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Nilo Batista**
RESUMO
ABSTRACT
This text treats the penal system as a component of representations and social relations,
of public policy and power discourse; the discussion of penal rights produces sensibilities
which make possible the expansion of the system. The upsurge of a new penal system can
be understood historically in Brazil through its predecessors: colonial mercantilism,
imperial slavery, and republican positivism. The permanent continuity between what is
public and what is private, of penal differentiation, and of judicial disqualification, which
are presents in Iberian tradition, have been historically present in penal law right up to
today. In contemporary capitalism one perceives the hypertrophy of a mediated and
selective penal system that offers as an alternative, a providential state in the treatment
of poverty.
Key words: Criminal system, history of the Brazilian criminal law, neo- liberalism.
I
En los tratados y manuales sobre nuestra disciplina, en las cercanías del principio de
intervención mínima, siempre encontramos, en una avenida hoy algo fuera de moda
llamada subsidiariedad, algún párrafo sobre la naturaleza constitutiva o sancionatoria del
derecho penal. Se trata de un debate acerca de la autonomía del derecho penal: éste
instauraría, autopoyéticamente, las categorías que reglamenta (teniendo así carácter
constitutivo), o se limitaría a someter a tratamiento penal relaciones jurídicas
predispuestas, bien sea en el ámbito del derecho público- como el constitucional-o en el
ámbito del derecho privado, de las cuales sería , como dijera un notable profesor
colombiano, el “brazo armado” (¿teniendo entonces carácter sancionatorio?). Aún cuando
sea poco confortable para nosotros los penalistas, creer que trabajamos como una especie
de porteros, vigilantes y sirvientes de ese viejo armatoste* que puede representar la
totalidad del ordenamiento jurídico, es muy difícil imaginar que el momento de
criminalizar personas e interacciones sociales sea adecuado para el fiat lux fundacional de
la organización normativa estatal. Cuando ese debate se inclinaba a favor de la tesis
sancionatoria -sustentada, con gran disgusto, por los culturalistas penales, en un
intercambio de opiniones que abarcaba desde los liberales radicales a los escasos
marxistas- un viraje metodológico hizo que perdiese toda importancia. A partir del
instante en que el jurista sacó por un momento los ojos de la ley penal y se permitió
también mirar el sistema penal, o sea, el conjunto coordinado de agencias políticas-
legislativas, judiciales, policiales, penitenciarias y, last but not least, de comunicación
social, que programan la criminalización primaria y promueven la secundaria, llevando la
propuesta penal del nomos al physis, a partir de ese instante, repito, aquel debate perdió
toda importancia.
El discurso penal, que tiene la pretensión de ejercerse como una locución legítima en
una lengua oficial, está permanentemente produciendo sentidos que viabilizan la
expansión del sistema penal, expansión que tambi én se orienta hacia las mentes y las
vidas privadas. Cabría aquí pensar en otro ejemplo reciente. Gracias a los estudios de
Philipe Ariés, sabemos que en el segundo cuarto del siglo XX la muerte fue medicalizada:
los múltiples escenarios y las variadas circunstancias de la muerte pasaron a concentrarse
en una dependencia hospitalaria. Era inevitable que los sistemas penales, -los mayores
gestores históricos de la muerte si no consideramos los ejércitos-, los grandes directores
del gran espectáculo de las ejecuciones públicas, tratasen de incorporar la muerte
medicalizada: la inyección letal asocia nuevamente -en la sobredosis justiciera- el saber
médico y el poder punitivo, compatibilizando ambas éticas en un acto cuya ambigüedad
puede ser medida por el paralelo surgimiento de una literatura torrencial que, para no
evocar una tradición siniestra, llamó a su objeto “ortotanasia” .
Un alvará** de Don João III, en 1536, decreta para los “mozos vagos de Lisboa” que
reincidiesen en “hurtar bolsas”, la expulsión a la colonia brasileña ; en este mismo año el rey
concedió refugio y asilo a todos los condenados (exceptuados los convictos por herejía,
traición, sodomía y moneda falsa) que viniesen a poblar la capitanía de Pero de Góes.
Fueron otras necesidades penales de mano de obra, las galeras, las que vendrían más
tarde a reducir la aplicación de expulsión a la colonia brasile ña. Nuestros asustados
tatarabuelos no sabían que en el siglo XVI la pena de muerte estaba pasando a ser
adoptada intensivamente en Europa, y que las leyes se esmeraban en inventar modos de
ejecución aflictivos y crueles. La política criminal que Tomas Moro diseña en la Utopía
procuraba responder a las decenas de millares de ladrones ahorcados en Inglaterra; y
hasta Montaigne relata los agradecimientos de un soldado cuando supo que solamente
sería degollado. Como se sabe hoy, gracias a una escrupulosa investigación de Antônio
Manuel Hespanha, en Portugal la execución de la pena de muerte fue mucho menos
frecuente de lo que una lectura de su programación en las Ordenanzas puede sugerir, por
lo menos hasta el despotismo ilustrado en el sigo XVIII. Para juristas-historiadores
cordiales, que pretendan minimizar la sencilla horca de Tiradentes comparándola con el
patíbulo operístico de los conspiradores contra Don José, sin acordarse de Felipe dos
Santos (cuyo suplicio es menos conocido entre nosotros que el de Damiens, por causa del
libro de Foucault, aún cuando se trata de la mismísima pena de lesa majestad); para esos
juristas-historiadores cordiales, repito, conviene recordar que las mayores atrocidades en
el Brasil colonial se daban en el ámbito del derecho penal privado. Basta un ejemplo: en
1591, Fernão Cabral de Taíde prestaba declaraciones al Visitador del Santo Oficio en
Bahía, sobre un culto popular en el sertón. En un cierto momento relata que: “una noche,
estando una negra suya hinchada de comer tierra y casi para morir (...) dijo a dos negros
suyos que la botaran en el horno”. El Visitador prosigue la inquisición sobre la secta, y se
percibe que su interés está todo concentrado en las supuestas pr ácticas de idolatría: la
esclava en pleno “banzo”*** quemada viva no era pecado que mereciese atención. De
este control social penal que, como agudamente observó Gizlene Neder, “se realizaba
dentro de la unidad de producción”, no acostumbran ocuparse los libros de derecho penal.
Estamos por lo tanto frente a un poder punitivo que se ejerce sobre el cuerpo de su
clientela. Bien por el desalojo físico compulsivo que significaba la expulsión a la colonia
brasileña, bien por el coercitivo empleo en las galeras, en la flagelación de los azotes, en
las mutilaciones o marcas al hierro, teniendo en la muerte aflictiva -que siempre
implicaba, cada vez que fue posible, la confiscación de los bienes- su máximo y
espectacular antesala, y en la tortura el medio probatorio procesalmente consagrado.
Dentro de la tradición ibérica, una continuidad entre lo público y lo privado permite el
tránsito de prácticas penales desde el espacio del señor al espacio del juez, lo cual
alcanzará al código imperial de 1830 en lo que se refiere a los esclavos. También en la
misma tradici ón ibérica, la diferenciación penal va a significar la aplicación de penas
distintas, o por lo menos, una distinta cuantificación de la misma pena, según la clase
social del autor o de la víctima; la comisión de ciertos delitos (por ejemplo, de lesa-
majestad), puede acarrear una descalificación jurídica que privaría al sujeto de su estatuto
privilegiado y lo liberaría al tratamiento general. No nos detendremos aquí sobre la
tragedia de los pueblos indígenas que se ven abruptamente confrontados con este
sistema. En la empresa colonial, el compelle intrare está lleno de significación económica,
referida a la estabilidad de la ocupación extractiva; y aquel papa que en 1532 declaró
oficialmente que los indios tenían alma -cosa que Las Casas jamás dudara- no dejó de
consolidar la nueva aurora de la acción salvacional. Para “exaltación de nuestra santa fe y
provecho de mis reinos y señoríos”, el rey João III encomendó al gobernador Tomé de
Souza, en 1549, que respondiese a las hostilidades de algunas naciones indígenas
“destruy éndoles sus aldeas y poblaciones, y matando y castigando aquella parte de ellos
que os parezca que basta para su castigo”.
Cualquier dibujo de este sistema penal estaría incompleto sin la Inquisición, que estuvo
visitándonos al final del siglo XVI, en Bahia, y en el tercer cuarto del siglo XVIII, en el
Gran-Pará. Los testimonios recogidos por los Visitadores nos introducen en la historia de
una intimidad amedrentada, donde una vestimenta o el modo de preparar un alimento
podían sugerir una afiliación al judaísmo, y donde toda prática sexual, distinta de la
conjunción carnal intramatrimonial procreativa, era pecaminosa e ilícita. Una camisa
lavada que se usara en sábado, un celo excesivo en la depuración de las grasas de una
gallina, un apetito satisfecho antes de la comunión, eran algunas conductas sospechosas.
Existían también otras cosas sospechosas, como fueron el calcado de una figura religiosa,
tres piñones, un libro, una carta que puede granjear el favor de las mujeres que la
tocaren, pociones curativas hechas con hierbas, maracas o “chocalhos”****.
Quien se quedare apenas en los textos legales nunca sabrá lo que realmente pasó. Las
Ordenanzas, para entonces Manuelinas, y a partir del inicio del siglo XVII, Filipinas, son
apenas un telón de fondo para un ejercicio poco reglamentado, -y a veces desregulado-,
del poder punitivo. El rey delegaba poder punitivo a los donatarios. En la carta a través de
la cual Duarte Coelho se inicia en el gobierno de lo que luego sería Pernambuco, se
establece para él una jurisdicción criminal que llegaba hasta la pena de muerte -para
esclavos, indios y libres pobres (“peones cristianos hombres libres”)-; y hasta diez años
de relegación a la colonia brasile ña o cien cruzados para “personas de mejor calidad”.
Salvo, naturalmente, los casos de herejía, traición, sodomía y moneda falsa, en los cuales
el poder punitivo represado para la constitución de los estados nacionales necesitaba
romper los estatutos personales privilegiados.
III
Antes de ensayar una descripción sumaria de nuestro segundo sistema penal, que aquí,
para valernos de una confortable periodizaci ón política (1822-1889), estamos llamando
imperial-esclavista; y al mismo tiempo esbozar un elemento del modo de producción que
le otorgó características peculiares y contradictorias, conviene recordar algunos
acontecimientos importantes.
Podemos ahora ir al encuentro de los fundadores del Imperio del Brasil, de los
elaboradores del código criminal de 1830. Habría razones para ufanarse de ese texto:
guarda trazos de influencias eruditas (Bentham, Livingston); fue traducido al francés e
influy ó en el código español de 1848, y por lo tanto, por reflejo, en varios códigos latino-
americanos.
Tal vez esté ya claro que este segundo sistema penal nuestro, con su grosera
corporalidad -que, además de los esclavos, alcanzaba también a los soldados- no se
benefició, salvo en el barniz de parte de su escritura, de los frutos del iluminismo jurídico-
penal. Quiero apenas llamar la atención sobre una curiosidad: el esclavo era una cosa
ante la totalidad del ordenamiento jurídico (su secuestro correspondía a un hurto), pero
era persona ante el derecho penal. Es la misma dualidad perversa que hoy se presenta
bajo la forma de una ciudadanía – categoría jurídica de la revolución burguesa muy de
moda hoy en Brasil – a la cual los pobres acceden solamente a través del derecho penal.
IV
Es con la república positivista que un tercer sistema penal surgirá, aún nostálgico de la
intervención corporal, que no obstante continuaba a praticar legalmente (en la prohibición
de las “capoeiras”, en la deportación de imigrantes) o camufladamente, en los sótanos de
dependencias policiales o del Ejército. A pesar de todo, la incipiente industrialización que
iba a la par con las actividades agro -exportadoras, impone el nuevo modelo. Para
quedarnos en un ejemplo ilustrativo, el código penal de 1890 hizo posible que un
muchacho condenado a los diez años de edad fuese recojido para trabajar en un
“establecimiento disciplinario industrial” hasta los diecesiete; y que,si después de eso,
resolviese vagar, retornase a la fábrica-prisión hasta los veintiún años.
Entre el final del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, las miserables
condiciones de vida del proletariado y los esfuerzos para su organización, las tendencias
cr íticas del capitalismo (como el anarquismo) y los movimientos socialistas, sugirieron a
los juristas burgueses que era preciso punir inclusive sin que hubiera delito. El principio de
legalidad se transforma en un estorbo para el control social penal. Favorecida por los
vientos del positivismo criminológico, la idea de la peligrosidad produjo las medidas de
seguridad, un remedio que ya no debe depender de la ley, sino de la “ciencia criminal”.
Ellas estarán presentes en nuestro c ódigo penal de 1940.
En ese contexto metodológico, era pertinente la cuestión de la cual partimos acerca del
carácter constitutivo o sancionador del derecho penal, aunque restringiéndola a la
urdimbre conceptual transdiciplinaria puramente jurídica. Y es que a partir del momento
en que el jurista desciende de la torre de marfil tecnicista, se tropieza con la formidable
configuración que el sistema penal impone a la organización social: su selectividad, su
función de vigilancia, los símbolos que engendra y pone en circulación, la construcción de
los estereotipos criminales, las “cosas sospechosas”, etc.
El tercer sistema penal brasileño se nutrió por una parte del positivismo criminológico
que producía el discurso racista legitimador de la hegemonía; y, por la otra, del
positivismo jurídico, que confinaba la mirada a la articulación lógica de parágrafos e
incisos. La privación de libertad, al igual que en toda sociedad industrial, va a ser la pena
por excelencia; y el mito de la resocialización para el trabajo va a edificar colonias
agrícolas y establecimentos penales industriales.
Finalmente habían llegado los tiempos modernos.
V
Estamos asistiendo a una profunda transformación del sistema penal, que corresponde al
pasaje hacia un capitalismo de servicios de las sociedades post-industriales, dominadas
por el video-capital financiero transnacional, cuya reproducción, fuera de las orgías
especulativas, toma impulso en el consumo masivo. En el área de la comunicación, los
saltos tecnológicos ofrecen instrumentos de vigilancia que se introducen en la intimidad de
la persona y en las “cosas sospechosas”, -bien sea cualquier valija en un aeropuerto, bien
el paquete llevado por un pobre en un shopping center-; las interceptaciones telefónicas
oficiales, inclusive generosamente autorizadas por algunos magistrados, frecuentemente
en la inaceptable línea prospectiva -una pescadería inconstitucional en la privacidad ajena-
poco representan cuantitativamente ante las oficiosas, que son practicadas por
particulares. La marginalización intensiva de contingentes humanos, a través del
desempleo, y el desmontaje de programas públicos asistenciales, efectuada por la
empresa neoliberal, demanda más control social penal. Era inevitable que, en Brasil, las
regiones más industrializadas sufrieran de forma más evidente este proceso, y el caso de
São Paulo lo demuestra. La criminalización de las ilegalidades populares, de la que la
mayor pieza publicitaria fue el proyecto llamado Tolerancia Cero, que influyó ciertas
políticas cariocas para el disciplinamiento de los espacios públicos, es condición para la
vigilancia y represión de esos nuevos desajustados inútiles.
Señalemos algunos trazos distintivos de este nuevo sistema penal, colocando en primer
lugar la hipercriminalización. Que el gobernante pida a la pena aquello que ella no puede
dar, la solución de conflictos, poco importa: importante, sí, es la solución simbólica que
representa la criminalización, aunque no resuelva nada. No me detendré en las múltiples
cuestiones jurídicas que este derecho penal de las ilusiones publicitarias suscita, tales
como el abandono de la subsidiariedad y el menosprecio al principio de la lesividad,
expresado en el abuso de tipos legales de peligro presunto y en la dilución referencial del
bien jurídico, que se hace humo en las retortas del funcionalismo.
En segundo lugar cabe resaltar que estamos frente a un sistema de doble cara. Para la
población que consume, hay alternativas a la privación de libertad, transacción penal,
suspensi ón condicional del proceso, y otros dispositivos diversos para que pueda cumplir
su pena en un shopping center, con o sin pulsera electrónica. Para los consumidores
fallidos, sospechosos o convictos de aquellos crímenes que una estúpido debate de
constituyentes denominó “hediondos”, un encarcelamiento neutralizante. Y ahí ya
tenemos la tercera característica: el cambio en las finalidades de la prisión. En el sistema
penal del capitalismo tardío, la prisión se despoja de los mitos resocializadores para
transformarse, como Zygmunt Bauman percibi ó en una penitenciaría de California, en una
pena de neutralización del condenado. Si no hay trabajo para los que están afuera, como
va a haberlo para los institucionalizados? Comparando los gráficos estables de la
incidencia criminal en los Estados Unidos en la década de los noventa, con los gráficos
vertiginosamente ascendentes de la población penitenciaria en el mismo período, Loïc
Wacquant formuló su hipótesis de que al estado de bienestar lo sucedió un estado penal,
que tiene en el encarcelamiento el único servicio público destinado a la pobreza. Entre
nosotros, apostamos cada vez más al encarcelamiento: el Ministerio de Justicia colocó un
anuncio en la televisión informando que su anteproyecto de reforma de las penas
aumentaría el tiempo de execuci ón, y desgraciadamente era la pura verdad.
La cuarta y última característica de este sistema penal está en los nuevos roles de los
medios de comunicación. Desde luego, obsérvese que los media se apropiaron del
estratégico discurso del control social penal. Las expresiones del anchormen de un
telediario con buena audiencia son más importantes para la política criminal brasilera que
la producción sumada de nuestros mejores criminólogos y penalistas. La universidad
perdió esa función, y surgió un personaje nuevo para conceder autoridad al editorial que
clama por más derecho penal: el especialista, (un aventurero, o incluso un académico),
capaz de decir rápidamente -Bourdieu los denomin ó fast thinkers- exactamente lo que
quieren que les diga. Será ocioso recordar que un discurso que reduce la política y las
relaciones sociales a lo penal, tiene que ignorar completamente todo aquello que la
investigación en ciencias sociales reveló sobre el sistema penal, y operar inductivamente,
por casos: un liberado que hace caridad en Navidad desmiente, en vivo y en colores, el
inexorable proceso de deterioro personal de la prisión, expresado en las
insoportablemente elevadas tasas de reincidencia penitenciaria; ¿por qué, pues, hablar de
ellas? Lo más grave, entre tanto, está en lo que puede ser llamado ejecutivización de esas
agencias de comunicación social del sistema penal. Las microcámaras de ese periodismo
policiaco están ejecutando directamente funciones de agencias policiales. En el Instituto
Carioca de Criminología, nuestro interés por un caso, del cual pudimos recoger alguna
documentación, reveló que el programa Línea Directa presentó una historia criminal, y
que en la semana siguiente el protagonista había sido muerto por la policía: la
confrontación entre los datos del programa (un peligrosísimo jefe de banda que disponía
de una ametralladora .30) y la realidad documental (masacrado junto con un muchacho
de 14 años, armado con un revólver 38) fue chocante. Ya existen, en Estados Unidos,
canales de Cable cuya programación es 100% penal; y algunos de sus shows -como la
conciliación en vivo-comienzan a llegar aquí.
En un libro publicado hace diez años, Terry Eagleton notaba que el aislamiento y
antagonismo económico de los individuos confieren a la dimensión estética de los
sentimientos, afectos y hábitos, el efecto de “dar coherencia a un orden social que de otro
modo se mantiene atomizado y abstracto”. Este nuevo sistema penal, con sus poderosos
instrumentos de comunicación, participa intensamente de ese fenómeno, en la elaboración
de una mentalidad que trata de reducir a la ecuación penal crimen-pena toda la riqueza
inquietante de los conflictos, toda la complejidad de los enfrentamentos políticos. La
culpabilización individual es el lente que pretende descifrar los cruzamientos de las clases,
y desde que se toma la competencia como el gran horizonte de la sociabilidad humana, la
inculpación del fracaso es el adecuado contrapunto de la inocencia del suceso. El
individualismo llevado al ámbito de la culpabilidad convierte el episodio criminal en una
cuestión ético-personal: el desempleado ya vive en estado de culpa por delito de
“incompetencia”, y basta seguir vivo para aproximarse a otros. Más que nunca, el sistema
penal contribuyó a dar coherencia a este estado de necesidad permanente hecho proyecto
político, moldeando sentimientos, expectativas y moralidades, que acaban por convertirse
en est ética.
Quiero concluir instando a mis colegas y alumnos a cerrar los ojos para imaginar adónde
nos remite esa estética. Recuerden el espectáculo escarmentador de las Comisiones
Parlamentarias de Inquisición, afeccionadas completamente a una investigación criminal
adaptada al horario de cierre de los periódicos. Recuerden los rostros de aquellos testigos,
cubiertos por un manto y una capucha: ¿a qué siglos pertenece la iconografía que los
registr ó? Reparen en las metáforas que aluden a los sospechosos como bestias o como
plagas, cuando no los demonizan explícitamente, tal cual hizo un gobernador
aparentemente muy religioso, en ocasión del llamado caso del ómnibus 174 *****.
Observen el alborozo con que se presentó la delación premiada, sin olvidar que Joaquim
Silvério dos Reis******, en 1794, apenas vio levantado el secuestro de sus bienes,
ingresó en la Orden de Cristo “con 200.000$ de dote, pagados en efectivo ”. Deténganse
sobre esos testigos glorificados por los media, secretarias, choferes, yernos, esposas,
antes cómplices y beneficiarios de las actividades que hoy denuncian ante ochenta
millones de tele -espectadores. Tomen la figura de alguien a quien los media hayan
notabilizado como acusador implacable, vístanlo con el hábito mendicante del siglo XIII, y
constaten si este inquisidor no estaría muy a sus anchas.
En el fondo, el canturreo de los media, este unísono lúgubre, al cual, desde el video,
responde el celebrante con una antífona incisiva, que desearía convencernos de que,
ahora, cuando el único poder que resta al Estado es el poder punitivo, la historia se acabó.
* Traducción: Lolita Aniyar de Castro. Jefa del Área de Estudios Comparados. Instituto de Crimi- nología. Facultad
* “ sobrado” , en el original, es una vieja construcci ón colonial de dos pisos, muy común en las ciudades brasile ñas
mejor preservadas.
**. alvar á: cetificación, autorizaci ón, aprobación, u otro acto en favor de alguien, emitido por la autoridad, en este
***** Ômnibus 174: tentativa de asalto acaecida en un autobús, de la línea 174, que tuvo un final desastroso.
Después de una acción equivocada de la polic ía militar, exhibida por las televisoras locales, la cual resultó en la muerte
de una rehén y en la posterior ejecución del asaltante, el gobernador afirmó que este último estaba bajo el yugo de una
“posesión demoníaca”.
****** Joaquim Silv ério dos Reis : traidor de la rebelión liberal conocida como “Inconfidencia Mineira” (siglo XVIII).
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