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LA REDENCIÓN DEL PUEBLO

La cultura progresista
en la España liberal

Editor
Manuel Suárez Cortina
La redención del pueblo
La cultura progresista
en la España liberal

Editor
Manuel Suárez Cortina
La Redención del pueblo : la cultura progresista en la España
liberal / editor, Manuel Suárez Cortina. -- Santander : Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Cantabria : Sociedad Menéndez
Pelayo, 2006
ISBN 84-8102-991-2
1. España - Política y Gobierno - S. XIX 2. Progreso I. Suárez
Cortina, Manuel, ed. lit.
329.13(460)"18"
316.422.4

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Sociedad Menéndez Pelayo

ISBN: 84-8102-991-2
D.L.: M-6.686-2006

Impreso en España: Pedro Cid, s. a.


Sumario

Introducción: Libertad, Progreso y Democracia en la España liberal


Manuel Suárez Cortina ..................................................................................... 7
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal
Gonzalo Capellán de Miguel............................................................................ 41
La tradición progresista: historia revolucionaria, historia nacional
María Cruz Romeo Mateo................................................................................ 81
Republicanos en Cataluña. El nacimiento de la democracia (1832-1837)
Anna María García ........................................................................................... 115
«Libertad, Igualdad, Humanidad». La construcción de la democracia
en Cataluña (1839-1843)
Genís Barnosell Jordà....................................................................................... 145
El progresismo isabelino
Juan Pan-Montojo.............................................................................................. 183
«Un monstruo cálido». El proyecto de Estado del progresismo
Luis Garrido Muro............................................................................................ 209
Las culturas políticas del progresismo español: Sagasta y los puros
José Luis Ollero Vallés ..................................................................................... 239
La mirada del otro: el progresismo desde el moderantismo
Juan Pro Ruiz.................................................................................................... 271
Progreso y clase media en la España liberal
Juan Francisco Fuentes..................................................................................... 291
Ciencia y progreso durante la época bajoisabelina (1854-1868)
Leoncio López-Ocón Cabrera .......................................................................... 315
El progresismo laico y filodemocrático del Sexenio (1868-1874)
Rafael Serrano García....................................................................................... 347
Democracia y progreso en el movimiento federal del Sexenio.
La construcción ‘desde arriba’ de una nueva legalidad española
Román Miguel González .................................................................................. 371
El cañón del «Variedades». Estrategias de supervivencia del progresismo
en el último tercio del siglo XIX
Eduardo González Calleja ................................................................................ 403
¿Mejora la Humanidad? El concepto
de progreso en la España liberal

Gonzalo Capellán de Miguel


Universidad de Cantabria

La idea de progreso es insatisfactoria, porque suele formularse principalmente


diciendo que el hombre es perfectible, esto es, posee una posibilidad real y necesidad
de hacerse cada vez más perfecto… En esta representación no hay otro contenido
que el del perfeccionamiento, contenido harto indeterminado, que no da nada de sí
más que la variabilidad. No existe en él ningún criterio de la variación… El progreso
en todas estas representaciones toma una forma cuantitativa. Más conocimientos,
una cultura más refinada… sin enunciar ningún principio preciso, sin enunciar nada
cualitativo… no se expresa ningún fin que deba ser alcanzado; tal fin permanece
totalmente indeterminado.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia
universal, Madrid, Tecnos, 2005, pp. 210-211.

A pesar de que el objeto de atención y análisis de este estudio es el concepto


progreso, tal y como se concibió en diferentes momentos, contextos y autores de
la España liberal, no es posible hoy acercarse a la cuestión sin tener en cuenta la
literatura que se ha generado en torno a la idea de progreso en el panorama interna-
cional. Es por esa razón que, antes de entrar en el análisis más concreto y empírico
sobre la configuración y desarrollo del concepto en la cultura liberal española,
comparta con el lector una reflexión más amplia –y más teórica si se quiere– sobre
los más destacados trabajos sobre el progreso realizados en los ámbitos académicos
alemán, francés y anglosajón. Creo que sin este recorrido previo es difícil abordar
un estudio de carácter histórico sobre un fenómeno de la complejidad y alcance
que han acompañado al progreso desde su moderna configuración (ubiquemos ésta
en el siglo XVII o a finales del siglo XVIII) hasta la actualidad.
Además, hay que señalar también que desde sus orígenes hasta los tiempos
más recientes, la invención del concepto, así como su uso en el contexto español
han estado vigorosamente condicionados por las concepciones que del progreso
se gestaron fuera de nuestras fronteras. Sólo en comparación con la historia del
concepto en algunos de los países que más influyeron desde el punto de vista de
la filosofía, el derecho, la historiografía, la política o la ciencia en la cultura liberal
42 La redención del pueblo

decimonónica española, seremos capaces de entender los peculiares rasgos que


definen la idea de progreso en nuestro pasado reciente.

Progreso: historia del concepto

a)  Análisis léxico y semántico


En este sentido resulta imprescindible comenzar con una referencia al caso alemán,
magistralmente analizado por Reinhart Koselleck desde una perspectiva puramente
conceptual. Uno de los aspectos a tener en cuenta es la tajante afirmación de
que «el término progreso no fue acuñado hasta finales del siglo XVIII», ya que
–como se verá– uno de los debates historiográficos más persistentes se ha centrado
precisamente en la cronología del concepto. En el terreno estrictamente léxico,
en absoluto independiente de la realidad histórica, hasta esa fecha en el ámbito
germánico los términos dominantes para referirse a una diversidad de «movimientos
o transformaciones históricas» habían sido el vocablo autóctono Fortgang (avance,
continuación) o los de ascendencia foránea Progress (progreso) o la expresión, en
plural, les prògres, tal y como se utilizaba con frecuencia en el mundo francófono.
Progress y Progression fueron palabras técnicas utilizadas en disciplinas como
las matemáticas o la música. Por su lado, Fortgang, que en algunos autores había
asimilado el precedente latino progredieren (Stieler, 1695), se refirió siempre «ex-
clusivamente al avance en el espacio y en el tiempo».
En ese contexto, frente a esos conceptos «antiguos», el término «moderno»
­ ortschreiten (compuesto a partir del verbo Schreiten, caminar) sirvió para la
F
formación de un nuevo concepto resultante de, en términos koselleckianos, «una
profunda transformación experiencial». De un lado, porque vino a ampliar el sig­
nificado de Fortgang (avance) añadiéndole el sentido de «incremento, crecimien-
to». Así, por ejemplo, Kinderling escribía en 1795: «progreso, una nueva palabra
para aumento, crecimiento». De este modo el término, más bien neutro, Fortgang
(avance) incorpora el sentido del término inglés improvement, que suele aparecer


En su artículo «Fortschritt» para el Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur
­politisch-sozialen Sprache in Deutschland, coordinado por Otto Brunner, Werner Conze y el
propio Koselleck (Klett-Cotta, Stuttgart, 1975-1994, Band 2, E-G, pp. 350-423).

R. Koselleck, art. cit., p. 351.

No es extraño este origen del vocablo alemán, ya que también en el período de génesis del
concepto en España encontramos testimonios en ese sentido. Así, Feijoo en su Cartas eruditas
(1753) llama a la facultad de andar «facultad progresiva propia de los seres vivientes». Citado
en Pedro Álvarez de Miranda, Palabras e ideas: el léxico de la ilustración temprana en España
(1680-1760), Madrid, Real Academia Española, 1992, p. 666.

Tomo la cita de Koselleck, art. cit., p. 386.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 43

en similares contextos. De otro, y muy importante, porque supuso la unificación


de «los progresos» (en plural) en «el progreso» (en singular). Es decir, que pierde
su referencia a ámbitos específicos, como la ciencia, las artes… (u otros ramos
concretos de la actividad humana) a los que hasta entonces se había referido el
progresar y se convierte en un singular colectivo. De hecho, para Koselleck este
cambio resulta trascendental ya que «progreso sólo se convierte en un concepto
histórico… cuando logra unificar en sí mismo –como singular colectivo– todos los
progresos individuales». Eso le confiere a su vez una universalidad que no es ajena
al hecho de que ese progreso se refiera desde entonces de manera cada vez más
frecuente a la Humanidad (no a un hombre individual o a un conjunto concreto),
así como, más tarde, a la Historia (y no a un período delimitado de la misma).
Una tendencia que es más propia del contexto alemán donde el análisis fi-
losófico o la filosofía de la historia actuaron como agentes determinantes en la
configuración del concepto progreso, mientras que en otras culturas nacionales,
como la española, veremos que persiste durante todo el siglo XIX la idea de un
progreso «a la carta» –si se me permite la expresión– donde progresa la literatura,
o la tecnología, etc. Es más, la propia crisis que experimentará la idea de progreso,
además de responder a otras realidades concretas, como las dos grandes guerras
del siglo XX, estuvo motivada por una vuelta a atomizar el concepto y separar
ámbitos concretos como la moral, la economía, la sociedad, etc., de un supuesto
progreso global y uniforme de la Humanidad.
Para concluir estas necesarias reflexiones preliminares sobre los aspectos lexi­
cológicos y semánticos del concepto, es preciso volver momentáneamente al análi-
sis de Koselleck, quien define el moderno concepto de progreso de acuerdo con
otra serie de rasgos característicos. En primer lugar el moderno concepto de pro­
greso, aunque puede designar esporádicamente un proceso hacia lo peor, se refiere
por regla general, a un movimiento hacia lo mejor. En ese contexto podemos
entender que para quienes actúan bajo la perspectiva o la creencia del progreso
cualquier tiempo futuro siempre será mejor. Frente a modelos cíclicos o secuenciales
del devenir relativamente habituales en la antigüedad, el moderno progreso es un
concepto lineal de dirección, de manera que los pasos ocasionalmente dados hacia
atrás son siempre más cortos que los pasos hacia delante. Esto además convierte al
progreso en un «concepto de perspectiva temporal», un concepto de planificación,
ya que se refiere a un futuro siempre abierto. El progreso pone ante el horizonte


Lo mismo se percibe en el ámbito francés donde Comte, al tratar de la cuestión del progreso,
llega a afirmar: «Para él [para el espíritu positivo], el hombre propiamente dicho no existe, no
puede existir más que la humanidad» (Discurso sobre el espíritu positivo, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1999, p. 132).
44 La redención del pueblo

mental y de acción del hombre una meta que oscila entre «la perfección finita» y
un «infinito aplazamiento del objetivo».
Así podemos entender que Koselleck cierre su mencionado estudio afirmando
que el concepto progreso unificó bajo el apostolado intelectual de Hegel, dos sig­
nificados fundamentales. Uno como «categoría del devenir» que designaba «la es-
tructura temporal del ser humano en cuanto ser en constante superación histórica».
Y el segundo como «categoría metahistórica», consecuencia a su vez de la idea
de perfectibilidad del ser humano. Justamente la evolución histórica del concepto
a lo largo del siglo XIX en Alemania se caracterizó, de acuerdo con el autor, por
el paulatino desvanecimiento del segundo aspecto.

b)  Elementos constitutivos del moderno concepto de progreso

En el ámbito anglosajón, sin embargo, prefiere situarse el origen del moderno con-
cepto de progreso «a finales del siglo XVII». Un proceso de conformación concep­
tual que «alcanzaría su punto culminante hacia finales del siglo XIX». Esta visión,
frente a la tardía construcción del concepto en el caso alemán y su fuerte dependencia
de la filosofía idealista, adquiría su principal base en una realidad más empírica
directamente vinculada a «los avances claramente visibles de la ciencia y en las
todavía más obvias consecuencias en la civilización material». El primero de esos
elementos, a su vez, aparecía a los ojos de los coetáneos, como Comte, indisolu-
blemente asociado a «la aparición de las ciencias positivas en el siglo XVII».
Pero junto a esa interpretación más o menos generalizada en la actualidad,
se ha acuñado la expresión de «idea antigua del progreso», a la par que se han
multiplicado los estudios sobre los precedentes remotos del concepto. Quizá fue
Bury entre los estudiosos de la cuestión quien de una manera más taxativa negó la
posibilidad de existencia de una idea de progreso entre las antiguas corrientes de
pensamiento, dada la incompatibilidad radical entre los presupuestos de su moderna
concepción y algunas ideas centrales de la antigüedad, tanto clásica como medie-
val. En el caso del pensamiento antiguo Bury argumenta que «podemos explicar
por qué la mentalidad especulativa de los griegos no se topó nunca con la idea de
progreso… sus aprensiones hacia el cambio, sus teorías de la Moira, de la degene-
ración y de los ciclos les sugerían una visión del mundo que era la antítesis misma
de la del desarrollo progresivo». Posteriormente –sigue argumentando el autor– la


Éstas, como la anteriores expresiones entrecomilladas, pertenecen a Koselleck, art. cit., p. 352.

Ibídem, pp. 422-423.

Morris Ginsberg, «Progress in the Modern Era», en Dictionary of the History of Ideas, University
of Virginia, The Electronic Text Center, 2003, vol. III, pp. 633-634.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 45

teoría medieval abandonó la idea cíclica griega, pero «mantuvo la creencia de la


degeneración, respaldada por la mitología hebraica». Y tras analizar el pensamiento
de uno de los grandes referentes del período en relación con la idea de progreso,
Fray Roger Bacon, llega a la conclusión de que «era imposible que semejante
idea apareciese en la Edad Media. Todo el espíritu de la Cristiandad medieval lo
excluía». Un postulado que autores posteriores han tratado de refutar. Así Roger
Nisbet achacó al espíritu «racionalista y librepensador» de Bury su creencia de
que «el cristianismo era el último y definitivo enemigo del progreso». Y en la
parte de su obra clásica sobre el tema, Historia de la idea de progreso (1980), en
la que analiza períodos de ese pasado medieval en apariencia incompatible con la
idea de progreso, llega a escribir lo siguiente: «en San Agustín, especialmente en
La ciudad de Dios, aparecen todos los elementos esenciales de la idea occidental
de progreso: la humanidad como ente que engloba a todas las razas humanas; el
avance gradual y acumulativo de la humanidad, material y espiritualmente, a lo
largo del tiempo… la idea del tiempo como un fluir unilineal; la fe en la nece-
sidad que rige los procesos históricos y la inevitabilidad de un final o un futuro
determinados; y, por fin la visión arrobada del futuro, que San Agustín pinta con
colores psicológicos, culturales y económicos que serán repetidos por las utopías
sociales de siglos posteriores, desde la abundancia, la igualdad y la libertad o la
tranquilidad, hasta la justicia»10.
Una de las cuestiones de fondo que subyacerá a ese debate historiográfico parte
de una preocupación presente de los orígenes mismo del concepto de progreso: su
relación con una serie de valores esenciales a la filosofía dominante hasta entonces,
la fundamentada en el cristianismo. La polémica que en el caso español adquirirá
una importancia vital a lo largo del siglo XIX, no tuvo menor repercusión en autores
europeos de la época, como Pierre Leroux. Autor de un escrito con el significativo
título de Doctrina de la perfectibilidad y del progreso continuo (1850). Este autor
francés situaba «en el primer período de la enseñanza cristiana los gérmenes de una
teoría del progreso»11. Para otros destacados personajes del momento de filiación
conservadora, como Lord Acton, la fe cristiana y la creencia en el progreso no
revestía mayor dificultad. Para el político británico «El progreso era la Providencia»,
de modo que «a menos que hubiera progreso en la Historia no podría haber Dios
en la Historia». Al hilo de esas consideraciones, no han faltado autores recientes


Cf. John Bury (1920), La idea del progreso, Madrid, Alianza Editorial, 1971, p. 36. Las dos citas
previas en pp. 28-29 y 31.
10
Cf. p. 117. La cita anterior en p. 13. Sigo la edición española de Barcelona, Gedisa, 1981.
11
Vid. De l’humanité, de son principe et de son avenir, où se trouve exposée la vrai définition de
la religion, Paris, Perrotin, 1840 (cito por la edición de Paris, INALF, 1961, p. III; hay versión
electrónica en Gallica: www.bnf.fr).
46 La redención del pueblo

que han visto en «las modernas creencias en el progreso una versión secularizada
de la escatología hebrea y cristiana»12.
Pero, al mismo tiempo, el propio Leroux no dudó en señalar la contradicción
de algunos aspectos del cristianismo tal y como posteriormente los difundiría la
Iglesia con la idea de progreso en su forma moderna. Así, por ejemplo, su énfasis
en la «impotencia y la depravación del hombre» en una vida terrena que contras-
taba vigorosamente con «la bienaventuranza del reino de los cielos». Todo ello en
una época donde en la nómina de errores condenada por la Iglesia Católica en el
Syllabus errorum (1864) se incluía, por supuesto, el progreso.
En cualquier caso, también en los ámbitos francés y anglosajón se puede rastrear
desde los orígenes mismos del moderno desarrollo del concepto de progreso una
serie de transformaciones que van dotando de complejidad semántica al término.
Las nociones de universalidad y unidad, por ejemplo, ya habían sido incorporadas
por Turgot para mediados del siglo XVIII cuando pronuncia sus célebres discursos
(convertidos ya en un lugar común para los estudiosos de la historia del progreso).
Cuando el estadista francés afirma que «toda la masa de la raza humana» (en otros
pasajes del texto utiliza directamente el término «Humanidad»), aunque alternando
la calma con la agitación y las buenas con las malas condiciones, «marcha siempre,
aunque despacio, hacia una mayor perfección»; al escribir esto, insisto, Turgot
había ya incorporado la noción de continuidad al concepto de progreso, así como
lo había interpretado en un sentido positivo de crecimiento. Es decir, concebía el
progreso en términos de mejora o perfección, con las connotaciones morales que
ello suponía (sobre la relación entre progreso y moral, uno de los grandes temas
en este asunto, haré hincapié más adelante)13.
Ahora bien, se trata de una visión universal y única (toda la Humanidad en
todo momento), que no excluía la conciencia de que el progreso se desplegaba de
una forma desigual. Alguno de los grandes teóricos de la cuestión, como Herder,
incluso llegaron a diferenciar entre la privilegiada posición de Europa, «la única
capaz de un progreso indefinido» y la de «otros pueblos» (como los chinos o los
negros) que «habían permanecido estáticos». Lo que realmente se pone de mani-
fiesto en este tipo de observaciones es justamente otro de los rasgos del moderno
concepto de progreso: la coexistencia bajo su manto lingüístico de dos aspectos

12
M. Ginsberg, art. cit., p. 635. La cita de Lord Acton en ibídem, p. 636.
13
No en vano, Nisbet ha atribuido a este autor «la primera declaración sistemática, secular y
naturalista de la idea moderna de progreso». Sólo le «reprocha» sus reiteradas alusiones a la
Providencia. Una referencia que, por otro lado, sufre en Turgot una transformación radical ya que
pasa de entenderse la Providencia como progreso para entender al progreso como Providencia, un
proceso colectivo que caracteriza precisamente al moderno concepto de progreso. Las referencias
a Turgot en su op. cit., pp. 254-263.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 47

divergentes, el ideal y el fáctico. El progreso como ideal, como deseo y aspiración


humana se ajusta perfectamente a la creencia expresada por Turgot, Herder y otros
muchos autores de una mejora infinita y universal de la Humanidad. Mientras que
en el terreno de los hechos el progreso constata una serie de imperfecciones a las
que era difícil volver la mirada incluso para sus más fervientes defensores. De
hecho, esta tensión entre el plano idealista y desiderativo del progreso y el plano
real e histórico, entre esperanzas y realidad, va a constituir –en mi opinión– con
el transcurso del tiempo el principal factor de escepticismo y crítica al concepto.
Otro aspecto que va a integrarse en la moderna concepción del progreso tiene
que ver con la idea de que no se trata de algo accidental ni coyuntural, sino de una
necesidad. El progreso no puede no ser, como lo expresaron muchos de sus contem-
poráneos, el progreso era una ley, una ley de la historia y una ley de la humanidad.
Esto quedó suficientemente asentado en el terreno de las ciencias sociales a partir
de la obra de Comte. En la lección 51 de su influyente Curso de filosofía positiva
el autor francés elevó la «teoría general del progreso natural de la humanidad» al
rango de «ley fundamental de la dinámica social», de la misma manera que en
pasajes anteriores de la misma obra se había ocupado de «las leyes de la dinámica
celeste» o «la ley de gravitación universal». En ese sentido asevera Comte: «nues-
tra evolución social no constituye, en realidad, más que el término extremo de una
progresión general, continuada sin interrupción entre todo el reino viviente»14.
De no aceptar este presupuesto, por otro lado, resultaba difícil sostener la fe en
un progreso continuo indefinidamente. Si bien las posturas en torno a la posibilidad
o no de que existan y de que descubramos leyes en el ámbito de las ciencias sociales
y humanas (morales y política en términos de la época) fueron muy controvertidas
a lo largo de todo el período, hubo una circunstancia que vino a reforzar la idea
del progreso como ley.
Me refiero a la irrupción del evolucionismo a mediados del siglo XIX. La cons-
tatación de la evolución biológica dotó de rango de ley natural a la evolución y a un
concepto desde entonces indisolublemente vinculado a ella, el progreso. Cierto que
con anterioridad, teóricos tan influyentes en la historia del pensamiento como Saint-
Simon y Comte, habían defendido la idea de que el desarrollo humano estaba some-
tido a leyes equiparables a las del mundo natural. En ese sentido Saint-Simon estaba
convencido de que «el hecho dominante de las sociedades es el hecho del progreso».
Es igualmente cierto que esta noción del progreso contó con sus detractores
también. Así Proudhon, cuyas teorías tendrían eco en nuestro país de la mano de
Pi y Margall, criticó las teorías fatalistas del progreso. Lo mismo puede decirse del

14
Sigo la edición del Cours de philosophie positive, Paris, Rouen frères, 1830-1842 en 6 vols. (versión
digitalizada accesible en Gallica, www.bnf.fr), vol. VI, p. 624. Las citas anteriores en p. 623.
48 La redención del pueblo

neoliberalismo británico que en un intento por salvaguardar la idea de libertad y de


acción del ser humano negaron el carácter automático y necesario del progreso que
condenaba a una visión determinista del desarrollo social. Para Hobhouse los fenó-
menos sociales debían quedar abiertos a perturbación y al control racional por parte
de hombre15. La acción de los individuos desempeña un papel en la producción de
cambios. En definitiva se llegaba por esta vía a una creencia profundamente arraigada
en el concepto mismo de progreso, la de que el hombre se hace a sí mismo, la de
que el hombre tiene el poder y el deber de controlar y dirigir su desarrollo futuro
(el racionalismo de la ilustración había impregnado de tal espíritu al progreso desde
su misma concepción, sin olvidar el papel de las ciencias del siglo XVII y la idea
de la capacidad del hombre para dominar la naturaleza e instrumentalizarla a favor
de su prosperidad). Autores tan divergentes como Spencer y Engels, sin negar estas
premisas, coincidían en señalar que esa esfera de libre acción podía actuar sobre
el desarrollo social como ayuda o como obstáculo, retardarlo o acelerarlo, pero
nunca desviarlo de su curso general, del progreso. Argumentos no muy distintos a
los esgrimidos en el terreno filosófico para conciliar las ideas de libertad moral y
deberes, la Providencia o la necesidad ética de hacer el bien.
Y precisamente en el ámbito de la moral es donde se van a hacer patentes
dos últimas consideraciones claves para una comprensión integral del concepto de
progreso en término de su desarrollo histórico. Por un lado, el hecho estrictamente
moral, que fue uno de los que siempre se vio más incompatible o discordante con el
progreso en otros terrenos como el científico, intelectual, tecnológico, económico…
La idea de una degeneración moral paralela al progreso material e intelectual es-
tuvo presente con mayor o menor intensidad en la historia misma del concepto.
Incluso en la génesis del concepto el aspecto moral resultó fundamental en autores
tan determinantes para su difusión como Kant. Para el filósofo alemán el fin hacia
el que conducía el progreso no era otro (no podía ser otro) que «la perfección
moral alcanzada a través de la libertad». Idea que cobra sentido en el contexto de
su filosofía de la historia en la que sitúa la más elevada meta del hombre en su
«racionalización y moralización»16.
En segundo lugar, en este punto se plantea una cuestión absolutamente central al
concepto de progreso y al que hace alusión el título elegido para este trabajo: qué

15
M. Ginsberg, art. cit., p. 643.
16
La teoría kantiana al respecto puede verse en su opúsculo «Replanteamiento de la cuestión sobre
el género humano se halla en el continuo progreso hacia lo mejor», incluido en Ideas para una
historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, Madrid,
Tecnos, 1987, pp. 79-100. El texto fue escrito en 1797 por Kant para publicarlo de forma inde-
pendiente en el Berliner Blätter, pero debido a la censura no pudo ver la luz hasta un año más
tarde, como parte de su obra El conflicto de las facultades.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 49

es progresar, o mejorar o más ambiguo aún, avanzar. O, planteado de otra forma,


cuál es el/los criterio/s para evaluar el progreso. Muchos autores definieron con
claridad la que para ellos era esa meta del progreso, la felicidad, la perfección, el
bienestar. Pero incluso en esos casos se hace preciso saber qué se entiende en cada
caso por mejorar o progresar en cada uno de los múltiples ámbitos que engloba la
humanidad o la sociedad en esa implacable marcha hacia delante, hacia estadios
más elevados de su vida. Algunos autores actuales incluso se han planteado si
existe siquiera la posibilidad de que nos formemos «una concepción inteligible de
un bien común a la humanidad», así como de si tenemos la posibilidad de definir
las condiciones necesarias para lograr ese fin.
Y, precisamente, la respuesta que se ofrezca a esa pregunta –que en el fondo
no deja de ser la definición misma de progreso en cada autor o en cada contexto
sociopolítico y cultural– es lo que va a diferenciar los diversos conceptos de progreso
desde una perspectiva histórica. Algo que se puede comprobar de forma paradigmá-
tica en el caso español, donde el concepto progreso en su devenir histórico muestra
no sólo todos los elementos hasta aquí mencionados y comunes al contexto de la
moderna cultura occidental, sino también (y al mismo tiempo) otros específicos de
las diferentes culturas políticas que compartieron el escenario de la España liberal.
Para ello a continuación me centraré en una serie de «momentos conceptuales»
del progreso que, aunque en términos generales seguirán un relato diacrónico, en
realidad gozaron de una simultaneidad histórica que no casa demasiado bien con
los relatos a los que la historiografía nos tiene acostumbrados. Sirva de ejemplo
que la supuesta crisis de la idea de progreso, si por ello entendemos el escepti-
cismo y/o las críticas hacia sus presupuestos, ofrece testimonios tanto en la época
en que esta suele situarse (entre 1898 y las dos Guerras Mundiales) como muchas
décadas antes: mediado el siglo XIX, en el período de máximo auge de la fe en
el progreso. Del mismo modo, cuando supuestamente el concepto de progreso se
hallaba en plena crisis, en los años 30 del siglo XX, García Morente pronunciaba
en el Ateneo las siguientes palabras: «Bajo la especie del progreso pensamos hoy
todos los hombres, querámoslo o no»17.

El concepto de progreso en la España liberal

a)  Orígenes léxicos y semántica del concepto


Si nos centramos ahora en el análisis histórico de la idea de progreso en el contexto
español, parece adecuado comenzar con una serie de consideraciones preliminares

17
Manuel García Morente (1932), Ensayos sobre el progreso, Madrid, Ediciones Encuentro, 2002,
p. 22.
50 La redención del pueblo

antes de adentrarnos en su papel en el seno de las diferentes culturas políticas,


tal y como éstas se desarrollan entre los primeros años del siglo XIX y hasta la
II República. En ese sentido, antes de nada, hay que convenir con Maravall en que
lo razonable parece ser emplazar la formulación de la teoría del progreso en el
siglo XVIII. Según este autor, que es quien ha estudiado de forma más exhaustiva
los orígenes de la idea de progreso en nuestro país, «como tal teoría, sistemática y
plenamente articulada, no parece que se pueda hablar de ella antes de la segunda
mitad del siglo XVIII»18.
Sin embargo, sí que es en el período anterior cuando empieza a utilizarse el
vocablo, así como a conformarse una cierta idea de progreso. Algo que sucederá
con relativa rapidez (a diferencia de lo señalado para el caso alemán), pues –como
relata el propio Maravall– en el léxico de la lengua vulgar el vocablo progreso se
castellaniza a comienzos del siglo XVI, aunque «lejos aún del valor semántico que
adquirirá más tarde, expresa tan sólo la idea de una marcha, sin sentido valorativo,
que tanto puede estimarse positiva como negativamente». Directamente relacionado
con el despertar de una «visión dinámica del tiempo, de las cosas, del mundo»,
concluye el autor, «Progreso es tanto como movimiento». Estaba ya la palabra,
pero faltaba el concepto19.
Habría que esperar a lo que Lapesa denominó «el intelectual modernizante del
siglo XVIII» para contar en España con una concepción de la historia «como un
proceso ascendente, cuyo adelanto, aumento o progreso conduce a la civilización y
la cultura». Un proceso que no hace su aparición de forma anacrónica con respecto
a lo que había sido el uso de la expresión «el progreso» en sentido moderno en la
vecina Francia (hacia 1757), puesto que autores como Jovellanos ya nos ofrecen
ejemplos similares en fechas no muy lejanas. Así, entre su correspondencia con
Jardine, puede encontrarse un testimonio tan contundente como este: «Si el espí-
ritu humano es progresivo, como yo creo… es constante que no podrá pasar de
la primera a la última idea. El progreso supone una cadena graduada, y el paso
será señalado por el orden de los eslabones. Lo demás no se llamará progreso sino
otra cosa. No sería mejorar, sino andar alrededor; no moverse por una línea, sino
moverse dentro de un círculo»20.

18
José Antonio Maravall (1966), Antiguos y modernos. Visión de la historia e idea de progreso
hasta el Renacimiento, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 581.
19
Ibídem, p. 584. La cita en p. 582. El primer testimonio documentado del término progreso en
nuestra lengua es de 1523 y procede de una carta del Abad de Nájera. Ese uso pionero de la voz
progreso en castellano sigue la estela de la novedad léxica que poco antes se había producido en
italiano.
20
Texto citado en P. Álvarez de Miranda, Palabras e ideas…, op. cit., p. 662, nota 72. La carta en
cuestión está datada en 1794. Las cursivas son mías.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 51

Ya en este primer referente claro al moderno concepto de progreso entre los


ilustrados españoles se pone de manifiesto, junto a la creencia de que se trata de
algo innato a la propia naturaleza del hombre, su interpretación en sentido «con-
servador», declaradamente gradualista que se aleja de cualquier idea de cambio
brusco (y por supuesto de la revolución): las ideas cambian de peldaño en peldaño
y siguiendo un orden. Aparecen ya en esta temprana concepción del progreso den-
tro de una órbita que podríamos denominar «protoliberal» al menos dos elementos
muy característicos, el sentido teleológico (la historia sigue un curso lineal) y la
connotación positiva de los cambios que implica el progreso (no se trata ya de un
movimiento sin más, sino de una mejora).
Precisamente este último aspecto de las implicaciones cualitativas (de mejora)
y no meramente cuantitativas del crecimiento asociado al concepto es interpretado
por Álvarez de Miranda como un claro reflejo de la conciencia del progreso. Y por
esa razón incluye a Mayaus y a Feijoo entre los autores españoles que ya en la
primera mitad del siglo XVIII reflejan en sus textos participar de semejante con-
ciencia del progreso21. Con todo, lo más frecuente aún en este período pre-liberal
es encontrar el uso del vocablo en plural, «progresos», y expresado no en térmi-
nos absolutos («el progreso») sino aplicado a esferas específicas de la actividad
o el saber humano, por ejemplo Torres Villarroel cuando habla de «los progresos
experimentales de la ciencia experimental» o el propio Feijoo que se refiere a
«los progresos de las letras» y otros autores escriben sobre «los progresos de la
industria, del comercio». Estos testimonio ponen de manifiesto, a su vez, que son
los ámbitos del conocimiento, la ciencia y la economía los que más directamente
relacionaban los autores españoles del XVII con la idea de progreso.
Para cerrar este apartado habría que señalar también que el término progreso
no aparece aislado, sino que surge en un contexto lingüístico donde, lo mismo que
se opone a otros vocablos, como atraso, se vincula a otras palabras como aumento,
medra, auge o, prácticamente como sinónimo, adelantamiento (que no se registra
como adelanto hasta principios del XIX)22.

b)  Los momentos conceptuales del progreso en la España liberal


Con todo, y desde el punto e vista del lenguaje político, habrá que esperar en
Occidente a la llegada del siglo XIX, para que realmente el concepto de progreso

21
Ibídem, p. 664.
22
De hecho, de su exhaustivo análisis concluye Álvarez de Miranda que «La familia léxica de pro-
greso tenía aún en el siglo XVIII un desarrollo bastante exiguo». Y como muestra de ello indica
que el postnominal progresar es inexistente antes del XIX (op. cit., p. 665; para otra información
aportada en ese párrafo vid. pp. 664 y 666-669).
52 La redención del pueblo

adquiera «una presencia sustancial», como asegura Javier Fernández Sebastián23.


Una presencia que no puede entenderse como mera continuidad cronológica del
concepto sino que va acompañada de algunas transformaciones de cierta considera-
ción. En primer lugar –como señala Fernández Sebastián– se produce la politización
del concepto, circunstancia que viene dada por el tránsito desde la esperanza en
el progreso a la certeza en el progreso (certidumbre que adquiere desde que se le
reconoce en la filosofía comteana el rango de ley, de necesidad)24. En ese primer
momento del liberalismo gaditano la politización se produce en el sentido de que
las fuerzas situadas a la izquierda del espectro político utilizarán el concepto como
«recurso retórico» contra quienes encarnaban lo opuesto al progreso, esto es, la
reacción, el retroceso, la decadencia o la barbarie (absolutistas y serviles)25.
Posteriormente, el cambio más destacado vendrá relacionado con el propio pro-
ceso de escisión interna de las fuerzas liberales en los años 30. Una división que
terminará con uno de los grupos del naciente liberalismo convertido en un partido
que elegiría precisamente el adjetivo progresista para definirse. Con ello se abre
simultáneamente un frente en el que los debates en el seno del progresismo van a
constituir uno de los grandes momentos conceptuales del progreso en el siglo XIX
español. Pero antes de que esas polémicas internas que afectarían de forma decisiva
a un concepto de progreso del que diferentes facciones tratarán de apropiarse (una
empresa que también emprenderían por esas fechas incluso sectores declaradamente
antiliberales); antes de eso, estudiosos recientes del período han destacado que en
lo que inicialmente coincidían las diferentes ramas de la familia progresista era,
entre otras cosas, «en la concepción del progreso como la mejora del estado social
y moral del país»26.
Pero esa entrada de lleno de un partido político en la definición de lo que signi-
ficaba ser, tanto en el terreno de las ideas como en el de la práctica, «progresista»,
es decir, partidario del progreso, no podía dejar de jugar un cierto efecto restrictivo
de su sentido así como un efecto difusor del propio concepto. No en vano es un
período este en el que el progreso está en boca de todos, de literatos como Larra
o de filósofos como Donoso Cortes, en los manifiestos de los políticos o en la
prensa, donde por ejemplo El Eco del Comercio se quejaría porque el gobierno

23
En su valiosa voz «progreso» para el Diccionario político y social del siglo XIX español, dirigido
por el propio Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes (Madrid, Alianza, 2002, p. 563). Éste
es el único texto que se aproxima a la historia del progreso en la España del siglo XIX desde
una perspectiva conceptual y resulta por ello una referencia básica.
24
Ibídem.
25
Ibídem, p. 564.
26
Me refiero a Jorge Vilches, Progreso y libertad. El partido progresista en la revolución liberal
española, Madrid, Alianza, 2001, p. 31.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 53

progresista de López no había desarrollado «leyes progresistas»27. Esta extensión


de los dominios del progreso al campo del derecho, de la legislación resultaba
una novedad propia del sistema político liberal parlamentario recién implantado
en nuestro país.
En un momento en que la prensa iba a pasar a ocupar el centro de los deba-
tes públicos y a canalizar los discursos políticos, tampoco es de extrañar que el
propio término progreso pasara a la cabecera de alguno de los diarios de la época.
El pionero en esa línea fue un periódico mallorquín aparecido en 1836. En su
«prospecto» El progreso daba una muestra de las ataduras que conceptualmente
aún le vinculaban al pasado, al reformismo ilustrado muy especialmente, pues
entendía que el progreso radicaba en la común prosperidad que se lograría mer-
ced a la protección de la agricultura y el comercio28. Y, participando de un espí-
ritu similar, en su primer número el mismo diario llevaba a cabo una cerrada de-
fensa de los artesanos, ejemplos personificados del mérito y la virtud, sin cuyo
concurso no podía esperarse ningún progreso de la nación. Y el argumento se lleva
hasta el punto de que se identifica plenamente artes mecánicas con progreso. Y
por analogía el descuido de las artes mecánicas nos depararía una nación de sal-
vajes, por la misma razón que cuando éstas se perfeccionan los hombres disfru-
tan de mayor número de goces y comodidades29. Lo que si parece en estos prime-
ros compases del liberalismo español es que el progreso se atisba en el horizonte
ante todo como antídoto al atraso. Así, por las mismas fechas otro periódico, El
Vapor, trataba de ahuyentar el «peligro de retroceder» (que lejos de imposible
estaba en el umbral mismo de la puerta) mediante el impulso de «la rueda del
progreso»30.
En el mismo artículo encontramos otro elemento referido al progreso que va
a desarrollarse en paralelo a una de las polémicas ideológicas del liberalismo pro­
gresista del momento. Me refiero a la relación entre progreso y revolución. Si en
Jovellanos se enfatizaba el carácter gradual y secuenciado de cualquier mejora,
en el seno del partido progresista pronto iba a desarrollarse una corriente revolu-
cionaria que, sobre todo en las décadas centrales del siglo cuando los moderados
monopolicen el poder, no van a dudar en recurrir a la violencia para acceder al
poder. Pero esa idea de poner la revolución al servicio del progreso no parecía
casar bien con el concepto de progreso más extendido en la España liberal de estos
años. Así, en el mencionado artículo se forma ya un cóctel en el que el progreso

27
Citado en Vilches, op. cit., p. 38.
28
El texto aparece en un suelto de una hoja con las únicas indicaciones de año, 1836, lugar, Palma
de Mallorca e imprenta, la regentada por José Savall.
29
El Progreso, nº 1, sábado 1 de octubre de 1836, pp. 1-2.
30
Nº 55, miércoles 24 de febrero de 1836, p. 1.
54 La redención del pueblo

no adquiere su auténtico sabor sino es en perfecta combinación con la libertad y


el orden31. Una idea llamada a perdurar, de modo que años más tarde, en la última
fase del gobierno de la Unión Liberal, otro de los múltiples periódicos que eligieron
el término progreso como lema, El progreso Constitucional, definía el «verdadero
progreso» de esta forma tan ilustrativa:
«Progresar dentro de un orden establecido, recordando lo pasado, apoyándonos
en lo presente y poniendo los ojos en el porvenir; progresar aceptando de buena
fe la legalidad constitucional existente, como punto de partida, reservándonos el
derecho de introducir en ella todas las reformas que reclaman nuestros principios,
las necesidades de la época y los adelantos de la civilización; progresar llevando
por enseña el Trono constitucional de la reina Isabel II, levantado en hombros del
partido liberal»32.

Estos principios, afirmaba el mismo periódico, que suponían una defensa de


la libertad «divorciada de toda demostración tumultuaria», eran los mismos que
siempre había defendido «el partido progresista, tradicional y dinástico». Y un ór­
gano tan vinculado al progresismo como La Iberia no albergaba ninguna duda con
respecto a que el progreso sólo era posible si se combinaba adecuadamente con
«la noción de orden»33. Pero incluso los periódicos que se declaraban al margen
tanto del progresismo como del moderantismo, ya en pleno Sexenio democrático,
seguían decantándose por un concepto de progreso definido por su gradualismo,
que casaba más con un método reformista que revolucionario de cambio social.
Así, el periódico bisemanal, político y literario El Progreso apostaba en 1869 por
«la transformación lenta, pero progresiva de toda la sociedad, que si se estaciona,
se petrifica y muere»34.

31
El Vapor, art. cit., p. 1. No se olvide que semejante asimilación de ideas «orden y progreso» no
suponían una invención del caso español sino que estaban ya explícitamente formuladas nada
menos que en Augusto Comte. De hecho, en su máxima «El amor por principio, el orden por base,
el progreso por fin», encontraron inspiración los revolucionarios brasileños de 1820 (de filiación
positivista) dejando perenne constancia del hecho en su bandera (que, como bien sabe el lector,
está presidida por las palabras «orden y progreso»). Por contradictorio que esto parezca, que unos
revolucionarios independentistas autoproclamados «radicales» identifiquen progreso con orden,
ésta es justamente una de las notas características del concepto desde una perspectiva histórica.
32
Véase el nº 1 correspondiente al sábado 19 de noviembre de 1864.
33
«La gran cuestión», viernes 25 de mayo de 1866. La gran cuestión era para los redactores de
La Iberia, precisamente, la del orden público que creían que el unionista O’Donnell no estaba
resolviendo adecuadamente. Las varias veces que se invoca el término progreso en este artículo
parece a su vez concebido en términos de una misión que se cumple por grados sucesivos y que
está directamente emparentada con la idea misma de civilización.
34
Año I, nº 1, viernes 1 de enero de 1869, pp. 1-2. El artículo inaugural donde se vierten esas
ideas aparece firmado por D.M.L. bajo el título «un poco de historia. ¿Qué se ha hecho de la
revolución de setiembre?».
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 55

Mientras que la interpretación revolucionaria del progreso por parte del ala
radical del progresismo parecía alejarse, como enunciaba Balmes, de la «acepción
genuina» del término, los militantes más templados del partido progresista y buena
parte de los liberales moderados parecían haber entablado un tácito consenso en-
torno a una idea de progreso conciliadora de lo viejo y lo nuevo, de la reacción
y la revolución35. Una interpretación del progreso que fue ganando fuerza con el
tiempo y en la que se encontraron igualmente cómodos algunos autores de compleja
filiación federalista-fuerista, como Serafín Olave y Díez. En su obra sobre Tradi-
ción y progreso arremete contra la creencia extendida en ciertos ámbitos de que
tradición y progreso «responden a ideas antitéticas, cuando en España nada existe
más armónico, nada más íntimamente hermanado, que nuestros recuerdos históricos
más nacionales y nuestras aspiraciones más avanzadas»36. Una conciliación entre
los tres vectores del tiempo, pasado, presente y futuro, que compartieron asimismo
versiones más templadas del republicanismo, como el armonismo krausista.
Por lo que a los manifiestos y programas del partido progresista se refiere la
presencia del vocablo progreso aparece con cierta frecuencia, pero más que como
un punto programático concreto, con un sentido específico bien definido, se afirma
con carácter genérico, como una aspiración global a la que se llega por medio de
todas las medidas concretas que componen su ideario político: Cortes representati-
vas, una Constitución expresión de la voluntad del pueblo, libre ­comercio, milicia
nacional… Todo esto no debe hacernos olvidar que aquí no debemos confundir
(ni identificar, sin más) el progreso con la totalidad del programa político del
partido progresista. Es decir, que si bien el progreso sigue siendo una idea central
de este credo, y si bien el concepto cobra en el seno de la cultura progresista del
liberalismo español un determinado sentido, si remite, como diría Koselleck, a un
espacio de experiencia definido (que es justamente lo que aquí me interesa sub­
rayar), no podemos confundir su campo semántico con todas las ideas múltiples
y diversas que tuvieron cabida dentro del progresismo (y de las que el progreso
constituyó sencillamente una más). Sin embargo, sí quiero llamar la atención so-
bre un aspecto: el concepto de progreso no aparece connotado desde el punto de
vista de las formas de gobierno en la cultura política liberal española del período.
Para corroborar este hecho basta con leer, por ejemplo, el programa del partido
progresista redactado por Olózaga en 1856. En su último punto afirma este texto:

35
Sobre este punto ver J. Fernández Sebastián, art. cit., pp. 567-568. De ahí tomo las palabras de
Balmes.
36
Barcelona, Tipografía de Oliveres, 1877, p. 3. Olave y Díez fue un curioso sevillano que militó
en el partido radical durante el Sexenio para posteriormente defender la causa federal. Más tarde
acabó siendo pieza clave en el diseño del proyecto de Constitución de Navarra durante la oleada
federalista de 1883 y fundó la Asociación Euskara de Navarra.
56 La redención del pueblo

«Queremos, en fin, todo progreso compatible con la monarquía y provechoso para


los pueblos»37.
Si bien los ánimos del progresismo pudieron atemperarse temporalmente, tras
su exitosa participación en la revolución de 1854 que inauguró el bienio bautizado
por la historiografía como «progresista», la paz interna sería tan breve como el
propio paso por el poder del progresismo. Poco después se desató justamente una
de las polémicas que más eco iba alcanzar, tanto entonces como en la historiografía
posteriormente. La verdad es que en el cruce de escritos y críticas entre Castelar
y Carlos Rubio se dirimieron otra serie de cuestiones antes que una divergencia
de pareceres en torno al concepto de progreso. Si el debate público tuvo tanto eco
fue antes debido, además, a la envergadura política de ambos contendientes que a
la calidad de sus escritos, que bien analizados no vinieron a contar nada nuevo, ni
desde el punto de vista de las ideas políticas en general, ni desde la perspectiva
del concepto de progreso en particular.
Lo único cierto es que a la altura de los años 50 la palabra progreso había
adquirido ya tal aceptación social y eficacia dentro del discurso político que tanto
Castelar como Rubio portaron el estandarte del progreso durante su peculiar justa.
Pero bajo ese engalanado corcel del progreso ambos caballeros portaban una sola
lanza por cuya punta el progresismo había quedado herido de muerte al separarse
de sus filas los demócratas. El principal punto de fricción no fue otro que el de si
la soberanía era el principio absoluto del credo progresista, como creía Rubio, o
si en realidad la mayoría, por soberana que sea, no puede nunca ir contra algunos
principios básicos, contra los derechos de los individuos. Así el derecho, como
elemento objetivo y garantía de libertades e igualdad, era puesto por los prístinos
demócratas españoles por encima de la soberanía interpretada como principio ab-
soluto que se manifiesta por la voluntad de la mayoría38. Sobre esa base de fondo
el concepto de progreso pasó a englobar dos significados distintos en relación con
dos culturas políticas también distintas.
De un lado, en el folleto que Carlos Rubio escribe como respuesta al escrito
de Castelar La fórmula del progreso no hay una «teoría del progreso» como
promete su título, sino una simple exposición del ideario del partido progresista
frente a las tesis del credo demócrata. Sí hay una fe en una idea a la que el autor
profesa una confesada veneración: «Yo creo en el progreso como se cree en la

37
Tomo el texto del programa de La Iberia, lunes 31 de marzo de 1856.
38
Sobre las discrepancias entre progresistas y demócratas en torno a este punto, además de las
obras de Rubio y Castelar, puede verse la conferencia de Gumersindo de Azcárate, «Olózaga.
Origen, ideas y vicisitudes del partido progresista», en La España del siglo XIX. Colección de
conferencias históricas, Madrid, Librería de Don Antonio San Martín, 1886, t. II, pp. 5-36.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 57

vida». Un concepto de progreso que se asocia en el universo mental de Rubio a


otras ideas como libertad o felicidad39. Hasta aquí nada de especial con respecto
a lo que cualquier otra persona de la época podía pensar al respecto. Tampoco es
demasiado anómalo el sesgo que a su concepción del progreso le da su profesión
religiosa, que el autor no esconde en ningún pasaje del texto. Es «la voluntad de
Dios» la que de forma inexorable rige el destino del mundo, no «el acaso». Para
que nadie albergue dudas sobre el verdadero agente de ese progreso Rubio asevera:
«la humanidad es llevada por la senda del progreso por la senda de Dios». Y ello
tiene la consecuencia de que lo mismo que Castelar identificará a los neocatólicos
con los enemigos de la idea de progreso, Rubio atribuya similar condición nada
menos que a los socialistas ya que pretenden «destronar a Dios».
Pero, y si –como asegura el insigne progresista– el progreso no es «otra cosa
que el cumplimiento de la inmutable voluntad de la suprema sabiduría», de Dios,
claro, cabe preguntarse: ¿qué le queda en ese marco al ser humano, cuál es su
margen de acción? Pues bien, a pesar de ello para Rubio no todas las actitudes
del hombre coadyuban de igual forma al progreso. Ni los mencionados socialistas
que además de ir contra el germen del progreso (Dios) son «espíritus impacientes,
imaginaciones acaloradas que se oponen al progreso», ni los absolutistas, «almas
débiles» que «predican el retroceso» contribuyen a la obra del progreso40. La
manera de sumarse verdaderamente a la obra del progreso es pues, por elimina-
ción, la de la libertad expresada en términos de soberanía humana. Claro que se
trata –y aquí radica la peculiaridad de la posición que representa Rubio– de una
determinada interpretación de esa libertad, la que procede del partido progresista,
«el único verdaderamente liberal». Y que, como sabemos, es la de la soberanía
entendida como expresión de la mayoría (ésta es la particular fórmula del pro-
greso que propone Rubio). Y el círculo de su reflexión se cierra en el mismo tono
pseudoteológico que había dominado todo su razonamiento anterior. La fórmula
consiste en el siguiente silogismo: que «la mayoría pronuncie su voto, que será
siempre progresista, porque la humanidad es llevada por la senda del progreso por
la mano del mismo Dios»41.
Por otro lado, Castelar al hablar de «la fórmula del progreso» no pretende
otra cosa que «defender los derechos individuales y el sufragio universal»42. La
justicia y el derecho («la santa idea del derecho») son para Castelar la esencia de

39
Teoría del progreso, Madrid, Imprenta de Manuel de Rojas, 1859, p. 8.
40
Ibídem, p. 13.
41
Ibídem, p. 18.
42
Aunque La fórmula del progreso vio la luz por primera vez en 1858, seguiré aquí la edición de
1870 (Madrid, Saenz de Jubera Hermanos y Ángel de San Martín). A ese segundo «prólogo»,
p. 1, pertenece la cita.
58 La redención del pueblo

la democracia y la consecución de todo ello constituye el auténtico progreso, su


horizonte. Pero, más allá de la meta del progreso, en el universo democrático de
Castelar, está la propia idea del progreso, de cómo actúa y de cómo pueden los
hombres, en cuanto que agentes activos, comportarse para lograr esas metas, para
progresar. En este sentido Castelar no rompe en absoluto con la idea de Providen-
cia, ni con la presencia de Dios como causa última de las leyes de la naturaleza y
la historia43. Junto a esa visión cristiana del concepto, están presentes en Castelar,
primero la tradición comteana que le lleva a interrogar en un momento del texto
«¿No habéis visto que en el reino vegetal hay una progresión desde el helecho
hasta el cedro del Líbano? O lo que es lo mismo, que hay un trasvase de las le-
yes naturales al hombre y la sociedad estableciendo un continuo entre todos esos
ámbitos en los que el progreso opera indistinta y necesariamente: «el progreso es
una verdad histórica y una verdad filosófica».
Y en segundo lugar es evidente la influencia hegeliana, que le hace reducir todo
análisis de la realidad, incluso el del progreso, a tres momentos dialécticos: tesis,
antítesis y síntesis44. Estructura que es acorde con una visión de la historia en etapas
o, como prefiere Castelar, edades que le permite sostener una definición dinámica
del concepto: «el progreso tiene en cada edad una fórmula». Y nos da también su
criterio de progreso, para poder evaluar en cada tiempo histórico si se progresa, que
no es otro que la libertad. Por eso no es acertado sostener en términos absolutos
que Castelar identifique el progreso con la democracia (y lo que la democracia
supone para él). Ésta es solamente «la fórmula más liberal del siglo XIX», es decir,
el progreso actual, de ese momento histórico (de la misma forma que en la edad
antigua la fórmula del progreso había sido la Iglesia, en la medieval el municipio
o en la moderna los reyes). Porque en el fondo el progreso se define para Castelar
como «el camino constante del hombre hacia la libertad»45.
En ese contexto, quiero señalar que a la altura de 1858 ya no es la vieja
discordia progresista entre progreso legal o progreso revolucionario la que anima
la pluma del gran orador demócrata ni la que alimenta su polémica con Carlos
Rubio (sino la mencionada idea del derecho como clave de la democracia y ésta
como nuevo ideal político). Algo que se pone de manifiesto, precisamente, en la
idea de progreso de Castelar, que retoma su sentido moderno original y se aleja
de «las revoluciones sangrientas» (de las que manifiesta estar cansado) deman-

43
Ibídem, pp. XV-XVI. Este aspecto no ofrecía ninguna dificultad a un Castelar que escribe: «la
democracia que proclamamos, lejos de ser antirreligiosa, como pretenden nuestros enemigos, es
cristiana» (p. 209 y de nuevo en 221). E incluso llega a definir al cristianismo como «la realiza-
ción social de la democracia» (p. 97).
44
Ibídem, p. 24. La cita anterior en p. 92.
45
Ibídem, pp. 92-93. Sobre la fórmula del progreso en cada etapa histórica vid. pp. 84-86.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 59

dando que «la sociedad camine a su fin y progreso con regular y acompasado
movimiento»46.
Similar gradualismo exento de rupturas propugnaron en esos momentos unos
autores a los que por lo general se agrupa bajo el nombre de krausistas. Ideoló-
gicamente, hacia 1860 estaban muy cerca de Castelar, quien tampoco desconoció
la influencia de la filosofía krausiana. De hecho cabría inscribirles en esa defensa
del derecho por encima de la soberanía, en un liberalismo democrático que rom-
pía en esos momentos con la tradición progresista. La propia revista que sirvió
de órgano de expresión a los jóvenes krausistas de segunda generación como
Francisco de Paula Canalejas, La Razón también se hizo eco de esas polémicas.
Pero lo que ahora me interesa señalar es la incondicional creencia en el progreso
del krausismo español. Un buen ejemplo es justamente el artículo que Canale-
jas publica en 1860 en La Razón bajo el título «Teoría del progreso». La idea
central es la de que el progreso es una ley que explica la historia y la vida huma-
na. El krausismo, en consonancia con la filosofía de la historia del idealismo ale-
mán en la que se inspira, fundamentó la idea de progreso en los conceptos de
­humanidad, ideal y Dios (versión castellanizada del Absoluto, del Ser). Así Ca­
nalejas se muestra convencido, de un lado, de que el progreso es una «ley univer-
sal» que rige «la vida de la humanidad en todas sus relaciones y en toda su ac-
tividad»; de otro lado, de que es «Dios soberano» quien «causa tales progresos».
Y por eso, «el progreso sin Dios, es una agitación eterna, ciega, estéril, una mal­
dición47.
Dado que la humanidad progresa, fruto de esa ley universal, y que Dios es
simultáneamente causa y garante de ese progreso eterno, a canalejas solo le cabe
una pregunta, ¿en qué consiste ese progreso? En la filosofía krausista la respuesta
aparece diáfana: el paso del ser al deber ser, de lo real a lo ideal. Que en la prác-
tica significa que la humanidad camina hacia la realización de las ideas divinas
(ideales para el hombre) de la verdad, la belleza y el bien. En el fondo estamos
ante la idea krausiana de que el hombre tiene como fin el asemejarse y unirse a
Dios. A la vez como parte de Dios, como partícipe de la esencia divina, el hom-
bre es un ser infinitamente perfectible cuya vida consiste principalmente en eso,
en el desarrollo de su esencia, asemejarse a Dios como ser infinitamente bello,
sabio, justo y bueno. Ése es, según Canalejas, el criterio para evaluar el progreso
del hombre en la historia, la medida en que avanza hacia el cumplimiento de ese
ideal. Eso es lo que, en realidad, debe entenderse en las aparentemente ininteligi-

46
Ibídem, p. 172. El propio Rubio también se confiesa «convencido de que todo va por grados en
la naturaleza» (op. cit., p. 12).
47
Tomo I, p. 114. las citas previas en pp. 108 y 110.
60 La redención del pueblo

bles palabras (propias de la «jerga» krausista) que Canalejas emplea para exponer
su concepto de progreso:
«Realizar por lo tanto en una serie infinita de estados particulares, bajo la idea
de Dios, la esencia infinita de la humanidad, es el destino del hombre y es el fin
de la creación, y por tanto su ley de progreso»48.

c)  Las controvertidas relaciones entre progreso y cristianismo

A pesar de ser la recién analizada polémica en torno al progreso (que como ya


he matizado lo fue, en realidad, sobre el progresismo) la que quizá más eco ha
tenido en la historiografía moderna, hubo otras por las mismas fechas que encierran
mayor interés para un estudio del concepto de progreso. Sin duda, la más relevante
en ese sentido fue la que se entabló en torno al progreso y el cristianismo. Algo
que parece lógico al irrumpir los valores de la modernidad en una sociedad como
la española del siglo XIX vigorosamente marcada en su historia, su mentalidad y
sus prácticas por la impronta de la religión cristiana. Circunstancia que se pone
de manifiesto en las dificultades que encontró el propio debate en torno a una
relación que los católicos más intransigentes no vieron con buenos ojos. De creer
el testimonio de Gumersindo Laverde –y yo francamente no encuentro motivos
para lo contrario– por esos años (hacia 1859) había publicado Roque Barcia un
libro titulado El cristianismo y el progreso «que fue recogido y quemado por
heterodoxo»49.
Y en una carta posterior a Menéndez Pelayo aporta una interesante información
adicional, que el libro fue «motivado por las lecciones de Castelar sobre la civi-
lización durante los V primeros siglos del cristianismo». Reitera después que «El
tal libro fue recogido y quemado: al mismo Barcia le oí decir: me han quemado
vivo en mi pensamiento». Y concluye el relato: «En un puesto de libros de la calle
de la Luna vi un ejemplar con dedicatoria autógrafa a Pi y Margall. Hoy sería una
curiosidad bibliográfica»50. La simple referencia ya nos sirve como testimonio de un
tema que sería tan recurrente como polémico en la época y que conoció su momento
más representativo en las cátedras del Ateneo, donde los señores Valera, Castelar

48
Tomo II, p. 267. Sobre este desarrollo filosófico de la idea de progreso véase la segunda entrega
de su trabajo, pp. 263 y ss.
49
Esta información se la proporcionaba en carta de 19 de agosto de 1876 precisamente al autor de
los «Heterodoxos». Marcelino Menéndez Pelayo, Epistolario, vol. 2, carta 59 (cito por Menéndez
Pelayo Digital. Obras completas-Epistolario-Bibliografía. CD-ROM, Santander, Caja Cantabria,
1999).
50
Vol. II, carta 230 fechada el 31 de agosto de 1877. Tan raro que hoy, al menos a mí, me ha
resultado imposible localizar un solo ejemplar de la citada obra.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 61

y De la Cueva debatieron sobre la cuestión de «El cristianismo y el progreso»51.


Fue precisamente Castelar, cuya versión del progreso ya hemos visto que estaba
muy marcada por ideas del cristianismo, quien dio pie a los debates al pronunciar
sus lecciones acerca de la Historia de la civilización durante los V primeros siglos
del cristianismo. Su tesis central consistió en afirmar que «el cristianismo, lejos
de ser contrario al progreso humano, es causa eficacísima de este progreso, que
singularmente efectúan las naciones de Europa iluminadas por la fe». Una idea
progreso de la que –en opinión de Castelar– no hubo conciencia en los pueblos
antiguos, ya que es fruto de la reflexión de la moderna filosofía52.
En polémica con esos postulados –que anunciaban ya puntos de posterior
discrepancia historiográfica– Valera consideraba poco fundadas la aseveraciones
de su predecesor en la cátedra que asociaban el origen de la idea del progreso y
el cristianismo, estableciendo entre ambas realidades una injustificada comunidad
intelectual. Primero porque difícilmente podía proponer la prosperidad de la sociedad
en este mundo una doctrina que ubica su reino y sus metas fuera de este mundo.
Si el «progreso moderno está en el mundo mismo», es inmanente, la perfección
que anuncia Cristo estaba más allá de este mundo, era trascendente. Y, en segundo
lugar, el progreso que Valera concibe como «ir de la imperfección a la perfección»
friccionaba en su esencia con un credo que se autoconsidera ya como la perfección
religiosa y moral. Noción que excluye la idea misma de progresar o mejorar53.
Frente a los obstáculos que este concepto de progreso planteaba a algunos sec-
tores del catolicismo español no se tardó en redefinir la idea misma de progreso, a
modificar su significado para adaptarlo a la cosmovisión cristiana. Un buen ejemplo
de esa mutación conceptual nos lo proporciona Gumersindo Laverde en otra de
sus cartas al erudito Santanderino:
«Lo del Progreso en Religión, es según se entienda. Según mi modo de ver
hay progreso en un ser o en una Institución siempre que se desarrolla y explica con
creciente variedad y riqueza, aunque nada nuevo se le añada, aunque todo lo saque
de su propia y primordial sustancia. Así veo yo progreso religioso en la amplitud,
precisión y claridad cada vez mayores con que las verdades contenidas en la Escri-
tura y la Tradición se han ido formulando mediante los trabajos de los doctores y
las definiciones dogmáticas. Paréceme que hoy los cristianos tenemos ó podemos

51
Los textos de los debates fueron recogidos por Tomas Farrugia y editados bajo el título Las
cátedras del Ateneo, Madrid, Tomás Núñez Amor, 1858. No obstante su importancia e interés,
se trata de una obra raramente citada.
52
Op. cit., p. 13.
53
Para la idea de progreso en Valera puede verse De la doctrina del progreso en relación a la doc-
trina cristiana, recogido en el tomo I de sus Estudios críticos sobre filosofía y religión, Madrid,
Imprenta Alemana, S.A. [1913].
62 La redención del pueblo

tener un concepto más cabal y sistemático de los objetos de nuestra fe que el que
tenían los primeros cristianos, fuera de los Apóstoles»54.

Una variación semántica del concepto que, fruto de los intereses de un catoli-
cismo contrario a los cambios, mutila todo el sentido dinámico del progreso para
reducirlo a una categoría estática, ya que ninguna mudanza se produce en lo esen-
cial, en la sustancia, en este caso de la doctrina cristiana. La verdad no cambia, es
inmutable, aunque nuestra comprensión sí pueda hacerlo. Éste es el máximo que
los católicos conservadores estaban dispuestos a admitir.
Una postura, con todo, que ni siquiera se permitía desde la definición más or-
todoxa de la religión que sostuvieron los denominados integristas (que se situaban
a la derecha del catolicismo conservador de Laverde, por ejemplo). No olvidemos,
en este contexto, que la propia Iglesia Católica incluyó en la nómina de errores
condenada por el Syllabus (1864) el progreso. Y esto no es algo que el documento
pontifico haga «de refilón», sino que la condena es tan explícita como reiterada.
El quinto de los errores es el que más estrictamente se dirige a la proscripción de
la idea de progreso o, como reza el texto, el Vaticano condena a quienes sosten-
gan que «La revelación divina es imperfecta, y está por consiguiente sujeta a un
progreso continuo e indefinido correspondiente al progreso de la razón humana».
Otros dos errores se refieren al hecho de considerar que la Iglesia o sus doctrinas
impiden el «progreso de la ciencia» (número XII) o al de que la Teología y los
principios de los antiguos doctores eclesiásticos no estén en perfecta armonía con
«el progreso de las ciencias» (número XIII). Y en la síntesis de los errores que
recoge la última proposición del Syllabus, la número LXXX, se condena la idea de
que «El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso,
con el liberalismo y con la moderna civilización»55.
Volviendo a la intervención de Valera en el Ateneo, concluye el célebre literato
que si bien la idea de progreso, en la versión de un aumento infinito, quizá no se
apoye en el cristianismo, tampoco es algo que le repugne56.
En contestación a ambos autores tomaría por último la palabra el señor
R. B. de la Cueva, quien comienza por reprochar a ambos el no haber defini-

54
Vol. II, carta 66, del día 4 de septiembre de 1876. las cursivas son mías para acentuar la actitud
conservadora a ultranza, negadora del progreso en su sentido moderno real, que encierran las
palabras de Laverde.
55
«Índice de los principales errores de nuestro siglo [Syllabus Complectens Praecipios Nostrae
Aetatis Errores] ya notados en las alocuciones consistoriales y otras letras apostólicas de nuestro
Santísimo Padre Pío IX», p. 418. Los otros «errores» citados en pp. 400 y 402. Tomo el texto
del apéndice incluido en Gabino Tejado, El catolicismo liberal, Madrid, Librería Católica Inter-
nacional, 1875.
56
Cf., pp. 14 y 15.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 63

do ideas clave como verdad, progreso y civilización. Por ello, reflexionaba en


voz alta:
«¿Progreso?, ¿Pero qué es progreso? ¿Es relativo o absoluto? ¿Casual o nece-
sario? ¿Se aplica a las instituciones sociales, la ciencia, al arte, a la familia? ¿De
dónde nace, en virtud de qué leyes obra, qué fines cumple?»57.

Toda una radiografía de los entresijos mismos del concepto de progreso que
nos sitúan ante cuestiones centrales del mismo. Hasta tal punto es así, que De
la Cueva considera que a menos que demos respuesta a esas preguntas, es decir,
que llenemos de sentido, de significados y referentes a la idea del progreso, un
ermitaño que consumiera su vida invocando a Dios desde una cueva de la Tebaida
podría entender que progresa más que el mismísimo Washington «revolucionando
el Norte de América con unas cuantas proclamaciones de derecho político»58. Una
serie de incógnitas, por otro lado, que el autor cree resolver asociando la idea de
progreso a otras dos de idéntico significado (pese a que es habitual considerarlas de
forma separada y diferenciada), verdad y civilización. Porque buscando la verdad
se logra el progreso científico, trasladándola mediante la civilización a los hábitos
de un siglo o un país se obtiene el progreso moral y si después esa realidad se
institucionaliza alcanzaremos el progreso político.
Pero, incluso si aceptásemos semejante propuesta, volveríamos a hallarnos ante
una nueva incógnita no carente de importancia, como se verá. Y es que solo habría­
mos trasladado la indefinición de un concepto a otro, del de progreso al de verdad.
¿Cuál es la verdad, a qué verdad se refiere De la Cueva? Pues ni más ni menos que
la misma a la que se iban a referir muchos autores del período, a la única verdad
posible desde un punto de vista cristiano: a «la verdad». Con ello se produce todo
un proceso clave de paulatina absorción del concepto de progreso por parte de
sectores del catolicismo español. Un proceso que cabe enmarcar en las batallas
ideológicas por la apropiación de los conceptos que para Koselleck representan un
factor consustancial y definitorio de la naturaleza misma de los conceptos.

d)  Las críticas al progreso. Los progresos


Aun no compartiendo algunos de los presupuestos claves del moderno concepto de
progreso, ni sus implicaciones prácticas, se percibe en la España liberal una cada
vez mayor abundancia de escritos de signo reaccionario que buscan llevarse a su
terreno una idea que ya por entonces se había asimilado al sistema de valores y
creencias de amplias capas de la población. Estrategia que suponía ir un grado más

57
Ibídem, p. 34.
58
Ibídem.
64 La redención del pueblo

allá de la simple redefinición que vimos en Laverde. Porque la nueva adaptación


del concepto al universo mental católico va a presentar al progreso en términos
excluyentes, en consonancia con una cosmovisión maniquea, de buenos y malos,
de verdad y de error, de la que no podría salvarse el progreso. No es de extrañar,
pues, que incluso Valera ya en los años 80 le comente a su amigo Menéndez Pelayo
que en las poesías políticas de Núñez de Arce no encuentra «ni aquel entusiasmo
por el progreso-bueno, ni aquella condenación del progreso-malo, ni aquel censurar
la revolución, ni aquel elogiarla»59. Merced a estos dos neologismos que amplían
la esfera léxica del progreso ya tenemos hasta tipos de progreso donde elegir, a
la par que el propio concepto pierde el sentido absoluto positivo que le habían
conferido sus modernos creadores (para quienes la idea misma de «progreso-malo»
resultaría inconcebible, claro). En el contexto español, sin embargo, ya a media-
dos del siglo XIX se registra una acepción peyorativa del vocablo. Es el caso del
Diccionario de Políticos de Rico y Amat, que define progreso como una «fiebre»
que «padecen» las personas que «tienen en sus imaginaciones mentales la manía
de ir adelante, sin saber adónde, de destruir lo existente sin crear otras cosas en
su lugar, sin abolir lo antiguo»60.
Pero las preguntas podrían seguir, ¿cuál es el bueno y cuál el malo? La ­cuestión
se zanja, sin embargo, cuando nos desplazamos hasta las interpretaciones más radi-
cales en esa misma línea. De este modo, cuando la intención dogmática, excluyente,
se hace más manifiesta es al hablar de un «verdadero progreso». La idea es similar,
ya que en el fondo presupone que hay un progreso falso, malo en definitiva. Lo
que quería expresarse con el sintagma «verdadero progreso» queda bastante claro
en un testimonio procedente de la ideología ultraconservadora en cuyo ámbito se
genera. En pleno Sexenio democrático se podía leer en La Integridad Nacional: en
nosotros residen ideas de verdadero progreso; del progreso conservador que salva
a los pueblos, no de ese progreso subversivo que destruye las sociedades»61.
Uno de los mejores ejemplos de esta instancia, en la que se combina una creen­
cia en un progreso cuya evidencia no se niega, con una diferenciación entre los
tipos de progreso y las diferentes vías posibles de progresar, nos lo proporciona
el moderado Severo Catalina. Uno de los amigos políticos del Marqués de Orovio
que formó parte del último gobierno, del más radicalmente conservador, de la mo-
narquía isabelina. En sus reflexiones finales de una obra destinada íntegramente a
analizar «la verdad del progreso», Severo Catalina realiza ya una severa crítica a

59
Carta de 6 de septiembre de 1883 (vol. VII), en Menéndez Pelayo Digital.
60
Tomo el texto de María Paz Battaner Arias, Vocabulario político-social en España (1868-1873),
Madrid, Real Academia de la Historia, 1977, p. 574.
61
La cita procede de Battaner Arias, Vocabulario…, p. 111.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 65

una determinada manera de entender el progreso, que en algunos de sus términos no


difiere de los reproches habituales en ciertos momentos del siglo XX. Tras criticar
–siempre desde una perspectiva católica– el mero progreso material o el imperio de
la fuerza (que le lleva a equiparar a la moderna Europa con la barbarie del siglo X)
y tras una defensa del progreso social, nos regala el autor estas palabras:
«Las sociedades corren; pero no por el camino que guía a la felicidad. El pro-
greso es evidente; lo oscuro es el término de ese progreso. El verdadero progreso
va hacia la luz; ¿qué progreso es este que va hacia las tinieblas? No se confunda la
idea de progreso con la idea de movimiento… las sociedades se mueven, se dilatan,
se agrandan rompiendo, si es necesario, todos los obstáculos que las limitan…, pero
las ciencias, las artes, las instituciones, no ofrecen a los ojos del mundo el gran
espectáculo de una ascensión pausada, segura y gloriosa… mientras no se busque
en regiones más altas que en esta en que vivimos la luz que alumbre los caminos
de la humanidad… el progreso no pasará de ser una mentira brillante; un soberano
falsificado, cuyo imperio se extiende tan solo a la región de los sentidos»62.

Severo Catalina remata su crítica poniendo el acento en un punto que va a


figurar entre los motivos fundamentales de rechazo del moderno concepto de pro-
greso entre los escritores de filiación católica (aunque no solo entre ellos): el ca-
rácter repudiable del progreso material. A su vez, éste se contrapone a un buen
progreso, al verdadero que es el moral. Pero sobre todo se empieza ya a discernir
claramente entre ambas vertientes del progreso. Dos significados que se convierten
en una auténtica disyuntiva que acabaran por desgarrar al concepto mismo. En ese
contexto un autor tan reaccionario como Aparisi y Guijarro está dispuesto incluso
a aceptar que los «progresos materiales contribuyen a la obra divina», pero de
nada servirían si delante de ellos no va «el progreso moral». Es decir, que no se
odian los adelantamientos modernos, como a veces se afirma de los neo-católicos
en general, pero sí que se acuña una expresión «progresos legítimos», que sirve
de verdadera navaja de Occan para discernir entre el progreso deseable y el re-
probable. Para Aparisi son progresos legítimos todos aquellos vivificados por el
progreso moral63.
Pero este tipo de críticas a la idea del progreso o a manifestaciones parciales
del progreso en general, no fue en absoluto exclusiva de los sectores católicos y
conservadores del espectro ideológico de la España liberal. También vinieron desde
otras culturas políticas que no compartieron el concepto de progreso propio de la
ideología liberal dominante. Es el caso de autores situados en el entorno del re-

62
Cito por la edición de La verdad del progreso incluida en Obras de D. Severo Catalina, tomo II,
Madrid, Imprenta de la Revista de Legislación, 1909, pp. 426-427.
63
Antología. Aparisi y Guijarro, Madrid, Ediciones Fe, S.A. Los textos en pp. 38 y 154-155.
66 La redención del pueblo

publicanismo que participaban de un ideario democrático radical, como Fernando


Garrido. En las Cortes del Sexenio, Garrido expresó ya con tanta contundencia
como nitidez que su concepto de progreso se identificaba de forma harto reduccio-
nista con una de sus vertientes, la social. Simultáneamente, lo social experimen-
taba en su ideario una segunda simplificación, que lo reducía a un sector muy
específico de la sociedad, «las clases trabajadoras». En esa línea, en un discurso
pronunciado en 1871, llega a decir: «donde no progresan esta clases, el progreso
es nulo o artificial»64.
Es en esas fechas cuando se traduce al español la obra que –en mi opinión–
­plantea un análisis de mayor interés sobre la idea de progreso, Filosofía del pro-
greso de Proudhon. El responsable de llevarla a cabo fue nada menos que Pi y
Margal, quien muy influido por el concepto de progreso proudhoniano acompañó
al texto de un prólogo que nos ofrece una nítida visión clara de lo que el líder
federalista pensaba al respecto. En él defiende la tesis central de Proudhon, a saber,
que «el progreso es ley no sólo de la Humanidad, sino también del universo». De
ahí deducía Pi y Margall la unicidad del progreso, de manera que opera en todas
las esferas de la vida humana y del universo (la religión y la moral de idéntico
modo que la economía o la ciencia)65. Idea muy característica de la filosofía fran-
cesa decimonónica, al menos desde Comte, así como del spencerismo británico,
pero que no tuvo mucho éxito en nuestro país. A Cánovas, por ejemplo, le parecía
una aberración y el principal error en el moderno concepto de progreso la suposi-
ción inherente de que no distingue entre el reino físico y el espiritual, el de la na-
turaleza y el del hombre (que en tal caso se vería equiparado a los animales).
Cánovas, como otros autores españoles de la época tendieron a circunscribir el
progreso al ámbito humano, no dudando en definir al hombre como un ser pro-
gresivo66.
Pero Pi y Margall iba más allá. También con Proudhon compartió la definición
misma de progreso como «la perpetua mudanza» en que viven ineludiblemente la
humanidad y el mundo. Por analogía, los enemigos del progreso son todos aquellos
que intentan escapar a ese permanente estado de cambio de las cosas para instalarse
en el quietismo. Un ejemplo que pone Pi es el del catolicismo, que fruto de esa
resistencia al movimiento, que equivale a intentar «detener el progreso», «negarlo»,
se ha condenado a sí mismo a la inmovilidad. Pero quizá lo más rompedor con el

64
Tomo el texto de Battaner Arias, Vocabulario…, p. 111.
65
«Prólogo» a J. P. Proudhon (1852), Filosofía del progreso, Madrid, tipografía de Dionisio de los
Ríos, 1885 (2ª), p. 5.
66
Discurso pronunciado por el Exmo. Señor D. Antonio Cánovas del Castillo el día 25 de noviembre
de 1873 en el Ateneo Científico y Literario de Madrid con motivo de la apertura de sus cátedras,
Madrid, Imprenta de la Biblioteca de Instrucción y Recreo, 1873, p.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 67

concepto de progreso dominante en la cultura política liberal es la forma en que


Pi y Margall cree que se verifica el progreso en la historia:
A saltos, por la fuerza, convirtiéndose en sangrientas batallas las que debían
haber sido luchas pacíficas. La historia de los progresos humanos, ¿es acaso más
que el martirologio, primero de los ciudadanos y luego de las naciones? A cada
adelanto notable, el innovador ha debido conspirar en secreto y sus sectarios armarse
y aguzar en las tinieblas sus espadas»67.

En definitiva, resalta el componente revolucionario del cambio, la omnipotencia


con la que lo nuevo se impone a lo viejo, acabando de esa forma con la noción
gradual del progreso, así como con cualquier fórmula de armonía entre orden y
progreso. Una noción, por otro lado, que no desapareció para siempre tras las
acometidas del republicanismo radical. En el caso español no ya una fracción de
la cultura política liberal, sino mayoritariamente el conservadurismo católico va
a defender un concepto de progreso en frontal oposición con la idea misma de
revolución.
Ése es uno de los modos en que la idea de evolución, entendida como cambio
gradual y pacífico que opera a lo largo de la historia en perfecta comunión con el
pasado, con las tradiciones, fue asimilada a la esfera semántica del progreso. Lo
podemos comprobar en varios artículos del diario católico El Debate, donde se
proclama semejante asimilación sin ambages de ningún tipo: «La derecha opta por
realizar los progresos mediante la evolución». Una evolución que se contrapone a
las ideas de revolución y violencia (que se asocian a su vez), principales obstáculos
a «la evolución natural progresiva de los pueblos» que significan «un retroceso,
una herida profunda que suspende todo progreso hasta que se cierra»68. Y, como
colofón de todo ese planteamiento, surgía el antagonismo absoluto entre el ideario
revolucionario y la noción misma de progreso. El artículo que bajo el título «El
único camino» publicaba El Debate a principios de 1925 resulta contundente a
este respecto:
«No: nunca es deseable una revolución. La revolución es una perturbación física,
económica y espiritual; alcanza a la sociedad como al individuo. Es la ­destrucción
y el desorden. ¿Existen fenómenos y conceptos más contrarios a la idea de pro-
greso?»69.

67
«Prólogo», pp. 9-10.
68
«Lo del día. Se ha cumplido una ley histórica», 19-I-1935. La cita anterior en el artículo «La
economía, los revolucionarios y la derecha», 17-X-1933. Tomo los textos de de José Mª. García
Escudero, El pensamiento de ‘El Debate’. Un diario católico en la crisis de España, Madrid,
BAC, 1983, p. 207.
69
Fechado el día 2 de febrero.
68 La redención del pueblo

e)   Progreso y fin de siglo


Ese tipo de controversias, puestas de manifiesto en la diferente concepción que
del progreso demostraron diversos autores, fueron comunes (que no específicas de
un determinado momento) a todo el período. Es por ello que, pese a lo que suele
pensarse, el fin de siglo en España no marca ninguna inflexión en el sentido de un
descrédito cada vez más generalizado del concepto de progreso. Cierto que en esos
años que finalizan el siglo XIX e inauguran el XX, autores tan destacados como
Unamuno expresaron –a través de la ficción al menos– el sentimiento de que «el
progreso es fuente y raíz de muchos males». Y cierto que en sus obras encontramos
algunas reflexiones que muestran un cierto grado de escepticismo con respecto a
la cultura del progreso. ¿Qué puede pensar un lector actual, por ejemplo, ante ese
pasaje de su Vida de don Quijote y Sancho donde Unamuno escribe: «Y acaso la
enfermedad misma sea la condición esencial de lo que llamamos progreso, y el
progreso mismo una enfermedad»?70.
Sin embargo, del estudio global de su obra y de su pensamiento, se constata
que Unamuno no sólo empleó con profusión el término «progreso» en sus escritos,
sino que, además, en la mayoría de los casos lo hizo en un sentido positivo71. Y
es que para él la noción de progreso estaba indisolublemente unida al sentido de
la historia. Por eso, también, la idea de proceso adquiere en Unamuno «un gran
relieve» como componente del tiempo histórico. Ambos, historia y tiempo histórico
(y con ellos proceso y progreso) resultan claves en todo el universo de Unamuno,
desde su concepción de la sociedad como algo dinámico hasta un sinfín de aspectos
de su obra literaria.
Similares testimonios aparentemente contradictorios podemos encontrar en otros
autores que suelen ser identificados con el 98. En el fondo nos hallamos ante la
ambigüedad que resulta de una persistencia de la fe generalizada en el progreso
(patente en los propios autores a que me refiero) con la discrepancia parcial con
algunos de sus aspectos más característicos. Ello genera, eso sí, una inseguridad con
respecto a la idea de progreso que transmite una sensación de escepticismo crítico,
cuando no de un abierto pesimismo que adquiere sentido en la peculiar coyuntura
histórica finisecular. ¿No es acaso eso lo que puede percibirse, por ejemplo, en
estas palabras de Ganivet?:
«Todo el progreso moderno es inseguro, porque no se basa sobre ideas, sino
sobre la destrucción de la propiedad fija en beneficio de la propiedad móvil; y esta

70
Cito por la edición de Madrid, Cátedra, 1988, p. 63. La cita anterior en p. 398.
71
A esa conclusión llegaba hace algunos años J. A. Maravall en un trabajo monográfico sobre la
cuestión: «La transformación de la idea de progreso en Miguel de Unamuno», en Cuadernos
Hispanoamericanos, nº 440-441, 1987, p. 131.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 69

propiedad, que ya no sirve sólo para atender a las necesidades del vivir, y que en
vez de estar regida por la justicia está regida por la estrategia, ha de acabar sin dejar
rastro, como acabaron los brutales imperios de los medos y de los persas»72.

Al mismo tiempo, Ganivet expresa en otros pasajes de la misma obra su firme


creencia en un ideal que conduce al «verdadero progreso social», a lo que deno-
mina «la civilización íntegra», que no se halla, eso sí, en el aumento de la riqueza
pública. Y precisamente combina ese tono pesimista procedente con una invitación
a «caminar siempre hacia el ideal» que «es el estímulo de todos». Al recorrer ese
camino, reconoce Ganivet, no encontramos con obstáculos, con «una pesada mole»
que, lejos de resultar insuperable, «hay que destruir, ya trabajosa y lentamente con
el martillo de la evolución, ya rápidamente con el barreno revolucionario». Para
acometer semejante empresa el hombre no estaba solo, ya que contaba con la his-
toria, portadora de «la fuerza impulsiva que, hábilmente aprovechada y dirigida,
contribuye a maravilla para el progreso social».
Similares requiebros parece albergar el caso de Azorín. De acuerdo con el aná-
lisis que efectúa Eric Storm, parece que la fe en el progreso del escritor alicantino
permaneció inquebrantable a lo largo de una buena parte su laberíntico itinerario
ideológico. Ya en su etapa más radical, en los años 90 de simpatías anarquistas,
Azorín consideraba que «A la religión de los ídolos ha sustituido la religión del
deber. A la fe en un paraíso ultraterrestre, la fe en el progreso». De la misma forma
que el progreso había sido ya interpretado en términos de una secularización de la
idea de Providencia, fue frecuente entre ciertos sectores de la izquierda ideológica
asimilar, como hacía Azorín, su proyección hacia un tiempo futuro con la teleología
cristiana del otro mundo. Antes de adentrarse en definitivamente en la senda del
escepticismo, Martínez Ruiz –afirma Storm– «se aferró a su fe en el progreso con
fuertes tintes positivistas» en su libro El alma castellana, aparecido en 190073.
Pero, quizá, quien de una forma más contundente contribuyó a esta visión de que
la idea de progreso comenzaba su declive en período finisecular fue precisamente
uno de los miembros de esa «generación» del 98: Baroja. Resulta difícil encontrar
una reflexión más coincidente con la idea luego difundida por la historiografía
que la que el célebre literato aporta en sus Memorias. Merece la pena reproducir
algunas líneas de ese texto:
«El siglo XIX había puesto su sueño popular en la idea del progreso. La Huma-
nidad avanzaba, se pensaba. El siglo XIX es grande; el siglo XX será feliz, había
dicho Víctor Hugo con su natural pompa.

72
Idearium español (1897), edición a cargo de Inman Fox, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, p. 82.
73
La perspectiva del progreso. Pensamiento político en la España del cambio de siglo (1890-1914),
Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, p. 252. La cita anterior en p. 243.
70 La redención del pueblo

(…) Al venir el final del siglo, la época en que se llamó en francés fin de siècle,
grandes nubarrones cubrieron aquel cielo azul y optimista, y comenzó el mundo a
tomar unos caracteres de oscuridad y de tenebrosidad. El optimismo del siglo XIX
se vino abajo. El progreso moral no existía, según los hombres de final de siglo.
Todos los escritores célebres del tiempo comenzaron a trabajar en la obra demo­
ledora y a deshacer la ilusión optimista del siglo XIX.
El optimismo del siglo XIX, formado a base del culto de la ciencia, de la li-
bertad; del progreso, de la fraternidad de los pueblos, se vino también abajo por la
teoría de hombres ilustres poco políticos, como Schopenhauer, Ibsen, Dostoyevski
y Tolstoi»74.

Pero lo que en el texto de Baroja es únicamente una descripción, viene acom-


pañado –más adelante– de un juicio que parece disentir del hecho mismo de que
las bases del progreso hubieran quedado aniquiladas al finalizar el siglo. Al menos
por lo que a ese pilar de la creencia en el progreso que es la ciencia se refiere.
Baroja defiende el progreso científico y se muestra crítico con quienes denostan esa
idea. En su enojo llega a escribir: «La ciencia ha fracasado –se aseguró con una
ligereza de bailarina–. La ciencia ha hecho bancarrota –decían algunos escritores
mediocres, como Brunetière–. Una idea estúpida»75. Una vez descrito ese contexto
donde algunos intelectuales se habían propuesto socavar no sólo el concepto de
progreso, sino algunos de sus fundamentos decimonónicos (como la propia ciencia),
Baroja pasa a definir la génesis y naturaleza de esa creencia en el progreso:
«En el siglo XIX, al cambio constante, el evolucionismo, que habían defendido
desde las primeras épocas de la filosofía los pensadores griegos, se le dio un carácter
optimista de superación. Nada era lo mismo que lo pasado, sino mejor. El hombre
progresaba, las especies se perfeccionaban, dejando de ser lo que eran.
Los adelantos industriales, las grandes conquistas científicas, hicieron que tal
concepto se vulgarizara y pasara a las masas»76.

Con ello, el autor nos pone ante una nueva dimensión del concepto de progreso,
la subjetividad que lo reduce a una mera percepción psicológica del hombre. La idea
moderna de progresa no difería, bajo esta concepción, del puro movimiento de las
cosas, del puro fluir que había constatado el hombre desde tiempos antiguos y que
había sido el centro de la reflexión filosófica de autores como Heráclito. El pro-
greso no era otra cosa que ese movimiento (definición elemental que ya había dado
Proudhon), sólo que percibido en términos de mejora por la mentalidad optimista

74
Desde la última vuelta del camino. Memorias (1944-1949). Cito por la edición de Madrid, Bi-
blioteca Nueva, 1979, p. 548. El último párrafo procede de la p. 689.
75
Ibídem, p. 689.
76
Ibídem, p. 1004.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 71

del hombre del XIX. Una mentalidad alimentada, entre otras cosas, precisamente
por el avance de la ciencia o del conocimiento humano (y para muchos por el
incremento de la riqueza material y el bienestar derivado para algunos sectores de
la población). Por lo tanto, para Baroja, ese fino hilo por el que pende la idea de
progreso podía fácilmente quebrarse al cesar el optimismo, el estado psicológico
del hombre o la sociedad en una cierta coyuntura. Al romper con la concepción
progresista del devenir, movimiento no era sinónimo de crecimiento, de progreso,
Baroja antes que al pesimismo nos aboca hacia una postura de escepticismo: «Todo
puede fluir; pero nada indica que, independientemente de la voluntad humana, las
cosas cambien en un sentido optimista o pesimista para el hombre»77.
Con todo conviene, además de constatar la existencia de ese estado anímico
extendido al menos entre ciertos intelectuales, españoles y foráneos, no olvidar
que la idea de progreso seguía arraigada no sólo entre «las masas» (como recono-
cía el propio Baroja), sino entre amplios sectores de la cultura liberal. Basta con
mencionar aquí un par de testimonios en ese sentido. Y es que en paralelo a esas
actitudes escépticas o pesimistas del período finisecular, los ánimos encendidos
que buscaban y que proclamaban una regeneración, un seguir por la senda del
progreso, estuvieron igualmente presentes en la escena intelectual. La conexión
entre ciencia-educación-progreso-regeneración, en diferente medida y forma cono-
ció en esos años un momento de apogeo. En algunos casos como testimonio de la
pervivencia de los ideales ilustrados de que «las luces» conducen al hombre por
la senda del progreso, convicción sobre la que se asienta, por ejemplo, la idea de
extender la instrucción popular78. O simplemente, como resultado de la creencia de
que la educación era una premisa esencial para cualquier concepción del progreso,
tal y como lo expuso Emilia Pardo Bazán con motivo del Congresos Pedagógico
Hispanoamericano celebrado en 1892. Pardo Bazán cree en un progreso en el que
«cada paso hacia delante cuesta sangre y lagrimas», especialmente para la mujer.
Porque distingue entre la visión «optimista» de la perfectibilidad del ser humano
que preside la educación del hombre de otra visión, la de un «pesimismo oscuro
y horrendo» que «encierra a la mitad del género humano [la mujer] en el círculo
de hierro de la inmovilidad»79. Por ese motivo, particularmente en el caso de la
mujer, educación es sinónimo de progreso.

77
Ibídem.
78
Planteamientos de este tipo, que adquirían especial vigencia en sociedades donde los niveles de
analfabetismo era aún a finales del siglo XIX muy elevados, podemos encontrarlos en Emilia
Serrano, Baronesa de Wilson, La ley del progreso: páginas para los pueblos americanos, San
Salvador, Tipografía La Concordia, 1883.
79
El texto está recogido en la obra La mujer española, y otros escritos, Madrid, Cátedra, 1999,
pp. 149 y ss. Las citas literales en p. 152.
72 La redención del pueblo

O, por mostrar un contraste mayor todavía, podemos recurrir a una interesante


iniciativa que viene a expresar la existencia de ese movimiento paralelo en el que, en
términos barojianos, el «optimismo» científico siguió vivo: la Asociación Española
para el Progreso de las Ciencias surgida en 1908. En el discurso que inauguraba
su primer Congreso, pronunciado por un paradigmático representante de la cultura
política liberal, Segismundo Moret, los términos, ciencia, optimismo, regeneración,
Patria, progreso se reiteran con profusión. ¿Acaso un lector actual puede dudar de
la vigencia del concepto de progreso a la vista de estas palabras de Moret?:
«Yo pertenezco al grupo de los que luchan, de los que se esfuerzan por dar a
los demás las condiciones en que puedan desarrollar su inteligencia, su genialidad,
sus facultades todas, y para eso y como el más principal auxilio de ese progreso
humano está la educación; no la educación vulgar de los principios elementales de
todo saber, sino de la Ciencia aplicada a las relaciones de la vida; de la Ciencia
como formación del espíritu y como guía de la conducta, como producto de la
inteligencia humana y como aplicación de sus maravillosos secretos al bienestar, al
progreso, al rescate de la humanidad sobre la tierra en que vive»80.

Epílogo: crisis y restauración de la idea de progreso

Si los historiadores que se han ocupado del concepto progreso han debatido sobre
su génesis o sobre cuáles eran sus elementos constitutivos en aras de establecer una
definición clara y universal de una idea de por sí compleja, lo cierto es que existe
un consenso generalizado en señalar su consolidación en el siglo XIX. A lo largo de
este siglo, y en buena medida en paralelo al auge de la cultura liberal, el progreso
se convirtió en un auténtico artículo de fe al que ninguno de los credos políticos
en liza se sustrajo. A lo largo de la centuria se debatió sobre la interpretación del
progreso, sobre los medios para perseguirlo, pero no sobre la idea misma que había
adquirido para entonces un carácter autolegitimador en sí misma.
A veces se ha establecido una secuencia de origen (siglos XVII-XVIII), auge
(XIX) y crisis (XX) del concepto que en buena medida se corresponde mal con la
historia del progreso. Por un lado, porque las críticas hacia el concepto estuvieron
tan presentes en un momento de supuesta efervescencia como el período ilustrado
como en el de supuesta inflexión que marca el final del siglo XIX81. La historia
del progreso es más bien la de un largo período en el que defensores y detracto-

80
Tomo el texto de Pelayo García Sierra, «La evolución filosófica e ideológica de la Asociación
Española para el Progreso de las Ciencias (1908-1979)», en El Basilisco, 2ª época, nº 15, 1993,
p. 58. Las cursivas son mías.
81
Sobre este particular vid. Rafael Corazón González, El pesimismo ilustrado. Kant y las teorías
políticas de la Ilustración, Madrid, Ediciones Rialp, 2004.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 73

res convivieron en diferente equilibrio. De hecho, el período de entresiglos, igual


que el posterior que separó las dos guerras mundiales, es más rico en testimonios
y reflexiones sobre el progreso que parten de una arraigada creencia en la idea
misma, que en voces realmente críticas. Cierto es que el curso de los aconteci-
mientos, caso de la Gran Guerra o la depresión económica posterior, llevaron a
dudar sobre algunos componentes esenciales del progreso, como su inevitabiliad, su
persistencia en el tiempo, su carácter universal, etc., pero no lo es menos que ese
punto de partida fue utilizado sobre todo para reformular la idea en la convicción
de que, como ideal o como ilusión (si tomamos la conocida expresión utilizada
por Sorel) el progreso seguía siendo útil como motor de cambio y como horizonte
de expectativa de la sociedad del siglo XX.
De hecho, algunas de las críticas que más eco tuvieron en el inicio de esa co-
rriente de escepticismo que se extendió en el período de entresiglos, como las de-
bidas a Nietzsche, respondían más a un paradigma filosófico contrario al idealismo
alemán y al racionalismo ilustrado que a circunstancias históricas que cuestionaran
en el plano estrictamente factual el concepto de progreso (plenamente vigente y
operativo, por lo demás). Esto se puede ver muy bien reflejado en un pasaje de
El Anticristo en el que Nietzsche afirma que «El progreso no es más que una idea
moderna, es decir, una idea equivocada». Palabras que conducen a otra tajante
afirmación: «La Humanidad no avanza, ni siquiera existe». En realidad, se trata,
como ha observado Koselleck, de una «deconstrucción crítico-ideológica» del con-
cepto de progreso. Como prueba de ello, en el mismo pasaje Nietzsche crítica a
una sociedad europea que, en lugar de vivir, pone su mirada en un futuro vago (de
manera que supone a su vez un reconocimiento explícito de que la idea de progreso
está activa en toda Europa, hecho que irrita precisamente al filósofo alemán). Y lo
que más detesta aún de esa situación es que, en su opinión, la hipótesis cristiana,
que es un engaño que paraliza al individuo, continua viviendo en el concepto
de progreso. Por lo tanto, debemos entender más su crítica en el contexto de un
rechazo al cristianismo, a la modernidad y a otros aspectos relacionados con el
progreso con los que la filosofía nietzscheana entraba en radical desacuerdo, que
en un cambio de contexto histórico o en unos hechos concretos que conduzcan a
una crisis del paradigma de progreso.
En el mismo sentido se puede analizar la obra de otro de los grandes detracto-
res de la idea de progreso en los primeros compases del siglo XX, Georges Sorel.
Aunque su obra Les illusions du progrès experimentó un enorme éxito (y numerosas
reediciones) en el período de las dos guerras mundiales, en realidad es un trabajo
aparecido mucho antes y al margen de ese contexto histórico. Cuando en 1908
Sorel sale a la palestra para criticar la idea de progreso sus razones son tan claras
como estrictamente ideológicas. Para un marxista como Sorel el problema estribaba
74 La redención del pueblo

en que «la teoría del progreso ha sido recibida como un dogma en la época en la
que la burguesía era la clase dominante». En consecuencia podía calificarse como
«una doctrina burguesa», «la ideología de los vencedores»82. De hecho, la historia
del progreso es la de «la formación, ascenso y triunfo de la burguesía» que, sin
embargo, es sólo una parte de «la gran aventura social». Ésta exigía reescribir la
historia desde, en este caso, una perspectiva marxista. Junto a estas críticas com-
prensibles en el marco de su filiación ideológica, Sorel también refuta algunos de
los elementos constitutivos básicos del concepto de progreso, tales como el «de-
terminismo histórico» propio de la «charlatanería y la puerilidad». También hay
en la teoría de Sorel un reconocimiento del progreso que él denomina «real», el
«progreso de la producción técnica» que se ha producido en el mundo capitalista
y que es, a su vez, la condición necesaria de la revolución socialista (de ahí que
no lo niegue)83.
De muy diferente naturaleza son otra serie de críticas hacia la idea de progreso
que se extendieron desde finales del siglo XIX. En este caso la crítica toma razón
de ser en un terreno donde las contradicciones entre un supuesto progreso global
y permanente de la humanidad y la realidad histórica de sus logros se hizo más
palpable: el socioeconómico. Es aquí la faceta fáctica, antes que la ideal e ideoló-
gica, del progreso la que dio pie a un rechazo frontal a los supuestos del moderno
progreso. Ya a lo largo del proceso de industrialización en Gran Bretaña el opti-
mismo sobre la prosperidad ilimitada de todos fruto del crecimiento económico se
vio pronto ensombrecido por la cruda realidad del pauperismo o una cuestión social
que comenzaron a denunciar numerosos reformadores sociales y cultivadores de la
Economía política. En semejante contexto el concepto de progreso no podía dejar
de experimentar serias dificultades, que se hicieron especialmente patentes en las
denuncias de Henry George. Su obra Miseria y progreso alcanzó una resonancia
universal y sirvió para proporcionar una herida mortal a la idea de progreso en el
terreno económico. H. George no puede tenerse por un enemigo del progreso en el
plano desiderativo. Desde el arranque mismo de su obra, en la dedicatoria, demuestra
su creencia «en la posibilidad de un más alto estado social», así como su deseo
de «lucha por alcanzarlo». Tampoco cuestiona una idea central del progreso como
la de que «el ser humano es un ser progresivo», ni siquiera niega completamente
que al progreso se le atribuya el rango de ley de la evolución histórica. Donde
encuentra las más serias objeciones a esta idea es en su interpretación, comenzando
por la categoría clave de Humanidad que George reduce a los hombres de carne
y hueso que componen ese concepto abstracto, muchos de los cuales se hayan en

82
Cito por la 5ª edición, Paris, Marcel Rivière et Cie, 1947, pp. 5-6 y 8.
83
Ibídem, pp. 9 y 276-277.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 75

la miseria actualmente. Partiendo de esa constatación, presenta una interpretación


del progreso divergente de la dominante. El progreso, en el sentido de progreso
social, que es el que verdaderamente cuenta para el autor norteamericano, sólo
puede entenderse como la justa distribución de la riqueza entre todos. Y en este
sentido lo que el devenir histórico muestra es que desde una situación originaria
de absoluta igualdad se ha llegado a otra de completa desigualdad. Por tanto, no
hemos progresado sino todo lo contrario84.
También directamente relacionadas con los acontecimientos del devenir histó­
rico estuvieron otras reflexiones que igualmente combinaban la crítica a ciertos as-
pectos del progreso con una creencia de fondo en su valor como horizonte de ex-
pectativa, como esperanza capaz de movilizar las energías humanas en una buena
dirección. En ese contexto surge un texto tan interesante como olvidado entre la
historiografía reciente, tanto la española como la anglosajona. Se trata de una obra
colectiva coordinada por F. S. Marvin y que procede de una serie de conferencias
organizadas en Birmingham en el verano de 1916, en pleno desarrollo de la I Guerra
Mundial. Y este es un hecho clave porque se trata de una reflexión motivada por
esos acontecimientos que sin duda habían despertado numerosas objeciones a un
concepto de progreso entendido como, por ejemplo, avance científico y tecnológico
para el bien de la Humanidad. La Gran Guerra había puesto ante la mirada aterrada
de hasta los más firmes creyentes en el progreso la realidad de una destrucción
masiva de los seres humanos merced a las conquistas de un progreso que, cuando
menos, debía reformularse en su sentido general. Ya desde este primer momento de
reflexión seria y académica colectiva sobre el progreso se ponen de manifiesto al
menos tres circunstancias llamadas a permanecer en los posteriores estudios sobre
la cuestión. De un lado, se combina la reflexión teórica, en abstracto, acerca de la
idea de progreso con un repaso de carácter histórico que por cierto se arranca de los
tiempos prehistóricos y tiene en cuenta tanto el período helenístico como la Edad
Media. En segundo lugar, se produce un desglose del progreso como idea global en
toda una serie de ámbitos específicos donde se supone que el progreso ha dejado
su impronta o resulta esencial. Así, la religión, la moral, las instituciones políticas,
la industria, las artes y la ciencia se muestran como territorios particulares de esa
Humanidad universal. Y, finalmente, se culmina la obra con un trabajo sobre «El
progreso como un ideal de acción». Esta faceta, por tanto, adquiere importancia en
sí misma y pone de manifiesto la conciencia que desde un principio existió de que
incluso al margen de la realidad empírica, del curso de la historia, el concepto de

84
Sigo la traducción castellana de Baldomero Argente, Progreso y Miseria. Indagación acerca de
las crisis industriales y del aumento de la miseria a la par del aumento de la riqueza, Madrid,
Francisco Beltrán, 1922, pp. 416-418.
76 La redención del pueblo

progreso había adquirido un valor intrínseco en sí mismo y una capacidad inspiradora


e instigadora de la acción. De ese análisis F. S. Marvin llega a una definición del
progreso que reposa al menos en tres pilares claves: un incremento del conocimiento
(plano intelectual), un incremento del poder (plano científico-tecnológico) y un
incremento en nuestro aprecio por la humanidad (plano moral y humanitario)85. En
consecuencia, cualquier revisión, histórica o filosófica, de la idea de progreso deberá
efectuarse de acuerdo con la medida en que sea capaz de responder al cumplimiento
de esos requisitos indispensables para poder hablar de un progreso real.
Pocos años más tarde y desde el ámbito francés llegaría otra obra que ­también se
origina en la oleada de escepticismo sobre el progreso debida al contexto histórico de
la Europa del momento. A esas alturas ya parecía más o menos claro que el progreso
no atravesaba sus mejores momentos, razón por la que George ­Friedmann no dudó
en escribir La crise du progrès (1936). En ese momento, y desde una perspectiva de
historia de las ideas, Friedmann delimitó cronológicamente esa crisis entre 1895 y
1935, aunque las primeras fisuras de verdadera trascendencia no aparecerían hasta
1914. Por entonces, como Marxista, el autor veía en la Unión Soviética el modelo
de Estado capaz de construir una sociedad de acuerdo con los ideales socialistas,
tomando así el relevo de un mundo occidental cuya crisis se ponía de manifiesto
precisamente en la crisis del progreso. Además, siguiendo a Jaspers, considera
que no se trata de estar contra el progreso científico y técnico, sino simplemente
de reducirlo a un papel de instrumento, no como un fin en sí mismo, sino como
un medio al servicio de otros fines, que en el caso de Friedmann sería la mejora
de las instituciones sociales. Para esa fecha, asegura el autor, la idea del progreso
que había llegado a las masas a través de la prensa se había convertido ya en una
«ideología de ingenieros que ponen sus esperanza en una nueva organización de
la industria», como Ford, Taylor y sus epígonos.
Pero esa fase de crisis del progreso no iba a dejar de recrudecerse de forma
esporádica en función de los acontecimientos socioeconómicos y políticos del
convulso siglo XX. Así, tras la II Guerra Mundial o después de 1968 volverán a
oírse voces contra la idea de progreso que con todo, quiero insistir en ello, seguirá
vigente. Así se puede observar en otra obra colectiva sobre el tema aparecida en
un momento crucial de esa evolución, Progress and its Discontents (1982), que
recogía las aportaciones realizadas a dos ciclos de conferencias celebradas en San
Diego y Palo Alto entre 1977 y 1979 que pretendían llevar a cabo una «exploración
multidimensional» de la idea de progreso desde una perspectiva «interdisciplinar
histórico-cultural». Al margen de las reflexiones resultantes sobre cada uno de los

85
«The idea of progress», en Progress and History, Humphrey Milford, Oxford University Press,
1921 (5ª reimpresión), p. 7.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 77

terrenos en los que la idea de progreso se ve implicada de una u otra forma, la


conclusión que aquí me parece más importante resaltar es la de que «No es necesario
abandonar la vieja creencia en el progreso, sino ser transformada y circunscrita».
Era también ése un buen momento, según los editores, para lanzar sobre la cultura
moderna, la cultura del progreso, una serie de interrogantes tales como si el progreso
científico y tecnológico es realmente «progresivo» en sus consecuencias y beneficios
o si el progreso ha conducido a la consecución del bienestar, a una mayor felicidad
y a una mejora moral. Para preguntarse si realmente es posible un crecimiento
continuado de la productividad material. O incluso, si esto es deseable86.
Todas estas preguntas, se señalaba en la introducción, han tenido un efecto
penetrante, comprensivo, pero también corrosivo hasta el punto en que no parecía
exagerado en absoluto hablar de «crisis de la cultura moderna» (en la que lógica-
mente la idea de progreso aparece como un elemento central). Pero, al margen de
la reacción postmodernista frente a las ideas derivadas del racionalismo ilustrado,
sí parecía claro al entrar en las últimas décadas del siglo XX que «ningún con-
temporáneo posee hoy el entusiasmo o el optimismo» que a la altura de 1901 se
podía constatar en los Estados Unidos. La Gran Guerra Primero, la explosión de la
bomba atómica más tarde o el miedo generalizado a una destrucción universal del
planeta posteriormente fueron «golpes que hicieron tambalear la idea de un progreso
continuo en el siglo XX»87. Su efecto fue tal que «la fe en la idea del progreso se
desplomó desde las alturas». Ahora la autoconfianza occidental se había desvanecido
y frente a la idea de un progreso continuo e inevitable, automático que conducía
a una utópica perfección parecía más realista situarse en otro horizonte donde aún
podía el ser humano por medio de su voluntad y su inteligencia realizar lentos y
firmes avances, así como afrontar los peligros de los que somos conscientes. Este
era el nuevo sentido a que el concepto de progreso parecía abocado tras esa crisis,
incluso para los observadores de un país que había sido desde finales del XIX el
abanderado de los valores del progreso moderno.
Así recortadas sus alas, el progreso quizá no volviera a levantar tan altos vuelos
como en etapas anteriores, pero tampoco se abandonó del todo esa creencia casi
inherente a la moderna sociedad occidental en que es capaz de mejorar en las di-
ferentes esferas de la vida con el tiempo. Un período este de la crisis del progreso
que se cerraría en las últimas décadas del siglo cuando el concepto, en buena
medida desprovisto de algunos de sus elementos definitorios, se fue trasformando
a veces hasta el punto de ser un vocablo tan indefinido y genérico que carece de
significado real. La sociedad actual no deja de rendir cierto culto a esa idea tan

86
Vid. «Introduction» de los editores de la obra, G. A. Almond, M. Chodorow y R. H. Pearce, p. 1.
87
Joel Colton, «Foreward», pp. X-XI.
78 La redención del pueblo

vaga como políticamente eficaz del progreso, que se proyecta de manera positiva
hacia un futuro. Especialmente porque ir contra el progreso no podría significar
más que ir hacia atrás o una actitud reaccionaria difícilmente comprensible en la
sociedad del siglo XXI.
Hasta tal punto parece haberse vuelto a producir una inflexión en los últimos
años, que los resultados del trabajo de un grupo de científicos de diferentes espe-
cialidades se editaban poco después bajo este título: El progreso. ¿Un concepto
acabado o emergente? Y la pregunta no carecía de sentido, porque como pensaba
el físico Jorge Wagensberg (uno de los editores de este trabajo colectivo), aunque
en algunas ciencias –como la biología– ya nadie se atreva «a pronunciar la palabra
progreso sin sonrojarse», «el arraigo cultural del concepto progreso y las ideas
que orbitan en torno a la teoría de la evolución de las especies van a seguir atra-
yéndose entre sí como imanes, querámoslo o no». Por tanto, concluye, «El debate
no ha terminado» y numerosos autores buscan ahora una nueva definición para el
concepto. La propuesta que en el mencionado encuentro se realizó y en torno a la
que giró el debate fue una nueva definición que sirviese para al menos tres cosas:
reactualizar las críticas generales al concepto de progreso para estudiar su vigencia,
revisar la nueva coherencia y contrastar con ella ejemplos emblemáticos, estudiar
su potencial de nueva inteligibilidad88.
Desde las ciencias humanas también en los últimos años se han dejado oír las
voces de los «discontents» con el progreso. Y especialmente en algunos ámbitos
vinculados a la izquierda ideológica y los nuevos movimientos sociales, que es desde
donde la vieja bandera progresista y socialdemócrata del progreso, está recibiendo
sus mayores ataques al responsabilizársele de numerosos males del mundo actual,
desde las guerras hasta el daño medioambiental pasando por el subdesarrollo de una
buena parte de la humanidad, único punto de referencia que encuentra el progreso
para subsistir como concepto89. Así, algunas de las corrientes críticas del progreso
parten de la tesis de que este concepto no puede definirse de forma unilateral, sino
dialécticamente. Es decir, en relación con otros conceptos que pertenecen al propio
proceso de despliegue del progreso como el de regresión o atraso o degradación90.

88
Vid. su artículo, «El progreso: ¿un concepto acabado o emergente?», en Jordi Agustí y Jorge
Wasensberg (eds.), El progreso… (Barcelona, Tusquets, 1998), pp. 17-54.
89
La idea de que la otra cara el progreso está constituida por el subdesarrollo, el retroceso y otras
rémoras del mundo actual que pueden englobarse en el concepto de «barbarie», procede de Walter
Benjamín, Ensayos escogidos, México, 1999, Tesis XIII, p. 49.
90
Ése es el planteamiento que, por ejemplo, se expuso en la Universidad de Oviedo en el desarrollo
de un curso celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras (1993/1994). Vid. el resumen de la
actividad que hace José María Laso Prieto en http://www.ucm.es/info/eurotheo/hismat/proyecto/
progreso/htm y también Vidal Peña, «Algunas preguntas sobre la idea de progreso», en Revista
El Basilisco, nº 15, 1993.
¿Mejora la Humanidad? El concepto de progreso en la España liberal 79

Creo que ese malestar está indisolublemente unido a las reflexiones que en el
siglo XXI podemos hacer, una vez que se han visto no sólo las consecuencias po-
sitivas en diversos órdenes de la vida, sino también las negativas (y no totalmente
independientes) que ha acarreado el progreso a la sociedad, así como el distinto
modo en que unos y otros efectos se han repartido entre las diferentes partes
del mundo y de la población. Ese malestar con el que la inquebrantable idea de
progreso convive hoy queda muy bien reflejado en las palabras de un científico
actual justamente:
«Pido a la tecnología moderna, escribe Juan Oró, la facilidad de comunicarme
con mis semejantes sin que el ruido de los aviones me enloquezca ni las radiaciones
maten mis células. Pido utilizar la energía fósil sin que la contaminación devaste
nuestras costas, o la energía nuclear sin que ello produzca en mis descendientes
anomalías genéticas eternas»91.

Lógicamente estas reflexiones resultan absolutamente extemporáneas a la forma­


ción y desarrollo del concepto progreso en la época del liberalismo. Los significados
que entonces adquirió estuvieron, por lo general, muy positivamente connotados
(libertad, democracia, derechos, bienestar, educación…) y en ningún caso podían
imaginar que el futuro de la Humanidad les iba a deparar tantas cosas contrarias a
su ideal de progreso. Recordemos si no el sentido que para uno de los padres de
la moderna idea de progreso, para Kant, había tenido el concepto: el de una paz
perpetua, el de una alianza universal y armoniosa de la Humanidad. Pero si los
conceptos son algo, el de progreso como todos los demás, son precisamente cons-
trucciones históricas que se transforman en cada contexto sociopolítico y cultural.
Y si algo aprendemos de las miradas a la historia merced a las categorías analíticas
que son lo conceptos, es precisamente su carácter dinámico y el permanente proceso
de redefinición y transformación a que se ven sometidos en su perpetua interacción
con la realidad. Como campo de experiencia, diríamos en términos koselleckianos,
el concepto de progreso de la cultura liberal decimonónica no resiste un salto tem-
poral al presente. Ahora bien, como horizonte de experiencia, como expectativa y
móvil para la acción (vacío de cualquier otro contenido semántico si se quiere),
parece difícil aún hoy pensar que el concepto progreso haya muerto. Sus críticos
son paradójicamente el más evidente testimonio de su vitalidad. Y es que, en el
fondo, aún somos en una nada despreciable medida herederos de la modernidad.

91
Citado por Juan Ramón Lacadena, en «Evolución de la humanidad: evolución biológica: evolu-
ción cultural», en Genética y Bioética, publicación electrónica del C.N.I.C.E., 2001 (http://www.
cnice.es)�.
ISBN 84-8102-991-2

9 788481 029918

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