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Ironía, realismo y autobiografía

La “ciencia literaria” es una disciplina que probablemente no existe ni tiene derecho a existir
por las características inherentes de su objeto. La teoría literaria se abastece, sin duda, de un
repertorio herramental proveniente de áreas formales del saber como la lingüística, la
semiótica, la historiografía, la filosofía o la sociología; sin embargo, a la hora de enfrentarse
a un texto, no existe ningún método determinado, sino tal vez un conjunto (o varios) de
estrategias disponibles.
Aunque se admita lo anterior, también es cierto que hay quienes piensan que, a la inversa, es
la ciencia literaria la que tiene algo que enseñarle a la ciencia en general. Se trata, digamos,
de una opinión compartida por casi todos los representantes de lo que se denomina
posestructuralismo. Esta postura puede parecer algo pretenciosa en primera instancia, pero
no sería difícil reconocer al menos que, en la medida en que ciertas disciplinas trabajan a
partir de textos, los procedimientos elaborados en el campo de la teoría literaria podrían
resultar de alguna utilidad. Si esto se admite, el siguiente paso lo constituye tomar nota de
que absolutamente todas las disciplinas científicas “trabajan a partir de textos”, no solo como
objeto de análisis, sino como método de elaboración y transmisión de conocimiento.
Aquí se podría convocar a favor de esta perspectiva a un conjunto de filósofos como Richard
Rorty, Hayden White, Arthur Danto, Jacques Derrida, Michel Foucault, Roland Barthes, por
mencionar algunos nombres. No lo haremos, empero, con el fin de economizar espacio. En
lugar de ello, intentaremos exponer una serie de argumentos, elaborados a partir del comercio
con nuestro material de análisis particular, a saber, la obra de Macedonio Fernández.
Una de las principales características de la prosa científica es que se ha llamado la
disimulación del yo, es decir, el discurso debe estar construido de manera tal que las
aserciones no remitan a una subjetividad particular, sino que se pretende de validez universal.
Lo que avala el discurso no es –no debería ser– el prestigio individual de su autor, sino la
observación de ciertos procedimientos unívocamente aceptados por la comunidad científica.
La figura que prima es aquí la de la transparencia: el discurso es la superficie traslúcida, la
pantalla donde los hechos pueden manifestarse sin distorsión.
Si aceptamos lo anterior, estamos en la obligación de reconocer que, desde la primera palabra,
el discurso científico se encuentra completamente preñado de mecanismos retóricos. Pero
una vez dicho esto, corremos el riesgo de equivocarnos doblemente: es tan necio pretender
que esta afirmación menoscaba en algún sentido la objetividad de la ciencia, como obcecado
resulta negar su naturaleza retórica. Dicho de otro modo, que la ciencia use metáforas no
compromete en modo alguno su método, ni la validez de las conclusiones. Esto se puede
verificar fácilmente a partir de conmutación: si en lugar de encabezar un enunciado
matemático con el “nosotros” de cortesía que se estila, lo sustituimos por el pronombre
personal “yo” o por el nombre propio “Pitágoras”, como en el caso: “yo afirmo que la suma
del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”, no modifica en nada la
validez del juicio, que resulta perfectamente demostrable.
Es supersticioso pensar que la presencia de estrategias retóricas invalida el estatuto de un
discurso cualquiera. Bien se podría distinguir todo lo que corresponde en un enunciado a
mecanismos de persuasión (de cuño retórico), en oposición a los argumentos esgrimidos a
partir de procedimientos convincentes, esto es, demostrables. Bastaría con lograr acordar en
que se trata de dos retóricas diferentes, una de las cuales es considerada convencionalmente
de mayor relevancia. Más importante que todo lo anterior es simplemente reconocer que los
juicios científicos, para ser considerados tales, deben poseer una estructura constatativa; esto
es, afirmar algo respecto del mundo, de algún universo de seres existentes o hipotéticamente
existentes.

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