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Durante los días de Napoleón tercero (1848-1863), se designó al Barón Haussmann para la
remodelación física de París. Este cambio supondría la entrada de la ciudad a la
modernidad y su apertura significativa al capitalismo. En París capital de la modernidad, David
Harvey recrea el ambiente de tensión que iba tomando la capital francesa, con la
reorganización espacial y espiritual del espacio urbano, que conllevó a una sangrienta
revuelta contra la comuna revolucionaria en 1871.
Sin embargo, ya a principios del año 1848 se había llevado a cabo un primer intento de
levantamiento en la ciudad cuyos motines callejeros se extendieron hasta el mes de junio
del mismo año. También por esos días, en medio de los rumores de la agitada época,
muchos escritores regresaban a París para testificar el momento histórico que se estaba
dando. Mientras caminaban eléctricos, por las callejuelas de la ciudad, como buscándose
para no encontrarse, en el algún momento compartieron la acera los últimos representantes
del romanticismo encabezados por Víctor Hugo, Alfred de Musset y George Sand, con los
versátiles herederos de las letras francesas entre los que se destacaban Flaubert, Balzac,
Nerval y Baudelaire. De todos ellos, pese a que Flaubert narró gran parte de lo ocurrido en
La educación sentimental, el que entró en la acción de los hechos fue Baudelaire.
Jean Paul Sartre consideró que la unión matrimonial de su madre constituiría para él una
gran grieta moral, colmada de abandono e incluso rechazo, la cual posibilitaría el viaje que
lo llevaría al encuentro consigo mismo: “Cuando se tiene un hijo como yo, uno no vuelve a
casarse”, citaría Sartre en una carta que data de 1828. A partir de entonces inicia una guerra
franca por demostrarle al mundo que podía convivir en soledad, contra el terror, si así se
presentaba, y reivindicaría la unidad de ese yo fragmentado que se iba abriendo en los
caminos de la modernidad: "Soy distinto. Distinto de todos vosotros que me hacéis
padecer. Podéis perseguirme en mi carne, no en mi alteridad".
El destino del poeta media entre la vocación del escritor y la vida del hombre. La culpa, el
desvarío, la perdida de las justificaciones, el orgullo estoico sin el alimento del
reconocimiento social y la fama, muestran sobre todo, como se forja la aventura de la
libertad en el reflejo creativo de un libro: Las flores del mal. Tal cómo él lo expresa en una
carta del 18 de febrero de 1866: “¿Necesitaré decirle a usted, que tampoco lo adivinó, que
en ese libro atroz puse todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión (disfrazada), todo
mi odio? Es cierto que escribiré lo contrario, que juraré por mis grandes dioses que es un
libro de arte puro, de parodias, de juego de manos y mentiré como un sacamuelas”.
La revolución de 1848 fue frustrada; la muerte y la destrucción estaría a la orden del día, a
pesar de que los golfos de la calle alcanzaron a llegar al Palacio de Versalles. Y a pesar de
que, socialistas y republicanos se aliaron para derrocar el régimen, el asunto fallaría.
Napoleón tercero había dispuesto la modernización de la ciudad para no volver a repetir
los desmanes callejeros, así acabaría siendo el último rey de Francia elegido por la
abrumadora mayoría y que se mantuvo en el poder a costa de la censura a la prensa y el
poder represivo de la policía. Por su parte, el gran testigo de la modernidad encarnaría en
Baudelaire, que según Harvey conjugó todo lo que pudo de esa gran ciudad que no fue una
fiesta, y que recorrió desde el palacio más rimbombante hasta el último prostíbulo,
quedando en cuestión el límite que hay entre “el observador cínico y descomprometido,
por un lado, y el hombre del pueblo que entraba con pasión en la vida de sus personajes”,
a lo que agrega que un aspecto más de la contradicción del artista, frente al tiempo que le
tocó vivir: “La agridulce experiencia que supuso la destrucción creativa en las barricadas y
el saqueo del Palacio de las Tullerías en 1848 deja una contradicción en el sentido que tiene
la modernidad para Baudelaire. Para poder enfrentarse al presente y crear el futuro, la
tradición debe ser derrocada, violentamente si es necesario. Pero la pérdida de la tradición
arranca el ancla de la esperanza de nuestro entendimiento y nos deja sin rumbo y sin
fuerzas. El objetivo de los artistas, escribía en 1860, debe ser por ello entender lo moderno
como lo «pasajero, fugaz y contingente» en relación con la otra mitad del arte que se ocupa
«de lo eterno e inamovible» ”.