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BLAISE

PASCAL

LAS CARTAS PROVINCIALES
(Lettres Provinciales)

CARTAS ESCRITAS POR LUIS DE MONTALTE


A UN PROVINCIANO AMIGO SUYO,
Y A LOS RR. PP. JESUITAS ACERCA DE LA
MORAL Y POLÍTICA DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Traducción, prólogo y edición por


Luis Ruiz Contreras y
Juan Bautista Bergua

Presentado por
Manuel Fernández de la Cueva Villalba
Profesor de Filosofía

Colección La Crítica Literaria


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Copyright del texto: ©2011 Ediciones Ibéricas
Ediciones Ibéricas - Clásicos Bergua - Librería Editorial Bergua
Madrid (España)

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Colección La Crítica Literaria
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ISBN: 978-84-7083-192-8

Imagen de la portada: retratos de Blaise Pascal (izquierda) y Antoine Arnauld

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN - Manuel Fdez. de la Cueva Villalba


PRÓLOGO DEL TRADUCTOR
ADVERTENCIA EDITORIAL

CARTA PRIMERA
DIGIDA POR EL AUTOR A UN PROVINCIANO, AMIGO SUYO, ACERCA DE LAS
DISPUTAS DE LA SORBONA Y DE LA INVENCIÓN DEL TÉRMINO "PODER
CERCANO", INTRODUCIDO POR LOS MOLINISTAS PARA PREPARAR LA CENSURA
CONTRA EL DOCTOR ARNAULD.

CARTA II
DE LA GRACIA SUFICIENTE. RESPUESTA DEL PROVINCIANO A LAS PRIMERAS
CARTAS DE SU AMIGO.

CARTA III
QUE SIRVE DE RESPUESTA A LA PRECEDENTE INJUSTICIA, ABSURDO Y NULIDAD
DE LA CENSURA PRONUNCIADA CONTRA EL DOCTOR ARNAULD.

CARTA IV
DE LA GRACIA ACTUAL SIEMPRE PRESENTE Y DE LOS PECADOS DE IGNORANCIA.

CARTA V
OBJETO DE LA NUEVA MORAL JESUÍTICA. DOS CLASES DE CASUISTAS. DOCTRINA
DE LA PROBABILIDAD. TURBA DE AUTORES MODERNOS Y DESCONOCIDOS.

CARTA VI
ARTIFICIOS DE LOS JESUITAS PARA ELUDIR LA AUTORIDAD DEL EVANGELIO, DE
LOS CONCILIOS Y LOS PONTÍFICES. CONSECUENCIAS
DE LA DOCTRINA DE LA PROBABILIDAD. RELAJACIÓN JESUÍTICA A FAVOR DE LOS
BENEFICIADOS, DE LOS PRESBÍTEROS, DE LOS RELIGIOSOS Y DE LOS CRIADOS.
HISTORIA DE JUAN DE ALBA.

CARTA VII
MÉTODO PARA DIRIGIR LA INTENCIÓN SEGÚN LOS CASUISTAS. LICENCIA DE
MATAR POR LA DEFENSA DEL HONOR Y DE LOS BIENES, QUE SE HACE EXTENSIVA
A LOS SACERDOTES Y A LOS RELIGIOSOS. ASUNTO CURIOSO PROPUESTO POR

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CARAMUEL: SABER SI ESTÁ PERMITIDO A LOS JESUITAS MATAR A LOS
JANSENISTAS.

CARTA VIII
MÁXIMAS CORRUPTORAS DE LOS CASUISTAS ACERCA DE LOS JUECES, DE LOS
USUREROS, DE LAS BANCARROTAS, DEL CONTRATO MOHATRA Y DE LAS
RESTITUCIONES, ETC. EXTRAVAGANCIAS DIVERSAS DE LOS MISMOS CASUISTAS.

CARTA IX
FALSA DEVOCIÓN A LA VIRGEN INTRODUCIDA POR LOS JESUITAS. DIVERSAS
FACILIDADES INVENTADAS POR ELLOS PARA SALVARSE SIN TRABAJO ENTRE LAS
DULZURAS Y COMODIDADES DE LA VIDA. MÁXIMAS JESUÍTICAS SOBRE LA
AMBICIÓN, LA ENVIDIA, LA GULA, SOBRE LOS EQUÍVOCOS, RESTRICCIONES
MENTALES, LIBERTADES CONCEDIDAS A LAS JÓVENES, TRAJES DE LAS MUJERES;
EL JUEGO Y EL PRECEPTO DE OÍR MISA.

CARTA X
LAXITUD DE LA PENITENCIA POR LAS MÁXIMAS JESUÍTICAS EN LA CONFESIÓN,
SATISFACCIÓN, ABSOLUCIÓN, OCASIONES PRÓXIMAS DE PECAR, CONTRICIÓN Y
AMOR DE DIOS.

CARTA XI
DIRIGIDA A LOS REVERENDOS PADRES JESUITAS.
DERECHO DE IMPUGNAR CON BURLAS LOS ERRORES RIDÍCULOS. PRECAUCIONES
INDISPENSABLES, QUE HAN SIDO ATENDIDAS POR EL AUTOR Y NO LO FUERON
POR LOS JESUITAS QUE LE REPLICARON. BURLAS IMPÍAS DEL PADRE LE MOINE Y
DEL PADRE GARASA.

CARTA XII
REFUTACIÓN DE LAS SUTILEZAS DE LOS JESUITAS ACERCA DE LA LIMOSNA Y LA
SIMONÍA.

REFUTACION DE LA RESPUESTA DADA POR LOS JESUITAS A LA


CARTA XII

CARTA XIII
LA DOCTRINA DE LESSIUS ACERCA DEL HOMICIDIO ES LA MISMA QUE LA DE
VICTORIA CUAN FÁCIL ES PASAR DE LA ESPECULACIÓN A LA PRÁCTICA POR QUÉ
LOS JESUITAS SE SIRVEN DE ESTA VANA DISTINCIÓN, Y CUAN INÚTIL ES PARA

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JUSTIFICARLOS.

CARTA XIV
REFUTACIÓN BASADA EN TEXTOS DE LOS SANTOS PADRES DE LAS MÁXIMAS
JESUÍTICAS ACERCA DEL HOMICIDIO. SE RESPONDE TAMBIÉN A VARIAS DE SUS
CALUMNIAS. Y SE COMPARA SU DOCTRINA CON LA FORMA QUE SE OBSERVA EN
LOS ENJUICIAMIENTOS CRIMINALES.

CARTA XV
LOS JESUITAS EXCEPTÚAN LA CALUMNIA DEL NÚMERO DE LOS CRÍMENES, Y LA
PRACTICAN SIN ESCRÚPULO PARA DESACREDITAR A SUS ENEMIGOS.

CARTA XVI
CALUMNIAS HORRIBLES DE LOS JESUITAS CONTRA PIADOSOS ECLESIÁSTICOS Y
SANTAS RELIGIOSAS.

CARTA XVII

DIRIGIDA AL RDO. P. ANNAT, JESUITA


DONDE SE HACE VER, AL REVELAR EL EQUÍVOCO ACERCA DE JANSENIUS, QUE
NO HAY NINGUNA HEREJÍA NUEVA EN LA IGLESIA. SE MUESTRA, POR
CONSENTIMIENTO UNÁNIME DE TODOS LOS TEÓLOGOS, Y PRINCIPALMENTE DE
LOS JESUITAS, QUE LA AUTORIDAD DE LOS PAPAS Y DE LOS CONCILIOS
EUCUMÉNICOS NO ES INFALIBLE EN LAS CUESTIONES DE HECHO.

CARTA AL REVERENDO PADRE ANNAT


CONFESOR DEL REY, ACERCA DE SU ESCRITO TITULADO "LA BUENA FE DE LOS
JANSENISTAS", ETC.

CARTA XVIII
DEMUÉSTRASE AÚN CON MAYOR EVIDENCIA, POR LA RESPUESTA DEL
P. ANNAT, QUE NO HAY HEREJÍA NUEVA EN LA IGLESIA; QUE TODOS
CONDENAMOS LA DOCTRINA QUE LOS JESUITAS ACUSAN EN EL SENTIDO DE
JANSENIO Y QUE ASÍ TODOS LOS FIELES SON DE UN MISMO PARECER ACERCA DE
LAS CINCO PROPOSICIONES. SE INDICA LA DIFERENCIA QUE HAY ENTRE LAS
DISPUTAS DE HECHO Y DE DERECHO, Y SE DEMUESTRA QUE EN LAS DE HECHO SE
HA DE ATENDER MÁS A LO QUÉ SE VE QUE A NINGUNA AUTORIDAD HUMANA.

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FRAGMENTO DE LA CARTA XIX

EL CRÍTICO y EDITOR - Juan Bautista Bergua


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PRESENTACIÓN

J. B. Bergua publicó los “Pensamientos” y “Las Cartas Provinciales” de


Pascal en un solo volumen en el año 1933. En la actualidad, para facilitar el
acceso al lector, dichas obras se vuelven a reeditar por separado.
Blaise Pascal nace en 1623 y murió en 1662. Desde muy joven demostró ser un
verdadero genio. A los 16 años publica su primer libro titulado “Tratado de las
Cónicas” y a los 18 años inventó la primera máquina aritmética, es decir, la
primera calculadora. Pascal, después de su seria conversión al cristianismo
debido al famoso “Milagro de la Espina”, fue un pensador profundamente
cristiano. De todas sus obras podemos destacar su interés científico, literario y
apologético.
“Las Provinciales” fueron escritas entre los años 1656 y 1657. Precisamente en
este año fueron publicadas estas cartas con el pseudónimo Luis de Montalte.
La edición actual que presentamos corresponde a la traducción que, hacia el año
1933, hizo Luis Ruiz Contreras. Se ha mantenido el texto y la traducción tal como
fue publicada por J. B. Bergua en ese año. Sólo se han hecho correcciones
formales y ortográficas al texto. Según esta edición de Luis Ruiz Contreras “Las
Cartas Provinciales” se componen de diecinueva cartas –la última de ellas sólo
es un fragmento-, y están consideradas, junto a los “Pensamientos”, como una de
las obras maestras de Pascal por su riqueza literaria y por su carácter histórico-
religioso.
En este conjunto de cartas que componen “Las Cartas Provinciales” Pascal
aborda importantes e interesantes problemas teológicos y morales entre los que
podemos destacar: ¿Qué es la gracia?, ¿quién la recibe?, ¿cuál es nuestra
responsabilidad, con o sin la gracia, ante ciertos actos morales?, ¿cuál es la
relación entre la moral y el derecho?, etc. También denuncia la creciente
simonía y corrupción religiosa que se vivía en aquel momento. Por último
debemos destacar en esta obra la preocupación de Pascal por dirigir su vida
siguiendo dos principios; “No ofender la verdad” y “hablar con discreción”. El
lector descubrirá estos y otros temas en estas cartas de Blaise Pascal.
Respetando la solera de la sabiduría de nuestros antepasados, esperamos que el
lector disfrute de esta significante e importante obra maestra del pensamiento.

Madrid, enero de 2011


Manuel Fdez. de la Cueva Villalba,
Profesor de Filosofía.

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PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

"No lo pases por alto."


SÉNECA

Este libro es el resultado feliz de una contienda entre dos poderes, podríamos
decir entre dos familias, que arraigaron en los ardores de una lucha cruenta
sus ideales religiosos y sus intereses mezquinos. Ello no es extraordinario en la
Iglesia Católica desde que aparecieron las primeras Ordenes monásticas (error
místico, porque la verdadera mística es solitaria), hasta la batallona Compañía
de Jesús. Con ella tuvo que luchar Port-Royal, cuyos triunfos y derrotas no
interesarían hoy a nadie si entre las armas que puso en juego no se hallasen las
llamadas Cartitas (Petites Lettres), de Louis de Montalte, cuya celebridad no
reconoció límites ni ejemplo desde la primera, publicada el 23 de enero de
1656.
¿Quiénes eran los de Port-Royal? ¿Qué fue y qué importancia tuvo Port-
Royal desde su nacimiento humilde hasta su extinción trágica? Las Bernardas,
o Cisternienses, ajustadas a la misma regla que los religiosos de su Orden,
hacían trabajos de costura, hilaban, y en los tiempos lejanos de su fundación
también arrancaban zarzales y brezos para contribuir a la roturación de las
tierras. Su convento más famoso era el de Burgos, generalmente llamado Las
Huelgas, cuya abadesa ejercía jurisdicción sobre doce casas de su Orden, y por
añadidura sobre muchas canonjías, parroquias y capellanías. Este poder
ensoberbeció a la abadesa Constanza, hija del rey de Castilla, y en un arranque
genial se propuso desempeñar las funciones del sacerdocio. Bendijo a las
novicias, comentó el Evangelio desde el púlpito, y se dispuso a confesar a las
religiosas. El papa Inocencio III intervino para meterla en cintura. (Con un
asunto semejante corría un gracioso cuento que Rabelais incluyó en su
Pantagruel.)
En Francia, las Cirternienses o Bernardas pasaron por los mismos períodos
de esplendor y decadencia que los monjes. La disipación llegó a tal punto—
dice el padre Helyot—que habitaban seglares en el recinto de los monasterios.
Hubo reformas, y una de ellas fue origen de las Hijas de la Preciosa Sangre, de
París. La fama de ese convento, donde según parece se observó rigurosamente
la regla, fue eclipsada por las virtudes de las Bernardas de Port-Royal, que se
establecieron también en París. Port-Royal-des-champs, próximo a Chevreuse,
había sido fundado en 1204.
Una tradición supone que el rey Felipe-Augusto se extravió en una cacería, y
después de mucho andar sin rumbo encontró una capillita, que le sirvió de

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refugio hasta que sus acompañantes dieron con él. Por haber servido al rey de
"puerto", recibió el nombre de Port-Royal, y en acción de gracias construyóse
allí un monasterio concedido a las Bernardas, que pronto se distinguieron por
su mala conducta. En 1602 las reformó Angélica Arnauld.
Algunos años después, y aumentada notablemente la comunidad, la madre
Angélica llevó parte de sus monjas a una casa que había comprado en París, y
que adquirió en breve tiempo inmensa reputación. Varias damas aristocráticas,
y entre ellas la famosa marquesa de Sevigné, hicieron importantes donaciones a
esa casa, donde profesaron al enviudar, y a la que legaron al morir toda su
fortuna. Port-Royal-des-champs quedó subordinado a Port-Royal-de-París, y la
asociación entera sometida a la autoridad del arzobispo. Las religiosas
rezaban maitines a las dos de la madrugada, confeccionaban sus ropas y los
ornamentos del altar, fabricaban los cirios y las velas, encuadernaban sus
libros y, conforme a la regla del Cister, eran obra de sus manos todos los
objetos de su uso; pero las estaba prohibido hacer flores artificiales y bordar.
Su especial función religiosa consistía en la adoración perpetua del Santísimo
Sacramento.
Antes de que la madre Angélica reformara el monasterio de Port-Royal-des-
champs, se habían retirado en aquella soledad, que la marquesa de Sevigné
consideró "espantoso desierto, donde sólo podía sentirse un ansia espiritual de
salvación eterna con la renuncia de todo lo mundano", algunos hombres de
mérito igualmente recomendables por el saber, el talento y la virtud,
eclesiásticos o laicos, legistas o militares, filósofos o médicos. El tiempo que
les dejaba libres el estudio de las letras sagradas y profanas, y la educación de
algunos jóvenes de nobles familias parisienses, lo invertían en trabajos
manuales.
Los solitarios de Port-Royal profesaban un absoluto renunciamiento.
Naturalmente, los sacerdotes conservaban su carácter y los médicos atendían a
los enfermos; pero los demás no se significaban de modo alguno. Los que
habían empezado cursos de Teología no se graduaban, y ninguno aspiró a
recibir las órdenes, porque la responsabilidad del sacerdocio—de la que tenían
una idea muy elevada—les aterraba. Rezos, penitencias, meditaciones y
estudios, y en ocasiones trabajos manuales eran su ocupación. Se refugiaban en
chozas, en torno del monasterio, o más alejados en las granjas, mientras vivían
y morían entregadas a los rezos y a la expiación tras los muros inaccesibles
para ellos las monjitas que velaban a perpetuidad el Santísimo Sacramento.
No desconocen los solitarios que aquellas virtuosas criaturas, ignorantes de
la Tradición, de cuanto los Padres de la Iglesia escribieron, de toda la
Teología, conservan sin embargo por el ardor y la sinceridad de su fe el

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verdadero sentido de la vida cristiana, el puro espíritu de San Agustín. Y
atenidos a su ejemplo, tratan de vivir como ellas, pero no en comunidad. Sólo
se reúnen para los rezos, y en casos graves para deliberar acerca de sus
recursos, después de haber dado al convento una parte de su fortuna. La
administración está en buenas manos y es uno de los secretos reservados a su
existencia común.
Además de los solitarios, y confundidos en ocasiones con ellos, hubo los que
pudieron llamarse "caballeros de Port-Royal", que asumían el gobierno y la
autoridad. Se comprende que ninguno fue admitido sin exigírsele un examen
ejemplar de su vida y de sus ideas. Alguno de los más importantes, como el
sabio Nicole, aun después de prolongadas pruebas, no logró que lo
considerasen como uno de los "puros" de Port-Royal, y le vieron siempre con
suspicacia. Historiador bien informado y perspicaz de los antiguos sistemas
teológicos, descubría complejidades inadvertidas por la sencillez y la
ignorancia de los solitarios. No era, como el doctor Arnauld, una máquina de
moldear las ideas y los sentimientos un poco vagos de su partido. Por
añadidura, llevaba una personalidad hecha, costumbres, métodos y
preferencias intelectuales, todo ello mantenido con una suave obstinación.
El caso de Pascal era muy semejante.
Se reunieron así en Port-Royal muchas personalidades eminentes en su siglo,
cuyos nombres no es preciso recordar, porque no figuran entre los que, a través
del tiempo, se conservan en la memoria de las generaciones, y otro tanto
sucede con sus obras, cuyos títulos no darían al pacienzudo lector ninguna luz.
Vale más dejarlos en la obscuridad en que yacen, excepto Racine y alguno más.
De este modo unas humildes monjitas, sin otros méritos que la pureza de su
fe y el brillo de su virtud, dieron motivo a que se reunieran en una devota
soledad muchas nobles y cultas eminencias de la corte del Rey Sol.
Un libro místico de la hermana Angélica titulado Rosario secreto del
Santísimo Sacramento, fue la ocasión de una polémica teológica. El abad de
Saint-Cyrán dio su aprobación a ese libro, y todos los solitarios y caballeros de
Port-Royal se unieron a él. Así empezó la disputa.
El P. Brisacier, de la Compañía de Jesús, acusó a las monjas de Port-Royal
de profanar incrédulamente la devoción del Santísimo Sacramento, a los pies
del cual se hallaban día y noche prosternadas. Las llamó asacramentales,
vírgenes locas, desesperadas, impenitentes, y se permitió alguna duda infame
acerca de la pureza de sus costumbres. El cardenal-arzobispo de París condenó
enérgicamente el proceder del jesuita. Los jesuitas apostrofaron la censura del
cardenal, y uno de ellos, el P. Meyner, publicó un libelo titulado Port-Royal de
acuerdo con Calvino contra el Santísimo Sacramento del Altar. Todos los

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conventos dirigidos por los rivales de Port-Royal propalaron esas calumnias.

II

"Entre todas las herejías que han perturbado la Iglesia —dice Bergier—,
ninguna tuvo defensores tan sutiles y hábiles, ninguna empleó tanta erudición,
tanto artificio, tan obstinada temeridad como la de Jansenius."
Apasionante, irreductible como el Calvinismo, pero no sanguinaria, porque
se hizo con escritores y no con verdugos: aterró al Catolicismo, fortaleció la
moral, dividio al clero, se enfrentó con la realeza, provocó persecuciones
odiosas, reveló notables temperamentos, extravió a espíritus eminentes en un
laberinto enmarañado y oscuro de sutilezas teológicas, cubrió el suelo de
Francia de libelos, despachos y mandamientos judiciales, engendró una
increíble abundancia de libros... Y sólo uno de ellos ha pasado a la posteridad.
Hagamos un poco de historia.
Cornelio Jansen, o Jansenius, era holandés, nacido en 1585. Se doctoró en
Lovaina y fue obispo de Yprés. Era hombre de rigurosas costumbres, que
distribuía su tiempo entre los estudios místicos y las oraciones, y pedía
constantemente a Dios luces bastantes para combatir y aniquilar las opiniones
enseñadas por los jesuitas Molina y Lesius, aquél en España y éste en Holanda,
referentes a la Gracia y a la Predestinación. Al morir en 1638, dejó un
manuscrito titulado Agustinus, que había corregido y copiado varias veces; y en
su testamento decía: "Creo que no haya en él nada merecedor de censura; pero
si el Pontífice quiere que se varíe algo, como soy un hijo obediente de la Iglesia
Romana me someto a la posible variación. Esta es mi última voluntad."
Publicaron la obra sin haberla sometido al Papa; y Jansenius, aquel "hijo
obediente de la Iglesia", sirvió—contra su voluntad, expresada claramente—de
pretexto a una disputa que agitó en Francia la Iglesia durante más de un siglo.
¿Qué había en el Agustinus para que motivara tan enorme trastorno? El
autor trataba de la Gracia y del Libre albedrío; del mérito de las buenas obras
y de la Predestinación. Se había empeñado en interpretar las ideas de San
Agustín, al que suponía iluminado por Dios en tales misterios. Consagraba
solamente su pluma a repetir pensamientos del magnífico Doctor para formar
un sistema completo aclarado en cada punto por el comentarista. Pero ¿cómo
avanzar con pie firme por el filo de tan enormes profundidades? ¿Cómo
precisar, en esas regiones tenebrosas, los exactos límites de los místicos reinos
de la Ortodoxia? El obispo de Yprés pudo extraviarse, a pesar de que le
guiaban su teológica sabiduría y su probada virtud, en el espantoso laberinto
que forman el Poder omnipotente de la Divinidad y la idea del Libre albedrío

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del hombre. Jansenius había creído morir en el seno de la Iglesia, y la Iglesia
le condenaba porque le suponía propalador de un Calvinismo disfrazado.
¿Hay en esa condenación un asomo de justicia? Si el heredero del obispo de
Yprés faltó al mandato del testador, quien después de vivir como un santo
deseaba que su obra, en caso de publicarse, fuera sometida a la vigilancia del
Sumo Pontífice, ¿cómo puede alcanzarle ni un mínimo de responsabilidad al
que mientras vivió lo dispuso todo "como un hijo obediente de la Iglesia
Romana"? Sus virtudes le habían llevado al Cielo cuando se desató la querella.
Es indudable; porque no hubo motivo para una condenación. ¿Puede suponerse
que Dios rectificara su criterio porque la maldad y el odio jesuítico arrancasen
al Papa un anatema, que aun siendo justo respecto a la publicación de algunas
proposiciones del Agustinus, de ningún modo podía serlo en cuanto a los
propósitos del autor? No es preciso haber estudiado Teología para estar seguro
de que los teólogos cometieron una insigne infamia.
"La Gracia, dicen los católicos (y este comentario es de Louandre, hombre
cuerdo y arrimado a Roma), es absolutamente necesaria. Pero Dios la concede
a todos; no porque la tengamos ya merecida, sino porque la mereció Jesucristo
y la obtuvo para todos. La concede, porque sacrificó a su hijo para redimirnos
a todos; y la concede proporcionada sabiamente a la posible salvación de cada
uno, dejando al libre albedrío el poder absoluto de admitirla o no; poder que
constituye la responsabilidad humana que balancea el mérito y el desmérito, y
justifica la recompensa o el castigo."
"La Gracia es absolutamente necesaria—dice también Jansenius, de acuerdo
en este punto con la tradición ortodoxa—, pero con frecuencia Dios la niega,
porque no siempre la merecemos. La niega a los que no sabrían valerse de tan
divino don (lo cual se le alcanza por su inmensa y previsora sabiduría). Desde
la caída, o pecado (¿por qué no llamarle torpeza?) de Adán, el hombre perdió
su libre albedrío. Cuando peca es porque le falta la Divina Gracia. Las buenas
obras son un don puramente gratuito de Dios, y la predestinación de los
elegidos es un efecto, no de la presciencia que Dios tiene del modo de obrar del
hombre, sino de la Omnipotente Voluntad. Peca el hombre cuando le falta la
Gracia, y de ahí resulta que los pecadores empedernidos vense a todas horas
privados de ella, y por lo tanto que Jesucristo no murió para redimir a todos
los hombres."
"Claramente se muestra la libertad anulada por esta doctrina (prosigue
Louandre). El hombre se reduce a una criatura ciega que avanza con docilidad
hacia la Gloria o hacia el Infierno, según como la mano de Dios la guíe. La
responsabilidad humana desaparece; la Redención, infinita como el Dios que
vino a redimirnos, reduce sus efectos a un corto número de elegidos, y la

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fatalidad se apodera del Mundo. La Iglesia comprendió que resucitaban en el
Agustinus viejos errores y no pudo soportarlo en silencio."
Al sutilizar teológicamente semejante cuestión la embarullan y obscurecen.
La Gracia ¿es otra cosa que la FE? Y ¿basta la voluntad para conseguirla? El
hombre, acobardado por los misterios de la existencia futura, llega fácilmente
a tener creencias; pero le falta la FE que las sobreponga a las solicitaciones de
la carne y del espíritu mundano. Tal vez un día entrará en su cerebro una luz
misteriosa, en su corazón un sentimiento místico. La FE salva. Pero ¿de dónde
proviene la FE salvadora? Es un DON del Cielo. Así nos lo dice la Iglesia.
Tal es el misterio de la Gracia, que ha provocado entre los fieles tantas
luchas, y que hizo derramar tanta sangre y tantísima tinta. Si no es otra cosa
que la FE, y desde los obispos más ilustrados hasta las más necias beatas nos
dicen que "la FE la da Dios", sin caer al decirlo en herejía; y los confesores
aseguran a sus penitentes "que si la piden con fervor el Todopoderoso no se la
negará", ¿cómo es posible que decir algo semejante a esto haya sido causa de
tantos y tan graves trastornos? Y si Dios concede la FE cuando se le pide
fervorosamente, una vez alcanzada, ¿es posible que renunciemos a ella por un
goce vano? En eso consiste nuestro libre albedrío. Pero, si no podemos
obtenerla sin ayuda especial de Dios, nuestro libre albedrío nos vale para
pecar y no para salvarnos.
Dice San Agustín: "Dos concilios han condenado las doctrinas de Pelagio, y
el Papa confirmó esas determinaciones. Recibidos los decretos de Roma, la
causa queda conclusa."
(Pelagio suponía que la naturaleza del hombre le procura medios bastantes
para conseguir por sí mismo la felicidad eterna. No excluye la FE como
asistencia divina, pero a su juicio es consecuencia del esfuerzo que hizo el
hombre para mejorarse.)
Dice también San Agustín: "Donde la FE no es sana y pura, no puede haber
justicia verdadera." Y como afirmó que "no hay verdadera justicia ni verdadera
santidad si no tienen por base la FE católica", resulta que, los que llaman
heréticos a los que suponen que la Gracia es un don especial de Jesucristo,
admiten que puede ser un don especial del Papa. (¡Me parece muy bien!)
Después de afirmar que los paganos, aun cuando realicen obras de justicia,
no son verdaderamente justos, añade San Agustín refiriéndose a los sectarios
de su tiempo: "Son muchos los cristianos que suponen recibir directamente
luces de Jesucristo, y todos ellos caen en herejía. Es inútil su pretensión,
porque, sabedlo: no hay otro camina para llegar a Jesucristo que la Iglesia
Católica.—Y termina—: Los que no entren por la Iglesia Católica, donde arde
la verdadera FE, no entrarán por Jesucristo en el reino de los Cielos, donde se

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goza de la presencia de Dios."
Fundados en unas palabras del Evangelista, nos dicen que Jesús confirió a
la Iglesia (por mediación de Pedro) sus poderes. Pero aun en el supuesto de que
resignara en ella todo su poder como fundador de una religión, ¿es posible que
no ejerza la Gracia sobre sus criaturas, como segunda persona de la Santísima
Trinidad?
Las injurias de los hombres habían obligado al Padre, primero, a castigarlos
con el Diluvio, que aniquiló—con una sola excepción—la raza de Adán, y
después a enviar a la raza de Noé—también corrompida ya—un Redentor.
Si el Hombre tiene tan malas inclinaciones y Dios le ha conservado el libre
albedrío, ¿por qué no ha de ser posible que la Iglesia del Hijo se hunda en el
error, como se hundió la del Padre?
En el Cielo, y antes de la Creación del Mundo, ya tuvo que luchar el
Todopoderoso con los Angeles rebeldes. Los venció y los condenó; pero también
condenó al Hombre, que aún no existía, y por lo tanto no pudo tomar parte en
la lucha. ¿Por qué un Dios infinitamente sabio y poderoso consintió el Mal
junto al Bien? ¿Por qué, si desea la salvación del Hombre, le deja vacilar en la
deprimente alternativa? ¿Y por qué, si le ha conservado el libre albedrío, le
impone la senda que puede conducirle hacia Él, sin que le basten para llegar
las humanas virtudes?
Dios no permite al Diablo acercarse al Cielo, y lo deja suelto por la Tierra
para desesperación del Hombre—ya que todas las virtudes imponen sacrificios
y los pecados ofrecen deleite—. Y la Iglesia es la Casa de Dios. Al Creador del
Universo lo han encerrado en una urna.
Herejía es todo aquello que, sin contradecir la doctrina de Jesucristo, se
aparta un ápice del criterio del Papa que rige la Iglesia.
Y en realidad no siguieron la ley de Jesús ni los que aportaban a su Iglesia el
esplendor oriental ni los exaltados que provocaban su martirio al proceder
bárbaramente contra los cultos paganos. Aquéllos y éstos olvidaron las
predicaciones de Jesús: "Caridad y desprecio de las riquezas." Unos y otros
materializaron la religión con lujos y castigos.
Caracteriza desde un principio a la Iglesia un desenfreno codicioso y una
crueldad sin medida. Lucir, en el pináculo de la fortuna y el poder. Exterminar
a los que no compartan su criterio, aunque sean devotos de Jesús. El Papa
sobre Reyes y Naciones; dueño, no del espíritu, sino de las conciencias y los
tesoros del mundo. En su mano la salvación y la condenación eternas... ¿Cómo
han de sustraerse a su terrible influjo las almas débiles y decepcionadas? Y, a
través de todo, los creyentes que reflexionen tropezarán en la Gracia y el Libre
albedrío.

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Me parece ya excesiva retórica. Encaucemos el asunto por los hechos.

III

En 1641 el Papa Urbano VIII renovó la prohibición de agitar los problemas


de la Gracia; y señalaba el Agustinus. Esa bula no llegó a la Sorbona; pero en
los púlpitos de París, el P. Habert, el jesuita Herbodeau y varios de sus
congéneres, peroraban contra Jansenius, atribuyéndole las más cruentas
herejías, llamándole Calvino recalentado, y a sus discípulos renacuajos nacidos
en el cieno de Ginebra. En oposición, algunos predicadores, entre los que
destacaba el P. Desmarés, del Oratorio, defendían al intérprete de San Agustín
y a sus discípulos.
Mientras volaban las interpretaciones y los dicterios, Antonio Arnauld, el
famoso Arnauld de Port-Royal, redactó sus Tres Apologías de Jansenius y la
doctrina de San Agustín explicada en el "Agustinus", contra tres sermones del P.
Habert. La primera circuló entre personas de elevada condición antes de ser
impresa en 1644. Por su bello estilo, firme, claro, vehemente, fue atribuída a la
colaboración de todos los caballeros de Port-Royal. La segunda fue publicada
en 1645 Es menos comedida y más abstracta. La tercera no interesó ni se
publicó. La Apología de Jansenius no alzó represalias. Había renacido la
tranquilidad. Pero en 1640 Nicolás Cornet, síndico de la Facultad de Teología,
condensó en siete proposiciones (que se redujeron después a cinco) la doctrina
de Jansenius. Los defensores de Jansenius pretendían que las cinco
proposiciones, "en su sentido propio y natural", eran verdaderamente erróneas,
pero no expresaban el sentir de Jansenius, y al condenarlas como de Jansenius
caía la condenación sobre la Gracia eficaz, de la que Jansenius era intérprete.
Se enredó la madeja. La Facultad vaciló, pero Cornet introdujo en la asamblea
un considerable número de franciscanos, contra lo dispuesto por los estatutos.
La censura se afirmó así. Llevado el asunto al Tribunal Supremo, partidario de
los jansenistas, prohibió que se publicara el proyecto de censura y que se
discutieran las cinco proposiciones, hasta nueva orden.
No satisfecho Arnauld con silenciar a sus enemigos, puso de relieve muchos
errores de más bulto sostenidos por sus adversarios. Tituló su libro Apología de
los Santos Padres, y lo consideró su obra más contundente. Atacaba en ella el
"molinismo" de Le Moine, profesor de la Sorbona, que había dado expresión
más lógica y moderna a las direcciones del jesuita Molina.
Después de un caluroso debate, divididos los criterios entre abandonar las
cinco proposiciones como un bagaje inútil o defenderlas: acordaron los
jansenistas mandar una especie de diputación a Roma, donde les era

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imprescindible un apoyo de los dominicos, para lo cual disfrazaron el alcance
de sus ideas. Y para confundirse con la Gracia suficiente, la Gracia eficaz se
hizo ineficaz. No interesó ese ardid teológico, y las cinco proposiciones fueron
condenadas por el Papa.
El sobrino y sucesor del abad de Saint-Cyrán (Barcos), propuso por segunda
vez someterse a la realidad y prescindir de las cinco proposiciones, puesto que
al condenarlas, el Papa no había condenado la Apología de Jansenius y la
Apología de los Santos Padres, que son conjuntamente la apología de la Gracia
eficaz y responden a la doctrina de San Agustín. Pero Arnauld era obstinado, y
se agarró a diferenciar el hecho del derecho en este punto. Decir que las cinco
proposiciones contenían una perniciosa doctrina, era derecho, y decir que se
hallaban en Jansenius era un hecho. Respetaban el derecho de suponer
heréticas las cinco proposiciones, pero negaban el hecho de que se hallaran en
Jansenius. Y el Papa las había condenado en Jansenius.
Parece mentira que tantos hombres graves y piadosos enredaran con su
ciencia y su devoción tan sencillo asunto. Para complicarlo intervino una
señora con habladurías. Quien siembra vientos recoge tempestades, y a
consecuencia de lo dicho por la duquesa de Líancour el 31 de enero de 1655 un
sacerdote de San Sulpicio, después de confesar al duque de Liancour, se negó a
darle la absolución si no prometía romper toda clase de relaciones con los
caballeros de Port-Royal, retirar a su nieta del monasterio de Port-Royal,
donde la educaban, y despedir a su capellán, el P. Bourzeis, famoso teólogo,
que más adelante ocupó un sillón de la Academia Francesa.
El escándalo fue mayúsculo. El doctor Arnauld publicó una Carta de un
doctor de la Sorbona a una elevada personalidad. El escrito fue contestado con
otros, rebosantes de injurias, y obligó al doctor Arnauld a insistir en una
Segunda carta de un doctor de la Sorbona a un Par de Francia (el duque de
Luynes). En ésta (que tiene más de doscientas páginas) ya no se trata de si el
confesor podía imponer aquellas condiciones al penitente; se pregunta si los
sentimientos del duque de Liancour son condenables, y se diferencian los
puntos de FE y doctrina, considerados como derecho, de los que se refieren al
hecho y a la persona; y después de insistir en que desaprueba, "sometido
absolutamente a la autoridad pontificia", las cinco proposiciones condenadas,
en cualquier parte donde se hallen, el autor afirma que no se hallan de hecho
en Jansenius, que se resigna en ese punto a un silencio respetuoso pero no a
una sumisión interior; y que tal es su actitud justificada, como lo es del duque y
de todos los católicos. También aprovecha la ocasión para insistir en sus
comentarios acerca de la Gracia suficiente.
Guyart, el nuevo síndico de la Facultad de Teología, extrajo de la carta dos

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puntos:
"Que las cinco proposiciones habían sido redactadas caprichosamente por
los enemigos de la doctrina de San Agustín, y que no se hallaban en la obra de
Jansenius."
"Que la Gracia, sin la cual nada se logra, faltó a un justo en la persona de
San Pedro, en una ocasión (cuando renegó de su Maestro), en que no se puede
suponer que no pecara."
El doctor Arnauld apeló a "la moderación y la indiferencia del cardenal
Mazarino". Los examinadores de la Facultad apelaron al Tribunal Supremo. Y
Arnould fue condenado en última instancia.
Sólo podían intentar ya que la opinión pública, desconcertada y aturdida por
tan sutiles, enmarañadas y confusas disquisiciones teológicas, acabara por
declararse al fin en su favor. Los amigos del doctor Arnauld decidieron que lo
más oportuno sería publicar un resumen o relato sencillo, donde se viera
claramente que tan insoportables disputas no se referían a nada importante ni
trascendental, y eran sólo juegos de palabras y pura triquiñuela en torno a
conceptos equívocos. "¿Consentiréis que os hagan callar como a un chiquillo
después de reprenderle, y os resignaréis al silencio sin enterar al público?", le
decían. Redactó un escrito, y al leérselo comprendió que les desagradaba. "No
acerté", dijo prudentemente, y dirigiéndose a Blas Pascal: "¿Por qué no
intentáis algo más oportuno vos, que sois joven?"
Pascal, muy conocido hasta entonces como físico y matemático, pero no
como escritor, dijo que todo lo que se le alcanzaba y podía prometer era un
esbozo, siempre que no faltase luego quien le diera forma interesante para el
objeto que se proponían. Y al día siguiente se dispuso a escribir lo prometido;
pero en vez de un esbozo resultó una carta; y después de oír su lectura
quedaron todos tan admirados que decidieron publicarla inmediatamente.

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IV

Blas Pascal era hijo de un hombre de toga sabio y piadoso. Nació en 1623.
Enfermo casi de continuo, tuvo una doloroso infancia. Su talento excepcional
se reveló muy pronto en sus notables investigaciones físicas y matemáticas. Le
admiraron, y compartieron con él sus ideas, hombres famosos en la Ciencia de
su tiempo. A los quince años compuso un "Tratado de las secciones cónicas",
atribuido por Descartes a otro matemático insigne, porque no lo pudo creer
obra de un mozo de tan corta edad. En los oídos de cuantos han estudiado
Física y Matemáticas resuena ese nombre famoso. Aquí sólo aludiremos—y muy
someramente—a sus dolencias; amargores de su vida, que daban a su genio y a
su religiosidad rumbos insospechados.
Más que su precoz talento, sorprende y admira en Pascal su naturaleza
fecunda en contradicciones y sufrimientos. Las variantes de una vida empezada
entre afectos familiares y acabada en austero retiro; el abandono absoluto de
las ciencias por un hombre que las había cultivado con tanta fortuna; el desdén
filosófico de un espíritu que supo bucear en lo más profundo del corazón
humano; las fases de una melancolía, rayana en insensatez, que produjo tan
sublimes pensamientos...
Nada más admirable que la energía dolorosa de Pascal; su convicción
desesperada, que le induce a describir la miseria del hombre, su miseria en su
excelsitud. Nadie como él ha puesto de relieve lo que hay de contradictorio y
fatal en la criatura humana, que le parece un monstruo incomprensible; y las
ataduras poderosas que subordinan el pensamiento a la voluntad; la doble
dependencia del alma respecto al cuerpo que la oprime y a la Naturaleza
enemiga, cuyos impulsos la conmueven.
Al cumplir un año le sobrevino una dolencia extraña, que se atribuyó a un
maleficio. Entonces la gente culta, sobre todo la devota, se permitía creer en
brujas, lo cual no puede asombrar a los que aun se atemorizan con la idea del
Demonio. Cuando la Iglesia exorcizaba, no es raro que un espíritu piadoso
como el padre de Pascal supusiera factible un embrujamiento. Y esa manera de
pensar en un hombre de toga, sabio, grave y religioso, pudo influir en el
carácter del hijo.
Su poca salud y su prodigiosa constitución tuvieron por consecuencia
impulsos maravillosos, que su padre intentaba refrenar; atisbos geniales de
Física y Matemáticas. La pasión del trabajo intelectual, inseparable del genio
creador, enervaba y exaltaba su temperamento débil y excesivo. Pronto
empezaron a torturarle dolores de que no se libró nunca, y cuyo relato
constituye la mayor parte de la Vida de Pascal escrita por su hermana.

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Los trabajos excesivos fueron causa, en 1647, de un desorden tan violento de
su naturaleza, que sufrió una especie de parálisis. Los médicos le prohibieron
el estudio. Y a los tres meses recobró el ejercicio de sus miembros.
Tales perturbaciones del sistema nervioso afectan igualmente a los
movimientos, las sensaciones y las ideas, pues nacen, por decirlo así, en los
confines de los nervios y el alma, donde se confunden solidaria y
dolorosamente la vitalidad y la imaginación.
Antes de ser víctima de la parálisis, Pascal había tenido el propósito de
abandonar el estudio para dedicarse por completo a lo único necesario, según
Jesucristo.
En enero de 1646, impresionado por un ejemplo de piedad, entregóse a
lecturas piadosas y exhortó apasionadamente a su hermana para que abrazase
la vida religiosa. Pero el propósito de abandonar las ciencias no tuvo arraigo
en su voluntad, y durante algo más de ocho años dedicó toda su energía y todo
su tiempo a investigaciones físicas y matemáticas.
No fue solamente un matemático genial en ese primer período de su vida: en
sus escritos asomaban ya destellos de su futura gloria literaria. Sus dolencias
le consintieron una relativa paz, y no faltaron energías a su esfuerzo
continuado y fecundo; pero no se vio libre de algunas perturbaciones dolorosas
producidas por su extraña enfermedad y acaso por la índole de su propia
naturaleza. Los médicos aconsejaron reposo y nutrición, sangrías, baños y
purgas. Todo fue inútil. Horribles dolores de cabeza le agobiaban. Sólo podía
tragar líquidos calientes, gota a gota. Su vida era un suplicio, pero nunca se
quejó. Era melancólico. Su actividad y su reflexión continuas emparejaban los
dolores del cuerpo y las penas del alma. Los melancólicos intelectuales acaban
por encontrar en el exceso de trabajo un alivio a su miseria: sufrir por
demasiado meditar y meditar a consecuencia de sufrir. Así viven. Así vivió
Pascal.
Pronto aumentaron los padecimientos; la debilidad extremada fue un peligro,
y a pesar de todo no abandonó el enfermo sus trabajos.
Por una serie de circunstancias inexplicables para el vulgo, pero que la
misma Naturaleza impone y que la Medicina trata en vano de razonar, locuras
mundanas y aficiones horribles (a juicio de su devota hermana, que alude así a
las diversiones y solaces de Pascal), diéronle alivio. Y al abandonarse a los
placeres que le solicitaban, entre famosos libertinos, recobró las energías del
cuerpo y la paz del alma.
En esa época (1651) murió su padre, y al sentir un dolor espiritual se avivó
su conciencia, pero a la vez su amplia libertad y sus mayores recursos le
impulsaron más hacia la dulce y alegre vida.

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"Entregado—escribe su sobrina—a la vanidad, la holganza y el placer, llegó
a pensar en casarse, pero Dios le tenía elegido para un estado más perfecto."
Sin duda esa monja enjaulada en Port-Royal exageró las distracciones
mundanales de su buen tío, que no dejaron de ser correctas y de producirse
como era costumbre de su tiempo entre los hombres más delicados y corteses,
aun cuando la pícara sensualidad las alentase y sazonara. Desde luego, no
eran bastante deshonestas y escandalosas para justificar la ironía del jesuita
Brisacier (no tan grosera como la que generalmente practican sus hermanos en
Religión para molestar o desacreditar a los que juzgan como enemigos, rivales
o sencillamente como estorbos que retrasan o impiden su medro).
"El secretario de Port-Royal—dice ese jesuita, señalando con tal nombre al
autor de las Petites Lettres, ya descubierto—, da motivos para suponer que no
era tan casto como José; y si no se hubiera visto despojado por las mujeres de
algo más que la capa, es posible que no lanzase tantas invectivas contra los
casuistas porque no las aconsejan que restituyan a los que desvalijaron con sus
zalamerías, lo que de ellos recibieron."
En octubre de 1654 desbocose "uno de los cuatro caballos de su carroza"
(algunos cronistas le ponen seis), y se vio en peligro de precipitarse en el Sena.
Rotos los tirantes cayeron al río los dos caballos delanteros, y la carroza quedó
suspendida en el puente. La violenta emoción le hizo perder el sentido, y al
recobrarlo consideró de qué modo aventuraba la salvación eterna quien moría
de pronto afanado en vanidades mundanas. Decidió renunciar a diversiones
fastuosas, y en una vida retirada y humilde proseguir sus tareas científicas en
los ratos que le dejaran libre sus ejercicios piadosos. "Pero Dios (pág. 258 del
Recueil d'Utrecht), le impuso el abandono de las ciencias, y en prueba de su
Voluntad y Designios le favoreció con una aparición." Que tuvo lugar al mes
del accidente referido un lunes, desde las diez y media hasta las doce de la
noche.
La referencia del prodigio imaginario sólo se conoció después de muerto
Pascal, por el hallazgo de unas misteriosas palabras, algo incongruentes,
escritas de su mano en un papel y en un pergamino que llevaba oculto—como
un amuleto—entre la tela y el forro de su jubón, y que un criado advirtió al
guardar la ropa del difunto. Este suceso adquiere opuestas interpretaciones,
analizado por un católico apostólico romano que lo considera milagroso,
mientras un indiferente lo supone alucinación. El hecho es lo que importa, por
las consecuencias que tuvo en el espíritu de Pascal.
Véase lo que dice Lelut en su interesante libro L'Amulette de Pascal, pág.
160:
"No solamente son ideas, recuerdos, imágenes que invaden su cerebro

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debilitado, exaltado ya de tiempo atrás por las dolencias y por el genio.
Experimenta sensaciones cien veces más vivas que las del ensueño; tan vivas,
tan claras, tan precisas, iba a decir tan materiales, como la más patente
realidad."
Y véase también cómo interpreta el amuleto, de redacción entrecortada y
confusa:
"Toman cuerpo sus imaginaciones. Del abismo donde creyó despeñarse brota
un globo de fuego, luminaria de la Voluntad Divina Sobre el globo una Cruz,
signo de redención del hombre, que será el instrumento de su propia redención.
Está seguro; lo sabe ya, lo ha sentido, lo ha visto. Disfruta gozo y paz. En
adelante olvidará el mundo, y todo absolutamente menos Dios; no el Dios de los
filósofos y de los sabios: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; el Dios del
Evangelio; el Dios de Jesucristo. De Jesucristo, a quien había huido, renunciado,
crucificado. Desde que lo ha conocido y sentido, y conocido y sentido con EL
toda la grandeza del alma humana, ya no se apartará nunca. Y en cambio se
apartará siempre del pecado por un renunciamiento dulce y total. Se someterá a
su confesor como se somete a Jesucristo, seguro de alcanzar la gloria eterna por
un día de ejercicio piadoso."
"Tales fueron, sin duda, las ideas y sentimientos que le asaltaron y las
resoluciones que tomó en la borrascosa noche del lunes 23 de noviembre de
1654."
Perturbado en lo más íntimo de su ser por doce años de continuo
sufrimiento; herido por el terror que le produjo el accidente de la carroza;
tranquilizado tal vez, pero sujeto para siempre a un misticismo profundo, por su
alucinación de una inquieta noche; dócil a las exhortaciones de su hermana;
agravado en su dolencia por su excesiva devoción, y más devoto cuanto más
enfermo, renunció a todo: tareas y glorias científicas, goces mundanos,
matrimonio feliz; a todo prefirió las prácticas religiosas. Como él mismo dice:
tomar agua bendita y encargar misas para vencerse y atontarse.
Vuelto a París después de pasar una temporada en el campo, mudóse de casa
para romper, con un absoluto alejamiento, sus vanas amistades. Ciñóse un
cilicio, y cuando en las conversaciones (que nunca dejaban de ser piadosas y
caritativas) advertía un aliento vanidoso, de un codazo clavaba en su carne los
dientes férreos del terrible cinturón. Su debilidad física, y tal vez un
imperceptible resto de orgullo, no le permitía condimentar sus manjares, y el
desarreglo de sus funciones digestivas—alteradas por los progresos de la
hipocondría—le obligaban a tomar escogidos alimentos. Iba humildemente a
buscarlos a la cocina y procuraba saborearlos—al comer—lo menos posible.
Pero sus torturas inevitables y sus humillaciones impuestas no amenguaron su

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genio poderoso, del cual no tardó en dar elocuentes pruebas a los jesuitas.

¡Los jesuitas!
Unos los consideran sabios, nobles y virtuosos, como si el noviciado fuera
una fábrica de perfección.
Otros los temen o los desprecian y les atribuyen todos los trastornos y todas
las empresas adineradas, que, más o menos abusivamente, actúan en el mundo.
¿Qué son los jesuitas?
Al publicarse anónima la primera Petite Lettre (23 enero de 1656), la
Compañía de Jesús contaba ciento dieciséis años de brillante y dominadora
existencia. Consagrada en 1540 por el Sumo Pontífice Pablo III, tenía respecto
a las demás Ordenes religiosas existentes la particularidad de añadir a los
votos usuales (pobreza, humildad y castidad) un cuarto voto, de absoluta
obediencia al Papa.
Recuerdo haber leído en mi niñez una Historia de España en verso, donde se
atribuye a los fenicios una idea feliz en un pareado lastimoso:

"y el comercio afectando,


entrar vendiendo por salir mandando."

Pues bien: algo semejante hicieron los Jesuitas con el Papa: le vendieron
protección y se alzaron con su poder espiritual.
Sus instituciones, perfeccionadas por el P. Lainez, mucho más enterado que
su compañero Ignacio de Loyola (Don Iñigo López de Recalde), fundador con
propósitos místicos, gracias a una casualidad abandonados: prescriben que se
vea en el General de la Orden al propio Jesucristo, es decir, "la sabiduría
infinita" y no un hombre sujeto a error. Luego, a pesar del cuarto voto, para los
jesuitas el General queda siempre mucho más alto que el Papa. Sin embargo, el
cuarto voto sirve para tener al Papa de cimbel. ¿Está claro?
La Compañía de Jesús ha prometido someterse a la Iglesia de Roma por el
renunciamiento absoluto de la voluntad. Lo que diga el Papa debe creerse,
aunque la realidad patentice lo contrario.
Pero en sus constituciones se repite quinientas veces que su General (cargo
vitalicio) representa directamente a Jesús. Y cada nueva elección es obra de los
jesuitas, sin que intervenga en absoluto el Papa.

"y el comercio afectando,

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entrar vendiendo por salir mandando."

Sí. El Papa los apoya y sirve hasta la crueldad y el ridículo. Todo el mundo
llama "Papa Negro" al General de los jesuitas, maese Pedro que mueve a su
placer las figuras del retablo católico. Vaya una prueba reciente:
Al decretarse poco ha en España la disolución de la Compañía de Jesús, ¿no
se le ha hecho decir al Papa que los jesuitas españoles eran mártires? ¿Cómo
habrán comentado semejante ligereza las almas de los verdaderos mártires?
Porque hubo jesuitas apasionados por la FE, que sufrieron martirio, y otros
como el noble navarro Francisco Javier, que fueron héroes en sus peligrosas
misiones. Los mártires de ahora viven felices y satisfechos; abren escuelas
como profesores graduados y multiplican los ejercicios ignacianos entre
seglares, indoctos y nada místicos en su mayoría, que no pueden obtener
ningún provecho de meditaciones precipitadas y casi en su totalidad
incomprensibles para ellos. Pero "haber hecho ejercicios" es algo así como un
peldaño superior en la beatería provechosa y aprovechada.
Fue la Compañía de Jesús último retoño del Arbol de la Gracia que dio a la
Religión tan perniciosos frutos. Aleccionados por la historia de todas las
Ordenes monásticas, los primeros jesuitas dieron a la suya mayor elasticidad.
Para que un organismo no se desintegre, ha de haber entre sus elementos una
fuerza de cohesión, afinidades que los mantengan unidos. Las exaltaciones
místicas enaltecen al solitario, pero no es posible imponerlas a una comunidad;
el rigor no las arraiga. No se reglamenta un monasterio como un presidio. Se
logra que todos los monjes acudan al coro, se limiten a comer lo que les dan, y
hasta que se abstengan de satisfacciones prohibidas. Pero su espíritu se hallará
cada vez más distante de la idea que debiera impregnarle y sostenerle, como el
espíritu de todo recluso que, lejos de amoldarse resignado a la reclusión, busca
medio de burlarla.
El jesuitismo tiene sobre las otras comunidades la ventaja de una mayor
libertad en su rígida organización, porque su propósito armoniza con el
espíritu de la mayoría de los hombres: ansia de poder. El individuo, el
componente, no dispone para sí de la presa, como tampoco dispone de la
conquista el soldado, y se lanza viril y animoso al combate. Queda para cada
uno el esplendor de la gloria lograda entre todos.
Los jesuitas prefieren ser tenidos por soldados que por monjes, y se ofenden
si les llaman "frailes". La Compañía de Jesús opera como un ejército
aguerrido, como una comunidad mística y como una asociación secreta. Lo
primero se declara en la palabra Compañía, lo segundo en la palabra Jesús, y
lo tercero en su cauteloso proceder.

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Saben los jesuitas que obrar con prudencia es más conveniente que obrar
bien. Habilidad rayana en la mentira y hasta la mentira bien dispuesta, es
virtud. Para instruir a los novicios en las habilidades oportunas, durante
cuatro semanas les imponen los llamados ejercicios espirituales (que reducidos
a mínima expresión también practican los penitentes). Consisten los ejercicios
en meditaciones religiosas hechas en absoluta soledad y provocadoras de una
especie de alucinación; oraciones, examen de conciencia y "coloquios amables
con las tres personas de la Santísima Trinidad y con todos los Santos".
Algo en este género fue cosa fácil a una Teresa o a una Gertrudis, que unían
a su misticismo una poderosa inteligencia exaltada por el temperamento; a un
Francisco de Borja o a un párroco de Ars, que desde puntos de vista casi
opuestos concretaron en un ideal divino sus tribulaciones humanas. Pero ¿qué
se le puede ocurrir al hombre adocenado que se refugia en el seno de la
Religión sólo porque la sociedad en que vive no le consiente los medros
materiales a que aspiró? La fauna de monstruos que rodearon a los eremitas
podría instruirnos. Lagartos, buhos y serpientes; alguna mujer desnuda; luces
y sombras; apoteosis teatrales... ¡y nada que revele un insignificante aspecto de
la gloriosa Eternidad!
Los principales preceptos a que ajusta su existencia el aprendiz de jesuita
son:
Renunciar a su propio juicio, dispuesto a obedecer a la Iglesia católica
ciegamente.
Aprobar todos los mandatos, doctrinas y costumbres de los superiores.
El jesuita debe ser una máquina, un cadáver, falto de todo sentimiento
personal y al servicio de la Compañía.
La delación es un deber sagrado, y el secreto de confesión puede romperse
cuando a la Compañía le interesa.
El jesuita disfruta de una gracia especial, porque, al morir, va su alma
directamente al seno de Dios. Ninguno se condena.
Esto dicen los intérpretes más o menos enterados o imaginativos de las
constituciones internas de la Compañía de Jesús, pero en realidad nunca se
hizo público su régimen.
La mayoría de las Ordenes religiosas fracasaron por ajustarse a un solo tipo
de perfección. Tienen los jesuitas direcciones para todos los gustos y
aprovechan todas las aptitudes. Tan varia es en el mundo su obra. Desde el
regicida y el fomentador de guerras civiles hasta el mártir en tierras lejanas;
desde el perdidoso que propone pagar en misas el pasivo de su quiebra
(comercio en géneros coloniales del P. Lavalette) hasta el ganancioso que
procura pingües ingresos a la Compañía; desde el huroneador ladino de

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cuantiosas herencias al obrero manual o intelectual que aporta el fruto de su
trabajo; desde el guía de sociedades piadosas al confesor de reyes; de todo hay
en este Bazar de vocaciones hechas y a medida que se llama Compañía de
Jesús.
Ahora escribo en una sala pueblerina cuyas paredes, en su mitad inferior se
hallan recubiertas de libros que me socorren contra los asaltos de implacable
amnesia. Hermosas litografías, bajo cristal y en marcos negros forman una
lucida franja sobre los libros. Entre las cinco ilustraciones de "Nuestra Señora
de París" (en cuyos grupos dibujados por Deveria figuran Esmeralda,
Gringoire, Claudio Frollo, Gudula, Quasimodo, el Capitán Febo y el Verdugo),
y las seis láminas de Johannot que representan los amores de "La hermosa
Esther y el rey Asuero", asoma un magnífico retrato de Pío IX, con esa leve
sonrisa irónica y esa mirada firme que le dan un aspecto mundano a pesar de
sus vestiduras pontificales.
Desde un estante, asomado a su minúscula y sabrosa Guía Espiritual, me dice
Miguel Molinos:
"Dios, sólo puede reinar en los corazones pacíficos."
Y Fenelón, apoyado en los diez volúmenes de sus obras, trata de probarme la
"Existencia de Dios" por las maravillas de la pródiga Naturaleza.
Entre tanto, desde su pedestal de roble, un pequeño busto en marfileña
escayola del dominico Lacordaire, me habla de lo que ignoro, con la suavidad
aristocrática de su pedagogía.
Ese retrato de Pío IX lo compraron sin duda mis abuelos maternos cuando se
dijo en todos los púlpitos que desposeído al fin del poder temporal gemía el
Papa en una mazmorra, y hubo predicador que mostró al auditorio estupefacto
unas pajas del pobrísimo jergón, donde aun soñaba en ser el dueño del mundo.
El busto de Lacordaire debió traerlo de Francia el hermano de mi madre que
pasó cinco años en su colegio. Con sus ojos faltos de la piadosa luz que los
animara, y sus labios finos que la vida no alienta ya, el dominico me dice:

VI

"¡Pobre viejo superficial y vano!; te precipitas en sendas intrincadas. El


instinto, la razón y la experiencia te conducen, pero te auguro graves
tropezones. Pisas un terreno resbaladizo. Para que descanse tu menguada
memoria mientras te instruyo, con el mágico poder que disfrutan los
aparecidos, guiaré tu mano como si escribiera yo.
"En doce siglos no logró la Iglesia dar al Cristianismo un desarrollo
verdaderamente cristiano. Todas las herejías tuvieron la misma intención:

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restaurar las virtudes primitivas; pero Roma no supo, ni pudo, ni quiso admitir
los aleccionamientos prudentes de tantas inteligencias virtuosas que sacrificó
a su fiero egoísmo. Tenía en sus manos las llaves del Cielo y esto le bastaba,
porque los poderosos de la tierra suelen ser grandes pecadores y la protegieron
a cambio de la salvación eterna, sin reflexionar—en su ignorancia codiciosa—
el absurdo evidente de su negocio espiritual.
"Como en el año 1000 no se realizó el prodigioso derrumbamiento
anunciado, la catástrofe universal tan esperada como temida: pasado el terror
fue aún más pecadora la gente, y el desbordamiento de la simonía, la lujuria, el
fausto y la avaricia en el clero regular, a la vez que de todos los vicios y
escándalos mundanos en los monasterios, hizo temer que no bastasen a Roma
los recursos materiales y espirituales de que disponía para luchar contra los
ejemplos de pureza y austeridad que daban los heréticos a las clases humildes
forzosamente obligadas, para subsistir sin desesperación, a considerar
esenciales virtudes la pobreza y el renunciamiento que la vida les impone.
"A principios del siglo XIII, Francisco de Asís dio a la Iglesia un respiro con
su Orden mendicante, y poco después el castellano Domingo de Guzmán reforzó
su valimiento con la Orden de Predicadores.
"No era éste un ‘caballerito' majadero" como lo fue aquél antes de que le
deslumbrara una imagen divina, sino un joven estudioso; y no empezó su celo
místico por un hurto en el comercio del padre para restaurar una iglesia con
dinero tan malamente adquirido, sino que sus méritos le proporcionaron una
canonjía en la catedral de Osma. De allí pasó a Francia; intervino en la
educación de hijas de familias nobles; y como la herejía de los Albigenses
había desencadenado una horrible guerra (en la toma de Beziers fueron
asesinados 20.000 heréticos), Domingo se consagró a convencer con su
elocuencia a los que, aterrados por las circunstancias, quisieran refugiarse de
nuevo en la ortodoxia. Le insultaban, le apedreaban, y era dichoso al sufrir por
la Iglesia. Exigía duras pruebas a los convertidos, por temor al engaño (y
comprenderás que obraba en esto perfectamente). La Providencia le concedió
el don de la milagrería, y hasta se le atribuye también el de la profecía. Tales
prodigios le facilitaban las conversiones, porque el hombre rutinario acata lo
que no comprende.
"Después de haberle soñado tal como era, Domingo reconoció a Francisco
de Asís en Roma. Se abrasaron, y desde entonces dominicos y franciscanos
conmemoraban anualmente aquel abraso con una fiesta común; pero esta
conmemoración fue abandonada, porque los franciscanos eran cada vez más
ignorantes y toscos y los dominicos más ilustrados y sutiles.
"Protegidos por San Luis, rey de Francia, que se dejaba apalear en

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penitencia por el dominico Godofredo Beaulieu, su confesor, y en lucha con la
Universidad: un día que los bedeles fueron a notificarles un acuerdo en el que
habían tomado parte los dominicos, los recibieron con una paliza; y al
presentarse después el Rector y tres Maestros de la Universidad, los apalearon
de igual modo. Entablóse una querella que duró siete años, y el Papa los apoyó.
Los llamaban "Jacobinos", y los revolucionarios que, siglos después, tenían sus
reuniones, en aquella casa inmortalizaron ese nombre.
"Domingo instituyó en Lombardía una Orden Tercera llamada Milicia de
Jesucristo, dándole por misión defender y aumentar los bienes de la Iglesia por
todos los medios que se hallaran a su alcance. La Milicia, compuesta de seglares
como todas las Ordenes terceras, vestía sin más distinción que preferir en sus
ropas los colores dominicos, blanco y negro. Luego cambiaron su nombre por el
de Hermanos y Hermanas de la Penitencia.
"Esa institución introducía las imposiciones dominicas en lo más íntimo del
hogar doméstico y hasta la cabecera del lecho nupcial. Las mujeres de la Orden
tienen un santuario inaccesible donde veneran al esposo espiritual, único
amado. Ni la madre, ni el padre, ni el hijo, ni el marido entran allí, donde sólo
recibe la devota inspiraciones y órdenes del esposo espiritual, representado por
un confesor dominico. Y procuran imponer a su familia y amigos la voluntad
impuesta por el ser invisible, único amado, que acaparó todos los afectos de
una vida. En pocas palabras: la institución de una Orden Tercera rompe las
ataduras que la Naturaleza y la Moral establecieron; destruye la confianza
entre hijos y padres, hermanos y cónyuges, para sustituirlo todo por un poder
único, soberano: la Iglesia. La familia y la sociedad gobernadas, conquistadas
misteriosamente por un hombre ajeno a nuestras ideas, a nuestras
preocupaciones y a nuestros sentimientos. A esto aspira una Orden Tercera.
"En su apogeo, a fines del siglo XVII, los dominicos eran 150.000,
diseminados en cuarenta y cinco provincias.
"Más que su ciencia escolástica influyó en el auge de los Dominicos la
designación de "Maestro del Sacro-Palacio", atribuida por la Santa Sede a su
General. Sus preeminencias fueron extraordinarias. Podía reprender
públicamente a un predicador en la capilla pontificia, hasta en presencia del
Papa. León X le concedió un privilegio, de donde proviene la Congregación del
Indice. Y su título más famoso es el de Inquisidor General, que le permitía
poner el brazo secular de la Justicia, no sólo al servicio de la Orden, sino de
las doctrinas que la Orden quisiera defender o extender. Así tuvo en su mano, y
usó despiadadamente, una de las más terribles perversidades ideadas por la
intolerancia y el fanatismo: la Inquisición.
"Hasta 1559 sólo había juzgado en España moros y judíos, pero al iniciarse

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por esa fecha la reforma Protestante, la Santa Sede autorizó al Inquisidor
General para perseguir a los heréticos, incluso los arrepentidos. Una masa de
hombres y mujeres, en la que había sacerdotes, abades, obispos y arzobispos,
acusados de admitir hasta cierto punto el espíritu de la Reforma, hubo de
someterse a la sentencia del Tribunal. El espionaje y la delación fueron
meritorios; personas de calidad eran servidores del Santo Oficio, y las
hogueras encendidas en los autos de fe..., ¡arraigaban el sentimiento religioso
en el corazón de la plebe!... ¿Qué frutos pueden esperarse de un pueblo
educado así?"
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Se me adormece la mano. Ya no la guía un impulso exterior. Levanto los ojos
y los fijo en el busto de marfileña escayola, en espera de una palabra. Se me
ocurre interrogar; pero así como no me parecía extraordinario suceso que un
busto me hablara, me parece desatinado hablarle yo al busto. Los arqueólogos,
los artistas y hasta los viajeros de cultura superficial saben que las piedras
hablan; pero solamente algún extravagante, como nuestro Don Juan Tenorio,
habla con las piedras. Ya que permanece muda la efigie de Lacordaire, le
volveré la espalda para recurrir a los generosos libros.
Uno me dice que "se distinguieron los Dominicos por su relajación sobre su
dogmática ferocidad contra los protestantes. Quemaron miles y miles de
víctimas en holocausto a su Dios y cometieron tropelías de todo género. La
mayoría de sus monasterios en Francia, en España, Italia y Alemania llegaron
a dar asilo a todas las perversidades. Los Jacobinos de París eran los más
acreditados confesores, y hacían pagar cara su absolución. Un librejo del siglo
XIV, que Dularue cita en su "Historia de París", trata de una señora que
derrocha locamente la fortuna de su marido; y el autor dice: "de muchas
maneras, tanto con su amante como con su confesor, que disfrutaba de una
importante limosna para absolverla".
Son las costumbres del tiempo. Ruteboeuf, en sus "Ordenes de París",
presenta a los Jacobinos como una comunidad acaudalada y poderosa:
"Disponen a la ves de los reyes y del Papa, y han adquirido muchos bienes,
porque mandan al Infierno las almas de los que no los nombran sus ejecutores
testamentarios. Nadie se atreve a contrariarles, porque son vengativos y
rencorosos".
Con el producto de la venta de absoluciones los Jacobinos eran felices, y a
su libertinaje añadieron el asesinato. De su convento salió el regicida Clement,
asesino de Enrique III. También envenenaron a uno de sus hermanos en
Religión, por ser enemigo de la Liga y partidario del Rey.
Combatieron los Dominicos el dogma de la Inmaculada Concepción de la

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Virgen María...

Los ojos del retrato de Pío IX pierden su clara luminosidad; ya son dos
hogueras humeantes, y amenazan con su lívido fulgor al busto de marfileña
escayola, que no se inmuta, como si no sintiera o no temiese la amenaza.
¿Qué ocurre? Al pie del busto quedó un libro abierto, y asoman estas frases:
"El dogma de la infalibilidad... Pío IX... El 18 de julio de 1870 (víspera de la
declaración de guerra franco-prusiana) consiguieron los Jesuitas que se
proclamara el dogma... El piadoso dominico Lacordaire lo consideró la mayor
insolencia que se haya podido autorizar con el nombre de Jesucristo."
¡Ah!; lo comprendo.
Retiro el busto de Lacordaire, y el retrato de Pío IX recobra su habitual
serenidad. ¿Para qué remover cenizas? Apago la luz y salgo a la calle. Buenas
noches.

VIII

LAS PROVINCIALES, obra célebre por sus positivos méritos literarios, y


estruendosamente celebrada por su oportunidad: empezó Pascal a escribirla
horas después de haber escrito unas meditaciones acerca de la muerte de Jesús.
Pero esta circunstancia, ese dramatismo, no destruye la viveza de ingenio con
que fue tratado el asunto.
La primera Carta dirigida por el autor a un amigo provinciano, produjo entre
los enemigos de Port-Royal trastornos tan profundos, que al ministro de
Justicia, Seguier, hubo que sangrarle siete veces aquel día para evitar que
reventara de un ataque producido por su impotente cólera. No sosegaban la
Corte ni los Jesuitas, y se realizaron investigaciones múltiples y complicadas
para descubrir al impresor. Decretose la prisión de Carlos Sabreux, uno de los
varios libreros que surtían Port-Royal, y fue sometido a un apremiante
interrogatorio con su esposa y su dependiente; pero de aquella diligencia no se
pudo sacar nada en claro.
Fueron registradas las imprentas de Lepetit y Desprez, entre otras, y tampoco
los registros dieron fruto. En realidad, Lepetit era el culpable; pero cuando los
alguaciles llegaron a su taller, su esposa tuvo fuerza y astucia suficientes para
cubrir los pesados moldes con su delantal y llevarlos a casa de un vecino,
donde aquella misma noche hicieron una tirada de trescientos ejemplares y otra
de mil doscientos al día siguiente. Como en las prensas de aquel tiempo era
indispensable mojar el papel para que tomase la tinta, y esto retrasaba la
entrega de los ejemplares, que habían de secarse, el ingenioso Lepetit orilló la

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dificultad, para otros insuperable, con una mixtura compuesta por él, y a nadie
revelada, que imprimía en seco.
Sucesivamente aparecieron las Cartas segunda, tercera y cuarta, y se
repartían con tal profusión, que años después, y sin duda exagerando lo que a
su propósito convenía, el P. Daniel, S. J., pudo escribir: "Nunca las postas
obtuvieron iguales ganancias. Llegaban ejemplares a todos los pueblos del
Reino, y en uno de Bretaña recibí—sin haber tenido trato con los caballeros de
Port-Royal—un voluminoso paquete, a porte pagado."
No era, ni con mucho, tanto el derroche. Consta que el doctor Arnauld y sus
amigos cuidaban también del asunto administrativamente; pero el éxito fue tan
resonante que todas las personas algo cultas, desde los más apartados rincones
de Francia y desde las más famosas ciudades extranjeras, hacían prodigios
para procurarse un ejemplar, solicitado a su vez por varios lectores.
Las Cartas fueron primeramente anónimas y llevaron luego el seudónimo
"Luis de Montalte"; pero ni siquiera cuando se ofrecieron reunidas en un
volumen apareció en ellas el nombre de Blas Pascal.
Creo conveniente, para informar este punto, prescindir ya de los autores que
me prestan ayuda y limitarme a los datos ofrecidos por la Advertencia que
precedió a las dieciocho Cartas en la primera edición (mayo de 1657).
Por haberse repetido en la políglota de 1684, puedo copiar directamente mis
notas de la vieja traducción castellana:

Las primeras Cartas se escribieron a principios del año pasado (1656) a


tiempo que la Sorbona estaba muy ocupada en aquellas juntas donde pasaron
cosas tan extraordinarias, que no había hombre que no se mostrase deseoso de
saber la razón y motivo de tantas disputas; pero como la obscuridad de los
términos escolásticos traídos de propósito no dejaban inteligencia alguna sino a
los teólogos, los demás quedaban solo con la curiosidad vana, y suspensos de ver
tanto aparato a ojos de todo el mundo para unas cuestiones tan ocultas que nadie
las podría penetrar con la vista. A este mismo tiempo salieron a luz estas Cartas y
todos se alegraron de ver en ellas la explicación de todas las dificultades.
... tocaron particularmente los tres puntos acerca de la Gracia.
El primer punto, que fue sobre lo que llaman ellos poder cercano, se explica en
la primera Carta.
El segundo, que es acerca de la Gracia suficiente, se trata en la segunda.
El tercero, que es lo que llaman ellos Gracia actual, se expone en la cuarta.
Y la tercera, que se escribió después de promulgada la censura, muestra la
conformidad perfecta de la proposición del doctor Arnauld con los Santos
Padres, siendo así que los mismos doctores que la censuraron no han podido

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señalar la menor diferencia. De manera que las cuatro Cartas deslindan todo esto
a modo de una relación de las conferencias del autor con distintas personas.
En las seis Cartas siguientes, quinta a décima, explica toda la doctrina moral de
los Jesuitas, y hace relación de algunas conversaciones que dice haber tenido con
uno de sus casuistas; donde también se representa como un seglar que pide que le
enseñen, y que oyendo referir doctrinas totalmente extravagantes se asombra, y sin
embargo, no atreviéndose a manifestar el horror que las tiene, las oye con
moderación, con lo que el P. Jesuita, teniéndole por dócil y susceptible de su
doctrina, se la confía libremente.
De esta manera la verosimilitud necesaria en los diálogos se observa aquí
siempre, porque se representa un jesuita buen hombre, como los hay muchos entre
ellos, que aborrecería efectivamente la malicia de su Compañía, si la conociera;
pero se le supone tal, que no siente la menor, desconfianza, por el respeto que
guarda a sus autores y a sus opiniones, las cuales tiene por santas, y así, mira con
exactitud de no decir cosa alguna que no la saque de las obras de ellos, citando
siempre sus propias frases para confirmar lo que dice; pero juzgándose bastante
fundado para tener a estos autores por fiadores, sin recelo declara lo que
enseñaron en sus libros.
Sobre esta aseguranza expone por menor su doctrina moral como si fuera la
mejor del mundo y la más fácil para salvar muchas almas, sin considerar que la
regla que le han dado por cristiana y propia para aliviar la flaqueza humana sólo
es una disipación política y aduladora para ajustarse a las pasiones desordenadas
de los hombres.
Y con evidencia se ve que el designio principal de los Jesuitas no es
propiamente de corromper las costumbres de los cristianos, ni tampoco de
reformarlos, pero sí de atraer a todo el mundo con un modo cómodo y ajustado a
las inclinaciones de cada cual; y como hay personas de diferente humor, hubieron
de forjar diferentes máximas para satisfacer a todos. Para este efecto les ha sido
necesario proveerse de opiniones contrarias y mudar las reglas de las costumbres,
dejando el Evangelio y la Tradición, que son regla verdadera que conserva
siempre y en todo un mismo espíritu, y sustituirla por otra que fuese flexible,
blanda y variable a todas manos y capaz de admitir en sí todo género de formas; a
lo cual llaman ellos doctrina de la probabilidad. Esta doctrina consiste en decir
que se puede, con toda seguridad de conciencia, seguir una opinión cuando la
sostienen cuatro doctores graves, o tres, o dos, o uno solo; y que cuando a un
doctor se le pide parecer puede dar un consejo probable, según el sentir de otro,
aunque por sí lo considere falso.
Esta piedra fundamental de todas las demás disipaciones se refiere y explica en
las Cartas quinta y sexta, y también en la trece, donde claramente se descubre

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cómo de esta fuente se han originado todos los desvarios y desaciertos de los
casuistas, y que aun puede producir una infinidad por cuanto el entendimiento
humano es capaz de forjar un infinito número de opiniones nuevas y horribles; y
según esta regla perniciosa, basta el antojo de estos doctores que las inventan
para hacer que sean seguras en conciencia. Y de ahí procedieron las disipaciones
increíbles para toda clase de estados.
La licencia para matar por cualquier injuria es asunto de la Carta séptima, y
de la octava la dispensa para no restituir.
La facilidad para salvarse sin trabajo quedando en los regalos y comodidades
de la vida se ve en la novena.
Y finalmente, la décima, que acaba quitando la obligación de amar a Dios,
explica las facilidades que han dado a la confesión. De manera que los pecados
que los casuistas no pudieron excusar son tan fáciles de borrar, según las nuevas
máximas, que, como ellos mismos dicen, ya es más fácil librarse del pecado que
cometerlo.
Viendo los Jesuitas el daño que estas Cartas les hacían, y que si callaban
vendrían a perder del todo su reputación y crédito, se resolvieron a responder a
ellas, pero halláronse muy apurados. Porque aquí no hay más que dos preguntas
que hacer: una, si es verdad que los casuistas han enseñado esas opiniones (y esto
es una verdad de hecho que no se puede negar), y otra, si estas opiniones no
deben tenerse por impropias y perniciosas (y de esto no se puede dudar, porque
son tan groseras que no hay hombre a quien no le causen horror).
Y así, los Jesuitas trabajaron sin fruto y con tan poca satisfacción, que hubieron
de interrumpir la obra que habían emprendido. Porque primeramente sacaron un
escrito que llamaban Respuesta primera, mas no hubo segunda. Sacaron después
la Primera y segunda carta a Filarque, y la tercera se les quedó en el tintero.
Empezaron otra obra mayor que intitularon Falsedades y prometieron cuatro
partes; mas después de haber sacado parte de la primera y algo de la segunda
quedaron estancados. Y finalmente el P. Annat, viniendo el último en socorro de
los suyos, dio a luz un libro que intituló La buena fe de los Jansenistas, y no fue
más que una repetición de lo que los otros habían dicho, y muy flaca de razones.
De manera que le fue fácil al autor de las Cartas defender su causa, respondiendo
a los puntos más principales que sus adversarios le opusieron; y esto hizo en las
Cartas que me quedan por referir.
En la once, a los que le motejan de haber usado de mofas e irrisiones, muestra
que es una objeción la más injusta del mundo, supuesto que sus propias máximas
dan motivo para ello, siendo las más de ellas efectivamente ridículas y tan
extravagantes que causan risa, y los autores se tienen la culpa. Además de que el
autor de las Cartas no podía tomar otra forma mejor para proseguir en su

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conversación, y mostrar al mismo tiempo la aversión y el horror que tenía a esa
doctrina como haciendo mofa de lo ridículo que hay en ella y defiriendo para otra
ocasión responder de veras y confundir tanta impiedad; pero de un modo que aun
los más lerdos podían conocer que la miraba con ceño. Este, pues, era el estilo
más natural y proporcionado de que se valió sin salir de las reglas que los Santos
Padres dieron para no ofender a la Religión ni a la Caridad con las burlas.
Consecuentemente viene en la Carta doce, en la trece y en la catorce a lo que
reprendieron los Jesuitas de no haber alegado fielmente los lugares de sus
autores; y sobre esto prueba que ha sido fiel y preciso en sus citas. Y tomando
esta ocasión para repetir los puntos en que le habían motejado de falsario y
mentiroso, les da en cara su pertinacia en mantenerlas, y oponiendo las máximas
de la Iglesia a las que ellos ofrecen acerca de la simonía, la limosna, el
homicidio y lo demás, y particularmente acerca de la doctrina de la
probabilidad, los confunde con tanta fuerza, que si antes se habían quejado de sus
burlas tuvieron después más razón en sentir sus veras.
Pero después de haber demostrado el autor la mala fe que los Jesuitas
guardaron en sus calumnias particulares por donde quisieron quitarle crédito,
descubre en la Carta quince el origen y principio general de donde salen. Allí
saca a luz la máxima que tienen, y es la más horrible de toda su política: que
según su teología creen que, sin pecar, pueden calumniar a sus adversarios y
acusarles de delitos que ya saben son falsos, para quitarles el crédito. Pareciera
eso increíble si no se vieran en esa Carta las pruebas verificadas en un gran
número de sus propios autores y aun en las Universidades que ellos gobiernan; y
confirman esa máxima tan pertinazmente que viene a ser en el día de hoy la más
autorizada y la más corriente de todas las suyas; por lo cual dijo Caramuel, uno
de los mayores amigos de la Compañía, que esa opinión era de tantos casuistas,
que si no era probable y segura en conciencia, apenas se hallaría, en toda su
Teología, una que lo fuese. Y así, en la respuesta que dieron a esa Carta donde
casi sólo se trataba de ese punto, no se atrevieron a negarlo. Verdad es que lo
había mostrado de manera que no les dejaba defensa posible, porque les hace ver,
no sólo que ellos la enseñan públicamente en sus libros, sino que también la
practican a cara descubierta. Trae muchos notables ejemplos en esa Carta, y lo
mismo en la dieciséis, a que no respondieron.
Nadie se admirará, viendo esta máxima tan asentada entre los Jesuitas, que se
hayan valido de ella contra el autor de las Cartas, visto que les importaba tanto el
dar por sospechosa su fidelidad, y que sus conciencias—que era lo que les podía
refrenar—se avienen bien con la calumnia en virtud de esa doctrina que los exime
de todo pecado.
Mas como les fue fácil, siguiendo esa máxima, calumniar al autor sin

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escrúpulo, así también fuele fácil al autor, valiéndose de la verdad, justificarse y
desvanecer todo cuanto le han supuesto al decir de él que era falsario, y aun
herético. A lo que el autor responde en su Carta diecisiete, donde muestra que no
sólo no es herético, pero que ni hay heréticos en la Iglesia; y que la controversia
entre los Jesuitas y sus adversarios acerca de las cinco proposiciones condenadas
por Inocencio X no es más que un pretexto que los Jesuitas toman para acusar a
los que ellos tienen por adversarios; y que no es más que una cuestión de hecho
que no puede ser materia de herejía.
Por lo cual, viéndose rechazado por tan sólidas razones, el P. Annat emprendió
la causa de su Compañía, respondiendo a la Carta diecisiete, y su respuesta no
sirvió si no es para dar nuevo motivo al autor para que deslindase más ese punto,
como lo hace en la Carta dieciocho, donde muestra que el P. Annat, viéndose
apretado y obligado a señalar en qué consiste la herejía que imputan a sus
adversarios, sólo pudo hacerlo señalando un error que todos los católicos
aborrecen, y que sólo siguen los Calvinistas.

Para colofón de tan interesante copia, vaya el juicio que LAS PROVINCIALES
merecieron a Voltaire:
"Son un modelo de gracia y elocuencia. Las mejores comedias de Molière no
tienen más donaire y agudeza que las primeras Provinciales, y Bossuet no ha
escrito nada tan sublime como las últimas."

VIII

El título CARTAS PROVINCIALES, consagrado por el tiempo, no significa nada


ni tiene relación alguna con el objeto de la obra que Nicole rotuló en su
tradición latina: Litterae de morali et politica Jesuitarum disciplina.
Cuarenta años después de su publicación en un volumen, y cuando ya se
habían extendido por todo el mundo traducidas en inglés, en alemán, en
italiano, en español y dos veces en latín (el idioma universal de aquel tiempo
entre cultos y letrados): el P. Gabriel Daniel, de la Compañía de Jesús, dijo en
su obra Diálogos entre Cleandro y Eudosio en torno a las Cartas a un
provinciano:
"Ese libro ha hecho por sí solo más jansenistas que el Agustinus de Jansenius
y que todas las obras de Arnauld."
"Los Jesuitas no se librarán fácilmente del trastorno que les ocasiona."
Y sin embargo, el éxito moral de LAS PROVINCIALES fue más bien un escándalo
que un triunfo. Todo el mundo pudo conocer las máximas absurdas y las
complacencias repugnantes de los Jesuitas; pero la Santa Sede y las cortes de

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Francia y España eran sus protectores obstinados.
La Política es más fuerte que la Moral, y la Compañía de Jesús tuvo siempre
más arraigo en aquélla que en ésta. Encontró desde su origen un modelo que
imitar y un ejemplo que seguir en los Dominicos, de cuya Orden Tercera tomó
hasta el nombre, pues Compañía de Jesús no es más que un calco de Milicia de
Jesucristo. Si los Dominicos no hubieran renunciado a ese nombre, sabe Dios
cómo bautizara Ignacio su comunidad, ya que su primer intento distaba tanto
de la política de los Dominicos, calcada, además del nombre, en sus
constituciones.
El nombre se perfeccionó; es más amistoso y suave, pero declara su
procedencia. Las constituciones internas y sociales de la Compañía responden
a una intención más refinada; sin duda porque Maquiavelo no pudo inspirar a
Domingo, pues le faltaban siglos para nacer, mientras que ya era comentada su
labor política en tiempo de Láinez, ilustre compañero del valeroso capitán,
convertido en santo por accidente. Láinez aplicó a la fundación su docto
estudio, y el de Loyola su audacia y su pericia militar.
Así pues, LAS PROVINCIALES quedan principalmente clasificadas entre las
obras maestras de la literatura, por muy hondo que sea el sentido moral de sus
reflexiones. El espíritu del autor, entregado a la mística desde mucho antes de
improvisar la Carta dirigida a un provinciano, en el papel nerviosamente
cubierto de palabras, no vio el principio de una magnífica obra.
"¿Qué misteriosa quimera es el hombre?", se había preguntado Pascal. Y no
tardó en darse la respuesta: "El hombre ha sido creado para pensar." Y "halla
su grandeza en su pensamiento".
Hundido en sus deprimentes prácticas religiosas y su creencia en los
milagros que se operan en torno suyo (la visión de Jesús y la curación de los
ojos de una muchacha por el contacto de la Santa Espina): Epicteto y
Montaigne le seducen aún, y opone asimismo la claridad matemática,
incontrovertible, a los frágiles y obscuros razonamientos de teólogos
rutinarios.
Pero el trabajo le fatiga; se le dificulta. No se queja, y sufre bárbaros
dolores. Considera el verdadero cristianismo apagado entre la infinita
muchedumbre de sus paráfrasis, y se propone hacer su Apología. Relee a
Epicteto y a Montaigne atentamente.
"¿Qué armas encontrará en esas lecturas—dice Strowski— para vencer la
indiferencia, la indolencia, la duda, para despertar a los admiradores del
escéptico Montaigne, adormecidos por sus discursos? Acaso me respondan que
Pascal sólo busca en Montaigne, además del estilo, el tesoro de sus expresiones
pintorescas. Tal vez el método científico de Pascal exige las argumentaciones

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de Montaigne."
De día en día trabaja con mayor dificultad. Su escritura se hace
ininteligible. Y a los cinco años de haber aparecido en volumen sus CARTAS
PROVINCIALES, ¡muere! Tenía treinta y nueve años. La fatalidad, que trunca su
egregia vida, puso el sello de lo inacabado a sus tres obras: la científica, la
literaria y la apologética; porque sus investigaciones quedaron interrumpidas;
LAS PROVINCIALES, faltas de un final, y de su Apología sólo dejó confusos y
numerosos apuntes piadosamente reunidos más adelante: los PENSAMIENTOS.

Vencidos en su ardorosa polémica de pluma recurrieron los Jesuitas a otras


armas, y lograron la condenación del libro de Pascal. Debía ser arrojado a la
hoguera por mano del verdugo; pero se dice que los magistrados provenzales —
autores de la sentencia forzosa—entregaron al verdugo un almanaque viejo,
porque les apenó destruir un ejemplar de la obra que tanto admiraban.
Después de muerto Pascal, y de una lucha cruenta que duró muchos años, fue
completo el triunfo de los Jesuitas y arrasaron Port-Royal. Pero entre las
ruinas, además de LAS PROVINCIALES imperecederas, asoman opiniones graves
de famosos eclesiásticos. Bossuet, el obispo de más influencia en la Corte,
predicador e historiador eminente y hombre de finos modales, habla de las
basuras casuistas.
¡Basuras casuistas! ¿Las habrá recogido al fin el carro del Tiempo?
¿Seguirán putrefactas en los rincones de los Noviciados y en la farándula de
los Ejercicios?
"La publicación de las Cartas—dice Neufchateau—lanzó al desprecio
merecido las obras de los casuistas relajados. La Teología Moral de Escobar,
que había sido reimpresa treinta y ocho veces como aceptable, lo fue una más
como inadmisible. Y el fabulista La Fontaine dijo entonces, en una balada que
se popularizó:

A cuantos quieran remontarse al Cielo


facilita Escobar ese consuelo.

Y del apellido castellano se derivó el verbo "escobarder".


(En el Diccionario Francés-Español de Corona Bustamante, pág. 410:

"Escobarder.—Tergiversar, escamotear, usar de reticencias, obtener por


sorpresa, eludir las cuestiones arteramente.
Escobarderie.—Artificio, subterfugio, evasiva.)
También Moliere aplicó a su Tartufe máximas del absurdo Escobar, y este

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famoso verso lo acredita:

Con él, admite el Cielo transacciones.

Y hasta el rígido Boileau se decide a gastarle una cuchufleta:

Si Bourdaloue nos dice, algo severo,


que resistamos la sensualidad,
Escobar le replica: ¡Padre!, pero
la Salud pide la... Facilidad.

No todo el mundo tiene bastante importancia para enriquecer un idioma con


un verbo y un sustantivo derivados tan expresivamente de su nombre; ni para
que los poetas contemporáneos le dediquen estrofas.
En el fondo, Escobar no era perverso. Le corrompió su acendrado jesuitismo,
su fe ciega en las direcciones autoritarias, su embriaguez dominadora,
conducente a la captación de conciencias por una descomedida y fácil
benignidad.
Los Jesuitas, y la Iglesia que han contaminado, reducen la Religión a
formalismos, a prácticas de acatamiento. Como el espíritu verdaderamente
piadoso no interviene, han de recurrir a fantasías externas y superficiales,
dogmas y devociones que no se ajusten a los Evangelios, que no impongan la
Santa Pobreza, ni el renunciamiento, ni la humildad...
¡Vivir la vida que Dios nos diol La Inmaculada; el Sagrado Corazón;
Teresita del Niño Jesús; Cristo Rey... ¡Son invenciones provechosas!
El Nazareno es triste. Invita piadosamente a sufrir... ¿Quién se acuerda ya
del Nazareno? Le quitaron de la cabeza la corona de espinas y pusieron a sus
pies cetro y corona real.
¿Y el misterio teológico de la Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo? Es más
comprensible para el vulgo la nueva trinidad, Jesús, María y José, con su
bonito anagrama J-M-J, que las monjitas bordan en casullas, manteles y
escapularios.
La misión de los Jesuitas consiste—cuando se trata de creencias y no de
negocios—en ofrecer mucha facilidad.
San José debía subir de humilde carpintero a Patriarca (en Sustitución del
Padre Eterno). Para tales milagros, ahí está Pío IX. ¿No asciende un soldado a
General y un pastor a Pontífice? Pío IX (cuyo retrato contempla mis cuartillas
con ojos vivaces, mientras la irónica, leve sonrisa de Gioconda, palpita en sus
labios), lo facilitará todo. Más adelante León XIII y sucesores, Jesuitorum and

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Company.
Porque ya no hay Papas de brío que sepan encararse con los Jesuitas.

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IX

Como llegó su crueldad a perseguir, hasta en el seno de la Iglesia más pura,


las que llamaron infiltraciones protestantes, debiera la Justicia humana
denunciar, hasta en los ambientes más claros al parecer, las infiltraciones
jesuíticas.
Porque—no hay que hacerse ilusiones—el mundo moderno está impregnado
profundamente de jesuitismo. Las instituciones al parecer más contrarias al
jesuitismo rebosan jesuitismo. La Tolerancia, que tanto se cacareó, es jesuítica
en el fondo. ¡Y tantas otras concesiones, que parecen liberales!
Desde el P. Antonio Escobar al P. Ruiz Amado, sus raíces, como las del
cáncer en el cuerpo del hombre, se han extendido por todo el cuerpo social.
Desde su creación se dedicaron a la enseñanza, y en todo tiempo ejercen la
censura. (En el primer tercio del siglo XIX se consintieron unas lecciones de
Física experimental en los Estudios de San Isidro, de Madrid, pero las daba un
jesuita, sub conditione y con el correctivo de un "Resumen de la Pasión y
muerte de Nuestro Señor Jesucristo", como preámbulo a una ciencia que se
hallaba incluida en el número de las que inducen al materialismo. No se puede
imaginar mayor estolidez.)
A los Jesuitas corresponde la invención de aquel burlesco apotegma: "¡La
funesta manía de pensar!"
No creáis a los que aseguran que la Casuística pasó a la Historia, como un
error de algunos, que no puede afectar a la Compañía, y es una antigualla.
¡Monsergas! A través de los siglos rige la Casuística de los veinticuatro doctos
padres, recopilada por Escobar en su candente Suma. Los jesuitas actuales
ajustan su proceder a las mismas reglas denunciadas en este libro por el
religioso Pascal, y usan el mismo lenguaje procaz, el mismo desenfreno
calumnioso, cuando quieren zaherir a los que suponen sus enemigos y a los que
son, realmente, sus rivales en la diaria lucha por la vida.
Siempre les preocupó la Enseñanza; no la extensión de conocimientos, como
parece justo, sino el ansia de reducir a un molde jesuítico la inteligencia
humana. En una época reciente intensificaron con este propósito la Pedagogía,
y esta gloria debe atribuirse, casi por completo, al P. Ruiz Amado, que bien
pudiera—sin que ninguno de los dos perdiese—parangonarse con el famoso
Escobar.
De igual modo que jesuitizó éste la Moral, jesuitiza su digno sucesor la
Pedagogía. Pretende que basten sus libros para instruirse (jesuíticamente,
claro está) en todas las materias humanas y divinas. Tuvo algunos tropiezos:
con el Seminario, donde una "Historia de la Iglesia" no pareció aceptable a los

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teólogos, ¡a pesar de ir aprobada por el Papa negro!; con el Directorio, cuyos
componentes militares rechazaron el Plan de Instrucción Pública ya conocido;
y otros que no es hora de recordar.
Desde la Historia de los Papas, de Pástor (traducida del alemán en veinte
tomos voluminosos), hasta la Historia Universal de Weis, también alemana y
voluminosa; desde la Educación Cívica hasta la Educación de la Castidad; y
desde la Cultura General Filosófica hasta la no menos conveniente del
Comercio, no ha dejado en los planes de Enseñanza tales como han sido, son y
pueden ser, ni una rendija que no tapara con uno de sus libros. Pero ¡ay!, ese
pedagogo tan fecundo se olvidó, no sólo de publicar, sino hasta de leer, para
regirse en la vida corriente, un minúsculo tratadito que se rotula Urbanidad, y
otro no mayor que se rotula Doctrina Cristiana.
Llegamos a un punto en que no es posible compararle con Escobar, que
ingresó en la Compañía llevado por místico celo a los quince años, y cuya
primera obra fue un poema en el que poetizaba las Glorias de San Ignacio. El
brillante pedagogo buscó en la Compañía un refugio, después de sufrir tres
desorientadores tropiezos: como abogado, como aspirante a profesor y como
pretendiente a marido. Sin pleitos, ni cátedra, ni novia... Queda el recurso de
ser jesuita. Y a los veintitrés años entró en la Orden.
Sus biógrafos atribuyen a Escobar—aparte de su inmoralismo teológico—
vida ordenada, modestia y caridad. Los del P. Ruiz Amado no podrán atribuirle
iguales virtudes; antes bien, si se proponen ser justos, recordarán el Carácter
de los Falsos Enseñadores, a quienes considera San Pablo (Epístola II a
Timoteo, cap. III): Avaros, vanagloriosos, soberbios, ingratos, calumniadores,
destemplados, crueles, arrebatados, hinchados, amadores de los deleites más que
de Dios. Y como San Pablo tiene tan malas pulgas, acaso limiten su recuerdo a
estas palabras del Kempis, que no son menos ejecutivas, pero se ofrecen con
cierta suavidad en el Libro IV, cap. VII:
"Gime, y duélete de ser todavía tan carnal y mundano... Tan pronto para las
comodidades y tan remiso para la austeridad y el fervor. ... Tan ansioso de
adquirir, tan escaso en dar y tan avariento en guardar ... Tan inclinado a juzgar
de otros y tan severo en reprenderlos. Tan alegre en la prosperidad y tan
desmayado en la adversidad. Tan fácil en formar buenos propósitos y tan
escaso en cumplirlos."
Y en el cap. XI: "De la boca de un sacerdote sólo deben salir buenas
palabras, honestas, y provechosas para la edificación de los demás. Sus ojos
deben ser humildes y sus manos puras."
El P. Antonio Escobar murió a los ochenta años, y en longevidad se parecen
también, ya que su hermano en Religión es duro como un roble a los setenta y

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tres.
Cuenta con enterrar a sus dos hermanos de padre y madre, menores que él.
Ha dicho varias veces a Luis: "Cuando te mueras...", y a continuación detalla
las disposiciones que piensa tomar de la presunta herencia. ¡Es un caso! Y ha
dicho a José: "Quiero liquidar nuestros asuntos, porque si te mueres...". Le ha
prestado una cantidad, con garantía de unas láminas y el 5 por 100 de interés.
Desconfía del negocio, y escribe... ¡tantas enormidades que no se pueden
copiar! Los biógrafos y exégetas futuros las encontrarán archivadas. Basten
unos botones de muestra:
"Cuando quisiste construir el garaje me pediste 10.000 pesetas. Como no me
era dado hacer un préstamo, me diste cuatro Argentinas con las condiciones que
te dio la gana. Mientras el cupón excedió del 5 por 100 retiraste la diferencia,
y ahora que no llega, has dejado de pagarla."
¿Hizo el préstamo? ¿Cobraba interés? ¿Rige o no rige la moral de los
casuistas?
"Luis llevó a la madre a Madrid, con tan seguro riesgo de su vida, puramente
para hacerle cambiar el testamento."
De otra carta, dirigida al P. Veray, S. J.:
"Muy amado en J. C.: En cuanto leí su carta tomé el teléfono, para preguntar
a José qué había de su cesión a Luis de su parte del usufructo de la casa. Me
contestó que era una sencillísima mentira. Me dijo que sabía la pretensión de
Luis de pedirme 15.000 pesetas, amenazando, si no se las daba, con publicar no
sé qué libelo infamatorio. Don Claudio Ametlla, conocedor del asunto, lo
califica de chantage. ... Me tiene sin cuidado que publique lo que le dé la gana."
Esto ya es digno de un Escobar. Desprecia las amenazas (inventadas por él) y
un libelo (también de su cosecha, porque su hermano José le desmiente por
escrito y don Claudio Ametlla de palabra). Pero lo chusco es que al enviar a
José las notas de su negocio, las apostilla con este párrafo:
"Me dan ganas de imprimirlas, para enterar a todo el mundo ... (Sí, de que
presta cantidades al 5 por 100) ... del caso curioso de que, cuando la República
me ha privado de mi domicilio de jesuita y procura sitiarme por hambre, mi
hermano Luis procura quitarme la casa paterna y mi hermano José se alza con
el dinero que me pertenece."
Si, como dijo Buffon, el estilo es el hombre, podremos deducir de las
anteriores notas el daño que pueden hacer a la sociedad hombres por el estilo.
Este no es un cualquiera, sino un famoso jesuita, que miente sin reparo, con
arreglo a sus jesuíticos preceptos.
La República no piensa en sitiarle por hambre, puesto que le dejó el negocio
editorial Imprenta y Librería Católica, muy lucrativo, que de veinte años acá

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explota.
Luis no puede quitarle una casa cuya llave conserva ese jesuita en su poder,
a pesar de que no paga impuestos, contribuciones, agua, luz, etc.
José no se alza con el dinero, cuya garantía exigió—como él mismo declara—
su generoso hermano, que le cobra sólo un 5 por 100.
Y ¡es un jesuita famoso! ¿Lo veis? Miente, calumnia y se desboca, mientras
los que le conocen se ríen de sus bravatas como de sus lamentos. Nadie le
persigue, y se disfraza; se deja crecer el bigote y la perilla y viste de seglar,
porque la sotana le pesa más que los años. Acude a festejos cuando le invitan, y
ante un plato de fresas o un melón exquisito, con lágrimas en los ojos alza las
manos al Cielo y prorrumpe místicamente: "¡Qué bondadoso es Dios, que ha
creado tan deliciosas frutas para el hombre!" O, con otro gesto muy suyo, se
lleva las manos al vientre, después de comer y beber en abundancia, y dice:
"Con este magnífico estómago que la Providencia me ha dado...". (El jesuita
supone siempre a Dios atento a su comodidad y a su gusto, al paño, para
socorrerle hasta en sus minúsculas acciones. ¡Como son ángeles!)
Durante quince años publicó una revista pedagógica: La Educación Hispano-
Americana, y la casualidad pone ante mis ojos el siguiente anuncio, que figura
en la tercera plana de cubierta del núm. 52:
"¡ERROR LAMENTABLE!.—Lo padecimos al anunciar el precio de dos nuevas
publicaciones, etc., etc." Lamentable, y así, entre admiraciones. Siempre le
preocupó el dinero con preferencia, en cantidades verdaderamente ruines, pero
¡dinero al fin! Las verdaderas pasiones, rayanas en lo místico, si no encuentran
cantidad saborean la calidad. El dinero para un avaro es dinero siempre; como
los mendrugos para el hambriento siempre son pan.
Si el autor de LAS PROVINCIALES resucitara, sin duda restallaría su látigo
sobre los pedagogos jesuíticos de ahora, como restalló sobre los veinticuatro
doctos casuistas. Pero sea Escobar o Ruiz Amado quien se preste al ridículo y
al análisis, ni la burla ni el bisturí llegan a la entraña de la Compañía
tenebrosa, que bajo el nombre de Jesús oculta propósitos muy distantes de la
idea cristiana.

Y termino.
Además de la traducción de Graciano Cordero, recogida en la edición
políglota de LAS PROVINCIALES, en 1684, existen, que yo sepa, tres más
publicadas en 1790, en 1846 y en 1849, que reproducen casi exactamente la de
Cordero.

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Puedo asegurar que la mía es clara y fiel, por lo cual dista bastante de las
anteriores, intrincadas y obscuras.
Pero he de advertir que si un libro de tanta importancia y complejidad como
el presente necesita un traductor cultivado y pacienzudo, también requiere
lectores atentos, que no sientan ansia de avanzar.
La materia es ardua, y el prodigioso estilo de Pascal no pudo librarle de
insistencias y repeticiones que, ni el que traduce ni el que lea, tienen derecho a
pasar por alto.

LUIS RUIZ CONTRERAS

Casona del Abad de Rodas, a 8 de septiembre de 1933.

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ADVERTENCIA EDITORIAL

La Refutación a la respuesta de los Jesuitas a la Carta doce, que precede a la


Carta trece, y la Carta al Reverendo P. Annat, confesor del Rey, acerca de su
escrito titulado "La buena fe de los Jansenistas", etc., que sigue a la Carta
dieciocho, no figuran en las primeras ediciones francesas ni en las españolas de
que tenemos noticia.
Consideramos interesante su traducción, y las incluimos en el lugar que les
corresponde por su asunto, según se hace desde tiempo ha en las ediciones
francesas, aun cuando nunca fueron atribuidas al autor de LAS PROVINCIALES.

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CARTA PRIMERA

DIGIDA POR EL AUTOR A UN PROVINCIANO, AMIGO SUYO, ACERCA DE LAS DISPUTAS


DE LA SORBONA Y DE LA INVENCIÓN DEL TÉRMINO "PODER CERCANO", INTRODUCIDO
POR LOS MOLINISTAS PARA PREPARAR LA CENSURA CONTRA EL DOCTOR ARNAULD.

Señor mío: Estábamos en un error. Hasta ayer no me he desengañado. Siempre


supuse que la causa y razón de las disputas en la Sorbona era importantísima y de
interés capital para la Religión. Tantas asambleas de una compañía tan famosa
como lo es la Facultad de Teología de París, donde han ocurrido cosas tan
extraordinarias y sin ejemplo, inducen a tener de ella un elevado concepto, por lo
cual no es posible suponer que sus discusiones no merezcan profunda atención.
Sin embargo, seguramente quedaréis sorprendido cuando averigüéis por este
relato a lo que se reducen tantas apariencias ostentosas; os lo voy a decir en
breves frases, después de haberme enterado minuciosamente.
Se han suscitado dos cuestiones, una de hecho y otra de derecho. La de hecho
consiste en saber si el doctor Arnauld ha sido temerario al decir en su carta,
segunda que ha leído con cuidado y con exactitud todo el libro de Jansenius, y
que no ha hallado las proposiciones condenadas por el Pontífice, de feliz
memoria, Inocencio X; pero sin embargo, que las tenía por tan bien condenadas
si estaban en Jansenio, como si estuviesen en cualquiera otra parte.
El caso se reduce a saber si pudo dudar sin temeridad que aquellas
proposiciones estuviesen en Jansenius, después que los señores obispos lo habían
afirmado. Propónese la dificultad en la Sorbona. Setenta y un doctores le
defendían, diciendo que para satisfacer a los varios que se lo preguntaban por
escrito sólo podían responder que no encontraron esas proposiciones en
Jansenius, pero no obstante, que si se hallaban en él, las tenían por bien
reprobadas. Y algunos dijeron más, porque declararon que habiéndolas ellos
mismos buscado con todo cuidado, no las pudieron hallar, y que antes encontraron
otras totalmente contrarias; por lo cual pidieron con insistencia, que si había
algún doctor que las hubiese visto, las señalase, pues cosa tan fácil no se podía
rehusar, y era el mejor medio para convencer a todos, y aun al mismo doctor
Arnauld. Pero no fueron atendidos.
Por la parte contraria se hallaron ochenta doctores seglares, y cuarenta
religiosos mendicantes, los cuales condenaron la proposición del doctor Arnauld,
sin querer examinar si era verdadera o no, y además declararon que no se trataba
de la verdad, sino de la temeridad de la proposición. Otros quince opinaron que
ni aun se debía tratar del asunto; y a éstos los llaman indiferentes.
De tal manera se resolvió la cuestión de hecho, lo cual me importa poco,

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porque no está interesada mi conciencia en que el doctor Arnauld sea o no sea
temerario. Si me moviera solamente la curiosidad de saber si aquellas
proposiciones están en Jansenius, no es tan raro su libro, ni tan grueso el volumen
que yo no pueda leerlo todo para salir de dudas sin consultar a la Sorbona.
Pero si no recelara ser también tenido por temerario, sin duda opinaría como la
mayor parte de las gentes, que habiendo hasta ahora creído, por lo que oyeron
decir, que aquellas proposiciones están en el libro de Jansenius, empiezan a
desconfiar y aun a recelar lo contrario, al ver que nadie las quiere mostrar; hasta
el punto de que nadie me dijo aún haberlas visto. Y temo que la censura cause más
daño que provecho, e imprima en la mente de los que saben esta historia un
concepto muy contrario de lo que se desea probar, ya que los hombres dan en ser
incrédulos en el día de hoy, y sólo creen lo que ven. Pero, como ya he dicho, este
punto es de muy poca importancia, pues en él no se trata de la fe.
La cuestión de derecho en materia de fe es de mayor peso y consideración; y
por esto he procurado informarme lo mejor posible. Quedará vuestra merced
satisfecho al convencerse de que esta cuestión no es más importante que la
primera...
Se trata de examinar lo que Arnauld dijo en la misma carta: que la gracia sin
la cual no se logra nada, faltó a San Pedro en su caída. Suponíamos que en este
punto se examinarían los mayores misterios de la Gracia, como si no se
concediese a todos los hombres, o si es eficaz: pero estábamos muy equivocados.
Aseguro a v. md. que me he convertido casi de pronto en gran teólogo, y ahora lo
verá comprobado.
Para informarme de la verdad, visité a M. N., doctor de Navarra, que vive
junto a mi casa, quien, como v. md. sabe, es de los que se muestran más celosos
contra los jansenistas; y como mi curiosidad me avivaba casi tanto como a él su
celo, al instante le pregunté si se atrevía a decidir formalmente que la gracia es
dada a todos los hombres, para salir de dudas. Apenas lo insinué, me rechazó
ásperamente y dijo que no era ése el asunto, y que algunos, de su parte, sostenían
que la gracia no se concede a todos; y que los examinadores mismos habían
declarado en plena Sorbona, que esa opinión era problemática y que él era del
mismo sentir, y me alegó para la confirmación aquel pasaje, que supone famoso,
de San Agustín: sabemos que la gracia no es dada a todos los hombres.
Pedíle me excusase, si no lo había entendido bien, y le supliqué me dijese, si
no condenaría esta otra opinión de los jansenistas, que hace tanto ruido en el
mundo: que la gracia es eficaz, y que impulsa nuestra voluntad hacia el bien.
Pero no fue más afortunado en esta segunda cuestión. Tú no lo entiendes, me
replicó; no es una herejía; es una opinión ortodoxa; todos los tomistas la
defienden y yo mismo la sostuve en las conclusiones sorbónicas.

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No me atreví a insistir en mi propósito, pero alcanzaba en qué podía estar la
dificultad; y deseoso de sacar alguna luz, le rogué me manifestase en qué consistía
la herejía del doctor Arnauld. "Consiste—dijo—en que no admite que los justos
tienen poder de cumplir con los mandamientos de Dios de la manera que nosotros
lo entendemos."
Me despedí una vez lograda esta explicación, y muy ufano y contento al
suponerme enterado del nudo del asunto, fuime a casa de M. N., que se hallaba
convaleciente, pero con bastantes fuerzas para venir conmigo a la de su cuñado,
jansenista como el que más y, por tanto, hombre de bien. Para ser mejor recibido
fingí ser muy adepto a sus ideas, y dije: "¿Sería posible que la Sorbona quisiera
introducir en la Iglesia un error semejante; que todos los justos siempre tienen
poder de cumplir con los mandamientos?" Y me respondió el doctor: "¿Cómo es
posible que llaméis error a un sentimiento tan católico, que solamente los
luteranos y calvinistas impugnan?" Y repliqué: "¿Pues no decís vosotros que es un
error?" Me contestó: "De ninguna manera; no tenemos nosotros esa opinión; antes
la anatematizamos como herética e impía."
Quedé atónito al oír tal respuesta, y bien conocí que me había mostrado
excesivamente jansenista con éste, como con el otro más molinista de lo que me
convenía.
Y para asegurarme más de su respuesta, pedí que me manifestara confiadamente
si creía que los justos siempre tenían verdadero poder de observar los
preceptos. A esto se exaltó mi hombre, pero con un celo devoto, y dijo que por
nada encubriría jamás su sentir, que era su creencia; que él y todos los suyos lo
defenderían hasta la muerte, por ser la pura doctrina de Santo Tomás, y de San
Agustín, su maestro.
Hablóme tan de veras, que no me quedó duda. Y con esta seguridad volví a mi
primer doctor y le dije satisfecho tener por seguro que muy pronto entraría la paz
en la Sorbona, porque los jansenistas estaban de acuerdo acerca del poder que
tienen los justos para cumplir los preceptos, de lo cual estaba yo convencido
hasta el punto de creer que lo firmarían con su propia sangre. Muy bien, me dijo;
pero es menester ser muy teólogo para alcanzar la profundidad de esa teología. La
diferencia que hay entre nosotros es tan sutil, que apenas podemos señalarla
nosotros mismos; y tendrás dificultad en comprenderla. Conténtate con saber que
los jansenistas te dirán que todos los justos siempre tienen el poder de cumplir
con los mandamientos; pero no se basa en esto nuestra disputa. Lo que no dirán es
que este poder sea cercano, y en esto estriba la cuestión.
Este concepto me resultaba nuevo y desconocido. Hasta entonces yo había
vislumbrado algo; pero este concepto me ofuscó, y lo creo inventado únicamente
para complicar. Pedíle aclaración del concepto, pero se negó misteriosamente y

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me remitió a los jansenistas para que yo les preguntara si admitían ese poder
cercano.
Confié a la memoria ese vocablo, pues no lo descifraba mi inteligencia; y por
temor de olvidarlo, inmediatamente volví a mi jansenista, y después de saludarle
le supliqué me dijese si admitía el poder cercano. Soltó el chorro de la risa y me
respondió muy fríamente: "Dime tú mismo en qué sentido lo tomas, y luego te diré
lo que creo."
Como mi conocimiento no llegaba a tanto, no me hallé en disposición de
responderle. Sin embargo, porque no me resultara del todo inútil la visita, dije
sencillamente que lo entendía en el sentido de los molinistas. Y mi hombre, sin
alterarse, me preguntó: "¿Cuáles son esos molinistas a que te refieres?" Le dije
que a todos, pues forman un solo cuerpo y se mueven con el mismo espíritu.
"Ciertamente, me dijo, estás mal enterado; y has de saber que los molinistas
discurren de muy varios modos; pero como están unidos y conformes en el
designio que tienen de perder al doctor Arnauld, se han puesto de acuerdo en ese
vocablo cercano, que todos pronunciarían igualmente, pero quedando cada uno en
libertad para entenderlo como quisiera. De este modo convinieron que habían de
hablar un mismo lenguaje con esta conformidad aparente, poder formar un cuerpo
considerable, y hacer mayoría, a fin de oprimir con más seguridad al doctor
Arnauld."
Esta respuesta me dejó asombrado. Pero como no le quise creer por su palabra
en cosa que ni me va ni me viene, no admití estas impresiones sobre los malos
designios de los molinistas; solamente quise saber los diferentes sentidos que dan
a este vocablo misterioso de cercano. Dijo que me los enseñaría de buena gana.
"Pero sentirás —prosiguió—una repugnancia y una contradicción tan groseras,
que apenas me creerás y te resultaré sospechoso. Mejor ha de satisfacerte
sabiéndolo de ellos mismos, para lo cual no tienes más que ver por separado a M.
Le Moine y al P. Nicolaï." No conozco a ninguno, respondí. "Pues mira si tienes
noticia de los que ahora te nombraré, porque éstos siguen el sentido de M. Le
Moine." Con efecto, recordé que conocía algunos; y él luego añadió: "Piensa si
conoces algunos dominicanos de aquellos que llaman nuevos tomistas, porque
éstos son todos como el P. Nicolaï." También conocí varios de los que me
nombró; y con resolución de valerme de este consejo, y deseoso de salir de la
dificultad, despedíme de mi doctor y acudí luego a uno de los discípulos de M. Le
Moine.
Así que llegué le pedí me manifestase qué cosa era tener poder cercano para
hacer algo. "Eso es fácil—respondió—; es tener todo lo necesario para hacerlo,
con tal que no falte nada." De esta suerte, añadí, ¿tener poder cercano para pasar
un río es tener un barco, marineros, remos y lo demás, sin que falte nada? "Así es

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—me contestó—. Y tener poder cercano para ver es tener buena vista y estar en
claro día, porque si alguno tuviera buena vista y estuviera en tinieblas no tendría
poder cercano para ver, según vuestra opinión, porque le faltaría la luz, sin la cual
no se puede ver. "Discurres doctamente", repitió. Y por consiguiente, cuando
vosotros decís que todos los justos tienen poder cercano para observar los
mandamientos, es lo mismo que decir que tienen toda la gracia necesaria para
cumplir con ellos, y que no les falta nada de parte de Dios. "Detente—me
interrumpió—; siempre tienen lo necesario para cumplir con ellos, o, por lo
menos, para pedirlo a Dios." Bien lo entiendo, contesté; esto es que tienen todo lo
necesario para pedir a Dios que les asista, sin que sea precisa nueva gracia de
Dios para orar. "Muy bien", dijo él. Luego, ¿no es necesario que tengan una gracia
eficaz para orar? Respondióme que no, según la doctrina de M. Le Moine.
Por no perder tiempo fuime a los dominicanos y llamé a los que sabía que eran
nuevos tomistas. Roguéles me explicasen qué cosa era tener poder cercano. ¿No
es aquél, pregunté, de que disfruta quien tiene todo cuanto ha menester para
obrar? Dijéronme que no. ¿Pues cómo, padres míos, si le faltare algo a ese poder
podría llamarse cercano? Pongo el ejemplo: ¿Podríase decir que de noche y sin
luz un hombre tiene poder cercano para ver? Sí, respondieron ellos, según nuestra
opinión, como no esté ciego. Sea muy en hora buena, repliqué; pero M. Le Moine
lo entiende de otra manera. Es verdad, dijeron; pero nosotros lo entendemos así.
Estoy conforme con eso, añadí, porque nunca disputo sobre el nombre cuando se
me explica el sentido que se le da. Pero veo que cuando vosotros decís que los
justos siempre tienen poder cercano para orar, se entiende o se supone que
necesitan de otro auxilio, sin el cual jamás orarían. Muy bien dijiste, me
respondieron los buenos padres complacidos; porque es cierto que es menester
tengan además de ese poder una gracia eficaz, la cual no se concede a todos, y
determina la voluntad a orar, por lo tanto, es herejía negar la necesidad de esta
gracia eficaz.
Muy bien, dije; pero según esta opinión, los jansenistas son católicos, y M. Le
Moine herético. Porque los jansenistas dicen que los justos tienen poder para
orar, pero que han menester además de una gracia eficaz, y esto es precisamente
lo que vosotros decís y aprobáis. M. Le Moine dice que los justos oran sin gracia
eficaz, y es lo que Vosotros condenáis. Sí, dijeron ellos; nos hallamos de acuerdo
con M. Le Moine en llamar cercano al poder que tienen los justos para orar, y los
jansenistas no.
Padres míos, dije, esto es un juego de palabras, pues decís que estáis
conformes en los términos cuando tan contrarios estáis en el sentido. No me
respondieron. Y a esto se presentó mi buen amigo, el discípulo de Le Moine.
Consideré su presencia una suerte; pero después supe que de continuo andan unos

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con otros.
Dirigiéndome al discípulo de M. Le Moine le dije: Conozco a un hombre que
dice que todos los justos tienen siempre poder de orar, pero que nunca oran sin
que tengan una gracia eficaz que lo determine, y la cual Dios no da siempre a
todos los justos. Y ahora pregunto: ¿ese hombre es herético? Esperad, me
contestó; porque en esto puede haber engaño. Vamos, pues, despacio; distingo: si
llama a este poder poder cercano, será tomista, y por consiguiente, católico; si
no, será jansenista, y por consiguiente, herético. Ni dice que es cercano, dije yo,
ni que deje de serlo. Luego es herético, me respondió, y si no me crees,
pregúntaselo a estos buenos padres. No los quise tomar por jueces, porque ya
veía que cabeceaban mostrando que convenían en ello. Pero les dije: No quiere
admitir ese término de cercano porque se niegan a explicarlo. A esto uno de ellos
quiso aportar su definición, pero el discípulo de M. Le Moine se anticipó y dijo:
¿Queréis resucitar nuestras disputas? ¿No quedamos de acuerdo para no explicar
nunca ese vocablo de cercano, y que se hubiese de pronunciar, así de vuestra
parte como de la nuestra, sin decir lo que significa? A lo cual el dominico asintió.
Así llegué a penetrar el designio que tienen; y les dije levantándome para
despedirme: En verdad, padres míos, temo que todo esto sea un puro embrollo, y
resulte lo que resultare de vuestras juntas, lo que puedo asegurar es que aunque la
censura salga no se establecerá la paz, pues aunque se decida que es menester
pronunciar aquellas sílabas CER-CA-NO, ¿quién no verá que no habiendo sido
explicadas, cada uno de vosotros puede atribuirse la victoria? Los dominicos
dirán que ese vocablo se debe entender según su doctrina, y M. Le Moine según la
suya; y de esta manera habrá más disputas para explicarlo que hubo para
introducirlo, porque si bien no hay riesgo en admitir la palabra sin darle sentido
alguno, ya que sin él no puede dañar, será cosa indigna para la Sorbona y de
descrédito para la Teología usar términos equívocos y capciosos sin quererlos
explicar. Por fin, y a la postre, padres míos, decidme: ¿qué he de creer para ser
católico? Es menester, me respondieron todos a la vez, que digas que todos los
justos tienen poder cercano, haciendo abstracción de todo sentido, abstrahendo a
sensu Thomistharum, et a sensu aliorum Theologorum.
Es decir, les repliqué, despidiéndome, que será necesario pronunciar esta
palabra de labios afuera para no ser tenido por herético. Pero ¿acaso está esa
palabra en la Escritura Sagrada? Respondiéronme que no. ¿Valiéronse de ella los
Santos Padres, o los Concilios, o los Pontífices? No. ¿Hállase en Santo Tomás?
No. Pues ¿qué necesidad hay de usarla, ya que no tiene autoridad en su apoyo, ni
sentido alguno por sí misma? Muy pertinaz eres, me dijeron ellos; es menester que
la pronuncies o serás tenido por herético, como será tenido por tal el doctor
Arnauld, a pesar de todo el mundo; porque nosotros somos ya mayoría, y si es

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necesario, haríamos venir tantos franciscanos como fuese preciso para triunfar.
Acabo de despedirme de ellos, después de oír esta última razón, para dar
cuenta de todo a v. md., por donde verá que no se trata de ninguno de los puntos
siguientes, y que, por lo tanto, ni una ni otra parte los ha condenado. 1.° Que la
gracia no es dada a todos los hombres. 2.° Que todos los justos tienen siempre
poder para cumplir con los mandamientos de Dios. 3. Que no obstante,
0

necesitan para cumplir con ellos, y aun para orar, de una gracia eficaz, que
determine invenciblemente la voluntad. 4. Que esta gracia eficaz no se da
0

siempre a todos los justos, y que depende de la pura misericordia de Dios. De


suerte que solamente aquella palabra cercano, sin sentido alguno, es la que
precipita en el riesgo.
¡Dichosos los pueblos que la ignoran! ¡Dichosos los que han precedido a su
adaptación, porque yo no veo remedio posible, a menos que los señores de la
Academia destierren de la Sorbona esa palabra bárbara que motiva tantas
disensiones. Sin esto, parece que la censara será firme; pero preveo que sólo se
conseguirá el desprestigio de la Sorbona, que perderá en ello el crédito y
autoridad que ha menester para otras cuestiones.
En tanto, dejaré a v. md. en libertad de admitir o no la palabra cercano, porque
es tanto lo que deseo complaceros, que no quisiera importunaros con un pretexto
tan frívolo. Si esta relación os agrada, continuaré informando a v. md. de todo
cuanto ocurra. Sabe v. md. que soy muy de veras, etc.

París, 23 de enero de 1656.

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CARTA II

DE LA GRACIA SUFICIENTE.

Señor mío: Al cerrar la anterior que escribí a v. md. entró a visitarme nuestro
antiguo amigo N.. Consideré su venida provechosa para satisfacer mi curiosidad,
porque está perfectamente informado de las cuestiones del día conoce
perfectamente los secretos y designios de los jesuitas, siempre está con ellos y
conversa con los principales. Después de hablar acerca del objeto de su visita, le
rogué dijera brevemente cuáles eran los puntos que se controvertían. Al instante
me satisfizo, manifestando que los principales eran dos: uno acerca del poder
cercano y otro acerca de la gracia suficiente. En mi anterior dije a v. md. lo que
había respecto al primero; en ésta trataré del segundo. Supe, pues, que el debate
de la gracia suficiente consiste en que los jesuitas pretenden que haya una gracia
dada en general a todos los hombres, de tal suerte sometida al libre albedrío, que
la puede hacer eficaz o ineficaz, a su elección, sin otro auxilio de Dios, y sin que
falte nada de su parte para actuar efectivamente; por lo tanto la llaman suficiente,
porque se basta para actual. Los jansenistas, al contrario, quieren que no haya
ninguna gracia suficiente, que no sea también eficaz; esto es, que todas aquellas
gracias que no determinan la voluntad para obrar efectivamente, son insuficientes,
porque dicen que nunca se obra sin gracia eficaz. Y ésta es la diferencia.
Informándome después de la doctrina de los nuevos tomistas sobre este punto,
me dijo: que era singular, porque están de acuerdo con los jesuitas en admitir una
gracia suficiente que se da a todos los hombres, pero niegan que puedan obrar
con esa sola gracia, y que han menester además que Dios les dé una gracia eficaz
que realmente determine la voluntad a la acción, y que Dios no concede a todos.
De modo que, según esta doctrina, dije, ¿esa gracia es suficiente no siéndolo? Así
es, respondió, porque si es suficiente, no se necesita más para obrar; y si es
necesario más, no es suficiente.
Pero ¿qué diferencia hay, pregunté, entre éstos y los jansenistas? La diferencia
consiste en que por lo menos los dominicos conceden que todos los hombres
tienen gracia suficiente. Ya lo entiendo, respondí; pero lo dicen sin pensarlo,
pues añaden que para obrar es forzoso tener gracia eficaz, la cual no se da a
todos; y así, aunque conformes con los jesuitas en un término que no tiene sentido,
les son opuestos, y están de acuerdo con los jansenistas en la sustancia. Es
verdad, dijo. Pues ¿cómo, repliqué, los jesuitas están unidos con ellos y no les
combaten como a los jansenistas, cuando en ellos tendrán siempre adversarios
poderosos, que defendiendo la necesidad de la gracia eficaz, que determina,
impedirán que puedan establecer aquella gracia que dicen ser sólo suficiente?

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Los dominicos son muy poderosos, me dijo; y la Compañía de Jesús es
demasiado política para chocar abiertamente con ellos, y se contenta, por ahora,
con haber logrado que al menos admitan el nombre de gracia suficiente, aunque
lo entiendan en diferente sentido; de este modo consiguen que su opinión pase por
insostenible cuando les convenga, y les será muy fácil, porque suponiendo que
todos los hombres tienen gracia suficiente, se puede deducir que la gracia eficaz
no es necesaria para obrar, pues que la suficiencia de estas gracias generales
excluiría la necesidad de otra cualquiera. Quien dice suficiente dice todo cuanto
es necesario para obrar; y no les valdría a los dominicos pregonar que toman el
vocablo suficiente en otro sentido; el pueblo, acostumbrado a entender este
término en su significado común, no atenderá esa explicación. De manera que la
Compañía se aprovecha bastante de la expresión que los dominicos admiten, sin
obligarles a más; y si supieses lo acaecido en tiempo de los Papas Clemente VIII
y Paulo V, y la oposición que los dominicos hicieron a la Compañía, al establecer
la gracia suficiente, no te causaría ahora novedad que no quieran oponerse a la
opinión de los dominicos mientras quede libre la suya; y más cuando la favorecen
admitiendo el nombre de gracia suficiente y usando de él públicamente, en virtud
del concierto que tienen hecho entre las dos partes.
Está la Compañía muy satisfecha de la deferencia, y no exige que los dominicos
nieguen la necesidad de la gracia eficaz; sería estrecharlos demasiado, y no es
menester tiranizar a los amigos. Bastante ganaron con eso los jesuitas, porque los
más de los hombres se pagan de palabras y pocos son los que profundizan las
cosas, y así será bien recibido por ambas partes el vocablo gracia suficiente,
aunque en diferente sentido, y nadie, con excepción de los más sutiles teólogos,
dejará de pensar que hallándose conformes en el uso de la palabra, defienden lo
mismo los dominicos y los jesuitas.
Confieso, dije, que son gente muy diestra; y para aprovecharme de su consejo
fuime luego a los dominicos, donde hallé a la puerta uno de mis buenos amigos,
jansenista convencido (con todos me avengo bien), que preguntaba por otro padre
distinto del que yo buscaba; y a fuerza de ruegos le obligué a seguirme. Llamé a
uno de mis nuevos tomistas, que se alegró mucho de volver a verme. Bien, padre
mío, le dije, no basta que todos los hombres tengan un poder cercano, por el cual,
sin embargo, nunca efectivamente obran, sino que es menester tengan además una
gracia suficiente, que tampoco pueda producir efecto alguno. ¿No es ésta opinión
de vuestra escuela? Sí es, me contestó, y esta mañana la expliqué perfectamente
en la Sorbona, donde hablé media hora, y si no hubiera sido por el reloj de arena,
hubiese desmentido aquel proverbio impertinente, que corre ya en todo París:
vota de reata como fraile en la Sorbona. ¿Qué queréis decir, le interrumpí, con
esa media hora y ese reloj de arena? ¿Pónese acaso tasa a vuestro razonamiento?

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Sí, me dijo, de pocos días acá. ¿Estáis obligados a discurrir media hora
cabalmente? No, por cierto, porque puede un hombre discurrir menos. ¿Pero no
más de media hora?, le repliqué. ¡Brava regla para ignorantes! ¡Decoroso
pretexto para los que no tienen cosa buena qué decir! Pero, en fin, padre mío;
aquella gracia que se da a todos los hombres, ¿es suficiente? Respondióme que
sí. ¿Y sin embargo no alcanza efecto alguno sin gracia eficaz? Ciertamente. ¿Y
todos los hombres tienen la suficiente, y no todos la eficaz? Justo. Es decir,
proseguí, que todos tienen y no tienen gracia suficiente, y que aquella gracia es
suficiente sin ser suficiente; como si dijéramos, es suficiente de nombre e
insuficiente en efecto. En buena fe, padre mío, que esta doctrina es bien sutil. ¿Ha
olvidado V. P. al abandonar el mundo lo que significa esa palabra suficiente? ¿No
recuerda V. P. qué comprende en su significación cuanto es necesario para obrar?
Voy a servirme de un ejemplo: Si diesen a V. P. dos onzas de pan y un vaso de
agua al día, ¿estaría satisfecho del prior, porque dijese que era lo suficiente para
el sustento, por la razón de que con otra cosa que no os diera tendríais todo lo
necesario para manteneros? ¿Cómo, pues, llega a decir V. P. que todos los
hombres tienen gracia suficiente para obrar cuando afirma que hay otra
absolutamente necesaria que todos no tienen? ¿Piensa V. P. que este punto es de
poca consideración y debe dejarse al arbitrio de los hombres creer o no que la
gracia eficaz es necesaria? ¿Acaso no importa que se diga que con la gracia
suficiente se puede obrar efectivamente? ¡Cómo que no importa!, dijo. Esto es una
herejía; herejía formal, por ser artículo de fe la necesidad de la gracia eficaz
para obrar, y es herejía negarlo.
¡A lo que llegamos!, exclamé yo. ¿Qué partido tomaré? Si niego la gracia
suficiente, soy jansenista. Si la admito con los jesuitas y sostengo que la gracia
eficaz no es necesaria, V. P. dice que seré herético. Y si la admito come V. P.
enseña, que es necesaria la gracia eficaz, pero contra el común sentir, seré tenido
por extravagante, según los jesuitas. ¿Qué haré en la precisa alternativa de ser
extravagante, herético o jansenista? ¡A qué extremo hemos llegado cuando los
jansenistas son los únicos que no se ofuscan con la fe, ni con la razón, y se libran
de la locura y del error juntamente!
Mi jansenista tomó este discurso a buen presagio, y ya me creía de su parte. No
me habló, sin embargo, pero volviéndose al padre le dijo: Padre mío, ¿en qué
estáis vosotros conformes con los jesuitas? En que los jesuitas, respondió, y
nosotros admitimos la gracia suficiente que todos los hombres reciben. Pero,
repuso el jansenista, hay dos cosas que considerar en el vocablo gracia
suficiente: el sonido, que no es sino aire, y la significación, que es una cosa real
y efectiva. Y así, cuando estáis conformes con los jesuitas en la palabra
suficiente, y contrarios en el sentido, es claro que sois opuestos en la sustancia

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del término y que sólo concordáis en el sonido. ¿Es esto obrar sincera y
cordialmente?
Pues qué, dijo el buen hombres, ¿de qué os quejáis, cuando no hacemos mal a
nadie con este modo de hablar, porque en nuestras escuelas decimos abiertamente
que nuestro sentir es contrario a la opinión de los jesuitas? Quéjome, dijo mi
amigo, de que no publiquéis que vosotros llamáis gracia suficiente a una gracia
que no es suficiente. Vuestra conciencia os obliga, cuando mudáis de tal manera el
sentido ordinario de los términos en materia de religión, a declarar que al admitir
una gracia suficiente en todos los hombres, queréis decir que no tienen gracia
efectivamente suficiente. Cuantos existen en el universo entienden el vocablo
suficiente en un mismo sentido; sólo los nuevos tomistas lo entienden en otro.
Todas las mujeres, que constituyen lo menos la mitad del mundo; todos los
cortesanos, los soldados, los magistrados, los mercaderes, los artesanos, todo el
pueblo, en fin, excepto los dominicos, entienden por esta palabra suficiente una
cosa que encierra en sí todo lo necesario. Casi nadie tiene noticia de vuestra
singularidad; sólo se sabe por todo el orbe que los dominicos defienden que todos
los hombres tienen gracia suficiente. ¿Qué se deduce de aquí sino que enseñan
que todos los hombres tienen la gracia necesaria para obrar, y más viéndolos
unidos y conformes en los intereses y amaños con los jesuitas, que siguen esta
doctrina? ¿La conformidad de vuestras expresiones, junto con aquella unión de
partido, no es manifiesta interpretación y confirmación de la uniformidad de
vuestros pareceres?
A la pregunta que hacen todos los fieles a los teólogos: ¿Cuál es el verdadero
estado de la naturaleza después de su corrupción?, San Agustín y sus discípulos
responden: que en el estado natural no se tiene más gracia suficiente de la que
Dios quiere dar. Vienen después los jesuitas diciendo que todos tienen gracia
efectivamente suficiente. Se consulta a los dominicos acerca de tal contradicción;
y ¿qué hacen? Se unen a los jesuitas, y con esta unión constituyen la mayoría, se
apartan de los que niegan esta gracia suficiente y declaran que todos los hombres
la disfrutan. ¿Qué se puede pensar de esto, sino que autorizan el parecer de los
jesuitas? Y luego añaden que, sin embargo, esta gracia suficiente resulta inútil sin
la eficaz que no se concede a todos.
¿Queréis que os represente a la Iglesia colocada entre estos diversos
pareceres? Yo la considero como aquel que partiendo de su tierra para hacer un
viaje le cogen los ladrones, le hacen muchas heridas y le dejan medio muerto.
Envía a llamar tres médicos de los pueblos cercanos. El primero que llegó, al
descubrir las heridas, las juzga mortales, y declara al herido que sólo Dios le
puede devolver las fuerzas perdidas. El segundo quiso lisonjearle, diciéndole que
aún tenía fuerzas suficientes para llegar a su casa, y denostando al primero,

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porque se oponía a su dictamen, concibe el propósito de perderle. El enfermo,
entre estas dudas, viendo venir de lejos al tercero, le tiende los brazos para que le
ampare. Enterado ya del parecer de los dos primeros, reconoce al herido y se
manifiesta conforme con el segundo para echar de allí vergonzosamente al otro,
porque eran en mayor número. El enfermo supuso por este proceder que el tercero
sostenía la opinión del segundo, y preguntándole si era así, le contestó
afirmativamente, que sus fuerzas eran suficientes para proseguir su viaje. Sin
embargo, el herido, al sentirse débil, interrogó de nuevo: ¿cómo juzgaba que sus
fuerzas eran suficientes? Porque todavía tienes piernas, y éstos son los órganos
que bastan naturalmente para andar. Pero, replicó el herido, ¿tengo la fuerza
necesaria para servirme de ellas? Me parecen inútiles, con la flaqueza que siento.
Claro está; nunca podrás andar efectivamente, a menos que Dios te envíe un
auxilio extraordinario para poderte sostener y conducirte. Luego ¿no tengo en mí
fuerzas suficientes, aunque nada me falte para andar efectivamente? De ninguna
manera. Luego ¿sois de parecer contrario al de vuestro compañero acerca de mi
verdadero estado? Lo afirmo, añadió el médico.
Pues, ¿qué pensáis que hizo el enfermo? Quejóse amargamente del proceder tan
extraño, y del lenguaje tan ambiguo de este tercer médico, le vituperó por haberse
conformado con el segundo, con quien estaba muy opuesto en el sentir, y con
quien no tenía sino una conformidad aparente, y por haber alejado al primero, con
quien en realidad estaba conforme. Y después de probar sus fuerzas y de
reconocer por experiencia su debilidad, los despidió a entrambos y volvió a
llamar al primero, y se confió a su cuidado, y atento a su consejo pidió a Dios las
fuerzas que de sí confesaba no tener; alcanzó misericordia, y con su auxilio llegó
felizmente a su casa.
El buen padre, asombrado de tal parábola, no supo replicar. Yo le dije con
blandura, para alentarle: Veamos ahora, padre mío: ¿dónde estuvo vuestro juicio
cuando disteis nombre de suficiente a una gracia que vosotros mismos decís que
es de fe, y que se ha de creer que es en realidad insuficiente? Esto es, dijo, hablar
a medida de tu deseo. Eres libre y particular, y yo soy religioso y sujeto a una
comunidad. ¿No ves la diferencia que hay entre los dos? Los religiosos
dependemos de los superiores, y éstos dependen de otros. Ellos prometieron
nuestros sufragios, ¿qué quieres que yo haga?
Comprendimos su situación y recordamos a su compañero, que fue desterrado a
Abbevilla por otra causa semejante.
Pero, pregunté: ¿Por qué vuestra comunidad se empeñó en admitir esa gracia?
Es otro asunto, respondió. Todo lo que puedo decir es que nuestra Orden ha
sostenido la doctrina de Santo Tomás acerca de la gracia eficaz. ¿Qué esfuerzos
no hizo para oponerse fervorosamente a la propagación de la doctrina de Molina?

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Es increíble lo que trabajó para defender la necesidad de la gracia eficaz de
Jesucristo. ¿Ignoran lo que pasó en los tiempos de Clemente VIII y de Paulo V, y
que impidiéndole la muerte a uno, y al otro los negocios de Italia, publicar su
bula, nuestras armas quedaron arrinconadas en el Vaticano? Pero los jesuitas,
desde los principios de la herejía de Lutero y Calvino, prevalidos de la poca luz
que el pueblo tiene para discernir el error de esta herejía y para conocer la
diferencia que hay de ella a la doctrina de Santo Tomás, en poco tiempo
esparcieron por todas partes su doctrina con tanto éxito, que muy presto se
hallaron dueños de la credulidad de los pueblos, y nosotros estuvimos a pique de
ser tenidos por calvinistas y tratados como lo están en el día los jansenistas, si no
hubiéramos templado la verdad de la gracia eficaz con admitir al menos en
apariencia la suficiente. En este conflicto, ¿qué podíamos hacer para salvar la
verdad sin perder nuestro crédito, sino aceptar el nombre de gracia suficiente,
pero negando que lo sea efectivamente? Ve cómo han ido sucediendo las cosas.
Díjonos esto con tanto sentimiento que le compadecí; pero no así mi
compañero, que le replicó: No os alabéis de haber salvado la verdad, porque si
no hubiera tenido otros protectores que vosotros, pereciera en manos tan débiles.
Habéis recibido en la Iglesia el nombre del enemigo y esto equivale a recibir al
enemigo. Los nombres son inseparables de las cosas. Si una vez el vocablo de
gracia suficiente queda establecido, no os valdrá decir que entendéis por él una
gracia que es insuficiente; nadie os escuchará. Vuestra explicación será odiosa a
todo el mundo. Se habla más sinceramente de las cosas menos importantes. Los
jesuitas triunfarán; su gracia suficiente quedará establecida, y no la vuestra, que
no lo es sino de nombre; y se tendrá por artículo de fe lo contrario a vuestras
creencias.
Sufriremos todos el martirio, respondió el padre, antes que consentir se
establezca la gracia suficiente de la manera que los jesuitas la entienden;
porque Santo Tomás es de contraria doctrina, y nosotros juramos seguirle hasta la
muerte. A lo que mi amigo, más severo que yo, le dijo: Andad, andad, padre mío;
vuestra Orden conserva muy mal la honra que recibió. Vuestra Orden desampara
aquella gracia que le fue confiada, y que tuvo defensores desde la creación del
mundo. Aquella, gracia victoriosa que los patriarcas aguardaron, que los profetas
predijeron, que Jesucristo trajo, que San Pablo predicó, que San Agustín, el
mayor de los Padres, enseñó; que sus discípulos abrazaron; que San Bernardo, el
último de los Santos Padres, confirmó; que Santo Tomás, ángel, de las escuelas,
defendió, y que de él pasó a vuestra Orden, donde la enseñaron tantos hombres
insignes de vuestra religión, y que fue valerosamente sustentada por vuestros
religiosos en tiempo de los Pontífices Clemente VIII y Paulo V. Aquella gracia
eficaz que había sido como depositada en vuestras manos, para que tuviese por

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siempre en una Orden tan santa predicadores que la publicasen hasta el fin del
mundo: al presente se halla como desamparada por intereses tan indignos. Ya es
tiempo que otras manos tomen las armas para su defensa; ya es tiempo que Dios
suscite discípulos intrépidos que lo sean del Doctor de la Gracia, y que olvidados
y ajenos de las cosas de este mundo, sirvan a Dios por Dios. Bien puede la gracia
no tener de aquí en adelante a los dominicos por defensores, pero no faltará jamás
quien la defienda. Ella misma, con su fuerza todopoderosa, creará sus defensores.
Pide corazones puros y desinteresados, y ella misma los purifica y los saca de los
intereses mundanos, que son incompatibles con las verdades del Evangelio.
Reflexione V. P.; procure que Dios no cambie de lugar aquella luz resplandeciente
y os deje en tinieblas y sin corona, en castigo de la tibieza que mostráis en una
causa tan importante para la Iglesia. Mucho más hubiera dicho mi buen jansenista,
porque se iba acalorando poco a poco, pero atajé su discurso y dije
levantándome: En verdad, padre mío, que si yo tuviera algún poder en Francia
haría publicar al son de trompeta: SEPAN TODOS que cuando los dominicos dicen
que la gracia suficiente es dada a todos, no entienden que todos tienen la
gracia efectiva y realmente suficiente; después de lo cual podríais decir cuanto
os viniese en gana, pero no de otra manera.
Así acabó nuestra visita. Luego bien ve v. md. por lo referido, que ésta es una
suficiencia política semejante al poder cercano. Sin embargo, diré a v. md. que
soy de parecer de que cualquiera puede, sin riesgo, dudar del poder cercano y de
la gracia suficiente, como no sea dominico.
Iba a cerrar esta carta cuando llegó a mi noticia que habían aprobado la
censura; y como no se publicará hasta el 15 de febrero, e ignoro en qué términos
esté concebida, aguardaré el primer ordinario para tratar de ella. Guarde Dios a
V. P., etc.

París, 25 de enero de 1656.

RESPUESTA DEL PROVINCIANO A LAS PRIMERAS CARTAS DE SU AMIGO.

Señor mío: Vuestras dos cartas no han sido sólo para mí. Todo el mundo las ve,
las atiende y las aprueba. No solamente las estiman los teólogos, sino también los
seglares, y son inteligibles hasta para las mujeres.
Vea lo que me escribe uno de los académicos más ilustres entre aquellos
hombres todos ilustres, que sólo había visto la primera. Quisiera que la Sorbona,
que tanto debe a la memoria del Cardenal difunto, pidiese dictamen de la
Academia francesa, fundada por Su Eminencia. Quedaría satisfecho el autor de
la carta; porque en calidad de académico, condenaría, desterraría y poco falta

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para decir borraría de la memoria con todas mis fuerzas aquel "poder cercano"
que causa tanta discusión sin fundamento y sin saber lo que se pide. El mal
consiste en que nuestra jurisdicción académica es muy limitada y remota.
Harto me pesa de ello, y me duele no poder, en este caso, cumplir con las
obligaciones que debo a v. md., etc.
Y ved también lo que escribe cierta persona que me abstengo de nombrar, a una
dama que le remitió la primera de vuestras cartas: Más de lo que se puede
imaginar debo a v. md. por la carta que se ha servido remitirme. Es muy
ingeniosa y, por añadidura, está muy bien escrita. Se manifiesta con sencillez y
deja en claro puntos muy confusos. Se burla con agudeza. Instruye a los que
ignoran esta materia, y da nuevo espíritu y nuevo gusto a los doctos. Puede
pasar esta carta por una excelente apología y también por una ingenua y
delicada censura. Finalmente está escrita con tal arte, tanta gracia y tan
acertado juicio, que me placería conocer a su autor.
¿Quisiera saber quién escribe de este modo? Le bastará venerar la persona sin
conocerla; y por cierto no acertara a venerarla bastante si la conociera.
Continúe sus cartas bajo mi palabra; y venga la censura Cuando quisiere, pues
estamos dispuestos a recibirla. Ya no nos amedrentan los términos poder cercano
y gracia suficiente. Nos han iluminado los jesuitas, los dominicos y M. Le
Moine. Ya sabemos de qué manera se deforma la significación de esos vocablos
de nueva invención para que nos puedan preocupar. Entretanto soy de v. md. como
siempre, etc.

2 de febrero de 1656.

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CARTA III

QUE SIRVE DE RESPUESTA A LA PRECEDENTE.

INJUSTICIA, ABSURDO Y NULIDAD DE LA CENSURA PRONUNCIADA CONTRA EL DOCTOR


ARNAULD.

Señor mío: Acabo de recibir la de v. md. y al mismo tiempo una copia


manuscrita de la censura. Me siento en la carta tan bien tratado como el doctor
Arnauld mal tratado en la censura. Temo que hayan exagerado ambas partes, y que
no nos hayan conocido bien los jueces. Puedo asegurar que si nos conocieran, el
doctor Arnauld hubiera merecido la aprobación de la Sorbona, y yo la censura de
la Academia. Así nuestros intereses son opuestos. Él necesita hacerse conocer
para defender su inocencia, y yo, por el contrario, debo ocultarme para no perder
mi buena reputación adquirida. De manera que no pudiendo descubrirme, encargo
a v. md. el cuidado de cumplir con mis ilustres aprobadores, y quedo en el de las
novedades inherentes a la censura.
Cierto que la tal censura me sorprendió en extremo. Pensé ver condenar las
más horribles herejías del mundo; pero se admirará v. md. conmigo de que tantas
y tan ruidosas disposiciones se hayan desvanecido al punto de producir tan
enorme efecto.
Para entenderlo mejor ruego a v. md. recuerde las extrañas impresiones que se
nos dan desde mucho tiempo a esta parte, al hablar de los jansenistas. Traiga v.
md. a la memoria las cábalas, las facciones, los errores, los cismas y atentados
que les imputan de tanto tiempo acá; de qué manera los han desacreditado y
ennegrecido en las cátedras y en los libros; y cómo este torrente, que duró y
corrió con tanta violencia y fuerza, ha crecido estos últimos años hasta el punto de
acusarles públicamente y a cara descubierta de que eran no solamente heréticos y
cismáticos, sino también apóstatas e infieles, que negaban el misterio de la
transustanciación, y renunciaban a Jesucristo y a su Evangelio.
Después de tantas y tan sorprendentes acusaciones se tomó la resolución de
examinar sus libros para juzgarlos. Eligen la segunda carta del doctor Arnauld,
que, según decían, estaba llena de errores detestables. Nombran para
examinadores a sus mayores adversarios; emplean todo su estudio para investigar
algo reprensible, citan una sola proposición acerca de la doctrina, y la exponen a
la censura.
¿Qué podía pensarse de tal procedimiento, sino que la proposición elegida, con
circunstancias tan notables, contenía la esencia de las más negras herejías que se
puedan imaginar? Sin embargo, no se halla en ella ni una sola letra que no sea

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clara y formalmente expresada en los pasajes de los Padres que el doctor Arnauld
cita allí mismo; de manera que hasta hoy nadie ha podido señalar alguna
diferencia, y era forzoso que la hubiese, y muy grande, como todos creían; porque
siendo los pasajes de los Padres indudablemente católicos, para que fuese
herética la proposición del doctor Arnauld les había de ser horriblemente
contraria.
La Sorbona había de resolver esta duda; y toda la cristiandad estaba atenta y
deseosa de ver por la censura de los doctores este punto, imperceptible para la
mayoría de los hombres. Sin embargo, el doctor Arnauld da a luz sus apologías, y
muestra su proposición junto a los pasajes de los Padres, de donde la sacó, para
que aun los menos clarividentes advirtiesen la conformidad. Hace ver que San
Agustín dice que Jesucristo nos enseña en San Pedro que ningún justo debe
presumir de sí. Y trae en otro lugar del mismo santo: que Dios dejó a San Pedro
sin gracia, para que todo hombre conociese que sin ella no se puede nada. Cita
en San Crisóstomo que la caída, de San Pedro no fue por frialdad de corazón,
sino porque le faltó la gracia, y no fue tanto por negligencia suya como por
haberle dejado Dios de su mano, para enseñar a toda la Iglesia que sin Dios no
se puede nada. Y luego refiere su proposición acusada, que es ésta: Los Padres
nos representan a un justo en la persona de San Pedro, a quien faltó la gracia
sin la cual no se puede nada.
En vano se procura señalar cómo puede ser que la proposición del doctor
Arnauld sea tan diferente de las de los Padres, como lo es la verdad del error y la
fe de la herejía. Porque ¿en dónde se halla la diferencia? ¿Está, por ventura, en lo
que dice: que los Padres nos representan a un justo en la persona de San
Pedro? No; porque San Agustín expresa lo mismo en términos formales. ¿Está en
lo que dice, que la gracia le faltó? El mismo San Agustín, que asegura que San
Pedro era justo, añade que en aquella ocasión le faltó la gracia. ¿Si estará en
que sin la gracia no se puede nada? Tampoco; porque lo mismo dice San Agustín
en ese mismo lugar; y lo mismo había dicho antes San Crisóstomo, con esta sola
diferencia: que San Crisóstomo lo expresa de un modo más contundente que el
doctor Arnauld, como cuando dice que la caída de San Pedro no fue por su
frialdad, ni por su negligencia, sino porque le faltó la gracia, y por el
abandono de Dios.
Estas consideraciones tenían suspensos a todos, y con ansia de saber en qué
podía consistir la contrariedad, cuando al fin sale a luz, después de tantas juntas,
la célebre censura deseada. Pero ¡ay!, se desvanecieron con ella nuestras
esperanzas. Sea que los doctores molinistas no se dignaron humillarse hasta
instruirnos, o sea por otra razón oculta, se limitaron a pronunciar estas palabras:
Esta proposición es temeraria, impía, blasfema, anatematizada y herética.

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Pues ¿creerá v. md. que la mayor parte de los que ven frustradas las esperanzas
se han incomodado y vuelven contra los censores mismos? De aquí deducen ellos
consecuencias admirables para la justificación del doctor Arnauld. ¿Cómo, con
esto, dicen, salen ahora al cabo de tanto tiempo? ¿Es esto lo que pudieron hacer
tantos doctores, y tan encarnizados contra uno, que no hallaron en todas sus obras
más que tres renglones merecedores de reprensión, y estos sacados de las propias
palabras de los más famosos doctores de las Iglesias griega y latina? ¿Hay algún
autor que no tenga en sus escritos algún pretexto más fundado para condenarle?
Pues ¿qué mayor prueba? ¿Qué más ilustre manifestación de la fe de este insigne
acusado?
¿Por qué razón, dicen ellos, se fulminan tantas imprecaciones como las
contenidas en esta censura, donde se aglomeran todos estos términos: peste,
veneno, horror, temeridad, impiedad, blasfemia, abominación, execración,
anatema y herejía, que son las más horribles expresiones que se pudieran forjar
contra Arrio y aun contra el Anticristo, y todo para combatir una herejía
imperceptible, y que no se ha podido precisar aún? Si se actúa de tal manera
contra las palabras de los Padres, ¿dónde están la fe y la tradición? Si es contra la
proposición del doctor Arnauld, para probar la diferencia, sólo aparece una
perfecta conformidad. Así que descubramos el error, lo aborreceremos; pero
mientras no lo veamos, y no hallemos otra cosa que la doctrina de los santos
Padres, concebida y expresada con sus propios términos, ¿cómo será posible que
no la veneremos santamente?
A tal extremo llegaron; pero son hombres excesivamente sagaces. Los que no lo
somos tanto, encojámonos de hombros. ¿Vamos a saber más que nuestros
maestros? La curiosidad nos podría precipitar en algún error; y a poco que
discurriésemos acerca del asunto, diríamos que la censura es herética. No hay
más de un punto imperceptible entre la proposición del doctor Arnauld y la fe. La
diferencia es tan invisible, que temí oponerme a los Santos Doctores de la Iglesia,
si me conformaba demasiado con los de la Sorbona; y con este recelo me pareció
necesario consultar con uno de aquellos que políticamente quedaron neutrales
acerca de la primera cuestión, para informarme de la verdad. Visité, pues, a uno
muy sagaz y muy enterado del caso, a quien supliqué me señalase las
circunstancias de esta diferencia, porque yo le confesé francamente que no
hallaba ninguna; a lo cual me respondió, riendo, complacido en ni notoria
ingenuidad: ¡Eres muy simple al creer que hay alguna diferencia! ¿Dónde puede
haberla, y en qué puede consistir? ¿Piensas que si la hubiesen hallado, no la
hubieran señalado y puesto con grande alborozo a la vista de todo el mundo para
desacreditar al doctor Arnauld? Bien conocí por estas pocas palabras que los que
fueron neutrales en la cuestión de hecho no lo hubieran sido en la de derecho.

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Deseoso, sin embargo, de oír sus razones, le dije: Pues ¿por qué atacan esta
proposición? Y me respondió: ¿No sabes tú estos dos puntos que los menos
informados del caso no ignoran; uno, que el doctor Arnauld siempre ha evitado
decir cosa que no fuese incontrastablemente fundada sobre la tradición de la
Iglesia; y otro, que no obstante sus enemigos han resuelto derribarle, sea como
fuere y cueste lo que cueste? Y como son tales sus escritos que no dejan lugar a la
repulsa, les ha sido forzoso para satisfacer su pasión, tomar cualquiera
proposición y condenarla sin decir en qué ni por qué. ¿No sabes que los
jansenistas tienen en jaque a los molinistas, y los estrechan fuertemente, por lo
cual apenas se les escapa una palabra que no sea absolutamente conforme al
sentir de los Santos Padres, los molinistas los aturden con volúmenes enteros,
para hacerlos sucumbir? De suerte que conociendo ellos su propia flaqueza, les
pareció que les estaría mejor censurar que responder; porque más presto hallarán
frailes para la censura que razones para la réplica.
Luego según esto, dije yo, la censura es inútil. Porque si se mira bien, ¿qué
crédito podrá lograr si carece de fundamento y se la ve destruida por las
respuestas que se harán contra ella? Si conocieras la índole del pueblo, no dirías
eso. Aquella censura, aunque muy digna de ser censurada, tendrá casi todo su
efecto por un tiempo; y aunque es cierto que después, a fuerza de razones se
demostrará patentemente su nulidad, también es cierto que al principio la mayor
parte de las gentes quedarán convencidas como si se tratara de la más justa
censura del mundo. Y en cuanto se diga a gritos por las calles:ÉEsta es la
censura contra el doctor Arnauld; ésta es la condenación de los jansenistas, los
jesuitas triunfarán. ¡Qué pocos habrá que la lean! Y de los que la leyeren, ¡qué
pocos la entenderán! ¡Qué pocos harán objeciones! ¿Quién habrá que se interese
de veras en profundizarla? Esta es, pues, la ventaja que por este medio logran los
enemigos de los jansenistas. Seguros están de triunfar por algunos meses, aunque
este triunfo resulte luego vano. Sin embargo, mucho les vale; y para después,
inventarán nuevos modos de subsistir. Viven al día. De esta suerte se han
mantenido hasta hoy, ya con un catecismo, donde un niño condena a sus
adversarios; ya con una procesión, donde la gracia suficiente trae a la gracia
eficaz en triunfo; ya con una comedia, donde los diablos se llevan a Jansenio; ya
con un almanaque; y ahora con esta censura.
En verdad, le dije que antes hallaba que reprender en los molinistas, pero
después que he oído lo que v. md. me ha relatado, admiro su prudencia y su
política. Esta es una treta que no puede ser más juiciosa y más segura. Lo has
comprendido muy bien, me contestó, y ciertamente decidieron que les convenía
más el silencio; por lo cual un sabio teólogo dijo: que de todos ellos, los más
hábiles son los que intrigan mucho, hablan poco y nada escriben.

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Con esta precaución, desde el principio de las juntas, prudentemente habían
ordenado que si el doctor Arnauld iba a la Sorbona, había de ser para referir
sencillamente su sentir, y no para argüir con nadie. Cuando los examinadores
quisieron apartarse algún tanto de este método, no les resultó, y se vieron muy
duramente refutados por el segundo apologético del doctor Arnauld.
Con este mismo intento dispusieron aquella rara y nueva invención del reloj de
arena y de la media hora. Así se han librado de la impetuosidad de esos Doctores
que los refutaban con sus razonamientos, y citaban libros para convencerlos de
falsedad; los provocaban a que respondiesen, y los reducían al silencio por no
poder replicar.
Pero no dejaron de conocer que quitada la libertad de hablar, razón por la cual
se ausentaban de las juntas muchos doctores, se desacreditaba mucho la censura, y
que el acto de protesta de nulidad que había hecho el doctor Arnauld antes que su
censura se concluyese, sería un mal precedente para la aceptación favorable. Y no
dudan que los espíritus libres atienden por lo menos tanto al juicio y parecer de
setenta doctores que no iban a ganar nada en la defensa del doctor Arnauld, como
en el sentir de otros ciento que no tenían nada qué perder en su condenación.
Sin embargo, juzgaron que les favorecía una censura, cualquiera que fuese, de
una parte de la Sorbona, aunque no haya intervenido en ella todo el cuerpo; y
hecha coartando a los votantes, y obtenida por muchos medios ruines y no del
todo lícitos. Y no importa que la censura no explique nada de lo que se podía
poner en tela de juicio, y que no señale en qué consiste la herejía, y que
profundice poco por temor a deslizarse; esta precaución es un misterio para los
ignorantes; y sacará esta ventaja particular: que los más críticos y los más sutiles
teólogos no podrán hallar en ella ninguna mala razón que reprender. Y así bien
puedes tranquilizarte sin temor de ser herético aunque sigas la proposición
condenada, puesto que sólo es herética por hallarse en la segunda carta del doctor
Arnauld. Y si no fías de mi palabra, cree a M. Le Moine, el más apasionado de
los examinadores, quien hablando esta mañana con un doctor amigo mío que le
preguntaba en qué consistía esta diferencia tan reñida, y si no sería lícito decir lo
que dijeron los Padres, respondió: Aquella proposición sería católica en boca de
otro, pero en la del doctor Arnauld merece ser condenada por la Sorbona.
Considera, pues, y no sin admiración, cuáles son los artificios del molinismo, y
cuán horribles mudanzas introducen en la Iglesia; que lo que es católico en los
Padres se convierte en herejía si lo dice el doctor Arnauld; que lo que era herejía
en los semi-pelagianos, es doctrina ortodoxa en los escritos de los jesuitas; que la
doctrina tan antigua de San Agustín pasa en este tiempo por novedad extraña e
insufrible, y que las nuevas invenciones, que cada día se forjan a nuestra vista,
son tenidas por doctrina y fe antigua de la Iglesia. Y con esto, mi doctor se

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despidió.
Esta instrucción me sirvió de mucho. Llegué a comprender que esta herejía era
de una especie nueva. No son los sentimientos del doctor Arnauld los heréticos,
sino su persona. Es una herejía personal. Y no es herético por lo que ha dicho o
escrito, sino solamente porque es el doctor Arnauld. Es todo cuanto se le puede
oponer. Haga lo que quiera, si no deja de ser el doctor Arnauld, jamás será buen
católico. La gracia de San Agustín nunca será verdadera mientras el doctor
Arnauld la defienda; y sería verdadera si él la impugnase. Y éste sería el seguro y
casi único medio para establecerla y para destruir el molinismo; tal es la
desventura de las opiniones en cuanto el doctor Arnauld las abraza y defiende.
Dejemos, pues, estos debates. Son disputas de teólogos y no de Teología.
Nosotros, que no somos doctores, no tenemos que ver en sus contiendas. Tome v.
md. a su cargo participar a los amigos las novedades de la censura, y quedo, etc.

París, 9 de febrero de 1656.

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CARTA IV

DE LA GRACIA ACTUAL SIEMPRE PRESENTE Y DE LOS PECADOS DE IGNORANCIA.

Señor mío: He tratado con dominicos, con doctores y con otros de este género;
pero no hay como los jesuitas. Faltábame ver a éstos para mi instrucción, porque
los demás no son sino copias. Siempre parecen mejor las cosas en su original.
Visité a uno de los más diestros y sagaces acompañado de mi fiel jansenista, que
había ido conmigo a los dominicos. Y como deseaba ilustrarme particularmente
sobre el debate que los jesuitas tienen con los jansenistas acerca de lo que llaman
gracia actual dije que, pues ignoraba hasta la significación del término, se
tomara la molestia de explicarlo, y me tendría sumamente obligado. De muy buena
gana, me respondió, porque quiero bien a los curiosos. Esta es la definición:
nosotros llamamos gracia actual a una inspiración de Dios por la cual nos hace
conocer su voluntad y nos excita y mueve a quererla cumplir. ¿Y en qué estriba
el debate con los jansenistas? Estriba, respondió, en que nosotros afirmamos que
Dios da gracias actuales a todos los hombres a cada tentación, y sostenemos que
si a cada tentación no tuviese el hombre la gracia actual para no pecar, ningún
pecado, por grande que fuera, podría serle imputado. Y los jansenistas dicen, por
el contrario, que los pecados cometidos sin gracia actual no dejan de ser
imputados. Pero desvarían. Bien sospechaba lo que quería decir, y para obligarle
a que se explicase más claramente, dije: Padre mío, ese vocablo de gracia actual
me ofusca el entendimiento; si V. P. gusta decirme lo mismo en sustancia sin
valerse del término, quedaré muy agradecido. Sí, respondió; queréis que ponga la
definición en lugar del definido, y esto no cambia el sentido del discurso. Está
bien. Tenemos, pues, por principio indudable, que una acción no puede ser
imputada como pecado si Dios no da antes de cometerla el conocimiento del
mal que hay en ella y una inspiración que nos incite a evitarla. ¿Me entiendes
ahora?
Asombrado me dejó este discurso, y de ello inferí que todos los pecados de
imprudencia, y cometidos con total olvido de Dios, no podrían ser imputados,
puesto que antes de cometerlos ni hubo conocimiento del mal que hay en ellos ni
pensamiento de evitarlos. Miré a mi jansenista, y comprendí por su actitud que no
era de semejante parecer: pero como no respondía, dije: Padre mío: me holgara
de que lo que V. P. dice fuera verdad y estuviese fundado sobre pruebas
concluyentes. ¿Quieres que te muestre algunas?, insistió. Pues aguarda; te
enseñaré las mejores; déjame hacer. Y con esto fue apresuradamente a buscar sus
libros.
Entretanto pregunté a mi amigo: ¿Hay algún otro que opine como éste? ¿Tan

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nuevo te parece lo que ha dicho?, respondió. Pues advierte que nunca los Santos
Padres, ni los Papas, ni los Concilios, ni la Sagrada Escritura, ni libro alguno de
devoción, por moderno que sea, hablan de tal manera. De todos éstos no traerá
ninguno, pero de casuistas y escolásticos nuevos, traerá buen número. ¿Qué
importa? De tales autores, dije, me burlo, si son contrarios a la tradición. Tienes
razón, repuso. A lo cual llegó el padre cargado de libros, y alargándome el que
tenía más a mano: Lee, me dijo, La Suma de los Pecados, por el padre Bauny, que
es ésta, y de la quinta edición, para que conozcas si es buen libro. Lástima, dijo
bajito mi jansenista, que ha sido condenado en Roma, y por los obispos de
Francia. Mira, prosiguió el padre, la página 906. Púseme a leer, y encontré estas
palabras: Para pecar y ser culpable ante Dios es preciso conocer que lo que se
quiere realizar es malo, o por lo menos que se dude, tema o juzgue que la
acción no agrada a Dios, que la prohibe; y no obstante se ejecute y se
quebrante el precepto satisfaciendo el apetito; y no cejar. ¡Bravo principio!,
exclamé. Pues mira: advierte lo que hace la envidia. Sobre esto Mr. Hallier, antes
de ser de los nuestros, se mofaba del Padre Bauny aplicándole estas palabras:
ECCE qui tollit pecata mundi; ESTE es el que quita los pecados del mundo.
Verdad, añadí, que el Padre Bauny halló un nuevo modo de redimir a los hombres
y librarlos del pecado.
¿Quieres, continuó el padre, que te muestre una autoridad más auténtica? Toma
este libro del Padre Annat. Es el último que compuso contra el doctor Arnauld;
lee en la página 34 donde está doblada la hoja. Y mira los renglones que tengo
señalados con lápiz; son palabras de oro. Hallé pues: El hombre que no tiene ni
el menor pensamiento en Dios, ni en sus pecados, y que de ninguna manera
aprende (es decir, según me lo interpretó, que no tiene la menor noticia) de la
obligación de ejercer actos de amor de Dios o de contrición, no tiene gracia
actual, pero es cierto también que no peca dejando de ejercer estos actos, y si
se condenare no será en pena de esta omisión. Y más abajo: lo mismo se puede
decir de una conmisión culpable.
Ves, dijo el padre, cómo habla de todos los pecados, así de conmisión como de
omisión; no olvida nada. ¿Qué dices a esto? ¡Que me place semejante doctrina!
Hermosas consecuencias se pueden deducir. ¡Cuántos misterios se me
representan! Veo sin comparación, más gente justificada por esta ignorancia y este
olvido de Dios, que por la gracia y los sacramentos. Pero, padre mío, ¿no es falsa
la satisfacción que V. P. me ofrece? ¿Es como aquella gracia suficiente que no es
suficiente? Firmemente temo el distingo; ya me hallé otras veces comprometido
en él. ¿Habla V. P. sinceramente? ¡Cómo!, dijo acalorándose. No hay que burlarse;
aquí no hay equívoco. No me burlo, contesté; pero temo que no sea eso así, a
pesar de que lo deseo vivamente.

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Pues para cerciorarte, me dijo, toma los escritos de M. Le Moine, y hallarás la
misma doctrina que ha profesado públicamente en la Sorbona; verdad es que la
sacó de nosotros, pero él la dilucidó acertadamente. ¡Qué bien la explicó y
confirmó! Dice: que para que una acción sea pecado es menester que todo esto
pase en el alma. Lee y reflexiona cada palabra. Hallé en latín lo siguiente: I. Por
una parte infunde Dios en el alma algún amor que hace inclinar al hombre
hacia lo que la ley manda, y por otra la sensualidad rebelde le solicita a hacer
lo contrario. II. Dios le inspira un conocimiento de su flaqueza. III. Dios le
inspira la noticia del médico que le ha de curar. IV. Dios le inspira el deseo de
su remedio. V. Dios le inspira el deseo de orar y de implorar su auxilio. Y si
todo esto no pasa en el alma, añade el buen jesuita, la acción no es propiamente
pecaminosa, y no puede ser imputada, como M. Le Moine lo asegura en ese
mismo lugar y en lo demás que sigue.
¿Quieres todavía más autoridades? Aquí las tienes. Pero modernas todas, me
dijo al oído mi jansenista. Ya lo veo, contesté. Y volviéndome al jesuita repuse:
De molde viene esta doctrina para algunos que conozco; yo los haré venir acá.
Puede ser que V. P. no haya visto otros que estén más puros ni más limpios de
todo pecado; porque nunca piensan en Dios; los vicios se antepusieron en ellos al
uso de la razón. Nunca conocieron ni su flaqueza, ni el remedio que los puede
curar. Jamás han pensado en desear la salud de su alma, y mucho menos, en
pedir a Dios que se la diese. De suerte que todavía están en estado de inocencia
bautismal, según la doctrina de Mr. Le Moine. Nunca han pensado en amar a
Dios, ni en dolerse de los pecados; y así, conforme dice el Padre Annat, jamás
cometieron pecado alguno por defecto de caridad y de penitencia. Pasan toda la
vida buscando nuevos deleites, sin que el menor remordimiento de conciencia
haya interrumpido el ímpetu de sus pasiones. Teníalos por perdidos; pero V. P. me
enseña que estos mismos excesos aseguran su salvación. Bendito sea V. P., que así
justifica y salva la gente. Otros enseñan a curar las almas con penosas
austeridades, pero V. P. muestra que, las que se creían estar más desahuciadas de
remedio, están sanas y buenas. ¡Qué gallardo medio para ser dichoso en este
mundo y en el otro! Siempre había pensado que cuanto más alejado estaba Dios
de nuestro pensamiento, tanto más gravemente se pecaría; pero por lo que oigo,
cuando un hombre ha llegado al extremo de no acordarse de Dios poco ni mucho,
todo se vuelve puro y limpio en su por venir. Quiten allá los que conservan
todavía algún amor a la virtud: todos estos pecadores a medias serán condenados.
Pero aquellos pecadores endurecidos, pecadores sin mezcla, absolutos y
consumados, no tienen que temer el infierno. Han engañado al demonio a fuerza
de abandonarse a él.
El buen padre, al ver que de su principio se sacaban estas consecuencias, se

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evadió con destreza, y sin enojarse, sea por prudencia, o por natural blandura,
sólo me dijo: Para que entiendas que nosotros conocemos estos inconvenientes,
has de saber que aun cuando afirmamos que los pecadores que tú dices no
pecarían si desconociesen la voluntad de convertirse y el deseo de volver a Dios,
también decimos que no hay ninguno que no tenga tales impulsos, y que nunca
Dios ha dejado pecar a un hombre sin darle primero el conocimiento del mal que
va a cometer y el deseo de evitar el pecado, o por lo menos de implorar su divino
auxilio para poderlo evitar; y sólo los jansenistas dicen lo contrario.
Pues cómo, padre mío, repliqué, ¿la herejía de los jansenistas consiste en negar
que cada vez que el hombre peca le remuerde la conciencia, y que sin embargo,
vencido el remordimiento, quiebra el precepto y pasa adelante, como dice el
Padre Bauny? En verdad que es ridícula la herejía. Siempre juzgué que muchos se
condenaban por no tener ningún pensamiento bueno; pero que alguno se condene
por no creer que todo hombre los tiene, es lo que nunca imaginé. Pero la
conciencia me obliga a desengañaros y decir a V. P. que hay mil personas que no
tienes estos deseos y pecan sin temor ni remordimiento, que pecan con alegría y
se vanaglorian de su pecado. ¿Y quién puede saberlo mejor que V. P.?
Seguramente confiesa a alguno de éstos, porque suelen hallarse entre los
caballeros de distinción. Pero advierta V. P. las perniciosas consecuencias de
vuestra máxima. ¿No ve los efectos que puede producir en los libertinos, que no
buscan sino la ocasión para dudar de nuestra religión? ¿No es esto darles un
pretexto para ello, cuando se les dice, como si fuera artículo de fe, que al cometer
un pecado siempre sienten en sí un impulso divino y un deseo interior de no
pecar? Y ¿no es visible que hallándose convencidos, por propia experiencia, de
la falsedad de vuestra doctrina en este punto, que decís ser de fe, sacarán la
consecuencia para dudar de toda la religión, y dirán que si los jesuitas no son
verídicos en un artículo, serán sospechosos en todos, y deducirán que la religión
es falsa, o que la Compañía sabe muy poco de ella?
Pero mi compañero, apoyando mis razones, dijo: Muy bien haría V. P. para
conservar su doctrina, en no explicar con tanta claridad como lo ha hecho con
nosotros lo que entiende por gracia actual; porque ¿cómo podríais declarar
abiertamente, sin poner en riesgo toda creencia, que nadie peca sin que tenga
primero el conocimiento de su flaqueza, la noticia del médico, el deseo de su
remedio y la voluntad de pedírselo a Dios? ¿Quién creerá, bajo la palabra de V.
P., que aquellos que están totalmente entregados a la avaricia, a la deshonestidad,
a las blasfemias, al duelo, a la venganza, al hurto y a los sacrilegios, tienen
verdaderamente el deseo de abrazar la castidad, la humildad, y las demás virtudes
cristianas?
¿Quién creerá que aquellos antiguos filósofos que realzaban tanto las fuerzas de

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la naturaleza, hayan conocido la flaqueza y la enfermedad del alma y el médico
para curarla? ¿Dirá V. P. que los que tenían por máxima inconcusa, que no es Dios
quien da la virtud, y que no ha habido jamás alguno que se la haya pedido,
hayan pensado en pedírsela?
¿Quién podrá creer que los epicúreos, que negaban la Providencia Divina,
hayan tenido deseo de orar, puesto que ellos mismos decían, que era hacer
injuria a Dios invocarle en nuestras necesidades, como si su divina Majestad
se hubiera de divertir en pensar o cuidar de nosotros?
Y finalmente ¿quién podría imaginar que los idólatras, y los ateos tengan en
todas las tentaciones que los conducen a pecar infinitas veces en la vida, el deseo
de orar y pedir las verdaderas virtudes que ignoran, a un Dios verdadero que no
conocen?
Como que diremos, respondió muy resuelto el padre, antes de decir que se peca
sin tener conocimiento del mal, y sin tener deseo de la virtud contraria, que todo
el mundo, que todos los impíos y todos los infieles tienen estas inspiraciones y
estos deseos a cada tentación; y no me podréis probar lo contrario, al menos por
la Sagrada Escritura.
Le tomé la palabra y repuse: pues qué, ¿habremos menester acudir a la Sagrada
Escritura para probar una cosa tan clara? No tiene aquí lugar la fe, ni aun es punto
que haya de ventilarse a fuerza de razones. Es un punto de hecho, es una cosa que
vemos, que sabemos, que sentimos en nosotros mismos.
Pero mi jansenista, ateniéndose a lo que el Padre exigía, dijo: Ya que V. P. nos
remite a la Sagrada Escritura, me contento; pero no se olvide de ella V. P. y pues
está escrito: que no ha revedado Dios sus juicios a los gentiles, y que los ha
dejado errar en sus caminos, no diga V. P. que Dios ha dado luz a aquellos, que
los sagrados libros aseguran, fueron dejados en poder de las tinieblas y en
medio de la sombra de la muerte. ¿No basta, para vencer el error de la doctrina
que V. P. sostiene, ver que San Pablo dice de sí mismo; que es el primero de los
pecadores, por un pecado que declara haber cometido por ignorancia y llevado
ciegamente de su celo? ¿No basta ver por el evangelio que los que crucificaban a
Jesucristo necesitaban del perdón que el mismo Señor pedía por ellos, bien que
no conocían la maldad de su acción, y que a tener ese conocimiento, según San
Pablo, no la hubieran cometido?
¿No basta que Jesucristo nos advierta que habrá perseguidores de la Iglesia
que, procurando derribarla, pensarán que hacen un servicio a Dios, para darnos a
entender que ese pecado, con ser el mayor de todos, según dice el Apóstol, le
pueden cometer aquellos que están tan ajenos de pensar que pecan, que antes
creerían pecar si no lo hicieran? Y finalmente ¿no basta que el mismo Señor haya
enseñado que hay dos géneros de pecadores, unos que pecan con conocimiento y

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otros que pecan sin él, y que unos y otros serán castigados, aunque con penas
diferentes?
Viéndose cogido con tantos testimonios de la Sagrada Escritura a la que había
recurrido, comenzó a aflojar y concediéndonos que los judíos pecaban sin tener
inspiración alguna, dijo: Por lo menos no se negará que los justos nunca pecan sin
que Dios les dé... Retrocedéis, padre mío, interrumpí; esto es desdecirse. V. P.
desampara su principio general, y viendo que ya no es aplicable a los pecadores,
quisiera entrar en componendas, y dejarlo subsistir en pie, a lo menos para los
justos. Mas así veo esta doctrina muy contraída, porque no valdrá ya sino
respecto de muy pocos, y casi no vale la pena de discutírsela a V. P.
Pero mi compañero, que habría estudiado la cuestión esta misma mañana, según
estaba pronto a la réplica, objetó: Padre mío, ésta es la última trinchera donde
apoyan su retirada los de vuestro partido que han entrado en disputa; mas tampoco
está V. P. seguro en ella. Este ejemplo de los justos no es más favorable. ¿Quién
duda que éstos caen frecuentemente en pecado, por sorpresa, sin advertirlo? ¿No
sabemos por los Santos mismos de qué manera la sensualidad les tiende lazos
secretos, y generalmente acontece que por sobrios que sean, dan a su apetito lo
que piensan dar a la necesidad, como San Agustín lo dice de sí mismo en sus
Confesiones?
Cuán ordinario es ver a los más fervorosos exaltarse en la disputa movidos por
su propio interés, sin que su conciencia los culpe; antes piensan que lo hacen en
favor de la verdad, y a veces no caen en ello sino mucho tiempo después. ¿Qué
diremos de aquellos que hacen con ardor cosas efectivamente malas, porque las
creen efectivamente buenas; como vemos ejemplos en la Historia Eclesiástica? Y
esto no quita que según los Santos Padres, hayan pecado en esas ocasiones. Y si
no fuera así, ¿cómo los justos tendrían pecados ocultos? ¿Cómo sería verdad que
sólo Dios conoce cuántos y cuáles son, que nadie sabe si es digno de amor o de
odio, y que los más santos siempre deben vivir con temor, aunque no se sientan
culpados, como San Pablo lo dice de sí mismo?
Comprenda, pues, padre mío, que los ejemplos aducidos, así de los justos
como de los pecadores, destruyen igualmente la doctrina que supone que para
pecar sea necesario conocer antes el mal y amar la virtud opuesta; ya que es
cierto que la pasión de los malos por los vicios atestigua que carecen de todo
deseo de virtud, y el amor que los justos tienen a la virtud demuestra claramente
que no siempre conocen si son pecados los que cometen cada día, según la
Escritura. Y es tanta verdad que los justos pecan así, como es raro que un gran
santo peque de otra manera. Porque ¿cómo se podría creer que aquellas almas tan
puras, que huyen con tanto cuidado y fervor de la menor cosa que pudiera ofender
a Dios luego que lo advierten, y que, sin embargo, pecan muchas veces en un día,

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tuviesen cada vez antes de pecar, el conocimiento de su flaqueza en esa ocasión,
la noticia del médico y el deseo de su remedio, y la voluntad de orar para pedir
a Dios que les socorra; y que a pesar de todas estas inspiraciones, estas almas
tan santas no dejasen de pasar adelante y de cometer el pecado?
Concluya, pues, V. P. que ni los pecadores, ni aun los más justos, tienen siempre
estos conocimientos, estos deseos y estas inspiraciones todas las veces que
pecan; es decir, usando vuestros términos, que no tienen siempre la gracia actual
en todas las ocasiones pecaminosas. Y no insista V. P. con sus nuevos autores, en
que es imposible pecar, a menos que se conozca la justicia: diga con San Agustín
y con los antiguos Padres, que es imposible no pecar, cuando no se conoce la
justicia: necesse est ut peccet, a quo ignoratur justitia.
Viéndose el buen padre tan imposibilitado de sostener su opinión, así respecto
de los justos como respecto de los pecadores, no por eso desanimó. Y después de
haber pensado un rato nos dijo: Ahora voy a convenceros; y volviendo a tomar su
P. Bauny en el mismo lugar que nos había mostrado: Mirad, mirad, prosiguió, la
razón que pone para fundar su concepto. Bien cierto estaba que no le habían de
faltar pruebas. Leed lo que cita de Aristóteles, y veréis que sobre una autoridad
tan respetable, o será menester quemar los libros de este príncipe de los filósofos
o declararse en favor de nuestra opinión. Escuchad, pues, los principios que
establece nuestro P. Bauny. Primeramente dice, que una acción no puede ser
vituperada cuando es involuntaria. Esto concedo yo, dijo mi amigo. Esta es la
vez primera, exclamé, que os veo de acuerdo. No pase V. P. adelante. No se hace
nada con esto, me respondió; porque es preciso saber qué condiciones son
necesarias para que una acción sea voluntaria. Mucho temo, padre mío, que
sobrevenga a V. P. otra contradicción en este punto. No has de temerlo, me dijo:
Aristóteles está conmigo. Escucha atento lo que dice el P. Bauny: Para que una
acción sea voluntaria, es menester que proceda de hombre que ve, que sabe,
que penetra el bien o el mal que hay en ella. VOLUNTARIUM EST, como
comúnmente se dice con el filósofo. Bien sabes que éste es Aristóteles, me dijo,
apretándome los dedos, quod fit a principio cognoscente singula, in quibus est
actio. De manera que cuando la voluntad se determina sin examen, y al vuelo, a
amar o aborrecer, a hacer o dejar de hacer alguna cosa, antes que el
entendimiento haya podido ver si hay mal en amarla o en aborrecerla, en
hacerla o dejarla: entonces tal acción ni es buena ni es mala; porque antes de
esta investigación, conocimiento y reflexión del espíritu sobre las cualidades
buenas o malas de aquello que se pone por obra, la acción que interviene no es
voluntaria.
Pues bien, me dijo el padre, ¿estás satisfecho? Parece, respondí, que
Aristóteles es del sentir del P. Bauny, pero no deja de sorprenderme. Pues qué,

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padre mío, ¿no basta para obrar voluntariamente, que sepa yo lo que hago, y que
no lo hago solamente porque quiero hacerlo, sino que, además, es menester que
vea, que sepa y que descubra lo que hay de bien o de mal en la acción? Si esto
es así muy pocas acciones voluntarias habrá en la vida, porque son pocos los que
atiendan a todo. ¡Cuántos juramentos se echan en el juego, cuántos excesos se
cometen en las borracheras, cuántos desórdenes en las carnestolendas, que no son
voluntarios según esta opinión, y por consiguiente ni buenos ni malos, porque no
van acompañados de aquellas reflexiones sobre las calidades buenas o malas de
lo que se hace! Pero ¿es posible padre mío, que Aristóteles haya tenido tal
pensamiento? Siempre oí decir que fue hombre inteligente y docto.
Yo te diré lo que hay en esto, interrumpió mi jansenista. Y habiendo pedido al
padre la Moral de Aristóteles, abrió el principio del libro tercero de donde el
Padre Bauny sacó las palabras de referencia, y dijo al buen padre: Os perdono
haber creído sobre la fe del padre Bauny, que Aristóteles era de tal sentir; pero si
V. P. lo hubiera leído no fuera de tal parecer. Verdad es que enseña, que para que
una acción sea voluntaria es menester conocer las particularidades de aquella
acción; SINGULA in quibus est actio. Pero entiende Aristóteles por esto, las
circunstancias particulares de la acción, como claramente se ve por los ejemplos
que da, alegando solamente aquellos en que se ignora alguna de esas
circunstancias, como de una persona que, queriendo montar una máquina, se le
va una saeta y hiere impensadamente a uno; de Merope que mató a su hijo
pensando matar a sus enemigo; y otros semejantes.
Por donde verá V. P. cuál es la ignorancia que hace las acciones involuntarias;
y que no es sino la de las circunstancias particulares, que los teólogos llaman,
como V. P. sabe muy bien, ignorancia del hecho. Mas en cuanto a la de derecho,
esto es, en cuanto a la ignorancia del bien o del mal que hay en la acción, y de la
que aquí sólo se trata: veamos si Aristóteles es del sentir del padre Bauny. Estas
son sus palabras: Todos los malvados ignoran lo que deben hacer, y lo que
deben evitar, y esto mismo los hace malos y viciosos. Por lo cual no se puede
decir, que por cuanto un hombre ignora lo que debe hacer de obligación, su
acción sea involuntaria. Porque esta ignorancia en la elección del bien o del
mal, no hace que una acción sea involuntaria, pero sí viciosa. Lo mismo se debe
decir de aquel que ignora en general las reglas de su obligación, puesto que
esta ignorancia hace a los hombres dignos de vituperio, y no de excusa. Y así la
ignorancia que hace las acciones involuntarias y excusables es aquella
solamente que mira el hecho en particular y sus circunstancias singulares;
porque entonces tienen lugar el perdón o la excusa, como en quien ha obrado
contra su propia voluntad.
Visto esto, padre mío, ¿volverá V. P. a decir que Aristóteles es de su opinión?

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Y ¿quién no se admira de ver que un filósofo gentil haya tenido más luz que
vuestros doctores, en una materia que importa tanto a la doctrina moral y al
gobierno y dirección de las almas, como es saber cuáles son las condiciones que
hacen las acciones voluntarias o involuntarias, y por consiguiente cuáles excusan
o no excusan de pecado? Ya no tiene V. P. refugio en este Príncipe de los
filósofos, y crea al Príncipe de los teólogos, que decide así este punto en su libro
1, de sus Retr., capítulo 15: Los que pecan por ignorancia no obran sino porque
quieren obrar, bien que pecan sin querer pecar. Y así este mismo pecado de
ignorancia no se puede cometer sin la voluntad, que se lleva a la acción y no al
pecado: y esto no quita que la acción no sea pecado, porque basta que se hizo
lo que no debía hacerse.
Parecióme que el buen padre había quedado algo más sorprendido por el
parecer de Aristóteles, que por el de San Agustín. Pero al tiempo que pensaba en
lo que había de responder, le vinieron a decir que la señora Maríscala de... y la
señora Marquesa de... le llamaban. Y así, dejándonos apresuradamente.
Comunicaré este punto, dijo, a nuestros padres; ellos le hallarán salida; algunos
tenemos aquí muy agudos. Conocimos luego lo que era, y al quedarnos solos,
manifesté a mi amigo el asombro que me causaba el desorden que esta doctrina
introducía en la moral. Y me respondió: En verdad tu asombro me admira, ¿Luego
no sabes que los excesos de estos padres son todavía mayores en la moral que en
otras doctrinas? Citome algunos ejemplos extraños y defirió para otra vez lo
demás que tenía que decirme, y que espero será el objeto de nuestra primera
conversación. Entretanto quedo de v. md., etc.

París, 25 de febrero de 1656.

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CARTA V

OBJETO DE LA NUEVA MORAL JESUÍTICA. DOS CLASES DE CASUISTAS. DOCTRINA DE LA


PROBABILIDAD. TURBA DE AUTORES MODERNOS Y DESCONOCIDOS.

Señor mío: Para cumplir mi ofrecimiento, paso a manifestar a v. md. los


primeros perfiles de la moral de los jesuitas, de estos hombres eminentes en
doctrinas y sabiduría, dirigidos por la sabiduría divina, que es más segura que
toda la filosofía. Acaso piense v. md. que me chanceo, pero hablo seriamente, o
mejor dicho, los jesuitas lo dicen de sí mismos en su libro titulado Imago primi...
sœculi; pues tanto en este elogio, como en los demás, me limito a copiar sus
palabras: Esta es una compañía de hombres, o más bien de ángeles, que fue
profetizada por Isaías en estas palabras: andad, ángeles, prontos y veloces. ¿La
profecía no es clara? Son espíritus de águila; es una bandada de fénix,
habiendo probado poco ha cierto autor que hay muchos. Han mudado la faz de
la cristiandad. Es forzoso creerlo así, puesto que ellos mismos lo aseguran. Y
ahora lo verá v. md. por este discurso que revela sus máximas.
Quise informarme más y mejor, y no fiando sólo de mi amigo, fui a comunicar
con los mismos jesuitas; pero hallé que nada me había dicho que no fuese cierto.
Creo que jamás miente, v. md. lo verá por las conferencias que tuvimos. En la
última, me manifestó cosas tan extrañas que se me hacía duro creerlas, pero me
las mostró en los libros de aquellos padres, de tal modo, que sólo pude decir en
su defensa que ésas eran doctrinas de algunos particulares, y que no era justo
imputarlas a todo el cuerpo. En efecto, le aseguré que conocía algunos que
guardaban tanta severidad y rigor, cuanta era la blandura de los relajados que me
citó. Dióle ocasión mi plática para descubrirme el espíritu de la Compañía, que
no todos conocen, y puede ser que v. md. se complazca en saberlo. Vea lo que me
dijo:
Piensas hacer mucho en favor de los jesuitas, diciendo que tienen padres tan
conformes con la doctrina evangélica como otros le son contrarios, y de aquí
concluyes que aquellas opiniones tolerantes no son de toda la Compañía. Bien lo
sé; porque si así fuera, no sufriría a los que opinaran de un modo contrario. Pero
como además admite y tolera los que profesan una doctrina tan libre, deduce
también, que el espíritu de la Compañía no es el de la severidad cristiana, porque
de ser así no sufriría a los que se hallan tan alejados de ella.
¡Vaya!, respondí; según lo dicho, ¿cuál puede ser el propósito del cuerpo
entero? Sin duda no tiene ninguno fijo, y cada individuo goza de libertad para
decir cuanto piensa a la ventura. Esto no puede ser, me replicó. No podría
subsistir un cuerpo tan importante con una conducta tan temeraria, y sin un alma

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que gobierne y regule sus movimientos. Además, tienen un mandato particular de
no imprimir cosa alguna sin licencia de los superiores. Bien está, dije, pero
¿cómo pueden los superiores consentir máximas tan diferentes? Esto es lo que voy
a explicarte, me contestó.
Has de saber que el objeto de los padres jesuitas no es viciar ni corromper las
costumbres; no es éste su designio; pero tampoco tienen por único fin el
corregirlas y reformarlas, porque sería una mala política. Este es su pensamiento.
Tienen bastante buena opinión de sí mismos, para creer que es útil y hasta
necesario al bien de la religión, que su crédito se extienda por todas partes, y que
ellos gobiernen todas las conciencias, y como las máximas evangélicas y severas
son propias para dirigir cierta clase de personas, se valen de ellas cuando les son
favorables. Pero como estas mismas máximas no se ajustan al propósito de la
mayor parte de los hombres, no las imponen, y toman otras que han forjado para
satisfacer y dar gusto a todo el mundo.
Por esta razón, habiendo de tratar como tratan con personas de todo género de
estados y de naciones tan diferentes, es necesario que tengan casuistas apropiados
para tanta diversidad. Deduce, pues, fácilmente, que si no tuvieran en su
Compañía más que casuistas relajados, destruirían su designio principal que
consiste en apoderarse de todo el mundo, puesto que los verdaderamente
piadosos buscan las reglas más severas. Pero como éstos son escasos no
necesitan de muchos directores rigurosos para gobernarlos: tienen poco para
poco, y como el número de los que buscan facilidades es mayor, tienen para éstos
una infinidad de casuistas relajados.
Con esta conducta acomodaticia y flexible, como la llama el padre Petau,
alargan los brazos a todo el mundo y a nadie desechan. Porque si se presenta
alguno que tenga resolución de restituir la hacienda mal ganada, no temas que le
disuadan: antes alabarán y confirmarán tan santa resolución; pero al presentarse
otro que quiera ser absuelto sin restituir ha de ser por muy difícil el caso para que
no le proporcionen medios para librarse de aquella obligación por su palabra.
Así conservan sus amigos, y se defienden de todos sus enemigos. Porque si los
acusan de relajados en extremo, sacan a relucir sus directores austeros, en
algunos libros que tratan del rigor de la ley cristiana, con lo cual los sencillos, y
los que no profundizan las cosas, quedan satisfechos sin más prueba.
Así tienen de todo, y para todo género de personas, y responden tan
perfectamente a lo que se les pregunta, que cuando ellos se hallan en países donde
un Dios crucificado pasa por grande desatino, suprimen el escándalo de la cruz, y
predican a Jesucristo glorioso y no a Jesucristo padeciendo, como lo hicieron en
las Indias y en la China, donde permitieron a los cristianos la idolatría, con la
sutil invención de llevar escondida bajo los vestidos una imagen de Jesucristo, a

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la cual habían de dirigir mentalmente las adoraciones públicas que hicieran al
ídolo Cachimchoan y a Keuumfucum, como el dominico Gravina les reprocha; y
lo acredita la memoria presentada al rey de España Felipe IV por los frailes
menores de las Islas Filipinas, según refiere Tomás Hurtado en su libro del
Martirio de la fe, página 427. De tal suerte que la congregación de los
Cardenales de propaganda fide se vio obligada a prohibir con especialidad a los
jesuitas, so pena de excomunión, que permitiesen la adoración de los ídolos bajo
cualquier pretexto, y ocultar el misterio de la Cruz a los que instruían en la
religión, mandándoles categóricamente que no bautizaran a los que ignoraban este
misterio, y que expusieran en sus iglesias la imagen del crucifijo; según aparece
extensamente en el decreto de la congregación dado en 9 de julio del año 1646,
firmado por el cardenal Caponi.
Ved de qué manera los jesuitas se han esparcido por toda la tierra, valiéndose
de la doctrina de las opiniones probables, origen y base de todo este
desconcierto. Infórmate de ellos mismos y te lo dirán, porque a nadie ocultan este
artificio de la probabilidad ni lo demás que acabas de oír, con la sola diferencia
de que encubren su prudencia humana y su política con el pretexto de una
prudencia divina y cristiana; como si la fe y la tradición que la mantiene no fuese
siempre una misma e invariable en todo tiempo y lugar; como si la regla se
hubiese de doblegar por convenir con lo que le debe ser conforme; y como si las
almas para purificarse de sus defectos, hubiesen de corromper la ley del Señor, en
lugar de que la ley del Señor sin mancha y toda santidad, es la que debe
convertir las almas y ajustarías a las instrucciones saludables.
Infórmate, pues, de esos buenos padres, y estoy seguro de que fácilmente en las
tolerancias de su moral, notarás la causa de la doctrina que enseñan acerca de la
gracia. Verás las virtudes cristianas deformadas y desprovistas de la caridad que
es su alma y su vida; verás tantos delitos paliados, tantos desórdenes tolerados,
que ya no extrañarás que sostengan que todos los hombres tienen siempre gracia
suficiente para vivir en piedad de la manera que ellos la entienden. Como su
moral es pagana, la naturaleza por sí basta para observarla. Cuando nosotros
decimos que la gracia eficaz es necesaria para ejercer acciones virtuosas, estas
virtudes son muy diferentes de las que ellos suponen. No queremos que un vicio
sea remedio de otro, ni que los hombres hagan solamente obras exteriores de
religión: pedimos virtudes más estimables que las de los fariseos hipócritas y las
de los sabios gentiles; porque para estos, la ley y la razón son gracias suficientes.
Pero desarraigar un alma del amor del mundo; arrancarla de lo que más quiere;
para que muera para sí misma; para llevarla y unirla única e indisolublemente con
Dios: es obra de una mano omnipotente; y querer persuadir que estas virtudes
cristianas están a nuestro alcance, y que siempre tenemos gracia suficiente para

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ejercitarlas, es cosa tan fuera de razón, como negar que las virtudes desprovistas
de amor de Dios, y que los jesuitas confunden con las cristianas, estén en nuestro
poder.
Esto es lo que me dijo con harto dolor, porque efectivamente siente en el alma
esta depravación de la doctrina cristiana. Y yo quedé considerando, no sin
admiración, la excelente política de los buenos padres; y siguiendo el consejo de
mi amigo fuime a un buen casuista de la compañía. Conocíale de tiempo atrás,
quise de propósito renovar nuestras relaciones, y como ya sabía cómo había de
tratar con ellos, fácilmente le hice entrar en materia. Hízome desde luego, grandes
agasajos, porque nunca me faltó su afecto; y después de algunos discursos
indiferentes, el tiempo en que estábamos me dio la ocasión de entrar
insensiblemente a tratar del ayuno. Le manifesté que con mucho trabajo lo
soportaba: exhortóme a que me hiciera fuerza; pero como yo proseguía
quejándome, toquéle al corazón, y se puso muy de propósito a buscar alguna
causa de dispensa, y efectivamente me ofreció muchas que no me convenían, y me
preguntó por fin, si dormía mal por no haber cenado. Muy mal, padre mío, dije, y
esto me obliga muchas veces a hacer colación al mediodía y cenar por la noche.
Me alegro mucho, replicó, de haber hallado un medio de poderte aliviar sin que
peques. No tienes obligación de ayunar. No quiero que sólo me creas por mi
palabra: vente conmigo a la biblioteca. Fui allá, y tomando un libro: Mira la
prueba, me dijo, y ¡sabe Dios cuál! Este es Escobar. ¿Quién es Escobar, padre
mío? Pues qué, ¿no conoces a Escobar, de nuestra Compañía, que compuso esta
Teología moral sacada de veinticuatro de nuestros padres, por lo que hace en el
prólogo una alegoría de este libro con el del Apocalipsis, que estaba sellado con
siete sellos; y dice que Jesucristo le ofrece así a los cuatro animales: Suárez,
Vázquez, Molina y Valencia, en presencia de veinticuatro jesuitas que
representan los veinticuatro ancianos? Leyó toda la alegoría, y le parecía muy
buena y a propósito para darme a conocer la excelencia de la obra; y buscando
luego el lugar donde trataba del ayuno: Este es, me dijo, tr. 1, ex. 13, n. 67. Quien
no puede dormir sin cenar ¿está obligado al ayuno?. De ninguna manera.
¿Estás contento? No del todo; porque bien puedo llevar el ayuno haciendo
colación al mediodía y cenando a la noche. Mira, pues, lo que sigue, anadió, todo
lo han previsto nuestros padres. Y si puede pasar con una colación por la
mañana y cenar a la noche, ¿tendría obligación de hacerlo?. Este es
puntualmente el caso. No; ni aun entonces está obligado al ayuno, porque nadie
tiene obligación de invertir el orden de sus comidas. ¡Qué linda razón!, dije yo.
Pero dime, prosiguió él, ¿acostumbras a beber mucho vino? No, padre mío, no lo
puedo soportar. Lo preguntaba, respondió, para advertirte que podías beber por la
mañana, y siempre que quisieras, sin quebrantar el ayuno; y en el vino se halla

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algún sustento. Aquí está la decisión en este mismo lugar n. 75. ¿Se puede sin
quebrantar el ayuno beber vino a cualquier hora y aunque sea en mucha
cantidad? Sí se puede, y aunque fuese hipocrás. No me acordaba yo de este
hipocrás, dijo el padre; lo apuntaré con otras cosas curiosas que tengo anotadas
en mi librillo de memorias. Admirable hombre, repuse, es Escobar. Todo el
mundo le aprecia, respondió el padre. Presenta interesantes cuestiones. Repara
ésta en el mismo lugar n. 38: Si un hombre duda si tiene veintiún años, ¿tiene
obligación de ayunar? No. Pero si cumpliera veintiún años a la una, después de
medianoche, y mañana fuese día de ayuno, ¿estaría obligado a ayunar? No;
porque podría comer todo lo que quisiere de medianoche hasta la una, por no
haber cumplido hasta entonces los veintiún años, y así estando en su mano
quebrantar el ayuno, no tiene obligación de guardarle. ¡Oh, qué bien!, es
divertido, dije yo. No es posible dejar este libro de las manos, me respondió, de
día y de noche lo leo; no hago otra cosa.
Viendo el buen padre que aquello me gustaba, se alegró y prosiguió: Mira este
lugar de Filiutius, que es uno de los veinticuatro jesuitas, t. 2, tr. 27, part. 2, c. 6,
n. 143: Un hombre que se fatigó con mal fin, como en perseguir a una doncella
ad insequedam amicam, ¿está obligado a ayunar? De ninguna manera. Pero si
se fatigó expresamente por quedar dispensado del ayuno, ¿tendrá obligación de
guardarle? No, aunque haya tenido ese intento formal. ¿Lo ves?, preguntó;
¿hubiéraslo creído? En verdad, padre mío, que me cuesta creerlo. ¿No es pecado
dejar de ayunar cuando se puede? ¿Es permitido buscar las ocasiones de pecar?
¿No es menester huirlas? ¡Sería muy cómodo! No siempre, me dijo, esto es según.
¿Según qué?, aduje. ¡Oh, oh!, replicó el padre: y si se recibiese alguna
incomodidad en huir las ocasiones, ¿te parece que habría alguna obligación de
huirlas? Pues no lo siente así el padre Bauny, página 1.084. No se debe negar la
absolución a los que persisten en las ocasiones próximas del pecado, si se
hallan en estado de no poderlas dejar sin dar motivo a que el mundo murmure,
o sin que ellos mismos reciban alguna incomodidad. Alégrome de esto, padre
mío; no falta más que decir que se puede de propósito deliberado buscar las
ocasiones, pues es permitido no huirlas. Algunas veces hasta esto es lícito, añadió
el padre. El célebre casuista Basilio Ponce lo ha dicho, y el padre Bauny cita y
aprueba su sentir, como se ve en el Tratado de la Penitencia, a. 4, p. 94. Es lícito
buscar directamente y por sí una ocasión, primo et per se, cuando se ofrece y
conduce a un bien espiritual o temporal del prójimo o nuestro. En verdad, dije
yo, me parece un sueño cuando oigo hablar a religiosos de esta manera. Pues,
padre mío, dígame en conciencia: ¿V. P. es de este sentir? No por cierto,
respondió el padre. Luego, ¿V. P. habla contra su conciencia? De ninguna manera,
dijo: yo no hablé aquí según mi conciencia, sino según la de Ponce, y la del padre

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Bauny, a los que puedes seguir con seguridad, porque son hombres doctos. ¿De
suerte, padre mío, que sólo por concibir esos tres renglones en sus libros,
hicieron lícito el buscar las ocasiones de pecar? Siempre creí que no debíamos
seguir otra regla más de la Sagrada Escritura y la tradición de la iglesia, y no
vuestros casuistas. ¡Oh Dios mío!, exclamó el padre, me recuerdas los
jansenistas. ¿Pues, acaso el padre Bauny y Basilio Ponce no tienen autoridad
bastante para hacer una opinión probable? No me contento yo con lo probable,
dije, busco lo seguro; Bien veo, replicó el buen padre, que no sabes lo que es la
doctrina de las opiniones probables: si lo supieses, hablarías de otro modo. ¡Ah!,
verdaderamente, es necesario que yo te la enseñe. No habrás perdido tiempo en
venir acá, y sin esto, no podrás entender cosa alguna, porque es el fundamento y el
A B C de toda nuestra doctrina moral.
Alegréme de verle empeñado en el punto que me interesaba; y habiéndole dado
muestras de mi contento, le supliqué me explicase qué era opinión probable.
Nuestros autores responderán mejor que yo, dijo. Así, hablan generalmente todos,
y entre ellos nuestros veinticuatro en Escobar, in princ. ex 3, n. 8. Llámase
probable una opinión, cuando está fundada sobre razones que son de algún
peso. Y de ahí que a veces un solo doctor muy sabio, puede hacer una opinión
probable. Y he aquí la razón: porque un hombre dedicado particularmente al
estudio, no llevaría una opinión sino movido de alguna razón buena y
suficiente. ¿Y de esta manera, dije, puede un solo doctor volver las conciencias, y
trastornarlas como quisiere, y siempre con seguridad? No hay que tomarlo a
broma, dijo el padre, ni pensar en combatir esta doctrina. Cuando los jansenistas
lo quisieron hacer, perdieron el tiempo. Ha echado buenas raíces. Oye a Sánchez,
uno de los más famosos de nuestros padres. Sum. l. 1, c. 9, n. 7. ¿Dudareis que la
autoridad de un solo doctor bueno y sabio puede hacer que una opinión sea
probable? A lo cual respondo que sí puede: y lo mismo aseguran Angelus,
Silvius, Navarra, Manuel Sa, etc., pongo la prueba. Una opinión probable es la
que se funda sobre una razón considerable. Ahora bien, la autoridad de un
hombre docto y pío, no es de poca, sino de muy grande consideración; porque,
atiende bien esta razón: Si el testimonio de un hombre semejante es de gran peso
para hacernos creer que tal cosa ha sucedido en Roma, ¿por qué no lo ha de ser
también en un caso de moral? ¡Graciosa comparación, dije, de las cosas del
mundo con las de la conciencia! No te apresures; Sánchez responde a esto
inmediatamente con las siguientes líneas: Y no me agrada, la restricción citada
por algunos autores, de que la autoridad de un tal doctor es suficiente en las
cosas de derecho humano, pero no en las de divino; porque esa autoridad es de
gran peso en ambas.
Padre mío, dije francamente, yo no puedo hacer caso de esa regla. ¿Quién me

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asegura que en la libertad que vuestros doctores se toman para examinarlo todo
por la razón, lo que parezca seguro a unos lo parezca a todos? La diversidad de
los juicios es tanta... Tú no lo entiendes, me interrumpió el padre también son con
frecuencia de diferente parecer, pero no importa, cada uno hace el suyo probable
y seguro. Verdaderamente, ya se sabe que no son todos de un mismo sentir, y esto
es mejor. Al contrario: casi nunca están de acuerdo. Pocas cuestiones hay donde
no halles que el uno dice que sí y el otro que no, y en todos estos casos cualquiera
de las dos opiniones contrarias es probable. Y por ello Diana dijo en cierta
ocasión, part. 3 t. 4, r. 244: Ponce y Sánchez son de contrarios pareceres, pero
siendo ambos doctos, cada uno de ellos hace probable su opinión.
Pero padre mío, dije; muy indeciso ha de verse un hombre para escoger una de
las dos opiniones. No por cierto, porque tomará la que más le agrade. ¿Y si la
otra fuese más probable? No importa, respondió. ¿Y si fuese más segura? No
importa: aquí lo explica muy bien Manuel Sa, de nuestra Compañía, en su
Aforismo De Dubio, p. 183: Se puede hacer que lo que se piensa sea lícito
según una opinión probable, aunque la contraria sea más segura; pues la
opinión de un solo doctor sabio, basta. Y si una opinión fuere juntamente menos
probable y menos segura, ¿será permitido seguirla dejando la otra que se crea
más probable y segura? Dígote otra vez que sí. Oye a Filiutius, aquel gran jesuita
de Roma. Mor, Quœst, tr. 21, c 4, 11. 128. Es lícito seguir la opinión menos
probable, aunque sea menos segura. Esta es la doctrina de todos los autores
modernos. ¿No está esto claro? Bien expedito queda, padre mío, el camino de la
salvación, dije yo. Con el favor de vuestra probabilidad tenemos plena libertad
de conciencia. ¿Y gozan los casuistas del mismo privilegio y libertad para
responder? Sí, me dijo, también respondemos según nos parece, o más bien segun
agrada a la persona que pide nuestro parecer. Porque éstas son las reglas que
hemos sacado de nuestros padres Layman: Theol Mor. tom. 1, tr. 1, c. 2, § 2, n. 7;
Vázquez: Dist. 62, c. 9, n. 47; Sánchez: in Sum. l. 1, c. 9, n. 23; y de nuestros
veinticuatro, in princ. ex. 3, n. 24. Estas son las palabras de Layman, que siguió
el libro de nuestros veinticuatro: Un doctor, a quien se pide parecer, puede darle
no sólo probable según su propia opinión, sino también según la de otros,
aunque sea contraria, si la halla más favorable y agradable a la persona que
consulta con él, si forte et illi favorabilior seu exotatior sit. Pero digo más: que
no sería fuera de razón, si diese un parecer que ostros doctos tuvieron por
probable, aunque el mismo le tenga por absolutamente falso.
Todo va bueno, padre, vuestra doctrina es muy cómoda ¡Cómo! ¿Poder
responder, sí o no, a su gusto? No puede darse mayor facilidad. Bien veo ahora
para qué os sirven las opiniones contrarias que vuestros doctores tienen sobre
cada materia, porque una siempre aprovecha, y la otra no daña jamás. Si una no

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os conviene, apeláis a la otra, y siempre con seguridad. Verdad es, dijo, y así
podemos decir con Diana, que halló al padre Bauny en su favor cuando el padre
Lugo le era contrario:

Sœpe premente Deo, fert Deus alter opem.


Si un Dios nos oprime, hay otro que nos socorre.

Bien entiendo, dije yo; pero me ocurre una dificultad: que después de haber
consultado alguno de vuestros doctores, y tomado de él una opinión un poco
dudosa, puede cualquiera verse comprometido, si da con un confesor de contrario
sentir y le niega la absolución mientras no mude de parecer. ¿No tiene previsto la
Compañía este caso, padre mío? ¿Dudas de eso? me respondió. Has de saber, que
hemos obligado a los confesores a absolver a los penitentes que se sirven de las
opiniones probables, bajo pena de pecado mortal. Es orden y disposición de
nuestros padres, y entre otros de Bauny tr. 4 de Poenit, q. 13, p. 93. Cuando un
penitente, dice, sigue una opinión probable, el confesor le debe absolver,
aunque la suya sea contraria. Mas no dice que sea pecado mortal negar la
absolución. ¡Qué impulsivo eres!, me dijo; escucha lo que se sigue; hace de esto
mismo una conclusión expresa: Negar la absolución a un penitente que obra
según una opinión probable, es un pecado que por su naturaleza es mortal. Y
cita para confirmar su dicho, tres de los más famosos autores que tenemos: a
Suárez, tom. 4, d. 32, sect. 5; a Vázquez, disp. 62, c. 7, y a Sánchez, n. 29.
¡Oh padre mío, esto está muy prudentemente dispuesto! Nada hay que temer: un
confesor no se atreverá a contravenir esta constitución. No sabía yo hasta ahora
que la Compañía tuviese facultad de dar órdenes bajo pena de condenación. Creí
que sólo sabía quitar pecados, y no pensaba que también los podía introducir.
Mas, a lo que veo, tiene poder para todo. No habláis con propiedad, dijo.
Nosotros no introducimos pecados, no hacemos sino señalarlos. Por dos o tres
veces he reparado que no eres buen escolástico. Sea como fuere, padre mío,
buena solución lleva mi duda. Pero he de proponer a V. P. otra, y es que no sé qué
salida quedará a vuestros casuistas, cuando los Padres y Doctores de la Iglesia
son de contrario sentir que ellos.
Qué poco entiendes, me dijo. Buenos eran los Padres para la moral de su
tiempo; pero para la del nuestro están muy anticuados. Ya no gobiernan ellos las
conciencias y los modernos casuistas, sí. Oye a nuestro padre Cellot, de Hier., l.
8, cap. 16, p. 714, que sigue a nuestro famoso Reginaldus: En las cuestiones de
moral, los casuistas modernos deben ser preferidos a los antiguos Padres,
aunque éstos hayan vivido más cerca de los Apóstoles. Y siguiendo este
principio Diana dice así, p. 5, tr. 8, r. 31: ¿Los beneficiados están obligados a

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restituir los frutos de que han dispuesto malamente? Los antiguos decían que
sí, pero los modernos dicen que no. Sigamos, pues, esta opinión que quita la
obligación de restituir. ¡Oh, qué lindas palabras!, dije yo, llenas de consuelo para
muchos. Dejamos los Santos Padres, añadió, para los que tratan la positiva: pero
nosotros que gobernamos las conciencias, apenas si los leemos, y en nuestros
escritos no mentamos sino los nuevos casuistas. Repara en Diana que ha escrito
tanto: pone al principio de sus libros la lista de los autores que cita. Nombra
doscientos noventa y seis, el más antiguo de ochenta años a esta parte.
Luego ¿toda esta caterva de escritores salieron al mundo después de fundada
vuestra Compañía?, dije yo. Casi, casi, me respondió. Pues esto es lo mismo que
decir que a la venida de los jesuitas desaparecieron San Agustín, San Crisóstomo,
San Ambrosio, San Jerónimo y los demás doctores de la Iglesia, por lo que toca a
la doctrina moral. Pero por lo menos quisiera saber los nombres de los que
sucedieron a estos santos: ¿Quiénes son estos autores modernos? Todos son
hombres doctos y muy célebres, dijo el padre. Escucha; Villalobos, Conink,
Llamas, Achokier, Dealkocen, Della-Cruz, Vera Cruz, Vgoliu, Tambaurin,
Fernández, Martínez,: Suárez, Henríquez, Vázquez, López, Gomez, Sánchez, De
Vechis, De Grassis, De Grassalis, De Pitigianis, De Graphæis, Squilanti,
Bizoderi, Bareola, De Bobadilla, Simandha, Pérez de Lara, Aldretta, Lorca, De
Scarcia, Quaranta, Scophra, Pedrezza, Cabrezza, Visbe, Díaz, De Clavasio,
Villagut, Adan a Mauden, Iribarne, Biusfelz, Volfangi a Borberg, Vostheri,
Strevesdorf. ¡Oh padre mío! díjele muy asombrado, ¿y todos estos fueron
cristianos? ¿Cómo cristianos? me respondió. ¿No te dije que sólo por éstos
gobernábamos hoy la cristiandad?
Le tuve lástima, pero no lo declaré; solamente le pregunté si todos estos autores
eran jesuitas. Respondióme que no, pero que eso no hacía al caso y que sin ser
jesuitas no habían dejado de decir cosas buenas. Y añadió: La mayor parte de lo
que decían lo habían sacado de nuestros autores, o los habían imitado, pero esto
no debe preocuparnos, ya que ellos citan a nuestros padres a cada paso y con
elogio. Repara en que Diana, sin pertenecer a nuestra Compañía, cuando habla de
Vázquez le llaman el Fénix de los ingenios: y dice algunas veces que Vázquez
sólo vale por todos los demás autores juntos, INSTAR omnium. Así nuestros
padres se sirven con mucha frecuencia de este buen Diana. Si entendieses nuestra
doctrina de la probabilidad, vieras que esto nada importa. Al contrario, hemos
deseado que se hallasen otros que pudieran hacer sus opiniones probables, para
que no nos las imputen todas. Y así cuando cualquiera autor presenta una opinión,
en nuestra mano está el tomarla en virtud de la doctrina de la probabilidad, sin
salir fiadores cuando el autor no es de nuestra Compañía.
Bien lo entiendo; pero reparo que todo es aceptable para vuestra Orden, menos

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los antiguos Padres; y que los jesuitas sois dueños del campo y podréis correr
libremente. Mas tengo previstas tres o cuatro dificultades y poderosas barreras
que se opondrán a vuestra carrera. ¿Cuáles son?, preguntóme el padre admirado.
Son, respondí, la Escritura Sagrada, los Pontífices y los Concilios, que no podréis
desmentir, y todos estos andan por el camino del Evangelio. ¿Esto es todo? Me
habíais asustado. ¿Piensas que no hemos previsto una cosa tan visible? Me
extraña que nos creas opuestos a la Escritura, a los Pontífices y a los Concilios.
Yo te demostraré lo contrario. Me pesaría infinito que imaginaras que nosotros no
les concedemos la veneración debida. Sin duda te han sugerido este pensamiento
algunas opiniones de nuestros padres que parecen contrarias a las decisiones de
aquéllos, y que no lo son en efecto. Pero era necesario más espacio para darte a
entender cómo se conforman. No quisiera que quedases con alguna mala
impresión de nosotros. Si gustas que nos veamos mañana, te daré completa
satisfacción.
Este fue el fin de la conferencia, y lo será también de mi relación, ya
demasiado larga para Una carta. Aseguro a v. md. que ha de satisfaceros lo que
siga. Soy, etc.

París, 20 de marzo de 1656.

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CARTA VI

ARTIFICIOS DE LOS JESUITAS PARA ELUDIR LA AUTORIDAD DEL EVANGELIO, DE LOS


CONCILIOS Y LOS PONTÍFICES. CONSECUENCIAS DE LA DOCTRINA DE LA
PROBABILIDAD. RELAJACIÓN JESUÍTICA A FAVOR DE LOS BENEFICIADOS, DE LOS
PRESBÍTEROS, DE LOS RELIGIOSOS Y DE LOS CRIADOS. HISTORIA DE JUAN DE ALBA.

Señor mío: Dije a v. md. al final de mi última, que el buen padre jesuita había
prometido explicarme el modo que tienen sus casuistas para conciliar las
contradicciones que aparecen entre sus opiniones y las decisiones de los
pontífices, los Concilios y la Escritura. Cumplió, en efecto, su palabra a mi
segunda visita, de la manera que paso a referir.
Empezó, pues, de este modo: uno de los medios que hemos hallado para
conciliar estas contradicciones aparentes es la interpretación de algún término.
Por ejemplo, el papa Gregorio XIV declaró que los asesinos son indignos de
gozar del derecho de asilo en las iglesias, y mandó que los sacasen violentamente
de ellas. Sin embargo, nuestros veinticuatro ancianos dicen en Escobar, tr. 6, ex 4,
n. 27, Que todos aquellos que matan a traición no deben incurrir en la pena de
esta bula. Sin duda que esto te parece contrario; pero se concilia con interpretar
la palabra asesinos, diciendo: ¿No son indignos los asesinos de gozar del asilo
de las iglesias? Sí, por la bula de Gregorio XIV. Pero nosotros entendemos por
asesinos los que han recibido dinero para matar a traición; de suerte que los
que matan sin recibir algún precio, y sólo para obligar a sus amigos, no se
llaman asesinos.
De la misma manera el Evangelio dice: dad limosna de lo que os quede
superfluo; pues muchos casuistas han hallado forma de librar, aun a los más
ricos, de la obligación de dar limosna. También esto te parece contrario, pero con
facilidad se muestra que no hay desacuerdo interpretando la palabra superfluo, de
manera que apenas se hallará quien disfrute algo superfluo. Esto hizo el Docto
Vázquez en su "Tratado de la Limosna", c 4, n. 14. Todo aquello que las personas
del mundo guardan para conservar su estado y sostener su familia, no se llama
superfluo: y así apenas habrá quien disfrute de nada superfluo ni aun entre los
Reyes. También Diana, alegando este mismo texto de Vázquez, porque
ordinariamente se funda sobre nuestros padres, concluye muy bien: que a la
pregunta si están obligados los ricos a dar limosna de lo que tienen superfluo,
aunque la afirmativa sea verdadera, nunca o casi nunca sucederá que obligue
la práctica.
Bien veo, padre mío, que esto se sigue de la doctrina de Vázquez, pero no se
responde a esta objeción: ¿Luego, según Vázquez, tan seguro está de salvarse

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quien no da lo superfluo y cegado por su ambición piensa que nada tiene
superfluo, como el que por no ser ambicioso reconoce tener más hacienda de la
necesaria y la distribuye a los pobres, cumpliendo con el precepto del Evangelio?
Es indispensable responder, me dijo, que ambos caminos son seguros según el
Evangelio, el uno conforme al sentido literal y más fácil de hallar, y el otro
conforme al mismo Evangelio interpretado por Vázquez. Por donde puedes
conocer la utilidad de las interpretaciones.
Pero cuando los términos son tan claros que no permiten interpretación,
entonces nos valemos de la referencia que debe hacerse a las circunstancias
favorables, como verás por este ejemplo. Los pontífices excomulgaron a los
religiosos que abandonan los hábitos, y no por esto nuestros veinticuatro dejan de
decir, tr. 6, ex. 7, n. 103: ¿En qué ocasiones puede un religioso abandonar los
hábitos sin incurrir en la excomunión? Alegan muchos casos, y entre otros el
siguiente: Si los abandonan por una causa vergonzosa, como para hurtar
secretamente, o para ir de incógnito a un burdel, con voluntad de volver a
vestirlos. Y es evidente que la bula no habla de estos casos. Como yo casi no lo
podía creer, supliqué al padre me mostrase esta doctrina en su original, y vi que
en el capítulo donde está el texto referido y que se titula Práctica según la
escuela de la Compañía de Jesús, PRAXIS ex societatis Jesu Schola se encuentran
estas palabras terminantes: Si habitum dimittat ut furetur occulte, vel fornicetur;
y lo mismo me mostró en Diana en estos términos: ut eat incognitus ad lupanar.
¿De dónde se deduce, padre mío, que los religiosos se libren de la excomunión en
tales ocasiones? ¿No lo comprendes? ¿No ves el escándalo que sería, si se
hallase un religioso en ocurrencia semejante con hábitos? ¿Y no has oído decir
cómo se respondió a la primera bula contra solicitantes? ¿Y cómo nuestros
veinticuatro en un capítulo de la Práctica de la Escuela de nuestra Compañía
explican la bula de Pío V contra clérigos, etc? No entiendo nada de todo eso,
respondí. ¿Es que lees poco a Escobar? No le tengo sino desde ayer, padre mío, y
me costó algún trabajo hallarlo. No sé lo que ha sucedido de poco tiempo acá que
todos lo buscan. Lo que yo te decía, prosiguió, está en el tr. l, ex. 8, n. 102.
Míralo en el tuyo, y hallarás un buen ejemplo, para interpretar favorablemente las
bulas. Lo vi, en efecto, aquella misma noche; pero no me determino a referirlo,
porque es cosa horrible.
Continuó el buen padre: Ya entiendes cómo es menester valerse de las
circunstancias favorables. Mas hay algunas tan precisas, que no dejan lugar para
poder ajustar las contradicciones; de manera que entonces podrías creer que las
habría. Por ejemplo: tres Papas decidieron que los religiosos, que por voto
particular están obligados a la observancia de la vida cuadragesimal, no estaban
dispensados aunque llegasen a ser obispos; y sin embargo, Diana dice: que no

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obstante esa decisión no dejan de estar dispensados. ¿Y cómo se concilia esto?,
dije yo. Se concilia, respondió el padre, con la mayor sutileza que puede haber, y
con lo más artificioso de toda la probabilidad. Voy a explicártelo. Bien viste el
otro día, que así la afirmativa como la negativa de la mayor parte de las opiniones
tienen su probabilidad, según nuestros doctores, para que cada una se pueda
atender con seguridad de conciencia. No es que el pro y el contra sean juntamente
verdaderos en un mismo sentido, esto sería imposible, sino porque pueden a la
vez ser probables, y por consiguiente pueden ser seguros.
Sobre este fundamento, Diana, nuestro buen amigo, discurre así, port. 5, tr. 13,
p. 39: Respondo a la decisión de los tres pontífices, la cual es contraria a mi
opinión, que ellos hablaron de esta suerte porque seguían la afirmativa, porque
efectivamente es probable, y por tal la tengo; pero esto no quita que la negativa
tenga también su probabilidad. Y en el mismo tratado, r. 65, aunque sobre
diferente materia, se muestra de parecer contrario a un pontífice, y dice que el
papa lo dijera como cabeza de la Iglesia, bien está; pero solamente lo dijo
dentro de la esfera de la probabilidad de su sentir. Luego bien ves que esto no
esofender las decisiones pontificias; no lo sufrirían en Roma donde Diana está
con tanto crédito; pues no sostiene que lo que los papas decidieron no sea
probable, sino que reservando a su opinión toda la esfera de probabilidad, no
deja de decir que lo contrario es también probable. Cierto, repuse, que Diana
trata a los Sumos Pontífices con grande respeto. Más agudeza tiene esta respuesta,
añadió el padre, que la que hizo Bauny cuando condenaron sus libros en Roma;
porque se le fue la pluma al escribir contra Mr. Hallier, que le perseguía
fieramente: ¿Qué tiene que ver la censura de Francia con la de Roma? De aquí
puedes fácilmente conocer la forma que hay para concertar siempre las
contradicciones, ya por vía de la interpretación de los términos, ya por la
reflexión que se hace a las circunstancias favorables, ya finalmente por la doble
probabilidad del pro y del contra, sin ofender jamás las decisiones de la
Escritura, de los Concilios o de los Pontífices, como palpablemente lo ves.
¡Dichoso el mundo, mi R. P., que tiene tales maestros! ¡Qué útiles son las
probabilidades! Ignoraba por qué razón la Compañía pone tanto cuidado en
establecer que un solo doctor, si es sabio, pueda hacer probable una opinión, que
la contraria puede serlo también, que entonces se podría elegir de las dos la más
agradable, aunque no se tuviere por verdadera y con tanta seguridad de
conciencia, que si un confesor negare la absolución, sin querer fiar en la buena fe
de los casuistas, caería en el estado de condenación. De aquí colijo, que un solo
casuista puede a su gusto formar nuevas reglas de moral, y disponer según su
capricho de todo lo perteneciente al régimen de las costumbres. Es menester dar a
lo que dices alguna templanza, repuso el padre. Nota bien lo que voy a manifestar.

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Este es nuestro método, donde verás los progresos de una opinión nueva desde su
nacimiento hasta su madurez.
Primeramente, el doctor sabio que inventa una opinión, la expone al mundo y la
arroja como una semilla para que eche raíces. Al principio es muy débil; es
menester que el tiempo la madure poco a poco. Y por ello Diana, que introdujo
muchas, dice: Propongo esta opinión, pero como es nueva, dejo que el tiempo la
madure. RELINQUO tempori maturandam. Y así en pocos años vemos que toma
vigor, y después de cierto tiempo se halla autorizada por la aprobación tácita de
la Iglesia, según la admirable máxima del Padre Bauny: Que todo aquello que los
doctores enseñan en sus libros impresos, si la Iglesia no se opone es porque lo
aprueba. Y en efecto, por este principio autoriza una de sus opiniones en su
tratado 6, p. 312. Luego, según esto, dije yo, ¿la Iglesia aprobaría todos los
abusos que ella tolera, y todos los errores de los libros que no censura? Discútelo
con el Padre Bauny. Me limito a referirte lo que ocurre, y quieres desahogarte
conmigo. Nunca es menester disputar acerca de un hecho. Decía, pues, que,
cuando el tiempo ha madurado así una opinión, ésta viene a ser probable y segura.
De aquí viene que el docto Caramuel, en la carta que escribe a Diana
remitiéndole a la vez su Teología Fundamental, dice, que el mismo célebre Diana
ha hecho probables muchas opiniones que no lo eran antes; QUAE ANTEA NON
ERANT, y que ya no se peca al conformarse con ellas, aunque antes se pecara:
JAM EON PECCANT LICET ANTE PECCAVERINT.
En verdad, padre mío, es grande el fruto que se saca de vuestros doctores. De
dos que hacen una misma cosa, el que ignora vuestra doctrina peca, y el que la
conoce no peca. ¿Luego esta doctrina instruye y justifica a un mismo tiempo? Es
más poderosa que la ley. La ley de Dios, como dice San Pablo, hacía
prevaricadores, y esta doctrina libra a casi todos de sus culpas. Suplico a V. P. se
sirva enseñármela bien; no me iré sin que primero me explique las máximas
principales que sus casuistas han establecido.
¡Ay de mí! dijo el padre, nuestro fin principal hubiera sido no establecer otras
máximas que las del Evangelio en toda su severidad. La compostura y buen orden
que guardamos en nuestras acciones demuestran suficientemente que, si tenemos
algunas complacencias con los pecadores, es más por condescendencia que por
designio. Hacémoslo por necesidad. Están los hombres en el día tan corrompidos,
que no pudiéndoles atraer a nosotros, es necesario que vayamos a ellos; porque si
no, se alejarían más, haciéndose peores y se abandonarían totalmente. Para
retenerlos, nuestros casuistas han considerado los vicios dominantes en todos los
estados, a fin de establecer, sin desdoro de la verdad, máximas tan suaves, que
habían de ser los hombres de muy perverso natural para no quedar satisfechos.
Porque es el designio capital de nuestra Compañía, en provecho de la religión, no

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rechazar a nadie, para que ninguno desespere.
Tenemos, pues, máximas para todo género de personas, para los beneficiados,
para los sacerdotes, para los religiosos, para los nobles, para los criados, para
los ricos, para los negociantes, para los que hacen bancarrota, para los pobres,
para las mujeres devotas, para las que no lo son, para los casados, para la gente
disoluta. Finalmente, todo lo tiene prevenido nuestro cuidado. Esto es, dije yo,
que hay reglas, para la clerecía, para la nobleza y para el pueblo. Pues pase V. P.
adelante que yo escucharé atento.
Empecemos, dijo el padre, por los beneficiados. Bien sabes el comercio que
hay en el día con los beneficios; y que si hubiéramos de atenernos a lo que Santo
Tomás y los antiguos han escrito, habría muchos simoníacos en la Iglesia. Por
tanto ha sido necesario que nuestros padres templasen los rigores con prudencia,
como lo verás por estas palabras de Valencia, que es uno de los cuatro animales
de Escobar. Es la conclusión de un discurso largo, donde da muchos expedientes,
y éste me parece el mejor, tomo 3, d. 6, q. 16, p. 3, p. 2.042: Si se da un bien
temporal por un bien espiritual; es decir, dinero por un beneficio, y si se da
dinero como precio del beneficio, es simonía visible, pero si se da el dinero
como motivo que mueve la voluntad del colator a conferir el beneficio, no es
simonía; aunque el conferente considere y atienda al dinero como fin principal.
Tannerus, que también es de nuestra Compañía, dice lo mismo, t. 3, p. 1.519, aun
cuando convenga en que Santo Tomás es contrario a esa opinión, pues enseña, que
siempre hay simonia en dar un bien espiritual por otro temporal si el temporal
es el fin. Por este medio impedimos una infinidad de simonías; porque ¿quién
había de ser tan perverso, de no querer cuando da dinero por un beneficio, dirigir
su intención como motivo que incita al beneficiado a conferirle, en lugar de dar
ese dinero como precio del beneficio? Nadie está tan dejado de la mano de Dios.
Bien sé, dije yo, que todo hombre tiene gracia suficiente para hacer esa
componenda. Claro está, dijo el padre. Este es el modo que hemos tenido de
suavizar esta doctrina en favor de los beneficiados. Para los sacerdotes tenemos
muchas máximas harto favorables. Pongo el ejemplo que dan nuestros
veinticuatro, tr. 1, ex. 11, n. 96. El sacerdote que hubiere recibido la limosna
para decir una misa ¿podrá recibir otra sobre la misma misa? Sí, dice Filiutius,
aplicando aquella parte del sacrificio que le compete como a sacerdote, al que
le pagó el último, con condición que no tome tanto como por una misa entera;
pero sólo por una parte, como si dijéramos por la tercera parte de una misa.
Cierto, padre mío, que este es un caso donde el pro y el contra son bien
probables. Porque lo que V. P. dice no puede dejar de serlo teniendo el apoyo de
Filiutius y Escobar. Pero dejándolo en su esfera de probabilidad, paréceme que
también se podría decir lo contrario, y fundarlo sobre estas razones. Cuando la

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Iglesia permite a los sacerdotes pobres aceptar la limosna por sus misas, por ser
justo que los que sirven al altar vivan del altar, no es su intención que cambien el
sacrificio por dinero, y mucho menos que se priven de todas las gracias de que
deben participar los primeros. Y también diría, yo que los sacerdotes, según San
Pablo, tienen obligación de ofrecer el sacrificio primeramente por sí y después
por el pueblo; y que así les es permitido hacer que otros participen del sacrificio,
pero no renunciar voluntariamente a todo el fruto y darle a otro un tercio de misa,
por el interés de unas monedas. En verdad padre mío, que a poco sabio que yo
fuera haría probable esta opinión. No te costaría mucho trabajo, me dijo, ella es
visiblemente probable. La dificultad estaba en hallar la probabilidad en lo
contrario de las opiniones manifiestamente buenas. Y esta obra no es sino de
hombres eminentes; y no le hay como Bauny. Agrada ver a este sabio casuista,
cómo penetra en el pro y el contra de una misma cuestion, concerniente aun a los
sacerdotes, y cómo halla razones para todo, a fuerza de ingenio y sutileza.
Dice en el tratado 10, p. 474: No se puede dictar una ley que obligue a los
curas a decir misa todos los días, porque semejante ley les pondría
indudablemente HAUD DUBIE, a riesgo de celebrarla alguna vez en pecado
mortal. Y, sin embargo, en el mismo tratado, p. 441, dice: que los sacerdotes que
han recibido dinero para decir misa todos los días, deben decirla, y no pueden
excusarse bajo pretexto de no estar bien dispuestos; porque siempre pueden
hacer un acto de contrición, y si no le hacen es por su culpa, y no por la del que
les encargó la misa. Y para quitar las mayores dificultades que les impidieran
celebrar, resuelve de esta manera la cuestión en el mismo tratado q. 32 p. 457:
¿Un sacerdote puede decir misa el mismo día en que cometió un pecado mortal
de los más criminales, si antes se confiesa? No, dice Villalobos, por causa de su
impureza; pero Sancius dice que sí, y que lo puede hacer sin pecar, y yo tengo
esta opinión por segura, y que se debe seguir en la práctica, ET TUTA et
sequenda impraxi.
¿Cómo, padre mío, dije, esta opinión se debe seguir en la práctica? ¿Osaría un
sacerdote que ha caído en tal desorden, acercarse al altar confiado en la palabra
del Padre Bauny? ¿No debería someterse a los antiguos preceptos de la Iglesia
que excluyen para siempre del sacrificio, o por lo menos para un tiempo largo, a
los sacerdotes que han cometido pecados de este género, antes que atenerse a las
opiniones suaves de casuistas que los admiten el mismo día en que los
cometieron? Bien veo que no tienes memoria, dijo el padre. ¿No te enseñé otra
vez, que según nuestros padres Cellot y Reginaldus no se debe seguir en la moral
a los antiguos Padres, sino a los casuistas modernos? Bien me acuerdo,
respondí; pero aquí hay más: porque están por medio los preceptos de la Iglesia.
Tienes razón, replicó, pero es que todavía ignoras aquella hermosa máxima de

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nuestros padres; que los preceptos de la Iglesia dejan de regir cuando dejan de
observarse; CUM jam desuetudine abierunt, como dice Filiutius, t. 2, tr. 25, n.
33. Mejor que los antiguos conocemos nosotros las necesidades presentes de la
Iglesia. Bien comprendes que si se observara aquella severidad y rigor con los
sacerdotes, excluyéndolos del altar, no se dirían tantas misas. Advierte, pues, que
la pluralidad de misas es de tanta gloria para Dios y de tanto alivio para las
almas, que me atrevería a decir con nuestro Padre Cellot en su libro de la
Jerarquía, página 611, impreso en Rouen, que no habría sacerdotes de más
aunque no sólo todos los hombres y todas las mujeres, a ser posible, sino todos
los cuerpos insensibles y aun todos los brutos, BRUTAE ANIMATES, se volvieran
sacerdotes para celebrar la misa.
Quedé tan asombrado de la extravagancia de este pensamiento que no pude
articular palabra, y el padre prosiguió de esta manera: Basta de sacerdotes y
tratemos ya de los religiosos. Como su mayor dificultad consiste en la obediencia
debida a sus superiores, oye como la han mitigado nuestros padres. Este es Castro
Palau de nuestra Compañía, op. mor. p. 1, disp. 2, p. 6: Está fuera de disputa,
NON EST CONTROVERSIA, que un religioso que tiene en su favor una opinión
probable, no está obligado a obedecer a su superior, aunque la opinión del
superior sea más probable. Porque en tal caso es permitido al religioso seguir
la que le fuere más agradable, QUAE SIBI GRATIOR FUERIT; como lo dice Sánchez,
l. 6, m decaí, c. 3. n. 7. Y aunque la orden del superior sea justa, no obliga; por
cuanto no es justa en todo y de todas maneras, NON UNDEQUAQUE JUSTE
PRAECIPIT; pero es sólo probablemente justa, y así sólo probablemente está
obligado a obedecer, y probablemente no obligado, PROBABILITER OBLIGATUS ET
PROBABILITER DEOBLIGATUS. Cierto, padre mío, le dije, qué toda estimación es
poca, para la merecida por el admirable fruto que produce la doble probabilidad.
De mucho sirve, me respondió, pero abreviemos el discurso: solamente citaré un
rasgo del insigne Molina en favor de los religiosos expulsados de sus conventos
por su vida desordenada. Nuestro padre Escobar lo refiere tr. 6, ex. 7, n. 111 en
estos términos: Molina asegura que un religioso expulsado de su monasterio, no
está obligado a corregirse para volver a entrar en él, y que ya su voto de
obediencia no le sujeta.
Con esto, padre mío, tienen los eclesiásticos cuanto han menester. Veo que
vuestros casuistas lo han tratado favorablemente. Lo disponen todo muy
ventajosamente, como para sí mismos; pero temo que no les vaya tan bien a los
demás estados. Era necesario que cada uno hiciera para sí. No podían ellos
mismos, replicó el padre, hacerlo mejor. A todos hemos favorecido con igual celo
y caridad, a chicos y grandes. Y para salir del empeño en que me pones te
mostraré nuestras máximas referentes a los criados.

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Consideramos el trabajo que tienen cuando son concienzudos, en servir a
señores disolutos, porque si no ejecutan las órdenes que reciben pierden la
colocación, y si las ejecutan suponen que han pecado. Para su tranquilidad,
nuestros veinticuatro padres tr. 7, ex. 4, n. 223 han señalado los servicios que
pueden realizar sin escrúpulo de conciencia. He aquí algunos: Llevar cartas y
presentes, abrir puertas y ventanas, ayudar a su amo a subir por la ventana,
tener la escalera mientras sube; todo esto está permitido y no se le concede
importancia, Verdad es que para sostener la escalera, necesitan que el amo les
haya amenazado más que de costumbre en caso que no lo hicieran, porque es
injuriar al dueño de la casa entrar por la ventana.
¿Puede haber cosa más sutil ni más prudente? No esperaba yo menos, dije, de
un libro sacado de veinticuatro jesuitas. Pero, prosiguió, el padre Bauny ha
enseñado muy bien a los criados cómo podían hacer estos servicios a sus amos,
sin pecar. Les bastará dirigir su intención, no a los pecados que se cometen con su
intervención, sino a la ganancia que les reporta. Lo que explica perfectamente en
su Suma de Pecados, pág. 710 de la primera edición: Que los confesores
entiendan que no pueden absolver a los criados que hacen recados deshonestos,
si consienten en los pecados de sus amos; pero que deben absolverlos, cuando
hacen estos recados por su comodidad y logro temporal. Esto es fácil, pues ¿por
qué causa se habían de obstinar en consentir los pecados de sus amos, cuando
sólo trabajo les proporcionan?
El mismo Bauny estableció también aquella importante máxima en favor de los
criados que no se contentan con sus sueldos en su Suma, p. 213 y 214 de la sexta
edición: Los criados que lamentan la escasez de sueldo ¿pueden por su mano
aumentarlo, tomando de la hacienda de sus señores la cantidad que juzguen
necesaria, para que el sueldo corresponda al trabajo? Pueden hacerlo
libremente en algunas ocasiones, como cuando por su pobreza se vieron
impulsados a aceptar el sueldo que se les ofreció, siendo así que los de su
mismo empleo ganan más en otras partes.
Este es justamente, dije, el caso de Juan de Alba. ¿Qué Juan Alba?, repuso el
padre. ¿Qué quieres decir? ¿Pues qué, padre mío, no se acuerda V. P. de lo que
sucedió en esta ciudad el año de 1647? ¿Dónde estaba V. P. entonces? Estaba,
dijo, alejado de París, enseñando en uno de nuestros colegios los casos de
conciencia. Bien veo según esto, que V. P. no conoce esa historia. Voy a
referírsela. Una persona honorable la relató hace unos días en una casa donde me
hallaba yo presente. Dijo que Juan de Alba hirviendo a los padres de la
Compañía en el colegio de Clermont, calle de Santiago, y no contento con su
sueldo, robó alguna cosa para resarcirse, y que habiéndole descubierto los
padres, le metieron en la cárcel, acusándole de hurto doméstico; y que el proceso

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fue llevado al Chatelet el 6 de abril de 1647, si no me engaña la memoria; porque
nos refería todas estas particularidades, sin las que apenas lo hubiéramos creído.
Ese desdichado, cuando le interrogaron, confeso que había cogido algunos platos
de estaño, pero negó haberlos hurtado, y para su justificación alegó la dicha
doctrina del padre Bauny, que presentó a los jueces con un escrito de otro padre,
que había sido su maestro en casos de conciencia, y le había enseñado lo mismo.
A lo que M. de Montrouge, uno de los principales del tribunal, dio estas razones:
que no se debía juzgar fundándose en escritos de los padres, que contienen una
doctrina ilícita, perniciosa, contraria a todas las leyes naturales, divinas y
humanas, capaz de introducir el desorden en todas las familias y de autorizar
los hurtos domésticos, para absolver al acusado; y era su parecer que aquel
excesivamente fiel discípulo, fuese azotado delante de la puerta del colegio por
mamo del verdugo, quien al mismo tiempo quemaría los escritos de los padres
que tratasen del hurto, prohibiéndoles para lo sucesivo enseñar esta doctrina,
bajo pena de muerte.
Aguardábase la consecuencia de esta opinión, que mereció muchos plácemes,
cuando sobrevino un incidente que hizo suspender la sentencia. Pero en esas
dilaciones desapareció el preso, no se sabe cómo, sin que se hablara más del
asunto. De manera que Juan de Alba salió libre y sin restituir los platos. Esto es
lo que nos dijo; y además aseguró que el parecer de M. de Montrouge queda
archivado en los registros de aquel tribunal, donde cualquiera puede verlo. Esa
historia nos agradó.
Estás muy bromista, dijo el padre. ¿A qué viene todo eso? Yo hablo de las
máximas de nuestros casuistas. Iba a decirte las que se refieren a los caballeros, y
me has cortado el hilo con historias que no vienen a propósito. Lo dije yo a V. P.
de pasada, y también para advertirle una cosa que importa, y que vuestros padres
han olvidado al establecer su doctrina de la probabilidad. ¿Y qué puede faltar a
esa doctrina, preguntó, cuando ha pasado por manos de hombres tan perspicaces?
Aunque es verdad que vuestros doctores han puesto en salvo para con Dios y la
conciencia a los que siguen las opiniones probables, porque como dice V. P. están
seguros por esa parte, ateniéndose a la opinión de un doctor sabio, y también
están seguros de parte de los confesores, por cuanto se hallan obligados a
absolver sobre una opinión probable so pena de pecado mortal: resulta, y esto es
grave, que no los han asegurado de parte de los jueces; y así quedan expuestos a
los azotes y a la horca, siguiendo vuestras probabilidades; y este es un defecto
capital sin duda. Tienes razón, dijo el padre, y te agradezco la advertencia. La
dificultad consiste en que no tenemos tanto poder sobre los magistrados como
sobre los confesores, obligados a valerse de nosotros en los casos de conciencia;
porque somos nosotros los que juzgamos soberanamente en este particular. Bien

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lo entiendo, dije yo; pero si por una parte los padres de la Compañía son jueces
de los confesores, ¿no son por otra confesores de los jueces? Mucho se extiende
su poder: oblíguenlos a absolver los criminales que obran conforme a una opinión
probable, so pena de excluirlos de los sacamentos, para que no suceda con grande
menosprecio y escándalo de la probabilidad, que aquellos a quienes los padres
declaran inocentes en la teoría, resultan azotados y ahorcados en la práctica. Sin
esto ¿cómo hallarán discípulos? Será necesario meditarlo, dijo, no nos
descuidaremos; yo lo propondré a nuestro Padre Provincial. Pero bien podías
haber guardado esta advertencia para otra ocasión sin interrumpirme, cuando iba
a referirte las máximas que hemos establecido en favor de los caballeros; y sólo
te las enseñaré, a condición de que no me vengas con más cuentos.
Esto es cuanto por ahora puedo decir a v. md., porque se necesita más de una
carta para manifestar todo lo que aprendí en una sola conversación. Entretanto soy
de v. md., etcétera.

París, 10 de abril de 1656.

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CARTA VII

MÉTODO PARA DIRIGIR LA INTENCIÓN SEGÚN LOS CASUISTAS. LICENCIA DE MATAR POR
LA DEFENSA DEL HONOR Y DE LOS BIENES, QUE SE HACE EXTENSIVA A LOS
SACERDOTES Y A LOS RELIGIOSOS. ASUNTO CURIOSO PROPUESTO POR CARAMUEL:
SABER SI ESTÁ PERMITIDO A LOS JESUITAS MATAR A LOS JANSENISTAS.

Señor mío: La historia de Juan de Alba había sacado de sus casillas al buen
padre, y después de apaciguarle con la palabra que le di de no interrumpirle con
más cuentos, empezó a tratar de las máximas que sus casuistas tenían; para los
caballeros, en la forma siguiente:
Bien sabes, me dijo, que la pasión dominante en las personas de calidad, es el
pundonor que les induce a cada paso a cometer violencias que parecen muy
contrarias a la piedad cristiana; de tal manera que sería menester excluirles de
nuestros confesonarios, si nuestros padres no hubieran mitigado algún tanto la
severidad de la religión, atemperándose a la flaqueza de los hombres. Pero como
deseaban quedar conformes con el Evangelio por lo que deben a Dios, y con los
hombres por la caridad que tienen para con el prójimo, les fue necesario emplear
todo el caudal de su ciencia para hallar expedientes que atemperasen las cosas
con tanto acierto que se pudiese mantener y reparar la honra por los medios que
los hombres acostumbran sin daño de la conciencia, a fin de conservar a la vez
descosas tan contradictorias aparentemente, como la piedad y el honor.
La empresa era muy útil, pero también muy ardua, y dificultosa la ejecución. Yo
creo que lo comprendas así. Atónito me tiene, dije fríamente, ¿Cómo atónito?
repuso el padre. A muchos los maravillaría. ¿Ignoras acaso, que por una parte, la
ley del Evangelio ordena no volver mal por mal y dejar a Dios la venganza; y de
la otra, las leyes del mundo prohiben sufrir las injurias, y establecen vengarse de
ellas, aunque sea matando al enemigo? ¿Puede darse cosa más contraria? Y, sin
embargo, al decirte que nuestros padres han concertado estas oposiciones me
contestas fríamente, que te dejé atónito. No me he expresado bien, padre mío;
digo ahora, que lo tendría por imposible, si después de lo visto, no comprendiera
que vuestros padres pueden fácilmente hacer lo que para otros es imposible. Lo
que me hace suponer que para esto habrán hallado algún medio que me asombra
sin conocerlo y suplico a V. P. se sirva declarármelo.
Ya que lo tomas así, me dijo, no te lo puedo negar. Has de saber, pues, que este
principio maravilloso consiste en nuestro gran método de dirigir la intención,
cuya importancia es tal en nuestra moral, que casi osaría compararla con la
doctrina de la probabilidad. No dudo que habrás visto ya algunos perfiles en
ciertas máximas que te he manifestado. Porque cuando te enseñé cómo los criados

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pueden en conciencia hacer ciertos recados fastidiosos ¿no reparaste que esto se
conseguía con sólo desviar la intención del mal que por su intervención se
realiza, para dirigirla al lucro que obtienen? Mira lo que es dirigir la intención.
Y también habrás notado, que los que dan dinero para alcanzar beneficios, serían
verdaderos simoníacos sin semejante diferencia. Quiero hacerte ver este gran
método en toda su brillantez, acerca del homicidio que justifica en mil ocasiones,
para que conozcas los frutos que es capaz de producir.
Ya veo, dije, que así todo, sin excepción alguna, será lícito. Siempre pasas de
un extremo a otro; corrígete de ese vicio. Porque para que veas que no lo
permitimos todo, has de saber, por ejemplo, que nunca sufrimos que se tenga
formal intención de pecar por sólo querer pecar, y rompemos la amistad con
cualquiera que se obstine en no proponerse otro fin que el pecado; porque esto es
diabólico; y no tiene excepción esta regla: ni la edad, ni el sexo, ni la calidad
excusan. Pero cuando no hay esta maldita disposición, procuramos poner en
práctica nuestra máxima de dirigir la intención, que consiste en tomar por fin de
sus acciones algún objeto permitido. Pero no dejamos en lo posible de apartar a
los hombres de todo lo prohibido, y cuando no podemos impedir la acción,
purificamos por lo menos la intención. De esta suerte corregimos el vicio del
medio por la pureza del fin.
He ahí por dónde nuestros padres han encontrado medio de permitir las
violencias que se cometen por defender el honor; porque no hay más que apartar
la intención del deseo de venganza como criminal, y dirigirla a la voluntad de
defender el honor, que es lícito; según ellos. Y así cumplen sus deberes para con
Dios y para con los hombres; porque satisfacen al mundo, permitiendo las
acciones, y cumplen con el Evangelio, purificando las intenciones. Esto es lo que
los antiguos no han alcanzado, y se debe a nuestra Compañía. ¿Lo comprendes
ahora? Muy bien, respondí. Dejáis a los hombres el efecto exterior y material de
la acción, y dáis a Dios el movimiento interior y espiritual de la intención, y por
esta distribución equitativa concertáis las leyes humanas con las divinas. Pero, a
decir verdad desconfío un poco de las promesas que V. P, me hace, y dudo que
vuestros autores hayan dicho tanto. Esto es agraviarme, replicó, nada digo que no
puedo probar, y te traeré tantos pasajes y de tanta autoridad y peso que te
admirarán.
Para que veas, pues, la alianza que nuestros padres han hecho de las máximas
evangélicas con las del mundo, en virtud de esta regla de dirigir la intención, oye
lo que dice nuestro Padre Reginaldus: in praxi l. 21, núm. 62, p. 260. Está
prohibida a los particulares la venganza; porque San Pablo dice a los Rom: 12.
No vuelvas a nadie mal por mal; y el Eccl. 28: El que quiera vengarse atraerá
sobre sí la ira de Dios, y sus pecados no serán olvidados. Y todo lo demás que

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dice el Evangelio acerca del perdón de las ofensas, como en los capítulos 6 y 18
de San Mateo. En verdad, padre mío, que si ahora dice otra cosa de lo que está
en la Escritura, no será por ignorarlo. Veamos, pues, cómo concluye. Oye, dijo:
En virtud de todo esto parece que un militar puede al instante perseguir al que
le ha herido, no verdaderamente con intención de volver el mal por mal, simo
con la de conservar su honor: NON ut malum pro malo reddat, sed ut conservet
honorem.
¿Ves cómo los nuestros tienen cuidado de impedir la intención de volver mal
por mal; porque la Escritura lo prohibe? Esto es cosa que nunca han podido sufrir.
Mira a Lessius: De just. 1, 2, c. 9, d. 12, n. 79. El hombre que recibió una
bofetada, no puede tener intención de vengarse, pero bien puede tenerla de
evitar la infamia, y de rechazar al mismo instante la injuria; y si fuere
necesario, con la espada, ETIAM CUM GLADIO. Tan ajenos estamos de sufrir que se
tenga voluntad de vengarse de los enemigos, que ni aun quieren nuestros padres
que se les desee la muerte por movimiento de odio. Oye a Escobar, tr. 5, ex. 5, n.
145. Si tu enemigo te quisiere hacer algún daño, no debes desearle la muerte
movido de odio, pero la puedes desear por evitar tu daño. Porque este deseo es
tan legítimo acompañado de tal intención que nuestro gran Hurtado de Mendoza
dice: que podemos rogar a Dios que haga morir prontamente los que tienen
voluntad de perseguimos si no se puede evitar de otra suerte, en su l. de spe. vol
2, dis 15, sect. 4, §. 48.
Padre mío, dije, la Iglesia ha olvidado poner en el oficio divino una oración a
este intento. No se ha puesto en él, contestó, todo lo que se puede pedir a Dios.
Además que esto no podía ser, por cuanto esta opinión es más moderna que el
breviario; bien veo que no eres buen cronologista. Pero sin salir de la materia,
escucha este pasaje de nuestro Padre Gaspar Hurtado de sub pecc. diff. 9, citado
por Diana, p. 5, tr. 14, r. 99. Es uno de los veinticuatro de Escobar. Un
beneficiado puede sin pecar mortalmente desear la muerte de aquel que tiene
una pensión sobre su beneficio; y un hijo la muerte de su padre, y alegrarse
cuando sucede con tal que sea por razón del bien que esto le reporte y no por
odio.
¡Oh padre mío!, le dije; ¡qué bello fruto se saca de esta manera de dirigir la
intención! Bien veo que tiene ancho campo. Pero, sin embargo, se presentan casos
cuya resolución sería dificultosa, aunque muy necesaria para los caballeros.
Proponlos, dijo el padre. Muéstreme V. P. con toda esa dirección de intención,
que sea lícito batirse en duelo. Nuestro gran Hurtado de Mendoza te satisfará al
instante con este pasaje que Diana refiere, p. 5, tr. 14, r. 99: Si un caballero es
provocado en desafío y se sabe que no es devoto, y que los pecados que de
continuo comete sin escrúpulo pueden fácilmente persuadir a los que le

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conocen, que si rehusa el duelo no es por temor de Dios, sino por cobardía, y
que por esto dirán que es un gallina y no un hombre, GALLINA, ET NON VIR:
puede para conservar su honor acudir al lugar señalado, más no con intención
expresa de batirse en duelo, sino con la de defenderse, caso que el otro le
atacara injustamente. Y su acción será en sí del todo indiferente. Porque ¿qué
mal puede haber en ir al campo, pasear aguardando a un hombre, y defenderse
si le acomete? Así, de ninguna manera peca; pues esto no es aceptar un duelo,
si se tiene la intención dirigida a otras circunstancias, porque la aceptación del
duelo consiste en la intención expresa de batirse, la cual no tiene ese caballero.
No me cumplió V. P. su palabra. Esto no es propiamente permitir el duelo; por
el contrario, el padre Hurtado de Mendoza lo considera de tal modo prohibido,
que para disculparlo evita decir que sea duelo. ¡Oh!, ¡oh!, exclamó el padre;
empiezas a comprender, y me alegro. Aun podría yo decir, que con esto permite
todo cuanto piden los que se baten en duelo. Pero ya como es justo que te
responda con exactitud, nuestro Padre Laiman lo hará por mí, al permitir el duelo
en términos explícitos, con tal que se dirija la intención a aceptarlo sólo para
conservar el honor o la fortuna l. 3, p. 3, c. 3, n. 2 y 3. Si un soldado en el
ejército, y un caballero en la Corte se hallase a riesgo de perder su honra o su
fortuna, si no admite un duelo, no me parece que le pueden condenar si le
acepta para defenderse. Pedro Hurtado dice lo mismo, según refiere nuestro
insigne Escobar tr. 1, ex. 7, n. 96 y añade n. 98, estas palabras de Hurtado: es
lícito batirse en desafío para defender su hacienda si no hay otra manera de
conservarla, aunque sea matando al enemigo. Quedé admirado al oír tal
doctrina y al pensar que mientras el rey aplica toda su piedad para prohibir y
desterrar los duelos en sus Estados, los jesuitas inventan sutilezas para
permitirlos y autorizarlos en la Iglesia. Pero el buen padre de tal modo se había
entrado en el discurso, que no se le podía atajar sin hacerle agravio. Prosiguió,
pues, así: Finalmente, Sánchez (mira qué hombres te cito), va todavía más allá;
porque no solamente permite aceptar el duelo, sino también provocarlo, cuando
se dirige bien la intención. Y nuestro Escobar le sigue y es de su sentir en la
misma obra, n. 97. Padre mío, dije yo, doime por vencido si esto no es así, pero
nunca creeré que se halle escrito si no lo veo. Pues léelo, repuso. Y con efecto,
leí estas palabras en la Teología moral de Sánchez, l. 2, c. 39, n. 7. Con mucha
razón se dice que un hombre puede batirse en duelo para salvar su vida, o su
hacienda, si ésta fuere considerable, cuando consta que se la quieren quitar
injustamente con procesos y trapacerías, y cuando no hay otro modo de
conservarla. Navarro dice muy bien, que en tal caso es lícito aceptar o
provocar el desafío, LICET ACEPTARE ET OFFERRE DUELLUM; y también que se
puede matar secretamente al enemigo. Y aun en ocasiones, según Navarro, no

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debe valerse un hombre del duelo, si puede matar a su enemigo secretamente, y
salir de esta manera del empeño, porque de este modo evitará juntamente
exponer su vida en un combate y participar del pecado que su enemigo
cometería por el duelo.
En verdad, padre mío, dije que ésta es alevosía; y aunque parece piadoso a los
padres de la Compañía, no deja de ser alevoso quitar traidoramente la vida a su
enemigo. ¿Te he dicho por ventura, que se puede matar a traición? Dios me libre.
Lo que te digo es, que se puede matar a escondidas, y de aquí infieres que se
puede matar a traición, como si fuera lo mismo. Aprende de Escobar, tr. 6, ex. 4,
n. 26 lo que es matar a traición, y luego hablarás. Llámase matar a traición
cuando se mata un hombre que de ningún modo desconfía, ni está sobre aviso. Y
por esto, el que mata a su enemigo, no se dice que mate a traición, aunque lo
ejecute por detrás en emboscada: LICET per insidias, aut a ergo percutiat. Y en
el miemo tratado, n. 56: El que mata a su enemigo, con quien se había
reconciliado bajo palabra de no atentar contra su vida, no se puede decir
absolutamente que le ha matado a traición, a no mediar entre ellos una amistad
muy estrecha; ARTIOR AMICITIA.
¿Ves cómo ni aun sabes el significado de las palabras y sin embargo hablas
como si fueras doctor? Confieso, dije, que es cosa nueva para mí; y por esta
definición colijo, que quizá jamás se llegó a matar a traición; porque creo que
nadie piense asesinar, sino a su enemigo. Pero sea lo que fuere, ¿se puede
libremente matar, según Sánchez, no digo ya a traición, pero por detrás, o en una
emboscada, al calumniador que nor persigue en justicia? Sí, dijo el padre, pero ha
de ser dirigiendo bien la intención, siempre olvidas lo principal. Y esto es lo que
sostiene también Molina, t. 4, tr. 3, disp. 12; y aun el parecer de nuestro docto
Reginaldus, l. 21, cap. 5, núm. 57. También podemos matar a los testigos falsos
que el calumniador suscita contra nosotros. Y finalmente según la doctrina de
nuestros célebres padres Tannero y Manuel Sá, podemos no sólo quitar la vida a
los testigos falsos, sino también al mismo juez, si se halla en inteligencia con
ellos. Estas son las palabras de Tannero, tr. 3, disp. 4, q. 8, n. 83. Soto y Lessio
dicen que no es permitido matar a los testigos falsos y al juez que conspiran en
la muerte de un inocente; pero Emanuel Sá y otros autores reprueban con razón
este parecer, a lo menos por lo que toca a la conciencia. Y todavía ratifica y
confirma en este lugar, que podemos matar al testigo y al juez.
Padre mío, dije, muy bien entiendo ahora la fuerza de vuestro principio de
dirigir la intención: pero también deseo saber las consecuencias y los casos en
que este método da derecho a matar. Volvamos, pues, a los que V. P. me ha
nombrado, porque no haya engaño, y el equívoco en esto sería peligroso. No se
debe quitar la vida a nadie sino es muy justamente, y sobre una buena opinión

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probable. V. P. me aseguró que dirigiendo bien la intención, según la doctrina de
vuestros padres: por conservar la honra, y aun la hacienda, se puede aceptar él
duelo, provocarle algunas veces, matar a escondidas a un falso acusador, y sus
testigos, y aún al mismo juez que los favorece; y también me dijo V. P. que aquel
que recibe una bofetada puede, sin vengarse, reparar este agravio con la espada.
Pero V. P. no me dijo hasta dónde podría llegar. Poco se puede errar, añadió el
padre; porque puede llegarse hasta matarle, como lo prueba nuestro docto
Enríquez, l. 14, c. 10. n. 3, y otros de los nuestros citados por Escobar, tr. 1, ex. 7,
n. 48, en estas palabras: Es lícito matar al que dio una bofetada, aunque huya,
como no sea por odio o por venganza, y como no se dé lugar a muertes
excesivas y dañosas al Estado. La razón es, porque puede un hombre correr tras
el que huye, lo mismo por lo que atañe a su honor, que por su hacienda. Pues
aunque tu honor no esté en manos de tu enemigo, como pudiera estar la ropa
que te hubieran quitado, puede, sin embargo, recobrarse de la misma suerte,
dando señales y pruebas de tu gallardía y autoridad, que han de procurarte la
estimación de los hombres. Efectivamente, ¿no es verdad que al que recibió una
bofetada, se le considera deshonrado hasta que mata a su enemigo?
Parecióme tan horrible esta doctrina, que con trabajo me pude contener, pero
para saberla del todo, le dejé proseguir. Además es lícito para prevenir la
bofetada, matar al que la quiere dar, si no hay otro medio de evitarla, según la
doctrina de nuestros padres. Por ejemplo, Azor, de los veinticuatro, ins. mor.
part. 3, l. 2, p. 105, dice: ¿Es permitido a un hombre honrado quitar la vida al
que le quiere dar una bofetada, o un bastonazo? Unos dicen que no,
asegurando que la vida del prójimo es más estimable que nuestra honra, y que
es crueldad matar a un hombre sólo por evitar una bofetada. Pero otros
sostienen que es permitido; y ciertamente lo tengo por probable', cuando no se
puede evitar de otra manera; porque si no, la honra del inocente estaría
expuesta a cada paso a la malicia de los insolentes. Nuestro gran Filiutius t. 2,
tr. 29, c. 3; n. 50; y el Padre Héreau en sus escritos acerca del homicidio; Hurtado
de Mendoza, in 2, 2, disp. 170, sect. 16, § 137; y Becan, Som. t. 1, q. 64, de
homicid; y nuestros Padres Plahaut y Court en sus escritos, que la Universidad
examinó extensamente, con el propósito de desacreditarlos en su tercer memorial;
y Escobar en el lugar citado n. 48 están contestes en lo mismo. En fin, esto se
halla tan aceptado, que Lessius lo decide como doctrina que todos los casuistas
tienen por inconcusa, l. 2, c. 9, n. 76; y cita a muchos que son de esta opinión, sin
que haya ninguno por la opuesta; y especialmente a Pedro Navarro, n. 77, que
hablando en general de las afrentas, considera la bofetada como la más ofensiva,
y declara que según el asenso de todos los casuistas, es permitido matar al
agresor, si de otra manera no se puede evitar el ultraje: EX SENTENTIA OMIUM

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licet contumeliosum occidere, si aliter ea injuria arceri nequit. ¿Quieres más?
Le di las gracias, por lo averiguado, y para ver hasta dónde podía llegar una
doctrina tan perversa, le pregunté: Padre mío, ¿no sería también lícito matar por
algo menos? ¿No habría forma de dirigir la intención, de suerte que se pudiese
matar por un mentís? Ciertamente, dijo el padre, y según Baldelle, l, 3, disp. 24,
n. 14, citado por Escobar, en el mismo lugar, n. 49, es lícito matar al que dice,
¡tú mientes!, si no se le puede reprimir de otra manera. Y también se consiente
imatar por calumnias, maledicencias, según nuestros padres. Porque Lessius, a
quien el Padre Héreau sigue literalmente, dice en el lugar citado: Si tú procuras
quitarme la reputación con calumnias ante personas honradas, y no lo puedo
evitar sino quitándote la vida, ¿podré hacerlo? Sí, según los autores modernos,
y aunque el delito que de mí publiques sea verdadero, como sea ignorado y no
lo puedas probar ante un juez. Y esta es la prueba. Si me quieres quitar la
honra con una bofetada, puedo impedirlo por la fuerza de las armas; luego la
misma defensa me estará permitida cuando me quieras hacer igual injuria con
palabras. Además, si puedo impedir las afrentas, puedo impedir las calumnias.
Finalmente la honra es más preciosa que tu vida, y se puede matar por defender
la vida, luego se puede matar por defender la honra. Esto sí que son argumentos
en regla; esto no es discurrir: esto es probar. Finalmente aquel gran Lessius
muestra allí mismo, n. 78, que está permitido matar por una sencilla señal de
menosprecio. Se puede, dice, quitar la honra de diferentes modos, en los que la
defensa parece muy justa; como si alguno te quisiera dar de palos, o una
bofetada, o hacer alguna afrenta con palabras o gesto: SIVE PER SIGNA.
¡Oh padre mío! esto es cuanto se puede desear para poner el honor a cubierto;
pero la vida queda muy arriesgada, si por sencillas maledicencias o por gestos
que no agraden, se puede en conciencia matar a la gente. Es verdad, me dijo; pero
como nuestros padres son muy circunspectos, convinieron que no se usara esta
doctrina en ocasiones de poca consideración. A lo menos, dicen que apenas se
debe practicar; PRACTICE vix probari potest. Y la razón es ésta... Lo comprendo
bien, interrumpí: porque la ley de Dios prohibe matar. No lo toman ellos por esta
parte; les parece lícito en conciencia, no atendiendo más que a la verdad como
ella es en sí. ¿Luego por qué lo prohiben? Porque se despoblaría un Estado en
menos de nada si se hubiese de matar a todos los maldicientes. Mira lo que dice
nuestro Reginaldus, 1. 21, n. 63, p. 260: Aunque la opinión de que se puede
matar por una maledicencia no carece de probabilidad en teoría, debe seguirse
lo contrario en la práctica; porque siempre es preciso evitar los perjuicios que
se pueden causar al Estado al defender cada uno su rosón de tal manera,
porque se cometerían muchísimos homicidios. Lessius dice lo mismo, en el lugar
citado: Es menester que el uso de esta máxima no sea perjudicial y nocivo al

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Estado, y por esto debe restringirse; TUNC enim non est permittendus.
Pues qué, padre mío, ¿se trata de una prohibición política, y no religiosa?
Pocos habrá que la observen, y más en la cólera. Con facilidad pensará
cualquiera que no hace daño al Estado en librarle de un malvado. Por eso nuestro
padre Filucius añade a ésta otra razón muy atendible, tr. 29, c. 3, n. 51: Que sería
castigado por la Justicia cualquiera que quitase la vida a otro por esa causa.
Bien lo decía yo, padre mío, que vuestros padres no harían cosa de provecho, si
no tenían de su parte a los jueces. Los jueces, respondió el padre, como no
penetran en las conciencias, juzgan sólo por lo exterior de la acción, pero
nosotros miramos principalmente la intención: y de aquí proviene que nuestras
máximas son a veces algo contrarias a las de ellos. Sea como fuere, padre mío, de
las vuestras se concluye muy bien que, evitando los daños del Estado, es lícito a
cualquiera matar a los maldicientes en buena conciencia, como sea con seguridad
de la persona.
Mas, padre mío, así como vuestros padres han hallado modos de conservar la
honra, ¿no los han hallado también para conservar la hacienda? Bien sé que la
hacienda es de menor consideración, pero no importa; paréceme que bien se
podría dirigir la intención de manera que se pudiese matar para conservarla. Sí,
dijo el padre; ya te hablé del particular. Todos nuestros casuistas convienen en
ello, y lo permiten; aunque no se tema violencia alguna de parte de los que
quitan la hacienda, como cuando huyen. Así lo asegura Azor, de nuestra
Compañía, p. 3, 1. 2, c. 1, q. 20.
Pero, padre mío, ¿cuánto ha de valer la hacienda para poder llegar a extremos
tan grandes? Es necesario, según Reginaldus, 1. 21, c. 5, n. 66, y Tannero, in. 2, 2,
dis. 4, q. 8, d. 4, n. 69, que la cosa sea de gran valor a juicio de un hombre
prudente. Y Laiman y Filiutius opinan lo mismo. Esto no es decir nada, padre
mío; ¿dónde se hallará un hombre prudente, siendo tan difícil hallarle, para hacer
esa estimación? ¿Por qué no determinan la cantidad? ¿Cómo, dijo el padre; te
parece que es tan fácil comparar la vida de un hombre y más cristiano, con el
dinero? En esto quiero hacerte conocer la necesidad de nuestros casuistas.
Búscame, entre todos los Padres antiguos, a uno que diga por cuánto dinero es
lícito matar a un hombre. No dirán sino: NON OCCIDES; no matarás. ¿Y quién se
determinó a precisar ahora la cantidad?, pregunté yo. ¿Quién? Nuestro grande e
incomparable Molina, gloria de nuestra Compañía, que con su prudencia
inimitable lo ha estimado en seis o siete ducados, asegurando que por el interés
de ellos es lícito matar, aunque el ladrón que los haya tomado vaya huyendo. T.
4, tr. 3, disp. 16, d. 6. Y aun añade en el mismo lugar: Que no se atrevería a decir
que peca el que mata a otro que le quiere quitar una cosa que vale un escudo o
menos: UNIUS aurei, vel minoris adhuc valoris. De aquí estableció Escobar esta

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regla, n. 44: Que regularmente se puede matar a un hombre por valor de un
escudo, según Molina.
Pues, padre mío, ¿de dónde pudo Molina tener el conocimiento para resolver
un punto de tanta importancia, sin auxilio de la escritura, de los concilios, ni los
Santos Padres? Veo que es forzoso haya tenido luces muy particulares y muy
diferentes de las que tuvo San Agustín acerca del homicidio, así como de la
Gracia. Estoy instruido sobre este punto, y comprendo perfectamente que sólo los
eclesiásticos habrán de abstenerse y no podrán matar a los que les dañaren y
perjudicaren en el honor o en la hacienda. ¿Qué es lo que dices?, replicó el padre.
¿Sería razonable que los más dignos de respeto en el mundo estuviesen expuestos
a la insolencia de los perversos? Nuestros padres han prevenido este desorden;
Tannero dice, t. 2, d. 4, q. 8, d. 4, n. 76: Que es permitido a los eclesiásticos, y
aun a los religiosos, matar no solamente por defender su vida, sino también sus
bienes o los de su comunidad. Molina, citado por Escobar, n. 43; Becan, in 2, 2,
t. 2, q. 7, de hom. concl. 2, n. 5; Reginaldus, 1. 21, c. 5, n. 68; Laiman, 1. 3, tr. 3,
c. 3, n. 4; Lessius, 1. 2, c. 9, d. 11, n. 72, y otros, dicen lo mismo.
De igual modo, según nuestro célebre P. Lamy, es permitido a presbíteros y
religiosos librarse de los maldicientes, matándolos para que no puedan calumniar;
pero siempre dirigiendo bien la intención. He aquí sus palabras, t. 5, disp. 36, n.
118: Es permitido a un eclesiástico, o a un religioso, matar al calumniador, que
amenaza publicar delitos escandalosos de su comunidad o de su persona;
cuando no hay otro medio de impedirlo, y cuando está pronto a sembrar sus
calumnias si no le matan luego. Porque en tal caso, así como es lícito al
religioso matar al que intentare quitarle la vida, así también le es permitido
matar al que le quiere quitar la honra, o la de su comunidad; de la misma
manera que a las demás gentes. No sabía yo esto, dije: había creído simplemente
lo contrario, y sin reflexionar, fiado en lo que había oído decir: que la Iglesia
aborrece de tal modo la sangre, que ni aun permite a los jueces eclesiásticos
asistir a la ejecución de las sentencias criminales.
No te detengas en eso, dijo el padre; Lamy prueba muy bien esta doctrina,
aunque por humildad digna de tal hombre la somete al lector prudente; y
Caramuel, nuestro ilustre defensor, que la trae en su Teología Fundamental, p.
543, la tiene por tan cierta, que sostiene que la contraria no es probable, y saca
de ella conclusiones admirables, como esta que llama la conclusión de
conclusiones, CONCLUSIONUM CONCLUSIO: que un sacerdote no sólo puede en
ciertas ocasiones matar a un calumniador, sino que hay casos en que lo debe
hacer: ETIAM aliquando debet occidere. Sobre este fundamento examina muchas
cuestiones nuevas, como ésta, por ejemplo: ¿PUEDEN LOS JESUITAS MATAR A LOS
JANSENISTAS? Este es, padre mío, un punto de Teología nunca oído, exclamé. Ya

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doy por muertos a los jansenistas, según la doctrina del padre Lamy. Aquí te cogí,
interrumpió el padre; Caramuel deduce todo lo contrario de estos mismos
principios. ¿Y cómo hace eso, padre mío? Por cuanto los jansenistas no dañan a
nuestra reputación. Estas son sus palabras, n. 1.146 y I.I47, P. 547 y 548: Los
jansenistas llaman a los jesuitas Pelagios, ¿puedenlos por esto matar? No,
porque los jansenistas oscurecen menos los esplendores de la Compañía que los
buhos el del sol; lo que hicieron fue realzarla, muy contra su intención: OCCIDI
non possunt, quia nocere non potuerunt.
¿Pues cómo, padre mío, la vida de los jansenistas depende de saber si dañan a
vuestra reputación? No están ellos muy seguros si esto es así, porque como sea
probable en lo más mínimo, sin dificultad alguna quedan sentenciados a muerte.
Vuestros padres harán un argumento en forma, y no han menester más, con la
dirección de intención, para despachar a un hombre a la otra vida con seguridad
de conciencia. ¡Oh, qué dichosos son los hombres que no quieren sufrir las
injurias, y que saben esta doctrina! ¡Y qué desdichados aquellos que les ofenden!
Verdaderamente, padre mío, lo mismo será tratar con religiosos que se valen de
esta dirección de intención que con hombres faltos de espíritu religioso: porque la
intención del que hiere no alivia al herido. No percibirá la dirección secreta, pero
sentirá el golpe que reciba. Y aun ignoro si causaría a un hombre menos despecho
verle degollado por mano de frenéticos, que muerto a puñaladas
concienzudamente por hombres devotos.
Cierto, padre mío, lo digo sin disimulo: me tiene asombrado esta doctrina y me
disgustan las afirmaciones de los padres Lamy y Caramuel. ¿Por qué?, dijo el
padre. ¿Eres acaso jansenista? Tengo otra razón, y es que suelo escribir de tiempo
en tiempo a un amigo, que vive en el campo, lo que aprendo en las máximas de
vuestros padres, y aunque sólo hago una relación sencilla en la que cito fielmente
sus palabras, temo que algún malicioso imagine que perjudico a la Compañía y
deduzca de vuestros principios alguna conclusión contra mí. Anda, dijo el padre,
te aseguro que no te resultará ningún daño. Has de saber que lo que nuestros
padres han impreso con aprobación de nuestros superiores no es pernicioso, ni se
corre ningún riesgo al publicarlo.
Escribo a v. md. sobre las palabras de este buen padre; pero siempre me falta
papel, y nunca materia, porque hay tanto que decir, que se podrían formar
volúmenes enteros. Soy de v. md., etc.

París, 25 de abril de 1656.

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CARTA VIII

MÁXIMAS CORRUPTORAS DE LOS CASUISTAS ACERCA DE LOS JUECES, DE LOS


USUREROS, DE LAS BANCARROTAS, DEL CONTRATO MOHATRA Y DE LAS
RESTITUCIONES, ETC. EXTRAVAGANCIAS DIVERSAS DE LOS MISMOS CASUISTAS.

Señor mío: No supondría v. md. que alguien tuviera curiosidad de saber


quiénes somos; no faltan, sin embargo, personas que presumen conocernos: pero
van mal guiados. Unos creen que soy algún doctor de la Sorbona; y otros
atribuyen mis cartas a cuatro o cinco, que como yo, ni son sacerdotes ni
eclesiásticos. Todas estas falsas sospechas, me hacen juzgar que acerté en el
designio que tuve de ser conocido, solamente de v. md. y del buen padre que sufre
mis visitas mientras, con trabajo, sufro yo sus discursos. Pero debo disimular,
porque no pasaría adelante si notase en mí alguna indignación; y no podría
cumplirse mi empeño de referir a v. md. la doctrina moral de los jesuitas. Bien
puede v. md. estimar la violencia que me hago, por ser muy penoso ver atropellar
y corromper toda la moral cristiana con despropósitos tan extravagantes sin osar
abiertamente contradecir lo más mínimo. Pero después de lo sufrido por
satisfacer a v. md. pienso que al cabo, levantaré la voz, para satisfacerme, cuando
ya no me quede nada por averiguar. Me contendré, no obstante, todo lo posible;
porque cuanto más disimulo y callo, más se franquea. Tantas cosas me dijo la
última vez que difícilmente podré referirlas. Verá v. md. principios muy cómodos
para no restituir. Pues, por mucho que quieran paliar sus máximas, las que voy a
referir, se dirigen a favorecer a los jueces corrompido, a los usureros, a los que
se declaran en bancarrota, a los ladrones, a las rameras y a los hechiceros. Todos
encuentran amplia dispensa para no restituir lo que ganan en sus malos tratos.
Todo lo cual me enseñó de la manera siguiente:
Desde el principio de nuestras conferencias, dijo, me obligué a explicarte las
máximas de nuestros autores para todo genero de estados. Viste ya las referentes a
los beneficiados, a los sacerdotes, a los religiosos, a los criados y a los
caballeros: pasemos ahora a los demás, empezando por los jueces. Desde luego,
te diré una de las más importantes y provechosas máximas que nuestros padres
han enseñado en favor de ellos. Es de nuestro docto Castro Palau, uno de los
veinticuatro ancianos. Estas son sus palabras: ¿Puede un juez en una cuestión de
derecho, juzgar conforme a una opinión probable, dejando la que es más
probable? Sí; y aun contra su propio sentir; IMO contra propiam opinionem. Lo
mismo refiere Escobar, n. 6, ex 6, n. 45. ¡Oh padre mío!, empieza V. P.
perfectamente. Mucho os deben los jueces; y extraño que se opongan a vuestras
probabilidades, como lo hemos notado antes, puesto que les son tan favorables;

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porque de este modo les dais tanta facultad sobre las haciendas, cuanta habéis
tomado vosotros sobre las conciencias.
Observarás que no nos mueve el interés, sino el deseo de tranquilizar las
conciencias; y por esto, nuestro gran Molina permite que puedan recibir presentes
y a fin de quitarles los escrúpulos, que podían tener en ciertas ocasiones, ha
tomado el trabajo de particularizar los casos en que pueden libremente recibir
donativos, sin cargar la conciencia, a menos que alguna ley especial se lo
prohiba. Tomo 1, tratado 2, d. 88, n. 6. Los jueces pueden recibir regalos de las
partes, cuando se los dan por amistad, o por agradecimiento de la sentencia
pronunciada en su favor, o para excitarles anticipadamente a que la
pronuncien, o para obligarles a que tengan particular cuidado, de sus causas y
de su pronto despacho. Nuestro docto Escobar dice también, tr. 6, ex. 6, n. 43: Si
son muchos los que esperan la resolución de sus litigios, y ninguno, tiene
mayor razón que otro para ser preferido, ¿pecará el juez si admite un donativo
de un litigante a condición, EXPACTO, de que haya de resolver su asunto en
primer lugar? No por cierto, según Laiman; porque mirando el derecho natural
a nadie hace injuria, otorgando a uno, en consideración de su dádiva, lo que
podía haber concedido a otro; y por razón de la dádiva, viene a quedar más
obligado al que la dió que a los demás; y esta preferencia parece que se puede
estimar y pagar con dinero, QUAE obligatio videtur pretio œstimábilis.
En verdad, padre mío, me sorprende esta licencia que dais a los jueces. La
desconocen, sin duda, magistrados del Tribunal Supremo, ya que el presidente ha
dictado una orden en el Parlamento, prohibiendo a los escribanos recibir dinero
alguno, por semejantes preferencias; por donde se acredita que está muy ajeno de
pensar que eso sea permitido a los jueces; y todo el mundo alabó esta forma tan
útil a los litigantes. Atónito y confuso el padre, me preguntó: ¿Es verdad lo que
dices?; yo no lo sabía. Nuestra opinión no es más que probable, y la contraria
puede serlo también. Por cierto, padre mío, dije yo, que el presidente ha hecho
más que probablemente bien, y que con este decreto ha detenido la corrupción
pública que se toleraba desde hace mucho tiempo. Así lo juzgo yo también, dijo,
pero pasemos adelante, y dejemos a los jueces. Tiene razón V. P. Así como así son
unos ingratos, y no se muestran agradecidos a lo que hace por ellos la Compañía.
No es por eso, dijo el padre, sino que hay tanto que decir en todos los estados,
que es menester abreviar en cada uno.
Hablemos ahora de los negociantes. No ignoras la mayor dificultad con que se
tropieza: consiste en que renuncien a la usura, por lo cual nuestros padres han
puesto en ello particular cuidado; porque es tanto lo que aborrecen este vicio, que
Escobar dice, tr. 3, ex. 5, n. 1: que sería herejía suponer que la usura no es
pecado. Y nuestro Padre Bauny en la Suma de Pecados, cap. 14, llena muchas

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páginas con las penas en que incurren los usureros, y los declara infames en vida,
e indignos de sepultura después de muertos. No creía, padre mío, que Bauny
fuese tan severo. Lo es cuando precisa; pero también este docto casuista,
habiendo reparado que nadie se dejaba llevar de la usura, sino con deseo de
logro, dice en el mismo lugar: No se haría poco favor a los seglares, si
librándoles de los malos efectos de la usura, y también del pecado, se les diese
un medio de sacar tanta ganada de su dinero, como la que sacan de la usura, y
esto por vía de una legítima y buena colocación o empleo. Sin duda, padre mío,
que con esto no habría tantos usureros. Pues por eso mismo, dijo, ha dado una
regla general para toda clase de personas; así para caballeros como para
presidentes, consejeros, etc., y tan fácil, que no consiste más que en el uso de
ciertas palabras, que es preciso pronunciar al tiempo del préstamo, y por las que
se puede sacar la ganancia sin temor de que sea usura, como lo sería de otra
suerte. ¿Y cuáles son esos términos misteriosos, padre mío? Estos son, me dijo, y
están en francés; porque bien sabes que ha escrito su libro intitulado Suma de
Pecados (Somme des péchès) en ese idioma, para que todos le atendiesen, como
manifiesta en el prólogo. Aquel a quien se pide dinero prestado, responderá de
esta suerte: yo no tengo dinero que prestar; pero le tengo para ponerle a
ganancia lícita y honesta. Si quieres la suma que pides, para negociar con ella
en común, puede ser que me decida; pero como es difícil ponerse de acuerdo en
la ganancia; si me lo aseguras, y juntamente me aseguras el capital,
quedaremos convenidos, y te daré el dinero. ¿No es este un medio sencillo para
ganar dinero sin pecar? Y el Padre Bauny ¿no tuvo razón para concluir con estas
palabras? Este es, a mi parecer, el medio para que muchos seglares, que con sus
usuras y contratos ilícitos provocan la justa indignación de Dios, se puedan
salvar haciendo buenas, honestas y lícitas ganancias.
¡Oh padre mío!, dije; esas palabras tienen admirable poder y fuerza. Sin duda
encierran alguna virtud oculta, que yo no alcanzo, para expeler el veneno de la
usura; porque siempre pensé que tal pecado consistía en sacar más de lo prestado.
Muy poco entiendes de ello, dijo; la usura casi no consiste, según nuestros padres,
mas que en la intención de tomar la ganancia como usuraria; y por esto, Escobar
hace que se evite la usura con un simple rodeo de intención, en su tr. 3, ex. 5, n. 4,
33, 44. Sería usura, dice, sacar algún interés de lo prestado, si se exigiera
como debido de justicia; pero si se exige por vía de agradecimiento, no es
usura. No es permitido tener intención de sacar interés a préstamo, pero
pretenderlo a título de amistad, MEDIA BENEVOLENCIA, no es usura.
Estas sí que son máximas sutiles; pero una de las mejores a mi sentir, porque
tenemos donde escoger, es la del contrato Mohatra. ¿El contrato Mohatra, padre
mío? Ya veo que no sabes lo que es, dijo; sólo el nombre es extraño. Escobar te

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lo explicará en el tr. 3, ex. 3, n. 36. Contrato Mohatra se llama cuando una
persona necesita de algún dinero, y compra algunas mercancías a precio subido
y a crédito, para venderlas inmediatamente al mismo mercader, al contado y a
menor precio. Este es el contrato Mohatra; y bien ves que en virtud de este
contrato se recibe cierta suma al contado, obligándose a pagar una mayor. Pero,
padre mío, creo que sólo Escobar ha empleado esa palabra. Dígame V. P.:
¿Hállase en otros libros? ¡Qué poco enterado estás!, dijo el padre. El último libro
de Teología Moral que se imprimió este mismo año en París trata del Mohatra,
muy doctamente. Se titula EPILOGUS SUMMARUM, y es un compendio de todas las
Sumas de Teología, sacado de nuestros padres Suárez, Sánchez, Lessius,
Fagúndez, Hurtado y otros casuistas insignes, como lo dice el título. Verás,
pues, en la pág. 54: El Mohatra tiene efecto cuando un hombre que necesita
veinte doblones, compra a un mercader algunas telas por treinta, a pagar a fin
de año, y se las vuelve a vender al instante por veinte doblones al contado. Ya
ves que el Mohatra no es una palabra desconocida.
Luego, padre mío, ¿es lícito ese contrato? Escobar, respondió el padre, dice en
el mismo lugar que hay leyes que lo prohiben con muy rigurosas penas. ¿Luego
no vale para nada? ¡Cómo que no vale! Escobar da expedientes allí mismo para
hacerle lícito, diciendo: Aunque el mercader que vende y vuelve a comprar,
tenga principalmente designio de lucrarse: con tal que al vender las telas, no
exceda el precio al más alto de aquel género, y que al volver a comprarlas no
baje del precio menor, y no haya anterior convenio en términos expresos, o de
cualquier otro modo: no comete usura. Pero Lessius, de just. 1. 2, c. 21, d. 16,
dice: que aunque haya vendido a menos precio, con intención de volverlo a
comprar, nunca está obligado a restituir la ganancia, a no ser por caridad,
caso de que el comprador sea pobre, y que pueda restituir cómodamente, SI
conmode potest. Es cuanto se puede decir. Así es, padre mío, y si se tuviera
mayor indulgencia, sería vicioso. Nuestros, padres saben detenerse donde
conviene. Ya conoces bien la utilidad del contrato Mohatra.
Pudiera enseñarte otros métodos, pero te bastarán los que he referido; porque
tengo que hablar en favor de los que les van mal los negocios. Nuestros padres
han pensado cómo los podemos aliviar, según el estado en que se hallen; porque
si no tienen hacienda bastante para subsistir honestamente y para pagar sus
deudas, se les permite que puedan encubrir parte de sus bienes haciendo
bancarrota. Es lo que nuestro Padre Lessius ha decidido y confirma Escobar, tr. 3,
ex. 2, n. 163. El hombre que hace bancarrota ¿puede con seguridad de
conciencia reservarse de sus bienes cuanto fuera necesario para que su familia
subsista decentemente; NEINDECORE VIVAT? YO sostengo que sí, con Lessius y
aunque haya adquirido esos bienes con injusticias y delitos notorios, EX

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INJUSTITIA ET NOTORIO DELICTO; bien que en tal caso no podría reservar tanta
cantidad, como cuando los hubiera ganado de otra suerte. Padre mío, ¿qué
caridad extravagante os mueve a querer que aquellos bienes queden más presto en
poder del ladrón, para hacerle subsistir con honra, que en mano de los acreedores
que son los dueños legítimos? No se puede, dijo el padre, contentar a todos, y
nuestros padres han tenido particular cuidado en aliviar a esos infelices. Y para
que veas cómo han obrado siempre en favor de los pobres, nuestro gran Vázquez,
citado por Castro Palau, t. 1, tr. 6, d. 6, p. 6, n. 12, dice: Que cuando un ladrón
está resuelto a quitar a un pobre lo que tiene, se lo podemos estorbar
señalándole una persona rica a quien pueda hurtar en vez del pobre. Si no
tienes a Vázquez, ni a Castro Palau, hallarás lo mismo en Escobar; porque como
sabes, casi no ha dicho nada que no lo haya sacado de los veinticuatro más
célebres de nuestra Compañía. Esta es la práctica de nuestra Compañía acerca
de la caridad para con el prójimo, tratado 5, ex. 5, n. 120.
En verdad, padre mío, que es caridad bien extraordinaria, impedir la pérdida
de uno con daño de otro. Pero creo que sería mejor hacerla por entero, obligando
en conciencia, a quien dio el consejo, a restituir al rico la hacienda que por su
causa perdió. De ninguna manera, me respondió, porque no ha sido este quien
hurtó, y lo que hizo fue tan sólo aconsejar al otro. Y para que veas lo que se puede
decir, escucha esta sabia resolución de Bauny sobre un caso que te admirará, y
donde podría parecerte mucho mayor la obligación de restituir. Estos son los
términos en que se expresa, c. 13 de la Suma: Se acerca uno a un soldado, y le
ruega que vaya y maltrate a su vecino, o que prenda fuego a la granja de un
hombre, que le ha ofendido. Se pregunta si el soldado no repara el daño hecho,
si debe repararlo quien le comisionó. Mi sentir es que no; porque nadie está
obligado a la restitución si no ha quebrantado la justicia. ¿Será quebrantarla
pedir a otro un favor? A pesar del ruego, queda en libertad de otorgar o
rehusar. A cualquiera de los extremos que se incline, su voluntad es la que le
guía; nada le fuerza, sino es la bondad, blandura y docilidad de su carácter.
Luego, si aquel soldado no resarce el daño que hubiere hecho, no hay que
obligar al otro que le rogó para que lo hiciera. Al oír esto, pensé interrumpir la
conversación porque estuve a pique de soltar una carcajada por la tal bondad y la
tal blandura de un incendiario; y con estos razonamientos para eximir de la
restitución al verdadero y principal autor de un incendio que los jueces
castigarían de muerte; pero si no me reprimo se ofendiera el buen padre, porque
hablaba seriamente, y en el mismo tono continuó:
Debieras ya conocer por experiencia cuán vanas son tus objeciones, y sin
embargo me haces con ellas salir del propósito en que estamos. Volvamos, pues, a
los pobres. Nuestros padres para aliviarlos, y entre otros Lessius 1. 2, c. 12, n.

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12, aseguran que es lícito hurtar no sólo en extrema necesidad, sino en una
necesidad grave, aunque no sea extrema. Lo mismo dice Escobar, tr. 1, ex. 9, n.
29. Esta doctrina me sorprende, padre mío. Pocos hay en el mundo que no juzguen
que su necesidad es grave, con que a todos permitís hurtar con seguridad de
conciencia. Y cuando redujerais el permiso sólo a las personas que efectivamente
se hallan en ese estado, abríais la puerta a una infinidad de hurtos que los jueces
castigarían aunque no hubiese de por medio tan grave necesidad; y que vosotros
deberíais reprimir con mayor razón, porque debéis mantener entre los hombres,
no sólo la justicia, sino la caridad que se destruye por esta doctrina. Porque, en
fin, ¿no es destruirla y hacer agravio al prójimo, quitarle su hacienda y
aprovecharse de ella? Hasta ahora, esto es lo que me han enseñado. Mas no es
siempre verdadero, respondió el padre; porque nuestro gran Molina nos
demuestra t. 2, tr. 2, dis. 328, n. 8: Que el orden de la caridad no pide que el
hombre se prive de un provecho por librar al prójimo de una pérdida que puede
importar otro tanto. Esto dice para insistir en lo que había tratado de probar: que
un hombre no tiene en conciencia obligación de restituir los bienes que otro nos
hubiera entregado paira burlar a sus acreedores. Y Lessius lo confirma, 1. 2, c.
20, d. 19, n. 168.
Tú no tienes compasión de los pobres; nuestros padres usaron de mayor
caridad. Ellos observan la justicia así con los pobres como con los ricos; diré
más: y aún con los pecadores. Porque aunque son muy opuestos a los criminales,
sin embargo, no dejan de enseñar que los bienes mal ganados se pueden retener
legítimamente. Lessius dice en general, 1. 2, c. 14, d. 8: Nadie tiene obligación ni
por ley natural, ni por las leyes positivas, es decir, por ninguna ley, de restituir
lo que ha recibido, en pago de una mala acción, como un adulterio, aunque la
acción sea contraria a la justicia. Porque, como dice Escobar, citando a Lessius,
tr. 1, ex. 8, n. 59: Los bienes que una mujer adquiere por adulterio son
verdaderamente adquiridos por un medio ilegítimo, pero su posesión es
legítima: QUAMVIS mulier illicité acquirat, licite tamen retinet acquisita. Por
tanto, los más célebres de nuestros padres deciden formalmente que lo que un juez
toma de una de las partes, para dar una sentencia injusta en su favor, y lo que un
soldado recibe por haber muerto a un hombre, y todo aquello que se gana con
delitos infames se puede legítimamente poseer. Escobar recopila todo esto de
nuestros autores, tr. 3, ex. 1, n. 23, de lo que deduce esta regla general: Los bienes
adquiridos por medios vergonzosos, como por una muerte, por una sentencia
injusta, por una acción deshonesta, etc., se poseen legítimamente, y no se tiene
obligación de restituirlos. Y también en el tr. 5, ex. 5, n. 53. Se puede disponer
de lo que se recibe por homicidios, sentencias injustas, delitos infames, etc.,
porque la posesión es justa, y se adquiere el dominio y la propiedad de cuanto

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se ha gomado en estos tratos. ¡Oh padre mío! no había oído hablar de tal modo
de adquirir; y dudo que los jueces lo aprueben, y que admitan por justos títulos el
asesinato, la injusticia, el adulterio, etc. Yo no sé, dijo el padre, lo que los libros
de derecho dicen, pero sé muy bien que los nuestros, que son los verdaderos
directores de las conciencias, hablan como yo. Verdad es que hacen excepción de
un caso en que obligan a restituir, y es cuando se ha recibido dinero de aquellos
que no pueden disponer de sus bienes, como son los hijos de familia y los
religiosos. Nuestro gran Molina los exceptúa, t. 1, de just. tr. 2, disposición 94.
NISI mulier accepissel ab eo qui alienaré nom potest, ut a religioso, aut filio
familias; porque entonces es menester restituir el dinero. Escobar cita este
pasaje, tratado 1, ex. 8, n. 59; y se ratifica en lo mismo, tr. 3. ex. 1, número 23.
Padre mío, dije, veo en este caso, que como sois del número de los religiosos,
los habéis tratado mejor que a los demás. De ninguna manera, respondió el padre.
¿No decimos lo mismo generalmente de todos los menores de edad, entre los que
se hallan comprendidos los religiosos toda la vida? Era justo exceptuarles. Pero
lo que se toma de otro cualquiera por alguna acción torpe, no se debe restituir.
Lessius lo prueba ampliamente 1. 2, de just. c. 14, de 8, número 52. Porque una
acción mala, dice, puede tener su precio, y pagarse con dinero, no en cuanto es
mala, sino en cuanto es ventajosa para la persona que la manda realizar, y
trabajosa para el que la ejecuta; por esta razón no está obligado a restituir lo
que recibe por ejecutarla, sea lo que fuere: homicidio, sentencia injusta, acción
torpe, tales son los ejemplos que trae en esta materia, si no es que haya recibido
de los que no pueden disponer de su hacienda. Acaso digas, que el que recibe
dinero por una mala acción peca, y que así no le puede recibir ni guardar; pero
respondo, que en cuanto la acción queda ejecutada, ya no hay pecado en pagar
ni en recibir la paga. Nuestro gran Filiutius particulariza y penetra más en la
práctica: porque advierte que hay obligación de pagar las obligaciones de este
género según las diferentes calidades de las personas que las cometen; y que
unas valen más que otras. Lo que funda sobre razones sólidas, tr. 31, c. 9, n. 231.
Occultoe fornicariae debetur pretium in conscientia, et multo majore ratione,
quam publicae. Copia enim quam occulta facit mulier sui córporis, multo plus
valet, quam ea quam pública facit meretrix; nec est lex positiva quoe reddat
eam incapacem pretii. Idem dicendum de pretio promisso virgini, conjugatae,
Moniali, et cuicumque alli. Est enim eadem emnium ratio.
Y consecutivamente me mostró en sus autores cosas de este género, tan infames,
que no me atrevo a referirlas y que le hubieran horrorizado a él mismo, (porque
es buen hombre), si no fuera por el respeto que tiene a los padres, y que le hace
considerar con veneración todo lo que proceda de ellos. Yo callaba, menos por el
deseo de oírle que por la sorpresa de ver libros religiosos llenos de decisiones

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tan horribles, tan injustas y tan extravagantes. Prosiguió, pues, libremente, y su
conclusión fue de esta manera: Por esto, nuestro ilustre Molina, (y creo que con
ello quedarás satisfecho) decide así la cuestión. Cuando se ha recibido dinero
por una mala acción ¿hay obligación de restituir? Es necesario distinguir, dice
este gran hombre: si la acción no se ejecutó, después de cobrada, se debe
restituir; pero si se ejecutó, no hay esta obligación: TENETUR, si nom fecit;
secus, si fecit. Lo que refiere Escobar, tr. 3, ex. 2, n. 138.
Ya tienes algunos principios de nuestra doctrina acerca de la restitución.
Muchos oíste hoy; quiero ahora experimentar qué fruto sacaste. Dime, pues: un
juez que ha recibido dinero de una de las partes, para que sentencie en su favor,
¿tendrá obligación de devolverlo? V. P. acaba de decirme que no. Sospechaba tu
respuesta, dijo el padre. ¿Lo he dicho en general? Dije que el juez no tenía
obligación de restituir, si falló a favor del falto de razón ni derecho; mas cuando
se tiene razón ¿quieres tú que se compre una sentencia justa, que es debida
legítimamente? No por cierto. ¿No comprendes que un juez debe por su cargo
hacer justicia, y que así no la puede vender: pero que no tiene obligación de hacer
una injusticia, y para hacerla puede recibir dinero? Así nuestros principales
autores, como Molina, disp. 94, 99; Reginaldus, 1. 10, n. 184, 185 y 187;
Filiutius, tr. 31, n. 220, 228; Escobar, tr. 3, ex. 1, número 21, 23; Lessius, lib. 2, c.
14, d. 8, n. 55, uniformemente enseñan, que un juez está obligado a restituir lo
que ha recibido por hacer justicia, a no ser que se lo dieran liberalmente; pero
nunca está obligado a restituir lo que ha recibido de un hombre en favor del
cual ha dictado una sentencia injusta.
Perplejo me dejó este distingo fantástico; y mientras yo consideraba las
perniciosas consecuencias, el padre disponía otra cuestión, y me dijo:
Respóndeme otra vez más reflexiamente. Pregunto: ¿Está obligado el que se mete
a adivino, a restituir el dinero que gana en este ejercicio? Sea lo que V. P.
quisiere. ¿Cómo lo que yo quisiere? ¡Verdaderamente eres admirable! De la
manera que hablas parece que la verdad depende de nuestra voluntad. Bien veo
que por tí mismo no hallarías nunca la solución. Mira cómo Sánchez resuelve la
dificultad; Sánchez había de ser para resolverla. Primeramente, distingue en su
Suma: Libro 2, c. 38, n. 94, 95 y 96: O el adivino se sirve de la astrología y
otros medios naturales para adivinar, o se vale del arte diabólico. Porque en un
caso está obligado a la restitución, y en el otro no debe restituir. ¿Podrásme
decir en cuál de los dos? No hay mucha dificultad en esto. ¿Tú crees que debe
restituir si se ha valido del demonio? Pues no lo entiendes; es todo lo contrario.
Mira la solución de Sánchez en ese mismo lugar: Si el adivino no se tomó el
trabajo de saber por arte del diablo lo que no podía saber de otra manera, SI
NULLAM OPERRAM APPOSUIT, UT ARTE DIABOLI ID SCIRET, debe restituir: pero si

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apeló a este recurso, no está obligado. ¿Y por qué razón, padre mío? No lo
entiendes, me dijo. Esto es, porque se puede adivinar por arte del diablo, y no por
la astrología que es un medio falso. Pero, padre mío: si el diablo no dijera la
verdad, porque no hay en él más verdad que en la astrología, ¿será preciso que
por la misma razón restituya el adivino? No siempre, me dijo: distinguo, dice
Sánchez, porque si el adivino es ignorante en el arte diabólico, SI SIT ARTIS
DIABOLICE IGNARUS, está obligado a restituir: pero si es un hábil hechicero, y ha
hecho lo que ha podido para saber la verdad, no tiene obligación; porque
entonces la diligencia del tal hechizero puede tener precio: DILIGENTIA A MAGO
APPOSITA, EST PRETIO AESTIMABILIS.
Esta sí, padre mío, que es doctrina juiciosa; este es el mejor modo de incitar a
que los hechiceros estudien y se hagan expertos en su arte, con la esperanza de
ganar hacienda legítima según vuestras máximas, a la vez que sirven con fidelidad
al público. Creo que te burlas, dijo el padre, y no me parece justo, porque si
hablaras así donde no te conocieran, algunos habría que tomaran a mal tus
discursos y te reprocharan por hacer burla de las cosas de religión. Me
justificaría con facilidad, padre mío; porque tomando mis palabras en su
verdadero sentido, no se hallará una que no denote lo contrario, y puede ser que
un día haya ocasión de probarlo en estas conversaciones. ¡Oh! ¡oh ¡dijo el padre,
ya no chanceas. Confieso, le dije, que si alguno piensa que tomo a risa las cosas
santas, me será muy sensible, y tendré por injusta semejante suposición. No lo
decía por tanto, respondió el padre; pero hablemos con toda formalidad. Yo estoy
dispuesto, padre mío, y sólo depende de V. P. Pero aseguro que me ha dejado
atónito enterarme de que vuestros padres pusieran tanto cuidado en favorecer a
todos, hasta el punto de regular la ganancia legítima de los hechiceros.
Nunca se escribe demasiado, dijo el padre, por ser mucha la variedad en el
mundo, ni puede haber exceso en particularizar los casos y repetir las mismas
cosas en diferentes libros. Y lo puedes ver por este pasaje de uno de los más
graves de nuestra Compañía, que es hoy nuestro provincial. Es el R. P. Cellot en
su L. 8, de la Jerarquía, capítulo 16, § 2. Hemos sabido, dice, que cierta persona
que llevaba una gran suma de dinero para restituirla por orden de su confesor,
habiéndose detenido en el camino en casa de un librero, y preguntándole si no
había nada de nuevo, ¿KUM QUID NOVI? el librero le mostró un libro de Teología
Moral recién publicado y hojeándole a la ventura halló casualmente su caso y
vio que no estaba obligado a restituir: de manera que habiéndose librado de la
carga de su escrúpulo, aunque cargado con el peso de su dinero, se volvió más
ligero a casa; ABJECTÁ scrupuli sarcima, retento auri pondere, levior domum
repetiit.
¿Dime, después de esto, si no es útil enterarse de nuestras máximas? ¿Te reirás

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ahora? ¿No será más justo que hagas, con el Padre Cellot, esta piadosa reflexión
sobre la felicidad del encuentro? Los hallazgos de esta especie son: en Dios
efecto de su Providencia; en el ángel de la guarda efecto de su conducta, y en el
favorecido, efecto de su predestinación. Dios quiso desde la eternidad, que la
cadena de oro de su salud dependiese de tal autor, y no de otros ciento que
dicen lo mismo y con los cuales no ha tropezado. Si aquél no hubiera escrito,
éste no se hubiera salvado. Conjuremos, pues, por las entrañas de Jesucristo, a
los que calumnian y desaprueban la multitud de nuestros autores, que no les
reprochen los libros que por elección eterna de Dios y la sangre de Jesucristo
han producido. Admirables palabras con que este docto varón prueba
sólidamente esta proposición: es muy útil que haya gran número de autores que
traten de Teología Moral. QUAM utile sit de Theologia morali multos scribere.
Padre mío, dije, otra vez declararé mi sentir sobre este pasaje del Padre Cellot;
y por ahora no diré a V. P. otra cosa, sino que ya que vuestras máximas son de
tanto fruto, y que importa divulgarlas, debe V. P. continuar mostrándomelas;
porque puedo asegurar que la persona a quien las remito, las hará ver a muchos;
no porque tengamos intención de servirnos de ellas, sino porque nos parece bien
que todo el mundo las conozca. Ya ves, me dijo, que no las oculto; y la primera
vez que nos veamos te hablaré de las comodidades y dulzuras de la vida que
nuestros padres consienten para facilitar la salvación y la devoción; a fin de que
después de sabido hasta aquí lo tocante a cada estado en particular, sepas lo que
es general para todos, y nada te falte para una perfecta instrucción.
Luego se despidió el padre. Soy de v. md., etc.

París, 28 de mayo de 1656.

P. D.—Se me olvidó advertir a v. md., por si las toma, que entre las diferentes
ediciones de los libros de Escobar, son preferibles las de Lyon, que tienen en la
portada un cordero sobre un libro cerrado con siete sellos, o las de Bruselas de
1651. Como éstas son las últimas, resultan mejores y más amplias que las
ediciones de Lyon de los años 1644 y 1646. Ahora se ha hecho una nueva en
París, casa de Piget, más exacta que todas las demás. Pero donde se pueden
aprender mejor las opiniones de Escobar es en su Teología Moral, impresa en
Lyón.

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CARTA IX

FALSA DEVOCIÓN A LA VIRGEN INTRODUCIDA POR LOS JESUITAS. DIVERSAS


FACILIDADES INVENTADAS POR ELLOS PARA SALVARSE SIN TRABAJO ENTRE LAS
DULZURAS Y COMODIDADES DE LA VIDA. MÁXIMAS JESUÍTICAS SOBRE LA AMBICIÓN,
LA ENVIDIA, LA GULA, SOBRE LOS EQUÍVOCOS, RESTRICCIONES MENTALES,
LIBERTADES CONCEDIDAS A LAS JÓVENES, TRAJES DE LAS MUJERES; EL JUEGO Y EL
PRECEPTO DE OÍR MISA.

Señor mío: Voy a entrar en materia, desde luego, como lo hizo el buen padre la
última vez que le visité. En cuanto me vio se vino a mí, y me dijo mirando un
libro que traía en la mano: ¿No te considerarías obligado a cualquiera que te
abriese las puertas del Paraíso? ¿No darías millones de oro por tener una llave
y entrar cuando quisieras? No has menester tanto sacrificio: aquí tienes una, y
aun ciento. No sabía yo si el buen padre leía o hablaba. Pero salí de dudas
cuando me dijo: Estas son las primeras palabras del hermoso libro del Padre
Barry, de nuestra Compañía; nunca digo nada por mi cuenta. ¿Qué libro es este,
padre mío? Mira el título, respondió: El Paraíso abierto a Filagia por cien
devociones dirigidas a la madre de Dios y fáciles de practicar. Bien, padre mío,
¿es suficiente cada una. de esas devociones para abrir el cielo? Sí; mira la
continuación de las palabras que has oído: Cuantas devociones a la madre de
Dios hallares en este libro, son otras tantas llaves que te abrirán de par en par
las puertas del cielo, y por esto dice en la conclusión, que se contenta con que
practiques una sola.
Enséñeme, pues, V. P. alguna de las más fáciles. Todas son fáciles, respondió:
por ejemplo, saludar a la Santísima Virgen ante alguna de sus imágenes; rezar
el rosario de los diez gozos de la Virgen; pronunciar a menudo el nombre de
María; encargar a los Angeles que hagan la reverencia por nosotros; desear
poder edificar a su honra más iglesias que alzaron entre todos los monarcas;
darla por la mañana los buenos días, y por la tarde las buenas noches, decir
diariamente el Avemaría en honor del corazón de María. Y dice que este rezo
asegura a quien lo practica el corazón de la Virgen. Pero será, padre mío, si aquél
la ofreciere el suyo. No es necesario, dijo, cuando un hombre está entregado a las
cosas del mundo. Oye: sería justo que dieses corazón por corazón; pero el tuyo
lo tienes muy atado y puesto en las criaturas; por tanto, no me atrevo a
invitarte a que ofrezcas el miserable esclavo que llamas tu corazón. Y así
Barry, se contenta con que se pronuncie el Avemaria, como dijo al principio.
Estas devociones se encuentran en las páginas 33, 59, 145, 156, 172, 258 y 420
de la primera edición. No puede ser cosa más cómoda, dije, y creo que ya no

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habrá quien se condene.
¡Ah, bien veo que no sabes la dureza de corazón de ciertas gentes! Hay algunos
tan empedernidos, que jamás se toman el trabajo de decir, cotidianamente, estas
dos palabras, buenos días, buenas noches; porque ni aun esto se puede hacer sin
alguna aplicación de la memoria. Y así fue menester que el Padre Barry
suministrase prácticas todavía más fáciles, como son, tener día y noche un
rosario en forma de brazalete, o llevar sobre sí un rosario, o una imagen de la
Virgen. Estas devociones se contienen en las páginas 14, 326 y 447. Y dirás luego
que no te doy devociones fáciles para adquirir la gracia de María, como dice el
Padre Barry, página 106. No puede haber cosa mas sencilla, repliqué. Es todo
cuanto se puede hacer, repuso el padre; y creo que bastará; porque muy perverso
había de ser el hombre, para no querer emplear un solo instante en toda su vida
para ponerse un rosario al brazo o un escapulario en la faltriquera, y asegurar
con, esto su salvación con tanta certidumbre, que. los que lo hicieron se salvaron,
de cualquiera manera que hayan vivido, aunque siempre les aconsejamos que
vivan bien. Referiré solamente el ejemplo, página 34, de una mujer, que
practicando todos los días la devoción de saludar las imágenes de María, vivió
toda su vida en pecado mortal y murió en este estado, pero no dejó de salvarse
por los méritos de esta devoción. ¿Y cómo pudo ser?, interrumpí. Nuestro Señor,
contestó el padre, la resucitó expresamente para que se reconciliara; porque no
puede condenarse quien ejerciere alguna de estas devociones.
Bien sé, padre mío, que las devociones a la Virgen son un medio poderoso para
la salvación; y que aun las más leves son de gran mérito, cuando nacen de un
espíritu de fe y de caridad, como en los Santos que las practicaron; pero querer
persuadir que los que usan de ellas, sin cambiar su mala vida se convertirán a la
hora de la muerte, o que Dios los resucitará para que tengan lugar de convertirse,
es lo que yo hallo más a propósito para entretener los pecadores en sus vicios,
con la falsa paz que esta confianza temeraria les inspira, que para apartarlos de
sus delitos por una verdadera conversión que sólo la gracia puede producir.
¿Cómo entremos en el cielo, qué importa por dónde?, contestó, según dice, con
este motivo, el célebre P. Binet (que fue nuestro Provincial), en su excelente libro
de la Señal de la predestinación, n. 31, p. 130, de la edición quince. Sea de uno
o de otro modo, ¿qué nos importa, mientras entremos en la gloria celestial?,
añade en el mismo lugar. Estoy conforme que no importa, dije yo; pero el caso es
saber si se entrará. La Virgen, dijo el padre, responde de ello; míralo en los
últimos renglones del libro de Barry: Si sucediere que a la muerte, el enemigo
tuviese alguna pretensión contra ti, y hubiere algún alboroto en la pequeña
república de tus pensamientos, no tienes más que decir que María responde por
ti, y es a ella a quien hay que dirigirse.

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Pero, padre mío, si se depurase más este punto, muy comprometido se vería V.
P., pues ¿quién nos asegura que la Virgen responde? El P. Barry responde por ella,
p. 465: Acerca del bien o del mal que puede sobrevenir, yo respondo, y salgo
fiador por la Virgen. Pero ¿quién responde por el P. Barry? ¡Cómo!, dijo el
padre. ¿Pues no basta que sea de nuestra Compañía? ¿No sabes que nuestra
Compañía responde de todos los libros de nuestros padres? Es preciso te enseñe
este punto; bueno es que lo sepas. Hay una orden en nuestra Compañía que
prohibe a todos los impresores y libreros imprimir y vender obras de nuestros
padres sin la aprobación de nuestros teólogos y sin la licencia de nuestros
superiores. Es un reglamento que hizo Enrique III, en 10 de mayo de 1583, y
confirmaron Enrique IV, en 20 de diciembre de 1603, y Luis XIII, el 14 de febrero
de 1612. De manera que todo el cuerpo responde por los libros de cada uno de
nuestros padres. Esto es peculiar de nuestra Compañía, por cuya razón no sale
obra de nosotros que no tenga el espíritu de la sociedad. Era indispensable que
supiera esto. Padre mío, me place, y sólo me pesa no haberlo sabido antes;
porque de ello depende el que se haya de tener mayor atención con vuestros
autores. Ya te lo hubiera dicho si se hubiera presentado ocasión, pero aprovéchate
para lo venidero y continuemos nuestro asunto.
Creo que te he propuesto muchos medios de salvación fáciles y seguros; pero
nuestros padres desearían que no se detuviera un hombre en este primer grado,
donde sólo se trata de lo que es absolutamente necesario para salvarse. Como
siempre aspiran a la mayor gloria de Dios, quisieran elevar a los hombres a una
vida más piadosa; y porque los mundanos suelen apartarse de la devoción, a
causa de la extraña idea que tienen de ella, los jesuitas han pensado que era
sumamente importante destruir este primer obstáculo. En esta empresa el P. Le
Moine adquirió mucha reputación con el libro de la DEVOCIÓN FÁCIL, que
compuso a este fin, y donde hace una pintura tan encantadora de la devoción que
nada es comparable a lo que él dice. Oye las primeras palabras de esa obra: La
virtud no se ha manifestado hasta ahora ni se ha hecho de ella un retrato
parecido. Así no era extraño que pocos procurasen practicarla. Nos pintaron
una virtud áspera y enfadosa, que sólo busca la soledad, acompañada de
dolores y trabajos, y enemiga de las distracciones y los juegos, que son la
alegría y la salsa de la vida. Esto dice en la p. 92.
Sin embargo, padre mío, hubo santos que vivieron con mucho recogimiento y
austeridad. Cierto, dijo el padre; pero también se han visto en todos tiempos
santos civilizados, y devotos, sociales y cortesanos, como dice el mismo Le
Moine, p. 191; y verás en la p. 86 que la variedad de costumbres proviene de la
de sus humores. Oye: No niego que haya devotos macilentos, melancólicos por
complexión, que amen el silencio y el retiro, que no tengan más que flema en

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las venas y tierra en el rostro. Pero también se ven otros muchos que son de
más feliz complexión y tienen abundancia de aquel humor dulce y cálido, y de
la sangre benigna y pura, que producen alegría.
Convéncete, pues, de que el amor a la soledad y al silencio no es común a
todos los devotos; y que, como yo te decía, es efecto de su complexión más que
de su piedad; y que los genios austeros de que hablas tienen carácter salvaje y
feroz. Por esto el P. Le Moine, en el libro séptimo de sus pinturas morales, los
describe con acciones ridículas y brutales como locos melancólicos: Está sin
ojos para las bellezas del arte y de la naturaleza. Huye de los placeres y gustos,
como de una carga fastidiosa. Los días de fiesta se retira entre los muertos.
Prefiere estar en el hueco de un árbol o en una gruta, que en un palacio o sobre
un trono. Es tan insensible a las afrentas e injurias, como si tuviera ojos y
oídos de estatua. La honra y la gloria son ídolos que él no conoce, ni tiene para
ellos incienso. Una beldad es para él un espectro, y aquellas miradas
imperiosas y soberanas, agradables tiranos que esclavizan sin cadenas, tienen
el mismo poder ante sus ojos que el sol ante los del buho, etc.
En verdad, padre mío, que si no me aseguráis que el P. Le Moine es el autor de
esa pintura, la creyera obra de algún impío para poner en ridículo a los santos;
porque si ésta no es la imagen de un hombre totalmente apartado de todo aquello
que según el Evangelio se debe renunciar, confieso que soy un ignorante. Pues
mira, dijo el padre, cómo no lo entiendes; porque éstos son perfiles de un
espíritu flaco y salvaje, destituido de las afecciones honestas y naturales que
debía tener, como Le Moine lo dice al fin de esta descripción. Por este medio
enseña la virtud y filosofía cristiana, según el intento de su obra, declarado en el
prólogo. Y con efecto es necesario convenir que este método nuevo de tratar la
devoción es más agradable al mundo que el observado antiguamente. No tiene
comparación, dije, y empiezo a esperar que V. P. me cumplirá la palabra. Veráslo
mejor por lo que te iré diciendo. Hasta ahora sólo he tratado de la piedad en
general, y para hacerte ver al detalle de qué manera nuestros padres la han
suavizado para librarla de las penas, dime: ¿no es un consuelo para los
ambiciosos saber que pueden conservar una verdadera devoción junto al ansia
desordenada de grandezas? ¡Cómo, padre mío! ¿Aunque las busquen con
cualquier exceso? Sí, respondió; porque nunca pasará de ser más que pecado
venial, a menos que se deseen las grandezas para ofender más cómodamente a
Dios o al Estado; y los pecados veniales no impiden que un hombre sea devoto;
como que ni los mayores santos están libres de ellos. Oye, pues, a Escobar, tr. 2,
ex. 2, n. 17: La ambición, que es un apetito desordenado de cargos y grandezas,
es de por sí pecado venial; pero cuando las grandezas se apetecen con ánimo
de perjudicar al Estado u ofender a Dios más cómodamente, estas

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circunstancias exteriores le hacen mortal.
No puede haber cosa mejor ni más cómoda, padre mío. ¿Y no es también,
prosiguió, una doctrina bien suave para los avarientos la de Escobar, tr. 5, ex. 5,
n. 154, cuando dice: Yo sé que los ricos no pecan mortalmente cuando no
socorren con lo superfluo de su hacienda las necesidades apremiantes de los
pobres: SCIO in graci pauperum necesitate divitem, non dando superflua non
peccare mortaliter? Cierto que si es así, dije, entiendo muy poco de pecados.
Para que los conozcas mejor, dijo el padre, ¿no piensas que la buena opinión de sí
mismo y la complacencia en sus propias obras es un pecado de los más
peligrosos? ¿Y no te asombraría si te hiciere ver que aunque esta buena opinión
carezca de fundamento no sólo no es pecado, sino un don de Dios? ¡Es posible,
padre mío! Sí, dijo: es lo que enseña nuestro gran P. Garasse en su libro titulado
Somme des vérites capitales de la religión (Suma de las verdades capitales de
la religión), part. 2, p. 419: La justicia conmutativa, dice, dispone que todo
trabajo honesto haya de ser premiado con la alabanza o con la propia
satisfacción. Cuando los claros ingenios producen una obra excelente, dáseles
justa recompensa con las alabanzas públicas. Pero cuando un pobre
entendimiento trabaja mucho sin conseguir pública alabanza, para que su
trabajo no quede sin galardón, Dios le inspira una complacencia personal, que
nadie le puede reprochar sin hacerle una injusticia más que bárbara. Así Dios,
que es justo, concede aun a las ranas la satisfacción de su propio canto.
Hermosas decisiones, dije, en favor de la vanidad, de la ambición y de la
avaricia. Y excusar la envidia, padre mío, ¿será más difícil? Es punto delicado,
respondió el padre. Precisa valerse de la distinción del P. Bauny en su Suma de
Pecados, c. 7, p. 123, de la quinta y sexta edición, donde opina que la envidia del
bien espiritual del prójimo es mortal, pero que la envidia del bien temporal es
sólo venial. ¿Y la razón, padre mío? Porque el bien temporal es tan sutil y de
tan poca consecuencia para el cielo, que viene a ser nada ante los ojos de Dios
y de sus santos. Pero, padre mío, si este bien es tan corto y de tan poca
consideración, ¿cómo permiten los vuestros matar para conservarle? Tomas las
cosas muy mal, dijo el padre. Aquí se dice que este bien no es de consideración
para con Dios, mas no para con los hombres. No pensaba yo en ello, respondí; y
espero que con estos distingos no quedará pecado mortal en el mundo. Yerras al
suponerlo, replicó el padre, porque hay pecados que siempre son mortales, como,
por ejemplo, la pereza.
¡Oh, padre mío! ¿Todas las comodidades de la vida se perdieron? Espera, dijo
el padre, hasta que hayas oído la definición que da Escobar de la pereza, tr. 2, ex.
2, n. 81, y juzgarás lo contrario. La pereza, dice, es un desencanto de que las
cosas espirituales sean espirituales, análogo a lo que sería dolerse de que los

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sacramentos sean el manantial de la gracia; y es un pecado mortal. ¡Oh, padre
mío!, dije. No creo que jamás nadie haya querido ser perezoso de esa manera. Por
lo mismo, respondió el padre, Escobar dice a continuación, n. 105: Me parece
difícil que alguien caiga en el pecado de pereza. ¿Comprendes ahora cuánto
importa definir bien las cosas? Sí, padre mío, y recuerdo aquellas definiciones
vuestras del asesinato, la alevosía y los bienes superfluos. ¿Y por qué vuestros
padres no extienden este método a todo género de casos, para dar a cada pecado
definición a su modo y que así nadie peque al satisfacer sus deleites?
No siempre es necesario, respondió el padre, cambiar las definiciones de las
cosas; y vas a verlo acerca de la gula, que se tiene por uno de los mayores
deleites de la vida y Escobar la permite de esta manera, tr. 2, ex. 2, n. 102: En la
práctica, según nuestra Compañía: ¿Es lícito comer y beber hasta hartarse sin
necesidad y sólo por deleite? Si por cierto, según Sánchez, como no sea con
daño de la salud; por cuanto es permitido al apetito natural gozar de las
acciones que le son propias. ¿AN COMEDERE et bibere usque ad satietatem
absque necessitate, ob solam volimtaten, sit peccatum? Cum Sanstio negativé
respondeo; modo non obsit valetudine: quia licité potes appetitus naturalis suis
activus fruí. ¡Oh, padre mío!, dije. ¡No he visto hasta ahora en toda vuestra moral
un pasaje más completo y de donde se puedan sacar conclusiones más cómodas!
¿La gula no es, por lo tanto, ni pecado venial? No, dijo el padre, de la manera
expresada; pero sería pecado venial según Escobar, n. 56, si sin necesidad, se
hartare de comer y beber hasta vomitar: si quis se usque ad vomitum ingurgitet.
Basta lo dicho sobre esta materia, y ahora hablaré de las facilidades
propuestas, para evitar los pecados en las conversaciones y en las intrigas del
mundo. Una de las cosas más difíciles es evitar la mentira, y principalmente
cuando se quiere hacer creer una falsedad. Para esto sirve admirablemente
nuestra doctrina de los equívocos, por la cual se permite usar de términos
ambiguos, dándoles una intención distinta de la que tienen a juicio del que
habla, según lo explica Sánchez, Op. mor., p. 2, l. 3, c. 6 n. 13. Conozco bien esa
doctrina, padre mío. De tal manera la hemos divulgado, dijo, que todo el mundo
la conoce. Pero ¿sabes qué debe hacerse cuando no se hallan frases equívocas?
No, padre mío. Bien lo sospechaba yo, dijo, porque es cosa nueva la doctrina de
las restricciones mentales, que Sánchez refiere en ese mismo lugar: Se puede
jurar, dice, no haber hecho una cosa aunque se haya hecho efectivamente,
precisando para sí que no la hizo en tal día, o antes de nacer, o cualquiera otra
circunstancia semejante, sin que las palabras de que uno se sirve tengan algún
sentido que lo deje traslucir. Y esta máxima es muy cómoda en muchas
ocasiones y siempre es justa cuando es necesario o útil para la salud, honra o
hacienda.

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Pues qué, padre mío, ¿eso no constituye una mentira, y aun un perjurio? No,
dijo el padre: Sánchez lo prueba en el mismo lugar y también nuestro P. Filiutius,
tr. 25, c. 11, n. 331, al decir que la intención regula la calidad de la acción. Y
todavía enseña, n. 328, otro modo más seguro de evitar la mentira; y es que
después de haber dicho en voz alta: Yo juro que no hice esto, se añada por lo
bajo: hoy; o habiendo dicho en voz alta: yo juro, se diga bajo: que yo digo, y
luego se prosiga consecutivamente en alta voz: que no hice esto. Bien ves que es
decir la verdad. Lo confieso; pero es posible que sea por lo bajo una verdad, y en
alta voz una mentira. Además, temo que muchos no tengan bastante lucidez para
valerse de ese método. Nuestros padres, respondió, han enseñado en ese mismo
lugar, en provecho de aquellos que no supieran usar las restricciones, que para no
mentir les basta decir sencillamente: Que no han hecho lo que hicieron, como
tengan la intención en general de dar a sus discursos el sentido que un hombre
sagaz les daría. Dime la verdad: ¿no te has visto alguna vez apurado por ignorar
esta doctrina? Es cierto, dije. ¿Y no me confesarás también, prosiguió, que sería
muy cómodo hallarse dispensado en conciencia de cumplir una palabra? Sería,
padre mío, la mayor comodidad del mundo. Pues oye a Escobar, tr. 3, ex. 3, n. 48,
que establece esta regla general: Las promesas no obligan cuando no hay
intención de obligarse; y rara vez sucede que haya tal intención, a menos que
se confirmen con juramento o por contrato; de manera que cuando se dice
simplemente: Yo lo haré, se entiende que se hará si no se cambia de intención;
porque nadie quiere por esto privarse de su libertad. Trae otras reglas que
puedes ver tú mismo; y dice al fin: Que toda esta doctrina es tomada de Molina
y de otros autores nuestros: OMNIA ex Molina et aliis; de manera que no se
puede dudar de ella.
¡Oh, padre mío! Ignoraba yo que la dirección de intención tuviese fuerza de
hacer nulas las promesas. Bien ves, dijo el padre, que así se facilita grandemente
el comercio del mundo. Pero lo que nos costó más trabajo fue regular las
conversaciones entre hombres y mujeres; por cuanto nuestros padres, en materia
de castidad, andan cautos y rigurosos. Sin embargo, no dejan de tratar algunas
cuestiones muy curiosas e indulgentes; en particular, para los casados y
desposados. Acerca de este punto me presentó algunos casos, lo más
extraordinario que se puede imaginar, y son tantos que podría llenar con ellos
muchas cartas; pero no me resigno ni a señalar las citas, porque como v. md.
muestra mis cartas a todo género de personas, no quisiera facilitar semejante
lectura a los que sólo tratan de satisfacer su curiosidad.
Lo que buenamente puedo referir a v. md. de cuanto me mostró en sus latines, y
aun en francés, es lo que puede ver en la Suma de pecados del P. Bauny, p. 165,
acerca de algunas familiaridades que explica, para que se dirija bien la intención,

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para pasar por galante. Y se admirará v. md. de hallar, p. 148, un principio de
moral respecto de la facultad que dice tienen las hijas de disponer de su
virginidad contra la voluntad de sus padres; éstas son sus palabras: Cuando la
hija consiente, aunque el padre tenga razón de quejarse no es porque la hija o
el hombre que la gozó le hayan hecho injuria o quebrantado la justicia, porque
la hija está en posesión de su virginidad así como de su cuerpo y puede hacer
de ello lo que quisiere, menos matarse o cercenarse algún miembro. De esto
puede v. md. juzgar qué tal será lo demás. Recordé entonces a un poeta latino,
mejor casuista que estos padres, el cual ha dicho que la virginidad de una
doncella no era del todo suya, pues una parte pertenece al padre, otra a la
madre, y sin el consentimiento de ambos no puede la hija disponer de su
virginidad ni aun para el matrimonio.

Virginitas non tata tua est, ex parte parentum est.


Tertia pars data patri, pars data tertia matri:
Tertia sola tua est.

Y creo no habrá juez que no tenga por ley lo contrario de lo que dice el P.
Bauny.
Esto es lo que puedo decir de cuanto he oído, y fue tan largo el discurso que
hube de suplicar al padre que pasase a otra materia. Hízolo así y me mostró los
reglamentos referentes a los trajes de las mujeres. No trataremos de las mujeres
que tienen intenciones deshonestas, dijo, sino en favor de las demás. Escobar
dice, tr. 1, ex 8, n. 5: Si una mujer se pule y adorna sin mala intención, y
solamente por satisfacer la inclinación natural que tiene a la vanidad, OB
naturalem faustus inclinationen; sólo peca venialmente, o no peca. Y Bauny, en
su Suma de pecados, c. 46, p. 1.094, dice: Que aunque una mujer conociera el
desasosiego que puede causar al cuerpo y alma de cuantos la vean adornada de
ricos y preciosos trajes, no pecará por engalanarse con ellos. Y cita entre otros
a nuestro P. Sánchez como de un mismo sentir.
Pero, padre mío, ¿qué responden vuestros padres a los pasajes de la Escritura
Sagrada que hablan con tanta vehemencia contra las menores vanidades de ese
género? Lessius, contestó, ha satisfecho doctamente esa objeción, De just, 1. 4, c.
4, d. 14, n. 114, diciendo: Que esos pasajes de la Escritura no obligaban sino a
las mujeres de aquel tiempo, para dar, con su modestia, un ejemplo de
edificación a los gentiles. ¿De dónde sacó esto Lessius, padre mío? Nada
importa de donde lo tomara; basta que las opiniones de estos hombres eminentes
sean siempre probables. Pero el P. Le Moine ha impuesto una moderación a esta
licencia general; porque de ninguna manera puede sufrir semejante vanidad en las

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viejas; y así dice en su Devoción fácil, y particularmente en las págs. 127, 157 y
163. La juventud puede aderezarse por derecho natural. Es permitido
engalanarse en una edad que es la flor y la verdura de los años. Pero no hay
que pasar de ahí; porque sería gran disparate andar buscando rosas en la
nieve. Sólo las estrellas pueden siempre hallarse en los bailes, porque nunca
pierden la mocedad. Lo mejor, pues, sería aconsejarse de la razón, o de un buen
espejo, conformarse con la decencia y la necesidad, retirarse cuando llega la
noche. Es consejo muy prudente, dije. Para que veas, prosiguió, cómo nuestros
padres cuidan de todo, te diré que habiendo dado licencia a las mujeres para
jugar, y conociendo que este permiso fuera a veces inútil si no se las daba también
modo de conseguir medios para el juego, establecieron una máxima en su favor,
que se halla en Escobar, capítulo del hurto, tr. 1, ex 9, n. 13: Una mujer, dice,
puede jugar, y para ello coger dinero a su marido.
En verdad, padre mío, que no se puede decir más. Mucho hay, sin embargo, qué
decir, replicó, pero es preciso dejarlo, y pasar a las importantes máximas que
facilitan el uso de las cosas santas, como, por ejemplo, el modo de oír misa.
Nuestros grandes teólogos, Gaspar Hurtado, De sacr., 1. 2, de 5, dist. 2, y
Coninck, q. 83, a 6, n. 197, han enseñado: Que basta que un hombre esté presente
corporalmente a la misa, aunque esté ausente en el espíritu, si guarda el
respeto y reverencia exterior. Y Vázquez va más allá, y dice: Porque se satisface
el precepto de oír misa aunque se tenga la intención distraída. Todo esto está
también en Escobar, tr. 1, ex 11, núm. 74 y 107, y tr. 1, ex 1, n. 116, donde lo
explica con el ejemplo de aquellos que van a misa llevados a la fuerza, y tienen
expresa intención de no oírla. Verdaderamente, dije, no lo creería en labios de
otro. Con efecto, añadió el padre, esa doctrina necesita la autoridad de esos
grandes hombres, como lo que manifiesta Escobar; tr. 1, ex 11, n. 31: Que una
mala intención, como la de mirar a las mujeres con torpe deseo, junto a la de
oír misa, no impide que se satisfaga el precepto: NEC oh est alia prava intentio,
ut aspiciendi libidinose feminas.
También se halla una máxima en nuestro docto Turriano, Select., p. 2, d. 16,
dub. 7: Que se puede oír media misa de un sacerdote y luego otra media de otro,
y aun se puede oír el fin de una y luego el principio de otra. Y todavía se
permite oír a la vez dos medias misas de dos diferentes sacerdotes si uno
empieza y el otro está alzondo, porque es cierto que se puede tener atención a
entrambas partes a la vez, y ya se ve que dos medias hacen una entera; DUÆ
medietates unam missam constituunt. Y esto lo decidieron nuestros PP. Bauny, tr.
6, q. 9, p. 312; Hurtado, De sacr., t. 2; De missa, de 5, diff. 4; Azorio, p. 1, l. 7,
cap. 3, q. 3; Escobar, tr. 1, ex 11, n. 73, en el capítulo de la Práctica para oír
misa según nuestra Compañía. Y verás las consecuencias que deduce en el

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mismo libro (ediciones de Lyón, años de 1644 y 1646), diciendo: Por donde se
concluye que puedes oír misa en muy breve tiempo; si, por ejemplo, encuentras
con cuatro misas de una vez, que estén en tal estado que cuando la una empieza
la otra esté en el evangelio, la otra en la consagración y la última en la
comunión. Ciertamente, padre mío, que de esta manera se podrá oír misa en la
iglesia de Nuestra Señora en un instante. Bien conoces, pues, que no se puede
facilitar más la manera de oír misa. Pero quiero hacerte ver ahora cómo se ha
suavizado el uso de los sacramentos y particularmente el de la penitencia; porque
aquí es donde conocerás la suma benignidad de nuestros padres, y admirarás que
hayan templado con tanta prudencia la devoción que antes se imponía a todo el
mundo y que habiendo derribado los espantajos que los demonios habían
colocado a su puerta, la hayan hecho más fácil que el vicio, y más gustosa que
el deleite; de manera que viene a ser sin comparación más dificultoso vivir en
abandono que vivir bien. Lo digo así por servirme de las palabras del P. Le
Moine, p. 244, y 291 en su Devoción fácil. ¿No es ésta una mudanza maravillosa?
En verdad, padre mío, repliqué, no puedo dejar de declarar a V. R. mi
pensamiento. Temo que vuestros padres no lo hayan reflexionado bastante, y que
la sobrada indulgencia repugne más que atraiga a los verdaderos devotos; porque
la misa, por ejemplo, es un misterio tan grande y tan santo que muchos perderán la
buena fe que tenían con vuestros autores oyéndoles hablar como hablan de ella.
Verdad es, dijo el padre; esto será para algunos; pero ¿no sabes cómo nos
acomodamos con todos? Parece que has perdido la memoria de lo que te he dicho
tantas veces. Quiero, pues, en la primera ocasión que nos veamos, discurrir
contigo sobre este punto; y sólo por esta causa aplazaré tratar del modo empleado
para suavizar la confesión. Te lo explicaré de manera que jamás lo puedas
olvidar. Con esto nos despedimos; y supongo que nuestra próxima conversación
versará acerca de la política de los jesuitas. Soy de v. md., etc.

París, 3 de julio de 1656.

Después de escrita esta carta, he visto el libro compuesto por el P. Barry


titulado El Paraíso abierto por cien devociones fáciles de practicar y el de la
Señal de Predestinación, del P. Binet, y son dos piezas dignas de ser revisadas.

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CARTA X

LAXITUD DE LA PENITENCIA POR LAS MÁXIMAS JESUÍTICAS EN LA CONFESIÓN,


SATISFACCIÓN, ABSOLUCIÓN, OCASIONES PRÓXIMAS DE PECAR, CONTRICIÓN Y AMOR
DE DIOS.

Señor mío: No trataré aun en esta carta de la política de los jesuitas, pero sí de
uno de sus más importantes principios. Verá v. md. el modo que tuvieron para
facilitar la confesión; y el mejor medio, sin duda, que pudieron hallar para atraer
así a todo el mundo y no desechar a nadie. Era necesario saber esto antes de pasar
a otra cosa, y es la razón que tuvo el padre para instruirme de la manera siguiente:
Habrás visto, me dijo, por lo referido hasta aquí, con cuánto éxito nuestros
padres han trabajado para descubrir con sus luces que haya muchas cosas, ahora
lícitas, que se hallaban antes prohibidas; pero como todavía quedan algunos
pecados, que no ha sido fácil excusar, y el único remedio que se les ofrece es la
confesión; ha sido indispensable mitigar las dificultades del modo que ahora te
diré. Y así, después de haberte enseñado en anteriores conferencias, de la manera
que nuestros padres han aliviado los escrúpulos que turbaban las conciencias,
demostrando que lo que se tenía por malo no lo es en realidad; debo manifestarte
el modo de purgar con facilidad lo que verdaderamente es pecado, haciendo que
la confesión sea tan fácil ahora como difícil antes. ¿Y de qué forma, padre mío?
Por sutilezas admirables, respondió, y tan propias de nuestra Compañía que
nuestros padres de Flandes las llaman en la Imagen de nuestro primer siglo, 1. 3,
or. 1, p. 401, y l, 1, c. 2: piadosas y santas astucias, y un santo artificio de
devoción: PIAM et religiosam calliditatem, et pietatis solertiam, 1. 3, c. 8. Por
estas invenciones los delitos se expían hoy, ALACRIUS, con mayor alegría y
fervor que antes se cometían; de suerte que muchos horran sus faltas con la
misma prontitud que las contraen: PLURIMI vix citius maculas contrahunt, quam
eluunt, como se dice en el mismo lugar. Enséñeme, pues, V. P., estas astucias tan
saludables. Son muchas, me dijo; porque como en la confesión se hallan
demasiados tropiezos, ha sido preciso dar a cada uno su temple; y porque los
principales consisten en la vergüenza de confesar ciertos pecados, la necesidad
de precisar las circunstancias que concurrieron, la penitencia que es necesario
cumplir, la resolución de no reincidir, la evitación de las ocasiones, y el dolor de
haber pecado; espero demostrarte hoy que en todo ello, ya no queda casi nada que
pueda ser molesto, y esta obra es debida a nuestros padres que cuidaron de quitar
toda la amargura de un remedio tan necesario.
Y para empezar por el disgusto que hay en confesar ciertos pecados, como no
ignoras que importa muchas veces conservarse en la estimación de su confesor,

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¿no es bien cómodo permitir, como nuestros padres permitan, y entre otros
Escobar, que cita a Suárez tr. 7, ex. 4, n. 135: Tener dos confesores uno para los
pecados mortales y otro para los veniales, para conservarse en buena
reputación con su confesor ordinario: UTI bonam famam apud ordinarium
comfesarium tueatur: como no se tome de esto ocasión de quedar en pecado
mortal. Y en seguida da otro medio sutil para confesar un nuevo pecado a su
confesor, sin que pueda notar que se cometió después de la última confesión.
Hágase, dice, una confesión general, y acúsese de este nuevo pecado con los
demás, sin decir si le tiene o no confesado anteriormente. Lo mismo, añade
princ. ex. 2, número 73; y estoy cierto que me concederás, que esta decisión del
Padre Bauny Theol Mor. tr. 4, q. 15, p. 137, alivia también mucho la vergüenza de
confesar las reincidencias: que a no ser en ciertas ocasiones, que sólo se
ofrecen raramente el confesor tiene el derecho de preguntar al penitente si el
pecado de que se acusa es habitual; y el penitente no está obligado a responder
sobre esto; porque no tiene razón el confesor para avergonzarle obligándole a
declarar sus reincidencias.
¡Cómo!, padre mío. Esto es lo mismo que decir que el médico no puede
preguntar al enfermo si hace tiempo que tiene calentura. ¿No son diferentes los
pecados, según la diversidad de las circunstancias? Y el designio del verdadero
penitente, ¿no ha de ser descubrir el estado de su conciencia con la misma
sinceridad y confianza que si hablara con Jesucristo, cuando habla con el
sacerdote que ocupa su lugar? ¿No está bien lejano de esta disposición quien
encubre las reincidencias frecuentes para ocultar la gravedad de su pecado? Estas
razones preocuparon un tanto al padre, que eludió la dificultad sin resolverla,
enseñándome otra regla, por la cual se introduce un nuevo desorden, sin justificar
la decisión de Bauny, que a mi juicio, es una de las más perniciosas máximas y de
las más propias para entretener a los viciosos en su mal proceder. Convengo,
dijo, en que la frecuencia agrave la malicia del pecado; pero no cambia su
naturaleza, por lo cual no hay obligación de confesarlo, según la regla de nuestros
padres, que Escobar refiere, princ. ex. 2, n. 39: no hay obligación de confesar
las circunstancias agravantes del pecado, sino solamente las que determinan
una variación.
En conformidad con esta regla nuestro Padre Granados, dice, in. 5, part. cont.
7, tr. 9, d. 9, n. 22: Que si se ha comido carne en la cuaresma, basta acusarse de
haber quebrantado el ayuno, sin decir si fue por comer carne o por hacer dos
comidas al día. Y según nuestro Padre Reginaldus, tr. 1, 1. 6, c. 4, n. 114: Un
adivino, que se valió del arte del demonio, no está obligado a declarar esta
circunstancia; pero es bastante que diga que se permitió adivinar, sin precisar
si fue por quiromancia o por pacto con el demonio. Y Fagundez, de nuestra

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Compañía, p. 2, 1. 4, capítulo 3, n. 17, dice también que el rapto no es
circunstancia que se debe declarar si la doncella consintió. Nuestro Padre
Escobar refiere toda esta doctrina en el lugar citado. n. 41, 61 y 62, con otras
muchas decisiones muy curiosas acerca de las circunstancias que no se deben
confesar. Tú mismo las puedes ver. Cierto, añadí, que son artificios de devoción
muy acomodaticios.
Todo esto, sin embargo, sería nada, si no se hubiera suavizado la penitencia,
que es lo que más dificultaba la confesión. Pero ahora los más indecisos no tienen
que temerla, desde que sustentamos en nuestras conclusiones del colegio de
Clermont: que si el confesor impone una penitencia conveniente,
CONVENIENTEM, y el penitente sin embargo no la quiere aceptar; puede retirarse
renunciando a la absolución y a la penitencia impuesta. Y Escobar en la
Práctica de la penitencia según nuestra Compañía, tr. 7, ex. 4, n. 188, dice: Que
si el penitente declara que quiere diferir la penitencia para el otro mundo, y
sufrir en el Purgatorio todas las penas que le son debidas, el confesor debe
imponerle una penitencia muy ligera por la integridad del Sacramento, y
principalmente, si conoce que no aceptaría otra mayor. Creo, dije, que siendo
así, la confesión no había de llamarse Sacramento de la penitencia. Te
equivocas, dijo el padre, pues, cuando menos, se da alguna penitencia por
fórmula. Pero, padre mío, ¿juzga V. R. que un hombre sea digno de recibir la
absolución, cuando no quiere aceptar pena alguna para expiar sus pecados? Y
cuando está en semejante disposición, ¿no sería mejor retener sus pecados que
perdonárselos? ¿Tenéis idea exacta del alcance de vuestro ministerio?
¿Olvidasteis que os permite atar y desatar? ¿Creéis que sea lícito dar la
absolución indiferentemente a cuantos la piden, sin atender primero si Jesucristo
desata en el Cielo lo que vosotros desatáis en la Tierra. Pues qué, dijo el padre,
¿piensas que nosotros ignoramos que el confesor debe hacerse cargo de la
disposición del penitente, tanto porque tiene obligación de no administrar los
sacramentos a los que son indignos (habiéndole Cristo mandado que sea
dispensador fiel, y que no dé lo que es santo a los malos), cuanto porque es
juez, y debe juzgar justamente, desatando a los que son dignos, y atando a los
indignos; y también porque no debe absolver a los que Cristo condena ¿De
quién son estas palabras, padre mío? De nuestro Padre Filiutius, t. 1, tr. 7, número
354. En verdad, padre mío, que me sorprende, porque creí eran palabras de
alguno de los doctores de la Iglesia; mas este pasaje debe llegar al alma de los
confesores, y hacerles circunspectos en la administración del Sacramento, para
conocer si el dolor de sus penitentes es suficiente, y si los propósitos de la
enmienda son admisibles. Eso de ninguna manera cohibe; Filiutius se libró muy
bien de dejar a los confesores esta dificultad, y por ello les suministra un método

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fácil para salir del aprieto: El confesor no ha de preocuparse mucho acerca de
la disposición del penitente; pues si no da señales bastantes de dolor, no tiene
más que preguntarle si detesta de corazón el pecado, y si responde que sí, tiene
obligación de creerlo. Y ocurre lo mismo acerca del propósito de enmienda, a
menos que se tenga la obligación de restituir, o de evitar alguna ocasión
próxima.
Adivino, padre mío, que ese pasaje es de Filiutius. Pues te engañas, porque le
ha sacado literalmente de Suárez, in. 3, part. 4, disp. 32, sect. 2, n. 2. Pero, padre
mío, este último pasaje destruye lo que había establecido en el primero, puesto
que los confesores no juzgan el espíritu de sus penitentes, si están obligados a
creerlos por su palabra, aunque no den indicio suficiente de dolor. ¿Acaso hay
tanta convicción en las palabras de los penitentes que esta sola señal baste para
convencer, al confesor? Dudo que la experiencia haya demostrado a vuestros
padres de que los que hacen tales promesas las cumplen, y me equivoco si muchas
veces no sucede lo contrario. No importa, dijo el padre, no se deja por esto de
obligar siempre a los confesores a que los crean; porque Baunio que ha tratado
esta cuestión en su Suma de Pecados, c. 46, p. 1.090, 1.091 y 1.092, concluye,
que siempre que los pecadores que reinciden muy a menudo, sin que se vea en
ellos enmienda, se presentan al confesor, y le dicen que tienen dolor de lo
pasado y propósito de enmienda en lo venidero, los debe creer, aunque se pueda
presumir que tales resoluciones no pasan de los labios. Y aunque después
caigan en las mismas faltas con mayor libertad o exceso, se puede, sin
embargo, darles la absolución, según mi parecer. Creo que con esto habrás
salido de tus dudas, y dejarás tus escrúpulos.
Pero, padre mío, encuentro que vuestros autores han impuesto a los confesores
una carga pesada obligándoles a que crean lo contrario de lo que ven. Tú no lo
entiendes, dijo; lo que se quiere decir es, que deben obrar y absolver como si
creyeran que el propósito es firme y constante, aunque efectivamente no lo crean.
Esto es lo que nuestros padres Suárez y Filiutius explican; porque después de
haber dicho que el sacerdote está obligado a creer a su penitente por su
palabra, añaden, que no es necesario que el confesor se persuada de que la
resolución de su penitente se ejecutará, ni aun es menester que lo juzgue
probable, pues basta que piense que en aquel momento tiene esa resolución,
aunque haya de reincidir al poco tiempo; y es lo que enseñan todos nuestros
autores, ITA docent omnes authores. ¿Osarás poner en duda la doctrina de todos
nuestros doctos? Pero, padre mío, ¿qué será de lo que el padre Petau hubo de
confesar en la Pref. de la Penit. publ. página 4: Que los santos. Padres, los
doctores y los Concilios convienen unánimemente y tienen por verdad cierta
que la penitencia que prepara a la Eucaristía ha de ser verdadera, constante,

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firme y no vacilante, adormecida, y sujeta a recaidas y reincidencias? ¿No ves,
respondió, que el Padre Petau habla de la Iglesia antigua? Mas para el tiempo en
que estamos, es cosa tan fuera de razón, valiéndome de los términos de nuestros
padres, que según Bauny, lo contrario es lo verdadero. Así lo dice, tr. 4, q. 15, p.
95: Algunos autores aseguran que se debe rehusar la absolución a los que
reinciden a menudo en los mismos pecados; y principalmente cuando después
de haberlos absuelto repetidas veces, no se advierte ninguna enmienda; y otros
dicen que no. Pero la opinión verdadera es que no se debe rehusar la
absolución. Y aunque no se aprovechen las amonestaciones repetidas que se les
hayan hecho, y no hayan cumplido con las promesas que hicieron de mudar de
vida, ni se hayan esforzado en purificarse, no importa; y por más que los otros
digan, la verdadera opinión y la que se debe seguir es, que en todos estos casos
se les debe absolver. Y tr. 4, q. 22, p. 100: Que no se debe negar ni diferir la
absolución a los que están en pecados de reincidencia contra la ley de Dios, de
la naturaleza y de la Iglesia, aunque no haya esperanza de enmienda, ETSI
omendationis future mulla spes apparcat.
Pero padre mío, dije, esta seguridad de poder alcanzar siempre la absolución
podría conducir a los pecadores... Ya te entiendo, interrumpió; escucha al padre
Bauny, q. 15: Se puede absolver al que confiesa que la esperanza de ser
absuelto, le ha hecho que pecara más fácilmente y que no hubiera pecado sin
esta esperanza. Y el Padre Caussin, defendiendo esta proposición, dice, p, 211,
de su Resp. a la Theol. Mor: Que si por no ser verdadera, se hubiese de prohibir
el uso de la confesión a la mayor parte de los hombres, no habría para los
pecadores otra solución que una rama de árbol y una cuerda. ¡Oh padre mío, sin
duda estas máximas atraen muchas gentes a vuestros confesonarios! No puedes
figurarte en qué número acuden. Nos hallamos abrumados, y casi oprimidos por la
muchedumbre de penitentes; PÆNITENTIUM numero obruimur, como se dice en la
Imagen de nuestro primer siglo; 1. 3, capítulo 8. Bien sé, dije, un medio fácil
para librarnos de esta opresión, con sólo obligar a los pecadores a que dejen las
ocasiones próximas hallaríais aliviados vuestros confesonarios. No buscamos
nosotros este alivio, dijo el padre; al contrario, porque como se dice en el mismo
libro, 1. 3, c. 7, p. 374: Nuestra Compañía se ha propuesto arraigar las
virtudes, hacer la guerra a los vicios, y servir al mayor número posible de
almas. Y como hay pocos que quieran dejar las ocasiones próximas, fue preciso
definir lo que es ocasión próxima, como lo hace Escobar en la Práctica de
nuestra Compañía, r. 7, ex. 4, n. 226. No se llama ocasión próxima aquella en
que sólo se peca raramente, como pecar por un transporte momentáneo con la
mujer a nuestro servicio, tres o cuatro veces al año: o según el Padre Bauny en
su libro francés, una o dos veces al mes, p. 1.082 y 1.089, donde pregunta: ¿qué

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se debe disponer acerca de señores y sirvientas, primos y primas que viven
juntos y con esta ocasión se incitan mutuamente a pecar? Es menester
separarlos, respondí yo. Lo mismo dice este padre: si las reincidencias son
frecuentes y casi cotidianas; pero si no lo son porque se realizan solamente una
o dos veces al mes, y no pueden separarse sin mucha incomodidad y daño, se
les puede absolver, según nuestros autores, y entre otros Suárez, como prometan
no volver a pecar, y tengan verdadero dolor de lo pasado. Bien lo entendí yo;
porque antes me había enseñado lo que bastaba para que el confesor juzgase de
ese dolor. Y Bauny, prosiguió el padre, permite, p. 1.083 y 1.084, a los que se
hallan empeñados en las ocasiones próximas, continuar en ellas, cuando no las
pueden evitar, sin dar motivo a que se murmure, o sin padecer alguna
incomodidad. Y aun dice en su Teología Moral, tr. 4, de Pœnit, q. 14, p. 94, y q.
13, página 93: se puede y se debe absolver a una mujer que tiene en su casa un
hombre con quien peca frecuentemente, si no puede alejarle sin escándalo, o si
tiene alguna otra razón que se lo dificulte: si non potest honeste ejicere, aut
habet aliquam causam retinendi; como se proponga no volver a pecar con él.
¡Oh padre mío, dije yo; la obligación de evitar las ocasiones, está muy
atenuada si la dispensa puede fundarse en que abandonar el pecado nos ocasione
alguna molestia. Pero supongo que, por lo menos, según vuestros padres, quedará
en pie esta obligación cuando no haya molestia que temer. Sí, dijo el padre,
aunque haya excepciones; porque el Padre Bauny dice en el mismo lugar: Es
permitido a todo género de personas entrar en los burdeles para convertir las
mujeres perdidas, aunque sea muy verosímil que se pecará, por haber ocurrido
muchas veces dejarse arrastrar al pecado por la contemplación y los modales
de aquellas mujeres. Y aunque hay doctores que no aprueban esta opinión y no
consideran oportuno poner voluntariamente en peligro la salud de su alma
para socorrer al prójimo: yo no dejo de sostener esa opinión que ellos
combaten. Esta es, padre mío, una nueva especie de predicadores. ¿Pero en qué
se funda Bauny para confiarles esa misión? Lo hace, dijo el padre, sobre
fundamentos que da en el mismo lugar, siguiendo a Basilio Ponce. Otra vez te lo
he dicho, y creo que te acordarás: Es lícito buscar una ocasión directamente y
por sí mismo, PRIMO ET PERSE, para bien temporal o espiritual suyo o del
prójimo. Estos pasajes me causaron tanto horror que estuve a punto de perder la
paciencia, pero me contuve para ver dónde iba a parar, y me limité a decirle:
¿Cómo se concilia, padre mío, esa doctrina con la del Evangelio, que obliga a
arrancarse los ojos y prescindir de las cosas más necesarias cuando dañan a la
salvación? ¿Y cómo puede V. P. concebir, que el hombre que permanece
voluntariamente en las ocasiones de pecar, las deteste con sinceridad? ¿No es
visible, por el contrario, que no está suficientemente preparado, y que no alcanzó

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a la verdadera conversión de corazón que hace poner en Dios el amor que se tuvo
a las criaturas?
Esa sería, dijo el padre, una verdadera contrición. Parece que no sabes que
todos nuestros padres, como dice el Padre Pintereau, p. 2, p. 50, del Abad de
Boisic enseñan de común acuerdo que es un error y casi una herejía decir que
la contrición sea necesaria, y que la atrición, aunque sea originada por el solo
TEMOR de las penas del infierno, que excluye la voluntad de ofender, no sea
suficiente con el sacramento. ¿Pues qué, padre mío, es casi artículo de fe que la
atrición causada por el solo temor de las penas, basta con el sacramento? Yo creo
que esta doctrina es particular de vuestros padres: porque los otros doctores que
creen que la atrición es suficiente con el sacramento, quieren por lo menos, que
aparezca mezclada con algún amor de Dios. Y además, me parece que vuestros
autores mismos no tenían en otro tiempo por tan segura esta doctrina; porque
Suárez habla de esta manera de pœnit., q. 90, art. 4, d. 15, s. 4, n 17: Aunque sea,
dice, una opinión probable que la atrición es suficiente con el sacramento, no
es cierta, sin embargo, y puede ser falsa; NON est certa, et potest esse falsa. Y si
es falsa no bastará la atrición para salvar a un hombre. De manera que el que
sabiéndolo muere en este estado, voluntariamente se expone al riesgo moral de
la condenación eterna; porque esta opinión ni es muy antigua, ni muy común:
NEC valde antiqua, nec multum communis. Tampoco para Sánchez es muy cierta,
pues dice en su Suma, l. 1, c. 9, n. 34: Que el enfermo y su confesor que se
contentaran a la muerte con la atrición y el sacramento, pecarían mortalmente
por el peligro grande de la condenación a que se expusiera el penitente, si la
opinión que asegura que la atrición es bastante con el sacramento no fuese
verdadera. Ni Comitolus tampoco, pues dice, Resp., mor., l. 1, q. 32, n. 7, 8: Que
no es muy fijo que la atrición baste con el sacramento.
Detúvome el buen padre, y dijo: ¿Lees nuestros autores? Haces bien; pero
mucho mejor te sería si los leyeras con alguno de nosotros. ¿No ves que por
haberlos leído solo, has deducido que estos pasajes dañan a los que sostienen
ahora nuestra doctrina de la atrición, y si alguno de los nuestros hubiera estado
contigo, te hubiera mostrado que no hay cosa que más los ensalce? Porque, ¿qué
mayor gloria para nuestros padres que la de haber, en menos de nada, esparcido
tan generalmente su opinión por todo el Universo, porque aparte de los teólogos,
no hay quien no piense que la doctrina que al presente tenemos acerca de la
atrición es la misma que los fieles siempre han seguido? Y así cuando muestras
por nuestros mismos padres, que hace pocos años que esta opinión no era cierta,
no haces otra cosa que dar a nuestros últimos autores toda la gloria de haberla
introducido.
Y así Diana, nuestro amigo íntimo, pensó complacernos en señalar por qué

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grados se ha llegado a establecer esta doctrina p. 5, tr. 13, donde dice: Que en
otro tiempo los escolásticos sostenían que la contrición era necesaria tan
pronto se cometía un pecado mortal; pero que después se estableció que no se
estaba obligado a eso sino los días festivos, y en seguida, que alguna
calamidad grande amenazaba a todo el pueblo; y según otros que había
obligación de no diferir mucho tiempo la contrición a la proximidad de la
muerte; pero que nuestros padres Hurtado y Vázquez han refutado
excelentemente todas estas opiniones, y han establecido que nadie estaba
obligado a la contrición sino cuando no se podía alcanzar la absolución de
otra manera, o en el trance de la muerte. Pero para que veas los maravillosos
progresos de esta doctrina añadiré, que nuestros Padres Fagundez, præc. 2, t. 2, c.
4, n. 13, Granados, in. 3, p. contr. 7, tr. 3, d. 3, sect. 4, n. 17; y Escobar, tr. 7, ex.
4, n. 88, en la Práctica según nuestra Compañía, deciden, que la contrición no
es necesaria ni aun a la hora de la muerte; porque si la atrición a la hora de la
muerte no bastara con el sacramento, se podría inferir que no era suficiente
con el sacramento. Y nuestro docto Hurtado, de sacr. d. 6, citado por Diana, part.
4, tr. 4, Miscell. R. 193, y por Escobar, tr. 7, ex. 4, n. 91, va más allí todavía.
Atiende: El dolor de haber pecado, que dimana sólo del daño temporal, por
haber perdido la salud o el dinero ¿es suficiente? Es preciso distinguir, si no se
piensa que ese mal proviene de la mano de Dios, este dolor no basta; pero si se
cree que es enviado por Dios, como que todo mal aparte del pecado, proviene
de él, según dice Diana, tal dolor es suficiente. Es lo que dice Escobar en la
Práctica de nuestra Compañía. Y nuestro Padre Francisco Lamy defiende lo
mismo, t. 8, disp. 3, n. 13.
Asombrado me deja V. P., porque yo no veo nada en esta atrición que no sea
natural; y así podría un pecador hacerse digno de la absolución sin gracia
sobrenatural; y ninguno hay que ignore que esto es una herejía condenada por el
Concilio de Trento. Yo también lo hubiera pensado así, dijo el padre, pero no
puede ser, porque nuestros padres del colegio de Clermont han sustentado en sus
conclusiones del 23 de mayo y 6 de junio de 1644, col. 4, número 1, que una
atrición puede ser santa y suficiente para el sacramento, aunque no sea
sobrenatural. Y en las del mes de agosto de 1643: que una atrición meramente
natural basta para el sacramento, como sea sincera: AD sacramentum sufficit
attritio naturales, modo honesta. Es cuanto se puede decir, a no ser que se añada
una consecuencia que se deduce de estos principios; a saber: que no es muy
necesaria la contrición al sacramento, que antes le puede ser dañosa, porque
borrando ella por sí misma los pecados no dejaría influir al sacramento. Esto lo
dice nuestro célebre jesuita Valencia t. 4, disp. 7, q. 8, p. 4. La contrición no es
del todo necesaria para alcanzar el efecto principal del sacramento, antes le

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sirve de obstáculo: IMMO obstat potius quo minus effectus sequatur. No se puede
desear más en favor de la atrición. Así lo creo, padre mío; pero permítame V. P.
que diga mi sentir, y que haga ver los excesos que produce esta doctrina. Cuando
V. P. dice que la atrición que nace del solo temor de las penas, basta con el
sacramento para la justificación de los pecadores, ¿no se sigue de esto que
durante toda la vida se podrán expiar los pecados de esa manera y alcanzar así la
salvación sin haber amado nunca a Dios? ¿Se atreverán vuestros padres a
sostener esto?
Por lo que dices, veo, respondió, que necesitas saber su doctrina acerca del
amor de Dios. Es la última máxima de nuestra moral y la más importante de todas.
Bien podías haberla comprendido por los pasajes que te he citado acerca de la
contrición. Aquí te daré otros más precisos sobre el amor de Dios; y no me
interrumpas, porque la ilación es importante. Oye a Escobar que recoge las
opiniones diferentes de nuestros autores en la Práctica del amor de Dios según
nuestra Compañía, tr. 1, ex. 2, n. 21, tratado 5, ex. 4, n. 8, sobre esta cuestión.
¿Cuando estamos obligados a tener actualmente amor de Dios? Suárez dice,
que basta amarle antes del trance de muerte, sin determinar el tiempo.
Vázquez, que basta al momento de morir. Otros, cuando se recibe el bautismo.
Otros, cuando hay obligación de hacer un acto de contrición. Otros, los días
festivos. Pero nuestro Padre Castro Palau impugna todas estas opiniones y con
razón, MERITO. Hurtado de Mendoza, pretende que haya esa obligación todos
los años, y que es favor que se nos hace, no obligarnos a más. Pero nuestro
Padre Coninck dice que hay esa obligación cada tres o cuatro años. Henríquez
cada cinco. Y Filiutius dice que probablemente, en rigor, no se está obligado ni
siquiera cada cinco años. ¿Pues cuándo? Lo deja al juicio de los doctos. Dejé
pasar semejante divagación, donde el entendimiento humano se burla tan
insolentemente del Amor Divino. Y prosiguió su discurso: Nuestro Padre Antonio
Sirmond que triunfa sobre esta doctrina en su admirable libro Defensa de la
Virtud, donde habla francés en Francia, como dice al lector, discurre de esta
manera, tr. 2, sect. 1, p. 12, 13, 14, etc: Santo Tomás dice que hay obligación de
amar a Dios desde que se tiene uso de razón. Es temprano. Scotus, cada
domingo. ¿En qué se funda? Otros, cuando se padece alguna tentación grave.
Sí; en caso que no haya otro medio para huir de la tentación, Scotus, cuando se
recibe algún beneficio de Dios. (Bueno, para darle gracias.) Otros a la hora de
la muerte. (Es muy tarde.) Tampoco creo sea a cada vez que se recibe algún
sacramento; la atrición es suficiente con la confesión, si hay lugar. Suárez dice
que hay esa obligación alguna vez ¿Pero, en qué tiempo? El mismo no lo sabe.
Y lo que este doctor no ha sabido, no hay nadie que lo sepa. Y finalmente
concluye, que no estamos obligados en todo rigor, sino a observar los otros

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mandamientos, sin inclinación hacia Dios, y sin que nuestro corazón esté puesto
en él; con tal que no le tengamos odio. Es lo que prueba en todo su segundo
tratado. Lo verás en cada página, y particularmente en la 16, 19, 24, 28, donde
dice: Cuando Dios nos manda que le amemos, se contenta con que le
obedezcamos en los otros mandamientos. Si Dios hubiera dicho: yo te
condenaré aunque me obedezcas si no me das tu corazón; ¿te parece que este
motivo era proporcionado al fin que Dios debió y pudo tener? Lo que se nos ha
dicho es, que amemos a Dios cumpliendo su voluntad, como si le amásemos
emocionados, como si el motivo de la caridad nos moviese. Si efectivamente
tuviéramos este motivo, sería mejor; pero si no le tenemos no dejaremos de
cumplir rigurosamente con el precepto de amarle, en nuestras obras; de
manera (repare en su infinita bondad), que Dios no nos manda tanto que le
amemos como que no le aborrezcamos.
De este modo nuestros padres han librado a los hombres de la obligación
penosa de amar a Dios actualmente. Y es tan ventajosa esa doctrina que nuestros
padres Annat, Pintereau, Le Moine y Antonio Sirmond la han defendido
valerosamente contra los que la impugnaron. Mira sus respuestas a la Teología
Moral y particularmente la del Padre Pintereau en la 2 p. del Abad Boisic, p. 53,
donde te mostrará cuánto vale esta dispensa, por haber costado el precio de la
sangre de Jesucristo. Ahí se coronó esta doctrina. Verás, pues, cómo esta dispensa
de la obligación fastidiosa de amar a Dios, es un privilegio de la ley evangélica
sobre la judaica. Era razón, dice, que en la Ley de Gracia del nuevo Testamento,
levantara Dios la obligación fastidiosa y difícil que había en la Ley de rigor, de
ejercer un acto de perfecta contrición para ser justificado; y que instituyera
sacramentos supletorios, con el auxilio de una disposición más fácil. De otra
manera, los cristianos, que son los hijos, no tendrían al presente más facilidad
para entrar en Gracia de su Padre, que tuvieron los judíos, que eran esclavos,
para obtener la misericordia de su Señor.
¡Oh padre mío!, dije. ¿Quién tiene paciencia para soportar esas cosas? No se
pueden oír sin horror. Qué quieres, dijo el padre, la doctrina no es mía. Bien lo
sé, padre mío; pero veo que V. P. no la aborrece; y en lugar de abominar de los
autores de estas máximas, los estima y alaba. ¿No teme V. P. que su
consentimiento y aplauso le haga cómplice en tantos errores? Y ¿puede V. P.
ignorar que San Pablo juzga dignos de muerte no sólo a los autores de ios males,
sino también a los que los consienten? ¿No es bastante haber permitido a los
hombres tantas maldades prohibidas, con tantas falacias como habéis inventado?
¿Será preciso darles todavía ocasión de cometer los delitos, que no pudisteis
excusar, ofreciéndoles esa facilidad y certeza de absolución, destruyendo con ese
intento el poder de los sacerdotes, obligándolos, no como jueces, sino como

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esclavos a que absuelvan a los pecadores más empedernidos, sin que enmienden
sus vidas, sin que den señal alguna de dolor, con solo propósitos cien veces
quebrantados, sin más penitencia que la que quieran aceptar, y sin dejar las
ocasiones viciosas, si han de proporcionarles alguna incomodidad? Pero se
pasa todavía más allá: y la licencia permitida de trastornar las reglas más santas
de la vida cristiana, ha llegado hasta destruir enteramente la ley de Dios. Violan
aquel gran mandamiento que comprende la Ley y los Profetas; atacan la piedad
en su esencia; suprimen el espíritu que da la vida; dicen que el amor de Dios no
es necesario para la salvación; llegan a pretender que la dispensa, que exime de
amar a Dios, es una ventaja que Jesucristo trajo al mundo; esto es el colmo de
la impiedad. ¿El precio de la sangre de Jesucristo consistirá en dispensarnos de
amarle? Antes de la Encarnación era obligatorio amar a Dios; y después que Dios
amó tanto al mundo, hasta darle su único hijo, el mundo redimido por Él, ¿está
exento de amarle? ¡Extraña teología la de estos tiempos! ¡Osan levantar el
anatema que San Pablo fulmina contra los que no aman a JESÚS! Se destruye lo
que dijo San Juan, que quien no le ama queda en la muerte; y lo que Jesucristo
mismo dice, que quien no le ama, no guarda sus mandamientos. Así hacen
dignos de gozar de Dios en toda la eternidad, a los que en la vida no amaron a
Dios un solo instante. Cumplióse el ministerio de la iniquidad. Abra los ojos V. P.
y si los otros errores de vuestros casuistas no le han tocado el corazón, por lo
menos estos últimos aparten a V. P. de sus excesos. Yo lo deseo cordialmente por
el bien de V. P. y de todos vuestros padres; y pido a Dios les haga conocer la luz
engañosa que los ha guiado a tales principios, y que llene de su amor a los que se
atreven a dispensar de él a los hombres.
Después de algunas reflexiones por el estilo, me separé del padre; y no me
siento con ánimo de volver allá. No le pese a v. md., porque si fuera necesario
proseguir este asunto, conozco bastante los libros de los jesuitas para poder
referir a V. R. las máximas de su doctrina moral, tan bien como ese padre, y mejor
quizá las de su política. Soy de v. md., etc.

París, 2 de agosto de 1656.

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CARTA XI

DIRIGIDA A LOS REVERENDOS PADRES JESUITAS.

DERECHO DE IMPUGNAR CON BURLAS LOS ERRORES RIDÍCULOS. PRECAUCIONES


INDISPENSABLES, QUE HAN SIDO ATENDIDAS POR EL AUTOR Y NO LO FUERON POR LOS
JESUITAS QUE LE REPLICARON. BURLAS IMPÍAS DEL PADRE LE MOINE Y DEL PADRE
GARASA.

Reverendos padres míos: Llegaron a mis manos las cartas que vosotros dáis a
luz contra las que yo escribí a un amigo, acerca de vuestra moral, y he visto que
uno de los puntos principales de vuestra defensa consiste en decir que no he
tratado vuestras máximas con formalidad. Esto se repite en todos vuestros
escritos, hasta asegurar que hice mofa y risa de las cosas santas.
Semejante reproche, padres míos, es tan sorprendente como injusto, porque
¿dónde halláis que me haya burlado de las cosas santas? Señaláis,
particularmente, el contrato Mohatra y la historia de Juan de Alba. ¿Es a esto a
lo que llamáis cosas santas? ¿Consideráis que se debe tanta veneración al
Mohatra, que sea blasfemia hablar de él sin respeto? Y las lecciones del Padre
Bauny que excusan el hurto, y que autorizaron a Juan de Alba a practicarlo contra
vosotros mismos ¿son acaso tan sagradas que nadie se podrá reír de ellas sin que
vosotros le acuséis de impío?
¡Cómo, padres míos! ¿Las imaginaciones de vuestros autores, serán tenidas por
artículos de fe, y nadie podrá hacer mofa de los pasajes de Escobar, ni de las
decisiones fantásticas y poco cristianas de otros escritores vuestros, sin ofensa
para la religión? ¿Cómo habéis osado repetir tantas veces una cosa tan poco
razonable? ¿No teméis que al decir que hice burla de vuestros extravios, me dáis
nuevas ocasiones para reírme del reproche y hacerlo recaer sobre vosotros
mismos aclarando que solamente me burlé de las máximas ridiculas de vuestros
libros, tan ajeno de hacer mofa de las cosas santas, cuanto la doctrina de vuestros
casuistas está alejada de la doctrina santa del Evangelio?
En verdad, padres míos, que hay mucha diferencia entre burlarse de la religión,
y reírse de los que la profanan con sus opiniones extravagantes. Sería una
impiedad faltar a la veneración que se debe a las verdades que el Espíritu de
Dios ha revelado; pero también sería otra impiedad no despreciar las falsedades
que el espíritu del hombre ha opuesto. Porque, padres míos, ya que vosotros me
obligáis a entrar en esta discurso, ruego penséis que tanto como las verdades
cristianas son dignas de amor y respeto, los errores que las oponen son dignos de
odio y menosprecio. Porque hay dos cosas en las verdades de nuestra religión: la

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belleza divina que las hace amables y la santa majestad que las hace venerables;
así como también hay dos cosas en los errores: la impiedad que los hace
horribles y la impertinencia que los hace ridículos. Por eso los santos, que tienen
siempre para la Verdad estos dos sentimientos de amor y de temor y su prudencia
los coloca entre el temor que es principio y el amor que es el fin: sienten a la vez
odio y desprecio al error, y su celo se emplea en rechazar con fuerza la malicia de
los impíos, y confundir con risa sus extravíos y locuras.
No pretendáis, pues, padres míos, persuadir al mundo de que es cosa indigna
de un cristiano burlarse de los errores; porque resulta fácil enterar a los que lo
ignoran, de que esta práctica es justa, usada de los Padres de la Iglesia, y
autorizada por la Escritura, por el ejemplo de los mayores santos, y por el de
Dios mismo. ¿No vemos que Dios aborrece y desprecia a los pecadores al
extremo de que, a la hora de la muerte, cuando se hallan más tristes y
desconsolados, la sabiduría divina une la mofa y la risa a la venganza y al furor,
para condenarlos a suplicios eternos? in interitu vestro ridebo et subsannabo,
Prov. 1. 16, ¿que los santos por consiguiente, harán otro tanto, y como dice David,
cuando vean el castigo de los malvados, temblarán y se burlarán de ellos al
mismo tiempo, VIDEBUNT justi, et timebunt, et super cum ridebunt, Psal. 51, 8, y
que Job dice otro tanto, innocens subsannabit cos? Job, 22, 19.
Pero es muy digno de consideración, y oportuno en el caso presente; que las
primeras palabras dichas por Dios al hombre después de su caída, fueran de
burla y de ironía punzante, conforme dicen los padres. Porque en cuanto Adan
faltó a la obediencia, con la esperanza que el demonio le había dado de ser
semejante a Dios, se ve por la Escritura que Dios, en castigo, le hizo mortal, y
después de reducirle a tan miserable estado, se burló de él con estas palabras:
aquí está el hombre que pretendía ser Dios, ECCE Adán quasi unus ex nobis
factus est. Gén. 3, 22. Es una ironía sangrienta y sensible, con que Dios le
aguijoneaba, como dice San Crisóstomo, Hom. 18, in Gén. y 5 in Matt. y los
intérpretes. Adán, dice Ruperto, mereció ser tratado con esa ironía, y se le hace
sentir más vivamente su locura con este lenguaje irónico que con una
amonestación severa. Y Hugo de San Víctor añade que esa ironía era el pago de
su necia credulidad, y ese género de mofa es un acto de justicia, cuando el
mofado la merece.
Luego, bien véis, padres míos, que la mofa es algunas veces oportuna para
librar a los hombres de sus errores, y en ese caso es un acto de justicia; porque,
como dice Jeremías: las acciones de los que yerran son dignas de burla por su
vanidad; VANA sunt et risu digna. Jer. 51, 18. Y en tal caso la risa queda tan
lejos de la impiedad, que más bien es efecto de la sabiduría divina, según dice
San Agustín: los sabios se ríen de los insensatos, porque tienen sabiduría, no

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suya propia, sino divina, que se burlará de la muerte de los malvados. Aug. de
verbis Domini, serm. LL, capítulo 8.
Y por eso los profetas, saturados del espíritu de Dios, se han valido de estas
burlas, como vemos por los ejemplos de Daniel y de Elías, y finalmente, por los
ejemplos que se hallan en los discursos de Jesucristo mismo. Y San Agustín
advierte, tract. 12, in Joan, que cuando quiso humillar a Nicodemo, que se creía
muy hábil maestro en la interpretación de la Ley: como le viese rebosante de
soberbia, por su calidad de doctor de los judíos, ejercita y abate su presunción
con la profundidad de sus preguntas, reduciéndole a no poder contestar: ¿Pues
cómo, le dice, si eres maestro en Israel ignoras esto? Como si dijera: Príncipe
soberbio, reconoce que no sabes nada. Y San Crisóstomo y San Cirilo dicen a
esto, que merecía ser burlado de esta manera.
Luego, si en el día de hoy, padres míos, se hallasen algunos que queriendo ser
maestros de los cristianos, como Nicodemo y los fariseos lo eran de los judíos,
que ignorasen los fundamentos de la religión, y enseñasen, por ejemplo, que un
hombre se puede salvar sin haber amado a Dios en toda su vida: ya se vé, que
siguiendo el ejemplo de Jesucristo, nos pudiéramos reír y burlar de la vanidad y
la ignorancia de tales maestros.
Aseguro, padres míos, que bastan estos ejemplos sagrados para haceros
conocer que este modo de mofarse de los errores y despropósitos de los hombres
no es contrario a la práctica de las santos, o sería menester condenar la que
siguieron los mayores doctores de la Iglesia, como San Jerónimo en sus epístolas,
84, 99, 101, y en sus escritos contra Joviniano, Vigilancio, Rufino y los
Pelagianos; Tertuliano en su Apologética contra las locuras de los Idólatras, c.
16; San Agustín contra los religiosos de Africa, a los que llama melenudos; de
opere Monach, c. 23, 31 y 32: San Irineo contra los Gnósticos; San Bernardo, Ep.
236, y los demás padres de la Iglesia, que habiendo sido imitadores de los
Apóstoles, deben ser imitados por los fieles, pues son los verdaderos modelos de
los cristianos, que los cristianos de hoy deben seguir, por más que se opongan
vuestros casuistas con sus doctrinas nuevas.
Y así no pienso haber errado al hacer como ellos. Y creo haberlo probado
suficientemente, por lo cual sólo alegaré aquellas excelentes palabras de
Tertuliano, Adr. Valen., c. 6, que apoyan mi proceder: Lo que hice sólo es un
juego antes del verdadero combate. No he llegado a herir; solamente he
señalado las heridas que se os pueden hacer. Y si se hallan algunos lugares que
mueven a risa será porque el sujeto da la ocasión. Hay muchas cosas que
merecen ese género de burla, por temor a autorizarlas al darles alguna
importancia, impugnándolas de veras. La vanidad merece ser tomada a risa; y
es propio de la verdad reír, porque es alegre, y hacer burla de sus enemigos,

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porque está segura de la victoria. Claro que se debe cuidar de que las burlas no
sean soeces e indignas de la verdad; sin embargo, siempre que se apliquen con
destreza es un deber emplearlas. ¿Qué os parece, padres míos; de este pasaje de
Tertuliano? ¿No viene bien ajustado a nuestro caso? Mis cartas, hasta aquí, no son
más que un juego antes de entrar en batalla. Es un juego solamente; no he
llegado aún a herir, no hice más que señalar las heridas que se os pueden
hacer. He expuesto sencillamente vuestros pasajes sin hacer casi comentarios;
que si movieron a risa, será porqué el sujeto dé la ocasión; porque ¿puede haber
cosa más propia para excitar la risa que ver algo tan grave como la moral
cristiana envuelta en desvaríos tan grotescos y ridículos como los vuestros? Nos
aseguran que Jesucristo directamente ha revelado a los padres de la Compañía
sus máximas, y al ver entre ellas: que después de recibir dinero un sacerdote
para decir misa, puede tomarlo de otras personas cediéndoles la parte que le
toca del sacrificio; que un religioso no incurre en la excomunión cuando
abandona los hábitos, si lo hace para bailar, para estafar o para ir incógnito a
los burdeles; que se cumple el precepto de oír misa oyendo cuatro cuartas
partes a la vez dichas por diferentes sacerdotes resulta imposible contener la
risa; porque nada la provoca tan francamente como la bárbara desproporción
entre lo esperado y lo que se ve. No era posible tratar de otro modo estas
materias, puesto que juzgarlas en serio sería autorizarlas, según dice Tertuliano.
¡Pues qué! ¿Será menester emplear la fuerza de la Escritura y de la tradición
para probar que es matar a traición al enemigo cuando se le coge descuidado y se
le dan estocadas por detrás, y que es comprar un beneficio cuando se da dinero
como motivo para conseguir la designación? Hay, pues, casos que se deben
menospreciar, y merecen ser objeto de burla. Y, en fin, lo que dice aquel autor
antiguo, que no hay cosa más merecedora de risa que la vanidad, y las demás
palabras tienen aquí una aplicación tan justa y tienen una fuerza tan convincente,
que no se puede dudar que es lícito burlarse de los errores, mientras se haga con
decencia.
Y también, padres míos, diré que se puede hacer burla sin ofender la caridad,
que es uno de los puntos que me echáis en cara en vuestros escritos. Porque la
caridad a veces obliga a hacer mofa de los errores de los hombres, para que
huyan de ellos, según San Agustín: Hoec tu misericorditer irride, ut eis ridenda
et fugienda commendes. Y la misma caridad obliga también algunas veces a
rechazarlos con enojo, conforme a lo que dice San Gregorio Nacianceno: El
espíritu de caridad y de mansedumbre tiene sus ímpetus y enojos. Y en efecto,
como dice San Agustín, De doct. crist., 1. 4, c. 1: ¿Quién osará decir que la
verdad ha de estar sin armas contra la mentira, y que los enemigos de la fe
podrán amedrentar a los fieles con palabras ásperas y recrear los

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entendimientos con conceptos ingeniosos y agradables; mientras los católicos
sólo podrán escribir con una frialdad de estilo que adormezca a los lectores?
¿No se ve que, según esto, sería introducir en la Iglesia los errores más
extravagantes y perniciosos, sin que nadie pudiera hacer mofa y menosprecio de
ellos, por temor a que le motejaran de falta de decencia, ni confundirlos
enérgicamente, porque no le acusen de falta de caridad?
¡Cómo, padres míos! ¿Vosotros podréis libremente decir que es lícito matar
para evitar una bofetada y una injuria; y nadie podrá refutar públicamente un
error notorio tan importante? ¿Vosotros podréis enseñar que un juez puede, en
conciencia, guardar lo que ha recibido por hacer una injusticia, sin que nadie
pueda contradecir? ¿Vosotros imprimiréis con privilegio y aprobación de vuestros
doctores que un hombre se puede salvar sin haber amado jamás a Dios, y
taparéis la boca a los que defienden la verdad de la fe, diciéndoles que ofenden a
la caridad fraterna, si os acometen, y a la modestia cristiana, si se ríen de vuestras
máximas?
Dudo, padres míos, que hayáis podido persuadir de esto a nadie; pero, sin
embargo, si algunos se han dejado convencer y creen que he procedido contra la
caridad que os debo, al desacreditar vuestra doctrina moral, quisiera que
reflexionasen de dónde proviene su opinión. Porque aunque imaginen que
proviene de su celo, que no pudo sufrir sin escándalo ver motejar al prójimo, yo
les pido que consideren que quizá este celo tenga otro origen; y es muy verosímil
que se derive del disgusto secreto, con frecuencia no tomado en consideración
por nosotros mismos, aun cuando existe en el fondo de nuestro carácter, que no
deja nunca de excitarnos contra los que delatan un relajamiento moral. Y para dar
una regla que les permita conocer el verdadero principio, les pregunto si al
mismo tiempo que lamentan que trate de tal modo a los jesuitas, no lamentan más
aún que los jesuitas hayan tratado la verdad como lo hacen. Si ambas cosas les
parecen mal, y se irritan, no solamente contra mis cartas, sino mucho más contra
las máximas a que se refieren: confesaré que su celo es noble, aunque poco
ilustrado; y los pasajes que presento bastarán para ilustrarles. Pero si sólo se
irritan contra las reprensiones, y no contra aquello que se reprende, en verdad,
padres míos, nunca dejaré de repetirles que viven groseramente engañados, y que
su celo es ceguera.
¡Extraño celo que se irrita contra los que impugnan y desaprueban las faltas
públicas, y no contra los que las cometen! ¿Qué nueva caridad es ésta, que se
ofende de ver que estos errores corrompen y destruyen la moral cristiana? Si
estas personas se hallasen en peligro de ser asesinadas, ¿se ofenderían de que
alguno les descubriera la emboscada que se les preparase? Y en lugar de
apartarse del camino para evitarla, ¿se quejarían de la poca caridad de haberles

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descubierto el propósito criminal de sus asesinos? ¿Se irritarían cuando se les
dijese que no comieran de un manjar, porque estaba envenenado, o que no fuesen
a una ciudad porque peligraba su vida en ella?
¿Por qué motivo consideran falta de caridad combatir las máximas
perjudiciales a la religión, y por otra parte creen que sería falta de caridad no
ponerles de manifiesto las cosas perjudiciales a su salud o a su vida?
Sencillamente porque su apego a la vida les induce a recibir favorablemente
cuanto contribuye a conservarla; y la indiferencia que les merece la verdad les
conduce no sólo a no defenderla, sino a ver con desagrado que alguien ponga
empeño en destruir la mentira.
Consideren, pues, ante Dios, cuán vergonzosa y perniciosa es para la Iglesia la
doctrina moral que vuestros casuistas siembran por todas partes; cuán
escandalosa y desmedida la licencia que introducen en las costumbres; cuán
pertinaz y violenta la audacia con que sostienen a sus autores. Y si no se juzga que
es tiempo de levantarse contra tales desórdenes, esa ceguedad será igualmente
lamentable que la vuestra, padres míos, puesto que unos y otros podéis temer las
palabras de San Agustín acerca de las de JESUCRISTO en el Evangelio: ¡Maldición
a los ciegos que guían! ¡Maldición a los ciegos que los siguen! VÆ cacis
ducentibus, voe cacis sequentibus. L. 3, cont. Parm., capítulo 4.
Pero para que de aquí en adelante no podáis dar estas impresiones a los otros,
ni conservarlas vosotros mismos, os diré, padres míos (me avergüenza deciros lo
que yo debería aprender de vosotros), os recordaré las reglas que los Padres de
la Iglesia nos legaron para conocer si las reprensiones son efecto de un espíritu
de piedad y caridad o de un espíritu de impiedad y odio.
Es la primera, que el espíritu de piedad conduce siempre a hablar con verdad y
sinceridad, mientras que la envidia y el odio se valen de la mentira y de la
calumnia: Splendentia et vehementia, sed rebus veris, dice San Agustín, De doct.
Chr., 1. 4, c. 28. Cualquiera que se vale de la mentira obra por instigación del
diablo. No hay dirección de intención que pueda rectificar la calumnia; y aun
cuando tratara de convertir a todo el mundo, no sería lícito infamar a personas
inocentes; porque no se debe hacer ni el menor daño para el mayor bien, y la
Verdad de Dios no necesita de nuestra mentira, según la Escritura, Job., 13, 7.
Deben los defensores de la verdad, dice San Hilario, cont. Const., alegar sólo
verdades. Así, padres míos, puedo decir ante Dios que no hay cosa más
aborrecida por mí que ofender en lo más mínimo a la verdad; y siempre tuve
especial cuidado, no sólo de no falsificar, que sería horrible, pero ni de alterar o
mudar en nada el sentido de un pasaje. De manera que si me atreviera a valerme
en esta ocasión de las palabras del mismo San Hilario, podría deciros con él:
Que nuestros discursos sean infamados, si decimos falsedades en ellos; pero si

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demostramos que son públicas y notorias las que reproducimos: reprocharlas
no es contrario a la modestia y libertad apostólicas.
Pero no basta, padres míos, la certeza de que lo que se dice es verdad, porque
no siempre se han de decir todas las verdades, sino sólo aquellas que producen
algún fruto, y no las que pueden ofender sin provecho. Así como la primera regla
es hablar con verdad, la segunda consiste en hablar con discreción. Los malos,
dice San Agustín, Ep. 8, persiguen a los buenos ciegamente guiados por la
pasión que les anima; mientras que los buenos juzgan a los malos con la sabia
discreción, de igual modo que los cirujanos atienden a lo que operan y los
homicidas no miran cómo hieren. Bien sabéis, padres míos, que de todas las
máximas de vuestros autores, no he referido las que podían causaros mayor
contrariedad, aun cuando pude hacerlo sin salir de los límites de la discreción, a
imitación de hombres muy doctos y muy católicos que lo hicieron. Y los que han
leído vuestros autores saben tan bien como vosotros cuan reportado anduve en
esta parte; además que de ninguna manera he hablado contra lo que toca a cada
uno en particular, y me pesara haber descubierto alguna falta secreta y personal,
aunque pudiese probarla; porque sé que esto es propio del odio y de la
animosidad, y sólo se debe llegar a ese extremo cuando es necesario y urgente por
el bien de la Iglesia. Luego es visible que no falté a la discreción en todo cuanto
hube de decir acerca de las máximas de vuestra moral; y que tenéis mayores
motivos para felicitaros de mi moderación que para quejaros de mi indiscreción.
La tercera regla, padres míos, es que cuando nos vemos obligados a servirnos
de algunas burlas, el espíritu de piedad nos inclina a emplearlas sólo contra los
errores y no contra las cosas santas; y, por lo contrario, el espíritu dañoso de
impiedad y de herejía se mofa de lo más sagrado. Esta es mi justificación; porque
yo me limité a referir opiniones de vuestros autores.
Finalmente, padres míos, para abreviar estas reglas, añadiré sólo una, principio
y fin de las demás. Y es que la caridad nos obliga a desear interiormente la
salvación de las personas que motivan nuestras reprensiones, y a rogar a Dios por
ellas. Se debe siempre, dice San Agustín, Ep. 5, conservar la caridad en el
corazón, aun cuando nos veamos obligados a realizar acciones que parezcan
rudas a los hombres, siempre que resulten bienhechoras; porque la utilidad es
preferible a la satisfacción. No supongo, padres míos, que nada en mis cartas
prueba que me haya faltado el deseo de vuestra salvación, y así la caridad os
obliga a creer que le he tenido efectivamente, mientras no podáis afirmar lo
contrario. Luego es evidente que yo no he pecado contra esta regla, ni contra
ninguna de las que la caridad obliga a seguir; por lo cual no tenéis derecho a
decir que la ofendí en mis cartas.
Pero si os complace, padres míos, que os ofrezca en pocas palabras una

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conducta que peca contra todas esas reglas, y donde aparece claro el espíritu
dañoso de envidia y odio: citaré algunos ejemplos; y para que os sean más
conocidos y familiares, los tomaré de vuestros mismos escritos.
Comencemos por la forma indigna que vuestros autores emplean al hablar de
las cosas santas, ya sea en sus chacotas, ya en sus galanterías, ya en sus discursos
graves. ¿Os parece que los cuentos ridículos de vuestro P. Binet en su Consuelo
de enfermos sean propios para el intento que se propuso de consolar
cristianamente a los que Dios aflige? ¿Diréis que el estilo profano y afeminado
con que vuestro P. Le Moine habla de la piedad, en su Devoción fácil, no sea más
propio para inducir a los lectores a que menosprecien la virtud cristiana que para
inspirarles la debida veneración? Todo su libro de Pinturas morales ofrece algo
más en su prosa y en sus versos que un espíritu rebosante de la vanidad y locuras
del mundo. ¿Es obra digna de un sacerdote aquella oda de su VII libro, titulada
Elogio del pudor, donde se muestra que todo lo bello es ruboroso, o propenso a
ruborizarse? Esto hizo para consolar a una dama, que nombra Delfina, porque se
ruborizaba con frecuencia. Detalla en sus estrofas que algunas de las cosas más
estimadas se sonrojan, como las rosas, las granadas, la boca, la lengua; y entre
tales galanterías vergonzosas para un religioso, se atreve insolentemente a
mezclar los espíritus bien aventurados que asisten a la Majestad Divina, y de los
que sólo con mucha veneración deben hablar los cristianos.

Sin más que alas y cabeza


los querubines gloriosos
que Dios alumbra y enciende
con su espíritu y sus ojos:
arden en divino fuego
como voladores rostros,
y de abanico les valen
sus alas de nieve y oro.
Tu rubor hace de ti,
DELFINA, mayor elogio
al colorar tus mejillas,
donde luce esplendoroso
tu honor, como un rey, con manto
de púrpura, sobre un trono.

¿Qué decís a estos versos, padres míos? Esa preferencia del rubor de Delfina
al ardor de los espíritus angélicos que sólo tienen el de la caridad; la
comparación de un abanico con las alas misteriosas de los ángeles, ¿os parece

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muy cristiana puesta en labios que consagran diariamente el cuerpo adorado de
JESUCRISTO.? Bien sé que lo dice por mera galantería; pero esto sí que es burlarse
de las cosas santas. ¿No es cierto que si se le hiciera la debida justicia, no se
libraría de una censura, por más que quisiera valerse de la razón que pone en su
Libro I, y que no merece menos censura?: La Sorbona carece de jurisdicción en
el Parnaso, y los errores que en aquel país se cometen no están sujetos a las
censuras ni a la Inquisición. ¡Como si estuviera solamente prohibido ser
blasfemo e impío en prosa! Y aun cuando así fuera, no se libraría el siguiente
pasaje del prólogo en el mismo libro: El agua del río a cuya orilla compuso esos
versos es tan inspiradora para los poetas, que aun cuando la convirtieran en
agua bendita no arrojara de su seno al demonio de la poesía. Tampoco se
libraría ese otro pasaje de vuestro P. Garassa en su Suma de verdades capitales
de la religión, p. 649, donde une a la blasfemia la herejía al hablar del misterio
sagrado de la Encarnación de esta manera: La personalidad humana estuvo como
injertada en la personalidad del Verbo, como si cabalgara sobre él. Y este otro
del mismo autor, p. 510, sin recordar ahora otros muchos, donde acerca del
nombre de JESÚS, ordinariamente figurado así I ± I S, dice: Que algunos han
suprimido la cruz para dejar solamente las letras de este modo: I H S, con lo
cual se reduce a un JESÚS desvalijado.
Así tratáis vosotros indignamente las verdades de la religión, contra la regla
inviolable que obliga, cuando se habla de ellas, por lo menos a mostrarse
reverente; pero vosotros no pecáis menos contra la regla que impone veracidad y
discreción. ¿Hay algo más frecuente que la calumnia en vuestros escritos? ¿Hay
sinceridad alguna en los del P. Brisacier? ¿Habla este padre con decencia cuando
asegura, 4 part., p. 24 y 25, que las religiosas de Port Royal no se encomiendan a
los Santos y que no tienen imágenes en su Iglesia? ¿No es esto mentir
descaradamente, cuando todo París ve lo contrario? Y ¿habla con discreción
cuando desdora la inocencia de esas doncellas, de vida pura y austera, cuando las
llama doncellas impenitentes, refractarias a la comunión, vírgenes
enloquecidas, fantaseadoras, desesperadas y todo lo que se quiera? ¿Y cuando
las desacredita con otras calumnias que merecieron la censura pública del
arzobispo de París? ¿Y no se avergüenza cuando calumnia a sacerdotes de vida
ejemplar, hasta el punto de decir, 1 par., p. 21, que practican novedades en las
confesiones, para atraer a las mujeres hermosas y a las sencillas; y que no
refería los delitos abominables que cometen porque le horrorizaba? ¿No es una
temeridad intolerable llegar a calumnias tan atroces, no solamente sin prueba,
pero sin el menor asomo o apariencia de verdad? No me extenderé más acerca de
este punto; lo dejo para otra ocasión; lo dicho basta, por ahora, para haceros ver
que pecáis contra la verdad y contra la discreción a un mismo tiempo.

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Tal vez se diga que, a lo menos, no habéis pecado contra la última regla, que
obliga a desear la salvación de aquellos que calumniáis; y que nadie podrá
acusaros de esto sin pretender violar el secreto de vuestro corazón, que sólo Dios
conoce. Y es cosa extraña, padres míos, que hasta en esto me prestéis razones
para mostrar que el odio que profesáis a vuestros adversarios os indujo a
desearles la condenación eterna, y vuestra ceguedad ha llegado hasta el punto de
manifestar un deseo tan abominable; y os hallabais tan ajenos de desear su
salvación, que hicisteis públicamente votos para su condenación; y después de,
hacer esos votos en la ciudad de Caen, con escándalo de toda la Iglesia, os habéis
atrevido en París a sostener y a probar en vuestros escritos impresos una acción
tan diabólica. No hay más que decir, y no pueden los excesos contra la piedad ser
más horribles. Hacéis burla indignamente de las cosas sagradas; calumniáis a
vírgenes y sacerdotes falsa y escandalosamente; y, por fin, expresáis vuestros
deseos en votos para la condenación eterna de vuestros adversarios. No sé,
padres míos, cómo no se os cubre la cara de vergüenza por lo que hicisteis y
cómo os habéis resuelto a acusarme de falta de caridad, cuando hablo con tanta
verdad y comedimiento, sin hacer comentarios acerca de las horribles violaciones
de la caridad cometidas por vosotros.
Y para terminar, padres míos, con otro reproche que me hicisteis al decir que
entre las máximas a que me refiero hay alguna que otra que ya os habían echado
en cara, y os quejáis de que vuelva a decir lo mismo que otros dijeron, respondo
que por cuanto no os habéis corregido os lo vuelvo a decir. ¿Qué fruto han sacado
los doctores insignes y aun la Universidad toda con tantas reprensiones escritas?
¿Qué hicieron vuestros padres Annat, Caussin, Pintereau y Le Moine, en sus
respuestas, sino cubrir de injurias a cuantos les habían hecho advertencias tan
saludables? ¿Habéis suprimido los libros donde se contienen las máximas
perniciosas? ¿Habéis reprimido a los autores? ¿Sois ahora más circunspectos?
¿No han sido de entonces acá reimpresos muchas veces los de Escobar, en
España, en Francia y en los Países Bajos? Y vuestros padres Cellot, Bagot,
Bauny, Lamy, Le Moine y otros, ¿no publicaron todos los días esas mismas
doctrinas, y aún otras más licenciosas? No os lamentéis, padres míos, de que yo
denuncie las máximas que hasta ahora no abandonasteis; ni de que os haya
objetado sobre otras más y me haya reído de todas. Si las reflexionáis, hallaréis
en ellas vuestra confusión y mi defensa. ¿Quién podrá contener la risa al ver la
decisión del P. Bauny en favor del que incendia una granja; la del P. Cellot, para
excusar la restitución; la regla de Sánchez en favor de los hechiceros; el modo
con que Hurtado libra de pecar al que se desafía, con suponer que aguarda a un
hombre mientras pasea por el campo; las expresiones del P. Bauny para excusar la
usura; la forma de evitar la simonía por un desvío de la intención, y la manera de

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disfrazar la mentira contradiciendo en voz baja lo que decimos en voz alta, y las
demás opiniones de vuestros más graves doctores? ¿Necesito más, padres míos,
para justificarme? La vanidad y flaqueza de estas opiniones, ¿merece algo más
que la risa, según Tertuliano? Pero también, padres míos, la corrupción que
vuestras máximas introducen en las costumbres induce a otras consideraciones; y
puedo preguntar con el mismo Tertuliano, ad Nat., 1. 2, c. 12: ¿Me reiré de su
vanidad o deploraré su ceguedad? ¿RIDEAM vanitatem, au exprobrem
coecitatem? Creo que se puede reír y llorar. HÆC tolerabilius vel ridentur vel
fleutur, dice San Agustín, Cont. Faust., 1. 20, c. 6. Sabed, pues, que hay tiempo
de reír y tiempo de llorar, según la Escritura. Y no quisiera, padres míos,
comprobar en vosotros la verdad de estas palabras de los Proverbios: Hay
personas tan poco razonables, que no se dan a partido de cualquiera manera
que se obre con ellas, ya por la risa, ya por la cólera.

París, 3 de agosto de 1656.

P. D.:

Al terminar esta carta veo un escrito que habéis publicado, acusándome de


impostura acerca de seis de vuestras máximas, y de inteligencia con los heréticos;
espero, padres míos, que veréis pronto una respuesta contundente, y que en su
virtud no tendréis ánimo de persistir en esta clase de acusaciones.

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CARTA XII

REFUTACIÓN DE LAS SUTILEZAS DE LOS JESUITAS ACERCA DE LA LIMOSNA Y LA


SIMONÍA.

Reverendos padres míos: Dispuesto estaba a escribiros para tratar de las


injurias que de algún tiempo acá me dirigís en vuestros escritos, en los que se me
llama impío, truhán, ignorante, farsante, impostor, calumniador, mentiroso,
hereje, calvinista disfrazado, discípulo de Dumoulin, poseído de una legión de
demonios y todo lo que os place. Pensaba dar a conocer al mundo el porqué me
tratáis de tal modo, pues me desagradaría que se creyera todo eso de mí. Había
resuelto alzarme en queja contra vuestras calumnias y vuestras imposturas, cuando
llegan a mis manos vuestras respuestas, donde me acusáis de lo que yo me
propuse acusaros; y eso me obliga a mudar de intento; pero no lo abandonaré del
todo, porque al defenderme habré de señalar verdaderas imposturas de vuestra
parte en mayor número que las falsas que vosotros me habéis imputado. En
verdad, padres míos, más libre estoy yo de sospecha que vosotros; porque no es
verosímil que siendo solo, sin fuerzas ni apoyo humano, contra un cuerpo tan
poderoso, no teniendo yo más armas ni otra defensa que la sinceridad y la verdad,
me hubiera expuesto a perderlo todo, y con riesgo de quedar convicto de falsario.
Es muy fácil descubrir las falsedades en las cuestiones de hecho, como lo son
éstas; no faltarían hombres que me acusaran luego, y no se les negaría la justicia.
Pero vosotros, padres míos, no os halláis en esas circunstancias y podéis decir
contra mí cuanto se os antoje, sin que yo tenga de quién valerme. Por esta
diferencia que hay de vosotros a mí, aunque no hubiese otras razones, es forzoso
que ande yo vigilante y circunspecto, para no decir cosa que tenga el más mínimo
asomo de falsedad e imprudencia. Sin embargo, vosotros me tratáis como a un
falsario insigne, y así me forzáis a que me defienda; pero bien sabéis que no
puedo defenderme sin exponer de nuevo vuestras máximas y sin destruir más a
fondo los puntos de vuestra moral; por lo que pongo en duda que seáis buenos
políticos. La guerra se hace dentro de vuestra casa y a costa vuestra, y aunque
habéis imaginado que embrollando las cuestiones con términos escolásticos, las
respuestas serían largas, oscuras y difíciles de comprender, confío en que no
suceda como lo habéis imaginado, porque procuraré ser lo menos cansado
posible. Vuestras máximas tienen un no sé qué de divertido, que alegra siempre a
todos. Recordad que sois vosotros los que me ponéis en este empeño, y vamos a
ver quién se defenderá mejor.
Primera de vuestras imposturas: Sobre la opinión de Vázquez acerca de la
limosna. Sufrid que yo la explique netamente, para evitar confusiones en nuestras

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disputas. Cosa clara es, padres míos, que según el espíritu de la Iglesia hay dos
preceptos para la limosna: uno, dar de lo superfluo en las necesidades
ordinarias de los pobres, y otro, dar hasta de aquello necesario para sostenerse
en las necesidades extremas. Es lo que dice Cayetano, siguiendo a Santo Tomás;
de manera que para hacer ver el espíritu de Vázquez acerca de la limosna, es
preciso mostrar cómo la ha regulado, tanto en la que debe hacerse de lo superfluo
como la que se debe hacer de lo necesario.
La de lo superfluo, que es el más ordinario socorro de los pobres, se halla
enteramente abolida con esta sola máxima, De el., c. 4, n. 14, que incluí en una de
mis cartas: Lo que los seglares guardan para sostener su condición y la de sus
padres, no se llama superfluo; y así, apenas se hallará jamás que haya
superfluo ni aun entre los reyes. Bien veis, padres míos, por esta definición de
Vázquez, que los que tuvieran ambición no tendrán superfluo; de modo que la
limosna queda abolida en la mayor parte de los seglares. Y supuesto el caso que
tuvieran superfluo, estarían exentos de dar la limosna en las necesidades
comunes, según Vázquez, que se opone a los autores que quieren obligar a los
ricos. Estas son sus palabras, c. 1, d. 4, n. 32: Córdoba enseña que cuando un
hombre tiene superfluo, está obligado a darlo de limosna a los que se hallan en
una necesidad ordinaria; por lo menos en una parte, para cumplir de alguna
manera con el precepto: PERO ESTO NO ME AGRADA, SED HOC NON PLACET;
PORQUE HEMOS PROBADO LO CONTRARIO contra Cayetano y Navarro. De modo,
padres míos, que la obligación de esta limosna está completamente desechada,
por la opinión de Vásquez.
En cuanto a la limosna que se debe hacer de lo necesario, en las necesidades
extremas y urgentes del prójimo, veréis, por las condiciones que pone para
formalizar esta obligación, que los más ricos de París pueden no tenerla ni
siquiera una vez en la vida. Sólo referiré dos de estas condiciones. Una: QUE SE
SEPA de cierto que no hay quien socorra al pobre: HÆC inteligo et coetera
omnia, cuando SCIO nullum alium opem laturum, c. 1, n. 28. ¿Qué os parece,
padres míos? Habiendo en París tanta gente caritativa, ¿se puede saber que
ninguno socorrerá a un pobre que nos pide? Y sin embargo, si no se tiene este
convencimiento, le podemos rechazar sin socorrerle, según Vásquez. La otra
condición es que la necesidad del pobre sea tal, que si no le socorren esté a
riesgo de perder la vida o la reputación, n. 24 y 26; y este caso no es común. Por
añadidura, según el mismo Vásquez dice, n. 45, un pobre que se halla en ese
estado único en que se admite la obligación de la limosna, puede en conciencia
hurtar al rico para remediarse. Y es forzoso que este caso sea muy
extraordinario, a menos que Vásquez dé a entender que esté ordinariamente
permitido el hurto. De manera que después de haber anulado la obligación de dar

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limosna de lo superfluo, que es el raudal más abundante de la caridad, no obliga a
los ricos a dar de lo que tienen necesario, sino cuando está permitido que los
pobres roben. Esta es la doctrina de Vásquez, a la que vosotros remitís a los
lectores para su edificación.
Vengamos a vuestras imposturas. Empezáis por extenderos acerca de la
obligación de hacer limosna que Vásquez impone a los eclesiásticos. Yo no he
tocado este punto, pero hablaré de él cuanto quisiereis. Aquí se trata de los
seglares; y aún me parece que queréis dar a entender que Vásquez habla de ellos,
en el lugar citado por mí, según el parecer de Cayetano, y no según su propio
parecer. Pero como no hay cosa más falsa, y no lo habéis dicho claramente,
quiero suponer, en favor vuestro, que no tuvisteis intención de decirlo.
En seguida os quejáis de que después de copiar esta máxima de Vásquez:
Apenas se hallará que los seglares, ni aun los reyes, tengan superfluo, yo haya
deducido: Luego apenas habrá obligación en los ricos de dar limosna de lo
superfluo. ¿Pero adonde vais, padres míos? Si es verdad que los ricos no tienen
superfluo casi nunca, ¿no será cierto que casi nunca estarán obligados a dar
limosna? Os pudiera formular yo un argumento en regla, si Diana, tan admirador
de Vásquez, que le llama el Fénix de los ingenios, no hubiera sacado la misma
consecuencia del mismo principio. Porque, después de recordar la máxima de
Vásquez, dice al fin: Que aun cuando los ricos tengan obligación de dar
limosna de lo superfluo, y la opinión que los obligue fuese verdadera, nunca o
casi nunca ocurrirá que se consideren obligados en la práctica. Me limité a
seguir, palabra por palabra, ese discurso.
¿Qué significa esto, padres míos? Cuando Diana refiere con elogios las
opiniones de Vásquez, cuando las halla probables y muy cómodas para los ricos,
como lo dice en el mismo lugar: no es calumniador ni falsario, ni os quejáis de
que haya citado mal a Vásquez, y cuando yo refiero esas máximas, pero sin llamar
a su autor Fénix de los ingenios, soy embustero, falsario y corruptor de su
doctrina. Ciertamente, padres míos, tenéis motivos para temer que la diferencia
de vuestro trato respecto a los que no difieren en la copia, sino sólo en la estima
que les merecen vuestras máximas, descubra lo íntimo de vuestro pensamiento y
permita suponer que vuestro principal empeño consiste en mantener el crédito y la
gloria de vuestra. Compañía; pues cuando vuestra Teología acomodaticia es
considerada como prudente condescendencia, lejos de desautorizar a los que la
publican los ensalzáis como colaboradores de vuestro designio; pero en cuanto se
pone de manifiesto su relajación perniciosa, el interés de vuestra Compañía os
induce a contradecir vuestras propias máximas cuya publicidad os perjudica a los
ojos del mundo. Y de este modo, unas veces las reconocéis y otras las rechazáis,
no conforme a la Verdad, que siempre es la misma, sino conforme a las mudanzas

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del tiempo, según esta frase de un autor antiguo: Omnia pro tempore, nihil
proveritate.
Ved lo que hacéis, padres míos; y para que de aquí en adelante no podáis
acusarme de haber deducido del principio de Vásquez una consecuencia que él
desaprobaría, sabed que él mismo la dedujo, c. 1, n. 27: Apenas hay alguien
obligado a dar limosna, cuando sólo hay obligación de darla de lo superfluo,
según la opinión de Cayetano, y SEGÚN LA MÍA, ET SECUNDUM NOSTRAM.
Reconoced, pues, padres míos, según el propio testimonio de Vásquez, que seguí
con exactitud su pensamiento, y considerad con qué conciencia os habéis atrevido
a decir que si se cotejara el original se averiguaría con asombro que Vásquez
enseña todo lo contrario.
Finalmente, alardeáis sobre todo lo que decís, que si bien Vásquez no obliga a
los ricos a dar limosna de lo superfluo, en compensación, les obliga a darla de lo
necesario. Pero olvidáis las condiciones que Vásquez declara necesarias para
imponer esta obligación; yo las he referido, y son tales que restringen esta
obligación de manera que casi la anulan del todo; y en lugar de explicar su
doctrina sinceramente, os contentáis con decir, en general, que Vásquez obliga a
los ricos a dar hasta de aquello que necesitan para sostener su condición. Esto es
excesivo, padres míos; la regla del Evangelio no dice tanto: éste sería otro error,
y de este error está muy alejado Vásquez. Para encubrir su relajación, vosotros le
atribuís un exceso de rigor, también reprensible, y lográis de ese modo que nadie
crea que lo comentasteis fielmente. Pero no merece Vásquez este reproche, puesto
que afirma, como he demostrado, que los ricos no están obligados ni en justicia ni
por caridad a dar limosna de lo superfluo, y mucho menos de lo necesario, en
todas las necesidades ordinarias de los pobres, y que sólo tienen obligación de
dar de lo necesario en ciertos casos, tan raros que casi no se presentan jamás.
A esto se reduce vuestra objeción; de modo que ya sólo me falta mostrar cuán
falsamente pretendéis dar a entender que Vásquez es más severo que Cayetano. Y
esto me será fácil, puesto que este cardenal enseña: Que cualquiera está
obligado en justicia a dar limosna de lo superfluo, aun en las necesidades
comunes de los pobres; porque según los Santos Padres, los ricos sólo son
dispensadores de lo superfluo y deben distribuirlo a los que elijan entre los
necesitados. Y así, en lugar de lo que Diana dice de la doctrina de Vásquez, que
será muy cómoda y muy agrdaable a los ricos y a sus confesores, este cardenal,
sin ofrecerles semejante consuelo, dice, De Eleem., c. 6: Que los ricos atiendan
a estas palabras de Jesucristo: Es más fácil que un camello pase por el ojo de
una aguja, que un rico entre en el cielo; y oigan los confesores lo que dice el
mismo Señor: Si un ciego guía a otro, entrambos caerán en el precipicio. Ved si
no creía esta obligación indispensable. Lo mismo enseñaron los Padres y los

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Santos como una verdad inmutable. Dos casos hay, dice Santo Tomás, 2, 2, q.
118, art. 4, ad 2, en los que es de justicia dar limosna, EX DEBITO LEGALI; uno,
cuando los pobres están en peligro, y otro, cuando tenemos bienes superfluos. Y
q. 87, art. 1, ad. 4: Las terceras décimas que los judíos debían comer con los
pobres, fueron aumentadas en la Ley Nueva; porque Jesucristo quiere que
demos a los pobres no sólo la décima parte, sino todo nuestro superfluo. A
pesar de lo cual, no le place a Vásquez que haya obligación de dar siquiera una
parte de lo superfluo, tanto miramiento le merecen los ricos, tanta dureza los
pobres y tanta oposición los afectos de caridad, que hacen sabrosa la verdad de
aquellas palabras de San Gregorio, que resultan ásperas para los ricos del siglo:
Cuando damos a los pobres lo que necesitan, más que darles de lo nuestro les
devolvemos lo que es suyo; y realizamos así un ceber de justicia más que una
obra de misericordia. Reg. Past., p. 3, adm. 22.
De esta manera los Santos han recomendado a los ricos que compartan con los
pobres los bienes de la tierra, si quieren poseer con ellos los bienes del cielo.
¡Mucha diferencia hay entre los Santos y vosotros, padres míos! Vosotros sólo
tratáis de fomentar la ambición insaciable, que nunca supone superfluos sus
bienes, y la avaricia, que se resiste a dar de lo que se tiene. Los Santos, por el
contrario, procuran exhortar a los hombres para que den lo superfluo, y les hacen
ver que siempre tienen algo de sobra si lo miden, no por la codicia, que nunca se
sacia, sino por la piedad, que es ingeniosa para reducir las necesidades y
extenderse en el ejercicio de la caridad. Tendremos mucho de superfluo, dice San
Agustín, in Ps. 147, si no reservamos para nosotros más que lo necesario; pero
si atendemos a las vanidades, nada nos bastará. Buscad, hermanos míos, lo que
basta a la obra de Dios, es decir, a la Naturaleza; y no lo que basta a vuestra
codicia, que es obra del demonio; y acordaos que lo superfluo de los ricos es lo
necesario de los pobres.
Yo quisiera, padres míos, que lo que os digo sirviese no solamente para
justificarme, que sería poco, sino también para haceros sentir y aborrecer lo que
hay de corrompido en las máximas de vuestros casuistas, a fin de unirnos
sinceramente en las santas reglas del Evangelio, por las cuales seremos juzgados.
Acerca de la simonía, que es el segundo punto, antes de responder a vuestros
reproches, empezaré vuestra doctrina en este asunto. Como os habéis visto
cogidos entre los cánones de la Iglesia que imponen horribles penas a los
simoníacos, y la avaricia de los que buscan este infame tráfico, seguisteis vuestro
método ordinario: conceder a los hombres lo que desean y dar a Dios palabras y
apariencias. ¿Qué es lo que piden los simoníacos, sino dinero por sus beneficios?
Y a esto vosotros no le llamáis simonía. Pero como es necesario conservar el
nombre de simonía, y que haya donde poder aplicarlo, elegisteis para esto una

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idea imaginaria, que nunca existe en la mente de los simoníacos, y consiste en
estimar el dinero por lo que es en sí, y de igual modo el bien espiritual. Pues
¿quién había de comparar dos cosas tan desproporcionadas y de género tan
diferente? Sin embargo, como no se haga esta comparación metafísica, puede uno
dar su beneficio a otro y tomar dinero por él sin simonía, según vuestros autores.
De esta manera jugáis con la religión, por seguir las pasiones de los hombres.
Ved, sin embargo, con qué gravedad vuestro P. Valencia nos da a conocer sus
sueños en el lugar citado en mis cartas, t. 3, disp. 6, q. 16, p. 3, p. 2.044: De dos
maneras se puede dar un bien temporal por uno espiritual; una, estimando más
el temporal que el espiritual, y esto sería simonía; otra, tomando el temporal
como un motiva y fin que mueve a dar el espiritual, sin hacer mayor aprecio del
temporal que del espiritual, y así no es simonía. La razón es que la simonía
consiste en recibir un bien temporal como justo precio de un bien espiritual.
Luego si se pide el temporal, SI PETATUR TEMPORALE, no como precio, sino como
motivo que determina a conceder el espiritual, de ningún modo es simonía,
aunque la intención se encamine directamente a poseer el temporal como
objetivo: MINIME erit simonía, etiam si temporale principaliter intendatur et
expectetur. Y vuestro insigne Sánchez, ¿no tuvo una revelación semejante, como
refiere Escobar?, tr. 6, ex 2, n. 40. Estas son sus palabras: Si se da un bien
temporal por uno espiritual, no como PRECIO, sino como un MOTIVO que mueve
al sacerdote a concederlo, o como agradecimiento, si se consiguió el espiritual,
¿será simonía? Sánchez asegura que no. Opusc., t. 2, 1. 2, c. 3, d. 23, n. 7. Y
vuestras conclusiones de Caen, del año 1644, enseñan: Que es una opinión
probable, compartida por muchos doctores católicos, que no es simonía dar un
bien temporal por uno espiritual, cuando no se da como precio.
Y en cuanto a Tannero, aquí está su doctrina semejante a la de Valencia, que
mostrará la poca razón que tenéis en quejaros de que yo haya dicho que no está
conforme con la doctrina de Santo Tomás; pues él mismo lo confiesa en el lugar
citado en mi carta, t. 3, d. 5, p. 1.519: Sólo hay verdadera simonía cuando se
toma un bien temporal como precio de uno espiritual; pero cuando se toma por
un motivo que incita a dar el espiritual, o como agradecimiento por haberlo
dado, no es simonía, a lo menos en conciencia. Y algo más adelante: Lo mismo
se debe decir, aunque se atienda al bien temporal como fin principal, y aunque
se prefiera al espiritual, aun cuando Santo Tomás y otros parecen ser de
contrario sentir al opinar que es absolutamente simonía dar un bien espiritual
por uno temporal, cuando el temporal es el fin.
Esta es, padres míos, vuestra doctrina acerca de la simonía, que vuestros
mejores autores enseñan, y sólo me falta responder a vuestras imposturas. Sobre
la opinión de Valencia no habéis dicho nada; y por lo tanto su doctrina subsiste

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después de vuestra respuesta. Pero os paráis muy de propósito a defender a
Tannero; decís que solamente decidió que no era simonía de derecho divino, y
queréis hacer ceer que he suprimido de este pasaje las palabras de derecho
divino. Esto, padres míos, huele a sinrazón; porque las palabras de derecho
divino nunca estuvieron en ese pasaje. Y luego decís que Tannero declara que es
una simonía de derecho positivo. Os engañáis, padres míos; porque Tannero no
dijo esto en general, sino solamente en casos particulares, IN CASIBUS A JURE
ESPRESSIS, como lo indica en el pasaje citado. Por lo que hace una excepción de lo
que había establecido en general en este pasaje: que no es simonía en
conciencia; y esto viene a decir que tampoco lo es en derecho positivo, si no
queréis atribuirle bastante impiedad para sostener que una simonía de derecho
positivo no era simonía en conciencia. Pero de propósito andáis buscando estos
términos de derecho divino, derecho positivo, derecho natural, tribunal interior
y exterior, casos expresados en el derecho, presunción externa y otros poco
conocidos, para poneros a salvo entre esta oscuridad y que no se vean vuestros
desaciertos. Pero no habéis de escapar, padres míos, con vanas sutilezas, porque
las preguntas que os haré serán tan sencillas que no admitirán distingos.
Pregunto, pues, sin hablar de derecho positivo, ni de presunción externa, ni de
tribunal exterior: Un beneficiado, ¿será simoníaco, según vuestros autores, al
ceder un beneficio de cuatro mil libras de renta y recibir diez mil en dinero
contante, no como precio del beneficio, sino como un motivo que le incite a
darlo? Respondedme claramente, padres míos: ¿cómo se resolverá este caso,
según vuestros autores? ¿No dirá Tannero que no es simonía en conciencia, pues
que el temporal no es precio del beneficio, sino sólo un motivo que induce a
concederlo? Valencia, vuestras conclusiones de Caen, Sánchez y Escobar, ¿no
decidirán igualmente que no es simonía por la misma razón? ¿Ha menester más
ese beneficiado para salir libre de simonía? ¿Os atreveríais a tratarle de
simoníaco en vuestros confesonarios, fuese o no fuese ésta vuestra opinión en
particular, cuando pudiera taparos la boca por haber obrado conforme al parecer
de tantos doctores graves? Confesad, pues, que tal beneficiado está libre de
simonía, según vosotros. Y ahora defended esa doctrina, si podéis.
He aquí, padres míos, cómo deben tratarse las cuestiones en vez de
embrollarlas con términos de escuela, o cambiando los fundamentos de la
cuestión, como vosotros lo hacéis en vuestro último reproche. Tannero declara,
por lo menos, que semejante cambio es un gran pecado; y me echáis en cara haber
suprimido maliciosamente esta circunstancia, que le justifica totalmente, como
vosotros pretendéis. Pero os engañáis de muchas maneras, pues aunque fuese
verdad lo que decís, no se trataba en ese lugar de mi carta de saber si había en
esto pecado, sino solamente si había simonía. Y éstas son dos cuestiones muy

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diferentes. Los pecados sólo obligan a la confesión, según vuestras máximas; la
simonía obliga a la restitución; y estas dos cosas parecerán a muchos muy
distintas; porque aunque habéis encontrado expedientes para hacer la confesión
suave, no los hallasteis para que fuese la restitución agradable. Debo deciros,
además, que el caso que Tannero acusa de pecado no es simplemente aquel en que
se da un bien espiritual por uno temporal, que es el objetivo, sino aquel en que,
según añade, se estima el temporal más que el espiritual; y éste es el caso
imaginario a que antes me referí. Y no hace mal en calificarlo de pecado, pues
había de ser muy malvado o muy estúpido para no querer evitar un pecado con un
recurso tan fácil como lo es abstenerse de comparar el precio de entrambos,
cuando es permitido dar el uno por el otro. Además que Valencia, examinando en
el lugar citado si hay pecado en dar un bien espiritual por uno temporal, que es el
objetivo, alega las razones de los que dicen que sí, y añade: SED hoc non videtur
mihi satis certum: PERO esto no me parece bastante cierto.
De entonces acá, vuestro P. Erade Bille, profesor de Casos de Conciencia en
Caen, ha decidido que en esto no había pecado; porque las opiniones probables
van siempre madurando. Es lo que declara en sus escritos del año 1644, a que se
opuso M. Dupré, doctor y profesor en Caen, con un hermoso discurso, impreso y
muy conocido. Porque aun cuando ese P. Erade Bille reconozca que la doctrina de
Valencia, seguida por el P. Malhard, y condenada en la Sorbona, sea contraria al
sentir común, sospechosa de simonía en mucha parte, y castigada en justicia,
cuando descubre su práctica, no deja de decir que es opinión probable, y por
consiguiente segura en conciencia; y que en esto no hay simonía ni pecado. Es,
dice, una opinión probable y enseñada por muchos doctores católicos, que no
hay simonía NI PECADO en dar dinero u otro premio temporal por un beneficio,
sea en calidad de agradecimiento, sea como un motivo sin el cual no se daría el
beneficio; mientras no se dé como precio equivalente al beneficio. Esto es
cuanto se puede desear. Y según estas máximas, veis, padres míos, que la simonía
será tan rara, que con ellas podía haberse librado el mismo Simón Mago cuando
quiso comprar el Espíritu Santo, representación de los simoníacos que compran; y
quedaría exento Giezi, que por un milagro tomó dinero, representación de los
simoníacos que venden. Porque sin duda que cuando Simón, como se refiere en
los Hechos de los Apóstoles, ofreció dinero a los Apóstoles para que le diesen
el poder que tenían, ni se sirvió de términos de comprar, ni de vender, ni de
precio; y no hizo más que ofrecer dinero, como un motivo para que le dieran ese
bien espiritual. No siendo esto simonía, según vuestros autores, Simón se hubiera
librado de la excomunión de San Pedro si hubiese conocido vuestras máximas. Y
esta ignorancia dañó también a Giezi, cuando fue contaminado de lepra por
Eliseo, porque habiendo recibido el dinero de aquel príncipe, milagrosamente

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curado, solamente como una muestra de gratitud, y no como precio igual a la
virtud divina, que obró el milagro, hubiera obligado a Eliseo a curarle, so pena
de pecado mortal, puesto que su acción se apoyaba en la doctrina de tantos
autores famosos, y que en casos parecidos vuestros confesores están obligados a
absolver a sus penitentes, a limpiarlos de la lepra espiritual, figurada por la lepra
corporal.
Aseguro, padres míos, que me sería muy fácil poneros en ridículo, y me extraña
que os expongáis a ello. Me bastaría referirme a otras máximas vuestras, como
ésta de Escobar, en la Práctica de la simonía según la Compañía de Jesús, tr. 6,
ex 2, n. 44: ¿Es simonía cuando dos religiosos se obligan recíprocamente de
esta manera: dame tu voto para la elección de Provincial, y yo te daré el mío
para la de Prior? De ningún modo. Y esta otra, n. 14: No es simonía prometer
dinero por un beneficio, cuando no se tiene intención de pagarlo; porque
resulta una simonía fingida no más real que la paga. Con esta sutileza de
conciencia, sin más que añadir a la simonía el engaño, hay manera de alcanzar un
beneficio sin dinero y sin simonía. Y no dedico a esto mayor espacio, porque lo
necesito para defenderme de vuestra calumnia tercera, acerca de las bancarrotas.
Esta, padres míos, es muy grosera. Me llamáis impostor con referencia a la
opinión de Lessius, que yo no he citado por cuenta propia, sino tomada de
Escobar en un lugar que yo alego: y así aunque fuese verdad que Lessius no era
del parecer que Escobar le atribuye, ¿puede haber cosa más injusta que
achacármelo a mí? Cuando yo cito a Lessius y a otros autores por mi cuenta, debo
responder de lo citado. Pero como Escobar ha recogido las opiniones de
veinticuatro de vuestros padres, os pregunto si debo salir fiador de otra cosa más
que de lo que cito de su libro, y si debo, por añadidura, responder de las citas que
hace en varios pasajes que yo he copiado. No sería razonable. Pero es de lo que
se trata en ese lugar. He citado en mi carta el pasaje de Escobar, tr. 3, ex 2, n.
163, traducido fielmente, acerca del cual vosotros no decís nada. El que hace
bancarrota, ¿puede, con tranquilidad de conciencia, guardar la hacienda que le
es necesaria para vivir dignamente? NE INDECORE VIVAT. DIGO QUE SÍ, CON
LESSIUS; CUM LESSIO ASSERO POSSE, etc. Acerca de esto decís que Lessius no es de
este parecer. Reflexionad vuestro empeño. Porque si es de este parecer, seréis
tenidos por falsarios, por haber asegurado lo contrario; y si no lo es, resultará
vuestro Escobar impostor: de manera que ahora es preciso, necesariamente, que
alguno de la Compañía quede convencido de falsedad. ¡Menudo escándalo! No
sabéis prevenir las consecuencias. Os lanzáis a proferir injurias, sin tener en
cuenta que pueden recaer sobre vosotros mismos. ¿Por qué no consultasteis
vuestra dificultad a Escobar, antes de publicarla? Él os la hubiera resuelto. No es
tan difícil comunicarse con Valladolid, donde se halla en buena salud, y donde

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termina su gran Teología Moral en seis volúmenes, del primero de los cuales os
diré algo cualquier día. Puesto que le remitisteis mis diez primeras cartas,
también pudisteis remitirle vuestra objeción, y os aseguro que no dejara de
contestaros oportunamente, porque sin duda leyó en Lessius el pasaje donde están
las palabras NE INPECORE VIVAT. Vedlo bien, padres míos, y lo hallaréis como yo
lo hallé, lib. 2, c. 16, n. 45: Idem colligitur aperté ex juribus citatis, maximé
quoad ea bona quoe post cessionem acquirit, de quibus etiam is qui debitor est
ex delicio, potest retinere quantum necessarium est, ul pro sua conditione NON
INDECORE VIVAT. ¿Petes, an leges id permittant de bonis, quoe tempore instantis
cessionis habebat? Ita videtur cilligi ex D. L. qui bonis, etc.
No me detendré en demostraros que Lessius, para autorizar esta máxima, abusa
de la ley, que sólo concede a los que hicieron bancarrota lo indispensable para
vivir, y no para satisfacer su vanidad. He justificado a Escobar contra tal
acusación; hice más de lo que debía. Pero vosotros, padres míos, no hacéis lo que
deberíais hacer; porque es forzoso responder al pasaje de Escobar cuyas
manifestaciones son claras, por cuanto se hallan independientes de lo que precede
y de lo que sigue, y encerradas en párrafos breves no se prestan a vuestras
distinciones. Os he citado el pasaje entero, que permite a los que hacen
bancarrota guardar la hacienda bastante, aunque adquirida injustamente, para
mantener su familia con decoro. Sobre lo cual dije, escandalizado, en una de mis
cartas: ¿Cómo, padres míos? ¿Qué extraña caridad es ésta, que os obliga a
permitir que los bienes queden mejor en poder de los que los han adquirido
malamente que en manos de los acreedores legítimos? A esto es preciso
responder; esto es lo que os apura, y procuráis en vano eludir la cuestión con
evasivas, y recurrir a otros pasajes de Lessius, de que ahora no se trata. Una vez
más, pregunto, pues, si los que se declaran en bancarrota pueden en conciencia
seguir la máxima de Escobar; y meditad la respuesta. Si respondéis que no, ¿cómo
quedan vuestro doctor y vuestra doctrina de la probabilidad? Y si decís que sí, os
denunciaré a los tribunales. Os dejo en esta ansiedad, padres míos, porque ya no
queda espacio en esta carta para tratar de la falsedad siguiente sobre el pasaje de
Lessius acerca del homicidio. Quede para la próxima, y el resto irá en seguida.
Tampoco diré nada por ahora de las advertencias rebosantes de falsedades
escandalosas con que dais fin a cada impostura. A todo responderé en la carta
próxima, que descubrirá el origen de vuestras calumnias. Os compadezco, padres
míos, al ver los recursos a que apeláis. Las injurias no esclarecerán nuestras
diferencias; y las amenazas no me impedirán defenderme. Vosotros confiáis en la
fuerza y en la impunidad; yo confío en la verdad y en la inocencia. Es una rara y
terca lucha, en que la violencia trata de oprimir la verdad. Todos los esfuerzos de
la violencia no consiguen desvanecer la verdad, y sólo sirven para realzarla.

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Todas las luces de la verdad no consiguen detener la violencia, y la irritan más
aún. Cuando una fuerza lucha con otra, la más resistente domina. Cuando los
discursos se oponen a los discursos, los verdaderos y convincentes confunden y
disipan a los que sólo se nutren de vanidad y engaño. Puestas la violencia y la
verdad en lucha no pueden triunfar una de otra. Pero no se crea por esto que haya
igualdad: existe notable diferencia, pues la violencia tiene su acción limitada por
Decreto Divino. Dios la consiente para que brille más la gloria de la verdad
perseguida. La verdad subsiste eternamente, y triunfa por fin de sus enemigos,
porque es eterna y poderosa como Dios mismo.

9 de septiembre de 1656.

REFUTACION DE LA RESPUESTA DADA


POR LOS JESUITAS A LA CARTA XII

Señor: Quienquiera que seáis, empeñado en defender a los jesuitas contra las
cartas que descubren claramente los desórdenes de su moral, deduzco, por el
cuidado que ponéis en socorrerlos, que reconocéis sus flaquezas, por lo cual no
es censurable vuestra resolución. Si acaso creyerais poder justificarlos, vuestro
propósito no sería excusable. Me habéis merecido una opinión bastante amable
para permitirme suponer que sólo aspiráis a disuadir al autor de las cartas con
una diversión artificiosa. Pero no lo habéis conseguido; y veo con gusto que
acaba de aparecer la treceava carta, sin que su autor haya tomado en
consideración cuanto dijisteis de las once y dozava, y sin que se haya preocupado
en absoluto de vos, lo cual me permite suponer que hará de los otros el mismo
caso. No dudaréis que le hubiera sido muy fácil atacaros, al ver de qué modo
acomete contra toda la Compañía. ¿Qué hubiera sido si la emprendiese contra vos
en particular? Deducidlo por lo que voy a responderos acerca de lo escrito por
vos contra la dozava carta.
Pasaré por alto las injurias. El autor de la carta se propone responder a ellas y
supongo que lo hará en tal forma que os quede solamente la vergüenza y el
arrepentimiento. No ha de serle difícil confundir a tan pobres gentes como vos y
vuestros jesuitas que, por un atentado criminal, usurpan la autoridad de la Iglesia
para tratar de heréticos a quienes les place, cuando se consideran impotentes para
librarse de los justos reproches que han merecido sus máximas ruines. Por mi
parte, me limitaré a refutar las nuevas imposturas aducidas en vuestro escrito
como justificación de los tales casuistas. Empecemos por el famoso Vázquez.
Nada respondéis a cuanto el autor de las cartas presentó para condenar su
doctrina inconveniente acerca de la limosna; y le acusáis en apariencia de cuatro

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falsedades, la primera de las cuales consiste en haber suprimido del pasaje de
Vázquez citado en la sexta carta las palabras siguientes: Statum quem licite
possunt acquirere; y que pasó por alto el reproche que se le había hecho.
Veo claramente, señor mío, que por el testimonio de los jesuitas, vuestros
amados amigos, creísteis que tales palabras se hallan en el pasaje de Vázquez
citado por el autor de las cartas, porque si lo hubierais leído en el original, con la
certeza de que no están allí hubierais acusado a los padres por el reproche injusto
que le hicieron antes de asombraros de que él no se dignase replicar a una
objeción tan infundada. Si fiáis tanto en ellos muchas veces, como ahora, os
veréis en un aprieto. Leed en Vázquez el pasaje que el autor de las cartas copió;
lo encontraréis en de Elem., cap. IV, n. 14; no encontraréis ninguna de las palabras
que se dicen suprimidas; y os extrañará verlas 15 páginas antes. No dudo que
lamentaréis el engaño sufrido, y supondréis que, para acusar al autor de haber
suprimido esas palabras en el pasaje copiado, era forzoso imponerle la
obligación de copiar 15 páginas in-folio en una carta de ocho páginas in-4.°,
donde suele citar 30 ó 40 pasajes; y esto no sería justo.
Las palabras a que nos venimos refiriendo sólo pueden servir para
convenceros de impostura, y desde luego no sirven para justificar a Vázquez. Se
acusó a ese jesuita de contradecir el precepto de Jesucristo que impone a los
ricos la obligación de socorrer a los pobres con lo superfluo, cuando asegura:
Que lo que se reservan los ricos para sostener su rango y el de sus padres no es
superfluo; por lo cual es difícil encontrarlo entre personas de condición
elevada, ni siquiera entre los reyes. Esta consecuencia: Que no hay casi nunca
superfluo entre personas de elevada condición, excluye la obligación de
socorrer a los pobres porque, si no hay superfluo, ¿cómo han de darlo? Si el autor
de las cartas lo hubiera formulado, podríais objetar que tal consecuencia no se
desprende así del principio: Lo que los ricos se reservan para sostener su rango
y el de sus padres no es superfluo; pero se halla en Vázquez, donde se leen esas
palabras tan contradictorias del espíritu del Evangelio y de la moderación
cristiana: No hay casi nunca superfluo entre personas de elevada condición, ni
siquiera entre reyes. También se encuentra en el mismo libro esta última
conclusión citada en la dozava carta: Apenas hay obligación de dar limosna
cuando sólo se obliga a dar lo superfluo. Y lo más notable es que aparecen en el
mismo lugar estas palabras: Statum quem licite possunt acquirire, por las cuales
pretendéis disculparle. Divagáis inútilmente acerca del principio al veros
obligado a callar con respecto a las consecuencias expresadas formalmente en
Vázquez y suficientes para desautorizar el precepto de Jesucristo, como se le
acusó de haberlo hecho. Si Vázquez las hubiera deducido erróneamente de su
principio, cometería una falta de criterio y una desviación en la moral; ni

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resultaría por ello más inocente, ni dejaría menos desautorizado el precepto de
Jesucristo. Cuando refutemos la segunda falsedad, se verá que reprocháis al autor
de las cartas haber sacado acertadamente las consecuencias dañosas del dañoso
principio que Vázquez establece en el mismo lugar, y que ese jesuita no ha pecado
contra las reglas del razonamiento, pero sí contra las del Evangelio.
La segunda falsedad que, según decís, el autor ha disimulado después de
mostrarse convencido, al acusarle de haber omitido esas palabras con un
propósito denigrante, para desfigurar la idea del jesuita y deducir esta conclusión
escandalosa: Que, según Vázquez, bastará tener mucha ambición para no tener
nada superfluo; acerca de lo cual puedo sencillamente deciros que no hubo jamás
acusación menos razonable. Los jesuitas no se quejaron nunca de esa
consecuencia, a pesar de lo cual vos reprocháis al autor de las cartas, por no
contestar a una objeción que no ha sido formulada; pero si suponéis vuestra
sagacidad superior a la de toda la Compañía, será fácil curaros de semejante
vanidad, desde luego injuriosa para tan importante cuerpo. Pues ¿cómo podéis
negar que del principio de Vázquez: Lo reservado pora sostener su rango y el de
sus padres no es superfluo, no se deduzca necesariamente que bastará tener
mucha ambición para no tener nada superfluo? Os permito de buen grado añadir la
condición expresada en otro lugar, que se refiere a que sólo se pretenda sostener
su rango por medios legítimos: Statum quem licite possunt acquirere. Esto no
contradeciría la verdad de la consecuencia que declarasteis falsa.
Es cierto, señor mío, que algunos ricos pueden sostener su rango por medios
legítimos. La utilidad pública puede en algunos casos justificar su deseo, mientras
no consideren tanto su propio honor y su propio interés como el honor de Dios y
el interés público; pero no es probable que el espíritu de Jesucristo, sin el cual no
hay intenciones puras, inspire esta clase de deseos a los ricos del mundo; antes
les induce a disminuir el peso inútil que les impide remontarse hacia el cielo, y a
temer las palabras evangélicas: El que se enorgullezca será humiillado. Por lo
cual, esas ansias que la mayoría de los hombres del siglo sienten de encumbrarse
lo más posible y de encumbrar a sus padres, aunque sea por medios legítimos,
ordinariamente sólo son inspiradas por una codicia terrena y una ilícita ambición.
Porque, señor mío, es un error grosero suponer que sólo hay ambición en el
propósito de mantener un rango, si se vale de medios injustos, y este error es el
que San Agustín condena en su libro De la Paciencia, cap. III, cuando dice: El
amor al dinero y el deseo de gloria son locuras que el mundo supone
consentidas, y se imagina que la avaricia, la ambición, el lujo, las diversiones y
espectáculos son inocentes cuando no nos precipitan en algún crimen o en
algún desorden prohibido por las leyes. La ambición consiste en desear el
encumbramiento por el encumbramiento, el honor por el honor, como consiste la

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avaricia en amar las riquezas por las riquezas. Si les añadís los medios injustos
las hacéis criminales, pero aun cuando respondan a medios lícitos no serán
inocentes. Vázquez no se refiere a esas ocasiones en las cuales algunas gentes de
bien desean mejorar de condición y se hallan en circunstancias probables de
conseguirlo, como dice el cardenal Cayetano. Si hablara de ello, hubiera sido
ridículo deducir, como lo hace, que no hay casi nunca superfluo entre personas de
condición elevada, pues ocasiones tan poco frecuentes que sólo se presentan dos
o tres veces en la vida y entre un reducidísimo número de potentados a los que
Dios hizo saber que no se perjudicarían esforzándose para servir a los otros: no
pueden impedir que la mayoría de los ricos no tengan mucho de superfluo. Pero
habla de un deseo vago e indeterminado de encumbrarse, y de una elevación sin
límites porque, si estuviera limitada, en un momento dado empezarían los ricos a
tener superfluo.
Por fin, considera ese deseo tan generalmente permitido, que impide a todos
los ricos tener casi nunca superfluo.
Esta pretensión de engrandecerse y elevar su rango, aunque sea por medios
legítimos: Ad statum quem licite possunt acquirere; para que lo entendáis, señor
mío, es lo que el autor de las cartas ha llamado ambición, porque es el nombre
que los Padres de la Iglesia le dan, y que también se le da en el mundo. No se ha
visto precisado a imitar una de las más corrientes habilidades de esos perversos
casuistas que consiste en rechazar los nombres de los vicios y conservar los
vicios con otros nombres. Aun cuando esas palabras: Statum quem licite possunt
acquirere hubieran figurado en el pasaje que citó, no tuviera necesidad de
suprimirlas para presentarlo como pernicioso. Teniéndolas presentes afirma su
derecho de acusar a Vázquez según el cual bastará tener ambición para no tener
superfluo. No es el primero que dedujo tal consecuencia de tal doctrina. Mr. Du
Val lo hizo antes en palabras justas para combatir la perniciosa máxima, t. II, c. 8,
p. 576: Se deduce, pues, dice, que los deseosos de más elevado rango, es decir,
los que tengan más ambición, no tendrán nada superfluo, aun cuando lleguen a
poseer mucho más de lo que su condición presente les exige: SEQUERETUR eum
qui hanc dignitatem cuperet, seu qui MAJORI AMBITIONE DUCE RETUR habendo
plurima supra decentiam sui status, non habiturum superflua.
Tuvisteis poca fortuna, señor mío, al refutar las dos primeras supuestas
falsedades que reprochasteis al autor de las cartas. Veamos ahora si argumentáis
mejor al tratar de las dos restantes que suponéis imaginó para defenderse. Es la
primera que Vázquez no obliga a los ricos a dar de lo que necesitan para mantener
su rango. Le será muy fácil responder a ese punto limitándose a deciros
claramente que lo dicho por él es todo lo contrario. Como prueba le bastará el
pasaje que vos mismo reproducís tres líneas después, donde afirma que Vázquez

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obliga a los ricos a dar de lo necesario en ciertas ocasiones.
Vuestra última queja no es menos injusta. El autor de las cartas recogió dos
decisiones en la doctrina de Vázquez: una, que los ricos no están obligados ni
por justicia ni por caridad, a dar de lo superfluo y menos aún de lo necesario
en las urgencias ordinarias de los pobres; y otra, que sólo están obligados a dar
de lo necesario en circunstancias tan extremas que no existen casi nunca. No
halláis forma de responder a la primera, que es la más dura, y ¿qué hacéis?; las
unís, y al impugnar malamente la otra queréis dar a entender que respondisteis a
las dos. Así, para aclarar lo que vos enturbiáis intencionadamente, os pregunto si
no es verdad que Vázquez enseña que los ricos no están nunca obligados a dar ni
de lo superfluo ni de lo necesario, ni por caridad, ni por justicia, en las urgencias
ordinarias de los pobres. El autor de las cartas lo dejó probado al citar este
pasaje de Vázquez: Córdoba enseña que cuando se tiene superfluo hay
obligación de darlo a los que se hallan necesitados, una parte por lo menos,
para cumplir el precepto de algún modo. (Advertid que no se trata en ese lugar si
la obligación es de justicia o de caridad, sino que se queda obligado
absolutamente.) Veamos, pues, la decisión de vuestro Vázquez: Esto no me parece
bien, SED HOS NON PLACET, y lo dejé ya dicho al rebatir a Cayetano y a Navarra.
No respondisteis a esto, y dejasteis a vuestros jesuitas convictos de un error tan
contrario al Evangelio.
En cuanto a la segunda decisión de Vázquez, donde se afirma que los ricos sólo
están obligados a dar de lo necesario para mantener su rango en circunstancias tan
extremas que no existen casi nunca, el autor de las cartas no lo ha demostrado
menos claramente al emparejar las condiciones que el jesuita pide para constituir
esa obligación, a saber: La certeza de que el pobre a quien abruma la necesidad
urgente no será socorrido por otra persona, y que dicha necesidad lleve
consigo un accidente mortal o la pérdida de la reputación. Con este motivo ha
preguntado si tales circunstancias eran frecuentes en París, y por último dejó a los
jesuitas en un aprieto con esta reflexión: Puesto que Vázquez permite a los pobres
que roben a los ricos en las mismas circunstancias en que obliga a los ricos a
socorrer a los pobres, es preciso que admita la rareza de tales ocasiones o la
autorización del robo en las mismas. ¿Qué alegáis contra esto, señor mío?
Pasasteis por alto esas pruebas, y os limitasteis a copiar tres pasajes de Vázquez.
En los dos primeros dice que los ricos están obligados a socorrer a los pobres en
las necesidades urgentes, y esto ya lo tomó en cuenta el autor de las cartas; pero
se guarda mucho de añadir que Vázquez admite restricciones en virtud de las
cuales esas necesidades urgentes no obligan casi nunca a dar limosna, y es de lo
que se trata. En el tercero dice sencillamente que los ricos no sólo están
obligados a dar limosna en circunstancias extremas, es decir, cuando un hombre

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se halla próximo a morir, porque son muy raras, de donde habéis deducido la
falsedad de que sean raras las ocasiones en que Vázquez obliga a dar limosna.
Señor mío, parece que os burláis; lo que se deduce con toda claridad es que
Vázquez evita la calificación de muy raras a las ocasiones de dar limosna, que se
hacen raras, efectivamente, por las condiciones que requieren. En lo cual se limita
a seguir la conducta de la Compañía. Ese jesuita se hallaba en la obligación de
complacer igualmente a los ricos, deseosos de que se les evite la obligación de
dar limosna, y a la Iglesia, que obliga a dar lo superfluo. Se propuso agradar a
todos, conforme a los usos de la Compañía, y le salió bastante bien; porque de
una parte formula condiciones tan especiales que hasta los más avaros quedan
satisfechos, y de otra parte suprime la calificación de dichas condiciones para
satisfacer aparentemente a la Iglesia. No se trata, pues, de saber si Vázquez
consideró raras las ocasiones en que obliga a dar limosna; nunca se le acusó de
llamarlas así. Su habilidad jesuítica le aconsejaba no dar a ciertas cosas su
verdadero nombre. Sólo se trata de saber si consiste su rareza en las restricciones
que les impuso. Y esto es lo que pone en claro el autor de las cartas, hasta el
punto de obligaros a limitar vuestra respuesta al disimulo y al silencio.
Cuanto añadís respecto a la sutileza probada por Vázquez en las diferentes
acepciones de las palabras “necesario” y “superfluo”, es pura ilusión. Jamás las
tomaron en dos sentidos él ni los otros teólogos. Existe, según él, lo necesario a
la naturaleza y lo necesario a la condición; lo superfluo en la naturaleza y lo
superfluo en la condición; pero para que una cosa sea superflua en la condición
exige, que no solamente lo sea conforme a la condición actual, sino a la que los
ricos puedan adquirir, por sí o por sus padres, por medios legítimos. De este
modo, según Vázquez, todo lo que se reserva para sostener el rango se considera
necesario a la condición y superfluo en la naturaleza. Por lo cual sólo se obliga a
dar limosna en ocasiones tan raras que no existen casi nunca.
No es preciso añadir más a lo dicho por el autor de las cartas, acerca de la
comparación entre Vázquez y Cayetano. Sólo advertiré de pasada que habéis
comprometido tanto al cardenal como a Vázquez al sostener que: Contra lo dicho
en el tratado de la Limosna, Cayetano dice en el de las Indulgencias que al no
cumplir la obligación de dar lo superfluo sólo se peca venialmente. Confiáis
demasiado, señor mío, en las referencias de los jesuitas. Ved la obra de Cayetano
y os convenceréis de que no escribió eso. Por el contrario, después de decir que
solamente la falta de caridad en circunstancias extremas conduce a pecado mortal,
añade la siguiente excepción: A no ser que se tengan bienes superfinos; SECLUSA
SUPERFLUITATE BONORUM.
Pasemos a tratar de la simonía. El autor de las cartas limitó su propósito a
manifestar que la Compañía sostiene la máxima siguiente: No es en conciencia

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simonía dar un bien espiritual por uno temporal, cuando el temporal se considere
un motivo, que hasta puede ser motivo esencial, pero no un precio. Y para
probarlo, adujo en la carta dozava el pasaje de Valencia en toda su extensión
donde se dice tan claramente que no deja lugar a una réplica, y ocurre otro tanto
por lo que se refiere a Escobar, Erade Bille y otros que dicen lo mismo. Basta
que las opiniones de tales autores concuerden para demostrar que, según toda la
Compañía, esa máxima no afecte a la conciencia, sostenida por tan famosos
autores y aprobada por tan sesudos provinciales. Convenid, pues, en que, al dejar
subsistir el criterio de todos esos jesuitas para referiros a Tannarus solamente,
nada lograsteis contra el propósito del autor de las cartas, al que atacáis, ni en
favor de la Compañía que defendéis.
Pero voy a rematar el asunto al deciros que también os equivocáis acerca de
Tannerus. Desde luego no podréis negar que diga en términos generales: Que no
hay simonía en conciencia, IN FORO CONSCIENTIA, cuando se concede un bien
espiritual por uno temporal, aunque sea éste motivo principal, mientras no sea
el precio. Y al decir que no hay simonía en conciencia, expresa que no existe
simonía de derecho divino ni de derecho positivo; porque la simonía de derecho
positivo es una simonía en conciencia. A la regla general Tannerus opone sólo una
excepción: En los casos definidos por el derecho, es una simonía de derecho
positivo o una simonía presunta. Pero, como una excepción no puede tener tanto
alcance como la regla, se deduce necesariamente que la máxima general: No es en
conciencia simonía dar un bien espiritual por uno temporal mientras sea el
motivo y no el precio, subsiste en todo género de cosas espirituales; y, por lo
tanto, hay cosas espirituales que pueden concederse sin simonía de derecho
positivo por bienes temporales, con sólo cambiar la palabra "precio" por la
palabra "motivo".
El autor de las cartas eligió la especie de los beneficios eclesiásticos, a la cual
redujo la doctrina de Valencia y de Tannerus, pero no le importa que la apliquéis
a otros casos y digáis que no son los beneficios eclesiásticos, sino los
sacramentos y las dignidades eclesiásticas los que se pueden conceder por
dinero. Todo lo considera igualmente impío y os deja la elección. Parece, señor
mío, que os proponíais dar a entender que no es simonía decir misa cuando el
motivo principal es cobrarla en dinero. Esto se deduce al ver lo que referís
acerca de la costumbre de la Iglesia en París. Porque si hubierais querido
sencillamente decir que los fieles pueden ofrecer bienes temporales a los que se
los conceden espirituales, y que los sacerdotes que sirven al altar pueden vivir
del altar, hubierais dicho algo que nadie puso en duda, pero que nada tiene que
ver con nuestro asunto. Se trata de precisar si un sacerdote que al ofrecer la misa
tenga por motivo principal el dinero que recibe, será culpable de simonía ante

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Dios. Podréis exceptuarle conforme a la doctrina de Tannerus, pero ¿lo podréis
hacer conforme a los principios de la piedad cristiana? "Si la simonía—dice
Pierre le Chantre (una de las glorias de la Iglesia en París)—es tan vergonzosa y
condenable en cuanto se refiere a los sacramentos, ¿cómo no lo será en la
sustancia misma de los sacramentos, y principalmente en la Eucaristía, donde se
manifiesta el cuerpo y la sangre de Jesucristo, manantial y origen de todas las
Gracias? Simón el Mago—añade ese santo varón—, después de verse rechazado
por San Pedro, pudo decirle: Me rechazas, pero triunfaré no sólo de ti, sino del
cuerpo entero de la Iglesia; asentaré mi dominio sobre los altares, y cuando se
junten los ángeles a un lado de la santa mesa para adorar en la hostia el cuerpo de
Jesucristo, yo estaré al otro lado para que el ministro del Señor, o mejor dicho el
mío, consagre por dinero. Y, sin embargo, la simonía condenada tan
explícitamente por el piadoso teólogo, sólo consiste en la codicia, por la cual en
la administración de los negocios espirituales se fija el fin principal en la utilidad
temporal que reportan, y esto le hace decir en términos generales, c. XXV: "Que
los ministerios sagrados, al ser ejercidos por amor al dinero, constituyen
simonía"; Opus deterae operatum causa pecuniae parit simoniam. ¿Qué hubiera
dicho si oyese hablar de la horrible máxima de los casuistas que defendéis, en la
que se asegura que está permitido a un sacerdote renunciar, por algún dinero, al
fruto espiritual que le corresponde en el sacrificio de la misa?
Ved, señor mío, que si a esto se reduce lo que pensabais decir en defensa de
Tannerus, sólo conseguiréis agravar su impiedad; pero ni aun así dejaréis
probado que haya, según él, simonía de derecho positivo en recibir dinero como
fin principal cuando se conceden beneficios. Pues advertiréis, si os place, que no
dice sencillamente que sea una simonía dar un bien espiritual por uno temporal
como motivo y no como precio, sino que añade una alternativa al decir que es una
simonía de derecho positivo o una simonía presunta. Pero una simonía presunta
no lo es ante Dios y no le corresponde ninguna pena en el tribunal de la
conciencia. Por lo cual, decir, como Tannerus, que es una simonía de derecho
positivo o una simonía presunta, equivale a decir que o es una simonía o no lo es.
A esto se reduce la excepción de Tannerus, que el autor de las cartas no
transcribió en la sexta porque, sin citar palabras de ese jesuita, se redujo a decir
que era del parecer de Valencia. Pero la recoge y la comenta en la dozava carta,
por lo que resulta falsedad acusarle de que la ocultó.
Sólo por evitar la molestia de tantas distinciones, el autor de las cartas había
preguntado a los jesuitas "si era simonía en conciencia, según sus autores, otorgar
un beneficio de 4.000 libras de renta cuando se reciben 10.000 como motivo y no
como precio". Con esto les incitó a dar una respuesta terminante sin hablar de
derecho positivo, es decir, sin valerse de expresiones desusadas entre la mayoría

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de las personas en el sentido que vosotros las dais contra todas las reglas de la
gramática. Para responderle habéis dicho que aparte del derecho positivo no hay
simonía, como no habría pecado en dejar de oír misa si la Iglesia no lo
mandara. Es decir, que sólo existe la simonía porque la Iglesia lo ha dispuesto
así, y que sin las leyes positivas sería un acto indiferente. Acerca de lo cual debo
deciros:
Que respondéis malamente al asunto propuesto. El autor de las cartas
preguntaba si había simonía según los autores jesuitas citados por él, y afirmáis
por cuenta propia que sólo hay simonía de derecho positivo. No se trata de
conocer vuestra opinión, que carece de autoridad. ¿Pretendéis que os
consideremos un doctor grave? Se trata del criterio de Valencia, Tannerus,
Sánchez, Escobar, Erade Bille, que indudablemente son doctores graves. El autor
de las cartas supone que no acertaréis a decirle, según todos esos jesuitas, si hay
en esto simonía de conciencia. Respecto a Valencia, Sánchez, Escobar y otros, lo
negáis, y lo admitís hasta cierto punto respecto a Tannerus; todo sin bastante
fundamento; de manera que, por fin, resulta cierto que la Compañía enseña que se
puede sin simonía, en conciencia, dar un bien espiritual por uno temporal,
mientras el temporal sea el motivo y no el precio. Es todo lo que se pedía.
En segundo lugar, afirmo que vuestra respuesta contiene una impiedad horrible.
¿Os atrevéis a decir que sin las leyes de la Iglesia no hay simonía en dar dinero,
con desvío de la intención, para obtener prebendas eclesiásticas? ¿Que ante los
cánones referentes a la simonía el dinero es un motivo justificado, mientras no se
dé como precio, por lo cual San Pedro mostróse temerario al condenar tan
duramente a Simón el Mago, pues no parece que le ofreciera dinero como precio,
sino como motivo? ¿A qué escuela nos enviaréis para que aprendamos esa
doctrina? No es la de Jesucristo, que ordenó a sus discípulos dar gratuitamente lo
gratuitamente recibido, y excluye con esa frase, como lo hace notar Pierre le
Chantre, in verb. abb., c. XXXVI: "Todo logro de presentes, sea con o sin pacto,
porque Dios lee en los corazones". Tampoco es en la escuela de la Iglesia, que
trata no sólo de criminales, sino de heréticos, a los que se valen del dinero para
obtener prebendas eclesiásticas, y que juzga ese tráfico, sea cual sea el artificio
con que se disfrace, no como violación de las leyes positivas, sino como herejía:
simoniacam haeresim.
La escuela donde se aprenden todas esas máximas: que sólo es una simonía de
derecho positivo; que no es más que una simonía presunta; que no hay pecado en
dar dinero por un beneficio, si se da como motivo y no como precio: sólo puede
ser la de Giezi o la de Simón el Mago. Es en esa escuela donde los dos primeros
traficantes de cosas santas, execrados en todo el mundo, resultan inocentes; y
donde concediendo a la codicia lo que desea, se la enseña a eludir la ley de Dios

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por la sustitución de una palabra por otra. Pero los discípulos de esa escuela
deben tener presente de qué modo el papa Inocencio III, en su carta del arzobispo
de Cantorbery, en el, año 1199, fulminado contra todas las diabólicas sutilidades
de los que, "cegados por el deseo de lucro, pretenden disfrazar la simonía con
otro nombre tolerable: simoniam sub honesto nómine palliat. Como si el cambio
de nombre pudiera cambiar la naturaleza del crimen y la pena merecida. Pero es
imposible burlar a Dios (añade el Papa), y cuando los secuaces de Simón el
Mago lograran evitar en esta vida el castigo que merecen, no evitarían en la otra
los suplicios eternos que Dios les reserva. Porque la benignidad del nombre no
remedia la malicia del pecado, ni una sustitución de palabras puede librarnos de
la culpa: CUM nec honestas nominis criminis malitiam palliabit, nec vox poterit
abolere reatum.
El último punto, señor mío, se refiere a los que hacen bancarrota, y me obliga a
mostrarme admirado por vuestra osadía. Los jesuitas que defendéis habían
achacado a Lessius la opinión de Escobar, inoportunamente; porque el autor de
las cartas sólo había citado a Lessius por la palabra de Escobar y sólo había
atribuido a Escobar el último punto de su queja, a saber: que los que hacen
bancarrota pueden conservar de sus bienes lo necesario para vivir cómodamente,
aun cuanto esos bienes hubieran sido logradas con injusticias y crímenes
conocidos por todo el mundo. Así, refiriéndose a Escobar solamente, los ha
intimado a desautorizar esa máxima o a declarar que la mantienen, en cuyo caso
los denunciaría a los tribunales. Era necesario responder a esto y no salirse con
que Lessius, de quien no se trataba, no era del parecer de Escobar, de quien
tratábamos. ¿Imagináis que basta desviar una cuestión para, resolverla? No lo
pretendáis ahora, señor mío. Habéis de responderme acerca de Escobar antes de
que hablemos de Lessius; y no es que lo rehuya. Os prometo explicar con claridad
la doctrina de Lessius acerca de los que se declaran en quiebra, o bancarrota; y
estoy seguro de que los tribunales no quedarán menos sorprendidos que la
Sorbona. Os cumpliré mi ofrecimiento, con la ayuda de Dios, en cuanto hayáis
contestado al punto discutido que se refiere a Escobar. Antes de abordar otras
cuestiones debéis atender a ésta. Escobar debe ir delante, a pesar de vuestros
efugios. Y no dudéis que Lessius le seguirá de cerca.

NOTA.—Aunque de otra pluma, y de un mérito inferior al de las Cartas


Provinciales, consideramos digna esta respuesta de figurar en nuestra edición.

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CARTA XIII

LA DOCTRINA DE LESSIUS ACERCA DEL HOMICIDIO ES LA MISMA QUE LA DE VICTORIA


CUAN FÁCIL ES PASAR DE LA ESPECULACIÓN A LA PRÁCTICA POR QUÉ LOS JESUITAS
SE SIRVEN DE ESTA VANA DISTINCIÓN, Y CUAN INÚTIL ES PARA JUSTIFICARLOS.

Reverendos padres míos: Acabo de ver vuestro último escrito, donde


continuais en vuestras imposturas hasta el número de veinte, declarando que con
esto dáis fin a esta clase de acusación, que constituía vuestra primera parte para
pasar a la segunda, donde debéis tomar otra manera de defenderos, mostrando que
hay otros muchos casuistas además de los vuestros, que persisten en la relajación.
Ahora veo, padres míos, a cuántas imposturas he de responder: y puesto que la
cuarta, donde nos detuvimos, se refiere al homicidio, será acertado satisfacer a un
mismo tiempo a las 11, 13, 14, 15, 16, 17 y 18, porque tratan del mismo asunto.
Justificaré, pues, en esta carta la verdad de mis citaciones contra las falsedades
que me imputáis. Pero por cuanto os habéis atrevido a poner en vuestros escritos,
que las opiniones de vuestros autores sobre el asesinato están conformes con
las decisiones de los papas y de las leyes eclesiásticas, me obligaréis a destruir,
en mi carta próxima, una proposición tan temeraria y tan injuriosa para la Iglesia.
Importa demostrar que la Iglesia está libre de vuestras corrupciones, para que los
heréticos no puedan prevalerse de vuestros extravíos, sacando consecuencias que
la deshonren. Y, al ver por una parte vuestras máximas perniciosas, y por otra los
cánones de la Iglesia que siempre las han condenado, se hallará junto lo que se
debe evitar y lo que se debe seguir.
Vuestra cuarta impostura es acerca de una máxima que trata del homicidio, y
pretendéis que la he atribuido falsamente a Lessius. Dice así: el que recibió una
bofetada, puede inmediatamente perseguir a su enemigo, hasta con la espada,
no para vengarse, simo para reparar su honor. Y decís que esta opinión es del
casuista Victoria. No está en esto la disputa; porque no hay inconveniente en decir
que sea juntamente de Victoria y de Lessius; pues Lessius mismo dice que es
también de Navarro y de vuestro Padre Enriquez, los cuales enseñan que el que
recibió una bofetada, puede inmediatamente perseguir al agresor, y darle
tantos golpes como juzgue necesarios para reparar su honor. La cuestión
consiste en saber si Lessius es del parecer de esos autores como lo es su
compañero. Por lo cual, vosotros añadís: que Lessius presenta sólo esta opinión,
para refutarla; y, por lo tanto, que yo le atribuyo un parecer que alega sólo
para combatirla, y que mi actitud es la más cobarde y vergonzosa que puede
adoptar un escritor. Pero yo, padres míos, sostengo, que sólo adujo esa opinión
para conformarse con ella. Es una cuestión de hecho que será fácil resolver.

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Veamos, pues, como vosotros probáis lo que decís; y después veréis cómo pruebo
yo lo que digo.
Para demostrar que Lessius no es de este parecer, decís que condena la
práctica. En prueba, alegáis uno de sus pasajes, 1. 2, c. 9, n. 82, donde dice:
Condeno la práctica. Convengo que se hallarán estas palabras, si se buscan, en
Lessius, núm. 82, donde vosotros las citáis. Pero ¿qué se dirá, padres míos,
cuando a un mismo tiempo se vea que en ese lugar trata una cuestión muy diferente
de la nuestra, y que la opinión, que dice no aprueba en la práctica, no es la que
aquí se comenta, sino otra muy distinta? Para aclarar el caso, basta abrir el libro,
y ver el lugar que vosotros citáis; porque allí se hallará su razonamiento seguido
de esta manera:
Trata de si se puede matar por una bofetada, n. 79, y concluye en el n. 80, sin
que en todo haya una sola palabra de condenación. Terminado este asunto,
empieza otro nuevo en el artículo 81, sobre si se puede matar por maledicencias;
y en el n. 82 dice lo que vosotros citáis: Condeno la práctica.
Así, pues, ¿no es vergonzoso, padres míos, que os atreváis a valeros de estas
palabras, para hacer creer que Lessius condena la opinión de que se pueda matar
por una bofetada; y que sin aducir otra prueba, triunféis diciendo: Muchas
personas honradas en París han reconocido esta insigne falsedad por la lectura
de Lessius y saben por ello el crédito que se puede conceder a ese
calumniador? ¡Cómo, padres míos! ¿De esta manera abusáis de la confianza que
esas personas honradas tienen en vosotros? Para demostrarles que Lessius no es
de un parecer, les mostráis un pasaje de su libro donde condena otro parecer
distinto. Y como esas personas confían en que obráis de buena fe y no se les
ocurre comprobar si en ese pasaje se trata de la cuestión discutida, abusáis de su
credulidad. Aseguro, padres míos, que para libraros de una mentira tan
vergonzosa, habéis recurrido a vuestra doctrina de los equívocos, y que leyendo
este pasaje en alta voz habéis dicho, en voz baja, que allí se trataba de otra
materia. Pero ignoro si esta razón, que basta para satisfacer vuestra conciencia,
será suficiente para aplacar la justa queja de esas personas honradas, cuando vean
que las habéis engañado de tal modo.
Procurad, pues, padres míos, que no vean mis cartas, puesto que es el solo
medio que os queda para conservar todavía durante algún tiempo vuestro crédito.
No hago yo lo mismo con las vuestras; por el contrario, las envío a todos mis
amigos, deseo que todo el mundo las vea, y considero que, para obrar
opuestamente, a vosotros y a mí nos asiste una razón. Porque después de haber
publicado esta cuarta impostura con tanto alboroto, quedaréis desacreditados, en
cuanto se llega a saber que habéis sustituido un pasaje por otro. Fácilmente se
juzgará que si hubierais hallado en Lessius lo que deseabais acerca del asunto, no

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lo hubierais buscado en otra parte; y que no habéis recurrido a Lessius porque no
hallaríais en él nada favorable a vuestro propósito. Deseabais encontrar en
Lessius lo mismo que decís en vuestra impostura, p. 10, línea 12, Lessius no
admite que esa opinión sea probable en la especulación; y Lessius dice
expresamente en su conclusión, n. 80: Esta opinión (que se puede matar por una
bofetada) es probable en la especulación. ¿No es esto, palabra por palabra, lo
contrario de lo que vosotros decís? ¿Y quién no admirará con cuánta osadía
expresáis en propios términos lo contrario de una verdad de hecho? De modo que
en vez de afirmarse con vuestro pasaje supuesto que Lessius no era de ese
parecer, queda firme por su pasaje verdadero que es de la misma opinión.
Queríais que dijera Lessius que condenaba la práctica. Y, como ya he dicho,
no se halla ni una sola palabra de condenación en ese lugar; pero dice así: Parece
que no se debe FÁCILMENTE permitir la práctica; IN PRAXI non videtur FACILE
PERMITTENDA ¿Es éste, padres míos, el lenguaje de un hombre que condena una
máxima? ¿Diríais vosotros que no se deben permitir fácilmente en la práctica los
adulterios o los incestos? ¿No es justo deducir, por el contrario, pues Lessius dice
sólo que la práctica no debe ser permitida con facilidad, que esta práctica puede
ser alguna vez permitida, aunque raramente? Y como si quisiera enseñar a todo el
mundo cuándo se debe permitir y quitar a las personas ofendidas los escrúpulos
que las podrían desazonar, por no saber en qué ocasiones les es permitido matar
en la práctica, tuvo cuidado de indicarles lo que debe ser evitado para practicar
esta doctrina en conciencia. Oídlo, padres míos: Parece, dice, que no se debe
permitir fácilmente, A CAUSA del peligro de que se actúe por odio, por
venganza, con exceso, o que ocasione muchos asesinatos. De modo que es
evidente que el asesinato será permitido en la práctica, según Lessius, si se evitan
estos inconvenientes, es decir, si se puede ejecutar sin que haya odio ni venganza,
y en tales circunstancias, que no induzcan a cometer nuevos asesinatos. ¿Queréis
un ejemplo, padres míos? Lo hay reciente: el de la bofetada de Compiegne:
porque habéis de conceder que quien la recibió, probó con su comportamiento
que sabía reprimir los ímpetus de odio y de venganza. No le faltaba más que
evitar el gran número de homicidios; y bien sabéis cuán raro es que los jesuitas
abofeteen a los oficiales de la casa del rey, por lo que no era de temer que un
asesinato en esta ocasión hubiera traído en consecuencia otros muchos. Y así no
podréis negar que se pudo matar a ese jesuita con tranquilidad de conciencia, y
que el ofendido pudo en esa ocasión practicar la doctrina de Lessius. Y sin duda
lo hiciera, padres míos, si hubiera estudiado en vuestra escuela, y si hubiera
aprendido de Escobar que un hombre que ha recibido una bofetada queda
deshonrado, hasta matar al que se la dio. Pero podéis creer que las
instrucciones, muy contrarias, que recibió de un sacerdote, que vosotros no amáis,

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contribuyeron en esta ocasión a salvar la vida de un jesuita.
Así, pues, no me habléis más de estos inconvenientes, evitables en tantas
ocasiones, y sin los cuales el asesinato es permitido, según Lessius, en la
práctica. Bien conocieron esto vuestros autores, citados por Escobar en la
Práctica del homicidio según vuestra Compañía, tr. 1, ex 7, n. 48: ¿Es
permitido, dice, matar a quien dio una bofetada? Lessius afirma que es
permitido en la especulación; pero que no se debe aconsejar en la práctica,
NON CONSULENDUM IN PRAXI, a causa del odio y de los asesinatos repetidos que
podrían resultar, en perjuicio del Estado. PERO LOS OTROS HAN JUZGADO QUE
EVITANDO ESTOS INCONVENIENTES, ES PERMITIDO Y SEGURO EN LA PRÁCTICA: In
praxi probabilem et totam judicarunt Henriquez, etc. De esta manera las
opiniones van afirmándose poco a poco, hasta llegar al colmo de la probabilidad:
porque vosotros habéis mantenido esta opinión, permitiéndola sin diferencia de
especulación, ni de práctica, en estos términos: Es permitido, cuando se ha
recibido una bofetada, herir con la espada, no para vengarse, sino para
conservar el honor. Es lo que han enseñado vuestros padres en Caen el año 1644,
en sus escritos públicos, que la Universidad presentó al Supremo, con su tercer
memorial contra vuestra doctrina del homicidio, como se ve en la p. 339 del
informe que entonces se publicó.
Advertid, padres míos, que vuestros propios autores destruyen esa vana
distinción entre especulación y práctica, que la Universidad había considerado
ridícula, y cuya invención es un secreto de vuestra política, que debe darse a
conocer. Porque además de ser necesario para la inteligencia de las falsedades,
15, 16, 17 y 18, también es conveniente descubrir poco a poco los principios de
esta política misteriosa.
Cuando emprendisteis la obra de juzgar los casos de conciencia de una manera
favorable y acomodaticia, encontrasteis algunos que sólo afectan a la religión,
como lo referente a la contrición, la penitencia, el amor de Dios y cuanto
concierne a lo íntimo de la conciencia. Pero hallasteis otros que interesan tanto al
Estado como a la Religión; tales son la usura, la bancarrota, el homicidio y otros
semejantes. Y es muy sensible para los que profesan un verdadero amor y respeto
a la Iglesia, ver que en una infinidad de ocasiones, al hallarse frente a la religión,
atrepellasteis sus leyes sin reserva, sin distinguir ni temer, como resulta de
vuestras opiniones atrevidas contra la penitencia y contra el amor de Dios; porque
sabéis que no es aquí donde Dios ejerce visiblemente su justicia, sino donde el
Estado se interesa al par de la religión; el temor a la justicia de los hombres os ha
obligado a dividir vuestras decisiones y formar dos clases: una que llamáis de
especulación, donde consideráis los delitos en sí, sin preocuparos del interés del
Estado, sino sólo de la ley de Dios que los prohibe, y los habéis permitido sin

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titubear, desatendiendo la ley de Dios que los condena. Llamáis a la otra de
práctica, donde atentos al perjuicio que puede sufrir el Estado y temerosos de los
tribunales que mantienen la seguridad pública, no siempre aprobáis en la práctica
las muertes y los crímenes que juzgáis lícitos en la especulación, para libraros de
caer bajo la jurisdicción de los jueces. Así, por ejemplo, al plantearse la
cuestión: Si se puede matar por maledicencias, vuestros autores, Filiucius, tr. 29,
cap. 3, núm. 52; Reginaldus, 1. 21, cap. 5, núm. 63, y otros, responden: Es
permitido en la especulación: EX PROBABILI OPINIONE LICET; pero no aprobado
en la práctica, por el número de asesinatos que se multiplicarían en perjuicio
del Estado, si se diera muerte a todos los maldicientes; y también serían
castigados en justicia los que matasen por esta causa. De esta manera vuestras
opiniones empiezan a tomar pie y a manifestarse bajo esta distinción, por lo cual
sólo atacáis a la religión, sin herir todavía sensiblemente al Estado. Así creéis
resguardaros, pues imagináis que vuestro crédito en la Iglesia impedirá que se
castiguen vuestros atentados contra la verdad, y que las precauciones que tomáis
para que esas tolerancias no se lleven fácilmente a la práctica, os ponen a
cubierto de los magistrados, que por no juzgar los casos de conciencia, sólo
atienden a la práctica exterior. De este modo, una opinión que sería condenada
con nombre de práctica, se salva con nombre de especulación.
Sentada esta base, no es difícil afirmar el resto de vuestras máximas. Había una
distancia infinita entre la prohibición que Dios impuso de matar y la licencia
especulativa que vuestros autores concedieron; pero es muy corta la que hay de
este permiso a la práctica. Sólo falta demostrar que lo permitido en teoría sea
también lícito en la práctica. Y no faltarán razones para ello: las hallasteis en
casos más difíciles. ¿Queréis ver, padres míos, por dónde se puede llegar? Seguid
el razonamiento de Escobar, que lo decidió claramente en el primero de los seis
tomos de su famosa Teología Moral, de que ya os he hablado, donde se muestra
mejor instruido que en la Recopilación o Suma de los principios de vuestros 24
ancianos; porque así como había pensado antes en la posibilidad de opiniones
probables en la especulación que no fueran seguras en la práctica, después
conoció lo contrario, y en esta última obra lo demuestra muy bien; por donde se
puede ver que no sólo cada opinión probable en particular, sino también la
doctrina de la probabilidad en general se acrecientan con el tiempo. Escuchadle,
pues, In proeloq., c. 3, n. 15: No comprendo, dice, cómo podría ser que lo que
parece permitido en la especulación no lo fuera en la práctica, puesto que lo
que se puede hacer en la práctica depende de lo que se haya permitido en la
especulación; y sólo se diferencia la una de la otra como el efecto se diferencia
de la causa, porque la especulación es la que determina la acción. DE DONDE SE
DEDUCE QUE SE PUEDE, CON TRANQUILIDAD DE CONCIENCIA, SEGUIR EN LA

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PRÁCTICA LAS OPINIONES PROBABLES EN LA ESPECULACIÓN, y aun con más
seguridad que las que no se hayan examinado con tanta exactitud
especulativamente.
En verdad, padres míos, que vuestro Escobar razona algunas veces bastante
bien. En efecto, está de tal modo ligada la especulación con la práctica, que al
arraigarse una podéis sin dificultad permitir la otra francamente. Es lo que se ha
visto en la licencia de matar por una bofetada. De la simple especulación, Lessius
pasó audazmente a una práctica: Que no se debe fácilmente permitir. De aquí
Escobar la llevó a una práctica fácil; y vuestros padres de Caen concedieron un
permiso pleno, sin distinción de teoría y de práctica, como ya lo visteis.
De esta manera desarrolláis vuestras opiniones poco a poco. Si saliesen a luz
de un golpe, manifestando los excesos que encierran, causarían horror; pero este
progreso lento e insensible dispone blandamente a los hombres y evita el
escándalo. Por este medio, la licencia de matar, tan odiosa al Estado y a la
Iglesia, se introduce primero en la Iglesia y pasa después de la Iglesia al Estado.
El mismo éxito alcanzó la opinión de matar por maledicencias; porque ya se ha
llegado a una tolerancia semejante, sin distinción alguna. No me detendría en
copiar pasajes de vuestros autores si no fuese necesario para confundir el
atrevimiento que habéis tenido al decir dos veces en vuestra impostura 15, p. 26 y
30: Que ningún jesuita permite matar por maledicencias. Cuando vosotros decís
esto, padres míos, deberíais también impedir que yo lo viese, puesto que me es
tan fácil responder: sobre que vuestros padres Reginaldus Filiutius, etc., lo han
permitido en la especulación, como dejo dicho, y que de allí el principio de
Escobar nos conduce con seguridad a la práctica; tengo que añadir que muchos de
vuestros autores lo han permitido terminantemente, y entre otros el P. Hereau en
sus conferencias públicas, a raíz de las cuales el rey le arrestó en vuestra casa,
por haber enseñado entre otros errores: Que cuando el que nos desacredita en
presencia de gentes honradas, insiste en ello después de haberle advertido,
podemos matarle, no en público, por miedo al escándalo, sino cautamente, SED
CLAM.
Ya os he hablado del P. Lamy, y no ignoráis que su doctrina en esta materia fue
condenada el año 1649 por la Universidad de Lovaina. Sin embargo, no hace aún
dos meses que vuestro P. Des, Bois ha sostenido en Ruen esta misma doctrina, y
ha enseñado: Que es permitido a un religioso defender la honra que adquirió
por su virtud, AUNQUE SEA MATANDO al que le quila la reputación, ETIAM CUM
MORTE INVASORIS. Y causó tal escándalo en esa ciudad, que todos los sacerdotes
se aunaron para imponerle silencio y obligarle a retractar su doctrina por vía
canónica. Al presente la causa está en los tribunales.
¿Falta algo que decir, padres míos? ¿Cómo os atrevéis aún a sostener que

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ningún jesuita es de parecer que se pueda matar por maledicencias? ¿No
bastaba, para convenceros, referir las opiniones de vuestros padres que vosotros
mismos alegáis, supuesto que no prohiben especulativamente matar, sino sólo en
la práctica, por razón del daño que se causaría al Estado?. Porque os pregunto,
padres míos, si se trata en nuestras disputas de algo que no sea examinar si es
verdad que habéis desautorizado la ley de Dios que prohibe, el homicidio: y no se
pregunta si ofendisteis al Estado, porque se trata sólo de la religión. ¿A qué viene,
pues, en esta disputa, demostrar que habéis excluido al Estado, cuando al mismo
tiempo hacéis ver que atacáis a la Religión, diciendo como decís, p. 28, 1. 3: Que
el sentir de Reginaldus sobre la opinión de poder matar por maledicencias, es
que puede un particular valerse de este género de defensa, considerándolo
simplemente como ello es en sí? No exijo más; bástame esta confesión vuestra
para confundiros. Un particular, decís vosotros, puede valerse de esta defensa,
es decir, puede matar por maledicencias, considerándolo como ello es en sí. Y
por consiguiente, padres míos, la ley de Dios que prohibe matar queda anulada
con esta decisión.
Y no se remedia nada con decir a continuación, como vosotros lo hacéis, que
esto es también ilegítimo y criminal, según la ley de Dios, a causa de los
homicidios y desórdenes que se producirían en el Estado, porque hay
obligación, según la ley de Dios, de mirar por el bien del Estado. Esto es salirse
de la cuestión. Porque, padres míos, dos leyes hay que observar: una prohibe
matar y la otra prohibe perjudicar al Estado. Puede ser que Reginaldus no
quebrantara la ley que prohibe perjudicar al Estado, pero ciertamente violó la que
prohibe matar. Aquí sólo se trata de ésta; y con vosotros algunos más de vuestros
padres, que han permitido los homicidios en la práctica, desacreditáis ambas
leyes. Pero pasemos adelante, padres míos. Alguna vez prohibís dañar al Estado,
y decís que vuestro propósito es que se observe la ley de Dios, que obliga a
mantenerlo. Esto puede ser cierto, aun cuando no sea seguro, pues podríais hacer
lo mismo sólo por temor a los jueces. Examinemos, pues, os lo suplico, de qué
principio arranca este impulso.
¿No es verdad, padres míos, que si vuestra intención estuviera verdaderamente
en Dios, y la observancia de su ley fuese vuestro primero y principal objeto, esta
consideración reinaría uniformemente en vuestras decisiones importantes, y os
obligaría en toda clase de ocasiones a emplearos en defensa de la religión? Pero
como, por el contrario, se ve que violáis en tantas ocasiones las órdenes más
santas que Dios impuso a los hombres, cuando no encontráis más obstáculo que su
ley; y en las ocasiones mismas de que tratamos hacéis caso omiso de la ley de
Dios, que prohibe estas acciones criminales en sí mismas, y sólo dais muestras de
temor al aprobarlas en la práctica, si tropezáis con los jueces, ¿no es motivo para

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que supongamos que no es el respeto a Dios lo que os hace temer, y que si en
apariencia mantenéis su ley, evitando perjudicar al Estado, no es por su ley, sino
para conseguir vuestros designios, como siempre lo hicieron los políticos menos
religiosos?
¿Y aún diréis, padres míos, que sin respeto a la ley de Dios que prohibe el
homicidio se puede matar por calumnias? Y después de haber violado la ley
eterna de Dios, ¿pensaréis sofocar el escándalo que habéis causado y
persuadirnos de que tenéis algún respeto hacia la ley, con añadir que no permitís
la práctica por consideraciones al Estado y por temor a los jueces? ¿No es esto,
por el contrario, excitar un escándalo nuevo, aunque mostráis tener respeto a los
jueces; acerca de lo cual nada os dije, a pesar de que hacéis sobre ello mil
discursos ridículos?, p. 29. No os reprocho que temáis a los jueces: pero sí que
temáis a los jueces solamente. Esto es lo que repruebo, porque es dar a entender
que Dios aborrece los delitos menos que los hombres. Si dijerais que se puede
matar a un maldiciente según el sentir de los hombres, pero no según el de Dios,
sería menos intolerable; pero cuando pretendéis que lo demasiado criminal ante
los hombres no lo sea a los ojos de Dios, que es la justicia misma, ¿qué hacéis,
sino mostrar a todo el mundo, con vuestros despropósitos horribles tan opuestos
al espíritu de los santos, que sois atrevidos con Dios y tímidos con los hombres?
Si hubierais querido condenar sinceramente los homicidios, hubierais acatado la
orden de Dios que los prohibe; y al atreveros a consentirlos, debisteis hacerlo
abiertamente, a pesar de las leyes de Dios y de los hombres. Pero como los
habéis querido permitir con disimulo y sorprender a los magistrados que velan
por la seguridad pública, habéis usado de sutileza, separando vuestras máximas y
proponiendo de una parte que es permitido en la especulación matar por
maledicencias (porque se os consiente examinar las cosas en la especulación), y
produciendo por otra parte esta máxima: Que lo que es permitido en teoría, lo es
también en la práctica. Porque ¿qué interés puede obtener el Estado en esta
proposición general y metafísica? Y así lanzadas las dos máximas separadamente,
sin dar sospecha, queda burlada la vigilancia de los magistrados, puesto que basta
juntar estas máximas para deducir la conclusión que pretendéis: que se puede
matar por simples maledicencias.
Esta es, padres míos, una de las más sutiles destrezas de vuestra política:
separar en vuestros escritos las máximas, que después juntáis en vuestros
pareceres. Así habéis establecido vuestra doctrina de la probabilidad, que
muchas veces he explicado; y sentado este principio general, vais infundiendo
algunas proposiciones aisladas, que parecen inocentes por sí, pero que resultan
horribles cuando se unen a ese pernicioso principio. Citaré, por ejemplo, lo que
habéis dicho, p. II, en vuestras imposturas, y que yo debo rechazar: Que muchos

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teólogos célebres son de parecer que se puede matar por una bofetada recibida.
Cierto, padres míos, que si una persona que no se vale de vuestra probabilidad
hubiera dicho esto, no habría nada que objetar, pues no pasaría de ser un simple
enunciado sin consecuencia alguna. Pero vosotros, padres míos, y cuantos enseñan
esta doctrina perniciosa: Que cuanto aprueban autores célebres es probable y
seguro en conciencia; cuando a esto añadís: Que muchos autores célebres
opinan que se puede matar por una bofetada, ¿qué hacéis sino poner en manos
de todos los cristianos el puñal para que maten a los que les ofendieran, pues
declaráis que lo pueden hacer en conciencia según el parecer de tantos y tan
graves autores?
¡Horrible lenguaje! Pues al juzgar condenable la opinión de ciertos autores, lo
hace de modo que autoriza en conciencia cuanto en ella se contiene. Ya
entendemos, padres míos, este lenguaje de vuestra escuela. Y es de admirar que
no os avergüence hablar así, pues descubrís claramente vuestra intención, y os
afirma en que dais por seguro que se puede matar en conciencia por una
bofetada, y fundáis esa opinión en la de muchos autores insignes.
No tenéis salida, padres míos, ni podéis prevaleros de los pasajes de Vázquez
y Suárez, que me ponéis por delante, donde condenan estos homicidios que sus
compañeros aprueban. Esos testimonios, separados del resto de vuestra doctrina,
podrían deslumbrar a los que no la penetran bastante; pero es preciso unir
vuestros principios a vuestras máximas. Decís que Vázquez no tolera los
homicidios; pero ¿qué decís, por otra parte, padres míos?: Que la probabilidad
de una opinión no impide la probabilidad de la opinión contraria. Y en otro
lugar: Que es permitido seguir la opinión menos probable y menos segura,
dejando la opinión más probable y más segura. ¿Qué se deduce de todo esto,
sino que tenemos plena libertad de conciencia para seguir el que más nos agrade
de los dos pareceres opuestos? ¿Dónde está, padres míos, el fruto que esperabais
sacar de todas vuestras citas? Desapareció, y basta para vuestra condenación unir
estas máximas, que vosotros separáis para justificaros. ¿Por qué alegáis esos
pasajes de vuestros autores, no citados por mí, para excusar los que yo he citado,
cuando no tienen nada de común con ellos? ¿Qué derecho os da esto para
llamarme impostor? ¿He dicho, acaso, que todos vuestros padres sigan el mismo
desorden? ¿No he probado que vuestro principal interés consiste en tener autores
que sean de diferente sentir, para serviros de ellos en todas vuestras necesidades?
A los que quisieran matar, presentaréis Lessius; a los que no quisieran, les
ofrecéis Vázquez, para que ninguno quede descontento sin tener en su apoyo algún
autor grave. Lessius hablará como los gentiles del homicidio, y acaso hable de la
limosna como los cristianos. Vázquez tratará de la limosna como los gentiles, y
del homicidio como los cristianos. Pero en virtud de la probabilidad que Vázquez

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y Lessius disfrutan, y que hace que todas vuestras opiniones sean comunes, se
prestarán unos a otros sus pareceres, y tendrán obligación de absolver a los que
hayan obrado según las opiniones que cada uno de ellos condena. Esta variedad
es lo que más os daña; la uniformidad sería más tolerable: y no hay nada tan
opuesto a las disposiciones terminantes de San Ignacio y de vuestros primeros
generales como esta mezcla confusa de todo género de opiniones. Puede ser,
padres míos, que algún día trate yo del asunto y dejaré atónitos a cuantos me lean
ante lo mucho que habéis degenerado del primer espíritu de vuestra Compañía; y
que vuestros propios generales habían previsto que la perversidad de vuestra
doctrina en lo moral podría ser funesta no sólo para vosotros, sino también para
la Iglesia universal.
Sin embargo, os diré que no podéis sacar ventaja alguna de la opinión de
Vázquez. Cosa extraña sería si entre tantos jesuitas como han escrito no hubiera
uno o dos que dijesen lo que todos los cristianos confiesan. No hay gloria en
sostener que no se puede matar por una bofetada, según el Evangelio, pero es
horrible vergüenza negarlo. De manera que en vez de justificaros con esto, no hay
nada que os confunda más, puesto que habiendo entre vosotros doctores que
dijeron la verdad, no os limitasteis a la verdad, y habéis preferido las tinieblas a
la luz. Por cuando aprendisteis de Vázquez, que es una opinión pagana y no
cristiana decir que se puede apalear a quien dio una bofetada; que es
contradecir el Decálogo y el Evangelio sostener que se puede matar por esta
causa; y que los más perversos entre los hombres lo reconocen. Sin embargo,
habéis consentido que contra verdades tan conocidas, Lessius, Escobar y otros
decidieran que todas las prohibiciones impuestas por Dios contra el homicidio no
impiden que se pueda matar por una bofetada. ¿De qué sirve alegar ahora ese
pasaje de Vázquez contra la opinión de Lessius sino para mostrar que Lessius es
un gentil y un perverso, según Vázquez? Yo no me atrevía a decir tanto. ¿Qué se
puede inferir, sino que Lessius contradice el Decálogo y el Evangelio; que el
Día del Juicio Vázquez condenará a Lessius en este punto, como Lessius
condenará a Vázquez en otro, y que todos vuestros autores se levantarán aquel día
unos contra otros, para condenarse recíprocamente, por los excesos horribles que
han cometido contra la ley de Jesucristo?
Concluyamos, padres míos, ya que vuestra probabilidad inutiliza para la Iglesia
las opiniones de algunos de vuestros autores, útiles solamente para vuestra
política: sólo sirven para darnos a conocer por su contradicción la doblez de
vuestros sentimientos, que nos descubrís claramente, declarándonos que Vázquez
y Suárez son contrarios al homicidio, mientras que muchos autores célebres lo
discupan. Y al ofrecer así dos caminos a los hombres, destruís la simplicidad del
espíritu de Dios, que maldice la doblez del corazón que prepara dos caminos: Voe

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duplice corde, et ingredienti duabus viis. Eccl., 2, 14.

30 de septiembre de 1656.

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CARTA XIV

REFUTACIÓN BASADA EN TEXTOS DE LOS SANTOS PADRES DE LAS MÁXIMAS


JESUÍTICAS ACERCA DEL HOMICIDIO.
SE RESPONDE TAMBIÉN A VARIAS DE SUS CALUMNIAS.
Y SE COMPARA SU DOCTRINA CON LA FORMA QUE SE OBSERVA EN LOS
ENJUICIAMIENTOS CRIMINALES.

Reverendos padres míos: Si todo consistiera en responder a las tres imposturas


que aún quedan pendientes acerca del homicidio, no sería preciso discurrir
mucho: las vierais aquí refutadas en pocas palabras; pero como creo más
interesante publicar el horror de vuestras opiniones en esta materia que justificar
la fidelidad de mis citas, me siento obligado a dedicar la mayor parte de esta
carta a la refutación de vuestras máximas, para haceros ver cuán alejados estáis
de los sentimientos de la Iglesia, y hasta de la Naturaleza. Las licencias de matar
que otorgáis en tantas ocasiones, prueban que en este asunto habéis olvidado de
tal modo la ley de Dios, y apagado las luces naturales, que es indispensable
remitiros a los principios más sencillos de la religión y del sentido común.
Porque ¿hay cosa más natural que un particular no tenga acción ni derecho
sobre la vida de otro? De tal modo estamos instruidos en esto, dice San
Crisóstomo, que cuando Dios estableció el precepto de no matar, no añadió que
lo hacía porque el homicidio era un mal; por cuanto su Ley supone que ya se
conoce esta verdad por las luces naturales.
Así este mandamiento se impuso a los hombres de todas las épocas. El
Evangelio ha confirmado el de la ley; y el Decálogo se limitó a recoger el que los
hombres habían recibido de Dios antes de la ley, en la persona de Noé, de quien
todos los hombres nacerían. Porque en esta renovación del mundo, Dios dijo a
este patriarca: Yo pediré cuenta a los hombres de la vida de los hombres; y al
hermano de la vida del hermano. Cualquiera que vertiera la sangre humana, su
sangre será vertida; porque el hombre es creado a imagen de Dios. Gen., 9, 5,
6.
Esta prohibición general quita a los hombres todo poder sobre la vida de los
hombres; y Dios le reservó para sí de tal manera que, según la verdad cristiana,
opuesta en esto a las falsas máximas del paganismo, ni aun tiene poder el hombre
sobre su propia vida. Pero quiso la Providencia, para defender la sociedad,
castigar a los malvados que la perturban, y estableció leyes para quitar la vida a
los criminales. Así, esas muertes, que serían atentados punibles sin su orden,
vienen a ser castigos loables por su mandato, fuera del cual todo es injusto. San
Agustín lo ha representado admirablemente en el lib. 1 de la CIUDAD DE DIOS, cap.

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21: Dios, dice, hizo algunas excepciones a la prohibición general de matar, ya
por leyes establecidas para quitar la vida a los criminales, ya por las órdenes
particulares dadas algunas veces para hacer morir a ciertas personas. Y
cuando se mata en estos casos, no es el hombre quien mata, sino Dios; el
hombre sólo es un instrumento, como una espada en manos del que se sirve de
ella. Pero fuera de tales casos, el que mata se hace reo de homicidio.
Luego es cierto, padres míos, que sólo Dios tiene derecho a quitar la vida; pero
al establecer leyes para castigar de muerte a los criminales, hizo a los reyes y a
las repúblicas depositarios de este poder; y en lo que San Pablo nos enseña al
tratar del derecho que los soberanos tienen de quitar la vida a los hombres, busca
su origen en Dios, al decir: Que no en vano llevan la espada, porque son
Ministros de Dios para ejecutar su justicia contra los culpables. Rom., 13, 4.
Pero como es Dios quien les ha dado este derecho, los obliga a ejercerlo como
lo haría El mismo, es decir, en justicia, según lo que dice San Pablo en el mismo
lugar La misión de los príncipes no es atemorizar a los buenos, simo a los
malos. ¿Quieres no temer su poder? Has bien; porque son Ministros de Dios
para el bien. Ibíd., 3. Y esta restricción no deprime ni mengua la potestad de los
soberanos, antes la eleva mucho más; porque es hacerla semejante a la de Dios,
que es impotente para hacer el mal, y todopoderosa para hacer el bien; y es
diferenciarla de la que tienen los demonios, que siendo impotentes para el bien,
sólo tienen poder para el mal. Existe una diferencia entre Dios y los soberanos:
que Dios, siendo la justicia y la sabiduría misma, puede dar la muerte a quien le
pareciere y de la manera que le agradare; porque sobre ser dueño soberano de la
vida de los hombres, es indudable que nunca se la quita sin causa ni
conocimiento, por ser tan incapaz de injusticia como de error. Pero los príncipes
no pueden hacer esto; porque si bien son ministros de Dios, son hombres y no
dioses. Las malas informaciones podrían sorprenderlos: las sospechas engañosas
podrían agriarlos y la pasión los podría cegar; así, necesitan valerse de medios
humanos y tener en sus Estados jueces a quienes han comunicado su poder, para
que la autoridad que Dios les ha dado sólo se emplee para el fin que la
recibieron.
Sabed, pues, padres míos, que para eximirse de homicidio es preciso obrar con
la autoridad de Dios y según la justicia de Dios, y si estas dos condiciones no van
juntas, se peca si se mata con autoridad pero sin justicia, como si se mata con
justicia pero sin autoridad. De la necesidad de esta unión proviene, según San
Agustín, que el que mata sin autoridad a un criminal se hace culpable, porque
usurpa una autoridad que Dios no le ha dado; y, por el contrario, los jueces que
tienen esta autoridad son homicidas si quitan la vida a un inocente, contra las
leyes que deben observar.

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Estos son, padres míos, los principios para conservar la tranquilidad y la
seguridad pública, que han sido recibidos en todos tiempos y en todos lugares, y
sobre los cuales todos los legisladores del mundo, sagrados y profanos, fundaron
sus leyes, sin que los paganos mismos hayan hecho jamás excepción a esta regla,
sino cuando no se puede de otra manera evitar la pérdida del pudor o de la vida,
pues creyeron que en tales casos, como dice Cicerón, parece que las leyes
mismas ofrecen armas a los que se hallan en semejante necesidad.
Pero fuera de esta ocasión, de que no hablo ahora, jamás hubo ley que haya
permitido a los particulares matar, ni siquiera que lo haya tolerado, como
vosotros lo hacéis, por librarse de una afrenta, o por evitar la pérdida de la honra
o de la hacienda, aun cuando no haya riesgo de la vida; cosa que los infieles
mismos no han hecho; al contrario, lo prohibieron expresamente, porque la ley de
las Doce Tablas de Roma contenía: Que no era permitido, de día, matar a un
ladrón mientras no se defendiera con armas. Lo mismo se había prohibido en el
Exodo, c. 22. Y la ley Furem, ad legem Corneliam, tomada de Ulpiano, prohibe
matar a los ladrones nocturnos, que no nos ponen en peligro de muerte.
Miradlo en Cujacio, In tit. dig. de justit. et jure, ad 1. 3.
Decidme, pues, padres míos, con qué autoridad permitís lo que las leyes
divinas y humanas prohiben; y con qué derecho Lessius pudo decir, 1. 2, c. 9, n.
66 y 72: El Exodo prohibe matar de día a los ladrones que no se defienden con
armas; y se castiga por justicia a los que matan de esta manera. Sin embargo,
no se peca en conciencia cuando no hay seguridad de recuperar lo que se nos
ha hurtado y estamos en duda, como dice Soto; porque no hay obligación de
exponerse al riesgo de perder alguna cosa para salvar a un ladrón. Y todo esto
es permitido aun a los mismos eclesiásticos. ¡Extraño atrevimiento! La ley de
Moisés castiga a los que matan los ladrones cuando no atentan contra la vida; y la
ley del Evangelio, según vosotros, los absolverá. ¡Cómo, padres míos! ¿Jesucristo
vino para destruir la ley y no para cumplirla? Los jueces castigarán, dice
Lessius, a los que maten en esta ocasión; pero no habrá culpa en conciencia.
Luego la moral de Jesucristo, ¿es más cruel y menos enemiga del homicidio que la
de los paganos, de donde los jueces tomaron estas leyes civiles que lo condenan?
¿Los cristianos hacen, por ventura, más aprecio de los bienes de la tierra, o
estiman menos la vida de los hombres que los idólatras y los infieles? ¿Sobre qué
os fundáis, padres míos? Sobre ninguna ley expresa, ni de Dios ni de los hombres,
sino solamente sobre este razonamiento extraño: Las leyes, decís, permiten
defenderse contra los ladrones y rechazar la fuerza con la fuerza. Siendo, pues,
permitida la defensa, también se reputa permitido el homicidio; sin esto la
defensa sería muchas veces imposible.
Es falso, padres míos, que por ser permitida la defensa, lo sea también el

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homicidio. Este cruel modo de defensa es el origen de todos vuestros errores, que
la Facultad de Lovaina llama una defensa alevosa, DEFENSIO OCCISIVA, en la
censura que dieron contra la doctrina de vuestro P. Lamy acerca del homicidio.
Sostengo que hay tanta diferencia, según las leyes, entre matar y defenderse, que
en las mismas ocasiones en que la defensa es permitida, está prohibido el
homicidio, cuando no peligra la vida. Ved, padres míos, en el mismo lugar de
Cujas: Es permitido rechazar al que intenta quitarnos nuestra posesión; PERO
NO ES LÍCITO MATARLE. Y en otro lugar: Si alguno intenta atropellarnos, pero sin
intención de matar, es permitido golpearle, PERO NO ES LÍCITO MATARLE.
¿Quién os ha dado, pues, licencia para decir, como dicen Molina, Reginaldus,
Filiutius, Escobar, Lessius y otros, que es lícito matar al que viene a
golpearnos; y también, al que quiere hacernos una afrenta, según el parecer de
todos los casuistas, EX SENTENTIA OMNIUM, como dice Lessius, n. 74? ¿Con qué
autoridad vosotros, que no sois más que particulares, dais este poder de matar a
los particulares, y aun a todos los clérigos y religiosos? ¿Y cómo osáis, vosotros,
usurpar el derecho de vida y muerte, que sólo pertenece a Dios y que es la señal
más gloriosa del poder soberano? Sobre esto se debía responder, y pensáis haber
satisfecho diciendo simplemente en vuestra impostura treceava: Que la cuantía
por la que Molina permite matar al ladrón que huye sin hacernos violencia, no
es tan pequeña como yo he dicho, y es preciso que exceda de seis ducados. ¡Qué
débil razón, padres míos! ¿Queréis tasarlo en quince o dieciséis ducados? Lo
mismo será. A lo menos no podréis decir que excede al precio de un caballo;
porque Lessius, 1. 2, c. 9, n. 74, decide claramente: Que es permitido matar a un
ladrón que. se fuga con nuestro caballo. Y digo más: que, según Molina, ese
valor está tasado en seis ducados, como yo alegué; y si no convenís en ello,
acudamos a un árbitro que no podáis rehusar. Elijo para esto a vuestro P.
Reginaldus, que al explicar este mismo pasaje de Molina, 1. 21, n. 68, declara:
Que Molina FIJÓ una cuantía según la cual no está permitido matar por tres,
cuatro o cinco ducados. Y así, padres míos, no sólo tendré a Molina en mi abono,
sino también a Reginaldus.
Con la misma facilidad refutaré vuestra impostura catorceava, sobre la licencia
de matar a un ladrón que nos quiere quitar un escudo, según Molina. Esto es tan
firme, que Escobar os lo atestigua, tr. 1, ex 7, n. 44, donde dice que Molina fija
regularmente la cuantía por que se puede matar en un escudo. Y solamente me
reprocháis en la falsedad catorceava haber suprimido las últimas palabras de ese
pasaje: Que en esto se debe guardar la moderación de una defensa justa. ¿Por
qué no os quejáis también de Escobar, que las dejó? ¡Qué poco artificio tienen
vuestras astucias! Vosotros imagináis que no se comprende lo que significa para
vosotros defenderse. Bien sabemos que se trata de la defensa mortífera.

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Quisierais persuadirnos de que Molina quiso decir que cuando hay riesgo de la
vida en conservar un escudo, entonces se puede matar, puesto que se hace para
defender la vida. Si esto fuese verdad, padres míos, ¿por qué Molina diría en ese
mismo pasaje que es contrario en esto a Carrerus y a Bald, que permiten matar
por salvar la vida? Dígoos, pues, que Molina entiende simplemente que si se
puede salvar el escudo sin matar al ladrón, no se le debe matar; pero si sólo se
puede salvar matándole, aunque no haya riesgo de la vida como no le hay cuando
el ladrón no tiene armas, en tal caso es permitido perseguirle y matarle para
recuperar el escudo; y que en esto no se sale, según su sentir, de la moderación de
una justa defensa. Y para que lo veáis, dejad que él mismo lo explique, t. 4, tr. 3,
d. 11, n. 5: No se sale de la moderación de una justa defensa, aunque se tomen
armas contra los que no las tienen, o que se tomen más ventajosas que las de
ellos. Bien sé que algunos son de contrario parecer; pero no apruebo su
opinión, ni aun en el tribunal exterior.
Así, padres míos, es firme que vuestros autores permiten matar por defender la
hacienda y la honra, aunque no haya peligro de la vida; y que por este principio
autorizan los duelos, como lo he demostrado con muchos pasajes acerca de los
cuales nada habéis respondido. Sólo citáis, en vuestros escritos, un pasaje de
vuestro P. Laiman, que permite los duelos, cuando de otra manera quedaría un
hombre en peligro de perder su fortuna o su honor; y decís que he suprimido lo
que añade: Que este caso es muy raro. Os admiro, padres míos; ¡en verdad son
graciosas las imposturas que me reprocháis! ¿Quién os pregunta si este caso es
raro? Sólo se trata de saber si el duelo está permitido. Son dos cuestiones
diferentes. Layman, en calidad de casuista, debe juzgar si el duelo es lícito, y dice
que sí. Nosotros juzgaremos si ese caso es raro, y le diremos que es muy
corriente. Y si queréis creer a vuestro amigo Diana, él os dirá que es muy
corriente, part. 5, trat. 14, tr. 14, misc. 2, resol. 99. Pero que sea raro o no, que lo
diga Leyman o Navarro, a quien sigue, como vosotros mismos decís, ¿no es cosa
abominable que sostengáis la opinión de que para conservar un honor falso sea
permitido en conciencia aceptar un duelo, contra las leyes de todos los Estados
cristianos y contra los cánones de la Iglesia, sin que tengáis para autorizar estas
máximas diabólicas ni leyes, ni cánones, ni autoridades de la Escritura o de los
Padres, ni ejemplo de ningún santo, sino solamente este razonar impío: La honra
es más preciosa que la vida; y como está permitido matar para defender la
vida, debe estar permitido matar para defender el honor? ¡Cómo, padres míos!
Porque la depravada naturaleza de los hombres les ha hecho estimar en más el
honor que la vida que Dios les dió para servirle, ¿les será permitido matar para
conservarlo? Es, desde luego, un mal horrible preferir el honor a la vida; y, sin
embargo, este vicioso atadero, que bastaría para desvirtuar las acciones más

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santas, si en su realización se la tuviera presente, ¿justificará las más criminales,
impuestas por él?
¡Qué depravación, padres míos! ¿Quién no ve a cuántos excesos puede
conducir? Porque está visto que inducirá a matar por las menores cosas, cuando
se haga punto de honor conservarlas; y aun será lícito matar por una manzana.
Podríais quejaros de mí, padres míos, y decir que saco maliciosamente estas
consecuencias de vuestra doctrina, si no estuviera fundada en la autoridad de
vuestro gran Lessius, que dice así, n. 68: No es permitido matar para conservar
una cosa de poco valor, como un escudo, o UNA MANZANA, AUT PRO POMO; a no
ser que fuese vergonzoso perderla; porque, en tal caso, se puede recuperar,
aunque sea matando si es necesario, ET SI OPUS EST OCCIDERE. Esto no es ya
defender su hacienda, sino defender su honor. No puede decirse más claro,
padres míos. Y para concluir con esta doctrina, citaré una máxima que compendia
todas las demás; y es del P. Hereau, que la tomó de Lessius: El derecho de
defender se extiende a cuanto es necesario para guardarnos de toda injuria.
¡Extrañas consecuencias encierra este principio inhumano! ¡Todo el mundo está
obligado a oponerse, y sobre todo las personas que desempeñan cargos públicos!
No sólo el interés general, sino el suyo propio les obliga; puesto que vuestros
casuistas, citados en mis cartas, extienden la licencia de matar sin exceptuarse a
sí mismos. Los facciosos que temen el castigo de sus atentados, al suponer justo
lo que hacen y que se les quiere oprimir con violencia, juzgarán fácilmente que el
derecho de defenderse se extiende a todo lo que les es necesario para
guardarse de toda injuria. Ya no tendrán que vencer los remordimientos de la
conciencia, que refrenan en su origen la mayor parte de los crímenes, y sólo
tratarán de superar los obstáculos exteriores.
No insistiré en este punto, padres míos, ni referiré los homicidios que habéis
permitido mucho más abominables e importantes para el Estado que los referidos,
pues Lessius trata de ellos abiertamente en las Dudas 4. y 10. como también
a a

otros muchos autores vuestros. Sería de desear que estas horribles máximas no
hubieran salido jamás del Infierno; y que el Diablo, su primer autor, no hubiese
hallado hombres tan obedientes a sus órdenes para publicarlas entre los
cristianos.
Fácil es deducir de todo lo que he dicho la enorme oposición que existe entre
vuestras depravadas opiniones y el rigor de las leyes civiles y aun de las leyes
paganas. ¿Qué será si se comparan con las leyes eclesiásticas, que deben ser
incomparablemente más santas, pues solamente la Iglesia es la que conoce y
posee la verdadera santidad? Así esta esposa casta del hijo de Dios, que imitando
a su esposo sabe derramar su sangre por los demás, pero no verter la sangre de
los otros para sí, tiene a los homicidios un horror particular y proporcionado a las

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luces especiales que Dios le comunicó. Considera a los hombres no sólo como
hombres, sino como imágenes del Dios que adora. Por cada uno de ellos tiene un
respeto santo, que los hace a sus ojos venerables, como redimidos con un precio
infinito, para que sean templos de Dios vivo; y así, cree que la muerte que se
consuma sin orden de Dios, no sólo es un homicidio, sino un sacrilegio que la
priva de uno de sus miembros; supuesto que, sea fiel o no, siempre le considera
como uno de sus hijos, o capaz de serlo.
Por estas razones tan santas, padres míos, después que Dios se hizo Hombre
por salvar a los hombres, hizo la Iglesia tanto caso de la vida, que siempre
castigó el homicidio que los destruye como uno de los mayores atentados que se
pueden cometer contra Dios. Citaré algunos ejemplos, no porque suponga que se
deban observar al presente estos rigores, pues bien sé que la Iglesia puede
disponer diversamente de esta disciplina exterior; sino para dar a conocer su
espíritu inmutable sobre este asunto. Las penitencias que ordena por los
homicidios pueden ser diferentes según la diversidad de los tiempos; pero el
horror que siente por los homicidios es inmutable aunque las épocas varíen.
La Iglesia, durante mucho tiempo, no reconcilió sino a la muerte a los culpados
de un homicidio voluntario, como los que vosotros permitís. El célebre concilio
de Ancira los somete a la penitencia por toda la vida; y la Iglesia creyó después
haber sido bastante indulgente con ellos, al reducir la pena a un gran número de
años. Pero para desviar todavía más a los cristianos de los homicidios
voluntarios, castigó severamente aun a los que los habían cometido por
imprudencia, como se puede ver en San Basilio, en San Gregorio de Nisea, en los
decretos de los papas Zacarías y Alejandro II. Los cánones alegados por Isaac,
obispo de Langrés, t. 2, c. 13, ordenan siete años de penitencia por haber
matado en defensa propia. Y San Hildeberto, obispo de Mans, respondió a Ives
de Chartres: Que había hecho muy bien en suspender a un sacerdote por toda la
vida, que, para defenderse, mató a un ladrón de una pedrada.
Luego no tengáis la osadía de suponer vuestras decisiones conformes con el
espíritu y los cánones de la Iglesia. No mostraréis ni uno que permita matar por
sólo defender la hacienda; porque no hablo de las ocasiones donde también sería
necesario defender la vida, se suaque liberando: vuestros propios autores
confiesan que no las hay, y entre otros Lamy, tr. 5, disp. 36, núm. 136: No hay,
dice, ningún derecho divino ni humano que permita matar a un ladrón que no se
defiende; y, sin embargo, vosotros lo permitís expresamente. Os reto a que
mostréis alguno que permita matar por el honor, por una bofetada, por una injuria
o una maledicencia. Tampoco mostraréis ninguno que permita matar a los testigos,
a los jueces y a los magistrados, por cualquier injusticia que se tema de ellos. El
espíritu de la Iglesia está enteramente alejado de esas máximas sediciosas, que

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abren las puertas a las rebeliones, a que son los pueblos naturalmente propensos.
La Iglesia enseñó siempre a sus hijos que no deben volver mal por mal: que es
menester refrenar la cólera; no resistir a la violencia; dar a cada uno lo que le
corresponde: honor, tributo, sumisión; obedecer a los magistrados y a los
superiores, aunque sean injustos, porque se debe siempre respetar en ellos la
potestad de Dios, que los ha colocado sobre nosotros. Prohibe, más formalmente
aún que las leyes civiles, tomar la justicia por su mano; y siguiendo su espíritu,
los reyes cristianos no hacen por sí mismos la justicia, ni aun en los delitos de
lesa majestad, y remiten los delincuentes a los jueces, para que los castiguen
según las leyes y formalidades de la justicia, tan contrarias a vuestra conducta,
que si conocierais su oposición os avergonzaríais. Y pues este discurso me brinda
la ocasión, os suplico atendáis a la diferencia que existe entre la manera de
librarse de los enemigos, según vosotros, y el procedimiento que observan los
jueces para quitar la vida a los delincuentes.
No hay quien ignore, padres míos, que jamás es permitido a los particulares
pedir la muerte de alguno y que aun cuando un hombre nos hubiera arruinado,
lisiado, incendiado nuestra casa, matado a nuestro padre, y que sé dispusiera a
asesinarnos, o quitarnos el honor: no se atendería en justicia la petición que
haríamos de su muerte. Por lo cual ha sido necesario establecer cargos públicos
que la pidan en nombre del rey, o mejor dicho, en nombre de Dios. ¿Os parece,
padres míos, que han establecido los jueces cristianos este reglamento para fingir
una formalidad vana? ¿Os parece que no lo hicieron para armonizar las leyes
civiles con las del Evangelio, por temor a que la práctica exterior de la justicia
no fuese contraria a los sentimientos interiores que los cristianos deben tener?
Estas reglas primeras de la justicia os confunden, pero las que siguen os
abrumarán totalmente.
Suponed, padres míos, que esas dignidades públicas pidan la muerte del autor
de tantos crímenes. ¿Qué se hará? ¿Se le atravesará inmediatamente el pecho con
un puñal? No, padres míos; la vida de un hombre es demasiado importante; se la
trata con más respeto: las leyes no la han sometido a toda clase de personas, sino
solamente a los jueces, de reconocida probidad y suficiencia. Y ¿creéis que uno
solo basta para condenar a muerte a un hombre? Son indispensables siete, por lo
menos, padres míos. Es necesario, que entre estos siete ninguno haya sido
ofendido por el criminal, para que la pasión no altere ni corrompa su juicio. Y
bien sabéis, padres míos, que para que tengan el espíritu más puro, se dedican las
horas de la mañana a estas funciones. Se cuida lo más posible de prepararlos a
tan elevado empleo donde representan a Dios, como ministros suyos, para que
sólo condenen a los que él mismo Dios condena.
Por esto, para obrar como fieles dispensadores de la potestad divina de quitar

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la vida a los hombres, sólo pueden juzgar conforme a las declaraciones de los
testigos, y según las demás formalidades que les son prescritas. En conformidad
con ellas, sólo pueden pronunciar sentencia según las leyes, y juzgar merecedores
de muerte sólo a los que las mismas condenan. Y entonces, padres míos, si la
orden de Dios los obliga a entregar al suplicio el cuerpo del miserable, la misma
orden los obliga a cuidar de su alma delincuente; y por ser de un criminal tienen
más obligación de cuidar de ella; de modo que no le entregan a la muerte, sino
después de haberle dado medios de preparar su conciencia. Todo esto es muy
puro y muy bueno: sin embargo, la Iglesia aborrece de tal modo que se vierta la
sangre, que juzga indignos del ministerio de sus altares, a los que hubiesen
asistido a una sentencia de muerte, aun cuando la dignificaran todas estas
circunstancias religiosas: por donde es fácil concebir el concepto que tiene la
Iglesia del homicidio.
He ahí, padres míos, cómo la justicia dispone de la vida de los hombres:
veamos ahora cómo vosotros lo hacéis. En vuestras nuevas leyes hay sólo un juez,
y este juez es el propio ofendido. Es juntamente parte, juez, testigo y verdugo. El
se pide a sí mismo la muerte de su enemigo; él la ordena y la ejecuta
precipitadamente; y sin atención al cuerpo ni al alma de su hermano, condena y
mata a un hombre por quien Jesucristo murió; y todo, por evitar una bofetada, una
maledicencia o una injuria, o por otros agravios semejantes, en los cuales un juez,
con autoridad legítima, resultaría criminal si condenase a muerte; porque las leyes
no se lo permiten. A tanto llegan vuestros excesos que, según vosotros, ni se peca
venialmente al matar de ese modo, sin autorización y contra las leyes, aunque el
homicida sea religioso o sacerdote. ¿Dónde estamos, padres míos? ¿Son
religiosos y sacerdotes los que hablan así? ¿Son cristianos? ¿Son turcos? ¿Son
hombres o demonios? Y ¿son estos los misterios revelados por el Cordero a los
padres de la Compañía, o son abominaciones sugeridas por Satanás a los que
adoran en él?
Porque, padres míos, ¿cómo queréis que os consideren? ¿Como hijos del
Evangelio o como enemigos del Evangelio? No hay término medio: quien no está
con Jesucristo está contra él. A estas dos clases de hombres se reduce el género
humano. Son dos pueblos y dos mundos esparcidos por toda la tierra, según San
Agustín: el mundo de los hijos de Dios, que forman un cuerpo, del que Jesucristo
es cabeza y rey; y el mundo enemigo de Dios, cuya cabeza y rey es el Demonio.
Por esto Jesucristo es llamado Rey y Dios del mundo; porque tiene en todas
partes vasallos y adoradores; y el Demonio también es llamado en la Escritura
príncipe del mundo y Dios del siglo, porque tiene secuaces y esclavos en todas
partes. Jesucristo impuso en la Iglesia, que es su imperio, las leyes que le plugo,
conforme a su sabiduría eterna. Y el Demonio en el mundo, que es su reino, las

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leyes que quiso establecer. Jesucristo puso la honra en el sufrimiento; el Demonio
en no sufrir nada. Jesucristo ha dicho a los que reciben una bofetada, que
presenten la otra mejilla; el Demonio a los que se ven amenazados de recibirla,
que maten a los que les quisieren hacer esa injuria. Jesucristo declara dichosos a
los que participan de su ignominia, y el Demonio desdichados a los que sufren la
ignominia. Jesucristo dice: "¡Ay! de vosotros cuando los hombres os juzgan con
estimación" y el Demonio dice: "¡Ay! de los que el mundo no estima."
Ved ahora, padres míos, cuál de estos dos reinos es el vuestro. Habéis oído el
lenguaje de la ciudad de paz, que se llama la Jerusalén mística, y el de la ciudad
de confusión, que la Escritura llama la espiritual Sodoma. ¿Cuál de estos
lenguajes entendéis vosotros? ¿Cuál de los dos habláis? Los que están con
Jesucristo, tienen el espíritu de Jesucristo, según San Pablo; y los que son hijos
del Demonio, ex patre diabolo, que fue homicida desde el principio del mundo,
siguen las máximas del Demonio, según la palabra de Jesucristo. Oigamos, pues,
el lenguaje de vuestra escuela, y preguntemos a vuestros autores: Cuándo se nos
da una bofetada ¿debemos sufrirla más bien que matar a quien nos amenaza, o es
permitido matar por evitar la afrenta? Es permitido, dicen Lessius, Molina,
Escobar, Reginaldus, Filiutius, Baldelius y otros jesuitas, matar a quien nos
quisiere dar una bofetada. ¿Es este el lenguaje de Jesucristo? Decidme, padres
míos, ¿quedaría un hombre sin honra, si sufriese una bofetada sin matar a quien se
la dió? ¿No es verdad, dice Escobar, que mientras un hombre deja con vida a
quien le dio una bofetada está sin honra? Sí, padres míos, sin aquella honra
que el Demonio, padre de la soberbia, infundió en sus hijos orgullosos. Esta es la
honra que siempre ha sido el ídolo de los hombres poseídos del espíritu del
mundo. Por conservar esta gloria que el Demonio distribuye, sacrifican la vida al
furor de los duelos; exponen su honor a la ignominia de los suplicios, y la salud
del alma al riesgo de la condenación eterna, quedando privados hasta de sepultura
por los cánones eclesiásticos. Pero loado sea Dios que para obviar estos
desórdenes, ha dado al rey luces más puras que las que encierra vuestra teología.
Sus pragmáticas severas no consideraron el duelo como un crimen, pero castigan
el crimen, que es inseparable del duelo. Detuvo con el temor de su justicia a los
que no había podido refrenar el temor de la justicia de Dios, y su piedad le hizo
conocer que el verdadero honor de los cristianos consiste en la observancia de
los preceptos de Dios y las reglas del cristianismo, y no en ese fantasma de honor
del que vosotros hacéis, a pesar de su vanidad, una excusa legítima para los
homicidios. Así, vuestras decisiones sangrientas causan horror a todo el mundo, y
os fuera más conveniente mudar de sentimientos, ya que no por principio de
religión, por máxima política. Prevenid, padres míos, por una condenación
voluntaria esas opiniones inhumanas, los males efectos que podrían producirse,

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de los cuales seríais responsables. Y para que tengáis más horror al homicidio,
recordad que el primer crimen de los hombres corrompidos fue un homicidio en
la persona del primer justo; que su mayor crimen fue un homicidio en la persona
de Dios hecho hombre, y que el homicidio es el único crimen que destruye
juntamente el Estado, la Iglesia, la naturaleza y la piedad.

23 de octubre de 1656.

P. S.

Acabo de ver la respuesta de vuestro Apologista a mi carta treceava; y si no


responde mejor a ésta, que satisface a la mayor parte de sus dificultades, no
merecerá la réplica. Siento mucho verle salirse del asunto a cada instante, para
extenderse en calumnias e injurias contra vivos y muertos. Mas para que se diese
crédito a las memorias que le suministráis, no deberíais haberle hecho negar
públicamente una cosa tan sabida como es la bofetada de Compiegne. Es
evidente, padres míos, por la declaración del ofendido que recibió en la mejilla
una bofetada dada por un jesuita; y lo que pudieron hacer en esto vuestros amigos,
fue poner en duda si se le había dado con la palma o con el revés de la mano; y
suscitar la cuestión de si un golpe con el revés de la mano sobre la mejilla, debe
llamarse bofetada o no. Ignoro a quién toca decidirlo; pero creo que, por lo
menos, es una bofetada probable: y esto me pone en seguridad de conciencia.

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CARTA XV

LOS JESUITAS EXCEPTÚAN LA CALUMNIA DEL NÚMERO DE LOS CRÍMENES, Y LA


PRACTICAN SIN ESCRÚPULO PARA DESACREDITAR A SUS ENEMIGOS.

Reverendos padres míos: Por cuanto vuestras imposturas aumentan de día en


día, y os sirven para ultrajar cruelmente a todas las personas piadosas, contrarias
a vuestros errores: me veo obligado por su bien, y por el de la Iglesia, a descubrir
un misterio de vuestra conducta, según he prometido mucho tiempo ha, para que se
reconozca, por vuestras propias máximas, la fe que merecen vuestras acusaciones
e injurias.
No ignoro que los que no os conocen bastante, vacilan al tomar opinión, porque
se hallan en el caso de admitir como ciertos los crímenes increíbles de que
acusáis a vuestros enemigos, o de consideraros impostores, lo que les parece
igualmente increíble. ¿Cómo, dicen ellos, si estas cosas no fueran ciertas, las
publicarían los religiosos y con desprecio de su conciencia, se condenarían por
semejantes calumnias? De esta manera discurren: y al encontrar las pruebas
visibles que destruyen vuestras falsedades, por la buena opinión que tienen de
vuestra sinceridad: quedan suspensos entre la evidencia y la verdad que no
pueden desmentir, y el deber de la caridad que temen ofender. Y como lo único
que les impide rechazar vuestras calumnias es la estimación que hacen de
vosotros, si se les hace comprender que no tenéis de la calumnia el concepto que
suponen y que creéis podéis salvaros calumniando a vuestros enemigos: el peso
de la verdad los determinará pronto a rechazar vuestras imposturas. Tal es,
padres míos, el asunto de esta carta.
No solamente haré ver que vuestros escritos están llenos de calumnias, sino
que iré más allá. Se pueden decir cosas falsas, creyéndolas verdaderas; pero la
cualidad de mentiroso encierra la intención de mentir. Demostraré, padres míos,
que vuestra intención es mentir y calumniar; y que con este designio y
conocimiento, imputáis a vuestros enemigos los crímenes que sabéis no
cometieron, porque suponéis poder hacerlo así sin perder el estado de gracia. Y
aunque vosotros conocéis tan bien como yo este punto de vuestra moral, no dejaré
de decíroslo, padres míos, para que nadie dude, al ver que me dirijo a vosotros
para mantenerlo sin que lo podáis negar, porque negarlo sería confirmar el
reproche que os dirijo. Porque esa doctrina es tan corriente en vuestras escuelas
que la habéis sostenido, no sólo en vuestros libros, sino también en vuestras tesis
públicas, que es el colmo del atrevimiento; como sucedió, entre otras, en vuestras
tesis de Lovaina en el año 1645, donde decíais: Sólo es pecado venial calumniar
e imputar falsos crímenes, para desacreditar a los que hablen mal de nosotros:

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¿QUIDNI non nisi veniale sit, detrahentis autoritatem magnam, tibi noxiam, falso
crimene elidere? Y esta doctrina es tan sostenida entre vosotros, que si alguno la
impugna, le tratáis de ignorante y temerario.
Es lo que experimentó poco ha el Padre Quiroga, capuchino alemán, cuando
quiso oponerse a esa opinión. Porque vuestro Padre Dicastillus se enzarzó al
punto con él; y habla de la controversia en la forma siguiente; de just. 1. 2, tratado
2, disp. 12, n. 404: Un cierto religioso grave, descalzo y encapuchonado,
CUCULLATUS, GIMNOPODA, que no nombro, tuvo la temeridad de difamar esta
opinión entre mujeres e ignorantes, y decir que era perniciosa y escandalosa,
contra las buenas costumbres, contra la paz de los Estados y de las sociedades,
y finalmente, contraria, no sólo a todos los doctores católicos, sino también a
los que pueden ser católicos. Pero yo le sostuve, como todavía sostengo, que la
calumnia cuando es contra un calumniador, aunque sea mentira, no es pecado
mortal, ni contra la justicia, ni contra la caridad; y en prueba cité a todos
nuestros padres, y a las universidades que ellos componen, habiendo
consultado a todos, y entre otros al R. P. Juan Gans, confesor del Emperador, al
R. P. Daniel Bastele, confesor del Archiduque Leopoldo, al P. Enrique, que fue
preceptor de esos dos príncipes; a los profesores públicos y ordinarios de la
universidad de Viena, compuesta toda de jesuitas, a todos los profesores de la
universidad de Grast, todos ellos jesuitas, a todos los profesores de la
Universidad de Praga, donde los jesuitas gobiernan: y de todos tengo aquí las
aprobaciones de mi opinión, escritas y firmadas de su mano. Además, tengo
también a mi favor al Padre Peñalosa, jesuita, predicador del Emperador y del
Rey de España; al Padre Pilliceroli, jesuita, y a otros muchos, que habían
juzgado probable esta opinión antes de nuestra disputa. Bien véis, padres míos,
que hay pocas opiniones por las que os hayáis tomado tanto interés como por esta,
y de ninguna necesitabais tanto como de ella. Por eso la habéis autorizado de tal
modo, que los casuistas la usan como un principio indudable. Es evidente, dice
Caramuel, n. 1.151, p. 550, que es una opinión probable, que no es pecado
mortal calumniar falsamente por conservar la honra; porque la sostienen más
de veinte doctores graves, Gaspar Hurtado y Dicastillus, jesuitas, etc.; de
manera que, si esta doctrina no fuese probable, apenas se encontraría ninguna
que lo fuera en toda la teología.
¡Oh teología abominable, y tan corrompida en todas sus partes, que si, según
sus máximas, no fuese probable y seguro en conciencia que se puede calumniar
sin delito para conservar la honra, apenas habría alguna de sus decisiones que
fuera segura! Es verosímil, padres míos, que los que siguen este principio, lo
pongan algunas veces en práctica. La depravada inclinación de los hombres se
deja llevar con tanto ímpetu, que es increíble que, evitando el obstáculo de la

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conciencia, no se precipite con toda su vehemencia natural. ¿Queréis un ejemplo?
Caramuel os lo dará en el lugar citado: Esta máxima, dice, del Padre Dicastillus,
jesuita, acerca de la calumnia, ha sido enseñada por una condesa de Alemania
a las hijas de la Emperatriz, y creyeron de buena fe que no pecaban sino
venialmente; en pocos días se levantaron tantas y tales maledicencias y falsos
testimonios, que anduvo toda la Corte alborotada. Porque es fácil conjeturar
cómo usarían esta máxima; de manera que para apaciguar el tumulto, fue
necesario recurrir a un buen padre capuchino, de vida ejemplar, llamado el
Padre Quiroga, por lo cual el Padre Dicastillus se lamenta mucho contra él, que
vino a declararles que esta máxima era muy perniciosa, principalmente entre
las mujeres, y tuvo particular cuidado para que la Emperatriz aboliese su uso.
Nadie debe maravillarse de los malos efectos que causó esa doctrina. Antes era
de admirar, si no produjese tal desorden. El amor propio siempre nos persuade de
que es injusto lo que se nos reprocha; y a vosotros particularmente, padres míos,
tan ciegos de vanidad, que queréis en todos vuestros escritos, que todo el mundo
crea que es ir contra el honor de la Iglesia, lastimar el de vuestra Compañía. Así
fuera extraño que no pusierais esta máxima en práctica, pues ya no es posible
decir de vosotros, como dicen los que no os conocen: ¿Cómo estos buenos padres
habían de querer calumniar a sus enemigos, ya que no lo harían sin condenarse?
Es preciso decir lo contrario: ¿Cómo estos buenos padres habían de querer
perder la ventaja de difamar a sus enemigos, cuando juzgan que pueden hacerlo
sin riesgo de su salvación? Nadie se admire de que los jesuitas sean
calumniadores: lo son con seguridad de conciencia, y nada se lo puede impedir,
supuesto, que con el crédito que alcanzaron en el mundo, pueden calumniar, sin
temer la justicia de los hombres; y con la autoridad que se han dado a sí mismos
sobre los casos de conciencia, han establecido máximas para poderlo hacer sin
temer la justicia de Dios.
Este es el manantial, padres míos, de donde nacen tantas y tan horribles
imposturas. He aquí lo que ha propalado vuestro Padre Bisacier, hasta provocar
la censura del Arzobispo de París. Esto fue la causa de que vuestro Padre Anjou
se decidiera a calumniar desde el pulpito de la iglesia de San Benito en París, el
8 de marzo de 1655, a algunas personas distinguidas que recibían limosnas para
los pobres de Picardía y de Champagne, a las que también contribuían, de las
cuales dijo, mintiendo horriblemente, y para retraer la caridad, si hubieran sido
creídas aquellas imposturas: Que sabía de ciencia cierta que tales personas
habían retenido el dinero, para emplearlo contra la Iglesia y contra el Estado.
Y esto obligó al cura de aquella parroquia, que es doctor de la Sorbona, a subir al
día siguiente al púlpito, para desmentir las calumnias. Sobre este mismo
principio, vuestro Padre Crasset predicó tantas falsedades en Orleáns, que el

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obispo se vió en el caso de desautorizarle como a un impostor público, dando un
decreto el 9 de septiembre, donde declara, que prohibe al hermano Juan
Crasset, de la Compañía de Jesús, predicar en su diócesis, y a todo su pueblo le
prohibe oírle, so pena de incurrir en una desobediencia mortal; por haberse
enterado de que dicho Padre Crasset había pronunciado un sermón, rebosante
de falsedades y calumnias contra los eclesiásticos de esta ciudad, suponiendo,
falsa y maliciosamente, que sostenían estas proposiciones heréticas e impías:
que los mandamientos de Dios eran impracticables, que nunca se resiste a la
gracia interior, que Jesucristo no ha muerto por todos los hombres, y otras
semejantes, condenadas por Inocencio X. Porque este es, padres míos, el primer
delito con que ordinariamente calumniáis a los que os importa difamar. Y aunque
todos los demás que vosotros calumniáis, estén tan libres de esta nota como lo
estuvieron los eclesiásticos de Orleáns, y que os sea imposible probar lo
contrario: vuestra conciencia queda tranquila; porque creéis que ese modo de
calumniar a los que se os oponen, es tan seguramente permitido, que no teméis
declararlo en público y a vista de toda una ciudad.
Tenemos un testimonio insigne de esto, en la contienda que sostuvisteis con M.
Puys, párroco de San Nisier, en Lyón; y como esa historia señala perfectamente
vuestro carácter, voy a recordar las circunstancias principales. Bien sabéis,
padres míos, que el año 1649, M. Puys tradujo en francés un excelente libro de
otro padre capuchino, acerca de la obligación que tienen los cristianos de
acudir a las parroquias, contra aquellos que enseñan lo contrario, sin usar de
invectiva, ni designar religión, ni orden alguna en particular. Vuestros padres, sin
embargo, no dejaron de mostrarse resentidos; y sin el menor respeto a un
sacerdote anciano, juez en la Primacia de Francia y venerado en toda la ciudad,
vuestro Padre Alby compuso un libro sangriento contra él, que habéis vendido en
vuestra propia iglesia el día de la Asunción, donde se lanzaban muchas
acusaciones y entre otras: que había escandalizado con sus galanterías, que era
sospechoso de impiedad, de herejía, que estaba excomulgado, y era digno de
ser quemado. A esto M. Puys respondió y el Padre Alby sostuvo sus acusaciones
con un segundo libro. ¿No es verdad, padres míos, que erais calumniadores, si de
buena fe creíais tanta maldad en un buen sacerdote, en cuyo caso era preciso que
acudierais a remediar sus errores, para hacerle digno de vuestra amistad? Oíd,
pues, lo que ocurrió al reconciliarse en presencia de los principales de la ciudad,
cuyos nombres constan en el acta levantada el 25 septiembre de 1650, M. Puys
declaró: Que no fue su intención atacar a los jesuitas; que se refería en su
escrito, en términos generales, a los que alejan los fieles de las parroquias, sin
pensar ofender con esto a la Compañía; a la que respetaba con afecto. Bastaron
esas palabras para librarle de su apostasía, de sus escándalos y de su

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excomunión, sin retractación y sin absolución; y el Padre Alby le dijo en seguida
estas palabras: Señor mío: la convicción de que atacabais a la Compañía a la
que tengo la honra de pertenecer, me hizo tomar la pluma para replicar, y pensé
que el modo de que me valí, ME ERA PERMITIDO. Mas conociendo mejor vuestra
intención, declaro QUE YA NO HAY nada que me pueda impedir consideraros
hombre de talento claro, de doctrina profunda y ORTODOXA, de costumbres
IRREPROCHABLES, y digno pastor de vuestra parroquia. Es una declaración que
hago con sumo gusto, y suplico a los señores presentes, que no la olviden.
¿Cómo han de olvidarla, padres míos, si les escandalizó más la reconciliación
que la disputa? Porque ¿quién no admirará el discurso del Padre Alby? No dice
que se retracta de lo que ha escrito por haber advertido corrección en las
costumbres y en la doctrina de M. Puys; sino porque ya convencido de que no
atacó a la Compañía, nada le impida tenerle por buen católico. ¿Luego, no creía
que fuera herético? Y, sin embargo después de haberle acusado como a tal, contra
su propio sentir, no declara que erró: antes dice tener por cierto, que el modo de
que se valió le era permitido.
¿En qué pensáis, padres míos, cuando sostenéis públicamente que medís la fe y
la virtud de los hombres por la estimación en que tienen a la Compañía? ¿Cómo
no habéis temido que os juzguen mentirosos y calumniadores? ¿Cómo, padres
míos, un hombre, en el que no hubo la menor enmienda, según supongáis que
admira o menosprecia a la Compañía, será pio o impío; irreprochable o
excomulgado; digno sacerdote del altar, o digno de la hoguera; y finalmente,
católico o herético? Luego ¿es lo mismo en vuestro lenguaje ser contrario a
vuestra Compañía, que ser herético? ¡Graciosa herejía, padres míos! Así, pues,
cuando tratáis en vuestros escritos de heréticos a tantas personas católicas, hemos
de sobrentender solamente que vosotros creéis que os acometen. Bueno es,
padres míos, que se traduzca este lenguaje extraño, según el cual, yo debo ser un
grandísimo herético. Por este motivo, sin duda, me dais tantas veces este nombre.
Solamente queréis excluirme de la Iglesia, porque pensáis que mis cartas os
dañan; y así, para que me consideréis católico, no me queda más recurso que
aprobar los excesos de vuestra moral, cosa que no puedo hacer sin renunciar a
todo sentimiento de piedad, o persuadiros de que sólo pretendo vuestro bien, y
sería necesario para esto, que abandonaráis vuestros errores. De manera que me
veo reducido a la herejía, y pues la pureza de mi fe resulta inútil para librarme de
este género de error, no puedo evitarlo traicionando mi conciencia o reformando
la vuestra. Si no hago lo uno o lo otro, siempre seré un mal hombre y un impostor,
y por fiel que haya sido al reproducir vuestros pasajes, no dejaréis de decir a voz
en grito: que estos errores solamente os los puede imputar quien sea
instrumento del demonio, pues no hay señal ni rastro de ellos en vuestros libros:

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y en esto no dejáis de mostraros conformes con vuestra máxima y práctica
ordinaria; porque toda esta componenda es vuestro privilegio de mentir. Sufrid
que os presente un ejemplo, elegido por mí, y con esto responderé también a
vuestra impostura novena que sólo merece ser refutada de paso.
Hace diez o doce años se os reprocha esta máxima del Padre Bauny: que es
lícito buscar directamente, PRIMO ET PER SE, una ocasión próxima de pecar por
el bien espiritual o temporal nuestro o de nuestro prójimo, p. 1, tr. 4, q. 14,
página 94; donde presenta este ejemplo: que es permitido a un hombre
frecuentar casas públicas con el propósito de convertir a las mujeres
prostituidas, aunque sea verosímil que se pecará, por haber experimentado
anteriormente que le inducen a pecar las provocaciones de tales mujeres. ¿Qué
respondió a esto vuestro Padre Causin, el año 1644, en su Apología en favor de
la Compañía de Jesús, p. 128? Véase el pasaje del Padre Bauny, léase la
página, las notas, los preámbulos, todo lo que se sigue y aun todo el libro, y no
se hallará vestigio de esta sentencia, que sólo puede tener cabida en el alma de
un hombre privado de conciencia, y tal suposición sólo puede ser un
instrumento del demonio. Y vuestro Padre Pintereau dice en el mismo estilo, 1
part., p. 94: Es necesario no tener conciencia para enseñar una doctrina tan
detestable; y es necesario ser peor que un demonio, para atribuirla al Padre
Bauny. Lector: no hay rastro ni vestigio de esta sentencia en todo su libro.
¿Quién no creería que gentes que hablan de este modo, tuvieran razón para
quejarse, y que efectivamente se había levantado un falso testimonio al Padre
Bauny? ¿Habéis afirmado nada contra mí en frases más contundentes? ¿Y cómo
había de atreverse nadie a imaginar que ese pasaje se hallara como y donde se
dice, cuando nos aseguran con tanta firmeza que no hay señal ni vestigio de él en
todo el libro?
En verdad, padres míos, es un recurso conveniente para que os crean hasta que
se os pruebe lo contrario: pero también es para que no se os crea jamás, después
de aportada la prueba. Porque es tan cierto que entonces mentíais, como lo es, que
hoy no tenéis dificultad en reconocer, en vuestras respuestas, que esta máxima se
halla en Bauny, en el mismo lugar que se había citado: es admirable, que después
de haber sido detestable doce años ha, resulte ahora tan inocente que en vuestra
novena impostura, p. 10, me acusáis de ignorancia y de malicia, al motejar al
Padre Bauny, acerca de una opinión admitida en la escuela. Es mucha ventaja,
padres míos, litigar con hombres que tan pronto afirman una cosa como la niegan.
Con vuestras mismas armas os he de vencer, no me hacen falta otras. Sólo
necesito demostrar dos cosas: una, que esta máxima no vale nada; otra, que es del
Padre Bauny; y probaré lo uno y lo otro por vuestros mismos escritos. En 1644,
reconocíais que era detestable; y en 1656, concedéis que es del Padre Bauny.

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Esto basta, padres míos, para mi justificación. Y por añadidura descubre el
espíritu de vuestra política. Porque decidme, os ruego, ¿qué intentáis en vuestros
escritos? ¿Es hablar con sinceridad? No, padres míos, puesto que vuestras
respuestas se contradicen. ¿Es seguir la verdad de la fe? Tampoco, pues
autorizáis una máxima que es detestable, según vuestra propia opinión. Pero es
muy singular coincidencia que cuando dijisteis que esta máxima era detestable,
negabais que era de Bauny, de modo que Bauny era inocente; y cuando la admitís
por suya, afirmáis al mismo tiempo que la máxima es buena; y de este modo
también resulta inocente Bauny. De manera que siendo la inocencia de este padre
común a entrambas respuestas, es visible que sólo esta justificación es la que
buscáis, y que sólo pretendéis defender a vuestros autores al decir de una misma
máxima, que está en vuestros libros, y que no está; que es buena y que es mala; no
según la verdad que jamás cambia, sino según vuestro interés, que a cada hora
cambia. ¿Y qué de cosas podría deciros sobre este punto? Bien veis que es
conveniente. Nada, sin embargo, más corriente entre vosotros: y para omitir una
infinidad de ejemplos, creo que os contentaréis con otro.
En diferentes ocasiones os han reprochado otra proposición del mismo Padre
Bauny, tr. 4, q. 22, p. 100. No se debe negar ni diferir la absolución a los
contumaces en crímenes contra la ley de Dios, de la naturaleza o de la Iglesia,
aunque no haya esperanza de enmienda, ETSI emendationis futura spes nulla
appareat. Os suplico acerca de esto que me digáis, padres míos, ¿quién ha
respondido mejor según vuestro deseo, el Padre Pintereau, o el Padre Brisacier,
que defiende a Bauny a vuestra manera: uno condenando esta proposición, pero
negando que sea de Bauny, y el otro, concediendo que la enseñó Bauny, pero
aprobándola al mismo tiempo? Oidlos discurrir. Habla el Padre Pintereau, p. .18:
¿No es traspasar los límites de todo pudor y portarse desvergonzadamente,
acusar al Padre Bauny de una doctrina tan condenable, como si fuera cierto
que la hubiera enseñado? Juzga, lector, cuánta es la indignidad de esta
calumnia; y considera con quien los jesuitas tienen que litigar; y si el autor de
falsedades tan atroces no debe de ser tenido de aquí en adelante corneo
intérprete del demonio, padre de las mentiras. Oíd ahora a vuestro Padre
Brisacier, p. 4, pag. 21: Efectivamente, el Padre Bauny dice lo que le habéis
atribuído. Esto es desmentir francamente al Padre Pintereau. Pero, añade para
justificar al Padre Bauny, al reprender esto, cuando un penitente estuviere a
vuestros pies, esperad que su ángel de la guarda hipoteque cuantos derechos
disfruta en el cielo, para darlos en fianza. Esperad que Dios Padre jure por su
cabeza que David mintió cuando dijo, por boca del Espíritu Santo, que todo
hombre es mentiroso, falaz y frágil; que ese penitente no mienta más, y que no
sea ya frágil, mudable, ni pecador como los otros. Y con esto no aplicarían

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jamás a ninguno la redención de Jesucristo.
¿Qué os parece, padres míos, de estas expresiones extravagantes e impías, que
dicen que si se había dé aguardar a que hubiese alguna esperanza de enmienda
en los pecadores para absolverlos, sería preciso esperar a que Dios Padre jurase
por su cabeza, que no volverían a pecar nunca? ¡Pues cómo, padres míos!, ¿no
hay diferencia entre la esperanza y la certidumbre? ¿No es hacer una injuria a la
gracia de Jesucristo, considerar imposible que los cristianos se libren jamás de
los crímenes contra la ley d Dios, de la naturaleza y de la Iglesia, y que esto no
puede esperarse, sin que el Espíritu Santo haya mentido? De modo, que según
vuestra doctrina, si no se diese la absolución a los que no dan esperanza alguna
de enmienda, la sangre de Jesucristo sería inútil y no redimiría jamás a nadie. A
qué estado, padres míos, os reduce el inmoderado deseo de conservar la gloria de
vuestros autores; puesto que no halláis más que dos caminos para justificarlos, o
la falsedad o la impiedad; por lo cual el recurso más inocente que os queda para
defenderos, es negar con audacia las más evidentes verdades.
Y por esta razón os valéis de semejante defensa tan a menudo. Pero va más allá
vuestra malicia. Forjáis escritos para hacer odiosos a vuestros adversarios, como
la carta de un ministro al doctor Arnauld, que divulgasteis por todo París, para
persuadir de que el libro de la Frecuente Comunión, aprobado por tantos obispos
y doctores, pero que os contrariaba, había sido compuesto con intervención
secreta de los ministros de Charenton. Otras veces atribuís a vuestros
adversarios, escritos rebosantes de impiedad, como la carta circular de los
jansenistas, cuyo estilo impertinente descubre a las claras un engaño grosero, y la
malicia ridícula de vuestro Padre Meinier, que se atreve a citar aquella obra, en
apoyo de las más negras imposturas, p. 28. Algunas veces citáis libros que jamás
existieron en el mundo, como las Constituciones del Santo Sacramento, de donde
suponéis algunos pasajes compuestos a placer por vosotros y que ponen de punta
los cabellos a los simples que desconocen vuestra habilidad para inventar y
publicar mentiras; porque no hay género de calumnia que no hayáis usado, y jamás
la máxima que la excusa pudo estar en mejores manos.
Pero ciertas máximas se destruyen con demasiada facilidad, y por ello
recurristeis a otras más sutiles, donde no particularizáis nada, para que no os
puedan coger en mentira, y para que no os respondan como cuando el Padre
Brisacier, dice: que sus adversarios cometen delitos abominables, pero que no
quiere descubrirlos. ¿De qué modo se rechazará esta calumnia tan indeterminada?
Parece cosa imposible. Sin embargo, un hombre hábil encontró el secreto; y es
también un capuchino, padres míos: muy mal os va con los capuchinos, y tengo
previsto para otra vez, que no os irá mejor con los benedictinos. Este capuchino
se llama el Padre Valeriano, de la casa de los condes de Magnis. Sabréis por esta

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breve historia, que ahora referiré, cómo respondió a vuestras calumnias. Había
felizmente conseguido la conversión del príncipe Ernesto Landgrave de Hesse,
Rheinsfelt: pero vuestros padres, como si les pesara que se hubiere convertido un
príncipe soberano sin intervención suya, compusieron un libro contra los escritos
de tal capuchino (porque en todas partes del mundo habéis dado en perseguir a
los buenos) donde falseasteis uno de sus conceptos para imputarle una doctrina
herética. También fue divulgada una carta contra él, donde le decían: ¡Oh, qué de
cosas tenemos que descubrir (sin decir cuáles) que te causarán harto dolor!
Porque si no se remedian, nos veremos en la obligación de advertir al Papa y a
los cardenales. Esto no deja de ser hábil; y supongo, padres míos, que les habréis
dicho lo mismo de mi persona; pero ved cómo responde, en su libro impreso en
Praga el año pasado, pág. 112 y siguientes: ¿Qué responderé a esas injurias
vagas e indeterminadas? ¿Cómo podré destruir calumnias que no se explican?
Sin embargo, se me ocurre una manera; declarar públicamente que tendré a los
que amenazan por falsarios, infames, desvergonzados, mentirosos, si no
descubren mis supuestos delitos ante todo el universo. Compareced, pues,
acusadores míos, y publicad en voz alta cuanto habéis dicho al oído mintiendo
descaradamente. Algunos juzgan que estas contiendas son escandalosas.
Verdaderamente es una escándalo horrible llegar a acusarme de herejía, y
hacerme sospechoso de muchos otros delitos. Pero yo no hago más que reparar
este escándalo al sostener mi inocencia.
En verdad, padres míos, que este padre capuchino, os sacudió bravamente, y
que jamás hombre alguno quedó más y mejor justificado; porque indudablemente
no encontrasteis manera de poderle probar la menor apariencia de delito, puesto
que no respondisteis a su reto. Tenéis a veces tropiezos desagradables: pero no
escarmentáis; porque poco tiempo después de vuestros ataques, le acometisteis de
igual manera sobre otro asunto; y él se defendió con las mismas armas, p. 151,
diciendo: Este género de hombres intolerables a toda la cristiandad, con
pretexto de devoción, aspiran a las grandezas y al dominio torciendo en su
interés todas las leyes divinas, humanas, positivas y naturales. Atraen con su
doctrina, por el miedo, o por la esperanza, a los poderosos de la tierra, y
abusan de su autoridad para triunfar en sus detestables intrigas. Pero sus
atentados, por criminales que sean, ni son corregidos ni castigados; al
contrario, son premiados y los cometen con la misma osadía que si hicieran un
servicio a Dios. Todo el mundo los reconoce, todo el mundo habla de ello con
horror; pero pocos hay que sean capaces de oponerse a su tiranía poderosa. Sin
embargo, yo me opuse, y reprimí su desvergüenza. Ahora me valdré del mismo
medio para deshacer las calumnias que han publicado contra mí. Declaro,
pues, que los autores de ella mienten descaradamente, MENTIRI IMPUDENTISSIME.

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Si lo que han dicho de mí es verdadero, que lo prueben; o que se vea que han
dicho una mentira desvergonzada. Su proceder en este punto descubrirá de
quién es la razón. Pero yo quisiera que todos advirtiesen, que este género de
hombres, que no sufren ni la más mínima injuria cuando la pueden rechazar,
fingen sufrir con mucha paciencia cuando se hallan confundidos, y cubren con
capa de una falsa virtud, su verdadera flaqueza. Por lo cual, he querido irritar
más vivamente su pudor, para que hasta los más lerdos reconozcan, que si
callan, su silencio no será efecto de la mansedumbre, sino de la turbación de su
conciencia.
Esto es lo que dice, padres míos, y acaba así: Esos hombres cuyos enredos
conoce ya todo el mundo, son tan evidentemente injustos, y tan insolentes en su
impunidad, que sería preciso que yo hubiese renunciado a Jesucristo y a su
Iglesia, si no abominara públicamente su proceder, tanto para justificarme,
como para impedir que los incautos se dejen engañar.
Padres míos, esto no tiene remedio, ya no hay escape: es necesario pasar por
calumniadores convencidos, y recurrir a vuestra máxima, que enseña que esas
calumnias no son delitos. Ese capuchino halló el secreto para taparos la boca; así
se ha de hacer siempre que aludáis a alguien sin alegar pruebas. Todo se reduce a
responderos como el capuchino: mentiris impudentissime. Porque ¿qué otra cosa
se puede responder, cuando vuestro Padre Brisacier dice, por ejemplo, que sus
adversarios, son puertas del infierno, pontífices del demonio, hombres que
renunciaron a la fe, a la esperanza y a la caridad, y que forman el tesoro del
Anticristo? Esto que digo, añade, no es para injuriarlos, sino para mantener el
imperio de la verdad. ¿Quién se resuelve a probar que no es puerta del infierno;
y que no forma parte del tesoro del Anticristo?
¿Y qué se puede responder a todos los discursos vagos que se hallan en
vuestros libros y en vuestras advertencias, referentes a mis cartas? Por ejemplo:
Que hay algunos que se aplican las restituciones, y dejan a los acreedores en la
pobreza. Que se han ofrecido sacos de dinero a algunos sabios religiosos que
los rehusaron. Que se dan beneficios a algunos para que siembren herejías
contra la fe. Que hay asalariados entre los eclesiásticos más ilustres y en las
cortes soberanas. Que yo también soy pensionista de Port-Royal; y que antes
que compusiera mis cartas hacía novelas; yo, que en mi vida he leído ninguna, y
que desconozco hasta los títulos de las que escribió vuestro apologista! ¿Qué se
puede responder a toda esta sarta de calumnias, padres míos, sino, mentiris
impudentissime, cuando no nombráis las personas, sus palabras, el tiempo y
lugar? Porque se impone callar, o alegar y probar todas las circunstancias, como
yo lo hago, cuando os cuento las historias del Padre Alby o de Juan de Alba. De
otra manera vosotros mismos os hacéis el daño. Todas vuestras fábulas tal vez os

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hubieran servido de algo antes de que vuestras máximas fuesen conocidas; pero
una vez descubiertas, cuando tratéis de decir al oído: que un hombre honrado,
que desea ocultar su nombre, os ha declarado cosas horribles de semejante
gente, se os recordará el mentiris impudentissime del buen padre capuchino. Ya
hace tiempo que andáis engañando al mundo, y que abusáis de la facilidad con
que los hombres creían vuestras falsedades. Hora es ya de devolver la reputación
a tantas personas calumniadas. Porque ¿qué inocencia puede haber tan arraigada y
generalmente reconocida, que no sufra detrimento por las calumnias de una
Compañía diseminada por toda la tierra, y que bajo el hábito religioso encubre
almas tan irreligiosas, que cometen crímenes como la calumnia, no contra sus
máximas, sino conforme a sus propias máximas? Así nadie me vituperará por
haber destruido el crédito que habíais alcanzado, por ser más justo conservar la
reputación de tantas personas piadosas a las cuales habéis difamado sin motivo,
que respetar la fama de sinceros que disfrutáis sin merecer. Y como la reputación
de aquéllos no se podía restaurar sin destruir la vuestra, ved si era necesario
descubriros tales como sois. Esto es lo que dejo empezado, pero falta mucho para
llegar al fin. Ello ha de ser, padres míos, y no puede libraros toda vuestra
política, pues los esfuerzos que podéis hacer para impedirlo sólo servirán para
que, hasta los menos avisados reconozcan que teméis, y que vuestra conciencia os
reprocha ya lo que pienso deciros. Lo prueba el empeño con que apuráis toda
clase de recursos para desacreditarme por anticipado.

25 de noviembre de 1656.

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CARTA XVI

CALUMNIAS HORRIBLES DE LOS JESUITAS CONTRA PIADOSOS ECLESIÁSTICOS Y SANTAS


RELIGIOSAS.

Reverendos padres míos: He aquí la continuación de vuestras calumnias, y


desde luego, responderé a las que de vuestras advertencias no tratamos aún. Pero
como abundan en todos vuestros otros libros me procurarán bastante materia para
entreteneros acerca de este asunto mientras lo considere necesario. Os diré, pues,
en pocas palabras, respecto a la fábula que divulgasteis en vuestros escritos
contra el obispo de Ypres, que interpretáis maliciosamente algunas frases
ambiguas de una de sus cartas, que pudiendo tener honrado sentido, han de
interpretarse buenamente, conforme al espíritu de la Iglesia, y no de otra manera,
según las intenciones de vuestra Compañía. ¿Cómo pretendéis que al decir a su
amigo: no te dé tanto cuidado tu sobrino, le daré lo que necesite del dinero que
tengo en mis manos; haya querido decir que tomaba ese dinero sin propósito de
restituirlo y no solamente por un plazo prudencial? Y no es cierto que obrasteis
imprudentemente al presentar vosotros mismos la convicción de vuestra mentira,
cuando hicisteis imprimir las otras cartas del obispo de Ypres, donde
visiblemente se descubre que disponía de ese dinero para su amigo con intención
de reponerlo después? Esto se ve en la carta fechada el 30 de julio de 1619,
donde aparecen estas palabras que os confunden: No te dé cuidado por LOS
ANTICIPOS; no le faltará nada mientras estuviere aquí. Y en la de 6 de enero de
1620, donde dice: Mucha prisa tienes, y aunque fuera preciso rendir cuentas,
no es tan corto mi crédito que no hallara quien me prestase lo necesario.
Resultáis impostores, padres míos, tanto en esta fábula como en el cuento
ridículo del cepillo de Saint-Merri. ¿Qué ventaja os proporciona la acusación
lanzada por uno de vuestros fieles amigos contra un honrado eclesiástico para
desacreditarle? ¿Se puede suponer a un hombre culpable por el solo hecho de ser
acusado? No, padres míos. Contra los hombres de bien nunca faltan acusadores,
porque nunca faltarán en el mundo calumnias mientras hubiere jesuitas. No por la
acusación, sino por la sentencia, es necesario juzgar. Y la que se dictó en 23 de
febrero de 1656 justifica plenamente a ese sacerdote. Por otra parte, el acusador
que se había empeñado temerariamente en esta causa injusta fue abandonado por
sus colegas y huyó después de retractarse de lo dicho. Y en cuanto a lo que decís
en el mismo lugar de aquel famoso director que se enriqueció en un instante con
novecientas mil libras, basta informarse de los párrocos de San Roque y de San
Pablo, que atestiguarán en todo París del absoluto desinterés que presidió este
asunto y de vuestra inexcusable malicia en esta impostura.

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Dejemos ya de lado estas falsedades vanas, que sólo son maquinaciones
elementales de vuestros novicios y no maquinaciones importantes de vuestros
famosos profesores. Vengamos, pues, padres míos, a esa impostura, una de las
más atroces que ha producido vuestro ingenio. Me refiero a la insoportable
audacia con que osasteis acusar a santas religiosas y a sus directores: De que no
creían en el misterio de la transubstanciación, ni en la presencia real de
Jesucristo en la Eucaristía. Esta sí, padres míos, que es una impostura digna de
vosotros. Es un crimen que sólo Dios puede castigar, como sólo vosotros sois
capaces de cometerlo. Sería necesario ser tan humilde como esas humildes
vírgenes para sufrirlo con paciencia. Sería necesario ser tan perverso como los
infames calumniadores para creerlo. No trataré de justificarlas porque se hallan
libres de sospecha. Y si necesitaran defensores, los tendrían mejores que yo. Lo
que voy a decir no es para demostrar su inocencia, sino para demostrar vuestra
malicia. Sólo quiero que vosotros mismos sintáis el horror de vuestra obra, y
convencer a todo el mundo de que después de esto no hay villanía de que no seáis
capaces.
No dejaréis de achacarme que soy de Port-Royal: es lo primero que decís de
los que se oponen a vuestros excesos; como si allí solamente hubiera hombres
celosos para defender la pureza y la moral cristianas. Conozco, padres míos, el
mérito de los piadosos solitarios que se retiran allá. Sé cuánto la Iglesia debe a
sus escritos edificantes y sólidos. Reconozco sus talentos y su devoción; y aunque
no haya vivido jamás entre ellos, como queréis darlo a entender, sin saber quién
soy, trato a algunos y venero la virtud de todos. Pero Dios no redujo sólo a éstos
los que quiere oponer a vuestros desórdenes. Espero, con su auxilio, padres míos,
mostraros la experiencia; y si me hace la gracia de conservarme la voluntad que
me infunde de emplear en su servicio cuanto he recibido de su mano, os hablaré
de tal manera que tal vez os pese que vuestro agresor no sea uno de los de Port-
Royal. Y para atestiguarlo, padres míos, mientras los que vosotros ultrajáis con
esa insigne calumnia se contentan con ofrecer a Dios sus preces para alcanzar el
perdón; yo, que no entro en esa injuria, me encargo de avergonzaros a la faz de
toda la Iglesia, para que sintáis aquella confusión saludable de que habla la
Escritura, y que es casi el único remedio para una obstinación como la vuestra.
Imple facies eorum ignominia, et quoerent nomen tuum, Domine.
Es necesario refrenar la insolencia que no guarda respeto ni aun a los lugares
más santos. Porque ¿quién podrá librarse de semejantes calumnias? ¡Cómo,
padres míos, anunciáis vosotros mismos en París un libro tan escandaloso, con el
nombre de vuestro P. Meynier y con este título infame: El Port-Royal y Ginebra,
de acuerdo contra el Misterio del Santísimo Sacramento del Altar, donde
acusáis de esta apostasía no solamente al abad de Saint-Cyran y al doctor

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Arnauld, sino también a la madre Inés, su hermana, y a todas las religiosas del
monasterio, y decí p. 96: Que su fe es tan sospechosa respecto a la Eucaristía,
como la del doctor Arnauld, del cual aseguráis en la p. 4: Ser efectivamente
calvinista! Pregunto acerca de esto: ¿Hay entre los católicos alguno sobre quien
podáis lanzar un reproche tan abominable con menos verosimilitud? Porque
decidme, padres míos: Si esas religiosas y sus directores estuvieran de acuerdo
con Ginebra para combatir al Santísimo Sacramento del Altar (y que causa
horror sólo pensarlo), ¿hubieran ellas tomado por principal objeto de su piedad
este Sacramento que tanto detestaban? ¿Por qué hubieran añadido a su Regla la
institución del Santísimo Sacramento? ¿Por qué hubieran tomado el hábito del
Santísimo Sacramento, el nombre de Hijas del Santísimo Sacramento, y llamado
a su iglesia la iglesia del Santísimo Sacramento? ¿Por qué habrían solicitado y
conseguido de Roma la confirmación de su instituto y la licencia de rezar todos
los jueves el oficio del Santísimo Sacramento, donde está la fe de la Iglesia tan
perfectamente expresada? ¿Concuerda todo esto con haberse conjurado con
Ginebra para abolir esta fe en la Iglesia? Y ¿se hubieran obligado, por devoción
particular aprobada por el Papa, a velar día y noche la Santa Hostia, para reparar
con sus adoraciones perpetuas a ese perpetuo sacrificio, la impiedad de la herejía
que lo quiso aniquilar? Decid, pues, padres míos, si es que podéis, ¿por qué
motivo, entre todos los misterios de nuestra religión, hubieran dejado los que
ellas creen por uno en que no creen? Y ¿por qué se habrían declarado tan
especialmente a este misterio de nuestra fe, si le considerasen, como los herejes,
un misterio de iniquidad?
¿Qué respondéis, padres míos, a tantos testimonios evidentes, no sólo de
palabra, sino también de obra? ¡Y no de obras particulares, sino de una vida
continua y enteramente consagrada a la adoración de Jesucristo expuesto sobre
nuestros altares! ¿Qué responderéis a los libros que llamáis de Port-Royal, llenos
de términos los más precisos, que los padres y los concilios usaron para explicar
la esencia de ese Misterio? Es ridículo, al par que horrible, el modo que tenéis de
responder en vuestro libelo. El doctor Arnauld, decís, habla ciertamente de
transubstanciación; mas puede ser que entienda una transubstanciación
significativa. Asegura creer en la presencia real, pero ¿quién nos ha dicho que no
entiende por ello una figura verdadera y real? ¿En qué estamos, padres míos?
¿Quién se podrá librar, sin que vosotros le hagáis calvinista cuando os agradare,
si se os deja la libertad de corromper las expresiones más canónicas y más
santas, con las sutilezas maliciosas de vuestros nuevos equívocos? Porque ¿quién
se ha servido jamás de otros términos que aquéllos, y sobre todo en sencillos
discursos de devoción, donde no se trata de controversias? Y, sin embargo, por el
amor y el respeto que tienen a este misterio santo, han llenado sus escritos de

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términos tan claros, que os desafío, padres míos, para que, por más artificiosos
que seáis, podáis hallar ni la menor sombra de ambigüedad, ni la menor
conformidad con el sentir de Ginebra.
Todo el mundo sabe, padres míos, que la herejía de Ginebra consiste
esencialmente, como vosotros lo decís, en creer que Jesucristo no está contenido
en este Sacramento; que es imposible que esté a un mismo tiempo en varios
lugares; que sólo está verdaderamente en el cielo, y que sólo allí se le debe
adorar y no en los altares; que la sustancia del pan no varía; que el cuerpo de
Jesucristo no entra en la boca ni en el pecho; que sólo se toma por la fe, y por esto
los malos no la toman; y que la misa no es un sacrificio, sino una abominación.
Ved, padres míos, cómo Port-Royal está de acuerdo con Ginebra en sus libros,
donde se lee, para vuestra confusión: Que la carne y sangre de Jesucristo están
contenidas bajo las especies de pan y vino, carta 2. del Dr. Arnauld, p. 259. Que
el santo de los santos está presente en el Santuario, y que allí se le debe
adorar; ibíd., p. 243. Que Jesucristo habita en los pecadores que comulgan, por
la presencia real y verdadera de su Cuerpo en su pecho, aun cuando no con la
presencia de su Espíritu en su corazón; Freq. Com., part. 3, c. 16. Que las
cenizas muertas de los cuerpos de los santos logran su dignidad más preciada
en esta semilla de vida que les procura el haber tocado la carne inmortal y
vivificante de Jesucristo, 1 part., c. 40. Que no es por ningún poder natural,
sino por la omnipotencia de Dios, para quien no hay nada imposible, que el
cuerpo de Jesucristo está contenido en la hostia y en la menor película de la
hostia; Theol. Fam., 1. 15. Que la Virtud Divina está presente para producir el
efecto que las palabras de la consagración representan, ibíd. Que Jesucristo,
humillado en el altar, a un mismo tiempo está elevado en su gloria: que está,
por sí mismo y por su poder ordinario, en diferentes lugares a un mismo tiempo,
en medio de la Iglesia triunfante, y en medio de la militante y viajera; de la
Susp. Razón, 21. Que las especies sacramentales permanecen suspensas y
subsisten extraordinariamente sin que algún sujeto las sustente, y que el cuerpo
de Jesucristo está también suspendido bajo las especies, sin depender de ellas
como las sustancias dependen de los accidentes; ibíd., 23. Que las sustancia
del pan se muda, dejando los accidentes inmutables; Oficio ecles. del SS. Sacr.
Que Jesucristo está en la Eucaristía, con la misma gloria que goza en el Cielo;
Cartas del Abad de Saint-Cyran, t. 1, cart. 93. Que su humanidad gloriosa
reside en los tabernáculos de la Iglesia, bajo las especies del pan que le cubren
visiblemente; y que sabiendo que somos torpes, nos conduce así a la adoración
de su divinidad presente en todos lugares, por la de su humanidad presente en
un lugar particular, ibíd. Que recibimos el cuerpo de Jesucristo sobre la
lengua, y su divino contacto la santifica, cart. 32. Que entra en la boca del

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sacerdote, cart. 72. Que aunque Jesucristo se haya hecho accesible en el
Santísimo Sacramento por efecto de su amor y de su clemencia, no deja de
conservar su inaccesibilidad como una condición inseparable de su naturaleza
divina; porque aunque solo el cuerpo y sola la sangre estén allí en virtud de las
palabras vi VERBORUM, como dice la Escuela, eso no impide que toda su
divinidad, así como su humanidad, allí también esté por una conjunción
necesaria; Defensa del Rosario del Santísimo Sacramento, p. 217. Y por fin:
Que la Eucaristía es juntamente sacrificio y Sacramento; Theol. Fam., 1. 15; y
que aun cuando este sacrificio sea una conmemoración del de la Cruz, hay, sin
embargo, esta diferencia: que el sacrificio de la misa sólo se ofrece para la
Iglesia y para los fieles que están en su comunión; y el de la Cruz se ofreció
para todo el mundo, como dice la Escritura; ibíd., p. 153. Esto basta, padres
míos, para haceros ver claramente que acaso no hubo jamás impudicia semejante
a la vuestra. Pero me propongo que seáis vosotros quienes pronuncien la
sentencia contra vosotros mismos. Decidme de qué palabras se valdrá un hombre
para que nadie sospeche que está de acuerdo con Ginebra. Si el Dr. Arnauld, dice
vuestro P. Meynier, p. 83, hubiera dicho que en este admirable Misterio no hay
sustancia de pan bajo las especies, sino sólo la carne y sangre de Jesucristo, yo
conviniera en que se había declarado enteramente contra Ginebra. Confesadlo,
pues, impostores, y dadle una reparación pública. ¿Cuántas veces habéis visto lo
mismo en los pasajes que acabo de citar? Pero, además, la Teología familiar del
Abad de Saint-Cyran, aprobada por el doctor Arnauld, contiene la doctrina y
sentir de entrambos. Leed, pues, toda la lección 15, y particularmente el artículo
segundo, y hallaréis las palabras que pedís y aún más formalmente que vosotros
las expresáis: ¿Hay pan en la hostia y vino en el cáliz? No; porque toda la
sustancia del pan y del vino fue sustituida por la sustancia del Cuerpo y de la
Sangre de Jesucristo, y ésta queda sola, cubierta con las cualidades y especies
del pan y del vino.
Así, padres míos, ¿volveréis a decir que Port-Royal sólo enseña lo que
Ginebra admite, y que cuanto ha dicho Arnauld, en su carta 2, lo diría un
ministro de Charentón? Haced, pues, hablar a Mestrezat, como habla el Dr.
Arnauld en esta carta, p. 237 y sig. Hacedle decir: Que es una mentira infame
acusarle de que niega la transubstanciación; que por fundamento de sus
escritos toma la verdad de la presencia real del Hijo de Dios, opuesta a la
herejía de los calvinistas; que se tiene por dichoso de hallarse en un lugar
donde se adora continuamente al Santo de los Santos presente en el santuario.
Y esto, es mucho más contrario al error de los calvinistas que la misma presencia
real; supuesto que, como dice el cardenal Richelieu en sus controversias, p. 536:
Los ministros modernos de Francia, habiéndose unido con los luteranos que

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creen la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, declararon que no se
apartan de la Iglesia, por este misterio, sino por causa de la adoración de los
católicos a la Eucaristía. Haced que Ginebra firme todos estos pasajes, sacados
de los libros de Port-Royal; y no solamente los pasajes, sino los tratados enteros
que hablan de este misterio, como el libro de la, Frecuente Comunión, la
Explicación de las ceremonias de la Misa, el Ejercicio durante la Misa, las
Razones de la suspensión del Santo Sacramento, la traducción de los himnos del
Oficio de Port-Royal, etc. Y, finalmente, haced que se establezca en Charentón la
institución santa de adorar continuamente a Jesucristo en la Eucaristía, como se
observa en Port-Royal; y será el más señalado servicio que podréis hacer a la
Iglesia, pues entonces Port-Royal no estará de acuerdo con Ginebra, sino
Ginebra de acuerdo con Port-Royal y con toda la Iglesia.
En verdad, padres míos, no podía ocurriros nada peor que acusar a Port-Royal
de no creer en la Eucaristía; yo diré lo que os indujo a ello. Ya sabéis que
entiendo algo de vuestra política, y sin duda la habéis aplicado muy bien en esta
ocasión. Si el Abad de Saint-Cyran, y el Dr. Arnauld, no hubieran hecho más que
decir lo que se debe creer acerca de ese misterio, y no lo que se debe hacer para
disponerse a él, fueran a vuestro juicio los mejores católicos del mundo y no se
hubieran hallado equívocos en sus términos de presencia real y de
transubstanciación. Pero como es preciso que todos los que se oponen a vuestras
relajaciones sean tenidos por heréticos en el mismo punto que os reprueban,
¿cómo podría el Dr. Arnauld no serlo acerca de la Eucaristía, habiendo
compuesto expresamente un libro contra las profanaciones que vosotros hacéis de
este Sacramento? ¿Fuera bueno, padres míos, que el doctor Arnauld dijera
impunemente que no se debe dar el cuerpo de Jesucristo a los que recaen
siempre en los mismos delitos y no dan señal alguna de enmienda, y es menester
apartarlos del altar algún tiempo, para que se purifiquen con una penitencia
sincera y recojan después el fruto? No, no podéis sufrir que se hable así, padres
míos; no tendríais tanta gente en vuestros confesonarios. Porque vuestro P.
Brisacier dice que si siguierais ese método, jamás aplicaréis a alguno la sangre
de Jesucristo. Más vale que sigáis la práctica de la Compañía que vuestro P.
Mascareñas alega en un libro aprobado por vuestros doctores, y aun por vuestro
Rdo. P. General: Que todo género de personas, y aun los sacerdotes, pueden
recibir el cuerpo de Jesucristo el mismo día que cometieron pecados
abominables; que lejos de haber irreverencia alguna en estas comuniones, por
el contrario, son loables; que los confesores no los deben disuadir, antes deben
aconsejar a los que acaban de cometer tales pecados, que comulguen al
instante; porque aunque la Iglesia lo haya prohibido, esta prohibición está
abolida por la práctica universal de toda la tierra. Mase., tr. 4, disp. 5, n. 284.

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Ved lo que es tener jesuitas en todo el orbe. Ved la práctica universal que
habéis introducido y queréis mantener. No importa que las mesas de Jesucristo se
cubran de abominación con tal que vuestras iglesias se llenen de gente. Decid,
pues, que son herejes contra el Santísimo Sacramento los que se oponen a esta
práctica, y que es necesario que sea así, cueste lo que cueste. Pero ¿cómo lo
podréis mantener después de tantos testimonios invencibles que han dado de su
fe? ¿No teméis que refiera las cuatro importantes pruebas que dais de su herejía?
Lo merecéis, padres míos, y no debo ahorraros esta vergüenza. Examinemos,
pues, la primera.
El Abad de Saint-Cyran, dice el P. Meynier, consolando a un amigo suyo
sobre la muerte de su madre, tom. 1, carta 14, dice que el sacrificio más
agradable que se puede ofrecer a Dios en estos casos es el de la paciencia.
Luego es calvinista. Este es un argumento muy sutil, y no sé si hay quien penetre
la razón. Dígala, pues, él mismo. Porque, dice este gran controversista, no cree
en el sacrificio de la misa por ser de todos el más agradable a Dios. Digan
ahora que los jesuitas no saben argüir. De tal manera lo entienden, que darán por
herético todo lo que les plazca y hasta la Sagrada Escritura. Porque ¿no será
herejía decir, como lo hace el Eclesiastés, que no hay cosa peor que amar el
dinero: NIHIL EST iniquius quam amare pecuniam: como si los adulterios, los
homicidios y la idolatría no fuesen mayores delitos? ¿Quién no dirá, a cada
instante, cosas por el estilo, como, por ejemplo, que el sacrificio de un corazón
contrito y humillado es el más agradable a los ojos de Dios, cuando en estos
discursos no piensa sino en comparar ciertas virtudes interiores unas con otras, y
no con el sacrificio de la misa, que es de un orden muy diferente e infinitamente
mucho más elevado? ¿No sois, pues, ridículos, padres míos? ¿Será preciso que
para acabar de confundiros os recuerde las frases de aquella misma carta donde
el Abad de Saint-Cyran trata del sacrificio de la Misa como el más excelente de
todos, y dice: Que se ofrece a Dios todos los días y en todo lugar el sacrificio
del Cuerpo de su Hijo, que no ha encontrado MANERA MÁS EXCELENTE de honrar
al Padre. Y después: Que Jesucristo nos ha obligado a tomar, a la hora de la
muerte, su Cuerpo sacrificado, para que sea más agradable a Dios el sacrificio
del nuestro y para unirse con nosotros en aquella hora y fortalecernos
santificando con su presencia el última sacrificio que ofrecemos a Dios de
nuestra vida y de nuestro cuerpo. Ocultáis todo esto, padres míos, y no dejáis de
decir que el Abad de Saint-Cyran aconseja no comulgar a la muerte, como lo
hacéis vosotros, p. 33, y que no cree en el sacrificio de la Misa; porque nada
parece demasiado audaz a los calumniadores de oficio.
Vuestra segunda prueba es aún mejor testimonio. Para suponer calvinista al
Abad de Saint-Cyran, a quien atribuís el libro de Pedro Aurelio, os servís de un

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pasaje donde Aurelio explica, p. 89, cómo la Iglesia se conduce con los
sacerdotes y los obispos, cuando los quiere privar y degradar. La Iglesia, dice,
no pudiendo quitarles la potestad del orden, por cuanto el carácter que tienen
es indeleble, hace de su parte lo posible; borra de su memoria aquel carácter
que no puede borrar del alma de los que lo han recibido; los considera como si
ya no fueran sacerdotes u obispos; de manera que, según su lenguaje ordinario,
se puede decir que ya no lo son, bien que lo sean siempre por razón del
carácter, OB INDELEBILITATEM CHARACTERIS. Ya veis, padres míos, cómo este
autor, aprobado por tres juntas generales del clero francés, dice claramente que el
carácter sacerdotal es indeleble; y, sin embargo, le hacéis decir todo lo contrario
en ese mismo lugar: Que el carácter sacerdotal no es indeleble. Calumnia
insigne, o según vosotros, pequeño pecado venial: porque este libro os había
hecho algún daño al refutar las herejías de vuestros colegas de Inglaterra acerca
de la autoridad episcopal. Pero resulta una insigne extravagancia que después de
haber falsamente supuesto que el Abad de Saint-Cyran opina que este carácter se
puede borrar, concluís que no cree en la presencia real de Jesucristo en la
Eucaristía.
No temáis que os responda a esto, padres míos. Si no tenéis sentido común, no
está en mí dároslo. Cuantos lo tienen se burlarán de vosotros, como también de
vuestra tercera prueba, que se funda en estas frases de La Frecuente Comunión, 3
p. c. 11: Que Dios nos da en la Eucaristía EL MISMO MANJAR que da a los santos
en el Cielo, sin otra diferencia que aquí no nos muestra su apariencia y sabor
sensible, reservando uno y otro para el Cielo. En verdad, padres míos, estas
palabras expresan tan sencillamente la doctrina de la Iglesia, que no comprendo
cómo es posible tergiversarla. Yo sólo veo lo que el concilio de Trento enseña,
ses. 13, c. 8: que no hay otra diferencia entre Jesucristo en la Eucaristía y
Jesucristo en el Cielo, sino que aquí está velado y allí no. No dice Arnauld que no
haya diferencia en el modo de recibir a Jesucristo, sino solamente que no la hay
en Jesucristo que se recibe. Sin embargo, queréis, contra toda razón, suponer que
dice: "Como en el Cielo no se toma a Jesucristo en la boca, tampoco debe
tomarse en la tierra". Y de aquí deducís su herejía.
Os compadezco, padres míos. ¿Será preciso explicároslo más? ¿Por qué
confundís el manjar divino con el modo de recibirlo? Sólo hay, como acabo de
decir, una diferencia en este manjar; y es que en el Cielo se deja ver y aquí en la
tierra está oculto por velos que nos impiden su percepción sensible; pero son
muchas las diferencias que hay entre los cristianos en esta vida y los
bienaventurados en la otra. El estado de los cristianos, como dice el cardenal
Perron, según los Santos Padres, ocupa un lugar medio entre el estado de los
bienaventurados y el de los judíos. Los bienaventurados poseen a Jesucristo

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realmente sin figuras ni velos. Los judíos no poseyeron más que los velos y
figuras de Jesucristo, como eran el maná y el cordero pascual. Los cristianos
poseen a Jesucristo en la Eucaristía real y verdaderamente, pero todavía oculto.
Dios, dice S. Eucher, se hizo tres tabernáculos: la sinagoga, que sólo tuvo
misterio sin verdad; la Iglesia, que tiene verdad y misterio, y el Cielo, donde no
hay misterio y sólo hay verdad. Saldríamos del estado en que nos hallamos, que
es el de la Fe, que San Pablo opuso tanto a la Ley como a la visión clara: si sólo
poseyéramos las figuras sin Jesucristo; porque es propio de la Ley poseer el
misterio solamente y no la sustancia; y saldríamos también de nuestro estado si le
poseyésemos visiblemente; porque la fe, como dice el mismo apóstol, no es de lo
visible. Y así la Eucaristía, perfectamente proporcionada a nuestro estado de fe,
contiene verdaderamente a Jesucristo, pero oculto. De manera que sería destruir
este estado si Jesucristo no estuviese realmente bajo las especies de pan y vino,
como pretenden los herejes; y también sería destruirle, si le recibiésemos visible
como en el Cielo; pues sería confundir nuestro estado con el estado del judaísmo
o con el de la Gloria.
Ved, padres míos, la razón misteriosa y divina de este divino misterio. Ved lo
que nos obliga a aborrecer a los calvinistas, que nos reducen a la condición de
los judíos; y lo que nos hace aspirar a la Gloria de los bienaventurados, que nos
dará el pleno y eterno goce de Jesucristo. Por donde veis que hay muchas
diferencias en la manera de comunicarse a los bienaventurados y a los cristianos;
y entre otras, la de recibirle nosotros en la boca, lo que no hacen los
bienaventurados en el cielo. Pero estas diferencias dependen solamente de la que
media entre el estado de la fe en que nos hallamos y el de la clara visión donde se
hallan ellos. Esto, padres míos, es lo que el Dr. Arnauld ha dicho claramente en
estas palabras: No debe haber otra diferencia entre la pureza de los que reciben
a Jesucristo en la Eucaristía y la de los bienaventurados, que la que hay entre
la fe y la clara visión de Dios, de donde sólo depende el modo diferente de
recibirle en la tierra y en el Cielo. Deberíais, padres míos, venerar en estas
palabras las verdades santas, en vez de corromperlas, para deducir la herejía que
ni se halla en ellas, ni se puede hallar jamás, de que sólo se toma a Cristo por la
fe y no por la boca, como lo dicen maliciosamente vuestros PP. Annat y Meynier,
haciendo de esto el punto capital de su acusación.
Por lo visto, estáis muy faltos de pruebas, padres míos, y por eso habéis
recurrido a un nuevo artificio, falsificando el concilio de Trento, a fin de que el
Dr. Arnauld no estuviera conforme con él; porque son muchos los recursos a que
apeláis para hacer herejes. Semejante falsificación la hizo el P. Meynier en
cincuenta lugares de su libro, y solamente en la p. 54, ocho o diez veces, donde
pretende que para expresarse como católico no basta decir: "Creo que Jesucristo

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está presente realmente en la Eucaristía"; sino que es preciso decir: Creo, CON EL
CONCILIO, que está allí presente con una verdadera PRESENCIA LOCAL, O
localmente. Y cita el concilio, ses. 13, can. 3, can. 4, can. 6. ¿Quién no creyera,
viendo la frase presencia local citada en tres cánones del Concilio universal, que
sería así efectivamente? Esta treta os pudo servir antes de que saliera mi carta 15;
pero ahora, padres míos, muy poco podéis engañar. Ya todos registran el concilio,
y hallan que sois falsarios; porque estas frases de presencial local, localmente,
localidad, jamás estuvieron en esos cánones. Y más os digo, padres míos, que no
están en ningún otro lugar de ese concilio, que no se hallan en los demás concilios
que precedieron, ni aun en ningún Padre de la Iglesia. Os suplico, pues, padres
míos, que me digáis si tenéis por calvinistas a todos los que no se valieron de esa
frase. Si es así, el concilio de Trento y los Santos Padres sin excepción, resultan
sospechosos. ¿No tenéis otra manera de inculpar al doctor Arnauld de herejía sin
ofender a tantos que no os han hecho ningún daño, y entre otros a Santo Tomás,
uno de los mayores defensores de la Eucaristía, que no solamente no se sirvió de
esas frases, sino que las desechó, 3, p. quoes. 76, a. 5, donde dice: Nullo modo
corpus Christi est in hoc sacramento localiter. ¿Qué autoridad tenéis, padres
míos, para introducir frases nuevas y ordenar que se use de ellas para expresar
bien la fe, como si la profesión de fe dispuesta por los Papas, según el concilio,
donde no están estas frases, fuera defectuosa, y dejase en la creencia de los fieles
alguna ambigüedad, que sólo vosotros hubierais descubierto? ¡Qué temeridad
exigir que los doctores se valgan de esas frases! ¡Qué falsedad atribuirlas a los
concilios generales! ¡Qué ignorancia no saber que los santos más esclarecidos en
doctrina las han rechazado! Avergonzaos, padres míos, de vuestras imposturas
ignorantes, según dice la Escritura a los impostores ignorantes como vosotros: DE
MENDATIO ineruditionis tuoe confundere.
No intentéis ser maestros; carecéis del carácter y la suficiencia necesarios.
Pero si queréis hacer vuestras proposiciones con mayor modestia, se os
escuchará. Porque aunque la frase presencia local haya sido rechazada por Santo
Tomás, como habéis visto, porque el cuerpo de Jesucristo. Y en este sentido el
Dr. Arnauld no tendrá dificulnaria de los cuerpos en sus lugares, sin embargo
algunos controversistas modernos han aceptado esta frase porque sólo entienden
por ella que el cuerpo de Jesucristo está verdaderamente bajo las especies, y que
hallándose éstas en un lugar determinado, también lo está el cuerpo de Jesucristo.
Y en este sentido el Dr. Arnauld no tendrá dificultad en admitirlo, puesto que el
Abad de Saint-Cyran y él han declarado tantas veces que Jesucristo en la
Eucaristía está verdaderamente en un lugar particular, y milagrosamente en
diferentes lugares a un mismo tiempo. Así habéis dado con todos vuestros
artilugios en tierra, y no habéis podido dar la menor apariencia de verdad a una

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acusación que no deberíais haber formulado sin tener antes pruebas invencibles
para fundarla.
¿Pero de qué sirve, padres míos, oponer la inocencia de estos varones a
vuestras calumnias? No les atribuís tales errores porque creáis que los mantienen,
sino porque os dañan. Esto es bastante, según vuestra teología, para calumniarles
sin cometer delito y podéis, sin confesión ni penitencia, decir misa cuando
imputáis a sacerdotes que la dicen todos los días el supuesto de que es una
idolatría; lo que sería tan horrible sacrilegio que vosotros mismos habéis
mandado ahorcar en efigie a vuestro P. Jarrige porque había celebrado cuando
estaba en inteligencia con Ginebra.
No me admira que acuséis a vuestros adversarios de delitos tan enormes y tan
falsos, sin escrúpulo alguno de conciencia; pero me asombra que les imputéis, con
tan poca prudencia, crímenes tan inverosímiles. Porque aun cuando disponéis de
los pecados a vuestro antojo, ¿pensáis de igual manera disponer de la fe de los
hombres? En verdad, padres míos, que si hubiese de recaer la sospecha de
calvinismo sobre ellos o sobre vosotros, os hallaríais en mala situación. Sus
discursos son tan católicos como los vuestros; pero su conducta confirma su fe, y
la vuestra la desmiente. Si creéis, como ellos, que ese pan se muda efectivamente
en cuerpo de Jesucristo, ¿por qué no pedís, como ellos piden, que el corazón de
piedra y de hielo de los que comulgan por vuestro consejo se cambie
sinceramente en corazón de carne y de amor? Si creéis que Jesucristo se
representa en este sacramento, como si estuviera muerto, para enseñar a los que
se le acercan a morir para el mundo, para el pecado y para sí mismos, ¿por qué
incitáis a que vengan a él los que aún conserven vivas las pasiones criminales? Y
¿cómo juzgáis dignos del pan del cielo los que ni aun merecen comer el de la
tierra?
¡Oh grandes veneradores de este santo misterio, cuyo celo se ocupa en
perseguir a los que le honran con tantas comuniones santas y en lisonjear a los que
le deshonran con tantas comuniones sacrilegas! ¡Por cierto es cosa digna de los
que se dicen defensores de tan puro y adorable sacrificio hacer que vengan los
pecadores más empedernidos apenas salieron del cieno de sus pecados y que
rodeen la mesa de Jesucristo, y poner entre ellos a un sacerdote, cuyo confesor le
envía impúdico al altar, para ofrecer en lugar de Jesucristo, esta víctima santa, al
Dios de Santidad, y llevarla de sus manos impuras a las bocas hediondas!
¿Parecerá oportuno que los que practican esta conducta por toda la tierra, según
las máximas aprobadas por su general, calumnien al autor de la Frecuente
comunión y a las religiosas del Santísimo Sacramento, diciendo que no creen en
este Sacramento?
No se limita, sin embargo, a esto vuestra malicia. Es preciso, para satisfacer

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vuestra pasión, acusarlos de haber renunciado a Jesucristo y a su bautismo. No
son éstas, padres míos, invenciones caprichosas como las vuestras; son los
funestos extremos con que habéis llenado la medida de vuestras calumnias. Una
tan insigne falsedad no hubiera estado en manos dignas de sostenerla, si la
dejabais en las de vuestro amigo Filleau, de quien os valisteis para lanzarla.
Vuestra Compañía se la ha atribuido resueltamente, y vuestro P. Meynier acaba de
sostener como una verdad cierta que Port-Royal conspira secretamente de treinta
y cinco años a esta parte y que el abad de Saint-Cyran y el obispo Ypres son los
jefes de esa conspiracion para destruir el Misterio de la Encarnación,
persuadir de que el Evangelio es una historia apócrifa, exterminar la religión
cristiana y levantar el Deísmo sobre las ruinas del Cristianismo. ¿Es esto,
padres míos, todo cuanto tenéis que decir? ¿Estaréis satisfechos si todo esto se
cree de aquellos que aborrecéis? ¿Cesaría vuestra animosidad si consiguierais
que inspirasen horror, no sólo a los que forman parte de la Iglesia por lo que
decís, que están de inteligencia con Ginebra, sino también a los demás que creen
en Jesucristo, aunque fuera de la Iglesia, por el Deísmo que les imputáis?
Pero ¿a quién pretendéis persuadir sólo por vuestra palabra, sin la menor
apariencia de prueba y con todas las contradicciones imaginables, de que
sacerdotes que no hacen sino predicar la gracia de Jesucristo, la pureza del
Evangelio y las obligaciones del bautismo, han renunciado al bautismo, al
Evangelio y a Jesucristo? ¿Quién lo creerá, padres míos? ¿Creéislo vosotros
mismos, por miserables que seáis? ¿A qué extremo habéis llegado, siéndoos ya
forzoso probar que ellos no creen en Jesucristo, sin lo cual seréis declarados
como los más abominables calumniadores que han existido? Probadlo, pues,
padres míos. Nombrad ese eclesiástico de mérito que decís asistió a la asamblea
de Fourg-Fontaine el año de 1621, y que descubrió a vuestro Filleau el acuerdo
tomado de destruir la religión cristiana. Nombrad las seis personas que decís
tramaron esa conspiración. Nombrad aquel que designáis con estas letras A. A., y
decís, p. 15: Que no es Antonio Arnauld, porque os ha demostrado que sólo tenía
entonces nueve años, sino otro que decís vive todavía y tan conforme con las
ideas del Dr. Arnauld que no puede dejar de conocerle. Vosotros le conocéis,
padres míos, y, por lo tanto, si conserváis aún espíritu religioso, tenéis obligación
de denunciar a ese impío al rey y al Parlamento, para que se le castigue como
merece. Es preciso hablar, padres míos; es preciso nombrarle, o sufrir la
confusión de ser considerados como embusteros, indignos de ser jamás creídos.
Este es el modo que el buen P. Valeriano nos enseñó de dar tormento y apretar la
cuerda a tales impostores, para que confiesen su calumnia. Vuestro silencio en ese
caso es una convicción completa de vuestra calumnia diabólica. Vuestros amigos,
aun los más incondicionales, habrán de confesar que vuestro silencio no es efecto

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de virtud, sino de impotencia, y admirarse que hayáis sido bastante malvados
para extender la calumnia a las religiosas de Port-Royal diciendo, p. 14, que el
rosario secreto del Santísimo Sacramento, compuesto por una de ellas, ha sido el
primer fruto de esta conspiración contra Jesucristo; y en la p. 95: Que las han
infundido todas las máximas detestables de este escrito, que es, según decís, una
instrucción de deísmo. Hace ya mucho tiempo que se destruyeron vuestras
falsedades acerca de ese escrito, en la defensa de la censura del arzobispo de
París contra vuestro P. Brisacier. Nada tuvisteis que replicar, y no dejáis todavía
de valeros de la misma mentira, con mayor desvergüenza que nunca para atribuir
a esas doncellas, cuya piedad es conocida de todo el mundo, el colmo de la
impiedad. ¡Crueles y cobardes perseguidores! ¿Ni aun los claustros más retirados
serán asilo contra vuestras calumnias? Mientras esas vírgenes santas adoran día y
noche al Santísimo Sacramento, según la regla de su institución, vosotros no
dejáis de publicar día y noche que no creen que esté en la Eucaristía, ni aun a la
derecha del Padre; y las excluís de la Iglesia públicamente, mientras ellas oran en
secreto por vosotros y por toda la Iglesia. Calumniáis a las que no tienen oídos
para oiros ni lengua para responderos. Pero Jesucristo, a cuya sombra se recogen
para no comparecer sino en su día con El, os escucha y responde por ellas. Su voz
resuena ya, santa y terrible, para asombro de la naturaleza y consuelo de la
Iglesia. Por eso temo, padres míos, que los que endurecen sus corazones y se
niegan pertinazmente a oírle cuando habla como Dios, se vean obligados a oírle
después con espanto cuando les hable como juez.
Porque finalmente, padres míos, ¿qué cuenta le podréis dar de tantas calumnias,
cuando las examine, no según las fantasías de vuestros PP. Dicastillus, Gans y
Peñalosa, que las excusan, sino conforme a las reglas de la Verdad eterna y a las
leyes santas de la Iglesia, que, lejos de excusar este delito, le aborrece de tal
modo que le ha dado la misma pena que al homicidio voluntario? Porque ha
diferido a los calumniadores, así como a los homicidas, la comunión hasta la
muerte, por el I y II concilio de Arlés. El concilio de Letrán juzgó indignos del
estado eclesiástico a los que fueron convencidos de este crimen, aunque se
hubiesen enmendado. Los papas amenazaron a los que hubiesen calumniado a
obispos, sacerdotes o diáconos con no darles la comunión a la hora de la muerte.
Y los autores de un escrito difamatorio, que no pueden probar sus afirmaciones,
son condenados por el papa Adriano a ser azotados, reverendos padres míos,
FLAGELLENTUR. De tal modo la Iglesia estuvo siempre alejada de los errores de
vuestra Compañía, tan corrompida que excusa delitos tan enormes como la
calumnia, para poderlos cometer ella misma con mayor libertad.
Ciertamente, padres míos, seríais capaces de producir de este modo muchos
males si Dios no hubiera permitido que vosotros mismos procurarais los medios

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para impedirlos y para dejar vuestrás imposturas sin efecto; porque basta publicar
la máxima extraña que las exime de crimen para privaros de toda autoridad. Es
inútil la calumnia cuando no la garantiza una sólida reputación sincera. Nada
logrará el maldiciente si no se le considera enemigo de la maledicencia. Y así,
padres míos, vuestra propia doctrina os pierde. La establecisteis para tranquilizar
vuestra conciencia: por cuanto pretendíais calumniar sin veros condenados, y ser
de aquellos santos y piadosos calumniadores de que habla San Atanasio. Os
acogisteis a esta máxima para libraros del Infierno, por la palabra de vuestros
doctores; pero esta máxima que os garantiza, según dicen ellos, de los castigos
que teméis en la otra vida, os priva en ésta de la utilidad que esperabais; de
manera que pensando evitar el vicio de la maledicencia perdisteis el fruto: de tal
modo el mal es contrario a sí mismo y tropieza y se destruye en su propia malicia.
Calumniaríais, pues, con mayor utilidad para vosotros, al hacer profesión de
decir con San Pablo que los sencillos maldicientes, maledici, son indignos de ver
a Dios, pues, en ese caso, vuestras calumnias serían más creídas, aun cuando en
verdad os condenaríais vosotros mismos. Pero diciendo, como lo hacéis, que la
calumnia contra vuestros adversarios no es delictiva, nadie dará crédito a
vuestras calumnias, y no dejaréis de condenaros; porque es cierto, padres míos,
que vuestros autores graves no anularán la justicia de Dios, y que no podéis dar
una prueba mayor de que no os asiste la verdad que valeros de la mentira. Si
estuviera la verdad de vuestra parte, lucharía por vosotros y vencería por
vosotros, y por muchos enemigos que tuvieseis, la verdad os libraría de vuestros
enemigos, según su promesa. Recurrís a la mentira para sostener el error con que
aduláis a los pecadores del mundo y para apoyar las calumnias con que oprimís a
las personas piadosas que se oponen. Como la verdad era contraria a vuestros
fines, os ha sido necesario poner vuestra confianza en la mentira, según dice un
profeta, Isaías, 28: Habéis dicho: las desdichas que afligen a los hombres no
caerán sobre nosotros, porque nos hemos refugiado en la mentira, y la mentira
nos protegerá. ¿Pero qué responde el profeta, capítulo. 30?: Por cuanto habéis
puesto vuestra confianza en la calumnia y en el tumulto, sperastis in calumnia et
in tumultu, esta iniquidad os será imputada, y vuestra ruina será semejante a la
de una muralla muy alta que cae de improviso, y a la de una vasija de barro que
se hace, pedazos con tanta violencia que no quedará un fragmento con que se
pueda coger un poco de agua, o llevar un poco de lumbre. Pues (como dice otro
profeta, Ezech., 13) afligisteis el corazón del justo, que yo no afligí; y
lisonjeasteis y fortalecisteis la malicia de los impíos. Libraré a mi pueblo de
vuestras manos y os daré a conocer a todos que soy su verdadero Señor, y
también el vuestro.
Sí, padres míos, debemos esperar que, si no cambiáis de propósitos, Dios

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librará de vuestras manos a los que engañáis de tanto tiempo acá, unas veces
abandonándolos en sus desórdenes por vuestro mal proceder, y otras
emponzoñados por vuestras maledicencias. Hará conocer a los unos que las
reglas falsas de vuestros casuistas no los librarán de su enojo, e imprimirá en los
otros él justo temor de perderse al oír y creer vuestras imposturas, como vosotros
os perdéis inventándolas y sembrándolas por el mundo. No hay que engañarse;
nadie se burla de Dios y no se viola impunemente el precepto que nos impuso en
el Evangelio de no condenar al prójimo sin prueba indudable de su culpa. Y así,
por muy devotos que se muestren los que se prestan atentos a vuestras mentiras, y
bajo cualquier pretexto de devoción que lo hagan: deben temer que se les excluya
del reino de Dios por la sola culpa de haber imputado, crímenes tan atroces como
la herejía y el cisma a sacerdotes católicos y a santas religiosas, alegando en
lugar de pruebas imposturas tan brutales como las vuestras lo son. El demonio,
dice San Francisco de Sales, está en la lengua del calumniador y en el oído del
que se complace al oír la calumnia. Y dice San Bernardo, Serm. 24, in cant.: La
maledicencia es un veneno que destruye la caridad en el que la produce y en los
que la oyen. De manera que una sola calumnia puede ser mortal a una
infinidad de almas, pues no solamente mata a los que la publican, sino también
a cuantos no la desechan.

4 de diciembre de 1656.

Reverendos padres míos: Mis cartas no solían ser tan frecuentes ni tan
extensas. Cúlpese de ello a la premura con que las escribo. Esta salió más larga
porque no tuve tiempo de hacerla más corta. Conocéis mejor que yo la causa que
me impuso la prisa. Vuestras respuestas fueron desdichadas; hicisteis bien en
cambiar de método, pero acaso no elegisteis acertadamente, porque tal vez ahora
se diga que habéis temido a los benedictinos.
Acabo de saber que el supuesto autor de vuestras Apologías las desaprueba,
y se irrita porque se las atribuyen. Tiene razón, y yo erré al suponerlo. Pues
aunque muchos lo afirmaran, yo debí pensar que no era hombre de tan poco
juicio para creer vuestras falsedades, ni tan falto de honradez para publicarlas
sin creerlas. Pocos hombres hay capaces de estos excesos, propios de vuestra
manera de proceder y que acusan demasiado vuestro carácter, para excusarme
de no haberos reconocido. Acepté sin reparo el rumor común. Pero esta excusa,
que sería más que suficiente para vosotros, no lo es bastante para mí, que hago
profesión de no decir nada sin estar seguro de poder probarlo, y sólo esta vez
falté a mi propósito. Me arrepiento, reconozco mi culpa y deseo que toméis
ejemplo de mí.

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CARTA XVII

DIRIGIDA AL RDO. P. ANNAT, JESUITA

DONDE SE HACE VER, AL REVELAR EL EQUÍVOCO ACERCA DE JANSENIUS, QUE NO HAY


NINGUNA HEREJÍA NUEVA EN LA IGLESIA. SE MUESTRA, POR CONSENTIMIENTO
UNÁNIME DE TODOS LOS TEÓLOGOS, Y PRINCIPALMENTE DE LOS JESUITAS, QUE LA
AUTORIDAD DE LOS PAPAS Y DE LOS CONCILIOS EUCUMÉNICOS NO ES INFALIBLE EN
LAS CUESTIONES DE HECHO.

Reverendo padre mío: Luego que vi que vuestros padres habían acudido a la
autoridad real para que se prohibieran los libros de entrambas partes, creí que
deseabais dejar la contienda, y yo estaba dispuesto a ello. Mas habéis producido
después, en breve tiempo, tantos escritos, que se conoce no está segura la paz,
cuando depende del silencio de los jesuitas. Ignoro si este rompimiento os será
ventajoso; pero no me pesa que me dé ocasión para deshacer la calumnia, de que
están llenos vuestros libros, diciendo que soy hereje.
Ya es tiempo de atajar de una vez por todas la insolencia con que me tratáis, y
que aumenta de día en día. Lo hacéis de tal modo en el libro que acabáis de
publicar, que ya no se puede sufrir, y acabaría por hacerme sospechoso si no
respondiera como se merece a un reproche de tal naturaleza. Había despreciado
esta injuria en los escritos de vuestros hermanos, como despreció otras muchas
que mezclaban indiferentemente. Mi carta 15. llenó bastante su objeto. Pero V. P.
a

habla ahora en otro tono, y hace de esta calumnia el argumento principal y casi
único de vuestra defensa. Porque decís que para responder a mis quince cartas
basta decir quince veces que soy hereje; y que declarado como tal no merezco
ser creído. De manera que no sólo no ponéis en duda mi apostasía, sino que la
tomáis como un fundamento firme sobre el cual edificáis audazmente. Pues tan de
veras, padre mío, me tratáis de hereje, voy a responderos también muy de veras.
De sobra conocéis, padre mío, la importancia de semejante acusación para que
se os oculte la temeridad que representa imputarla cuando no puede probarse. Y
pregunto: ¿qué pruebas tenéis? ¿Cuándo se me ha visto en Charentón? ¿Cuándo he
faltado a la misa y a los deberes que tienen los cristianos con su parroquia? ¿Qué
acción se ha visto en mí, por donde se pueda colegir que estoy unido con los
herejes o con el cisma de la iglesia? ¿A qué concilio me opuse? ¿Qué constitución
pontificia he quebrantado? Es necesario responder, padre mío, o ... Ya me
entendéis, Y ¿qué respondéis? Dais por supuesto que el autor de las cartas es de
Port-Royal. En seguida, que Port-Royal está declarado hereje: de donde infiere
que el que escribió las cartas también es hereje. De modo que no recae sobre mí

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directamente esta acusación, sino sobre Port-Royal; y sólo se produce contra mí
en cuanto supone que soy de Port-Royal. Con esto no tendré mucha dificultad en
defenderme, porque me bastará deciros que no soy de Port-Royal y remitiros a
mis cartas donde se dice que soy un hombre aparte, y en propios términos, que no
soy de Port-Royal; como lo advertí ya en la carta 16. que precedió a vuestro
a

libro.
Si no probáis de otro modo que soy hereje todo el mundo reconocerá vuestra
impotencia. Probad por mis escritos que no acepto la constitución. No son tantos:
sólo hay dieciséis cartas que examinar, y os desafío a vosotros y a todo el mundo
a que halléis el menor rastro de herejía. Antes hallaréis lo contrario: porque
cuando dije, por ejemplo, en la 14. que matar según vuestras máximas a un
a

hermano en pecado mortal, es condenar el alma por quien Jesucristo murió:


¿no reconocí visiblemente que Jesucristo murió por los condenados, y que es
falso que sólo murió por los predestinados? Indudablemente, padre mío, nada he
dicho en defensa de esas proposiciones impías, que abomino de todo corazón. Y
aunque Port-Royal aceptara esos errores, estoy seguro de que nada podríais
deducir contra mí; pues, gracias a Dios, sólo reconozco en la tierra la Iglesia
católica, apostólica y romana, en la cual quiero vivir y morir, bajo la obediencia
y comunión de su soberana cabeza el Papa, lejos de la cual estoy persuadido de
que no hay salvación.
¿Qué haréis con un hombre que habla de este modo? ¿Por dónde me atacaréis,
puesto que ni mis discursos ni mis escritos dan pretexto alguno para semejantes
acusaciones de herejía, y que me asegura contra vuestras amenazas la oscuridad
que me cubre? Os sentís heridos por una mano invisible que hace visibles
vuestros errores a todo el universo, y en vano procuráis atacarme en la persona de
otros, suponiéndome unido a ellos. Ni por mí os temo ni por otro, porque no
dependo de comunidad ni de particular alguno. Todo vuestro crédito y poder es
inútil contra mí. No espero, ni temo, ni quiero nada del mundo; no necesito, a
Dios gracias, ni la hacienda, ni la autoridad, ni el favor de nadie. Así, padre mío,
me libro de vuestros ardides y tramas. No es posible que me cojáis en parte
alguna por mucho que lo intentéis. Podréis alcanzar en vuestros ataques a Port-
Royal, pero no a mí. Algunos salieron de la Sorbona desterrados, pero yo
continúo tranquilo en mi casa. Podréis usar de la violencia contra sacerdotes y
doctores, pero no contra mí, que no tengo ninguna de ambas cualidades. Y así no
es posible que deis jamás con un hombre que se halle más lejos de vuestro
alcance ni más a propósito para impugnar vuestros errores, hallándose libre,
suelto, sin dependencia, sin negocios, bastante informado de los principios de
vuestra doctrina y resuelto a hacerles guerra mientras juzgare que ésta es la
voluntad divina, sin que ninguna consideración humana pueda detenerme ni

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desalentarme en mi intento.
Luego ¿de qué os sirve, padre mío, visto que no podéis nada contra mí,
publicar calumnias contra tantas personas que no intervinieron en nuestras
contiendas, como lo hacen vuestros padres? No os escaparéis por tales medios.
Habéis de sentir la fuerza de la verdad que os opongo. Digo que destruís la moral
cristiana, apartándola del amor de Dios del cual dispensáis a los hombres; y
vosotros me habláis de la muerte del P. Mester, a quien jamás conocí. Os digo
que vuestros autores permiten matar por una manzana, cuando es vergonzoso
perderla, y vosotros decís que han abierto un arca en la iglesia de San Merry.
¿A qué viene recordar un tratado de la Santa Virginidad, compuesto por un padre
del Oratorio, si yo en mi vida vi ese libro ni conozco al autor? En verdad, padre
mío, me admira que consideréis a todos los que se os muestran contrarios, como a
una sola persona. Vuestro odio los comprende a todos juntos, forma de ellos un
cuerpo de réprobos y quiere que uno responda por todos.
Mucha diferencia hay entre los jesuitas y sus adversarios. Vosotros formáis
verdaderamente un cuerpo unido bajo un solo jefe; y vuestras reglas, como lo dije
ya, os prohiben imprimir cosa alguna sin el consentimiento de vuestros
superiores, que se hacen responsables de los errores de cada uno, sin que puedan
dar por excusa que no advirtieron en los errores que enseñan; porque tienen
obligación de advertirlos, según vuestras constituciones y según las cartas de
vuestros generales Aquaviva, Witteleschi, etc. Por esto se os reprochan con razón
los errores de vuestros hermanos, que aparecen en sus obras aprobados por
vuestros superiores y por los teólogos de vuestra Compañía. Pero en cuanto a mí
se refiere hay que juzgar de otro modo. Yo no he firmado ni aprobado el libro de
la Santa Virginidad. Y aunque se abriesen todas las arcas de París, no sería yo
menos católico de lo que soy. Por último, francamente os declaro que nadie sale
fiador de mis cartas sino yo; y que yo solo respondo de mis cartas.
Bien pudiera limitarme a lo dicho, padre mío, sin referirme a las otras personas
que vosotros tratáis de herejes para calificarme así. Pero como soy la causa, me
veo comprometido a valerme de la ocasión para obtener tres ventajas: Una
consiste en manifestar la inocencia de tantas personas injustamente calumniadas.
Otra, muy adecuada a mi intento, descubrir los artificios de vuestra política en
esta acusación. Y tercera, la que más estimo, hacer ver a todo el mundo la
falsedad de este rumor escandaloso que esparcéis por todas partes: Que la
Iglesia está dividida por una nueva herejía. Y como engañáis a una infinidad de
personas, persuadiéndolas de que los puntos de la controversia que promovisteis
son esenciales a la fe, considero no sólo importante, sino necesario, destruir esas
falsas impresiones y explicar con toda claridad en qué consisten estos puntos,
para que se vea que efectivamente no hay herejía nueva, hoy por hoy, en la Iglesia.

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Cierto que si se pregunta en qué consiste la herejía de los que vosotros llamáis
jansenistas, responderéis que consiste en que esos hombres enseñan: Que los
mandamientos de Dios son imposibles: Que no se puede resistir a la gracia; y
que no hay libertad de hacer el bien y el mal. Que Jesucristo no murió por
todos los hombres, sino sólo por los predestinados; y que sostienen las cinco
proposiciones condenadas por el Papa. ¿No dais a entender que ésta es la causa
por que perseguís a vuestros adversarios? ¿No es esto lo que decís en vuestros
libros, en vuestras conversaciones, en vuestros catecismos? Así lo hicisteis en las
fiestas de Navidad, en San Luis, preguntando a una de vuestras infantiles devotas:
¿Por quién vino Jesucristo al mundo, hija mía? Por todos los hombres, padre
mío. ¿Luego, hija mía, no eres de estos nuevos herejes que dicen que sólo vino
por los predestinados? Los niños os creen, y os creen también muchas personas
mayores. Los entretenéis con las mismas fábulas en vuestros sermones, como
vuestro P. Crasset en Orleans, a quien el obispo prohibió predicar. Confieso que
alguna vez yo también os he creído, y me habíais impuesto esa misma idea de
tales personas. De manera que cuando vosotros los apremiabais acerca de esas
proposiciones, yo esperaba con atención su respuesta, decidido a no tratar más
con ellos, si no las declaraban impiedades evidentes. Pero lo hicieron con tanta
claridad, que nadie pudo ponerlo en duda. Porque Mr. De Sainte-Beuve, profesor
en la Sorbona, censuró en sus escritos públicos esas cinco proposiciones mucho
antes que el Papa; y los doctores de la Universidad dieron a luz varios escritos,
entre otros el de la Gracia Victoriosa, donde se rechazan esas proposiciones
como heréticas y contrarias a su doctrina. Dicen en el prólogo que son
proposiciones heréticas y luteranas, hechas y forjadas a capricho, y que no se
hallan en Jansenio ni en sus defensores. Tales son sus palabras. Se lamentan de
lo que se les atribuye, y os replican con estas frases de San Próspero, primer
discípulo de San Agustín, a quien los semipelagios de Francia imputaron errores
semejantes para hacerle odioso: Hay hombres tan ciegos de pasión que al
infamarnos no advierten que los medios de que se valen destruyen su propia
reputación. Porque forjaron, de propósito, ciertas proposiciones llenas de
impiedades y blasfemias, que divulgan por todas partes, para persuadir al
pueblo de que nosotros las sostenemos en el mismo sentido que ellos las
expresan en sus escritos. Pero se verá por esta respuesta nuestra inocencia y la
malicia de los que nos han imputado estas impiedades de que son ellos únicos
inventores.
En verdad, padre mío, que cuando yo los oí hablar así antes de la constitución,
y cuando después vi que la habían recibido con todo respeto, que estaban pronto a
suscribirla, y que el Dr. Arnauld había declarado todo esto en su segunda carta,
con más vehemencia de la que yo podría emplear: me pareció que pecaría si

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dudase de su fe. Y en efecto, los que habían querido negar la absolución a los
amigos del Dr. Arnauld, antes de vista su carta, declararon después que habiendo
condenado el mismo con tanta sinceridad los errores que le imputaban, no había
razón para excluirle con sus amigos de los sacramentos y demás sufragios de la
Iglesia. Pero vosotros no hicisteis otro tanto, por lo cual empecé a desconfiar y a
creer que la pasión os movía.
En vez de obligarles a firmar esa constitución con amenazas, cuando pensabais
que se hubieran resistido, callasteis así que visteis que lo hacían
espontáneamente. Y aunque parecía que quedaríais satisfechos de su conducta, no
dejasteis de seguir tratándolos de herejes; porque, decíais, su corazón desmentía
su mano, y que eran católicos exteriormente, pero en el fondo eran herejes,
como vos mismo lo dijisteis en la Respuesta a varias preguntas, páginas 27 y 47.
¡Oh, qué extraño me pareció ese proceder, padre mío! ¿De quién no se podría
decir otro tanto? ¿Qué confusión no se causaría con este pretexto? Resistirse, dice
San Gregorio, papa, a creer la confesión de fe de los que la hacen conforme a la
doctrina de la Iglesia, es poner en duda la fe de todos los católicos. Regist., 1.
5, ep. 15. Temo, pues, padre mío, que vuestro designio sea presentar a esas
personas como herejes, sin que lo sean, como dice el mismo pontífice acerca de
una disputa semejante que hubo en su tiempo: Porque, dice, esto no es oponerse a
las herejías, sino cometer una herejía al no dar crédito a los que por confesión
propia acreditan hallarse en la verdadera fe: HOC non est hoeresim purgare, sed
facere. Ep. 16. Y me convencí de que no había herejía nueva en la Iglesia, cuando
vi que se habían justificado también de todas esas herejías, que no pudisteis
acusarlos de ningún error contra la fe, y que os visteis reducidos a litigar
cuestiones de hecho referentes a Jansenio, y que no podían ser materia de herejía.
Quisisteis obligarles a reconocer que estas proposiciones estaban en Jansenio,
palabra por palabra, todas, y de igual modo, como vos mismo lo escribisteis:
singulares, individuoe, totidem verbis opud Jansenium contentae, en sus Cavil.,
p. 39.
Desde entonces vuestra disputa empezó a serme indiferente. Cuando creía que
disputabais acerca de la verdad o falsedad de las proposiciones, os escuchaba
con atención, porque era punto de fe; pero cuando vi que vuestra disputa sólo
consistía en saber si estaban o no estaban palabra por palabra en Jansenio, como
la religión no se veía interesada en ello, no me interesó tampoco. No es que
faltase alguna apariencia de verdad en lo que decíais, porque decir que una frase
está palabra por palabra en un autor no se presta a duda. Por ello, no me
maravilla que tantas personas en Roma y en Francia creyeran que estas
proposiciones las había enseñado efectivamente Jansenio, fiadas en una expresión
tan poco sospechosa. Por lo cual no fue pequeño mi asombro cuando supe que

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este mismo punto de hecho presentado por vosotros como cierto e importante, era
falso, y que la parte contraria insistía en que citaseis las páginas de Jansenio
donde habíais hallado esas proposiciones palabra por palabra, lo cual no habéis
podido hacer jamás.
Relato así lo sucedido porque me parece que descubre muy bien el espíritu de
vuestra Compañía en este asunto, y no habrá a quien no admire ver que a pesar de
todo lo que acabo de decir no habéis dejado de publicar que vuestros adversarios
perseveran en la herejía, que vosotros variáis con el tiempo; pues en cuanto se
justifican de una, vuestros padres sustituyen otra, para que jamás dejen de ser
herejes. En 1653 su herejía consistió en la calidad de las proposiciones. Luego
fue sobre lo de palabra por palabra. Después la pusistéis en el corazón, y ahora
ya no se habla de todo esto, y sólo decís que son herejes si no afirman que el
sentido de la doctrina de Jansenio es el de las cinco proposiciones.
Este es el fundamento de vuestra contienda presente. No os basta que condenen
las cinco proposiciones, y todo cuanto podría haber en Jansenio que fuese
conforme con ellas y contrario a San Agustín, porque todo esto ya lo hacen. De
manera que la dificultad no consiste en saber, por ejemplo, si Jesucristo murió
sólo por los predestinados, lo cual ellos condenan como vosotros, sino en saber
si Jansenio es o no del mismo parecer. Y por esto os declaro una vez más que
vuestra disputa me importa poco, como importa poco a la Iglesia. Porque aunque
yo no sea doctor (y tampoco lo sois, padre mío), veo, sin embargo, que no se trata
de un punto de fe, ni de otra cosa que saber cuál es el sentido de Jansenio. Si
creyesen que su doctrina era conforme con el sentido propio y literal de estas
proposiciones, ellos mismos la condenarían; y sólo se niegan a hacerlo porque
están persuadidos de que es muy diferente; y así, aunque la entendiesen mal, no
serían herejes, visto que la entienden en un sentido católico.
Y para explicar esto con un ejemplo, tomaré la diversidad de pareceres que
hubo entre San Basilio y San Atanasio acerca de los escritos de San Dionisio de
Alejandría, donde San Basilio, creyendo hallar el sentir de Arrio contra la
igualdad del Padre y del Hijo, los condenó como heréticos; mas San Atanasio,
creyendo, por el contrario, hallar el sentir verdadero de la Iglesia, los defiende
como católicos. ¿Pensáis, pues, que San Basilio, al rechazar esos escritos como si
fueran arrianos, hubiera tenido derecho a tratar a San Atanasio de hereje, porque
los defendía? ¿Hubiere sido justo, cuando San Atanasio no defendía el
arrianismo, sino la verdad de la fe que juzgaba hallar en esos escritos? Si estos
dos santos se hubieran conformado en el sentido verdadero de San Dionisio, y
entrambos hubieran descubierto esta herejía, sin duda que San Atanasio no
hubiera podido aprobar sus escritos sin caer en la herejía; pero como andaban
contrariados sobre el sentido, San Atanasio no dejaba de ser católico al

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defenderlos, aunque los hubiera entendido mal, puesto que sólo hubiera sido un
error de hecho, y era cierto que sólo defendía en esta doctrina la fe católica que
suponía haber hallado en ella.
Lo mismo digo en este caso, padre mío. Si convinierais con vuestros
adversarios en el sentido de Jansenio, y unánimemente halláseis que enseñaba,
por ejemplo, que no se puede resistir a la gracia, cualquiera que se negase a
condenarle sería hereje. Pero mientras litigáis sobre el sentido y mientras
vuestros adversarios creen que según la doctrina de Jansenio se puede resistir a la
gracia, no tenéis razón de tratarlos de herejes, por más que digáis que hay herejía
en Jansenio, visto que condenan el sentido que vosotros suponéis y que vosotros
no os atrevéis a condenar el sentido que ellos suponen. Luego si queréis
convencerlos mostrad que el sentido que dan a Jansenio es herético, porque
entonces serán herejes. Pero ¿cómo lo podréis hacer, cuando es evidente, según
vosotros mismos confesáis, que el sentido que ellos le dan no está condenado?
Para probar esto con claridad tomaré por fundamento lo que reconocéis
vosotros mismos: que la doctrina de la gracia eficaz no ha sido condenada, y
que el Papa no la comprendió en su constitución. Y, en efecto, cuando Su
Santidad mandó examinar las cinco proposiciones, no quiso que se tocase al
punto de la gracia eficaz, como se ve claramente por los votos que dieron los
consultores. Tengo en mi poder estos votos, y otros muchos los tienen en París,
entre ellos el obispo de Montpellier, que los trajo de Roma. Por ellos se ve que
sus opiniones fueron diferentes, y que los principales, como el maestre del Sacro
Colegio, el comisario del Santo Oficio, el general de los Agustinos y otros,
creyendo que estas proposiciones se podrían tomar en el sentido de la gracia
eficaz, opinaron que no debían ser censuradas, mientras que los demás, aun
cuando confesaban que si tuvieran ese sentido no merecían la censura, juzgaron
que se debían condenar, porque, según afirman, su sentido propio y natural estaba
muy alejado del de la gracia eficaz. Por esta razón el Papa las condenó y todo el
mundo se sometió a su juicio.
Luego es seguro, padre mío, que la doctrina de la gracia eficaz no fue
condenada; y no hay que maravillarse, pues San Agustín, Santo Tomás, toda su
escuela y tantos Pontífices y concilios, y aun toda la tradición, la patrocinan; de
modo que sería impiedad acusarla de herejía. Ahora, todos los que vosotros
tratáis de herejes declaran que no encuentran otra cosa en Jansenio que la doctrina
de la gracia eficaz, y ésta es la que solemnemente han sustentado en Roma, vos
mismo lo reconocéis, Cavil., p. 35, al declarar que hablando de ellos en
presencia del Papa no tocaron las proposiciones, NE VERBUM QUIDEM, y que
emplearon todo el tiempo en hablar de la gracia eficaz. Se engañen o no en esta
suposición, por lo menos es lo cierto que el sentido que suponen no es herético, y

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por consiguiente tampoco ellos lo son. Porque para decirlo todo en dos palabras,
o Jansenio ha enseñado solamente la doctrina de la gracia eficaz, y en tal caso no
tiene errores, o ha enseñado otra cosa, y en este caso no tiene defensores. Toda la
dificultad consiste en saber si ha enseñado efectivamente otra cosa, y si se
probara que sí, tendríais la gloria de haberle entendido mejor; pero no se podrá
motejar a vuestros adversarios de que fuese contra la fe su error.
Demos, pues, gracias a Dios de que no haya nueva herejía alguna en la Iglesia;
porque se trata de un punto de hecho, de donde no puede resultar herejía; pues la
Iglesia decide, con su autoridad divina los puntos de fe y excluye de sí a los que
no quieren admitirlos; pero trata de otra manera las cuestiones de hecho. Y la
razón es que nuestra salvación depende de la fe que nos ha sido revelada, y que la
Iglesia conserva por la tradición; pero no depende de los hechos particulares que
no fueron revelados. Así hay obligación de creer que los mandamientos de Dios
no son imposibles; pero no hay obligación de saber lo que Jansenius ha escrito
sobre esto. Y por ello Dios conduce la Iglesia a determinar los puntos de fe, con
la asistencia de su Espíritu, que no puede equivocarse, mientras que para las
cuestiones de hecho, la deja que obre por los sentidos y por la razón, que son
naturalmente los jueces en esta materia. Porque sólo Dios pudo dar a los hombres
la noticia de la fe; mas para saber si hay tales o cuales proposiciones en Jansenio
basta abrir su libro y leerlo. Por esto quien resiste a las decisiones de la fe es
hereje, porque opone su propio espíritu al espíritu de Dios; pero no será hereje,
aunque pueda ser a veces temerario, si no cree ciertos hechos particulares, porque
en esto sólo opone la razón que puede ser clara a una autoridad grande, pero que
no es infalible.
No hay teólogo que lo ponga en duda, y se ve claro en esta máxima del
cardenal Belarmino; de vuestra Compañía: Los concilios generales y legítimos
no pueden errar al definir los dogmas de la fe; pero pueden errar en las
cuestiones de hecho. De Sum. Pont., 1. 4, c. 11. Y en otro lugar: El Papa, como
Papa, y aun a la cabeza de un Concilio universal, puede errar en las
controversias particulares de hecho, que dependen principalmente de la
información y del testimonio de los hombres, c. 2. Y el cardenal Baronius dice
de la misma manera: Es preciso someterse enteramente a las decisiones de los
Concilios en los puntos de fe; pero en lo que concierne a las personas y a sus
escritos, no han guardado con tanto rigor las censuras, por ser indudable que
en esto cualquiera se puede engañar. Ad. an., 681, n. 39. Y por esta razón el
arzobispo de Tolosa (Monseñor Marca), dedujo esta regla de los pontífices San
León y Pelagio II: Que el propio objeto de los concilios es la fe; que todo lo que
se resuelve fuera de la fe puede ser revisado y examinado de nuevo, y que, al
con trario, no se debe volver a examinar lo que ha sido decidido en materia de

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fe, pues, como dice Tertuliano, la regla de la fe es la sola inmóvil e irrevocable.
Proviene de aquí que los concilios generales y legítimos no se contradicen en
los puntos de fe, porque, como dice el referido arzobispo, ni aun es permitido
volver a examinar lo decidido ya en materia de fe; y se ha visto algunas veces en
esos mismos concilios haber oposición acerca de puntos de hecho, y sobre la
inteligencia del sentido de un autor; porque, como también dice el mismo
arzobispo, siguiendo a los Papas que cita, todo lo que se resuelve en los
concilios fuera de la fe, puede ser revisado de nuevo. Así el cuarto y quinto
concilio aparecen ser contrarios uno a otro en la interpretación de unos mismos
autores; y lo mismo sucedió entre dos Pontífices acerca de una proposición de
ciertos monjes de Scithia. Porque después que el Papa Hormidas la hubo
condenado, al darla un mal sentido, el Papa Juan II, su sucesor, al examinarla de
nuevo le da un buen sentido, la aprueba y la declara católica. ¿Diréis a esto que
uno de estos Papas fue herético? ¿No es necesario reconocer que, puesto que se
condena el sentido herético que un Papa supuso en un escrito, no es herético un
hombre por no condenar este escrito, tomándolo en un sentido que ciertamente no
condenó el Papa, puesto que de otro modo uno de estos dos Pontífices habría
incurrido en error?
He querido, padre mío, haceros ver estas contradicciones que se presentan
entre los católicos sobre las cuestiones de hecho, acerca de la interpretación de
un autor, mostrando en semejante caso a un Padre de la Iglesia contra otro, a un
Papa contra un Papa, a un concilio contra un concilio, para llevaros de ahí a otros
ejemplos donde hubo una oposición semejante, pero más desproporcionada.
Porque veréis Concilios y Pontífices de una parte y de otra jesuitas que se oponen
a sus decisiones respecto del sentido de un autor sin que los acuséis no digo ya de
herejía, pero ni siquiera de temeridad.
Bien sabéis, padre mío, que los escritos de Orígenes fueron condenados por
diferentes Concilios y diferentes Papas, y aun por el quinto Concilio General,
como que enseñaban herejías, y entre otras, ésta de la reconciliación de los
demonios el día de juicio. ¿Créis vosotros sobre esto que sea indispensable para
ser católico confesar que Orígenes ha tenido efectivamente estos errores, y que no
basta condenarlos sin atribuírselos? Si así fuera, ¿qué sería de vuestro P. Halloix,
que defendió la pureza de la fe de Orígenes, y de muchos otros autores católicos
que hicieron otro tanto, como Pico de Mirándola y Genebrad, doctor de la
Sorbona? ¿No es cierto también que el mismo quinto Concilio General condenó
los escritos de Theodoreto contra San Cirilo como impíos, contrarios a la
verdadera fe, y conteniendo la herejía Nestoriana? Sin embargo, el P. Sirmond,
jesuita, no dejó de defenderle ni de decir en la Vida de ese padre que sus escritos
están exentos de semejante herejía.

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Luego claramente veis, padre mío, que cuando la Iglesia condena escritos
supone un error que ella condena, y entonces es de fe que ese error quede
condenado; pero no es de fe que esos escritos contienen efectivamente el error
que la Iglesia supone. Creo que esto está bastante probado. Y daré fin a estos
ejemplos con el del Pontífice Honorio, historia muy conocida. Se sabe que al
principio del siglo VII, hallándose la Iglesia turbada por la herejía de los
Monothelitas, el Pontífice, para terminar la discordia, dictó un decreto que
parecía favorecer a los herejes, por lo cual muchos se escandalizaron. Él hecho
no tuvo mucha resonancia durante su pontificado; pero medio siglo después,
reunida la Iglesia en el VI Concilio General, donde el Papa Agathon estuvo
representado por sus delegados, aquel decreto fue denunciado, y después de
leerlo y examinarlo fue condenado como si contuviera la herejía de los
monothelitas, y fue quemado, con otros escritos de estos herejes en plena
asamblea. Y esta decisión fue recibida con tanto respeto y unanimidad por toda la
Iglesia, que posteriormente fue confirmada por dos Concilios Generales y por los
Pontífices León II y Adriano II, doscientos años después, sin que nadie haya
perturbado este consentimiento universal y pacífico durante siete u ocho siglos.
Sin embargo, algunos autores de los últimos tiempos, y entre otros el cardenal
Bellarmino, no creyeron incurrir en la herejía por haber sostenido contra tantos
Pontífices y Concilios que el decreto de Honorio estaba exento del error que se
había atribuido, porque—dice—, pudiendo errar los Concilios generales en las
cuestiones de hecho, se puede decir, con toda seguridad, que el VI Concilio se
equivocó en este hecho, y que no habiendo entendido bien el sentido de las
cartas de Honorio, sin razón incluyó a este Papa en el número de los herejes.
De Sam. Pont., 1. 4, c. II.
Observad, pues, padre mío, que no es ser hereje decir que el Papa Honorio no
lo fue, a pesar de que muchos Papas y muchos Concilios le hayan declarado por
tal, aun después de haber examinado atentamente sus escritos. Vuelvo a reducirme
a nuestro asunto, y os permito presentar vuestra causa en la mejor forma que
pudiereis. ¿Qué alegáis para persuadir que vuestros adversarios son herejes?
¿Que el Papa Inocencio X ha declarado que el error de las cinco proposiciones
se halla en Jansenio? Pues bien, ¿qué deducís de esto? ¿Que será hereje quien
no reconozca que el error de las cinco proposiciones está en Jansenio? ¿Qué os
parece? ¿No es ésta una cuestión de hecho, como las precedentes? El Pontífice ha
declarado que el error de las cinco proposiciones está en Jansenio, del mismo
modo que sus predecesores habían declarado que el error de los nestorianos y de
los monothelitas estaba en los escritos de Theodoreto y Honorio. Y acerca de
esto, vuestros padres han escrito que condenaban esas herejías, pero que no
estaban de acuerdo en que esos autores las hayan aceptado; de igual modo que

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vuestros adversarios dicen que condenan esas cinco proposiciones, pero que no
saben que Jansenio las haya enseñado. En verdad, padre mío, que estos casos son
muy semejantes; y si se halla alguna diferencia, resulta fácil ver que es en favor
de la cuestión presente, comparando muchas circunstancias particulares muy
visibles de suyo, y que no me detengo a referir. Luego ¿qué razón hay, padre mío,
para que por la misma causa vuestros padres sean católicos y vuestros
adversarios herejes? Y ¿por qué rara excepción queréis privar a vuestros
adversarios de una libertad concedida a todos los fieles?
¿Que diréis a esto, padre mío? ¿Que el Papa confirmó su constitución por un
breve? Yo responderé que dos Concilios generales y dos Papas han confirmado la
condenación de las cartas de Honorio. Pero ¿qué fundamento queréis hallar en las
palabras del breve, donde el Pontífice declara que ha condenado la doctrina de
Jansenio en las cinco proposiciones? ¿Qué añade esto a la constitución? ¿Qué
puede inferirse de aquí, sino que como el VI Concilio condenó la doctrina de
Honorio, porque creía que era la de los monothelitas, el Papa Inocencio declaró
haber condenado la doctrina de Jansenio en las cinco proposiciones, porque
supuso que era la tenida en dichas cinco proposiciones? Y ¿cómo no había de
suponerlo cuando vuestra Compañía no publica otra cosa; y vos mismo dijisteis
que se hallaban en el libro de Jansenio palabra por palabra? Estabais en Roma
al tiempo que se dio la censura, porque en todas partes os encuentro. ¿Cómo
podía el Sumo Pontífice desconfiar de la sinceridad o suficiencia de tantos
religiosos graves? ¿Cómo no hubiera creído que la doctrina de Jansenio era la
misma que la que las cinco proposiciones, con la certidumbre que le habían dado
de que estaban palabra por palabra en ese autor? Es evidente, padre mío, que si
no se hallan en Jansenio no será preciso decir, como vuestros padres lo hicieron
en los ejemplos referidos, que el Papa erró en esta cuestión de hecho, porque no
parece bien que los religiososo hablen de esta manera; pero se podrá decir que
habéis engañado al Sumo Pontífice, lo cual ya no causa escándalo, porque todo el
mundo os conoce.
De manera, padre mío, que en esta materia no se puede hallar un fundamento de
herejía. Pero como vosotros queréis que la haya, sea como sea, desviasteis la
cuestión de hecho para considerarla punto de fe, y eso hicisteis al decir: El Papa
declara haber condenado la doctrina de Jansenio en las cinco proposiciones;
luego es de fe que la doctrina de Jansenio, en lo que se refiere a esas cinco
proposiciones, resulta herética, del modo que puede serlo. Es, padre mío, punto
de fe muy extraño que una doctrina es herética, del modo que puede serlo. ¡Cómo!
Si según Jansenio, se puede resistir a la gracia interior, y si es falso, según él,
que Jesucristo haya muerto por los predestinados solamente, ¿será también
condenado porque sea ésta su doctrina? ¿Será verdad en la constitución del papa

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que somos libres de hacer el bien y el mal, y será falso en el libro de Jansenio?
¿Por qué fatalidad ha de ser tan desgraciado que la verdad se vuelva herejía en
sus escritos? ¿No es, por lo tanto, preciso confesar que sólo habrá herejía en
Jansenio en el caso de hallarse conforme con los errores condenados; puesto que
la constitución pontificia es la regla que se ha de aplicar a Jansenio, para
juzgarle, y sólo así se resolverá esta cuestión: saber si su doctrina es herética,
por esta otra cuestión de hecho: saber si está conforme con el sentido de
aquellas proposiciones, siendo imposible que no sea herética si está conforme, y
que no sea católica, en el caso contrario? Porque, en fin, pues que según el Papa y
los obispos las proposiciones son condenadas en su sentido propio y natural, es
imposible que se hayan condenado en el sentido de Jansenio, sino en el caso que
el sentido de Jansenio sea el mismo que el sentido propio y natural de las
proposiciones: y esto constituye un punto de hecho.
La cuestión queda, pues, reducida a un punto de hecho, y no es posible
considerarla punto de derecho; por lo cual no será materia de herejía, aunque sea
para vosotros un pretexto de persecución. Pero se puede confiar en que no haya
personas bastante sometidas a vuestros intereses para seguir un proceder tan
injusto, y quieran obligarse a afirmar, como vosotros deseáis, que estas
proposiciones están condenadas en el sentido de Jansenio, sin haberles
explicado en qué consiste ese sentido de Jansenius. Pocos habrá dispuestos a
firmar una confesión de fe en blanco, y esto sería firmarla para que después la
aplicárais a vuestro gusto, pues os quedaba la libertad de interpretar como
quisierais el sentido de Jansenio, no habiéndolo explicado antes. Explíquese
primero, o de otra manera sucederá aquí lo mismo que con el poder cercano,
abstrahendo ab omni sensu. Ya sabéis que esto no triunfa en el mundo. Los
hombres aborrecen la ambigüedad, sobre todo en materia de fe, donde es muy
justo que se entienda por lo menos lo que se condena. Y ¿cómo puede ser que los
doctores que creen que Jansenio no tiene otro sentido sino el de la gracia eficaz,
vengan a declarar que condenan su doctrina sin que se les explique, supuesto que,
según la fe que tienen, sería condenar la gracia eficaz, lo cual nadie puede hacer
sin cometer un delito? ¿Acaso no sería una tiranía extraña ponerlos en la
desgraciada necesidad de hacerse culpables delante de Dios firmando esta
condenación contra su propia conciencia o de ser tratados como herejes si se
negaban a firmarla?
Pero todo esto tiene su misterio. Todas vuestras acciones obedecen a vuestra
política. Es necesario que yo explique por qué vosotros no queréis explicar el
sentido de Jansenio. Escribo solamente para descubrir vuestros designios, y para
que resulten inútiles una vez descubiertos. Digo a los que lo ignoran que siendo
vuestro principal intento introducir la gracia suficiente de vuestro Molina, no lo

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podéis conseguir sin destruir la gracia eficaz, totalmente opuesta. Pero como la
veis hoy día tan autorizada en Roma y entre todos los sabios de la Iglesia, no
pudiéndola impugnar directamente, habéis determinado atacarla sin que se
advierta, bajo el nombre de doctrina de Jansenio. Por esto era preciso que
buscaseis manera de condenar la doctrina de Jansenio sin explicarla; y para salir
con vuestro intento, habéis dado a entender que su doctrina no es la de la gracia
eficaz, para que se crea que se puede condenar la una sin condenar la otra. De
aquí proviene que procuréis persuadir a los que no tienen noticia de Jansenio,
como vos mismo lo hacéis en vuestra Caxill., p. 27, con este fino razonamiento:
El Papa ha condenado la doctrina de Jansenio; pero el Papa no ha condenado
la doctrina de la gracia eficaz; luego la doctrina de la gracia eficaz es
diferente de la de Jansenio. Si esta prueba fuese concluyente, se demostraría de
igual modo que Honorio y los que le defienden son herejes, en esta forma: el VI
concilio condenó la doctrina de Honorio; pero el concilio no condenó la doctrina
de la Iglesia; luego la doctrina de Honorio es diferente de la doctrina de la
Iglesia, y todos los que le defienden son herejes. Es visible que este argumento no
precisa nada, pues el pontífice sólo condenó la doctrina de las cinco
proposiciones que le hicieron creer se hallaban en Jansenio.
Pero no importa; porque no sostendréis mucho tiempo este razonamiento. Por
débil que sea, os servirá mientras os conviniere. Y sólo necesitáis de él para
obligar a los que no quieren condenar la doctrina de la gracia eficaz a que
condenen a Jansenio sin escrúpulo. Cuando esto quede sentado, se olvidará bien
pronto vuestro argumento, y quedando las firmas en testimonio de la condenación
de Jansenio, tomaréis ocasión de atacar directamente la gracia eficaz con este
otro razonamiento más sólido, que ofreceréis oportunamente: La doctrina de
Jansenio—diréis—ha sido condenada por firmas universales de toda la Iglesia.
Pero esa doctrina es manifiestamente la de la gracia eficaz (y esto os será fácil
probarlo); luego la doctrina de la gracia eficaz está condenada por votos de
sus mismos defensores.
Esta es la razón que os guía, al proponer que se firme la condenación de la
doctrina de Jansenio sin explicarla. Tal es el fruto que os prometéis de esas
firmas. Y por si vuestros adversarios se resisten, les tendéis otro lazo. Porque
habiendo juntado diestramente la cuestión de fe con la de hecho, sin querer
permitir que se las separe, ni que firmen la una sin la otra, como no podrán firmar
entrambas a la vez, publicaréis en alta voz que se han negado a firmar la una y la
otra. Y así aunque sólo se nieguen a reconocer que Jansenio haya mantenido estas
proposiciones, que ellos condenan, lo que no puede constituir herejía, no dejaréis
de decir audazmente que se han negado a condenar las proposiciones en sí
mismas y que en esto consiste su herejía.

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Lo mismo es para vosotros que se nieguen o que consientan. El mismo fruto
sacáis. De manera que si se les exigen las firmas, caerán siempre en vuestras
emboscadas, ya firmen o dejen de firmar; y de cualquier manera saldréis con
vuestro intento. Es mucha destreza disponer las cosas de modo que, se inclinen a
una parte o a otra, siempre os favorecen.
¡Ah, qué bien os conozco, padre mío! ¡Cuánto me duele ver que os abandona
Dios hasta el punto de permitir que triunféis tan dichosamente, con una conducta
tan desdichada! Vuestra fortuna inspira compasión, y pueden envidiarla sólo
quienes ignoren cuál es la verdadera felicidad, ¿Será caritativo salir al encuentro
de aquellos a quienes buscáis por tales caminos, puesto que todo lo fundáis en la
mentira, con objeto de imponer una de estas dos falsedades: o que la Iglesia ha
condenado la doctrina de la gracia eficaz o que sus defensores enseñan los cinco
errores condenados?
Es necesario enterar a todo el mundo de que la gracia eficaz no está condenada;
así lo hacéis; y de que nadie sostiene esos errores; para que se sepa que los que
se niegan a firmar lo que se les pide sólo se niegan por la cuestión de hecho, y
que por hallarse dispuestos a firmar la cuestión de fe no pueden ser herejes sin
otra causa que negarse a firmar la cuestión de hecho; porque aun siendo de fe lo
herético de esas proposiciones no es de fe que sean de Jansenius. Luego vuestros
adversarios están libres de todo error, y esto basta. Puede ser que interpreten a
Jansenius muy favorablemente, pero es posible que vosotros lo interpretéis más
favorablemente aún. No quiero entrar en esta contienda. Sé, por lo menos, que
según vuestras máximas, podéis, sin cometer delito, publicar que Jansenius es
liereje, aunque sepáis que es falso; y ellos, según las suyas, no podrían decir que
es católico si no lo tuvieran por cierto. Luego son más sinceros que vosotros,
padre mío; han examinado a Jansenius con más cuidado que vosotros; no son
menos inteligentes que vosotros ni se les debe menos crédito que a vosotros. Pero
sea lo que fuere de ese punto de hecho, es ciertísimo que ellos son católicos,
puesto que para serlo no es necesario decir que otro no lo es; y sin cargar sobre
nadie un error, basta librarse de sospecha uno mismo.

23 de enero de 1657.

Al final de esta carta, en la primera edición, se encuentran las siguientes


palabras:
"Mi R. P.: Si os dificulta la lectura lo borroso de los caracteres, no culpéis a
nadie más que a vos mismo. No gozo de vuestros privilegios. Disponéis, para
combatir, hasta de los milagros, y yo nada tengo para defenderme. Me faltan sin
cesar impresores. No me aconsejaréis que siga escribiendo en esta dificultad.

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Porque es un agobio hallarse reducido a las prensas de Osnabruck.

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CARTA AL REVERENDO PADRE ANNAT

CONFESOR DEL REY, ACERCA DE SU ESCRITO TITULADO


"LA BUENA FE DE LOS JANSENISTAS", ETC.

Reverendo Padre: Leí cuanto decís en vuestro escrito rotulado "La Buena Fe de
los Jansenistas", etc. Advierto que tratáis a vuestros adversarios, es decir, a los
caballeros de Port-Royal, de heréticos, de una manera tan firme y constante, que
induce a la credulidad, y convertís en escudo esa acusación para guareceros
contra los ataques del autor de las "Cartas a un provinciano", que atribuís a un
allegado de Port-Royal. No puedo asegurar si lo es o no lo es, R. P., pero me
inclino más a suponer que no lo es, atento a su palabra, que pensar que puede
serlo, conforme a vuestras suposiciones, que no se apoyan en prueba alguna. Por
lo que a mí se refiere, os aseguro que no soy huésped ni secretario de Port-Royal,
pero no puedo abstenerme de ofreceros, respecto a la calificación que les
imponéis, algunas dudas, y si me las aclaráis francamente y sin equívocos, me
tendréis a vuestro lado para creer que son heréticos.
No ignoráis que llamarle a uno herético es una acusación vaga, calificada en
general por injuria que la pasión inspira mientras no se aporten convincentes
pruebas. Hay que presentar las proposiciones heréticas mantenidas por ellos, y
los libros en los cuales las presentan y defienden como verdades ortodoxas.
Empiezo por preguntaros, R. P., en qué son heréticos los caballeros de Port-
Royal. ¿Será porque no aceptan la constitución del Papa Inocencio X y porque no
rechazan las cinco proposiciones condenadas? Siendo así, los considero
heréticos. Pero, mi R. P., ¿cómo es posible que yo crea tal cosa cuando ellos
dicen y escriben claramente que aceptan la constitución y rechazan lo que ha
condenado el Papa?
¿Diréis que la aceptan aparentemente, pero en el fondo de su corazón la
rechazan? Os ruego, mi R. P., que no combatáis los pensamientos; limitaos a
combatir las palabras y los escritos; porque otra manera de obrar es injusta y
descubre una inconveniente animosidad, que no es cristiana. Si tolerásemos tal
manera de razonar consentiríamos que se pudiera suponer herético y hasta
mahometano a cualquiera de quien sus enemigos dijesen que rechazaba en el
fondo de su corazón todos los misterios de la religión cristiana.
¿En qué consiste su herejía? ¿Consistirá en que se resisten a decir que las cinco
proposiciones se hallan en el libro de Jansenius? Pues yo afirmo, R. P., que no fue
ni será nunca materia de herejía saber o ignorar si unas proposiciones condenadas
figuran o no en tal o cual libro. Por ejemplo: quien dijera que la atrición, como se
halla descrita por el sagrado concilio de Trento, no es pecaminosa, resultaría

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herético; pero si alguien duda que esta proposición condenada se halle sostenida
por Lutero y Calvino, no será herético. De igual modo, quien sostuviera como
católicas las cinco proposiciones condenadas por el Papa, sería herético; pero
que se hallen o no se hallen en Jansenius no es artículo de fe, ni siquiera motivo
para producir un cisma. Añádase a esto, mi R. P., que vuestros adversarios
declaran que no se preocupan de averiguar si esas proposiciones figuran en
Jansenio, pero que las rechazan sean cuales fueren los libros donde figuren. ¿En
qué se funda, pues, la herejía para que repitáis con tan obstinada temeridad que
son heréticos?
Os ruego que no me repliquéis: "Puesto que el Papa y los obispos dicen que se
hallan en Jansenius, es una herejía negarlo." Admito que sea pecado contradecir
opiniones tan respetables cuando no se tiene la certeza contraria. Podría dar lugar
a un cisma esa discordia; pero no puede ser nunca fundamento de herejía. Si
alguno que tiene ojos para leer no los ha encontrado en su lectura, podrá decir:
"No los he leído", sin que por esto se le pueda llamar herético.
¿En qué apoyaré, pues, mi R. P., vuestra opinión para seguir afirmando que son
heréticos? ¿Diréis acaso que el doctor Arnauld, en su segunda carta, presenta una
de las cinco proposiciones? Pero ¿quién lo sostiene? Algunos doctores de la
Facultad, en oposición a otros. Y ¿en que se fundan para decirlo? No en las
palabras, que son de San Crisóstomo y de San Agustín, sino en un sentido que
según pretenden, les ha dado el doctor Arnauld, y que el doctor Arnauld niega,
porque nunca pensó de aquel modo. Considero que la caridad obliga a todo el
mundo a creer lo que dicen un sacerdote y un doctor, cuando razonan lo más
íntimo de su pensamiento, que sólo Dios conoce, y como es ya sabido, mi R. P.,
que la Facultad, no dividida, como en el caso presente, sino unánime, ha
condenado con frecuencia vuestros autores y hasta vuestra Compañía, debería
interesaros no considerar heréticos a todos los que la Facultad condena.
No puedo comprender en qué ni cómo esas personas a las que llamáis
jansenistas resulten heréticas. Y añadiré, mi R. P., que si llamar loco a un
hermano es hacerse culpable hasta el punto de merecer las penas del infierno,
según el testimonio de Jesucristo en el Evangelio, llamarle sin pruebas ni razón
herético, siendo mayor crimen, es justo que merezca mayor castigo. Vuestras
acusaciones de herejía, que lanzáis tan osadamente, sólo sirven para amedrentar a
los ignorantes y asombrar a las mujeres; pero tened entendido que los hombres
razonables preguntarán en qué consiste esa herejía. ¡Cómo!, R. P.: ¿Lessius puede
cubrir lo que dice, con la autoridad de Victoria y de Navarro, y el doctor Arnauld
no estará en salvo cuando hable como hablaban San Agustín, San Crisóstomo, San
Hilario, Santo Tomás y toda su escuela? ¿Desde cuándo la antigüedad es
criminosa? ¿Cuándo cambió la fe de nuestros Padres?

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Hacéis todo lo posible para demostrar que los caballeros de Port-Royal tienen
carácter y pensamientos heréticos; pero antes de analizar sus pensamientos y su
carácter había que poner de relieve su herejía. Esto es lo que no lograsteis, y en
cambio, yo haré ver claramente que no tienen de heréticos la forma ni la menor
señal.
Cuando la Iglesia combatió a los arrianos, los acusaba de negar la
consubstancialidad del Hijo con el Padre Eterno. ¿Renunciaron los arrianos a su
proposición? ¿Declararon que admitían la igualdad y la consubstancialidad entre
el Padre y el Hijo? Nunca lo hicieron, por lo cual eran heréticos. Acusáis a
vuestros adversarios de decir que los preceptos son imposibles, y ellos no sólo
niegan haberlo dicho, sino que declaran que decirlo fuera herejía. Sostienen que
ni antes ni después de la constitución del Papa dijeron tal cosa, y consideran,
como vosotros, heréticos a cuantos lo digan. Luego no son heréticos.
Cuando los Santos Padres declararon herético a Nestorius porque negaba la
unión hipostática del Verbo con la Humanidad santa, y consideraba dos personas
en Jesucristo, los nestorianos de entonces y los que les han sucedido en Oriente
¿renunciaron a creer aquello de que se les acusaba? ¿No han dicho: "Es verdad
que admitimos dos personas en Jesucristo, pero sostenemos que nuestra
afirmación no es herética"? Al expresarse de ese modo eran heréticos, y lo son
aún. Pero cuando acusáis a los caballeros de Port-Royal de sostener que no se
resiste a la gracia interior, ellos lo niegan; y conviniendo con vosotros en que es
una herejía rechazan la proposición, al contrario de aquellos que afirman la
proposición y no reconocen que sea herética. Luego los de Port-Royal no son
heréticos.
Cuando los Santos Padres condenaron a Eutiqueo porque sólo creía en una
naturaleza de Jesucristo, ¿lo ha negado y ha insistido en que reconocía las dos
naturalezas en el Hijo de Dios? En ese caso no le condenaran. Pero se obstinaba
en reconocer una sola naturaleza, y pretendía que no era herética su convicción.
Por esto le calificaron como herético. Pero cuando vosotros decís que los
caballeros de Port-Royal sostienen que Jesucristo no murió por toda la
Humanidad y que sólo ha vertido su sangre para la salvación de los
predestinados, ¿qué responden ellos? ¿Dicen que sea tal su pensamiento? Al
contrario, ¿no declaran herético ese modo de sentir, que no fue nunca el suyo y
que no lo será nunca? Y afirman la falsedad manifiesta de que Jesucristo
derramara su divina sangre sólo por los predestinados, a la vez que insisten en
que la derramó también para los réprobos que no se acogen a su Gracia. Creen
que ha muerto para redimir a todos los hombres, como lo creyó San Agustín,
como lo ha enseñado Santo Tomás y como el concilio de Trento lo define. Y esto,
mi R. P., ¿no equivale, por lo menos, a decir que lo creen como los jesuitas lo

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creen y como lo explica Molina? Luego no son heréticos.
Cuando se han sostenido contra los monothelitas dos voluntades y dos acciones
en Jesucristo: Cyrus de Alejandría y Sergius de Constantinopla y los otros, ¿han
dicho que se les imputó? ¿Han declarado que admitían dos voluntades y dos
acciones en Nuestro Señor Jesucristo? No; no lo han hecho, por lo cual son
herejes. Cuando achacáis a los caballeros de Port-Royal que en ese estado de la
naturaleza corrompida no excluyen ni rechazan ninguna necesidad, de acción
meritoria o demeritoria, sino la necesidad impuesta, lo niegan y proclaman que
tenemos siempre en esta vida, en todas las acciones por las cuales merecimos o
desmerecemos, la libertad de actuar o no actuar, hasta con la gracia eficaz que no
nos obliga, aun cuando nos conduce infaliblemente a realizar el bien como
enseñan los tomistas. Luego no son heréticos.
Por último, R. P.: Cuando la Iglesia imputó a Lutero y a Calvino que negaban
los sacramentos y que no creían en la transubstanciación ni obedecían al Papa,
esos heresiarcas, con los cuales comparáis frecuentemente a vuestros adversarios,
¿han lamentado que se les atribuyera lo que no decían? ¿No sostuvieron y no
sostienen con insistencia esas proposiciones? Luego son heréticos.
Al repetir vosotros a los caballeros de Port-Royal que no reconocen la
autoridad del Papa, que no aceptan el concilio de Trento, etc., ellos responden,
como deben, con el mentiris impudentissime, es decir, que habéis mentido, mi R.
P.; porque en asuntos de tal importancia está permitido, y hasta es necesario,
desmentir solemnemente. Luego no son heréticos. Y aun admitiendo que pudieran
caer en la herejía, no tienen el espíritu ni el carácter de heréticos; nunca vimos en
la Iglesia heréticos de semejante catadura, y es más fácil descubrir en sus
adversarios la condición y el espíritu de calumniadores y de impostores que en
ellos el carácter de heréticos.
He observado, mi R. P., que los heréticos atribuyeron con frecuencia herejías a
los católicos. Dijeron los pelagios que San Agustín negaba el libre albedrío; los
eutiquinos dijeron que los católicos negaban la unión substancial de Dios y el
hombre en Jesucristo; los monothelitas acusaban a los católicos de establecer una
diferencia y una contradicción entre la voluntad divina y la voluntad humana de
Jesucristo; los iconoclastas han dicho que profesábamos a las imágenes un culto
que sólo corresponde a Dios; los luteranos y los calvinistas nos llaman
papólatras, y dicen que el Papa es el Anticristo. Nosotros consideramos
heréticas todas esas proposiciones, y las detestamos todas igualmente; por lo cual
no somos heréticos. Y llego a temer, mi R. P., que se encuentre en vosotros el
carácter herético más acusado que en esos a quienes acusáis de herejía, porque no
rechazáis las proposiciones de Molina que os reprochan, sino que sostenéis que
no son herejías, mientras que ellos rechazan las que tratáis de imputarles, y dicen

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que son efectivamente heréticas; por lo cual ellos obran como han obrado siempre
los católicos y vosotros como han obrado siempre los herejes.
Pero se monumentalizan vuestros excesos cuando señaláis como una muestra de
herejía su propia devoción y sus atenciones a la moral cristiana. Si hubiérais
demostrado que son heréticos, podríais llamar a eso hipocresía y simulación.
Pero resulta insoportable que, precisamente para suponerlos heréticos, pretendáis
apoyaros en su devoción y en su celo por la disciplina de la Iglesia y la doctrina
de los Santos Padres. Líbrenos Dios de seguiros por ese camino.
Si se da crédito a lo que decís, se los debe considerar no menos herejes que a
Lutero y Calvino. Pero, mi Reverendo P., permitidme que en un asunto de tal
importancia ponga vuestras afirmaciones en tela de juicio y hasta que las niegue,
mientras no los vea insumisos al Papa, mantener las proposiciones condenadas
como fueron escritas y del modo que han sido condenadas. Porque, decidme, R.
P.: si esas personas no son heréticas, y creo firmemente que no lo son, ¿me
disculparíais ante Dios si, por lo que de ellas decís, las juzgara yo heréticas? Y
todos los que atentos a vuestras palabras los juzgan heréticos y lo repiten sin
cesar, ¿serán disculpados ante el Tribunal del Soberano Juez cuando declaren que
lo leyeron en vuestros escritos?
Esto es, R. P., todo lo que yo quería deciros; porque, en cuanto al detalle de las
supuestas adulteraciones, queda frente a vosotros el autor de las cartas. Dejó ya
maltrechos a vuestros hermanos que le hacían semejantes reproches, y
seguramente no piensa excusaros, aun cuando sería inútil responderos, porque no
añadisteis nada que valga la pena a lo que vuestros hermanos tienen dicho, y a lo
que ya contestó admirablemente. Porque vuestro libro acabado de publicar, es una
obra vieja, que, según decís, confeccionasteis hace cuatro meses, por lo cual no
decís ni una palabra referente a las cartas décima a décimoquinta, las seis
aparecidas antes de publicarse vuestro libro, en cuya portada prometéis
convencer de la mala fe de las Cartas escritas desde la Pascua. ¿Qué podemos
decir, R. P., de un libro que rebosa imposturas hasta en el título?

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CARTA XVIII

DEMUÉSTRASE AÚN CON MAYOR EVIDENCIA, POR LA RESPUESTA DEL P . ANNAT, QUE
NO HAY HEREJÍA NUEVA EN LA IGLESIA; QUE TODOS CONDENAMOS LA DOCTRINA QUE
LOS JESUITAS ACUSAN EN EL SENTIDO DE JANSENIO Y QUE ASÍ TODOS LOS FIELES SON
DE UN MISMO PARECER ACERCA DE LAS CINCO PROPOSICIONES. SE INDICA LA
DIFERENCIA QUE HAY ENTRE LAS DISPUTAS DE HECHO Y DE DERECHO, Y SE
DEMUESTRA QUE EN LAS DE HECHO SE HA DE ATENDER MÁS A LO QUÉ SE VE QUE A
NINGUNA AUTORIDAD HUMANA.

Reverendo Padre mío: Hace ya mucho tiempo que os esforzáis para notar algún
error en vuestros adversarios; pero estoy seguro de que al cabo confesaréis que
no hay nada tan dificultoso como hacer heréticos a los que no lo son, y que de
nada huyen tanto como de serlo. En mi última carta hice ver cuantas herejías les
imputasteis, una tras otra, por no hallar una que pudierais mantener; de manera
que ya sólo os faltaba decir que se negaban a condenar el sentido de Jansenius
que vosotros pretendéis que condenen sin que se les explique. En verdad debieron
faltaros herejías que reprocharles, supuesto que os habéis reducido a ésta. Porque
¿quién oyó hablar nunca de una herejía que no se puede expresar? Así fue muy
fácil responderos diciendo que si Jansenius no tiene errores, no es justo
condenarle, y que si los tiene, los debéis declarar, para saber, por lo menos, qué
es lo que se condena. Sin embargo, nunca lo queréis hacer; antes bien,
procurasteis apoyar vuestra pretensión con decretos que no servían para nada,
pues en ellos de ningún modo se explica el sentido de Jansenius, que, según decís,
se contiene en las cinco proposiciones. De este modo, nunca terminarán vuestras
controversias. Si entrambas partes convinieran en el sentido verdadero de
Jansenius, y sólo se litigase acerca de si era herético o no, podría decirse que los
decretos que le condenaban como herético interesaban realmente a la cuestión,
pero como toda la disputa consiste en saber cuál es el sentido de Jansenius, y los
unos dicen que sólo ven en Jansenius la doctrina de San Agustín y Santo Tomás, y
los otros ven'un sentido que es herético, sin explicarlo, es natural que una bula
que no dice nada acerca de esta diferencia, y que se limita a condenar en general
el sentido de Jansenius sin explicarlo, no decide el punto de la controversia.
Por ello se os ha dicho cien veces que, limitándose a esto la contienda,
terminaría en cuanto declaráis lo que entendéis por sentido de Jansenius. Pero
como os obstináis en no hacerlo, en mi anterior os hice ver que no sin misterio
habéis insistido en que se condene a Jansenius sin explicarlo y que vuestro intento
era hacer que algún día recayese esta condenación indeterminada sobre la
doctrina de la gracia eficaz, presentándola conforme con la de Jansenius, lo que

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no sería difícil. Esto os obligó a responder. Porque si os hubierais obstinado en
no querer explicar ese sentido, hasta los menos inteligentes reconocerían que
vuestro propósito era destruir la gracia eficaz: lo que significaría una extremada
confusión para vosotros, cuando la Iglesia venera esa doctrina santa.
Os visteis comprometidos a declararos, como lo acabáis de hacer en respuesta
a mi carta, donde dije: Que si Jansenius tuviese, acerca de las cinco
proposiciones, cualquiera otro sentido que el de la gracia eficaz, no sería
posible su defensa; pero que si no tenía otro sentido que el de la gracia eficaz,
estaba libre de errores. No pudisteis negar esto, pero hacéis de la siguiente
manera una distinción, p. 21: No basta para justificar a Jansenius decir que
solamente enseña la doctrina de la gracia eficaz; porque puede enseñarse de
dos modos: uno herético, según Calvino, que consiste en decir que la voluntad
movida por la gracia no tiene poder para resistir a ella; otro ortodoxo, según
los tomistas y sorbonistas, y fundado en principios establecidos por los
Concilios, donde consta que la gracia eficaz por sí misma gobierna la voluntad
de tal manera que se tiene siempre el poder de resistir.
Se os concede todo esto, padre mío: Que Jansenius sería católico si
sostuviera la doctrina de la gracia aficaz según los tomistas: pero que es
herético porque es contrario a los tomistas y conforme a Calvino, que niega el
poder de resistir a la gracia. No quiero examinar aquí este punto de hecho, que
consiste en saber si Jansenius está efectivamente conforme con Calvino o no.
Bástame saber que vosotros lo queréis así, y que por el sentido de Jansenius
habéis entendido el de Calvino. ¿Es esto cuanto teníais que decir? ¿Era sólo el
error de Calvino lo que pretendíais fuese condenado en el sentido de Jansenius?
¿Por qué no lo habéis declarado antes? En verdad que os hubierais ahorrado
muchas molestias, porque sin bulas ni breves todo el mundo hubiera condenado
con vosotros el error. ¡Cuán necesaria era esta aclaración y de cuántas
dificultades nos libra! No sabíamos qué error podía ser el que los papas y los
obispos habían querido condenar con el nombre del sentido de Jansenius. Estaba
muy apurada toda la Iglesia, y no había quien nos le quisiera explicar. Vos lo
hacéis ahora, padre mío; vos, a quien todo vuestro partido considera como
promotor de todos sus designios y conocedor del secreto de toda esta contienda.
Por fin habéis dicho que ese sentido de Jansenius no es otro que el de Calvino
condenado por el Concilio de Trento. Con esto salimos de muchas dudas. Ahora
sabemos que el error que Inocencio y Alejandro quisieron condenar no es otro
que el sentido de Calvino, con lo cual quedamos en la obediencia de sus decretos,
pues reprobamos como ellos ese sentido calvinista. Ya no me admira que estos
dos pontífices y algunos obispos se hayan mostrado tan celosos contra el sentido
de Jansenius. ¿Cómo podría ser de otro modo, habiendo creído a los que

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resueltamente publican que el sentido de Jansenius es el mismo de Calvino?
Os declaro, pues, padre mío, que ya nada os queda que reprender en vuestros
adversarios, puesto que ellos detestan lo mismo que vosotros detestáis. Lo que me
asombra es ver que lo ignorabais y que tuvierais tan escaso conocimiento de su
sentir en esta materia, habiéndolo declarado ellos mismos tantas veces en sus
obras. Aseguro que si estuvierais mejor informado del caso, os pesara no haber
procurado, con espíritu de paz, tener noticia de una doctrina tan pura y tan
cristiana, que la pasión os condujo a combatir sin conocerla. Veríais que vuestros
adversarios no sólo enseñan que se resiste efectivamente a esas gracias débiles,
que llaman excitantes o ineficaces, cuando no se ejecuta el bien que nos inspiran,
sino que también defienden, contra Calvino, que la voluntad tiene poder de
resistir aun a la gracia eficaz y victoriosa, y aseguran, contra Molina, que esa
gracia tiene imperio sobre la voluntad, defendiendo así con igual celo estas dos
verdades. No ignoran ellos que el hombre, por su propia naturaleza, tiene siempre
libertad de pecar y de resistir a la gracia, y que después de su corrupción lleva en
sí un desdichado fondo de concupiscencia, que aumenta infinitamente esta
libertad. Sin embargo, saben también que cuando Dios, por su misericordia,
quiere salver al hombre, le impone lo que quiere y de la manera que quiere, sin
que esta infalibilidad de la voluntad de Dios destruya la libertad natural del
hombre, por los modos secretos y admirables con que Dios obra esta mudanza y
que San Agustín explicó excelentemente, y que disipan todas las contradicciones
imaginarias que los molinistas, enemigos de la gracia eficaz, suponen que existen
entre el poder soberano de la gracia sobre el libre albedrío y la libertad del libre
albedrío para resistir a la gracia. Porque como enseña este santo insigne, los
pontífices y la Iglesia dan como regla en este asunto que Dios muda el corazón del
hombre infundiendo en él una suavidad celeste, que al vencer a la delectación de
la carne hace que el hombre comprenda, por una parte, su mortalidad y su
insignificancia, y descubra por otra la majestad y eternidad de Dios, se disguste
de la voluptuosidad del pecado que le aparta del bien incorruptible y halle su
mayor alegría en Dios, que le encanta, y se entregue infaliblemente a El, movido
por un impulso libre, voluntario y amoroso; de manera que sería para él una pena
y un suplicio separarse, no porque no tenga libertad para alejarse y que no se
alejara efectivamente, si se lo propusiera; pero ¿cómo había de proponérselo,
cuando la voluntad siempre se inclina a lo más agradable, y que nada le agrada
tanto como ese bien único, que resume todos los demás bienes? Quod enim
amplius nos delectat, secundum id operemur necesse est, dice San Agustín, Exp.
Ep. ad Gal., n. 49.
De esta manera dispone Dios de la voluntad libre del hombre, sin torcer su
libre albedrío, que puede siempre resistir a la gracia, pero que no siempre lo hace

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y que se entrega infaliblemente a Dios, al sentirse atraído por la dulzura de sus
inspiraciones eficaces.
Esta es, padre mío, la doctrina de San Agustín y Santo Tomás, quienes enseñan
que podemos resistir a la gracia, contra la opinión de Calvino; y que, sin
embargo, como dice el papa Clemente VII en su escrito dirigido a la congregación
de Auxiliis, art. 5 y 6: Forma Dios en nosotros el movimiento de nuestra
voluntad y dispone eficazmente de nuestro corazón por el imperio que su
majestad suprema tiene sobre las voluntades de los hombres, así como sobre las
demás criaturas que están debajo del cielo, según San Agustín.
Conforme a esta misma doctrina, también consta que actuamos por nosotros
mismos, por lo cual juntamente tenemos méritos verdaderamente nuestros, contra
el error de Calvino, y que, sin embargo, siendo Dios el principio primario de
nuestras acciones, y obrando en nosotros lo que le agrada, como dice San Pablo,
nuestros méritos son dones de Dios, como enseña el Concilio de Trento.
Con esto se destruye aquella impiedad de Lutero, condenada por el mismo
Concilio: Que de ningún modo cooperamos a nuestra salvación, como si
fueramos inanimados; y así también se destruye la impiedad de la escuela de
Molina, que se niega a reconocer que es la fuerza de la gracia misma lo que nos
impulsa a cooperar con ella para nuestra salvación; por donde se anula este
principio de fe establecido por San Pablo: Que es Dios quien determina en
nosotros la voluntad y la acción.
Y, finalmente, con esto se concilian todos los pasajes de la Escritura que
parecen entre sí opuestos: Convirtámonos a Dios; Señor, haced que volvamos a
vos; desechad de vosotros vuestra iniquidades; Dios es quien libra de
iniquidades a su pueblo; haced dignas obras de penitencia; Señor, habéis hecho
en nosotros todas nuestras obras; dadnos un corazón y un espíritu nuevo; yo os
daré un espíritu nuevo, y crearé en vosotros un nuevo corazón, etc.
El medio único que hay para ajustar las contradicciones aparentes que
atribuyen nuestras buenas acciones tan pronto a Dios como a nosotros mismos,
consiste en reconocer, como dice San Agustín: Que nuestras acciones son
nuestras, por razón del libre albedrío que las produce, y que también son de
Dios, por razón de su gracia, que las impulsa; y como dice en otro lugar, Dios
nos guía, haciéndonos querer aquello que podríamos no querer: A deo factu mest
ut vellent, quod et nolle potuissent.
De manera, padre mío, que vuestros adversarios están perfectamente de
acuerdo hasta con los nuevos tomistas, ya que éstos enseñan también el poder de
resistir a la gracia y la infalibilidad del efecto de la gracia; y esta infalibilidad la
defienden los tomistas como una máxima capital de su doctrina, y particularmente
Alvarez, uno de los más famosos, la repite frecuentemente en su libro, disp. 72, 1.

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8, n. 4, de este modo: Cuando la gracia eficaz mueve al libre albedrio, éste
consiente infaliblemente; porque el efecto de la gracia es hacer que consienta,
aunque pueda no consentir. Y da esta razón de Santo Tomás, su maestro, 1, 2, q.
112, a 3: Que la voluntad de Dios no puede dejar de cumplirse; y así, cuando
quiere que un hombre consienta la gracia, consiente infaliblemente y también
necesariamente, no de necesidad absoluta, sino de necesidad de infalibilidad. Y
en esto la gracia no perjudica al poder que tiene el hombre de resistir, si quiere,
puesto que sólo hace que no quiera resistir, como vuestro P. Peteau lo reconoce en
estas palabras, t. 1, Theol. dogm., 1. 9, c. 7, p. 602: La gracia de Jesucristo hace
que un hombre persevere infaliblemente en la piedad, bien que no
necesariamente, porque puede no consentir si quiere, como dice el Concilio;
pero esta misma gracia logra que no se niegue a consentir.
Esta es, padre mío, la doctrina constante de San Agustín, de San Próspero, de
los padres que los han seguido, de los Concilios, de Santo Tomás y de todos los
tomistas en general. También es la de vuestros adversarios, aunque no la creísteis,
y por añadidura es la misma que acabáis de aprobar con estas palabras: La
doctrina de la gracia eficaz, que reconoce la libertad de resistirse a ella, es
ortodoxa, apoyada en los Concilios y sostenida por los tomistas y los
sorbonistas. Decid la verdad, padre mío: si hubierais sabido que vuestros
adversarios profesaban efectivamente esta doctrina, acaso los intereses de la
Compapía os hubieran impedido darla esa aprobación pública; pero como
imaginasteis que se oponían a ella, el mismo interés de la Compañía os movió a
autorizar una doctrina que creísteis contraria a la de ellos; y pensando destruir sus
principios, los habéis confirmado perfectamente. De manera que ahora vemos,
como por una especie de prodigio, a los defensores de la gracia eficaz
justificados por los defensores de Molina; ¡admirable designio de Dios, que lo
inclina todo a la mayor gloria de su verdad!
Sepa, pues, todo el mundo, por vuestra declaración propia, que esta doctrina de
la gracia eficaz, necesaria para todas las acciones de piedad, que la Iglesia
venera tanto, es el precio de la sangre del Redentor: es tan profundamente
católica, que no hay ningún católico, hasta entre los mismos jesuitas, que no la
considere ortodoxa. Y al mismo tiempo se sabrá, por vuestra propia confesión,
que no cabe la menor sospecha de error en los que vosotros habéis acusado tanto;
porque mientras les imputabais errores ocultos, sin quererlos manifestar, tan
difícil era para ellos justificarse como fácil para vosotros acusar de tal manera;
pero al declarar que el error que os obliga a combatirles es el de Calvino, y
suponer que ellos lo practican, no habrá quien deje de juzgarlos claramente libres
de todo error, supuesto que se muestran tan contrarios al único que les imputáis,
que protestan por sus discursos, por sus libros y por cuantos testimonios pueden

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dar, que condenan esa herejía de todo corazón, y de igual manera que los tomistas,
a los cuales reconocéis, sin dificultad, por católicos, y que nunca se tuvo
sospecha de que no lo fuesen.
¿Qué diréis ahora contra ellos, padre mío? ¿Diréis que, aunque no siguen el
sentido de Calvino no dejan de ser heréticos, porque no quieren reconocer que el
sentido de Jansenius es el mismo que el de Calvino? ¿Osaréis decir que haya en
esto materia de herejía? ¿Y no es éste pura mente un punto de hecho, de donde no
es posible deducir error alguno? Sería una herejía decir que un hombre no tiene
libertad para resistir a la gracia eficaz; pero ¿es herejía dudar si Jansenius lo
sostiene? ¿Acaso esto es una verdad revelada? ¿Es acaso artículo de fe que sea
necesario creer so pena de condenación? ¿No es, aunque os pese, un punto de
hecho, por el cual sería ridículo pretender que haya heréticos en la Iglesia?
No deis, pues, a vuestros adversarios ese nombre, padre mío, sino otro
cualquiera más proporcionado a la naturaleza de vuestras disputas. Decid que son
ignorantes y estúpidos; que entienden mal a Jansenius. Esos reproches serían
proporcionados a vuestra disputa; pero llamarlos heréticos es gran despropósito.
Y como ésta es la única injuria de que me propongo defenderlos, no me tomaré la
molestia de probar que entienden bien a Jansenius. Sólo diré, padre mío, que si
juzgamos a Jansenius por vuestras propias reglas, no habrá quien no le tenga por
católico, pues he aquí lo que vosotros establecéis para examinarlo:
Para saber si Jansenius es hereje o no, es preciso ver si defiende la gracia
eficaz al modo de Calvino, que niega el poder de resistir a ella; porque en tal
caso sería herético, o al modo de los tomistas, que admiten este poder, porque
entonces sería católico. Ved, pues, padre mío, si Jansenius enseña que el hombre
tiene poder de resistir, cuando dice en tratados enteros, y particularmente t. 3, 1.
8, c. 20: Que siempre el hombre tiene poder de resistir a la gracia, según el
Concilio; QUE EL LIBRE ALBEDRÍO SIEMPRE PUEDE OBRAR Y NO OBRAR, querer y no
querer, consentir y no consentir, hacer el bien y el mal; y que el hombre, en esta
vida, siempre tiene estas dos libertades, que llamáis contrapuestas y
contradictorias. Ved también si Jansenius es o no es contrario al error de
Calvino, tal como vosotros le presentáis, cuando enseña en el cap. 21: Que la
Iglesia ha condenado esta herejía que consiste en sostener que la gracia eficaz
no actúa sobre el libre albedrío del modo que se ha creído durante tanto tiempo
en la Iglesia, como si estuviera en poder del libre albedrío consentir o no
consentir. Pero según San Agustín y el Concilio; siempre el hombre tiene poder
de no consentir si quiere; y según San Próspero, Dios da a sus elegidos la
voluntad de perseverar; de manera que no les quita el poder de querer lo
contrario. Y finalmente, juzgad si no está de acuerdo con los tomistas, cuando
declara, c. 4: Que todo lo que los tomistas han escrito para ajustar la eficacia

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de la gracia con el poder de resistir, está conforme de tal modo con su manera
de pensar, que basta ver sus libros para convencerse: QUOD ipsi dixerunt,
dictum pula.
Esto es lo que dice acerca de todos sus maestros, y en ello me fundo para
pensar que Jansenius cree en el poder de resistir a la gracia; que es contrario a
Calvino, y está conforme con los tomistas, puesto que él mismo lo asegura, y por
consiguiente es católico, según vuestros principios. Si tenéis una manera de
conocer el sentido de un autor sin tomar en cuenta sus manifestaciones, y sin
alegar pasaje alguno de Jansenius contra sus propias frases, queréis afirmar que
niega el poder de resistir y que defiende a Calcino contra los tomistas: no temáis,
padre mío, que os acuse por ello de herejía; diré solamente que me parece
entendéis mal a Jansenius; pero, sin embargo, no dejaremos de ser entrambos
hijos de la misma Iglesia.
¿De dónde proviene, padre mío, que obréis en esta causa tan apasionadamente
y tratéis como si fueran vuestros enemigos más crueles y los más peligrosos
heréticos a los que no podéis acusar de ningún error, ni decir de ellos otra cosa
sino que no entienden a Jansenius del modo que vosotros lo entendéis? ¿Sobre
qué versa la disputa sino sobre cuál sea el sentido de Jansenius? Queréis que
ellos le condenen; y ellos preguntan qué es lo que entendéis por eso. Decís que se
trata del error de Calvino, y ellos responden que condenan ese error; y si la
dificultad no está en las sílabas, sino en lo que ellas significan, deberíais quedar
satisfechos. Si se niegan a condenar el sentido de Jansenius es porque lo creen el
sentido mismo de Santo Tomás. Y así estos vocablos son muy equívocos entre
vosotros: en vuestra boca significan el sentido de Calvino, y en la de ellos llevan
el sentido de Santo Tomás; de manera que la diferente idea que tenéis de una
misma expresión es causa de vuestra controversia, y si yo fuese juez de vuestras
disputas, prohibiría a entrambas partes nombrar a Jansenius. Y así, atendiéndoos
sólo al sentido que vosotros le dais, se vería que lo que vosotros pedís es la
condenación del error de Calvino, en que los otros convienen, y que ellos sólo
pretenden defender la doctrina de San Agustín y Santo Tomás, a lo que vosotros
no os oponéis.
Declaro, pues, padre mío, que los tendré siempre por católicos, ya condenen a
Jansenius, si encuentran errores en él, o que no le condenen, si nada más
encuentran lo que vosotros mismos declaráis ser católico; y les hablaré como
habló San Jerónimo a Juan, obispo de Jerusalén, acusado de sostener ocho
proposiciones de Orígenes: O condenáis a Orígenes, decía este santo, si
reconocéis que ha sostenido estos errores, o habéis de negar que los haya
sostenido: AUT NEGA hoc dixisse eum qui arguitur; aut si locutus est talia, eum
damna qui dixerit.

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De esta manera obran, padre mío, los que impugnan los errores sin atacar a las
personas; pero vosotros, que preferís el ataque personal a la impugnación de los
errores, consideráis de poca importancia que se condenen los errores si no se
condena a las personas a quienes los habéis imputado.
¡Cuán violento es, padre mío, este modo de proceder, y cuán infructuoso! Ya os
lo he dicho, y lo vuelvo a repetir: la violencia y la verdad no pueden ponerse
frente a frente. Jamás vuestras acusaciones fueron más atroces, y jamás la
inocencia de vuestros adversarios más conocida; jamás la gracia eficaz ha sido
atacada con tanto artificio, y jamás la hemos visto más arraigada. Os esforzáis
para persuadir de que vuestras disputas versan sobre puntos de fe, y nunca se vió
tan claro como ahora que sólo se refieren a puntos de hecho. Finalmente:
removéis argumentos para persuadir de que este punto de hecho es punto de fe, y
nunca estuvieron los ánimos mejor dispuestos para contradeciros. Y la razón es,
padre mío, que la Compañía no usa los procedimientos naturales para convencer
de un hecho; y son, en este caso, mostrar en el libro de Jansenius las mismas
palabras que, según decís, están en él. Pero vais a buscar unos procederes tan ale
jados de esta sencillez, que hacen dudar aun a los más torpes. ¿Por qué no tomáis
el mismo camino que yo tomé en mis cartas, para descubrir tantas y tan
perniciosas máximas de vuestros autores, que consiste en citar fielmente los
lugares de donde se tomaron? Lo mismo hicieron los párrocos de París, y esta
sencillez y rectitud nunca deja de persuadir a todos. ¿Qué hubierais dicho y qué se
hubiera pensado cuando esos mismos párrocos reprocharon, por ejemplo, esta
proposición del P. Lamy: Que un religioso puede matar a un calumniador que le
amenaza con publicar algunos delitos graves de su persona o de su comunidad,
cuando no puede defenderse de otra manera; si ellos no hubieran señalado el
lugar donde esta proposición estaba en estas mismas palabras, y se hubieran
negado obstinadamente a hacerlo, y por añadidura hubieran acudido a Roma para
obtener una bula que mandase a todo el mundo creer que ésa era doctrina del P.
Lamy? ¿No se hubiera juzgado, sin duda, que habían sorprendido al Pontífice, y
que no se hubieran valido de este medio extraordinario si no carecieran de
medios naturales y comunes que nunca faltan a los que sustentan las verdades de
hecho? Y aquellos párrocos se limitaron a señalar que el P. Lamy enseña esa
doctrina, t. 5, disp. 36, n. 118, p. 544 de la ed. de Donay. De este modo, cuantos
quisieron convencerse, lo hallaron donde se les indicaba, y nadie lo pudo dudar.
Así, fácil y prontamente se resuelven las cuestiones de hecho, cuando se tiene
razón.
¿Por qué, padre mío, no procedéis de igual manera? Dijisteis en vuestro
Carvilli: Que las cinco proposiciones estaban en Jansenius palabra por
palabra, TOTIDEM VERBIS. Respondieron otros que era falso. ¿Había que hacer

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más que citar la página donde están esas proposiciones, si vosotros las habíais
visto efectivamente, o confesar que os habíais engañado? Pero no hicisteis lo uno
ni lo otro; y en lugar de esto, al ver que en ninguno de los pasajes de Jansenius
que alegabais para escandalizar a los ignorantes, aparecían aquellas
proposiciones condenadas, individuales y singulares, que pusisteis empeño en
atribuir a ese libro, nos traéis una constitución donde se declara que esas
proposiciones están en Jansenius, sin precisar los lugares en donde se hallan.
No ignoro, padre mío, el respeto que los cristianos deben a la Santa Sede, y
vuestros adversarios atestiguan suficientemente que jamás quisieron apartarse de
su obediencia; pero no imaginéis que faltaron a esa obligacion, al advertir a Su
Santidad, con el rendimiento y decoro que como hijos deben a su padre y como
miembros a su cabeza: que acaso le sorprendieron en esta cuestión de hecho; que
no la hizo examinar durante su pontificado, y que su predecesor, Inocencio X, sólo
había dispuesto que se juzgara si esas proposiciones eran heréticas, pero no si
eran de Jansenius; como consta por el voto que dió el Comisario del Santo Oficio,
uno de los principales examinadores, al decir: Que estas proposiciones no
podían ser censuradas en el sentido del autor: NON SUNT QUALIF ICABILIS IN
SENSU PROFERENTIS; porque se las habían propuesto para ser examinadas como
ellas eran en sí y sin atender a autor alguno IN ABSTRACTO ET UT PRÆSCINDUNT
ABOMNI PROFERENTE; COMO se ve por los votos que dieron los examinadores y que
se hallan nuevamente impresos; que más de sesenta doctores, y otros muchos
varones de doctrina y piedad han leído con cuidado y exactitud el libro de
Jansenius, y no han visto en él tales proposiciones a la vez que hallaron otras
opuestas; que los que dieron esta impresión al Sumo Pontífice pueden haber
abusado de la confianza que Su Santidad puso en ellos, hallándose interesados,
como lo están, en desacreditar a este autor, que ha denunciado en Molina más de
cincuenta errores: que lo que hace esto más creíble es que profesan, entre las más
autorizadas de su teología, la siguiente máxima: Que pueden calumniar, sin
pecado, a aquellos por los que se consideran injustamente atacados. Y por lo
tanto, siendo su testimonio tan sospechoso, y el de los otros tan considerable, es
bastante razón para suplicar a Su Santidad, muy humildemente, se sirva disponer
que se examine este hecho en presencia de doctores de entrambas partes, para
poder tomar una decisión solemne y regular. Que se reúnan jueces hábiles, decía
San Basilio en una ocasión semejante, Ep. 75, y diga libremente cada uno lo que
quisiere: examínense mis escritos: véase si hay error contra la fe: léanse las
objeciones y las respuestas, para que sea un juicio hecho con conocimiento de
causa, y con las formalidades debidas, y no una difamación sin examen.
No pretendáis, padre mío, culpar de temerarios y poco sometidos a la Santa
Sede a los que obraron de ese modo. Muy ajenos están los Papas de querer tratar

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a los cristianos con semejante imperio, que algunos pretenden ejercer en su
nombre. La Iglesia, dice el Papa San Gregorio, in Job., lib. 8, c. 1, formada en
escuela de humildad, no impone su autoridad, sino que persuade con la razón a
sus hijos cuando ha de aleccionarlos porque producen algún error. RECTA quoe
errantibus dicit, non quasi ex auctoritate proectpit, sed ex ratione persuadet. Y
de ningún modo consideran los Pontífices una deshonra modificar los decretos o
juicios que pudieran promulgar inducidos por un engaño; antes bien, se
congratulan de ello, como lo atestigua San Bernardo, Ep. 180: La Sede
Apostólica, dice, tiene de bueno que no se considera nunca lastimada, y se
presta sencillamente a revocar lo que hizo engañada por sorpresa; siendo muy
justo que nadie se aproveche de la mentira, y particularmente ante la Santa
Sede.
Estos son, padre mío, los sentimientos verdaderos que se deben inspirar a los
Pontífices, ya que todos los teólogos reconocen que los Pontífices pueden en
semejantes casos ser engañados, y que su cualidad suprema dista de garantirlos
hasta el punto de ser una exposición constante por los muchos y variados asuntos
a que deben atender. Es lo que San Gregorio dijo a los que se admiraron de que
otro Papa se hubiese dejado engañar: ¿Por qué os admiráis (1. 1, c. 4, Diál.) de
que nos engañen, si sabéis que somos hombres? ¿Olvidasteis que David, siendo
un rey quetenía el espíritu de profecía, engañado por las imposturas de Siba,
dictó una sentencia injusta contra el hijo de Jonatás? ¿Pues quién hallará
extraño que los impostores consigan alguna vez sorprendernos a los que no
somos profetas? La multitud de asuntos nos abruma, y nuestro espíritu, atento a
tantas cosas, se fija menos en cada una, y así fácilmente puede engañarnos en
un particular. En verdad, padre mío, supongo que los Papas saben mejor que
vosotros si pueden ser engañados o no. Ellos mismos nos confiesan que los
Sumos Pontífices y los reyes están más expuestos al engaño que los demás
hombres, cuyo destino es de menor importancia, y hay que creerlos. Fácil es
comprender de qué modo se les puede engañar. San Bernardo lo dice en su carta a
Inocencio II (Ep. 327): No es maravilla, ni cosa nueva, que el espíritu del
hombre puede engañar y ser engañado. Llegaron algunos religiosos a V. S. con
espíritu de mentira y de ilusión. Os han hablado contra un obispo de vida
ejemplar por el odio que le profesan. Esos hombres muerden como perros, y
quieren hacer pasar lo bueno por malo. Sin embargo, Santísimo Padre, os
encolerizasteis contra vuestro hijo. ¿Por qué disteis un motivo de satisfacción a
sus adversarios? No atendáis a ningún género de inspiraciones sin examinar
primero si esas inspiraciones vienen de Dios. Espero que cuando hayáis
conocido la verdad se disipe todo cuanto se fundó en una información falsa.
Pido al inspirador de verdades que os conceda la gracia de separar la luz de

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las tinieblas y de reprobar el mal para favorecer el bien. Vea, pues, padre mío,
que el grado eminente de los Papas no los exime del engaño, antes hace que los
yerros sean más peligrosos y de mayor importancia. Esto es lo que San Bernardo
escribió al Papa Eugenio, de Consid., lib. 2, c. últ.: Hay otro defecto tan general
que no lo he visto evitado por ninguno de los que representan las mayores
potestades del mundo. Y es, Santísimo Padre, la excesiva credulidad, origen de
tantos desórdenes. Porque de ella provienen las persecuciones violentas contra
los inocentes, los prejuicios injustos contra los ausentes y las cóleras terribles
por motivos insignificantes, PRO NIHILO. Esta es, Santísimo Padre, una desdicha
universal, y si os vieseis libre de ella, yo diría que sois el único en disfrutar
semejante ventaja.
Imagino, padre mío, que ya empezáis a creer que los Papas están expuestos a
ser engañados. Mas para creerlo del todo, recordad los ejemplos que incluisteis
en vuestro libro referente a Papas y Emperadores engañados por los herejes.
Porque decís que Apolinario engañó al papa Dámaso, así como Celestio al papa
Zozimo. También referís que Atanasio engañó al emperador Heraclio, y le incitó a
perseguir a los católicos; y finalmente, que Sergio obtuvo de Honorio aquel
decreto que fue condenado a las llamas en el sexto Concilio, mostrándose muy
servil con este Pontífice.
Luego os consta que los que tratan servilmente a los papas y a los reyes, los
impulsan alguna vez, con arterias, a perseguir a los que defienden la verdad de la
fe, pensando perseguir herejías. Y ésta es la razón por la cual los Pontífices, que
aborrecen sobre todo estos engaños, convirtieron una carta de Alejandro III en ley
eclesiástica, y la incluyeron en el Derecho Canónico, para permitir que se
suspenda la ejecución de sus bulas y de sus decretos, cuando se cree que han sido
engañados. Si alguna ves, dice este Papa al arzobispo de Rábena, c. 5, extr. de
Rescrip., os enviamos algunos decretos que contradigan vuestros sentimientos,
no os inquietéis, supuesto que los ejecutaréis con reverencia o nos
comunicaréis la razón que creáis tener para no hacerlo; porque siempre nos
parecerá bien que no pongáis en ejecución decreto alguno conseguido por
sorpresa y por artificio. De esta manera obran los Pontífices que sólo procuran
aclarar las diferencias entre los cristianos, y no seguir la pasión de los que
quieren sembrar confusiones. No intentan dominar, como después de Jesucristo
dijeron San Pedro y San Pablo, y el espíritu que brilla en su conducta es de paz y
verdad. Por esto, incluyen generalmente en sus decretos la cláusula que se
sobreentiende en todos: si ITA EST: si PRECES VERITATE NITANTUR: Si ello es así: si
lo alegado es verdad. Por donde se reconoce que los Papas sólo dan fuerza a sus
bulas cuando los hechos alegados son verdaderos; no son las bulas en sí las que
prueban la verdad de los hechos; antes por el contrario, según los canonistas, la

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verdad de los hechos hace que las bulas sean válidas.
¿De dónde sacaremos, pues, la verdad de los hechos? De los ojos, padre mío,
que son los jueces legítimos, como la razón lo es de las cosas naturales e
inteligibles, y la fe de las sobrenaturales y reveladas. Porque, ya que me obligáis,
diré que según el sentir de dos eminentes doctores de la Iglesia, San Agustín y
Santo Tomás: los tres principios por donde adquirimos conocimiento de las
cosas: sentidos, razón y fe, tienen cada uno aptitud especial, y su certeza dentro de
sus límites. Y como Dios ha querido servirse de la mediación de los sentidos para
afirmar la fe: fide ex auditu, no sólo la fe no destruye la certidumbre de los
sentidos, sino que, por el contrario, sería destruir la fe poner en duda la
referencia fiel de los sentidos. Por esto Santo Tomás determina expresamente que
Dios quiso que los accidentes sensibles subsistiesen en la Eucaristía para que los
sentidos, que juzgan por accidentes, no sufrieran engaño: Ut sensus a deceptione
reddantur immunes.
De ahí podemos deducir que al examinar cualquiera proposición es necesario,
ante todo, conocer su naturaleza, para ver a cuál de los tres principios hemos de
referirnos. Si trata de algo sobrenatural, no la juzgaremos por los sentidos, ni por
la razón, sino por la Escritura y las decisiones de la Iglesia. Si se trata de una
proposición no revelada y proporcionada a la razón natural, esta razón será el
propio juez. Y finalmente, si se trata de una cuestión de hecho, daremos fe a los
sentidos, a los cuales corresponde naturalmente su conocimiento.
Esta regla es tan general, que según San Agustín y Santo Tomás, cuando la
Escritura misma nos presenta algún pasaje, donde el primer sentido literal es
contrario a lo que los sentidos o la razón perciben con certidumbre, no hemos de
contradecirlos para sujetarlos a la autoridad del sentido aparente de la Escritura,
y es necesario interpretar la Escritura en un sentido que concuerde con la verdad
sensible. La palabra de Dios es infalible en los hechos mismos, y la referencia de
los sentidos y de la razón, en sus justos límites, no puede negarse. Debemos
conciliar estas dos verdades; y como la Escritura se puede interpretar de varias
maneras, mientras que la referencia de los sentidos es una sola: es preciso tomar
por verdadera interpretación de la Escritura la que se halla de acuerdo con la
representación fiel de los sentidos. Es necesario, dice Santo Tomás, 1, p. j. 68, a.
1, observar dos cosas, según San Agustín. Una: que la Escritura tiene siempre
un sentido verdadero; y otra, que como permite muchos sentidos, cuando se
tropieza en uno que la razón acusa de falsedad, no hay que obstinarse en decir
que sea el sentido natural, sino buscar otro que convenga.
Esto se explica por el ejemplo del pasaje del Génesis, donde está escrito: Que
Dios creó dos grandes luminares, el sol y la luna, y también las estrellas; donde
la Escritura parece decir que la luna es mayor que todas las estrellas; pero siendo

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evidente, por demostraciones indudables, que esto es falso: no se debe, dice
Santo Tomás, insistir en defender el sentido literal, y es preciso buscar otro
conforme a la verdad de hecho: que la expresión gran luminar sólo indica el
tamaño de la luna como aparece a nuestra vista, y no su tamaño real.
Y si se hiciera otra cosa, sería quitar a la Escritura la veneración debida, y
exponerla al desprecio de los infieles; porque, como dice San Agustín, de Gen.
ad litt., l.. 1, c. 19, cuando supieran que nosotros creemos en la Escritura cosas
que ellos conocen de cierto como falsas, se reirían de nuestra credulidad en los
demás misterios que son ocultos, como la resurrección de los muertos y la vida
eterna. Y así, añade Santo Tomás: Esto sería exponer la Escritura a la irrisión
de los infieles, y aun cerrarles la puerta de la fe.
Y sería también la manera, padre mío, de cerrar la entrada a los heréticos y
hacer despreciable la autoridad del Papa, negarse a considerar como católicos a
los que no creyesen que ciertas palabras se hallan en un libro donde ciertamente
no están: sólo porque un Pontífice lo declaró, engañado por consejos inicuos.
Porque para saber si están o no están esas palabras en un libro basta examinarlo.
Asuntos de hecho sólo se prueban por los sentidos. Si es cierto lo que afirmáis,
hacedlo ver; y si esto no es posible, no insistáis con nadie para que lo crea; sería
empeño inútil. Todos los poderes del mundo no pueden persuadir autoritariamente
un punto de hecho ni cambir su condición; porque no hay manera de lograr que lo
que es no sea.
Fue inútil, por ejemplo, que los religiosos de Ratisbona obtuvieran del Papa
San León un decreto solemne por el cual declaró que el cuerpo de San Dionisio,
primer obispo de París, que se cree ser el Areopagita, había sido sacado de
Francia y llevado a la iglesia de su monasterio. Esto no impide que el cuerpo del
santo haya estado siempre, y continúe todavía, en la célebre Abadía que lleva su
nombre, donde dificultosamente haríais aceptar esa bula, aunque el Pontífice dice
haber examinado el caso con toda la diligencia posible, DILIGENTISSIME, y con el
consejo de muchos obispos y prelados; por lo cual obliga a todos los franceses,
DISTRICTE PRÆCIPIENTES, a reconocer y confesar que ya no poseen tan santas
reliquias. Y, sin embargo, los franceses que por sus propios ojos conocían la
falsedad de este hecho, y que habiendo abierto la caja hallaron todas las reliquias
enteras, como lo atestiguan los historiadores de aquel tiempo, creyeron entonces,
como siempre se ha creído después, lo contrario de lo que el Santo Pontífice les
había mandado creer; porque no ignoraban que también los santos mismos y hasta
los profetas pueden ser engañados.
En vano también obtuvisteis contra Galileo un decreto de Roma que condenaba
su opinión acerca del movimiento de la Tierra. Con semejante decreto no se
prueba que la Tierra está inmóvil, y si se hicieran observaciones convincentes

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que acreditaran que era la Tierra la que gira, todos los hombres juntos no serían
bastantes para impedirlo, y no podrían dejar de girar todos con ella. No creáis
tampoco, padres míos, que las cartas del Papa Zacarías, que excomulgaban a San
Virgilio por afirmar la existencia de los Antípodas, hayan destruido y aniquilado
ese nuevo mundo; y aunque ese Pontífice declara que semejante opinión era un
error peligroso, no le fue mal al rey de España haber dado más crédito a
Cristóbal Colón, que venía de allá, que al juicio del Papa, que nunca había estado
en el nuevo mundo; y la Iglesia no dejó de salir favorecida, puesto que, gracias a
Colón, pudo llevar la luz del Evangelio a tantos pueblos, que hubieran insistido
en su falsa religión.
Luego bien veis cuál es la naturaleza de las cuestiones de hecho, y por qué
principios deben ser juzgadas; por donde resulta fácil inferir, acerca del caso que
tratamos, que si las cinco proposiciones no son de Jansenius, es imposible que las
hayan sacado de su libro, y que el solo recurso para juzgar dignamente y
persuadir a todos, consiste en examinar ese libro, en una conferencia bien
ordenada, como se os pide de tanto tiempo ha. Y mientras no les concedáis esto,
no tenéis razón para decir de vuestros adversarios que son tercos y porfiados,
porque ni tienen culpa en este punto de hecho ni error en los puntos de fe. Son
católicos en el derecho, razonables en el hecho e inocentes en lo uno y lo otro.
Luego ¿quién no se admirará, padre mío, al ver de una parte justificación tan
plena, y de la otra acusaciones tan violentas? ¿Quién pensará que toda la disputa
sólo tiene por base un hecho sin importancia, que os empeñáis en que sea creído
sin pruebas? Y ¿quién había de imaginar que se hiciera en la Iglesia tanto ruido
para nada, pro nihilo, padre mío, como lo dice San Bernardo? Pero éste es el
principal artificio de vuestra conducta: persuadir que de un asunto que no es nada
en sí depende todo; dar a entender a los poderosos que os escuchan, que se trata
en vuestras disputas de los más perniciosos errores de Calvino y de los más
importantes principios de la fe; para que impulsados por esta persuasión, empleen
todo su celo y toda su autoridad contra los que vosotros perseguís, como si de
ello dependiera la salud de la religión católica; mientras que si conociesen que
toda la cuestión se reduce a un aspecto de hecho, no se preocuparían, y, al
contrario, sentirían muchísimo haber hecho tantos esfuerzos para internarse por
vuestras pasiones particulares en un asunto que no tiene la menor importancia
para la Iglesia.
Porque, finalmente, para ponernos en lo peor: aunque fuese verdad que
Jansenius hubiese mantenido esas proposiciones, ¿qué mal puede haber en que
algunos lo dudasen, mientras las detesten, como lo hacen públicamente? ¿No basta
que esas proposiciones estén condenadas por todos, sin excepción alguna, y en el
sentido mismo en que habéis propuesto que se condenaran? ¿Tendría más fuerza

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la censura si se dijera que Jansenius las ha mantenido? ¿Para qué serviría este
reconocimiento sino para desacreditar a un doctor y obispo, que murió en la
comunión de la Iglesia? No veo en esto un logro tan valioso que sea conveniente
procurarlo a costa de tantos desórdenes. ¿Qué interés reporta eso al Estado, al
Papa, a los obispos y a todos los doctores de la Iglesia? Ninguno, padre mío; sólo
es vuestra Compañía quien verdaderamente gozará con la difamación de un autor
que os produjo alguna molestia. Sin embargo, todo se agita porque dais a entender
que todo está amenazado. Es la causa oculta que rige todos los sacudimientos, que
cesaría en cuanto se conociera el verdadero estado de vuestras disputas. Y como
de tal aclaración depende la paz de la Iglesia, era de suma importancia
producirla, para que una vez desenmascarados vuestros designios todo el mundo
advierta que vuestras acusaciones carecen de fundamento, que vuestros
adversarios están libres de error y la Iglesia libre de herejía.
Este es, padre mío, el fruto que deseaba obtener con mis cartas, y me parece tan
considerable para la religión, que no acabo de comprender cómo aquellos a
quienes dais tantos motivos para hablar continúan silenciosos. Y si no se duelen
de las injurias que les inferís, creo que las que hacéis a la Iglesia deberían
indignarlos; y por añadidura, me parece que los eclesiásticos no pueden
abandonar su reputación a la calumnia, sobre todo en materia de fe. Sin embargo,
callan y os dejan decir cuanto se os antoja; de manera que al no haberme dado
casualmente vosotros mismos ocasión, puede ser que nada se hubiese opuesto a
las impresiones escandalosas que sembráis por todas partes. Me ha extrañado su
paciencia, y más cuando estoy seguro de que no puede atribuirse a timidez ni a
impotencia y que no les faltan razones para justificarse ni celo para defender la
verdad. Al verlos guardar tan religioso silencio, temo que no exageren su
prudencia. Pero yo, padre mío, no quiero imitarlos. Si dejáis a la Iglesia
tranquila, de muy buena gana os dejaré tranquilos. Pero mientras intentéis
perturbarla, sabed que no han de faltarle partidarios de la paz que sean obligados
a emplear todos sus esfuerzos para defender su tranquilidad.

24 de marzo de 1657.

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FRAGMENTO DE LA CARTA XIX

DIRIGIDA AL P. ANNAT

Reverendo padre: Si os proporcioné algún disgusto en mis anteriores, al poner


de relieve la inocencia de aquellos a quienes denigrabais, creo que os alegrará
esta carta, en la que os doy a conocer el dolor que les habéis causado.
Tranquilizaos, padre mío: aquellos que odiáis viven afligidos; y si los obispos
ejecutan en sus diócesis los consejos que les dais de obligar a jurar y firmar que
se cree como un hecho lo que en verdad no se cree que lo sea, y no se está
obligado a creer, reduciréis a vuestros adversarios a la más profunda tristeza por
ver la Iglesia en tal estado. Los he visto, padre mío (y ello me produjo una íntima
satisfacción), los he visto, no en una generosidad filosofica, o en la firmeza
irrespetuosa que impone tenazmente lo que se juzga un deber; tampoco en la
cobardía fofa y tímida, que les dais de obligar a jurar y firmar, que se cree como
un hecho, lo que en verdad no se cree que lo sea, y no se está obligado a creer:
reduciréis a vuestros adversarios a la paz, de ternura y celo por la verdad, de
ansia de conocerla y defenderla, de temor de su fragilidad, de sentimiento al
verse en estas pruebas y de esperanza en que Dios se dignará sostenerlos con su
luz y con su poder; y que la gracia de Jesucristo que proclaman, y por la cual
sufren, será su apoyo y su luz. He visto, en fin, en ellos el carácter de la piedad
cristiana que nos alienta...
Estaban acompañados por amigos, que les aconsejaban lo que suponían más
acertado en las presentes circunstancias. He oído los consejos; he observado la
manera como los han recibido, y las respuestas que daban. En verdad, padre mío,
creo que si lo hubierais presenciado, comprendierais que en toda su conducta no
hay nada que no esté infinitamente alejado de la rebeldía y de la herejía, como
todo el mundo podrá conocer por los temperamentos que han adoptado para
conservar las dos cosas infinitamente amadas por ellos: la paz y la verdad.
Porque después que se les han referido, en términos generales, las penas que
les ocasionará su negativa si les presentan, para firmarla, esa nueva constitución,
y el escándalo que puede producirse en la Iglesia, han hecho observar...

FIN

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EL CRÍTICO Y EDITOR - JUAN BAUTISTA BERGUA

Juan Bautista Bergua nació en España en 1892. Ya desde joven sobresalió por
su capacidad para el estudio y su determinación para el trabajo. A los 16 años
empezó la universidad y obtuvo el título de abogado en tan sólo dos años.
Fascinado por los idiomas, en especial los clásicos, latín y griego, llegó a
convertirse en un célebre crítico literario, traductor de una gran colección de
obras de la literatura clásica y en un especialista en filosofía y religiones del
mundo. A lo largo de su extraordinaria vida tradujo por primera vez al español
las más importantes obras de la antigüedad, además de ser autor de numerosos
títulos propios.

SU LIBRERÍA, LA EDITORIAL Y LA “GENERACIÓN DEL 27”

Juan B. Bergua fundó la Librería-Editorial Bergua en 1927, luego Ediciones


Ibéricas y Clásicos Bergua. Quiso que la lectura de España dejara de ser una
afición elitista. Publicó títulos importantes a precios asequibles a todos, entre
otros, los diálogos de Platón, las obras de Darwin, Sócrates, Pitágoras, Séneca,
Descartes, Voltaire, Erasmo de Rotterdam, Nietzsche, Kant y los poemas épicos
de La Ilíada, La Odisea y La Eneida. Se atrevió con colecciones de las grandes
obras eróticas, filosóficas, políticas, y la literatura y poesía castellana. Su
librería fue un epicentro cultural para los aficionados a literatura, y sus
compañeros fueron conocidos autores y poetas como Valle-Inclán, Machado y los
de la Generación del 27.

EL PARTIDO COMUNISTA LIBRE ESPAÑOL


Y LAS AMENAZAS DE LA IZQUIERDA

Poco antes de la Guerra Civil Española, en los años 30, Juan B. Bergua publicó
varios títulos sobre el comunismo. El éxito, mucho mayor de lo esperado, le llevó
a fundar el Partido Comunista Libre Español que llegaría a tener mas de 12.000
afiliados, superando en número al Partido Comunista prosoviético oficial
existente. Su carrera política no duró mucho después que estos últimos le
amenazaran de muerte viéndose obligado a esconderse en Getafe.

LA CENSURA, QUEMA DE LIBROS


Y SENTENCIA DE MUERTE DE LA DERECHA

Juan B. Bergua ofreció a la sociedad española la oportunidad de conocer otras

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culturas, la literatura universal y las religiones del mundo, algo peligrosamente
progresivo durante esta época en España.
En el 1936 el ejército nacionalista de General Franco llegó hasta Getafe, donde
Bergua tenía los almacenes de la editorial. Fue capturado, encarcelado y
sentenciado a muerte por los Falangistas, la extrema derecha.
Mientras estuvo en la cárcel temiendo su fusilamiento, los falangistas quemaron
miles de libros de sus almacenes por encontrarlos contradictorios a la Censura,
todas las existencias de las colecciones de la Historia de Las Religiones y la
Mitología Universal, los libros sagrados de los muertos de los Egipcios y
Tibetanos, las traducciones de El Corán, El Avesta de Zoroastrismo, Los Vedas
(hinduismo), las enseñanzas de Confucio y El Mito de Jesús de Georg Brandes,
entre otros.
Aparte de los libros religiosos y políticos, los falangistas quemaron otras
colecciones como Los Grandes Hitos Del Pensamiento. Ardieron 40.000
ejemplares de La Crítica de la Razón Pura de Kant, y miles de libros más de la
filosofía y la literatura clásica universal. La pérdida de su negocio fue un golpe
tremendo, el fin de tantos esfuerzos y el sustento para él y su familia…fue una
gran pérdida también para el pueblo español.

PROTEGIDO POR GENERAL MOLA Y EXILIADO A FRANCIA

Cuando General Emilio Mola, jefe del Ejército del Norte nacionalista y gran
amigo de Bergua, recibe el telegrama de su detención en Getafe intercede
inmediatamente para evitar su fusilamiento. Le fue alternando en cárceles según el
peligro en cada momento. No hay que olvidar que durante la guerra civil, los
falangistas iban a buscar a los “rojos peligrosos” a las cárceles, o a sus casas, y
los llevaban en camiones a las afueras de las ciudades para fusilarlos.
–El General y “El Rojo”–Su amistad venia de cuando Mola había sido
Director General de Seguridad antes de la guerra civil. En 1931, tras la
proclamación de la Segunda República, Mola se refugió durante casi tres meses
en casa de Bergua y para solventar sus dificultades económicas Bergua publicó
sus memorias. Mola fue encarcelado, pero en 1934 regresó al ejército
nacionalista y en 1936 encabezó el golpe de estado contra la República que dio
origen a la Guerra Civil Española. Mola fue nombrado jefe del Ejército del Norte
de España, mientras Franco controlaba el Sur.
Tras la muerte de Mola en 1937, su coronel ayudante dio a Bergua un
salvoconducto con el que pudo escapar a Francia. Allí siguió traduciendo y
escribiendo sus libros y comentarios. En 1959, después de 22 años de exilio, el
escritor regresó a España y a sus 65 años comenzó a publicar de nuevo hasta su

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fallecimiento en 1991. Juan Bautista Bergua llegó a su fin casi centenario.
Escritor, traductor y maestro de la literatura clásica, todas sus traducciones
están acompañadas de extensas y exhaustivas anotaciones referentes a la obra
original. Gracias a su dedicado esfuerzo y su cuidado en los detalles, nos sumerge
con su prosa clara y su perspicaz sentido del humor en las grandes obras de la
literatura universal con prólogos y notas fundamentales para su entendimiento y
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Cultura unde abiit, libertas nunquam redit.


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La Crítica Literaria es la librería y distribuidor oficial de Ediciones Ibéricas,


Clásicos Bergua y la Librería-Editorial Bergua fundada en 1927 por Juan Bautista
Bergua, crítico literario y célebre autor de una gran colección de obras de la
literatura clásica.

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literatura clásica, la religión, la mitología, la poesía y la filosofía. Ofrecemos al
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