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Inmediatez, autenticidad y muerte en El extranjero de Albert Camus

Marco Parra Muñoz.

El presente escrito pretende mostrar dos claves teóricas para leer la novela de Albert Camus El
Extranjero, publicada inicialmente en 1942. Se trata de las nociones de inmediatez, presente en el
pensar de Nietzsche, y de autenticidad, presente en el pensar de Heidegger, que nos permitirían
acercarnos al actuar del protagonista y explicar el notable cambio de actitud que este sufre en el paso
de la primera a la segunda parte. Para ello haremos una pequeña introducción, procurando clarificar
la noción del absurdo que propone Camus y que es la columna vertebral de sus planteamientos,
además de señalar a los que reconoce como sus principales “antecedentes” destacando su relación
con Nietzsche y la vinculación que con el tema de la muerte, idea también central en Camus, tienen
las dos claves teóricas que nos ocuparán: las nociones de inmediatez y autenticidad. A continuación
revisaremos por separado cada una de estas, para luego, también por separado mostrar su despliegue
en la primera y segunda parte respectivamente. Terminaremos con algunas consideraciones finales.

Introducción
Camus se hace cargo desde el principio de su El Mito de Sísifo de “lo que estas páginas deben a
ciertos autores contemporáneos” (1995: 11). Entre los que Camus cita como aportadores de la
“sensibilidad absurda” que percibe en su época están: Kierkegaard, Jaspers, Kafka, Nietzsche,
Heidegger. Qué es esta sensibilidad absurda que Camus menciona. Es un fenómeno complejo de
orden más bien sentimental y del que no puede darse una definición estricta: "No se trata de una
definición, se trata de una enumeración de sentimientos que pueden comportar absurdo. Una vez
terminada la enumeración todavía no se ha agotado el absurdo" (Camus, 1995: 28, nota a pie de
página). Estamos ante un sentimiento contradictorio, surgido por la confrontación entre la realidad y
las aspiraciones del sujeto que desemboca en un cuestionamiento radical, en tanto es toma de
conciencia de que los vínculos del mundo y la humanidad son irracionales y carecen de algún sentido
o propósito predeterminado. Sartre dice tratando de explicar:
“La absurdidad primera pone de manifiesto ante todo un divorcio: el divorcio entre las aspiraciones
del hombre hacia la unidad y el dualismo insuperable del espíritu y de la naturaleza, entre el impulso
del hombre hacia lo eterno y el carácter finito de su existencia, entre la "preocupación" que es su
esencia misma y la vanidad de sus esfuerzos”.
Ante la pregunta por el sentido de la vida sólo hay silencio o algunas sirenas distractoras. Carente de
sentido en sí misma, es tarea de los sujetos dotarla de él. En líneas generales, se trata de la asunción
de la falta de fundamentos para la vida o nihilismo, producto de la muerte de Dios que Nietzsche
proclamara, tema en el que, más adelante, detallaremos un poco más.
El acercamiento de Camus a la obra de Nietzsche es tan temprano como de largo aliento, a pesar de
cualquier disensión que entre el pensamiento de ambos pueda llegar a existir (Zárate, 1994). Como
lo afirma rotundamente Johnson: “La influencia más determinante en su vida fue la de Nietzsche, y
así, en sus novelas El extranjero y La peste, afrancesó a Nietzsche para beneficio de una generación
entera de jóvenes franceses” (Johnson, 1988: 580). La influencia de Nietzsche para el existencialismo
es crucial. Será desde la experiencia nietzscheana de la muerte de Dios y su consecuencia el nihilismo
que se iniciará todo el meditar de la existencia al menos desde Heidegger en adelante. Es desde allí

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que Camus planteará la que considera “la pregunta fundamental de la filosofía”, esto es “juzgar si la
vida vale o no vale la pena de vivirla” (1995: 15), vinculando con ello a la filosofía con el problema
del suicidio, vinculación que ya había establecido Nietzsche en sus fragmentos póstumos: “Estamos
viendo aparecer la oposición entre el mundo que veneramos y el mundo que vivimos, que somos. Sólo
nos queda, o suprimir nuestra veneración, o suprimirnos nosotros mismos. La segunda solución es
el nihilismo” (Tomado de Cuquerella, 2007). Porqué considera Camus que el sentido de la vida es la
cuestión más apremiante de la filosofía nos lo dice en El mito de Sísifo:

“Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra,
respondo que en los actos a los que obligue.
Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica
importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En
cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber
cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio,
veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla.
Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón
para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir)”
(1995: 15-16).

Es esta vinculación entre filosofía y muerte la que posibilita la aplicación al texto de El extranjero de
las nociones de inmediatez y autenticidad, los que se relacionan estrechamente con el tema de la
muerte, ya sea desde la “providencia personal” o “amor fati” en Nietzsche o desde el ser-para-la-
muerte heideggeriano.

Nietzsche y la inmediatez
A propósito del desarrollo del pensar nietzscheano, Rivero (2000) alude a un repertorio de contenidos
que se enlazan y se repiten constantemente, modificándose en el decurso su denominación. Así, de la
“fuerza dionisiaca” se pasa a la “voluntad de poder”, de “el genio artista” al “superhombre” y de “la
inocencia del devenir” a “la muerte de Dios”. Hay, pues, una serie de ideas (“amor fati”, “muerte de
Dios”, “voluntad de poder”, “eterno retorno de lo mismo”, “superhombre”), que recorren y conforman
la propuesta filosófica nietzscheana y que de algún modo constituyen un sistema en el que se dará
importancia a la noción de inmediatez que nos interesa relevar.
Es en su libro La gaya ciencia (1882) que Nietzsche (2003) formulara la idea de la muerte de Dios,
“el más grande de los acontecimientos modernos” (Heidegger, 1960: 180). La proposición figurativa
de la “muerte de Dios” alude no sólo a la pérdida de fe en el Dios cristiano, sino a la pérdida en el
hombre de la creencia de un mundo suprasensible que sustenta y le da sentido a nuestro mundo; el
“mundo aparente” que Platón contrapondrá al verdadero mundo conformado por las ideas iniciando
con ello la fábula del otro mundo. Así, la muerte de Dios no es sino el fin de cualquier valor
suprasensible, de cualquier certeza inmaterial para guiar nuestra vida. Esta ausencia de trascendencia
es la que Nietzsche entenderá por nihilismo. En efecto, dice el pensador alemán en su obra La
voluntad de poderío: “¿Qué significa nihilismo?: Que los valores supremos pierden validez. Falta la

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meta; falta la respuesta al “por qué”” (Tomado de Chirinos, 2006: 123). No hay, pues, una verdad
trascendente e inmutable que pueda regir la vida, el lugar que ocupaba Dios se queda vacío y la
humanidad librada a su suerte. ¿Qué le queda entonces al ser humano? Nietzsche establecerá una
sucesión de las formas en que el hombre ha enfrentado la pregunta por el sentido de la vida. En la
primera de ellas se investirá a la vida con un sentido trascendente (religioso, moral, histórico,
científico, filosófico, etc.). En un segundo momento se cae en el nihilismo o pérdida de los valores
supremos, que deja sin respuesta a la pregunta del “por qué” de la vida en tanto ya no existe ninguna
motivación externa para enfrentarla. En la tercera y final, que es la que Nietzsche cree vivir aunque
con mayor conocimiento de la causa, se supera la usencia de sentido y tras descartar los antiguos
valores se busca establecer unos propios asumiéndolos desde el principio como relativos y por eso
afectos a cambio. Esta sucesión permite establecer dos formas de encarar el nihilismo:
A) De una manera negativa o nihilismo pasivo, en el que los sujetos no soportan el vacío de sentido
dejado por la muerte de Dios y se sumen en el pesimismo, la indiferencia, la apatía y el cansancio
moral y afectivo, dándose a la tarea de reemplazar las verdades eternas antiguas por otras nuevas que
llenen el vacío y el sentido de futilidad de la vida, resultando con ello que la transvaloración de los
antiguos valores no se produzca.
B) De una manera positiva o nihilismo activo, el en que los sujetos no sólo reconocen la ausencia de
valores y sentido, sino que, venciendo la desilusión, se dan a la tarea de crear nuevos, planteando sus
propias leyes desde un sitial distinto al que dejara Dios.
Nietzsche, pero también Heidegger y Camus cada uno a su manera, hacen de la precaria condición
humana el quid de su pensamiento, y a partir de un cierto vitalismo, iniciado por Nietzsche en tanto
la afirmación de la vida como voluntad de poder puede llevar a entenderla como la expresión de un
impulso vital, responderán afirmativamente a la apremiante pregunta camusiana (¿vale la pena
vivir?), abrazando la alternativa de la vida y todas sus consecuencias. ¿Qué le queda pues al hombre?,
el desafío de vivir. El derrumbe de las “consolaciones” que Nietzsche señala y provoca con su
pensamiento, realzan la importancia de la voluntad individual y el distanciamiento de las multitudes
rescatando la parte dionisiaca de una realidad heracliteana que posibilita que el hombre se olvide de
los límites de la individualidad y se funda con una naturaleza desdeñada y olvidada. La idea de una
vida tan única como fugaz es la que lleva a Nietzsche a acoger el conjunto de la existencia, desde las
ideas de “providencia personal” y “amor fati”, confiriéndole un carácter de necesidad al total de las
vivencias personales (aun las que en principio parecen insignificantes), en el entendido de que las
decisiones que conforman nuestra vida son definitivas una vez realizadas. Nietzsche lo expresa
claramente:
“La vida parece querer demostrar de nuevo cada día y a cada hora; trátese de lo que se trate, del
buen tiempo o del malo, de la pérdida de un amigo, de una enfermedad, de una calumnia, de la falta
de una carta que se espera, de la torcedura de un pie, de una mirada a una tienda, de un argumento
que nos contradice, del hecho de abrir un libro, de un ensueño, de un fraude, todo esto nos parece
inmediatamente, o poco tiempo después de ocurrir, algo que no podía menos de suceder, algo lleno
de sentido y de utilidad profundos precisamente para nosotros” (Nietzsche, 2003: 204).

La muerte de dios y el retorno a un estadio de inocencia, implican la revaloración del “aquí y ahora”,
del mundo que experimentamos a diario en constante devenir, de la vida misma y su fugacidad, como
la única posibilidad del hombre. Aceptado el instante, la inmediatez, se acepta implícitamente “todo”.
El interés por la inmediatez dice relación, más bien que con nuestras metas, con nuestra transitoriedad

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en el mundo, instando al aprovechamiento del tiempo en la vida, del atreverse a vivirla. Al respecto
la afirmación de Nietzsche: “el secreto para cosechar la existencia más fecunda y el mayor deleite
de la vida está en vivir peligrosamente” (Nietzsche, 2003: 209).
El tema de la inmediatez se enlace con el existencialismo en tanto este es, tal como lo entiende Sartre,
una filosofía de la acción, única instancia donde puede haber realidad para el ser humano: “el hombre
no es nada más que un proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es por lo tanto
más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida” (Sartre, 1975: 39).

Heidegger y la autenticidad
Si bien Kierkegaard puede considerarse el más remoto antecedente de temáticas existencialistas, será
con la fenomenología y sus análisis sobre la existencia y las relaciones de la existencia humana con
el mundo de las cosas, que el tema de la existencia cobrará relevancia. Asumiendo que no puede ser
deducida a priori, la fenomenología procuró describir la existencia “tal como se manifiesta a través
de las-diversas formas de la experiencia humana efectiva” (Reale y Antiseri, 1988: 528). Será desde
la fenomenología que Heidegger llevará a cabo en El ser y el tiempo su analítica existencial que tanto
atractivo tuvo para toda una generación de pensadores franceses, entre ellos Sartre, Camus, Simone
de Beauvoir y Gabriel Marcel, que constituirán la “avanzada” del existencialismo francés. Si bien
Heidegger intentará distanciarse de la recepción francesa de su obra, su acercamiento a temáticas
como la angustia ante la muerte o el sentimiento de estar “arrojados” a la existencia, lo hacen
indisociable con toda versión de pensamiento existencialista.
Es en la segunda sección de El ser y el tiempo que Heidegger plantea la pregunta de si es posible
hablar, desde la analítica existenciaria, del “ser-ahí” (dasein) como una totalidad. Ya en la primera
parte ha explicado tanto el punto de partida ontológico de su proyecto como el de la analítica
existencia y la importancia que en esta última tiene “la pregunta que interroga por el ser”. Por otra
parte, la descripción del modo de ser del ser-ahí, ha permitido determinar “existenciarios
fundamentales” (el “encontrarse”, el lenguaje, el “estado de yecto”, la “caída”, el “uno”, etc.). Tales
existenciarios, entiende Heidegger, “no representan el despliegue y la exposición de todos los modos
de ser del ente en cuestión” (Rivara, 2010: 63). Continuando con el despliegue de los existenciarios
del ser-ahí, Heidegger aborda el tema de la temporalidad del ser, que es el que permitirá entender y
plantear la pregunta por la verdad del ser. Y si bien no llega a desarrollar profundamente en esta obra
la idea de la verdad del ser como tiempo, sí vinculó la temporalidad del ser-ahí con la totalidad del
mismo.
El planteamiento del ser- ahí como un todo resulta problemático, en tanto mientras es, es incompleto,
inacabado, desde la perspectiva existencialista, en su sentido más lato, esto es, que en el ser humano
la esencia es posterior a la existencia. No obstante ser un “totalidad estructural”, no podemos captar
al ser-ahí en su totalidad fáctica, pues lo que le es más propio es no ser nunca total. En este punto es
que Heidegger vincula la idea de totalidad del ser-ahí con sus conceptos de “propiedad” y de “ser
relativamente a la muerte”. Vinculación relevante para su proyecto ontológico de destrucción de la
metafísica, pero también punto de partida de una reflexión en torno a la importancia de la filosofía
para la vida.
El modo de darse del ser-ahí como inautenticidad es expuesto en la primera parte de la “ontología
fundamental” de El ser y el tiempo a partir de nociones como “uno”, “caída”, “estado de yecto”,
“habladurías”, etc. Formulado el carácter inauténtico, “impropio”, en el que se desenvuelve

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regularmente el ser-ahí en su cotidianidad, queda por determinar mediante el análisis el darse de lo
“propio”, de lo auténtico del ser-ahí. En este intento es que entra en juego el abordaje de dos grandes
temas: la temporalidad y la finitud. Ellos son el horizonte que permite pensar al ser-ahí como totalidad
y le brindan la posibilidad de ser auténtico, de tener una existencia “propia”. Es en este contexto que
adquiere sentido la idea heideggeriana de “ser-para-la-muerte”, que se relaciona con la idea de
angustia ente la muerte pero también con la de “cuidado”. Vinculada en su caso a la finitud del ser,
la reflexión sobre la muerte (la finitud del ser-ahí) es otro de los aportes de Heidegger que recogerá
entusiasta la generación existencialista francesa. El ser-para-la-muerte permite al ser humano salir de
la “impropiedad” anticipándole un tipo de “propiedad” (la muerte). Esa conciencia del fin no implica
que el ser-ahí comience a existir en propiedad, pues hay en él una estructura bidimensional, es decir,
los modos existenciales de la propiedad y la impropiedad le son constitutivos y su existir cotidiano es
un movimiento entre uno y otro: entre la “caída” y el propio poder-ser (Amaya, 2016). Aun así, desde
la meditación sobre la muerte se arrima a una afirmación del vivir, cercana, aunque con matices, al
llamado vitalismo nietzscheano y que muestra en Heidegger, como ya advirtiéramos, una
preocupación por volver la filosofía al mundo de la vida, iniciativa que también procura Camus.
La anticipación de la muerte es la que permite al ser-ahí comprender las posibilidades auténticas e
inauténticas de su existencia. Pero como dijéramos, no basta con la conciencia de la muerte, pues esta
puede ser entendida por el ser-ahí inauténtico, el “uno”, como un fenómeno meramente externo (la
defunción), que se relaciona con la inevitabilidad de la muerte, con un algo que toca a todos y a
ninguno a la vez. Actitud aséptica de la angustia que necesariamente conlleva la reflexión sobre la
muerte, pues la absoluta individualidad del evento es capaz de resquebrajar cualquier seguridad o
neutralidad del “uno”, obligándolo a enfrentar su existencia. Ahí comienza a perfilarse la idea de
autenticidad, pues la muerte para el ser-ahí es la última de sus posibilidades, por ello la más auténtica,
pues debería mostrar el “cuidado” que el ser ahí se ha procurado, es decir, como ha enfrentado su ser-
para-la-muerte (De Waelhens, 1986). Es el cuidado el que puede transformar la angustia ante la
muerte en un temple anímico que es capaz de asumir a la muerte como una posibilidad de la
existencia, la más auténtica porque es irreductible. Asumirse el ser-ahí de cara a la muerte es la única
vía hacia la autenticidad.
En El ser y el tiempo existe una propuesta moral (la autenticidad), pero no una ética normativa
(conjunto de reglas) (Arrese, 2011). Así, la existencia auténtica del ser-ahí, dice relación con la
posibilidad de actuar y proyectarse teniendo siempre como horizonte la experiencia de la muerte. La
diversidad de decisiones que nos impone la vida torna difícil mantenerlas siempre en tal horizonte,
exigiendo un esfuerzo constante y penoso, siempre asediado por la diversión y la ilusión, de ahí que
la autenticidad no sea un estado “sino una conquista siempre precaria” (De Waelhens, 1986: 156).

El Extranjero y la inmediatez
Como vimos, la idea de la inmediatez, de la valoración de los instantes, tiene en Nietzsche un doble
resultado, porque a la par que revaloriza la fugacidad de la vida, lo insta a la formulación de la idea
de una “providencia personal” o “amor fati” (Nietzsche, 2003), que le confiere un carácter de
necesidad al total de las vivencias personales, definitivas una vez realizadas. La segunda noción se
expresa claramente en Camus, cuando en El mito de Sísifo nos dice que el hombre absurdo se sabe
“dueño de sus días”, agregando luego: “En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida,
como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que
se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por

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su muerte” (1995: 162). La idea está también planteada en la concatenación de hechos que
desembocan en el asesinato cometido por Meursault, que constituyen la primera parte de El extranjero
y que serán determinantes en la dirección de los sucesos en la segunda.
Ahora bien, el sentido de la inmediatez que encontramos en Meursault debiera ser entendido desde la
postura del nihilismo pasivo, esto es, un estado de indiferencia, apatía, pesimismo, desgano y falta de
vigor moral y afectivo, que se atenúa sólo con eventuales artificios que llenan momentáneamente la
sensación de vacío. “Me es indiferente” será la expresión muletilla del personaje, que mostrará su
“extranjería”, su desvinculación con el resto de la humanidad y su permanencia en la inmediatez
sensorial. Dice López Quintás: “el propósito de Camus no fue de dejar constancia testimonial de un
tipo de humano característico de una época, sino mostrar cómo vive y se comporta un hombre que
de modo tácito o expreso desarrolla su existencia en una relación de inmediatez casi fusional con su
entorno y limita de este modo al extremo su capacidad creadora de ámbitos humanos” (2011: 312).
El mismo tenor tendrán la palabras de Marla Zárate, para quien Meursault es el prototipo de
“observador impasible” que “confiesa haber perdido la costumbre de interrogarse, pero es
clarividente al denotar que en su naturaleza las necesidades físicas se imponen a los sentimientos”
(Tomado de Camino, 2007: 352). El propio Camus dirá, por su parte, que la actitud de Meursault es
reactiva y que su personaje se limita a responder las preguntas sin nunca tomar la iniciativa o provocar
acontecimientos, procurando no perturbar el curso natural del mundo (Cuquerella, 2014). La postura
de no intervenir se manifiesta, por ejemplo, en la nula reacción de Meursault frente a la golpiza que
Raymond da a su amante. Es sólo entre estímulos físicos (el sol, la luz, el mar, los ruidos, los olores,
el cuerpo de María) que Meursault se siente a gusto e integrado, todo lo que implique un acercamiento
más “humano” (el matrimonio, la amistad, la empatía, etc.), será visto con extrañeza, como cuando
se asombra que los amigos de su madre procuren estrecharle la mano luego del velatorio. Así, la
inmediatez de Meursault surge de reconocer el absurdo vital pero sin procurar mayormente hacerse
cargo, sin establecer valoraciones, de ahí que se abstenga de juzgar a los demás, estableciendo una
equivalencia entre todo tipo de experiencia sin relevar ninguna, lo mismo es la muerte de su madre,
que consolar a su vecino por la muerte de su perro, que tener sexo con María o que matar un árabe.
La inmediatez manifestada por Meursault es protagónica durante toda la primera parte del relato y no
se pierde en la segunda, siendo solamente modulada.

El Extranjero y la autenticidad
Como hemos visto, la serie de sucesos que concatenados llevan al asesinato cometido por Mersault y
que comienzan con las exequias de su madre, parecen no tener conexión alguna con la voluntad del
protagonista, quien siempre se ha dejado llevar. Es esta situación la que produce perplejidad o
impotencia (en el lector, pues el personaje jamás manifiesta estas inquietudes), pues son relativamente
claras, hasta diríamos de “sentido común”, las acciones a adoptar en cada situación por la que pasa
Meursault, pero que sin embargo no atina a llevar a cabo. La conciencia de Meursault resulta, pues,
pasiva respecto de las afecciones que la conforman, pues el protagonista se ha instalado
voluntariamente en un modo de existencia inauténtica, es decir, configurado desde la alienación,
basada esta principalmente en la idea de “uno”, que encasilla la propia opinión en una generalización
neutra que atañe a todos y a nadie a la vez. “Convencionalismo melancólico” llamará Camus (1995:
30) en El mito de Sísifo a esta existencia inauténtica. Es desde esta pasividad de conciencia que
Meursault pasará, en el transcurso del juicio, a un estado de tranquilidad, imprescindible para
cualquier búsqueda de una vida auténtica y lo hará desde una plataforma ya señalada como

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fundamental para el mismo fin: la inminencia de la propia muerte. Si Meursault no reacciona a la
muerte de su madre es porque la contempla en relación a otro, desde la comprensión inauténtica que
menciona Heidegger y que la termina entendiendo como “externa” al ser-ahí. Lo mismo pasa con la
muerte del árabe, de quien por cierto Meursault no vuelve a referirse, pero vislumbrándose ya la
conciencia de un quiebre: “el gatillo cedió, toque el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido
seco y ensordecedor, todo comenzó. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio
excepcional de una playa en la que había sido feliz” (Camus, 1982: 83). Finalmente es el proceso
judicial el que enfrentará a Meursault con su propia muerte, marcando una cesura en la novela por la
notable diferenciación en la actitud del protagonista, que comenzará a ocuparse más en sí mismo que
en el mundo. Sus recuerdos se centrarán en acontecimientos que se relacionen con su situación actual
y desde ellos reflexionará sobre su condición, superando con este acto la alienación e ingresando en
la senda de lo auténtico, del cuidado y del actuar en el horizonte de la muerte. De ahí su ferocidad
con el religioso que quiere volverlo a una existencia inauténtica de la que aprendió a salir y su
afirmación de que sólo puede imaginar una vida que le recuerde a esta, la de él, la vida que ya ha
asumido y que le pertenece:
“Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté
y le dije que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le había tomado por el cuello de
la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y
la cólera. Parecía estar tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que
un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me
parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de m, seguro de todo, más seguro que él, seguro
de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero por lo menos, poseía
esta verdad, tanto como ella me poseía a mí” (Camus, 1982: 165).

No es que Meursault pierda la angustia ante la muerte, pero no lo hace sucumbir, no lo hace negarse
a sí mismo, porque ha vislumbrado su vida como totalidad y la ha aceptado sinceramente al
comprender que tras la muerte ya nada importa. El trance con el capellán no hace más que fortalecer
su convencimiento y con ello asumir su destino a ultranza. Y en ese momento de reconocimiento no
sólo comprenderá el actuar de su madre, completando con ello un círculo, quien también debió sentir
la inminencia de la muerte en el asilo, sino que además esperará cierta redención por su propio
absurdo:
“Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá. Me pareció que comprendía por qué,
al final, de su vida, había tenido un “novio”, por qué había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá
también, en torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua
melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo.
Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si
esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche
cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al
encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era
todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el
día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio” (Camus, 1982:
168).

Consideraciones finales

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A partir de las categorías de inmediatez y autenticidad, pudiéramos entender a El extranjero como el
recorrido del sujeto por la experiencia de la muerte. Partiendo por la muerte de la madre, asumida por
el protagonista desde una perspectiva inauténtica (muerte siempre del otro), pasando por el asesinato
del árabe, que quiebra el cotidiano del protagonista, hasta llegar a la inminente ejecución de
Meursault, quien finalmente es condenado a morir no tanto por su crimen sino por cómo “es”, el
protagonista enfrentará la presencia de la muerte desde distintas posiciones, que terminarán
instalándolo en un lugar de auto-reconocimiento, de concordancia con sus experiencias y su vivir, de
autenticidad, en un derrotero que recrea el meditar de los tres autores aquí tratados y que tan caro
resulta para el existencialismo, esto es, el realce de la vida a partir de una meditación sobre la
fugacidad del ser humano (Nietzsche) o la muerte (Heidegger).
Resultaría, entonces, adecuada aún, nos parece, la lectura que sobre El extranjero realiza Sartre
(1960), en el sentido de entender al protagonista como un prototipo del héroe absurdo o
existencialista, un estereotipo conceptual, cosa que el propio Camus rechazó:
“Una novela no es más que una filosofía pasada a imágenes. Y en una buena novela, toda la filosofía
ha entrado en las imágenes. Pero basta con que desborde de los personajes y de las acciones, con
que aparezca como una etiqueta sobre la obra, para que la intriga pierda su autenticidad y la novela
su vida” (Tomado de Cuquerella, 2014: 132).

Mencionamos de pasada que Cuquerella (2007, 2014) propone una lectura menos estereotipada de El
extranjero, que permita vislumbrar la complejidad real y contradictoria que Camus otorga al
personaje, sin el sesgo “absurdo” que lo empobrece e instrumentaliza, siendo Meursault para esta
autora, mas bien, “la imagen literaria, estilizada hasta el extremo, del hombre mediterráneo que vive
plenamente inmerso en la belleza natural y se nutre de los placeres de los sentidos” (2014: 138). Lo
que implica no que no puedan hallarse rasgo de lo absurdo en él, sino que el personaje no se reduce
sólo al absurdo.

Como fuere, El extranjero indiscutiblemente refleja la temática absurda y la constante atención que
Camus prestó al tema de la muerte.

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