catolicidad, también impide que la iglesia
católica manifieste en la historia las riquezas de su gracia por todo el mundo. Nótese
otra vez Unitatis Redintegratio 4:
Las divisiones entre los cristianos no permiten que la iglesia alcance la plenitud de
la catolicidad apropiada para sí en aquellos de sus hijos que, aunque se aferraron a
esta por el bautismo, son separados de una completa comunión con la misma.
Además, la iglesia en sí misma encuentra más difícil de expresar en la vida actual
la completa catolicidad de todas sus relaciones.
Sin embargo, la catolicidad aún subsiste centralmente en la iglesia católica por la
eclesiología católica: «El Señor confió todas las bendiciones del Nuevo Pacto a los
colegas apostólicos solos, de los cuales Pedro es la cabeza, a fin de establecer el cuerpo
de Cristo en la tierra al cual todos deberían ser completamente incorporados, y al
pertenecer de alguna manera al pueblo de Dios» (Unitatis Redintegratio 4). Las
comuniones que están divididas de la iglesia madre carecen de catolicidad hasta cierto
punto porque carecen de unidad en la iglesia establecida por Cristo. Pero tales
divisiones afectan a la iglesia católica también, ya que no le permiten manifestar
completamente su catolicidad en la historia sin la unidad con estas iglesias divididas.
No podemos discutir la catolicidad con excepción de su afirmación católica.
Debe tomarse seriamente. Debemos preguntar si somos o no culpables de mirar tan
fijamente la constitución neumatológica y el cumplimiento escatológico de la
catolicidad en la nueva creación, que no vemos la institución cristológica de la iglesia y
su continuidad histórica como e! cuerpo visible de los fieles. Creo que Küng tiene razón
al decir que hay una validez histórica para la idea de la «iglesia madre». La iglesia
Católica Romana tiene cierto rol «materno» en el árbol familiar de la iglesia cristiana
del mundo. Buscar simplemente redescubrir la iglesia del Pentecostés en la lluvia tardía
del Espíritu de una manera que ignore esta historia no es algo garantizado en mi
opinión. No podemos simplemente vivir en el relato bíblico, como si cientos de años de
tradición en la iglesia no hubieran ocurrido. La familia de Dios tiene una historia que no
puede ser ignorada. Los hijos que se alejaron de su madre, aunque sea por razones
comprensibles, y engendraron a sus propios hijos, ahora no deberían, conjuntamente,
despreciar a su madre al imaginar un futuro destino separado de ella. Hay un cordón
umbilical que nos conduce, históricamente, a vernos en relación a ella y en
agradecimiento a ella, pese a las legítimas quejas que podríamos reclamar contra la
misma (Y ella contra nosotros).
No obstante, sus afirmaciones en relación a nosotros no pueden simplemente ser
aceptadas sin críticas. Como hijos y nietos adultos, somos responsables de decidir por
nuestra voluntad con respecto a la legitimidad de sus afirmaciones sobre nosotros.
Discutiremos el asunto de! apostolado a continuación. Es suficiente decir aquí que la
iglesia católica «madre» pertenece a una herencia en el derramamiento del Espíritu del
que ella es responsable como cualquiera de nosotros y sobre e! cual no puede, según mi
parecer, reclamar ningún privilegio. Nosotros, como sus hijos y nietos, respetamos su
rol en la historia al pasarnos una preciosa herencia en la forma de testimonio. Pero al
recibir este testimonio somos atraídos a la misma fuente de la cual ella recibió y debe
continuar recibiendo. Por consiguiente, hay límites para cuán lejos podemos extender la
metáfora de su rol maternal en relación a nosotros. Desde una perspectiva escatológica,
nacimos de arriba, del Espíritu, igual que ella (cf Jn 1:12-13). La semilla regada por e!
Espíritu fue la Palabra de Dios encarnada y proclamada (cf Jn 1-13; 1 P 1:23). Hans
Küng comenta adecuadamente: «Es la Palabra la que crea la iglesia y la sigue reuniendo
constantemente por medio de la fe y la obediencia».
En cierto sentido, todas las comuniones cristianas nacieron del Pentecostés, de manera
directa y no indirecta, pues este y el bautismo en el Espíritu no son simplemente un
suceso de una sola vez que canaliza ahora de forma histórica a través de las puertas
angostas de una oficina apostólica. El Pentecostés es ahora y el Espíritu y el evangelio
del reino es en todos lados recibido por fe. El bautismo en el Espíritu nivela el campo de
juego eclesiástico cuando llega a la catolicidad desde la presencia del reino de Dios en
poder. Consecuentemente, la catolicidad es policéntrica, pues subsiste dentro de todas
las comuniones del mundo en virtud de la presencia de! Espíritu. El bautismo en el
Espíritu es un don escatológico ligado fundamentalmente al evangelio del reino y
accesible por la fe compartida entre todo el pueblo de Dios.
Dado que todos somos constituidos por e! Espíritu de la promesa, el cumplimiento
escatológico de la iglesia bautizada en el Espíritu en la nueva creación representa la
iglesia católica en la completa manifestación de sus marcas. Ninguna comunión, ni
siquiera la más antigua históricamente, puede reclamar un privilegio en esto. Como
Hans Küng comentó concerniente a su afirmación especial de la iglesia sobre la
catolicidad: «La iglesia más internacional, la más grande, la más variada, la más antigua
puede, de hecho, convertirse en una extraña en sí misma, puede convertirse en algo
diferente, puede perder contacto con su propia naturaleza más íntima, puede desviarse
de su curso verdadero y original».
Esto es especialmente cierto con respecto a una joven iglesia o movimiento pentecostal
que carece de una profunda herencia teológica y litúrgica dentro de la iglesia católica.
La catolicidad es atestiguada históricamente por medio de la transición de una herencia
preciosa. Pero la catolicidad es, en esencia, un don escatológico en el cual participamos
por la fe en Cristo como el Espíritu bautizador. No se puede dar por sentado al hacer uso
de reclamos privilegiados sino debe ser constantemente recibido de nuevo por medio de
una fe genuina. Aunque una iglesia antigua tiende a disfrutar de una cierta ventaja con
respecto a la riqueza posible y variedad de su vida católica, la catolicidad es policéntrica
y escatológica. Su riqueza no se juzga estrictamente en términos históricos.

Apostolado

Si el pentecostalisrno es algo, es «apostólico» por intención, Su misión original estuvo


dedicada a la «fe apostólica», ya que muchas iglesias pentecostales del mundo
levantaron e! estandarte «apostólico» bastante alto. El término tuvo la tendencia a servir
de impulso primitivista y restaurativo como un llamado a volver a la experiencia del
bautismo en e! Espíritu de Hechos y a la calidad de vida, misión, enseñanza y práctica
de los cristianos primitivos que surgieron en el día del Pentecostés. La restauración del
hablar en lenguas, la profecía y la sanidad divina es de particular importancia para la
iglesia misionera de los últimos tiempos. Esta era para alcanzar a las naciones, todos los
idiomas y lenguas, con el mensaje de Cristo como el Redentor y Sanador. Estaba
implícito que las iglesias de una línea principal no se pueden tildar de completamente
apostólicas porque, hasta cierto punto, ignoraron el fervor y el mensaje de los primeros
tiempos.

Los pentecostales, además, buscaron «patrones» en Hechos que legitimaron su


identidad apostólica, tales como las lenguas como evidencia de estar llenos del Espíritu
o el uso del nombre de Jesús en el bautismo. Los pentecostales tuvieron la tendencia a
ser biblísticos por naturaleza. Si podía demostrarse que algo había sido recomendado
por los apóstoles, lo mismo se consideraba permitido para la actualidad. Si podía
demostrarse que algo no había sido recomendado por los apóstoles, lo mismo se
consideraba obligatorio para la actualidad. Si los apóstoles hacían señales y milagros, lo
mismo es válido para la actualidad. La tradición histórica estaba sometida al resplandor
de la luz de lo que era detectado en Hechos. Un aspecto valioso de la tradición del credo
estaba a disposición, y los primeros pentecostales no tuvieron reparo en exigir en sus
iglesias, como algo universalmente obligatorio, las ideas doctrinales hasta ese momento
desconocidas en las iglesias de una línea principal.

Esta hermenéutica primitivista y bíblica fue probada en la controversia trinitaria de la


denominación de las Asambleas de Dios no mucho después de su fundación. Los
pentecostales unitarios que surgieron dentro de las Asambleas de Dios argumentaron
que el apostolado debe ser usado para podar radicalmente la tradición de! credo de la
iglesia, hasta e! extremo de rechazar la doctrina de la Trinidad, dado que no se puede
demostrar que fue explícitamente enseñado por los apóstoles. ¡Qué irónico, en el
contexto de la corriente ecuménica, que Nicea fuera en gran parte rechazada por
preservar la identidad apostólica de la iglesia! Las Asambleas de Dios terminaron
afirmando la Trinidad y perdieron una tercera parte de sus miembros en e! proceso al
aplicar una hermenéutica que no era estrictamente bíblica. Sin embargo, algo sobre lo
cual todos los pentecostales estuvieron de acuerdo fue que toda la iglesia era apostólica
y que compartían la fe, la experiencia y la misión original de los primeros apóstoles y de
las iglesias que ellos fundaron.

En verdad, la iglesia está fundada en Cristo, «porque nadie puede poner un fundamento
diferente de! que ya está puesto, que es Jesucristo» (1 Co 3:11). La iglesia, como un
templo de Dios lleno de! Espíritu, está fundada en Cristo como el Hombre y Otorgador
de! Espíritu. Sin embargo, sobre este fundamento hay un ministerio fundamental que
depende de él, es decir, el carisma de los «apóstoles y profetas» que forman parte de un
edificio entero levantado por Cristo y habitado por el Espíritu (cf Ef2:20-22). Los
profetas requerían de los apóstoles para transmitir la enseñanza de Cristo por medio de!
Espíritu a la iglesia (cf. Hch 2:42); una enseñanza que estaba escriturada, recibida entre
la gente por medio de los vientos del Espíritu (cf 2 Ti 3:15-16), y atestiguada por medio
de la guía de! Espíritu en las afirmaciones del credo. Los apóstoles, además, requieren
de los profetas, pues la enseñanza y legado apostólico debe ser contextualmente
discernido y expresado en el tiempo por el uso de las voces proféticas, pues la iglesia
vive en gran parte por la guía de lo que el Espíritu dice a las iglesias (cf Ap 1-3) como
por la enseñanza de los apóstoles (cf. Hch 2:42).

¿Qué sucede con los ministros ordenados para supervisar en la iglesia de hoy? El triple
oficio de obispo, presbítero y diácono surgió en e! siglo segundo por medio de un
desarrollo complejo en el que estas categorías eran inciertas e intercambiables. Parecía
no haber una «estructura apostólica» uniforme fundada por Cristo y perdurable
universalmente en la iglesia desde el comienzo. El comentario sobre el ministerio por e!
Informe de Fe y Orden, sobre el bautismo, la eucaristía y el ministerio declara
justificablemente: «La formas actuales de ordenación y del ministerio ordenado, sin
embargo, evolucionaron en desarrollos históricos complejos. Las iglesias, por
consiguiente, necesitan evitar atribuir sus formas particulares de! ministerio ordenado
directamente a la voluntad e institución de Jesucristo. La evidencia indica que los
ministerios de supervisión en la iglesia siempre fueron inciertos y contextualmente
determinados, como lo son todos los dones espirituales. Esto es especialmente aparente
cuando miramos la creciente diversidad de cargos y ministerios de las iglesias en e!
mundo de hoy.

Cómo juzgamos el apostolado de la iglesia con respecto al ministerio de supervisión,


por consiguiente, dependerá de la eclesiología que afirmamos. Con el riesgo de
simplificar demasiado, mencionaré dos modelos principales a considerar. Uno es
jerárquico, que enfatiza el dipolo entre aquellos que supervisan la iglesia como
representantes de Cristo y aquellos que deben recibir fielmente su ministerio y
comprometerse en ministerios laicos a modo de respuesta. El énfasis aquí con respecto
al apostolado está en primer lugar en la naturaleza cualitativamente distinta de los dones
de supervisión y la exclusividad de! cargo apostólico con relación al cuerpo de los
fieles. No se niega el apostolado de toda la iglesia, pero se define de una manera que
preserve la naturaleza cualitativamente exclusiva de la estructura apostólica de la
misma. El oficio de obispo, transmisor de la presencia de Cristo por medio de los
sacramentos, es esencial (esse) y no solo beneficial (bene esse) para la iglesia.

El otro modelo le otorga prioridad a la metáfora de la koinonía interactiva, por la cual


todos los miembros de la iglesia se comprometen en un mutuo ministerio de la Palabra
de Dios como gente de fe. Aquellos ungidos para supervisar están definidos de una
forma subordinada a la idea de ministerio de todo e! pueblo de Dios en virtud de su
mutua fe. Aquellos que supervisan no se concentran en transmitir a Cristo a la iglesia
sino más bien en proteger y guiar este previo énfasis poli céntrico en el mutuo
ministerio de todo el cuerpo de los fieles. Entonces, los ministerios de supervisión
usualmente se ven equipando y guiando la interacción y proliferación de los ministerios
ungidos con los dones y se ven a ellos mismos entre estos dones, no cualitativa sino más
bien funcionalmente distintos. El énfasis está en el apostolado corporativo y
mutuamente compartido de la iglesia entera. No se niega la naturaleza única del
ministerio ordenado sino se define para resaltar su mutua responsabilidad ante toda la
iglesia que es apostólica en su fe y misión. El oficio de obispo es beneficial, pero no
esencial para la presencia de Cristo para constituir la iglesia.

Ambos modelos apuntan a incorporar a los demás, de alguna manera, en su propia


visión sin alterar fundamentalmente sus puntos de énfasis exclusivos. Esto es necesario,
dado que ambos tienen al menos algún elemento de verdad del Nuevo Testamento. Por
ejemplo, el libro de Hechos resalta el ministerio de los apóstoles. Sin embargo, también
enfatiza la naturaleza corporativa del ministerio en el Espíritu, de cómo «todos fueron
llenos del Espíritu Santo, y proclamaban la palabra de Dios sin temor alguno» (Hch
4:31). Similarmente, Hebreos 13:17 aborda la necesidad que tienen los fieles de
someterse al ministerio de la Palabra ejercido por aquellos que supervisan la iglesia. Sin
embargo, Efesios 5:21 declara que todos los miembros deberían someterse unos a otros
en reverencia a Cristo, porque todos los miembros crecen juntos «al vivir la verdad con
amor» unos con otros (Ef 4:15). En verdad, desde Cristo, la cabeza, «por su acción todo
el cuerpo crece y se edifica en amor, sostenido y ajustado por todos los ligamentos,
según la actividad propia de cada miembro» (v, 16). Por lo tanto, ¿cómo negociamos
esta tensión entre los modelos eclesiológicos?

Desde luego, estos modelos no siempre se mantienen en buena forma. Hay


pentecostales, fieles a la lógica restaurativa, que creen firmemente en la restauración del
oficio apostólico en la iglesia de hoy, y contradicen a muchos que ven el antiguo oficio
apostólico como algo exclusivo y no duradero en la iglesia, excepto en la forma del
canon bíblico y otras formas derivadas de supervisión responsable ante la Escritura por
su validez. Tales pentecostales ven este ministerio neumatológicamente transferido de
manera directa del Cristo resucitado en obediencia a su Palabra en el aquí y ahora, sin
considerar lo que habría sido instituido históricamente por Cristo, y transmitido por
medio de una sucesión histórica desde allí a través del oficio o estructura de una iglesia
apostólica. Incluso, hay un movimiento en marcha dentro del ala más libre de la iglesia
del movimiento carismático que libera en la iglesia apóstoles sin escrúpulos directa e
independientemente del nombramiento por el Espíritu de Cristo, y buscan una estructura
eclesiástica ¡en la cual podrían incorporarse a ellos mismos! El hecho de que esta
práctica extraña tiene cierto precedente en el movimiento pentecostal fue
dramáticamente representado para nosotros en la película El apóstol, protagonizada por
Robert Duvall.

No me inclino a una forma de sucesión o restauración del ministerio apostólico, original


y directamente comisionado por el Cristo resucitado. Más bien, me inclino a los
ministerios de supervisión ungidos por el Espíritu, análogos del ministerio apostólico
primitivo y en sumisión al testimonio y misión original apostólica. ¡Por cierto, tales
ministerios surgen de, y permanecen responsables a las iglesias en las que ellos sirven!
Aquellos que sirven en posiciones de supervisión tienen la responsabilidad de preservar
y acrecentar el testimonio y misión apostólica por toda la iglesia de hoy, y de hacer uso
del discernimiento, proclamación y visión profética. Aquellos que en la actualidad están
en la supervisión, deben «dar cuentas» de su fidelidad en el ministerio (cf Heb 13:17).

A modo de una respuesta general a los asuntos planteados arriba, mis conclusiones
anteriores acerca de la dialéctica crítica entre Cristo y la iglesia no me permiten aceptar
una simple transferencia de poder y autoridad de Cristo a cualquier figura humana en la
iglesia ni aun a la iglesia como un todo. Es Cristo y el Espíritu los que ejercen una
autoridad incuestionable, pues Cristo es el Rey y el Espíritu es el reino. La infalibilidad
es una característica de Cristo solo. La autoridad de los supervisores y de la iglesia es
delegada, no transferida y, por consiguiente, se ejerce constantemente en debilidad y
humildad y de una manera responsable ante el evangelio del reino por su legitimidad,
pues de los supervisores de la iglesia, el Nuevo Testamento declara: «Obedezcan a sus
dirigentes y sométanse a ellos, pues cuidan de ustedes como quienes tienen que rendir
cuentas» (Heb 13: 17). Es haciendo uso del discernimiento en las relaciones colegiales
entre los líderes de la iglesia, pero también entre el cuerpo de los fieles, más
generalmente en lo que se refiere a si el ejercicio de la autoridad en la iglesia está en
armonía con el reino de Cristo testimoniado en el evangelio. La ponencia del concilio
Mundial de iglesias de Fe y Orden sobre la naturaleza y propósito de la iglesia menciona
correctamente que el ministerio de supervisión en la iglesia es ejercido comunitaria,
personal y colegialmente.

Con respecto a la sucesión apostólica, el teólogo católico, Michael Schmaus, concluye


que «hay que ver que en ninguna parte de la Escritura encontramos alguna palabra de
Cristo que instruya a los apóstoles a señalar a los sucesores o a transferir su misión en la
forma de oficio episcopal o sacerdotal». Desde luego, Schmaus encuentra tal oficio y
sucesión implicado en el testimonio del Nuevo Testamento. Pero no todas las voces de la
iglesia católica fueron tan seguras. Hans Küng escribió su clásica obra The Church [La
iglesia] sin discutir el oficio o la Sucesión apostólica hasta el final del libro. Esta
discusión llega al final de un prolongado argumento por una óptica de la iglesia,
fundamentalmente carismática y no jurídica, con una diferencia funcional y no
cualitativa asumida entre el ministerio ordenado y otros ministerios de la iglesia.
Después de un minucioso análisis de la enseñanza bíblica, concerniente al oficio
eclesiástico a la luz de la estructura carismática de la iglesia, Küng concluye que sigue
habiendo una «pregunta urgente con respecto a si en esta óptica de la iglesia radical hay
espacio para cualquier oficio eclesiástico».

Küng, al final, no rechaza el oficio de la iglesia y la autoridad exclusiva de supervisar,


de servir a la iglesia entera compartida por aquellos que tienen este carisma. Pero
considera que el oficio está subordinado a la óptica de la iglesia corno una comunión de
creyentes que comparten y sirven mutuamente la fe en Cristo, y que señalan que «la
iglesia debe verse primero y principal corno una comunión de fe, y solo de esta manera
se puede entender el oficio eclesiástico de manera apropiada-.f! En otras palabras, Küng
no desecha el beneficio del oficio de la iglesia, pero define la diferencia entre este y
otros dones laicos como funcionales, y los ve a todos, finalmente, corno parte de la
misma obra del Espíritu entre los fieles. Küng, por consiguiente, concluye que, de
acuerdo al Nuevo Testamento, «no hay límites claros entre los ministerios públicos
permanentes en la comunidad y los otros carismas; la diferencia entre ambos parece ser
incierta-.V Küng aboga por una estructura carismática descriptiva de la iglesia corno
una comunión mutuamente edificante de la fe en el Espíritu. Más recientemente, el
teólogo pentecostal, Veli-Matti Karkkainen, hizo uso de esta noción de la estructura
carismática de la iglesia en respuesta a varios asuntos ecuménicos.

Muchos podrían sostener que Küng enfrenta el problema de cómo justificar


teológicamente el rol exclusivo concedido por aquellos que tienen la función de
supervisar en las iglesias, corno está demostrado, por ejemplo, por un Pablo que
confrontó a los profetas errados de Corinto con un «mandato» del Señor (cf 1 Ca 14:36-
38), o la amonestación de Hebreos 13: 17 a los fieles para que se sometieran a aquellos
que tienen que supervisar en la iglesia. Küng tiene razón al no negar que hay una
diferencia entre los «carismas libres» que podrían levantarse en ocasiones para suplir
necesidades específicas y el ministerio ordenado que ejerce una autoridad exclusiva ante
la congregación entera o red de congregaciones ungidas para ayudar a guiarlas y
nutrirlas.
Miroslav Volf, que tiene mucho en común con la opinión de Küng sobre la iglesia,
también reconoce cierto sentido en el cual existe una relación funcional de «dipolo»
entre el ministro ordenado y la congregación de los fieles, mientras el ministro ordenado
sirve a la iglesia en la predicación y los sacramentos. Sin embargo, igual que Küng,
Volf clasifica este dipolo al ubicarlo dentro de (aun subordinándolo a) otra visión de la
iglesia corno un ministerio policéntrico, mutuo e interactivo de muchos miembros
ungidos sometidos unos a otros (cf Ef 5:21), bajo Cristo como la cabeza, de quien «todo
el cuerpo crece y se edifica en amor, sostenido y ajustado por todos los ligamentos,
según la actividad propia de cada miembro» (Ef 4:16).44

Aun una distinción entre los ministerios de supervisión perdurables, especialmente


ordenados, y los «carismas libres» necesitan ser clasificados, ya que estos carismas
libres tendieron a convertirse en ministerios establecidos también, tales corno aquellos
de profetas y sanadores. Pienso que Max Turner, con justa razón, reconoce en el Nuevo
Testamento un espectro de ministerios ungidos con los dones, desde ministerios
establecidos a dones espontáneos del Espíritu sin rotura sino más bien sombras de
diferencia dentro de una relación incierta entre estas sombras. Y estos ministerios de
supervisión del Nuevo Testamento funcionan dentro de la congregación ungida, no
sobre esta.45 Aun Hebreos 13:17 menciona que aquellos que supervisan «deben rendir
cuentas» por sus ministerios, lo que quiere decir que su autoridad no es absoluta sino
dependiente del Señor y responsable ante aquellos con los que están en comunión. El
bautismo en el Espíritu significa que no hay aristocracia del Espíritu en la iglesia y,
corno Volf señala, la presencia de Cristo no se transfiere a la iglesia a través de las
«puertas angostas» del ministerio ordenado sino más bien de manera policéntrica a
través de varios ministerios ungidos con los dones interactivamente en la iglesia.

El bautismo en el Espíritu hace del apostolado una característica misionera y, por


consiguiente, una característica de la iglesia entera. El término apóstol se refiere a la
calidad de ser enviado. Todos los miembros ungidos dentro de laos o el pueblo de Dios
son enviados por Dios con una misión para cumplir el bautismo en el Espíritu. Todos
son laicos y todos son ministros. Aunque los apóstoles y otros con ministerios de
supervisión tengan una responsabilidad especial de liderar, la autoridad y el liderazgo en
la iglesia se ejercen también por medio de otros dones de discernimiento, por lo que
Pablo exhorta a los profetas de moral elevada a someterse a los juicios de otros que
ejercen discernimiento en la iglesia (cf 1 Co 14:29-32), y todos se sometan unos a otros
en reverencia a Cristo (cf Ef 5:21). Küng, por consiguiente, tiene razón al mencionar que
la función del clérigo ordenado es una autoridad «dada a toda la iglesia» por Jesucristo.
En cierto sentido, toda la iglesia es ordenada o enviada corno apostólica para que pueda
«funcionar con respecto al decreto de la humanidad de una comunión con Dios en
consumación de su Reino.

A la luz del debate anterior, podernos ver el oficio apostólico y el ministerio ordenado
corno un carisma del Espíritu gobernado por la norma del evangelio y no
cualitativamente diferente de otros portadores de los dones de la iglesia, un comentario
hecho por Veli-Matti Karkkainen. El relato de Pentecostés de Hechos 21e concede valor
carismático al liderazgo de los apóstoles (cf Hch 2:42- 43), un liderazgo confirmado por
el resto del libro. Los apóstoles no tienen ninguna duda de los principales actores en el
drama de Hechos. Sin embargo, todos los creyentes reciben el Espíritu en Hechos 2
directamente y hablan en lenguas las poderosas obras de Dios (cf Hch 2:4).

Algo similar sucede en Hechos 4. Después de la persecución de Pedro y Juan, toda la


comunidad ora para tener valor. El resultado fue que «todos fueron llenos del Espíritu
Santo, y proclamaban la palabra de Dios sin temor alguno» (Hch 4:31). Los apóstoles
estaban a la vanguardia de las congregaciones llenas de los dones del Espíritu que
servían con ellos para proclamar la Palabra de Dios en poder con señales que le seguían.
La iglesia entera -en verdad, toda carne, incluidos aquellos ungidos para ser apóstoles-
es parte de la iglesia bautizada en el Espíritu como una comunidad profética (cf Hch 2:
17-18). Todos son ministros del mundo en el poder del Espíritu.

El don del apostolado junto a otros ministerios, por consiguiente, sirve para plantar y
regar la semilla de la Palabra para que pueda dar fruto entre las congregaciones llenas
de los dones, mientras todos crecen para hablar la Palabra unos a otros (cf Ef 4:11-16; 1
Co 3:5-15). Pues, «al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel
que es la cabeza, es decir, Cristo» (Ef 4: 15). En este sentido, los cristianos primitivos
no idolatraban a los líderes apostólicos como superhéroes. Los apóstoles pertenecían a la
iglesia como dones para inspirarlos y guiarlos mientras crecían para tomar su propio
lugar como portadores maduros de! Espíritu y la Palabra. Los corintios eran, por
consiguiente, bebés que tomaban leche y que idolatraban a los apóstoles en vez de ser
participantes adultos en la edificación de la iglesia y su misión en el mundo (cf 1 Co 3:
1- 15). Pablo escribe: «Después de todo, ¿qué es Apolos? ¿Y qué es Pablo? Nada más
que servidores por medio de los cuales ustedes llegaron a creer» (1 Co 3:5). Tales
palabras no son una capa de humildad usada para sustentar a los apóstoles al gobernar
sobre un laicado pasivo no ordenado. Pablo realmente quiere decir que el rol de los
apóstoles era principalmente liderar e! reclutamiento y producir fidelidad en los
ministros de la Palabra de Dios dentro de una iglesia carismática bautizada en el
Espíritu.

Interesantemente, Hans Küng nos insta a mirar a Pablo y a Pedro como ejemplos de
liderazgo apostólico, dado que Pablo parece ubicar su propia autoridad a la par de la de
Pedro en Gálatas 1 y 2. Respondiendo a las iglesias, Pablo duda en exigir al máximo su
poder de decisión. En los asuntos de disciplina de la iglesia, trata de no tomar decisiones
autoritarias (cf 2 Co 8:8-10). En cuestiones morales, donde no está en juego una palabra
del Señor Jesús, prefiere dar libertad de decisión a la comunidad (cf 1 Co 7:35). Aun en
los casos donde hay necesidad de una clara acción, no da ninguna receta parcial sino
que involucra a la comunidad (cf. 1 Co 5). Cuando ejerce la autoridad usualmente
exhorta, pero no ordena un acatamiento (cf. 1 Co 4:14; 9:12,18; 2 Co 13:10; 1 Ts 2:7; 2
Ts 3:9; Flm 8-9). «Pablo nunca confronta a sus comunidades como su señor, ni aun
como su sumo sacerdote. El apóstol no es el señor, Cristo es e! Señor». Él no les habla
como a hijos sino como a hermanos y hermanas; los anima a reunirse para que se bendi-
gan unos a otros. Él usa su autoridad para edificar no para subordinar. 50 Podemos
decir que es la concesión de! Espíritu de «toda gracia» la que guía sus interacciones no
la autoridad jurídica de las estructuras de un mundo que carece de gracia.

Tal humildad no evitó que Pablo se opusiera a los profetas errados con una palabra del
Señor y una autoridad que él no esperaba ser desafiada (cf. 1 Co 14: 36-38). Sin
embargo, Pablo igualmente especifica que esta palabra de autoridad del Señor fue dada
para afirmar la necesidad de que los profetas errados se sometan a otros que tengan el
don de discernimiento en la iglesia, para que «el don de profecía [esté] bajo el control
de los [otros] profetas» (1 Co 14:32). En otras palabras, sus juicios más duros fueron
reservados para los que tenían una moral elevada, los que amenazaban con el poder de
discernimiento activo en la comunión de fieles. De la misma forma, los que hablan en
lenguas tienen su respiro en la interpretación en el Espíritu (cf vv. 27-28). Todos los
dones son probados para que se conformen al amor, que «no se deleita en la maldad
sino que se regocija con la verdad» (1 Co 13:6). En otras palabras, la autoridad
apostólica era aquel don dado para animar y promover un sometimiento y edificación
mutua en la iglesia que fuera fiel a la Palabra de Cristo. Esta era una autoridad respon-
sable ante el evangelio y e! cuerpo de fieles, así como un participante dentro del mismo.

A la luz del bautismo en el Espíritu como un suceso carismático, los apóstoles lideraban
la iglesia entera no solo al interpretar y proclamar la Palabra de Dios sino también al
ministrar con el poder para sanar y transformar y, como consecuencia, derrotar los
poderes del reino de! mal y dar testimonio de! poder del reino de Dios para llevar vida
nueva. La investigación más reciente apoya la opinión de que la comisión de Jesús a
Pedro y a los otros discípulos para «atar» y «desatar», lo más probable, era que se
refiriera principalmente al traspaso de! ministerio de sanidad de Jesús, que involucra la
acción de atar al maligno y desatar a la gente de sus garras (cf Mt 16:17-19; 18:18;
12:28-29); una comisión que aplicaba a un círculo más amplio de discípulos y no solo a
los doce (cf Le 10: 17-18).51 Atar y desatar, indudablemente, involucraba el perdón de
pecados así como la enseñanza de la verdad para liberar a la gente de la esclavitud de la
oscuridad.

La iglesia entera participa en algunos de estos dones apostólicos. Tal fue el caso en el
Pentecostés. Aunque las señales y milagros hicieron legítimo el liderazgo apostólico (cf
Hch 2:43), estas no estaban confinadas a los apóstoles (cf Hch 8:6), pues otros
continuaron el ministerio de Jesús, de «cómo anduvo haciendo e! bien y sanando a
todos los que estaban oprimidos por e! diablo» (Hch 10:38). Otros enseñaban y
proclamaban el perdón de pecados. Esta participación apostólica en el ministerio de
liberación de Jesús constituye las bases para la proliferación obvia de los dones de
sanidad y milagros entre los cristianos comunes de Corinto que no eran apóstoles (cf 1
Co 14:9-10). Como Küng sostiene, la sucesión apostólica incluye varios dones de!
Espíritu e involucra a toda la iglesia. La iglesia entera transmite la misión apostólica no
solo a los fieles sino externamente a la humanidad en su invitación a la fe. Küng, por
consiguiente, escribió acerca de la sucesión apostólica de toda la iglesia.

La comisión que Jesús le da a Pedro, en Mateo 16:17-19, merece especial atención a la


luz de nuestro debate anterior. Comúnmente fue asumido entre los protestantes,
seguidores de Agustín, que la «roca» sobre la que Cristo fundaría su iglesia es la
confesión de Pedro acerca de Cristo. Pero después de una cuidadosa exégesis de este
texto, Oscar Cullmann concluyó que la roca significa Pedro mismo como un apóstol de
Jesucristo. Él sostiene, sin embargo, que el enfoque está sobre el llamado y ministerio
apostólico de Pedro, algo no confinado a Pedro sino disponible para los otros apóstoles
(cf Mt 18:18). Sin embargo, él también afirma que Pedro será «seguro el primero entre
ellos» y «el representante de ellos en todas las cosas».

Por consiguiente, encuentro valor en el oficio pedrino de la iglesia católica como un


testigo implícito del hecho de que Jesús comisionó a los apóstoles al servicio de la
unidad de la iglesia por la comunión con Jesús en koinonía y misión. Pedro simboliza,
para mí, como pentecostal, a un apóstol de liberación en la iglesia que predicó el
evangelio pentecostal, ayudó a cimentar la iglesia bautizada en el Espíritu dentro de las
principales enseñanzas doctrinales (cf Hch 2:42), llevó a cabo la primera sanidad
registrada en Hechos cuando le dijo al hombre pobre: «Lo que tengo te doy» (Hch 3:6),
cuya misma sombra sanaba a «personas enfermas y atormentadas por espíritus
malignos» (Hch 5: 16), y quien dio su vida por Cristo en martirio. Entendido de esta
manera, nadie que ejerce la supervisión en la iglesia, en armonía con el testimonio de
Pedro, puede buscar apagar el Espíritu entre los miembros de la iglesia que recuerdan el
ministerio de sanidad y la proclamación inspirada de Pedro.

Como pentecostal, estoy dispuesto a ser inspirado por la importancia simbólica del
oficio pedrino como un indicador de la posibilidad de que la iglesia, en toda su
diversidad y exclusividad, un día pudiera ser uno con Jesús, como el Espíritu bautizador
y como el que comisionó a los discípulos a seguir su testimonio. Pienso que las
definiciones más recientes del oficio pedrino del Ut Unum Sint (N. del T.: que todos
sean uno) que resaltan el servicio de amor y unidad nos llevaron bien lejos, en una
dirección constructiva, en el importante debate de este asunto.

Pienso que no hace falta decir que, de otra manera, no pondría a Pedro como el punto
clave de la unidad global de la iglesia como hizo la iglesia católica, ni ubicaría su rol
dentro de un oficio de servicio, como una posesión privilegiada de la iglesia católica (ni
siquiera como el primero entre sus pares). Por cierto, no llegaría a la conclusión de que
el portador de este oficio tiene «un poder pleno, supremo y universal sobre la iglesia»
(como lo hace Lumen Gentium 22), aunque tuviera la intención de incluir cierto sentido
de autoridad compartida en la iglesia.

Irónicamente, el oficio pedrino llegó a simbolizar la unidad posible de la iglesia, aunque


también fue el oficio que representa una de las barreras más grandes para la unidad.
¡Que la gracia de Dios en realidad use esta barrera como una ayuda para vencerla!
Cómo se podría lograr, está escondido en el misterio de la voluntad de Dios. Pero las
reacciones ecuménicas del paso del Papa Juan Pablo Segundo, especialmente a un nivel
popular, me llevó a creer que es posible avanzar en esta dirección.
Podemos concluir, sin peligro, que la iglesia es apostólica o enviada a participar, en la
comunión y misión del Espíritu de Dios como testigo de Jesús al mundo. El apostolado
es, por consiguiente, una marca de la iglesia. Como mencioné anteriormente, podemos
hablar de una «sucesión apostólica» de la iglesia entera, pues todos son ordenados para
perdonar pecados y servir como canales de la gracia para con los demás. Küng lo
considera «una sucesión de la fe y testimonio, servicio y vida apostólica-.>' igual que el
estudio del concilio Mundial de iglesias de Fe y Orden, Bautismo, eucaristía y
ministerio. 55 Küng escribe, además, que «toda la iglesia, y por lo tanto cada miembro
individual, está en la fila de la sucesión de los apóstoles. Él aun involucraría una
«sucesión» análoga de profetas, maestros y otros carismas, mientras la iglesia cumple su
función apostólica. A través del bautismo en el Espíritu, el ministerio de liberación de
Pedro y de los otros apóstoles pertenece a nosotros también.

El teólogo católico, David Stagaman, escribió acerca de varios cambios de paradigmas


en la autoridad de la iglesia bajo la influencia del vaticano segundo y el movimiento
ecuménico. Podemos enumerar a seis:

1. El estado del carisma: el cambio de énfasis pasó de ver los principales oficios de
la iglesia de manera principal en cuanto a su estado para interpretarlos pri-
meramente en cuanto a sus carismas.
2. El deber de persuadir: antiguamente las acciones autoritarias tendían a ser
vistas como imposiciones de arriba. Hay un movimiento hacia interpretarlas
como intentos para persuadir, tanto a los miembros de las iglesias como a la
gente del mundo, sobre algunos valores que mejorarán la vida corporativa de
la iglesia y aun la comunidad humana entera.
3. La jerarquía para el diálogo: dejamos atrás una pirámide de autoridad en re-
lación a un laicado pasivo y nos movemos hacia un modelo de diálogo en el
cual todos los cristianos tienen cierta participación en la autoridad divina.
4. La ortodoxia para la ortopraxis: dejamos atrás el ejercicio de la autoridad di-
rigida a producir obediencia, vista principalmente como una conformidad
dentro de la comunidad, y dirigida hacia un ejercicio de autoridad en la
adoración-liturgia, la predicación de la Palabra y un cambio individual y
comunitario hacia la liberación. También podemos agregar, aquí, la aparición
de un énfasis en la autoridad dentro del contexto del servicio y la misión, y la
aparición de una sensibilidad hacia la «estructura carismática» de la iglesia
como un contexto para la celebración del sacramento y la Palabra.
5. La institución para un pueblo peregrino: nos movemos de una iglesia indepen-
diente, un elemento casi visible que tenía prácticamente todas las respuestas en
su seno, hacia un pueblo peregrino comisionado por su fundador para descubrir
un auténtico significado por medio de la inserción y confrontación con el
mundo.
6. La esencia relacional: nos movemos, en nuestra idea de una autoridad de iglesia,
desde una estructura fija y permanente hacia una iglesia con una estabilidad
relacional en la cual se intercambian constantemente líneas de poder, aunque no
desordenadamente.
Aunque esta lista refleje un nivel justificable de optimismo, seguimos justificándonos al
asumir y tratar de edificar sobre la creciente sensibilidad entre las iglesias para con los
asuntos de la comunidad, el desinterés, el servicio y la diversificación al interpretar la
autoridad apostólica dentro y desde la iglesia como apostólica en el mundo
Capitulo veinte.
Las “Marcas” de la predicación, los sacramentos y la plenitud carismática.
La aceptación de los pentecostales de las marcas de la iglesia le da un énfasis especial a
la necesidad de una iglesia santificada y misionera, que proclama sanidad a todas las
naciones en el poder del Espíritu. Las marcas de Cristo son Salvador, Santificador,
Espíritu bautizador, Sanador y Rey venidero. Dado que las marcas de la iglesia son
también las marcas de Cristo, el evangelio quíntuplo puede verse como la explicación
pentecostal de las marcas de la iglesia. Aun hablar en lenguas simbolizó poderosamente
el alcance global de este evangelio de sanidad, así como la sanidad del poder del
evangelio. Por medio de las lenguas gemimos junto a la creación sufriente para que
venga la libertad.
Dorotea Suelle sostuvo justamente que el sufrimiento tiende a hacer que nos refugiemos
en el silencio. Mientras respetemos ese silencio, el centro de atención pentecostal en las
lenguas y la sanidad implicarán una extensión de poder para que llegue la sanidad final
de la nueva creación bautizada en el Espíritu. La proliferación, diversificación y
plenitud carismática de la iglesia no solo permite y realza el ministerio de la iglesia a
aquellos que están en necesidad, sino que apoya y realza la experiencia del Espíritu por
medio de la predicación y el sacramento, pues la presencia divina es una presencia
mutua, una presencia en comunión.
Los dones del Espíritu (carismata) no son poderes sobrenaturales canalizados por medio
de la gente sin la contribución activa de las personas. En palabras de David Lim, los
dones espirituales son encarnacionales. Somos ungidos con los dones en relación con
Dios de una manera que renueva y realza nuestros talentos naturales, pero también los
excede. Estos dones deben ser cultivados o «avivados en llamas» por medio del uso y el
crecimiento personal en interacción con otros (cf 2 Ti 1:6). La meta final es un
testimonio diverso de la Palabra de Dios en relación a unos con otros para fortalecer la
iglesia en el amor de Dios hacia su cabeza, que es Cristo. Los canales de la gracia,
formativos en la predicación y el sacramento, irrumpen en varias formas de testimonio
en palabra y obras entre muchos miembros que tienen dones. La iglesia que tiene dones,
entonces, revela las señales de la gracia en un mundo completamente sin gracia. Es el
modelo de la koinonía de amor de Dios al mundo como el contexto en el cual se
proclama su Palabra a los perdidos y a las estructuras en desgracia, y se desafían las
formas de vida del mundo.
Como Michael Welker nos mostró en su libro God the Spirit [Dios el Espíritu], los dones
del Espíritu son interactivos y relacionales.t El discernimiento guía la profecía, la
interpretación explica las lenguas, la sabiduría dirige el uso apropiado del conocimiento,
la evangelización indica a los que son sanados las Buenas Nuevas de las cuales la
sanidad da testimonio, la fe mantiene a los eruditos leales a la proclamación de la iglesia
y los eruditos mantienen la fe abierta a las preguntas críticas, etc. En los dones
espirituales, los miembros de la iglesia interactúan de maneras llenas de gracia y
edificantes. Dado que los dones espirituales son relacionales e interactivos, sirven para
estructurar la iglesia como una comunidad de relaciones bendecidas que facilitan la comunión y
revelan las señales de la gracia al mundo.
Como resultado del Pentecostés, la iglesia fue constituida con una estructura carismática.
Esta estructura es incierta y relacional, debido a que los dones espirituales son maneras
bendecidas de relacionarse con los demás, que dependen de la voluntad del Espíritu en
funcionamiento entre nosotros, y las necesidades contextuales del ministerio de la
Palabra de Dios (cf. 1 Co 12: 11). Los dones espirituales significan y facilitan las
relaciones bendecidas. Estos expanden nuestras capacidades para recibir y además
impartir la gracia que llega a nosotros por medio de la predicación y el sacramento.
Podemos tomar esto para significar que la carismata (dones espirituales) representa la
formación de relaciones edificantes en la iglesia, que nos inspira de varias maneras
diferentes y exclusivas a llevar unos las cargas de los otros, afirmar unos la dignidad y
el valor de los otros ante Dios, y edificamos unos a otros en Cristo. Los dones espirituales
disponen a la iglesia a la gracia de Dios y revelan las señales de su gracia en un mundo sin
gracia.
La koinonía de la iglesia es, por consiguiente, experimentada en múltiples e interactivas
«individuaciones de la gracia» o carismata (dones de la gracia) otorgados por Cristo
sobre la iglesia en el Pentecostés (cf Ef 4:8). El derramamiento del Espíritu sobre «toda
carne" no es genérico o abstracto sino concreto, diverso e interactivo, pues «tenemos
dones diferentes, según la gracia que nos ha dado» (Ro 12:6). La gracia es
exclusivamente recibida y compartida de acuerdo a los dones de cada persona. La gracia
no es genérica. Es el cambio misericordioso que el Señor hace en nosotros a través del
Espíritu en la Palabra de Dios, a fin de transformarnos en vasijas únicas aptas para el
uso del Maestro. El Espíritu es, por consiguiente, la presencia divina en y a través de
muchas personas. Así como el «intermediario de Dios», el Espíritu derramado prolifera
la gracia diversamente al inspirar una comunión y edificación interactiva. De igual
manera, la iglesia se edifica a sí misma en amor.
El Espíritu en la iglesia busca, por medio de la comunión, «avivar en llamas» los dones
que funcionan en y a través de nosotros (cf 2 Ti 1:6). El liderazgo pastoral necesita
hacer de este avivamiento en llamas una prioridad. Desde luego, las llamas requieren un
monitoreo cuidadoso para estar seguros de que ardan en la dirección correcta. Pero
apagarlas nunca es la opción. Por el contrario, como John Koenig declaró, la iglesia está
para ser una «comunión productora de dones.
La llama en sí misma debe ser vista como la del amor (cf Ro 5:5), pues el amor es el
más grande de todos los dones. No solo es el amor el más grande de los dones sino es la
esencia de todos los otros, pues sin amor todos los otros dones se convierten en «nada»
o pierden su sustancia. Hablar en lenguas se convierte en ruidos metálicos que lastiman
los oídos, la profecía y la fe pierden su dirección y aun el martirio es aprovechado para
finales autodestructivos (cf 1 Co 13: 1-3). Sin amor, los dones no son nada. Sin dones,
el amor se vuelve abstracto, carece de sus expresiones diversamente interactivas, que
incluyen sus «señales y milagros».
El punto aquí es que el fundamento cristo lógico de la iglesia no solo debe ser
encontrado en el oficio, sacramento y proclamación de la iglesia. Cristo, además, está
presente en múltiples dones y señales del Espíritu en la comunión de la iglesia. Hasta
cierto punto, en los documentos ecuménicos sobre la naturaleza de la iglesia, se ignora
la manera en la que los dones del Espíritu proliferan y diversifican la presencia de
Cristo a través de la iglesia en el mundo. Una interpretación jurídica o sacramental de la
iglesia que carece de un agradecimiento por la estructura carismática de la iglesia puede
parecer demasiado institucional, abstracta, jerárquica y monolítica. Aun la predicación
de la iglesia, sin el poder y los dones del Espíritu, puede parecer abstracta y demasiado
cerebral.
Ubicado dentro del marco de la estructura carismática de la iglesia, el ministerio
ordenado, en relación a la predicación y los sacramentos, puede ser explicado de manera
que evite los problemas que acompañan al clericalismo o a una interpretación de la
iglesia dominada por el clero. La koinonía del Espíritu, experimentada en la vida
carismática interactiva de la iglesia, implica un ministerio mutuamente responsable y
edificante en la iglesia que involucra a todo el pueblo de Dios. Concluiremos este
capítulo con una reflexión sobre la predicación y el sacramento en relación a la
estructura carismática de la iglesia.
La predicación
Es difícil sobreestimar la importancia de la predicación y la Escritura cuando se canaliza
la gracia de Dios a la iglesia. El evangelio de Jesús y el testimonio bíblico llega a
nosotros por el mismo aliento de Dios para que podamos tener la sabiduría y el poder de
ser salvos por medio de la fe en Jesucristo (cf. 2 Ti 3: 15-16). Las Escrituras son
inspiradas, aunque no en el sentido de representar un depósito estático de las verdades
reveladas, que podemos sistematizar en ídolos de tinta y papel. La tendencia
fundamentalista que ve la Escritura de esta manera puede hacer que la iglesia suponga
que tiene la palabra final en todas las preguntas y desafíos de la vida. En cambio,
mientras interactuamos con otros sobre las Escrituras, debemos aprender a dialogar,
crecer o cambiar, no a pontificar. Según 2 Timoteo 3: 15-16, las Escrituras deberían
considerarse un testimonio vivo de Jesucristo por medio del Espíritu de Dios que nos
inspira a una fe siempre creciente en Jesús y nos concede una sabiduría y poder para
servirnos unos a otros y al mundo en el nombre de Cristo. Por medio del soplo del
Espíritu, las Escrituras son una guía viva o una medida para nuestra adoración y
testimonio, no un depósito estático para ejercer dominio o control según nuestros
propios fines egoístas.
Por medio del aliento vivo de Dios, el evangelio de las Escrituras irrumpe con señales
de vida en la estructura carismática de la iglesia. Los dones espirituales, entonces,
ayudan a mantener la Palabra apostólica de las Escrituras viva y relevante dentro de las
interacciones del desarrollo de la gracia y los dones en el pueblo de Dios, mientras
crecen hasta llegar a la completa estatura de Cristo. Además, los dones espirituales
siempre tienen que rendir cuentas del testimonio vivo de la Palabra apostólica de las
Escrituras, como Pablo implica en su lucha con los miembros de la congregación de
Corinto ungidos neumáticamente con dones (cf. 1 Co 14:37). Dentro de la estructura
carismática de la iglesia, el Espíritu funciona a través de las Escrituras como un libro
vivo de libertad y orden para guiar nuestras interacciones de la gracia unos con otros y
nuestra misión en el mundo. De hecho, las Escrituras, en sí mismas, son un don
universalmente relevante y vinculante del Espíritu a la iglesia a fin de guiar la particular
y diversa estructura carismática de la iglesia en el curso de su vida, confesión y misión.
Mi enfoque de la Escritura puede considerarse, por algunos, como peligrosamente
impreciso. Otros pueden ver en mi descripción de la Escritura una interpretación
incierta e imprecisa de cómo las Escrituras nos hablan. ¿No hay verdades claramente
reveladas en la Escritura sobre las cuales podamos estar seguros? Desde luego. Como
Karl Barth nos recuerda, la revelación de Dios es verbal como también personal.
Muchos evangélicos malinterpretaron a Barth en este punto. Él no negó que la
revelación por medio de la Escritura fuera verbal, solo negó que este testimonio verbal
pudiera ser visto como un depósito estático para ser controlado y puesto a disposición de
nuestros sistemas e ideologías. Nótese que Barth escribió sobre este asunto: «El carácter
personal de la Palabra de Dios no significa la falta de expresión en palabras sino la
postura de una barrera absoluta para no rebajar su forma de expresión a un sistema
humano.
Para Barth, que Dios coloque la revelación divina a nuestra disposición de esta manera,
«significaría que tendríamos control sobre su Palabra para acomodarla a nuestra
conveniencia y, por consiguiente, nos cerraríamos a él para nuestra propia ruina»."
Barth defiende la soberanía de la Palabra de Dios al abogar por un texto libre en el
testimonio continuo del Espíritu para Cristo; no al hacer de las revelaciones nada menos
que emociones inciertas y subjetivas. La confesión que Barth hace de que la Biblia es la
Palabra de Dios, por consiguiente, no depende de nuestra experiencia sino de la acción
de Dios en el Espíritu. Barth escribió sobre esta confesión: «No la aceptamos como una
descripción de nuestra experiencia de la Biblia. La aceptamos como una descripción de
la acción de Dios en la Biblia, cualesquiera sean las experiencias que tengamos o no en
esta conexión»." En este sentido, podríamos hablar de la «objetividad» de la obra del
Espíritu en el texto de la Escritura. Este participa del bautismo en el Espíritu, y si
escuchamos o no su voz, depende de si estamos dispuestos al mismo Espíritu. Que los
que tengan oídos oigan; escuchen lo que el Espíritu está diciendo a las iglesias.
La Biblia es verbalmente inspirada y contiene verdades que confesamos y por las que
vivimos. Pero este texto y sus verdades están vivos y activos, y canalizan
constantemente para nosotros el poder y la sabiduría del Espíritu, por la gracia de Dios,
de diversas maneras en medio de la interacciones de los dones entre su pueblo. Aquellos
ordenados como líderes entre nosotros predican y enseñan la Palabra de Dios y
administran los sacramentos de una manera que constantemente ubica a Cristo y su
testimonio bíblico ante nosotros como la medida de nuestras vidas, especialmente
nuestros ministerios e interacciones de los dones. Sin embargo, estos líderes también
son dones entre otros miembros de la congregación que también tienen dones, a pesar
de sus funciones especiales como ministros entre nosotros, pues «todo es de ustedes, ya
sea Pablo, o Apolos o Cefas» (1 Co 3:21-22). Ellos son responsables ante nosotros y
nosotros ante ellos. Finalmente, el testimonio canónico, por medio del Espíritu, nos
inspira, inviste y guía a todos en nuestra alabanza y servicio ungido.
La estructura carismática de la iglesia también sirve para expandir el campo de la gracia
que llega a nosotros en la Palabra de Dios. Sin esta estructura, la predicación se vuelve
un monólogo intelectualista y abstracto, en vez de un diálogo vivo y transformador de
vidas. En el enfoque protestante sobre la Palabra de Dios, la neumatología tuvo la
tendencia a ser dominada por la exposición del texto bíblico y el esclarecimiento
interior del texto en la mente de los creyentes. Este énfasis dominante sobre la función
noética de la revelación le ha pisado los talones a la teología protestante desde Calvino a
Barth. Desde luego, la Reforma tuvo una neumatología más expansiva que esta. Me
refiero aquí al punto de énfasis. Más recientemente, los teólogos como Moltmann y
Pannenberg han intentado referirse a la obra del Espíritu mucho más dominantemente a
la manera de un leitmotiv de la «nueva creación» holístico y transformacional en un
esfuerzo por trascender las limitaciones del enfoque de la obra del Espíritu sobre lo
concerniente a la revelación y lo noético. Un rol más grande para la diversidad de la
carismata, en nuestra interpretación de las múltiples necesidades del ministerio de la
iglesia, será de gran ayuda para esta tendencia positiva.
Además, el énfasis protestante en el reino de la noética tendió a evitar o devaluar las
experiencias de éxtasis y profundidad de Dios a favor de las respuestas cognoscitivas y
racionales de la Palabra, como Emil Brunner nos demostró." Gordon Fee expresó la
opinión de muchos pentecostales al comentar que, «contrario a la opinión de muchos, la
edificación espiritual puede tener lugar de otras maneras, no por medio de la corteza
cerebral». Más de un énfasis en los dones del Espíritu entre todo el pueblo de Dios,
contará con un espectro más amplio de actividad de los dones e involucrará la
afirmación divina sobre la persona completa al incluir la profundidad del subconsciente
de la mente, la vida del cuerpo y las disciplinas del pensamiento racional.
Los sacramentos
Necesitamos decir algo acerca de la vida sacramental de la iglesia también. Como
escribió Calvino: «Semejante a la predicación del evangelio, los sacramentos
representan otra ayuda para nuestra fe». Para que el sacramento sea eficaz, es menester
recibir la Palabra por fe.12 Los sacramentos no son solo una ayuda para la fe sino la
confirmación y demás manifestaciones de la misma Palabra de Dios que inspiran fe. Por
el poder del Espíritu, la proclamación del evangelio es superior con las señales
sacramentales del bautismo y la eucaristía.
El teólogo de la Reforma, G. C. Berkouwer, encuentra la proclamación de la Palabra por
medio de la predicación más clara que por medio de los sacramentos. Pero Calvino no
estaba de acuerdo: «Los sacramentos vienen acompañados de las promesas más claras
y, cuando se comparan con la palabras, tienen la peculiaridad de representar las
promesas de la vida, como en la pintura de un cuadro». 14 Los sacramentos son
eficaces instrumentos de la gracia, porque ofrecen las promesas del evangelio al
creyente que las recibe en fe, pues, como menciona Calvino en más detalle: «El Espíritu
lleva acabo lo que fue prometido», La actuación del Espíritu involucra nuestra
actuación, que es la intención del sacramento. Los sacramentos, por consiguiente, lo
avalan ni un ápice sin la energía del Espíritu Santo.
Los pentecostales son ambivalentes en cuanto a los rituales como un vehículo de la obra
del Espíritu, aun cuando, como Daniel Albrecht nos mostró, su adoración es más
ritualizada de lo que ellos reconocen. 17 El contexto más amplio para la sospecha del
ritual pentecostal es el prejuicio de la Ilustración que «los rituales son paganos, idólatras
y papistas». Pero Tom Driver menciona que hay un profundo anhelo humano de rituales
que a menudo se frustraron en nuestra cultura. Él encuentra este anhelo enraizado en el
hecho de que el ritual es una clase de ejecución que sugiere «mundos alternativos» y
nutre «visiones imaginativas» de las metas de Dios para el mundo.
Son diferentes de las rutinas de la vida cotidiana, aunque se extraen de la misma. Los
rituales de los sacramentos, por consiguiente, apuntan a la gracia implicada en toda la
vida y también en el deseo de Dios de renovar la creación para que sea el mismo lugar
de la morada de Dios. Driver declara en forma elocuente que «estos se mueven en una
clase de espacio liminar, al borde de, o entre las grietas de las regiones cartografiadas de
lo que llamamos "el mundo real".
Geoffrey Wainwright sugiere también que el ritual es la «forma solemne por la cual una
comunidad articula su mente natural en el sentido de la vida y el mundo»; excepto que
para los cristianos esta expresión está dirigida a transformar la situación presente en el
cumplimiento de ese sentido, que es escatológico. Esto se debe a que, para los
cristianos, «el sentido está en ciernes: la vida está orientada hacia el propósito final de
Dios, y la historicidad es la forma de lograr ese sentido para los individuos y la
humanidad como un todo». Por medio de los sacramentos «celebramos algo que es
humanamente absurdo, algo literalmente increíble y más allá de toda expectativa
terrenal», es decir, los cielos nuevos y la tierra nueva. Como afirmó la «Dilucidación»
del diálogo anglicano-católico de 1979, sobre la eucaristía, que la Cena del Señor es el
«alimento de la nueva creación», una «presencia sacramental en la cual Dios usa las
realidades de este mundo para expresar las realidades de la nueva creación. El bautismo
en el Espíritu es el fundamento y el objetivo de esta expectativa.
Permítanme referirme al asunto del bautismo en agua más específicamente. Existe una
relación especial entre el bautismo en agua y en el Espíritu. El rito de agua de Juan el
Bautista, que no está relacionado al surgimiento posterior del bautismo en agua
cristiano, dio lugar al contexto original de la metáfora bautismal de! Espíritu, aunque e!
contraste entre estos fue el principal énfasis (cf. Le 3:16- 17; Jn 1:33; Hch 1:5). Es mi
convicción que el bautismo en el Espíritu, como el don escatológico del Espíritu,
trascienda el rito de agua del cual nació la metáfora de Juan. La diferencia entre el rito
de Juan el Bautista y aquel que perduró en los contextos cristianos es que el bautismo de
Juan esperaba el bautismo en el Espíritu, mientras el bautismo cristiano parte de ese
punto hasta su cumplimiento. La regeneración por medio de la fe en el evangelio y la
ejecución del ritual de la conversión en el bautismo depende del don del Espíritu para su
importancia y poder como una experiencia transformadora de vida.
Nuestra experiencia del bautismo en el Espíritu puede llegar a no ser un sentimiento
consciente tan espectacular en el momento de la conversión o el bautismo en agua. Pero
cuando experimentamos el bautismo en el Espíritu, la experiencia no puede definirse
separada de estos dos. Sin embargo, nuestra experiencia del bautismo en el Espíritu
tampoco está confinada a la conversión y al bautismo, pues a partir de estos dos se
extiende en experiencias carismáticas y misioneras que nos relacionan con otros
miembros de la iglesia y con la gente del mundo. Finalmente, el bautismo en el Espíritu
cumplirá la conversión y el bautismo al llevar a cabo la resurrección de los muertos y la
nueva creación.
Dado que Cristo se solidarizó con nosotros como el Hombre del Espíritu en las aguas
bautismales, por el mismo Espíritu podemos solidarizarnos con Cristo en nuestro
bautismo. ser sepultados con él en el bautismo (cf Ro 6:3-4) significa que nuestra
muerte ahora se define en solidaridad con su muerte. Así como su muerte fue un acto de
derramamiento de una vida por medio del Espíritu eterno (cf Heb 9:14) al demostrar ser
indestructible y victoriosa (cf Heb 7:16), nuestra muerte «con él» también asume el acto
supremo de una vida indestructible derramada para el reino de Dios. De la misma
manera, para completar la función, el bautismo nos hace levantar de las aguas en
novedad de vida, como Cristo se levantó de la muerte para cumplir el reino de Dios en
la tierra. Por lo tanto, en el bautismo con Cristo nos levantamos con el mismo propósito.
El bautismo, por consiguiente, también anticipa la resurrección de los muertos «según el
Espíritu de santidad» (Ro 1:4).
El propósito de toda la función del bautismo de nuestra regeneración por fe en el
evangelio es que escuchemos su palabra otra vez para que podamos públicamente hacer
nuestra conversión a Cristo y su cumplimiento en la resurrección. Al convertirnos,
abrazamos su promesa y confirmamos públicamente la afirmación del Espíritu en
nuestras vidas, que es la afirmación del señorío de Cristo. Por consiguiente, Santo Basel
describe el bautismo como una renovación de la vida: «Las aguas reciben nuestro
cuerpo como una tumba para convertirse así en la imagen de la muerte, mientras el
Espíritu derrama el poder dador de la vida y renueva las almas que estaban muertas en
los pecados de la vida que antes poseían. No haría que la vida regenerada, por medio de
la morada del Espíritu, fuera absolutamente dependiente del rito del bautismo en agua;
más bien veo la regeneración, de alguna manera, cumplida en el acto del bautismo de
una manera análoga a cómo una ceremonia matrimonial confirma y cumple un
compromiso entre dos corazones que se unen en amor. Alguien podría señalar este acto
bautismal posterior, como hizo Pablo en Romanos 6: 11, Y decir: «¡También ustedes
considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús!»
Es difícil con esta idea del bautismo justificar este acto con los niños. El argumento para
justificarlo en el Nuevo Testamento es débil en el mejor de los casos. Por ejemplo, la
referencia a una casa que es bautizada puede bien referirse a esclavos y adultos,
miembros del clan.26 Toda la teología del bautismo en el Nuevo Testamento depende
del rito como una función de nuestro compromiso con el Cristo crucificado y resucitado
en fe y obediencia. Aunque una adopción ceremonial de nuestros hijos, reclamada por
Dios y la comunidad de fe, es por cierto un acto significativo, anticipadamente
sacramental en naturaleza, y que espera el momento cuando el niño pueda responder por
sí mismo para aceptar las Buenas Nuevas de Cristo, llamar a esto un «bautismo» es
problemático. Nótese que Wainwright dice que el bautismo de niños amenaza con
«violentar la relación entre la iniciativa divina y la respuesta humana en la obra de la
salvación» y que de esta manera, «el bautismo deja de ser una encarnación verdadera del
evangelio-.V Entonces, el bautismo estaría en peligro de convertirse en una inclusión
divina sin la propia respuesta correlativa y la función del que participa en el Espíritu de
la vida nueva a través del bautismo. No hay fe, ni de la iglesia o los padres, que pueda
compensar la ausencia de una fe consciente del que es bautizado.
Este problema se intensificó por la cantidad de individuos bautizados en el seno de una
iglesia histórica (una realidad que no carece de importancia), pero que no tuvieron una
respuesta de fe consciente, algo vital para el sentido del bautismo del Nuevo
Testamento. Moltmann agrega que el bautismo de niños, por consiguiente, se convirtió
en un accesorio de la «cultura cristiana» o de una iglesia nacional que permite contar
con una identidad cristiana mediocre y sin un compromiso consciente con Cristo.
Wainwright no va tan lejos en sus comentarios; menciona en cambio que la práctica
puede tener sentido en ciertos momentos y lugares para atraer personas a la comunidad
de la fe que de otro modo no estarían expuestas de verdad a la iglesia o a su evangelio.
Pero Wainwright concluye: «Diría que el bautismo tras la profesión de fe ofrece la
mejor posibilidad de encarnar la gama completa de verdades del evangelio de la
salvación.
En medio de este problema con las iglesias históricas sobre el bautismo de niños,
debemos recordar que hay «un solo bautismo» (Ef 4:5). Este versículo es un desafío
ecuménico. Aunque no estemos de acuerdo con la forma bautismal del bautismo de
niños y su cumplimiento en la confirmación, ¿no es el bautismo, dentro de su marco
litúrgico, una adopción del Espíritu de Cristo?
En un contexto pentecostal, la controversia gira alrededor de la fórmula bautismal. Los
pentecostales unitarios solo aceptarán el bautismo en el nombre de Jesús. A modo de
respuesta para los pentecostales unitarios, ¿no podemos suponer que el bautismo en el
nombre de Jesús, al menos, implica el rol de Jesús como el Salvador en devoción al
Padre en el poder del Espíritu? ¿Qué es el nombre de Jesús sin esta vida y obra trinitaria
y redentora para darle sentido? ¿No pueden los trinitarios reconocer en el bautismo en el
nombre de Jesús una referencia implícita al Padre, al Hijo y al Espíritu? Y, ¿no es el
candidato bautismal alguien que acabará reconociendo a Jesús y confesándolo como
Salvador en el rito bautismal al ser bautizado implícitamente en el nombre de Jesús,
aunque este nombre no fuera usado como parte de la fórmula bautismal?
La libertad y soberanía del Espíritu en el bautismo en el Espíritu significa que el
Espíritu no exige una devoción perfecta y servil a la forma o expresión de la fe, a fin de
adoptar un corazón que reconozca a Jesús. La iglesia no administra el bautismo en el
Espíritu; más bien, el bautismo en el Espíritu administra la iglesia, aun en sus
debilidades, que incluyen sus formas inadecuadas. No la exacta expresión de la fe o el
uso apropiado de la forma sino el Espíritu es la realidad que coloca al bautismo dentro
del reino de la vida del reino de Dios. «Porque el reino de Dios no es cuestión de
comidas o bebidas sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Ro 14: 17). ¡El
Espíritu primero se dedica a liberar el amor del Padre manifestado en Jesús y no a las
formas de la liturgia eclesiástica! El bautismo proporciona un eslabón valioso de unidad
y comunión posible entre las iglesias que, dentro de nuestras formulaciones de la fe y
ceremonias finitas, podríamos tener dificultad en aceptar. Que así sea.
El desafío ecuménico más grande se encuentra en la Cena del Señor. Aun cuando la
Cena del Señor y la invitación a participar de la mesa llegue de él (cf Ap 3:20), no todas
las iglesias encuentran posible participar de la mesa con aquellos que genuinamente
aceptan a Jesús como Señor. Un día esa mesa involucrará a todos los fieles a la cena de
las bodas del Cordero. El Espíritu, por consiguiente, parte del Señor para invitar a todos
los que genuinamente confiesan a Jesús como Señor a una participación anticipada de la
mesa del Señor en el aquí y ahora para anticiparse a aquel día. En esta invitación, el
Espíritu no está atado a ninguna afirmación eclesiástica exclusiva sobre esta mesa. Así
como el bautismo, no hay más que una mesa de! Señor. Todos los que comparten una
genuina devoción a Jesús y su reino son participantes válidos.
Con respecto a la Cena del Señor, es muy importante que la anamnesis, por la cual
miramos en la historia la muerte y resurrección de Jesús como la inauguración del reino
en poder, involucre una epiclesis o invocación del Espíritu. El vínculo cristológico entre
las dos es el hecho de que Jesús derramó su vida indestructible en el Espíritu sobre la
cruz y fue resucitado otra vez por el Espíritu de santidad a fin de ser e! Espíritu
bautizador. Sin Jesús como el Espíritu bautizador, no hay una clara conexión entre la
anamnesis y la epiclesis. De hecho, la anamnesis es cumplida en la epiclesis a la luz de la
resurrección de Jesús de la muerte para transmitir el Espíritu.
La epiclesis es, por consiguiente, el centro en cuestión. En el siglo veinte se le prestó
mucha atención a la discusión ecuménica sobre el lugar dado a la epiclesis o invocación
del Espíritu en la Cena del Señor típica de la tradición oriental. La liturgia de Santo
John Chrysostom declara que la obra del Espíritu en la Cena del Señor es para la
«comunión con el Espíritu Santo, para la plenitud del reino. ¿Pero resaltamos
típicamente esto como una ocasión de una genuina experiencia pentecostal?
Reflexionando sobre una típica celebración eucarística, Tom Driver observa justamente
que en la liturgia se invoca al Espíritu Santo, pero generalmente no se persiste en esto.
No se espera que suceda, más bien se da por sentado la petición al pronunciarla a
manera de una fórmula usualmente dicha en un ritual). En tales casos, «el ritual
descansa satisfecho en su propia forma». Hay poca oportunidad de una interacción o
una experiencia genuina de renovación.
Para un enfoque pentecostal más significativo de los sacramentos, Driver estudió una
amplia gama de rituales globalmente, y lamenta que un gran abismo a menudo separe a
los litúrgicos cristianos y los teólogos sacramentales de los defensores de la posesión
del Espíritu. Él lamenta la pérdida relativa en las interpretaciones cristianas de los
sacramentos de un énfasis a volver a ser «llenos de la presencia inmediata de la deidad»
como algo esencial para el acto sacramental. Él encuentra el énfasis pentecostal sobre la
fresca llenura del Espíritu en la adoración como un ejemplo de una nueva definición de
experiencia sacramental. Driver se queja de que «la experiencia de posesión fue más o
menos desterrada por un énfasis en el simbolismo.
Las señales como actuaciones apuntan a otra dirección, pues por medio de la acción del
Espíritu las señales llevan a una consecución aquello que quieren significar. Después de
todo, en los sacramentos participamos de lo que significa la santificación de la creación
para convertirse en el mismo lugar de la morada de Dios por medio de la crucifixión y
la resurrección del Espíritu bautizador. Si esto es así, ¿cómo celebramos y llevamos a
cabo los futuros efectos del derramamiento del Espíritu sin alguna experiencia de Dios
al poseerlos para funcionar como templos de Dios ya en el aquí y ahora? No me refiero
aquí a la tiranía del emocionalismo sino a la demanda de una expectativa para que Dios
nos visite de nuevo y nos posea de nuevo en amor. Como Simón Chan menciona, la
experiencia pentecostal de ser bautizado o lleno del Espíritu tiene un contexto lleno de
sentido en los sacramentos.
Sé que los sacramentos conllevan una promesa de fidelidad de Dios, sin importar mi
capacidad de sentirlo durante el servicio. Recientemente llegué a apreciar esta promesa
en el servicio de adoración. Estoy de acuerdo con William L. de Arteaga de que una
atención más grande a las promesas de Dios apercibida en la eucaristía puede enriquecer
los avivamientos religiosos, pues les concede una experiencia espiritual más profunda y
una importancia comunal aún mayor. Además, sé que la experiencia de Dios en el
sacramento es más profunda que lo que pudiera sentir o entender conscientemente,
pues Dios es el único «que puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos
imaginarnos o pedir» (Ef 3:20). La participación del Espíritu en la Cena del Señor
trasciende el tiempo, pero también el razonamiento y el discurso humano. Igual que en
el arte, los rituales tienen más sentido del que vemos.
Richard Baer hace la interesante conexión entre la liturgia en torno a los sacramentos y
al hablar en lenguas, en la que ambos implican un sentido demasiado profundo para las
palabras o la reflexión racional, aunque ambos recurren a las Escrituras para la manera
en que las interpretamos. En palabras de Harvey Cox, tanto las lenguas como los
rituales declaran la «tiranía de las palabras» en la adoración, y tienen en cuenta lo
sagrado para encontrarnos por medio de una actuación que emerja de lo profundo del
alma. En otras partes sugerí que las lenguas, la imposición de manos para sanidad y el
lavamiento de pies funcionan en los servicios pentecostales en forma análoga a tales
experiencias sacramentales en profundidad.
No obstante, una liturgia más interactiva durante la Cena del Señor animará a la gente a
disponerse a experiencias más profundas de llenura-divina de lo que estarían propensos
a tener si estuvieran sentados solos en un banco. Manténgase en mente que la llenura del
Espíritu es idealmente una experiencia interactiva carismática: «Sean llenos del
Espíritu. Anímense unos a otros con salmos, himnos y canciones espirituales» (Ef 5: 18-
19). La diversidad de los dones espirituales puede jugar un rol valioso en el incremento
de la recepción de todo lo que la Cena del Señor tiene para ofrecer. La idea de Clark
Pinnock es aplicable aquí:
Así como se reciben los sacramentos del Espíritu, necesitamos cultivar una
apertura a los dones del Espíritu. El Espíritu está presente más allá de la liturgia en
un círculo más amplio. Hay un fluir que se manifiesta como poder para testificar,
sanar a los enfermos, profetizar, alabar a Dios con entusiasmo, hacer milagros y
más. Hay una libertad para celebrar, una facultad para soñar y ver visiones, una
liberación de vida pascual. Hay impulsos de poder en el mover del Espíritu para
transformar y comisionar discípulos para convertirse en instrumentos de la misión.
El informe pentecostal-católico de 1976 afirma que «nuestro Señor está presente en los
miembros de su cuerpo, y se manifiesta a sí mismo en adoración por medio de una
variedad de expresiones carismáticas-.V El modo eucarístico de la presencia de Dios,
aunque especial, es continuo con todos los otros modos, de acuerdo al informe del
diálogo católico-luterano de 1978.
Estos «modos de presencia» no son solo «continuos» sino mutuamente interactivos.
Driver cree que la dimensión comunal del acto sacramental, como una experiencia del
Espíritu, fue de alguna manera eclipsada por el uso anticuado de la metafísica
aristoteliana para concebir de la gracia sacramental como una sustancia que se puede
dispensar o acumular. Él desea reemplazar las sustancias sacramentales con el Espíritu
«invocado por la limitación de la función ritual". Deberíamos cambiar el enfoque de la
transformación de los elementos a la participación de Cristo por el Espíritu en el acto
comunal y nuestra comunión con él y unos a otros por medio del mismo Espíritu.
Después de todo, «la presencia genuina es una presencia mutua. La presencia
sacramental es una presencia mutua, una koinonía en el Espíritu en la cual Cristo nos
llena con el Espíritu y nosotros nos damos en el Espíritu a él. «Los sacramentos, como
los sacrificios, son actos que generan una presencia intensa: los adoradores se hacen
presentes unos a otros y a Dios, y reciben a cambio la descarga de la presencia de Dios
entre ellos».
Todas las marcas, primero, son marcas de Jesús y de su Espíritu en la consecución del
reino de Dios en la tierra. Estas se convierten en marcas de la iglesia por medio del
bautismo en el Espíritu. Dado que el bautismo en el Espíritu no es un suceso de una-
vez-por-todas sino una realidad dinámica y continua que se comparte en la koinonía, las
marcas son características en las que debemos renovarnos constantemente y que
debemos revelar siempre más claramente en medio de la debilidad y la ambigüedad. Se
reciben en fe y esperanza de una manifestación futura. Nosotros luchamos por estas no
solo local sino globalmente, no solo ahora sino en el futuro. Es parte de nuestra «lucha
por el Espíritu en la iglesia». A la luz de las marcas, el bautismo en el Espíritu
constituye la iglesia como el cuerpo de Cristo y sigue siendo una fuente de renovación
no solo para la vida individual sino para la vida y testimonio de la iglesia entera.

Resumen

Creo que el bautismo o el derramamiento del Espíritu puede ser el principio organizador
para una eclesiología pentecostal que sea sensible a los distintos énfasis del
pentecostalismo como un movimiento global, así como para una discusión ecuménica
más amplia. Los énfasis tales como la regeneración, la santificación, la llenura del
Espíritu, la venida del reino de Dios en poder, las misiones y los dones carismáticos
(especialmente, pero no exclusivamente, la profecía, el hablar en lenguas y la sanidad)
pueden ser apelados para crear una visión de la iglesia como la señal de la gracia central
y única en un mundo cada vez más sin gracia. En estos últimos días necesitamos una
fresca llenura del Espíritu para ser renovados en la vida y misión de Cristo y su reino. Si
en este capítulo pude expresar algo que inspire esperanza a los lectores, consideraría
que en esencia cumplí mi tarea.

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