Вы находитесь на странице: 1из 16

Capítulo Criminológico Vol.

29, Nº 3, Septiembre 2001, 5-24 ISSN: 0798-9598

Poder, HIistoria y Sistemas Penales*

Nilo Batista**

** Instituto Carioca de Criminología. Brasil. E-mail: icc@openlink.com.br

RESUMO

O texto trabalha o sistema penal como constitutivo de representações e relações sociais


de políticas públicas e de discursos de poder; o discurso do direito penal produz sentidos
para viabilizar a expansão do sistema. O surgimento de um novo sistema penal pode ser
compreendido historicamente no Brasil à luz de seus antecessores: o colonial-
mercantilista, o imperial escravista e o republicano positivista. As permanências da
continuidade entre o público e o privado, da diferencia ção penal e da desqualificação
jurídica, presentes na tradição ibérica, atravessaram a hist ória do direito penal até hoje.
No capitalismo tardio contemporâneo, percebe-se a hipertrofia de um sistema penal
midiatizado e seletivo, que se oferece como alternativa ao estado previdenciário no
tratamento da pobreza.

Palavras-chave: Sistema penal, história do direito penal brasileiro, neoliberalismo.

Power, History and Penal Systems

ABSTRACT

This text treats the penal system as a component of representations and social relations,
of public policy and power discourse; the discussion of penal rights produces sensibilities
which make possible the expansion of the system. The upsurge of a new penal system can
be understood historically in Brazil through its predecessors: colonial mercantilism,
imperial slavery, and republican positivism. The permanent continuity between what is
public and what is private, of penal differentiation, and of judicial disqualification, which
are presents in Iberian tradition, have been historically present in penal law right up to
today. In contemporary capitalism one perceives the hypertrophy of a mediated and
selective penal system that offers as an alternative, a providential state in the treatment
of poverty.
Key words: Criminal system, history of the Brazilian criminal law, neo- liberalism.

Recibido: 25-07-2001 . Aceptado: 06-09-2001

I
En los tratados y manuales sobre nuestra disciplina, en las cercanías del principio de
intervención mínima, siempre encontramos, en una avenida hoy algo fuera de moda
llamada subsidiariedad, algún párrafo sobre la naturaleza constitutiva o sancionatoria del
derecho penal. Se trata de un debate acerca de la autonomía del derecho penal: éste
instauraría, autopoyéticamente, las categorías que reglamenta (teniendo así carácter
constitutivo), o se limitaría a someter a tratamiento penal relaciones jurídicas
predispuestas, bien sea en el ámbito del derecho público- como el constitucional-o en el
ámbito del derecho privado, de las cuales sería , como dijera un notable profesor
colombiano, el “brazo armado” (¿teniendo entonces carácter sancionatorio?). Aún cuando
sea poco confortable para nosotros los penalistas, creer que trabajamos como una especie
de porteros, vigilantes y sirvientes de ese viejo armatoste* que puede representar la
totalidad del ordenamiento jurídico, es muy difícil imaginar que el momento de
criminalizar personas e interacciones sociales sea adecuado para el fiat lux fundacional de
la organización normativa estatal. Cuando ese debate se inclinaba a favor de la tesis
sancionatoria -sustentada, con gran disgusto, por los culturalistas penales, en un
intercambio de opiniones que abarcaba desde los liberales radicales a los escasos
marxistas- un viraje metodológico hizo que perdiese toda importancia. A partir del
instante en que el jurista sacó por un momento los ojos de la ley penal y se permitió
también mirar el sistema penal, o sea, el conjunto coordinado de agencias políticas-
legislativas, judiciales, policiales, penitenciarias y, last but not least, de comunicación
social, que programan la criminalización primaria y promueven la secundaria, llevando la
propuesta penal del nomos al physis, a partir de ese instante, repito, aquel debate perdió
toda importancia.

Y sucedió porque, sin sombra de duda, el sistema penal es constitutivo de


representaciones y relaciones sociales, de políticas públicas, de discursos de poder, e
incluso de su propia configuraci ón linguística, la ley penal. Quien lo dudare, que
experimente recordando las representaciones europeas de mediados del siglo XIX sobre el
opio, una mercancía tan respetable para entonces, que el parlamento ingl és autoriz ó el
envío de una flota a China para la defensa de los intereses comerciales de algunos
súbditos -había también unos comerciantes norteamericanos en la misma situación-,
violados por un emperador chino que abusivamente confiscó sus disponibilidades. En las
pocas décadas recientes, en las cuales el sistema penal se apropió de, y trató el tema de
las drogas (ahora) ilícitas, se produjo una inversión radical de la situación: todavía
Inglaterra no había devuelto Hong Kong, -cuya cesión a la soberanía británica integrara la
reparación a la cual aquel emperador desastrado, que deseó prohibir el opio, debió
someterse-, y ya la nueva potencia mundial preparaba una intervención en Colombia, bajo
el pretexto de su tolerancia o ineficiencia en el control y erradicación de la vieja cultura
andina de la coca. He allí una especie de “derecho de las cosas” penal: el estatuto criminal
de la droga inventó un motivo fantásticamente plástico, capaz de sustituir la guerra fría en
el reacomodo imperialista de continentes sospechosos; más capaz de conceder una
sobrevida a la medicalización de la conducta infractora que lo que soñara el más estulto
positivismo criminológico; capaz de reinventar el Sabbat después del Iluminismo; y,
principalmente, capaz de avalanzar dosis gigantescas de vigilancia y control social sobre
los hijos de la pobreza, los únicos que se exponen a los riesgos letales que este comercio
ilegal acarrea. El jurista que limitó su quehacer a la gramática de la legislación penal de
las drogas, o incluso al derecho internacional penal que se ha creado en torno a ellas, se
conform ó con obtener de la dogmática jurídico-penal los mismos efectos de una camisa de
fuerza; y el precio de su inmovilidad ha estado en la inutilidad de su saber.

El discurso penal, que tiene la pretensión de ejercerse como una locución legítima en
una lengua oficial, está permanentemente produciendo sentidos que viabilizan la
expansión del sistema penal, expansión que tambi én se orienta hacia las mentes y las
vidas privadas. Cabría aquí pensar en otro ejemplo reciente. Gracias a los estudios de
Philipe Ariés, sabemos que en el segundo cuarto del siglo XX la muerte fue medicalizada:
los múltiples escenarios y las variadas circunstancias de la muerte pasaron a concentrarse
en una dependencia hospitalaria. Era inevitable que los sistemas penales, -los mayores
gestores históricos de la muerte si no consideramos los ejércitos-, los grandes directores
del gran espectáculo de las ejecuciones públicas, tratasen de incorporar la muerte
medicalizada: la inyección letal asocia nuevamente -en la sobredosis justiciera- el saber
médico y el poder punitivo, compatibilizando ambas éticas en un acto cuya ambigüedad
puede ser medida por el paralelo surgimiento de una literatura torrencial que, para no
evocar una tradición siniestra, llamó a su objeto “ortotanasia” .

Estamos asistiendo al surgimiento de un nuevo sistema penal, con características propias


y con un proyecto de impregnación de las relaciones sociales con lo penal, para lo cual
dispone de equipamientos comunicacionales inéditos y eficientes. Es posible que la
comprensión de los movimientos y las estrategias de este sistema penal del capitalismo
tardío en Brasil sea mejor después de una breve mención de sus tres antecesores: el
sistema penal colonial mercantilista, el imperial esclavista y el republicano positivista.
II
Raúl Zaffaroni tomó de Foucault la expresión “institución de secuestro ”, para llamar la
atención sobre el hecho de que América Latina se incorpora geográficamente a los usos
punitivos del mercantilismo como colonia penal. La funcionalidad de la pena de expulsión
a la colonia brasileña para la empresa colonial condujo a su reinvención coyuntural, que
fue practicada en el siglo XV por España y Portugal. Los escombros humanos del mundo
feudal, en las órdenes de ladrones y vagabundos, se convirtieron en un problema para las
ciudades europeas.

Un alvará** de Don João III, en 1536, decreta para los “mozos vagos de Lisboa” que
reincidiesen en “hurtar bolsas”, la expulsión a la colonia brasileña ; en este mismo año el rey
concedió refugio y asilo a todos los condenados (exceptuados los convictos por herejía,
traición, sodomía y moneda falsa) que viniesen a poblar la capitanía de Pero de Góes.
Fueron otras necesidades penales de mano de obra, las galeras, las que vendrían más
tarde a reducir la aplicación de expulsión a la colonia brasile ña. Nuestros asustados
tatarabuelos no sabían que en el siglo XVI la pena de muerte estaba pasando a ser
adoptada intensivamente en Europa, y que las leyes se esmeraban en inventar modos de
ejecución aflictivos y crueles. La política criminal que Tomas Moro diseña en la Utopía
procuraba responder a las decenas de millares de ladrones ahorcados en Inglaterra; y
hasta Montaigne relata los agradecimientos de un soldado cuando supo que solamente
sería degollado. Como se sabe hoy, gracias a una escrupulosa investigación de Antônio
Manuel Hespanha, en Portugal la execución de la pena de muerte fue mucho menos
frecuente de lo que una lectura de su programación en las Ordenanzas puede sugerir, por
lo menos hasta el despotismo ilustrado en el sigo XVIII. Para juristas-historiadores
cordiales, que pretendan minimizar la sencilla horca de Tiradentes comparándola con el
patíbulo operístico de los conspiradores contra Don José, sin acordarse de Felipe dos
Santos (cuyo suplicio es menos conocido entre nosotros que el de Damiens, por causa del
libro de Foucault, aún cuando se trata de la mismísima pena de lesa majestad); para esos
juristas-historiadores cordiales, repito, conviene recordar que las mayores atrocidades en
el Brasil colonial se daban en el ámbito del derecho penal privado. Basta un ejemplo: en
1591, Fernão Cabral de Taíde prestaba declaraciones al Visitador del Santo Oficio en
Bahía, sobre un culto popular en el sertón. En un cierto momento relata que: “una noche,
estando una negra suya hinchada de comer tierra y casi para morir (...) dijo a dos negros
suyos que la botaran en el horno”. El Visitador prosigue la inquisición sobre la secta, y se
percibe que su interés está todo concentrado en las supuestas pr ácticas de idolatría: la
esclava en pleno “banzo”*** quemada viva no era pecado que mereciese atención. De
este control social penal que, como agudamente observó Gizlene Neder, “se realizaba
dentro de la unidad de producción”, no acostumbran ocuparse los libros de derecho penal.
Estamos por lo tanto frente a un poder punitivo que se ejerce sobre el cuerpo de su
clientela. Bien por el desalojo físico compulsivo que significaba la expulsión a la colonia
brasileña, bien por el coercitivo empleo en las galeras, en la flagelación de los azotes, en
las mutilaciones o marcas al hierro, teniendo en la muerte aflictiva -que siempre
implicaba, cada vez que fue posible, la confiscación de los bienes- su máximo y
espectacular antesala, y en la tortura el medio probatorio procesalmente consagrado.
Dentro de la tradición ibérica, una continuidad entre lo público y lo privado permite el
tránsito de prácticas penales desde el espacio del señor al espacio del juez, lo cual
alcanzará al código imperial de 1830 en lo que se refiere a los esclavos. También en la
misma tradici ón ibérica, la diferenciación penal va a significar la aplicación de penas
distintas, o por lo menos, una distinta cuantificación de la misma pena, según la clase
social del autor o de la víctima; la comisión de ciertos delitos (por ejemplo, de lesa-
majestad), puede acarrear una descalificación jurídica que privaría al sujeto de su estatuto
privilegiado y lo liberaría al tratamiento general. No nos detendremos aquí sobre la
tragedia de los pueblos indígenas que se ven abruptamente confrontados con este
sistema. En la empresa colonial, el compelle intrare está lleno de significación económica,
referida a la estabilidad de la ocupación extractiva; y aquel papa que en 1532 declaró
oficialmente que los indios tenían alma -cosa que Las Casas jamás dudara- no dejó de
consolidar la nueva aurora de la acción salvacional. Para “exaltación de nuestra santa fe y
provecho de mis reinos y señoríos”, el rey João III encomendó al gobernador Tomé de
Souza, en 1549, que respondiese a las hostilidades de algunas naciones indígenas
“destruy éndoles sus aldeas y poblaciones, y matando y castigando aquella parte de ellos
que os parezca que basta para su castigo”.

De las múltiples contradicciones de las políticas indigenistas coloniales, expresadas en un


rico material legislativo por el cual los juristas brasileros no se han sentido muy atraídos,
podemos despedirnos mirando el sexto ítem del Directorio de los Indios de 1757, que
prohibía el uso de sus lenguas e inclusive de la llamada lengua general, “invención
verdaderamente abominable y diabólica”, y obligaba a que todos fuesen educados en
portugués.

Cualquier dibujo de este sistema penal estaría incompleto sin la Inquisición, que estuvo
visitándonos al final del siglo XVI, en Bahia, y en el tercer cuarto del siglo XVIII, en el
Gran-Pará. Los testimonios recogidos por los Visitadores nos introducen en la historia de
una intimidad amedrentada, donde una vestimenta o el modo de preparar un alimento
podían sugerir una afiliación al judaísmo, y donde toda prática sexual, distinta de la
conjunción carnal intramatrimonial procreativa, era pecaminosa e ilícita. Una camisa
lavada que se usara en sábado, un celo excesivo en la depuración de las grasas de una
gallina, un apetito satisfecho antes de la comunión, eran algunas conductas sospechosas.
Existían también otras cosas sospechosas, como fueron el calcado de una figura religiosa,
tres piñones, un libro, una carta que puede granjear el favor de las mujeres que la
tocaren, pociones curativas hechas con hierbas, maracas o “chocalhos”****.

Quien se quedare apenas en los textos legales nunca sabrá lo que realmente pasó. Las
Ordenanzas, para entonces Manuelinas, y a partir del inicio del siglo XVII, Filipinas, son
apenas un telón de fondo para un ejercicio poco reglamentado, -y a veces desregulado-,
del poder punitivo. El rey delegaba poder punitivo a los donatarios. En la carta a través de
la cual Duarte Coelho se inicia en el gobierno de lo que luego sería Pernambuco, se
establece para él una jurisdicción criminal que llegaba hasta la pena de muerte -para
esclavos, indios y libres pobres (“peones cristianos hombres libres”)-; y hasta diez años
de relegación a la colonia brasile ña o cien cruzados para “personas de mejor calidad”.
Salvo, naturalmente, los casos de herejía, traición, sodomía y moneda falsa, en los cuales
el poder punitivo represado para la constitución de los estados nacionales necesitaba
romper los estatutos personales privilegiados.

III
Antes de ensayar una descripción sumaria de nuestro segundo sistema penal, que aquí,
para valernos de una confortable periodizaci ón política (1822-1889), estamos llamando
imperial-esclavista; y al mismo tiempo esbozar un elemento del modo de producción que
le otorgó características peculiares y contradictorias, conviene recordar algunos
acontecimientos importantes.

La revolución burguesa impuso el principio de legalidad, poniendo fin a las incertezas


que la concurrente incidencia del derecho común, del canónigo, del real y de los estatutos
locales (“espejos”, “costumbres”; en la península ibérica, el derecho de fueros),
ocasionaba a sus negocios. En el campo penal, eso representaba que sólo una ley
anteriormente promulgada podría habilitar una punición, jamás el soberano ni siquiera el
juez (penas arbitrarias). De la aventura enciclopedista se extrajo la idea de que todas las
normas sobre un mismo asunto deberían reunirse en un sólo cuerpo legal: un código es
una reunión de leyes bajo el paradigma de la Enciclopedia. La propia pena no podía
escapar a la razón y es así que, desde un punto de vista contractualista, Beccaria
cuestionaba en 1764 la utilidad y la necesidad de la pena de muerte conminada tan
exuberantemente, y Lardizabal, en 1782, hablaba de la utilidad y conveniencia de las
penas; tocando ambos, expresamente, el tema de la proporcionalidad. Estaban naciendo
las llamadas teorías preventivas de la pena. No es que el mundo antiguo y medieval
desconociesen la pena preventiva: ya Protágoras preconizaba que no se castigase por las
infracciones ya pasadas, porque ya no sería posible que no aconteciese lo que aconteció, y
sí por las infracciones que pudiesen sobrevenir. Y, en el Corpus iuris canonici, al lado de
las sanciones vindicativas, se encontraban otras correccionales o medicinales. La novedad
es que ahora el análisis deja el plano de la filosofía, de la moral práctica, de la religión, en
la dirección de la política; por cuanto uno de los dos contratantes sociales habría violado
injustamente algunas cláusulas capitales que parta sin sufrir, como el filántropo Dr.
Guillotin aseveraba, y, por supuesto, sin que sus bienes fuesen confiscados. Silenciemos la
circunstancia de que, en el propio campo de la filosofía, el encuentro de la razón con la
pena se convirtió en una reafirmación estructuralmente teológica de la pena retributiva, a
partir de la fórmula kantiana del imperativo categórico. El hecho es que el sistema penal
del antiguo régimen, -con la predominancia investigativa de la tortura y su correlativo
producto probatorio, la confesión; sus espectáculos macabros de ejecuciones públicas, su
corporalidad directa y grosera-, estaba siendo sustituido, no dir ía por algo mejor, sino m ás
bien por algo diferente. El control urbano de los pobres, iniciado en el siglo XVI por su
internamiento en Casas de Corrección, en Inglaterra, y Casas de Trabajo -especialmente
aserrado de maderas, entre las cuales el palo de Brasil- en Holanda, se generalizaría en
toda Europa: esas casas de pobres, de trabajo, reformatorios y hospicios, se corresponden
con la invención moderna de la pena de prisión. El encarcelamiento vendría a ser la pena
por excelencia del capitalismo industrial; y si eso no entrara simplemente por los ojos a
través de las afinidades arquitectónicas que existían entre la fábrica y la prisión, bastaría
pensar en el control social penal del proletariado, a través del adiestramiento penal de su
ej ército de reserva y de la criminalización de la vagancia y de la huelga, para descubrir la
ineluctable correlación real (la “peor selección” de Bentham), pero sobre todo simbólica,
entre salario y detención. Correlación que sobrevive en nuestra ley de ejecución penal, en
el instituto de remisión, en virtud del cálculo que se hace a razón de tres días de trabajo
por uno de pena. Entre el final del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, ingeniosos
regímenes penitenciarios -el del silencio, el celular, la progresión por m éritos, etc.,-
concluirían el diseño de este nuevo sistema penal, que tuvo en el Panopticon su más
expresiva formulación, tan ricamente traducida por Foucault. Este poder punitivo
“especializado, que inmobiliza y vigila, en una palabra, disciplinario ” impondrá una nueva
estética al sistema penal, en substitución de la del antiguo régimen. No es por caso que
los reglamentos penitenciarios van a testimoniar, con mayor fidelidad que los códigos,
sobre lo cotidiano de la ejecución penal.

Podemos ahora ir al encuentro de los fundadores del Imperio del Brasil, de los
elaboradores del código criminal de 1830. Habría razones para ufanarse de ese texto:
guarda trazos de influencias eruditas (Bentham, Livingston); fue traducido al francés e
influy ó en el código español de 1848, y por lo tanto, por reflejo, en varios códigos latino-
americanos.

Entre tanto, aquella contradicción entre liberalismo y esclavismo, sobre la cual se


detuvieron brillantemente tantos intelectuales brasileros, se agudiza irreductiblemente en
el control social penal, porque la empresa esclavista no prescinde de intervenciones
punitivas corporales. Tales contradicciones pueden ilustrarse con la verificación de que la
Constitución de 1824 abolir á la pena de azotes, no obstante fuera apenas prevista para
los esclavos por el código criminal de 1830 y ampliamente aplicada: la abolición
constitucional era sin duda una “idea fuera de lugar”. Las “luces ” se reflejaban apenas en
los cuerpos bracos, pues a los esclavos s ólo eran aplicables las penas de muerte, galeras y
azotes. Cuando esta última era ejecutada por un agente público (porque su extensa
ejecución en el ámbito doméstico constituía la regla), la imposición de hierros que le
seguía debería ser administrada por el se ñor, convertido oficialmente en órgano de
ejecución penal (art. 60). La vieja matriz ibérica del continuo público-privado está ahí
expresada en un texto legal, aunque en la pr áctica era mucho más amplia y articulada. El
miedo de la insurrección negra, este miedo blanco tan bien descrito por Sidney Chaloub, y
todavía hoy arraigado en Río de Janeiro, lleva a la edición de una ley drástica, en 1835,
por la cual cualquier delito contra el señor, el capataz o sus familiares, era
inapelablemente castigado con la muerte. La tumultuosa década de los treinta resulta en
el retroceso procesal de 1841-1842, que transfiere a la policía poderes de la judicatura.

Tal vez esté ya claro que este segundo sistema penal nuestro, con su grosera
corporalidad -que, además de los esclavos, alcanzaba también a los soldados- no se
benefició, salvo en el barniz de parte de su escritura, de los frutos del iluminismo jurídico-
penal. Quiero apenas llamar la atención sobre una curiosidad: el esclavo era una cosa
ante la totalidad del ordenamiento jurídico (su secuestro correspondía a un hurto), pero
era persona ante el derecho penal. Es la misma dualidad perversa que hoy se presenta
bajo la forma de una ciudadanía – categoría jurídica de la revolución burguesa muy de
moda hoy en Brasil – a la cual los pobres acceden solamente a través del derecho penal.

IV
Es con la república positivista que un tercer sistema penal surgirá, aún nostálgico de la
intervención corporal, que no obstante continuaba a praticar legalmente (en la prohibición
de las “capoeiras”, en la deportación de imigrantes) o camufladamente, en los sótanos de
dependencias policiales o del Ejército. A pesar de todo, la incipiente industrialización que
iba a la par con las actividades agro -exportadoras, impone el nuevo modelo. Para
quedarnos en un ejemplo ilustrativo, el código penal de 1890 hizo posible que un
muchacho condenado a los diez años de edad fuese recojido para trabajar en un
“establecimiento disciplinario industrial” hasta los diecesiete; y que,si después de eso,
resolviese vagar, retornase a la fábrica-prisión hasta los veintiún años.

Entre el final del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, las miserables
condiciones de vida del proletariado y los esfuerzos para su organización, las tendencias
cr íticas del capitalismo (como el anarquismo) y los movimientos socialistas, sugirieron a
los juristas burgueses que era preciso punir inclusive sin que hubiera delito. El principio de
legalidad se transforma en un estorbo para el control social penal. Favorecida por los
vientos del positivismo criminológico, la idea de la peligrosidad produjo las medidas de
seguridad, un remedio que ya no debe depender de la ley, sino de la “ciencia criminal”.
Ellas estarán presentes en nuestro c ódigo penal de 1940.

Lo más importante de destacar, en esa coyuntura, es el expediente metodológico que


aísla al penalista en una torre de marfil. Pasando a lo largo de su fundamentación
filosófica, anclado en la ruptura neokantiana entre el ser y el deber-ser, y pretendiendo
constituirse como reacción al positivismo, el tecnicismo jurídico no pasa de un positivismo
jurídico legitimador del sistema penal, ciego ante su real desempeño y sus funciones.
Rocco preconiza, en su clase inaugural de Sassari, en 1905, que el jurista “limite el objeto
de sus investigaciones, dirigiéndolas al estudio exclusivo del derecho penal y, de acuerdo
con sus medios, del único derecho penal que existe como dato de la experiencia, o sea, el
derecho penal positivo”. Aún cuando él desea ver en cada artículo del código penal una
norma de cultura, Hungría no escapó al exclusivismo técnico -jurídico en su importante
discurso de 1942. Tomada al pie de la letra, esa orientación significaba que el penalista
debería complacerse en la reconstrucción de la programación criminalizante que consta de
los textos legales: no cabía interesarse por el poder punitivo ejercido por el sistema penal
más allá de la ley, y mucho menos recurrir a otros saberes para esclarecerlo.

En ese contexto metodológico, era pertinente la cuestión de la cual partimos acerca del
carácter constitutivo o sancionador del derecho penal, aunque restringiéndola a la
urdimbre conceptual transdiciplinaria puramente jurídica. Y es que a partir del momento
en que el jurista desciende de la torre de marfil tecnicista, se tropieza con la formidable
configuración que el sistema penal impone a la organización social: su selectividad, su
función de vigilancia, los símbolos que engendra y pone en circulación, la construcción de
los estereotipos criminales, las “cosas sospechosas”, etc.

El tercer sistema penal brasileño se nutrió por una parte del positivismo criminológico
que producía el discurso racista legitimador de la hegemonía; y, por la otra, del
positivismo jurídico, que confinaba la mirada a la articulación lógica de parágrafos e
incisos. La privación de libertad, al igual que en toda sociedad industrial, va a ser la pena
por excelencia; y el mito de la resocialización para el trabajo va a edificar colonias
agrícolas y establecimentos penales industriales.
Finalmente habían llegado los tiempos modernos.

V
Estamos asistiendo a una profunda transformación del sistema penal, que corresponde al
pasaje hacia un capitalismo de servicios de las sociedades post-industriales, dominadas
por el video-capital financiero transnacional, cuya reproducción, fuera de las orgías
especulativas, toma impulso en el consumo masivo. En el área de la comunicación, los
saltos tecnológicos ofrecen instrumentos de vigilancia que se introducen en la intimidad de
la persona y en las “cosas sospechosas”, -bien sea cualquier valija en un aeropuerto, bien
el paquete llevado por un pobre en un shopping center-; las interceptaciones telefónicas
oficiales, inclusive generosamente autorizadas por algunos magistrados, frecuentemente
en la inaceptable línea prospectiva -una pescadería inconstitucional en la privacidad ajena-
poco representan cuantitativamente ante las oficiosas, que son practicadas por
particulares. La marginalización intensiva de contingentes humanos, a través del
desempleo, y el desmontaje de programas públicos asistenciales, efectuada por la
empresa neoliberal, demanda más control social penal. Era inevitable que, en Brasil, las
regiones más industrializadas sufrieran de forma más evidente este proceso, y el caso de
São Paulo lo demuestra. La criminalización de las ilegalidades populares, de la que la
mayor pieza publicitaria fue el proyecto llamado Tolerancia Cero, que influyó ciertas
políticas cariocas para el disciplinamiento de los espacios públicos, es condición para la
vigilancia y represión de esos nuevos desajustados inútiles.

Señalemos algunos trazos distintivos de este nuevo sistema penal, colocando en primer
lugar la hipercriminalización. Que el gobernante pida a la pena aquello que ella no puede
dar, la solución de conflictos, poco importa: importante, sí, es la solución simbólica que
representa la criminalización, aunque no resuelva nada. No me detendré en las múltiples
cuestiones jurídicas que este derecho penal de las ilusiones publicitarias suscita, tales
como el abandono de la subsidiariedad y el menosprecio al principio de la lesividad,
expresado en el abuso de tipos legales de peligro presunto y en la dilución referencial del
bien jurídico, que se hace humo en las retortas del funcionalismo.

Tampoco cabe un análisis comparativo sobre la escala penal de esas leyes


propagandísticas: bástenos saber que si el dueño de una tiendita estuviere ofreciendo en
venta un desinfectante para lavar letrinas adquirido a un fabricante que no cumplió todas
las exigencias del registro sanitario, su pena mínima es de diez años; desde un punto de
vista estrictamente penalístico, la omisión de los requisitos para la candidatura de un
Ministro de Sanidad debería considerarse mucho más delicada.

En segundo lugar cabe resaltar que estamos frente a un sistema de doble cara. Para la
población que consume, hay alternativas a la privación de libertad, transacción penal,
suspensi ón condicional del proceso, y otros dispositivos diversos para que pueda cumplir
su pena en un shopping center, con o sin pulsera electrónica. Para los consumidores
fallidos, sospechosos o convictos de aquellos crímenes que una estúpido debate de
constituyentes denominó “hediondos”, un encarcelamiento neutralizante. Y ahí ya
tenemos la tercera característica: el cambio en las finalidades de la prisión. En el sistema
penal del capitalismo tardío, la prisión se despoja de los mitos resocializadores para
transformarse, como Zygmunt Bauman percibi ó en una penitenciaría de California, en una
pena de neutralización del condenado. Si no hay trabajo para los que están afuera, como
va a haberlo para los institucionalizados? Comparando los gráficos estables de la
incidencia criminal en los Estados Unidos en la década de los noventa, con los gráficos
vertiginosamente ascendentes de la población penitenciaria en el mismo período, Loïc
Wacquant formuló su hipótesis de que al estado de bienestar lo sucedió un estado penal,
que tiene en el encarcelamiento el único servicio público destinado a la pobreza. Entre
nosotros, apostamos cada vez más al encarcelamiento: el Ministerio de Justicia colocó un
anuncio en la televisión informando que su anteproyecto de reforma de las penas
aumentaría el tiempo de execuci ón, y desgraciadamente era la pura verdad.

La cuarta y última característica de este sistema penal está en los nuevos roles de los
medios de comunicación. Desde luego, obsérvese que los media se apropiaron del
estratégico discurso del control social penal. Las expresiones del anchormen de un
telediario con buena audiencia son más importantes para la política criminal brasilera que
la producción sumada de nuestros mejores criminólogos y penalistas. La universidad
perdió esa función, y surgió un personaje nuevo para conceder autoridad al editorial que
clama por más derecho penal: el especialista, (un aventurero, o incluso un académico),
capaz de decir rápidamente -Bourdieu los denomin ó fast thinkers- exactamente lo que
quieren que les diga. Será ocioso recordar que un discurso que reduce la política y las
relaciones sociales a lo penal, tiene que ignorar completamente todo aquello que la
investigación en ciencias sociales reveló sobre el sistema penal, y operar inductivamente,
por casos: un liberado que hace caridad en Navidad desmiente, en vivo y en colores, el
inexorable proceso de deterioro personal de la prisión, expresado en las
insoportablemente elevadas tasas de reincidencia penitenciaria; ¿por qué, pues, hablar de
ellas? Lo más grave, entre tanto, está en lo que puede ser llamado ejecutivización de esas
agencias de comunicación social del sistema penal. Las microcámaras de ese periodismo
policiaco están ejecutando directamente funciones de agencias policiales. En el Instituto
Carioca de Criminología, nuestro interés por un caso, del cual pudimos recoger alguna
documentación, reveló que el programa Línea Directa presentó una historia criminal, y
que en la semana siguiente el protagonista había sido muerto por la policía: la
confrontación entre los datos del programa (un peligrosísimo jefe de banda que disponía
de una ametralladora .30) y la realidad documental (masacrado junto con un muchacho
de 14 años, armado con un revólver 38) fue chocante. Ya existen, en Estados Unidos,
canales de Cable cuya programación es 100% penal; y algunos de sus shows -como la
conciliación en vivo-comienzan a llegar aquí.

En un libro publicado hace diez años, Terry Eagleton notaba que el aislamiento y
antagonismo económico de los individuos confieren a la dimensión estética de los
sentimientos, afectos y hábitos, el efecto de “dar coherencia a un orden social que de otro
modo se mantiene atomizado y abstracto”. Este nuevo sistema penal, con sus poderosos
instrumentos de comunicación, participa intensamente de ese fenómeno, en la elaboración
de una mentalidad que trata de reducir a la ecuación penal crimen-pena toda la riqueza
inquietante de los conflictos, toda la complejidad de los enfrentamentos políticos. La
culpabilización individual es el lente que pretende descifrar los cruzamientos de las clases,
y desde que se toma la competencia como el gran horizonte de la sociabilidad humana, la
inculpación del fracaso es el adecuado contrapunto de la inocencia del suceso. El
individualismo llevado al ámbito de la culpabilidad convierte el episodio criminal en una
cuestión ético-personal: el desempleado ya vive en estado de culpa por delito de
“incompetencia”, y basta seguir vivo para aproximarse a otros. Más que nunca, el sistema
penal contribuyó a dar coherencia a este estado de necesidad permanente hecho proyecto
político, moldeando sentimientos, expectativas y moralidades, que acaban por convertirse
en est ética.

Quiero concluir instando a mis colegas y alumnos a cerrar los ojos para imaginar adónde
nos remite esa estética. Recuerden el espectáculo escarmentador de las Comisiones
Parlamentarias de Inquisición, afeccionadas completamente a una investigación criminal
adaptada al horario de cierre de los periódicos. Recuerden los rostros de aquellos testigos,
cubiertos por un manto y una capucha: ¿a qué siglos pertenece la iconografía que los
registr ó? Reparen en las metáforas que aluden a los sospechosos como bestias o como
plagas, cuando no los demonizan explícitamente, tal cual hizo un gobernador
aparentemente muy religioso, en ocasión del llamado caso del ómnibus 174 *****.
Observen el alborozo con que se presentó la delación premiada, sin olvidar que Joaquim
Silvério dos Reis******, en 1794, apenas vio levantado el secuestro de sus bienes,
ingresó en la Orden de Cristo “con 200.000$ de dote, pagados en efectivo ”. Deténganse
sobre esos testigos glorificados por los media, secretarias, choferes, yernos, esposas,
antes cómplices y beneficiarios de las actividades que hoy denuncian ante ochenta
millones de tele -espectadores. Tomen la figura de alguien a quien los media hayan
notabilizado como acusador implacable, vístanlo con el hábito mendicante del siglo XIII, y
constaten si este inquisidor no estaría muy a sus anchas.

El sistema penal de un proyecto político que tiene en la inseguridad económica su


dogma fundamental, es incapaz de proveer seguridad jurídica. Si los tiempos modernos
sirvieron para tocar el sistema penal brasilero, parece que las formas espectaculares y
crueles de la articulación entre la inquisici ón moderna y el absolutismo están llegando
rápidamente.

En el fondo, el canturreo de los media, este unísono lúgubre, al cual, desde el video,
responde el celebrante con una antífona incisiva, que desearía convencernos de que,
ahora, cuando el único poder que resta al Estado es el poder punitivo, la historia se acabó.

* Traducción: Lolita Aniyar de Castro. Jefa del Área de Estudios Comparados. Instituto de Crimi- nología. Facultad

de Ciencias Jur ídicas y Políticas. Universidad del Zulia.

* “ sobrado” , en el original, es una vieja construcci ón colonial de dos pisos, muy común en las ciudades brasile ñas

mejor preservadas.

**. alvar á: cetificación, autorizaci ón, aprobación, u otro acto en favor de alguien, emitido por la autoridad, en este

caso por los reyes portugueses.

*** banzo: palabra africana que expresa sentimientos de nostalgia

**** instrumento indígena.

***** Ômnibus 174: tentativa de asalto acaecida en un autobús, de la línea 174, que tuvo un final desastroso.

Después de una acción equivocada de la polic ía militar, exhibida por las televisoras locales, la cual resultó en la muerte

de una rehén y en la posterior ejecución del asaltante, el gobernador afirmó que este último estaba bajo el yugo de una

“posesión demoníaca”.

****** Joaquim Silv ério dos Reis : traidor de la rebelión liberal conocida como “Inconfidencia Mineira” (siglo XVIII).
LISTA DE REFERENCIAS

1.- ALMEIDA, R.H. O Diretório dos Índios. Brasília: ed. UnB, 1997.

2.- AMARAL LAPA, J.R.. Livro da Visitação do Santo Ofício da Inquisição ao Estado do
Grão-Pará. Petrópolis: ed. Vozes, 1978.

3.- ARIÉS, P. O Homem diante da Morte - v. II. Rio de Janeiro: ed. Francisco Alves,
1982.

4.- Autos da Devassa da Inconfidência Mineira - v. XI. Ouro Preto: ed. MinC, 2001.

5.- BATISTA, N. A política criminal d’ A Utopia e a maldição de Hedionduras. In:


Discursos Sediciosos – Crime, Direito e Sociedade n° 3. Rio de Janeiro: Instituto Carioca
de Criminologia.

6.- BATISTA, N. Introdu ção Crítica ao Direito Penal Brasileiro. Rio de Janeiro: Ed. Revan,
1996.

7.- BATISTA, N. Matrizes Ibéricas do Sistema Penal Brasileiro. Rio de Janeiro: Instituto
Carioca de Criminologia / ed. Freitas Bastos, 2000.

8.- BATISTA, N. Punidos e Mal Pagos. Rio de Janeiro: ed. Revan, 1990.

9.- BATISTA, Vera Malaguti. Intolerância Dez, ou a propaganda é a alma do negócio. In:
Discursos Sediciosos – Crime, Direito e Sociedade, n° 4. Rio de Janeiro: Instituto Carioca
de Criminologia / ed. Freitas Bastos, 1997.

10. - BAUMAN, Z. Globalização – as consequências humanas. Rio de Janeiro: ed. Jorge


Zahar, 1996.

11. - BECCARIA, C. Dos Delitos e das Penas. Rio de Janeiro: ed. Revista dos Tribunais.

12. - BENTHAM, J. Le Panoptique. Paris: ed. Imp. Nationale, 1791.


13. - BOURDIEU, P. A Economia das Trocas Linguísticas. S. Paulo: ed. Edusp, 1996.

14. - BOURDIEU, P. Sobre a televisão. Rio de Janeiro: ed. Jorge Zahar, 1997.

15. - BURILLO ALBACETE, F. J., El nacimiento dela pena privativa de libertad. Madrid: ed.
Edersa, 1999.

16. - CARNEIRO DA COSTA, M. (org.). História dos Índios no Brasil. S. Paulo: ed. Cia das
Letras, 1992.

17. - CHALHOUB, S. Visões da Liberdade. S. Paulo: ed. Cia das Letras, 1990.

18. - EAGLETON, T. A Ideologia da Estética. Rio de Janeiro: ed. Jorge Zahar, 1993.
Ensaios - v. II. Brasília: ed. UnB, 1987.

19. - FOUCAULT, M. Surveiller et punir. Paris: ed. Gallimard, 1975.

20. - GRÜNHUT, M. Penal Reform. N. Jersey: ed. P. Smith, 1972.

21. - HESPANHA, A.M. A Puni ção e a Graça, José Mattoso (org.) História de Portugal, ed.
Estampa, v. IV.

22. - HUNGRIA, N. Novas Questões Jurídico-penais. Rio de Janeiro: ed. Nac. Dir., 1945.

23. - INÁCIO, I.C. e LUCA, T.R.. Documentos do Brasil Colonial. S. Paulo: ed. Ática,
1993.

24. - LARDIZABAL y URIBE, Manual de Discurso sobre las penas. Granada: ed. Comares,
1997.

25. - MACHADO, A. M áquina e Imaginário. S. Paulo: ed. Edusp, 1996.

26. - MALHEIRO, P. A Escravidão no Brasil - v. I. Petrópolis: ed. Vozes, 1976.

27. - MELOSSI, D. e PAVARINI, M. Cárcel y Fábrica -los orígenes del sistema


penitenciario. México: ed. Siglo XXI, 1980.

28. - NEDER, Gislene. Iluminismo Jurídico-penal Luso-brasileiro -Obediência e Submissão.


Rio de Janeiro: Instituto Carioca de Criminologia / ed. Freitas Bastos 2000.

29. - PÉREZ, L.C. Derecho Penal, Bogotá, 1987.

30. - PICHON, L. Code de la Guilhotine. Paris: ed. Lib. Gen. Droit, 1910.

31. - RIBEIRO, D. e MOREIRA NETO, C.A. Fundação do Brasil. Petrópolis: ed. Vozes,
1992.

32. - ROCCO, A. El problema y el metodo de la ciencia del derecho penal. Bogotá: ed.
Temis, 1978.

33. - RUSHE, G. e KIRCHHEIMER, O. Punição e Estrutura Social. Rio de Janeiro: Instituto


Carioca de Criminologia / ed. Freitas Bastos, 1999.

34. - SPENCE, J. Em busca da China moderna. São Paulo: Ed. Companhia das Letras,
1995.

35. - VAINFAS, R. (org.). Confissões da Bahia. S. Paulo: ed. Cia. das Letras, 1997.

36. - VIDAL, G. A guerra interna. In: Jornal Folha de São Paulo. São Paulo: 20.dez.98,
cad. Mais, p. 5.

37. - WACQUANT, L. Les prisons de la misère. Paris: ed. R. d’Agir, 1999.

38. - ZAFFARONI, E. R. et alii. Derecho Penal – Parte General. Buenos Aires: Ed. Ediar,
2000.

Вам также может понравиться