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02 de mayo de 2018

Homo Trabajador
Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Espíritu de los Mártires de Chicago, ¿estás ahí? Y, claro, siempre está. Y da más que
tres golpes. Y su presencia se vuelve aún más poderosa en los alrededores del 1 de Mayo:
Día Internacional de los Trabajadores que es también, claro, el Día Universal y
Multidimensional del Jefe. Y se necesitan muchos trabajadores para que haya un jefe del
mismo modo que hacen falta al menos varios miles de pobres para constituir a un
millonario. Más para menos y –para distraer de esta inevitable injusticia para casi todos– se
vuelve a hablar de lo mismo de siempre: de las horas a remar por semana; de que sería
mejor empezar más temprano y de horario corrido y salir más pronto (y adiós a esas
sobremesas largas como siesta de sentado con puro en la boca a modo de chupete); de los
aumentos para las menguantes pensiones (que de seguir así las tendrá que pagar Bruce
Wayne con una ayudita de Doctor Strange) y de los jubilados ahora tomando las calles por
asalto (luego de ser asaltados durante años); de que la edad de jubilarse está cada vez más
cerca del centenario; de que se trabaja más tiempo en España que en todo el continente pero
que se produce menos que en el continente todo; de que ahora a la fatiga de materiales y al
stress se lo llama “Síndrome del Empleado Quemado”; de que no se sabe si funcionará eso
de tomarte vacaciones en la fecha que más te convenga cuando se vive en una época en la
que, cortesía del teléfono móvil, ya nunca puedes desconectarte de tu escritorio; de que
mejor no utilizar internet en la oficina para sus cositas (y de los muchos modos en que las
nuevas tecnologías afectan a nuestros cerebros y de la manera en que uno se entera de que
el jefe estuvo evaluando emails y tweets y otras poluciones y secreciones); de que ya no
hay casi nada que separe a lo laboral de lo privado y que hay que tener mucho cuidado con
lo que se pone/dice en redes sociales; de que los hombres tienen una mayor tendencia al
“romance” en el sitio de trabajo que las mujeres (y que a menudo deben cambiar de
empresa cuando “la cosa no resultó”); de que los sueldos de ellos son más altos que los de
ellas; de que los robots están cada vez más cerca de suplantar a millones de operarios en
puestos de trabajo de alta y baja responsabilidad en lo que ya se asume como una tercera
revolución industrial que alcanzará su cénit con La Singularidad en la que ya no estará tan
claro donde termina el hombre y empieza la máquina (o viceversa); de que los que están en
el paro con más o menos cuarenta años difícilmente podrán volver a subirse al carrusel; de
que la oficina ya no es lo que era y que nunca volverá a serlo (ya no habrá ocaso ni acoso
ahí dentro) porque la idea es que, cada vez más, el sitio de trabajo será ese sitio al que
llegabas y entrabas para derrumbarte con un suspiro de alivio luego de salir del trabajo. Y,
sí, la idea era que la lectura de la oración anterior les costase mucho trabajo.

DOS En cualquier caso, Rodríguez ya lo tiene claro: va a trabajar hasta la muerte o va a


morirse trabajando. Y, oh, adiós a esas melancólicas postales en las que un abuelo tenía
toda la abuelitud por delante para allí reflexionar acerca de cómo se agrandaba el pasado y
se contraía el futuro (“El futuro ya está aquí, sólo que no ha sido repartido
equitativamente”, dijo el cyberpunk William Gibson) y se cabalgaba hacia el crepúsculo o
desde el horizonte venía al galope uno de los cuatro Jinetes del Apocalipsis que ya sabes
cuál es.

TRES Y con los años Rodríguez leyó grandes novelas sobre la vida en la oficina (entre
ellas, Algo ha pasado de Jospeh Heller y Entonces llegamos al final de Joshua Farris). Pero
la primera y la que más y mejor recuerda es La pianola, debut de Kurt Vonnegut en 1952,
escrita por los tiempos en que trabajaba en la General Electric. Gran distopía sobre la
automatización y el deterioro de la vida diaria donde las máquinas han acabado con la
necesidad de toda fuerza humana de trabajo y ha convertido a los obreros y empleados en
seres sin razón de ser matando el tiempo en casas prefabricadas mientras los “ingenieros”
de mayor jerarquía compiten entre ellos por alcanzar un mejor status. “Se trata de una
novela acerca de gente y de máquinas en la que las máquinas se llevan la mejor parte, como
acabará sucediendo. Al leer las críticas que salieron acerca del libro me enteré de que yo
era un autor de ciencia-ficción, cosa que no sabía”, sintetizó realista Vonnegut con ese
claridad suya tan vonnegutiana.

Hi-Ho.

CUATRO En cualquier caso, la progresiva masificación de los operarios ha resultado en


una mayor y más detallada concentración en los operarios de operantes. Es decir, en los
jefes que suelen ser de sexo masculino y, de ser posible, con look de galán maduro. Ahora,
los analistas de la pirámide alimenticia laboral dicen preferir no a la clásica figura del Jefe
(a no ser que se trate de Bruce Springsteen, quien explota a su público a lo largo de
conciertos cada vez más largos) sino a la de líderes cuya gestión “favorezca el compromiso
de la plantilla y la adaptación al cambio”. Convencidos de que lo peor de la crisis europea
ha pasado (y que ya no hay motivos para despedir a nadie más “para adelgazar el coste”) de
lo que ahora se trata es de “contar con los trabajadores adecuados para llevar el negocio de
forma sostenible hacia el futuro y la internacionalización e identificar el perfil de cada
trabajador para aplicarlo en futuros giros del negocio. “Hay que tratar a los trabajadores
como personas y explicarles los objetivos de la empresa para que dejen de sentirse como
simples números”, leyó Rodríguez que dijo alguien que se dedica a la fabricación de jefes
de última generación. Pero aún entre los que trabajan de estudiar jefes, no hay acuerdo. Las
virtudes para algunos son los defectos para los otros. “La disparidad en los resultados
estadísticos ha impedido diseñar un único modelo”, ha dictaminado un especialista, lee
Rodríguez. Así, hay casos –altos niveles de narcisismo y soberbia y fe en sí mismo y
perfeccionismo y alta competitividad– en lo que los lleva inicialmente al éxito acaba
hundiéndolos. De igual manera, un jefe muy carismático puede acabar enloqueciendo a sus
empleados con su llamado a afrontar retos cada vez más retadores y por la misma paga de
siempre.

CINCO Es ahí y entonces cuando se comprende y se asume la paradoja de que, de tanto en


tanto, sean los trabajadores quienes elijen a un jefe para que trabaje para ellos y por su
bienestar y de ahí que le paguen. El individuo en cuestión pasa por varias entrevistas y
castings (exagerando currículum) y, finalmente, se queda con el puesto en el que, por unos
cuantos años y con gran dedicación y profesionalismo, se dedicará a decir que hace todo lo
que puede (que suele ser poco y nada) y a echarle toda la culpa a su antecesor o a la
“situación mundial que nos supera”, y cada 1 de mayo a caer de rodillas y rezar a los
Antiguos Primordiales por conservar ese maravilloso puesto todo lo que se pueda, ¿sí?

El puesto –el trabajo en cuestión– es el de eso que se conoce como jefe de Gobierno.

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