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Lectura Sistemas Educativos

Fragmento tomado de: Borrero Cabal, Alfonso. La universidad.


Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 1. Historia
universitaria: la universidad en Europa desde sus orígenes hasta la
Revolución Francesa (Spanish Edition). Universidad Pontificia
Javeriana.

INTRODUCCIÓN

Con el emperador Trajano (98-117 d.C.) el dominio de Roma sobre el mundo


antiguo alcanzó su máxima expansión geográfica. Siglos después, los umbrales del
dilatado Imperio empezarán a ser horadados por lentas infiltraciones, migraciones
y por bandas de francos, germanos, suevos, vándalos, alanos, entre otros. Eran los
bárbaros, o extranjeros en el culto decir de Cicerón, por no ser ni griegos ni romanos
y, en la lengua del vulgo, los ignorantes e incultos, los rudos, toscos y salvajes que
todo lo destruyen y daban al traste con las instituciones sociales, políticas y
económicas del Imperio, instauradas por Diocleciano en los siglos III y IV d.C.
Sucumbieron las fuerzas productivas de individuos y gremios de campesinos,
artesanos y comerciantes, antes adscritas al aparato fiscalizador y distribuidor del
Estado. Degradada, sucumbió la autoridad central de los emperadores. Se
derrumbó el arreglo de contribuciones e impuestos, y vio su fin el sistema monetario.
En vías y caminos abundaron las migraciones, víctimas de robos y vandalajes. Los
más ricos se aventuraban hacia distantes dominios imperiales: Cartago y las
ciudades de Egipto y el Mediterráneo oriental; los pobres, por donde pudieron y la
suerte los condujo. La urbe y señora del universo conocido en Occidente inició su
paulatina disolución.
El rey ostrogodo Teodorico (454?-526) y sus sucesores, convencidos del valor de
las instituciones seculares, intentaron impedir su derrumbe. Pero se hundió el
sistema de producción establecido por los romanos, y aunque todo pareció revivir
en el corto período de la reconquista de Italia por Justiniano I en el siglo VI, los
lombardos reinstauraron el desorden. Hambre y penuria cundían por todas partes.
Sobrevivió el repertorio de técnicas y utensilios de labranza originado en el Bajo
Imperio, pero escaseaba la mano de obra. El pauperismo general, el desconcierto,
la incertidumbre y la actitud mental de quienes presentían el ocaso de Roma y el
triunfo de los ocupantes, fueron quizá la causa del declive demográfico. En la época
merovingia, siglos V a VIII, la población en la Europa occidental apenas si alcanzaba
a más de cinco o seis habitantes por kilómetro cuadrado. En Alemania, a dos o tres
habitantes en superficie equivalente. Durante las centurias de la disolución, los
campesinos buscaron refugio en los poblados del Bajo Imperio, y los habitantes de
París, viéndose amenazados por Atila (451), se acogieron a las ciudades
guarnecidas de murallas protectoras. Las autoridades eclesiásticas episcopales, en
sustitución del poder civil que sucumbía, intentaron contacto con los jefes invasores.
Se nos antoja que tras casi cuatro siglos de invasiones (siglos IV a VI), el acervo
cultural greco-romano y helenístico atesorado por el Imperio, caería asolado bajo la
ignorancia armada de las hordas intrusas. No fue así: de acuerdo con Stephen
d’Irsay, la mayor parte de los haberes científicos se salvó para la humanidad.
No todo se vino de bruces con la catástrofe imperial. Subsistió la cultura: la
humanitas y la civilitas romanas. Enriquecida con influjos foráneos, fue pan del
invasor y se prolongó en la historia por efecto de benéficas coyunturas y razones.
De éstas, tres nos interesan: El orden social e institucional del Imperio, capaz de
asimilar lo extraño e integrarlo al continente o repositorio de la ciencia antigua: las
escuelas y los procedimientos conductores de la educación en lo superior y para lo
superior.
Otra fuerza salvadora provino de la cultura intelectual y científica. Hilos vigorosos
alargaron hasta la Edad Media el tesoro civilizador de la Antigüedad remota,
recogido y engrandecido por la mente griega, romana y helénica. Aludo a las artes
liberales, cuyo contenido sabio obtuvo máxima elaboración en los renacimientos
carolingio y del siglo XII o de la edad benedictina, antes de llegar a ser la sustancia
académica de las universidades medievales. En otro lugar reposa el estudio de los
dos renacimientos apuntados, y se avista el clima político, espiritual, cultural y
científico del florecimiento de la autonomía del espíritu. Ignorada esta circunstancia,
nuestra mente carecería del recurso para explicarnos el nacimiento de las
universidades, a poco de iniciado el segundo milenio de la era cristiana.
Las condensaciones universitarias de los siglos XII y XIII constituyen la tercera gran
circunstancia histórica que retuvo enhiesta la cultura, cuando muchas de las
grandes conquistas del Imperio Romano agudizaban el deterioro de su ruina. La
“vieja Europa”, conformada por territorios del norte de Italia, Francia, parte de
España, Inglaterra y territorios al occidente del Rin, fue la “heredera directa de la
Roma Antigua” y trasportará estos influjos a la “joven Europa”, la oriental y la
nórdica.
EL PORQUÉ ESTUDIAR LA UNIVERSIDAD MEDIEVAL... ... nos acobarda. Pero
mirándola y admirándola, aunque lejana, entenderemos mejor nuestro presente
universitario. En la historia de las instituciones superiores de la educación
aparecidas en la Edad Media, subyacen las razones seminales –para decirlo con
lenguaje agustiniano– de cuanto las universidades siguieron siendo y son. Y de su
deber ser en el futuro, así se piense que al comparar el presente y el pasado
incidiríamos en un ciego anacronismo. Si así fuera, abultado sería el yerro. Pero no
se trata de identificar, sino de lecciones de la historia, siempre maestra buena. La
universidad no es un acontecer cumplido y ya pretérito. Es hechura histórica; y no
obstante pérdidas y desgastes, acomodos y enriquecimientos en los trechos del
camino, la universidad aún demuestra trazas de los rasgos primigenios. El concepto
de universidad no es una idea absoluta de especulativa construcción, ni factor
eterno e inmutable de la vida social. Es un devenir sólo explicable con ayuda de la
historia. “A un cuerpo vivo (como la universidad) sólo se lo conoce por su historia”,
afirma con acierto Régine Pernoud. Como instituciones de la sociedad, las
universidades se ajustan a las leyes de sus congéneres. Nacen cuando así lo exige
el desarrollo de la vida en sus diversos órdenes; y las tantas veces seculares
historias de la institución del saber nos la demuestra gestora, protagonista y
participante en las peripecias políticas, sociales y económicas, científicas y
culturales de la humanidad viajera hacia sus destinos sobre las ondulantes alturas
de los tiempos.
El legado medieval, lo afirma Walter Ullman, adquiere especial importancia por su
impacto sobre las ideas políticas y su perfecto desarrollo en el período moderno.
Pero reflexiones similares son valederas en todo el universo de las ideas y las
instituciones. La universidad, idea institucionalizada en el Medioevo, inmersa en lo
político evolucionó hasta nosotros; y su realidad actual no podría entenderse con
hondura sin el conocimiento de sus orígenes.
Para muchos en nuestros días, la Edad Media tiene la apariencia exclusiva de una
edad de fe. Juicio debido al hondo influjo educativo de la Iglesia y a la tendencia de
los documentos literarios cargados de sentido trascendente, ricos en historias y
leyendas de las Cruzadas, en relatos de peregrinaciones a santuarios famosos, y
prolijos en consejas de todo orden sobre hechos taumatúrgicos, en una época tan
caracterizada por su propio sentido de la espiritualidad, y por el florecimiento de las
más variadas formas de vida monacal, aun para los laicos y no sólo los clérigos. La
Edad Media fue la cuna de las primeras órdenes religiosas. En los siglos XII y XIII,
afirman Romano y Tenenti, “la sociedad aceptaba que las funciones culturales
fuesen desempeñadas por eclesiásticos en ejercicio de su monopolio espiritual”,
situación cambiada a partir del siglo XVI por la “disociación cada vez más liberada
entre la realidad laica y la religiosa”.
Pero atender sólo al flanco religioso medieval deforma la visión de los hechos,
aunque se la finque en elementos objetivos, pero también subjetivos. Los primeros,
lo hemos apuntado, se interpretan de manera extremada y sin tomar en cuenta que
los clérigos, autores de la mayor parte de los pergaminos y pellejos góticos, tenían
otra misión diferente al registro, con péñola suave, de las creencias de su mundo.
Clérigos y laicos medievales cultivaron por igual intereses religiosos, científicos y
racionales. Según lo afirma Alexander Murray, “Existen pocas pruebas convincentes
del credo religioso en la gran masa del pueblo”. Mas no se silencia el prejuicio de
quienes se acogen a la nostalgia de tiempos idos para criticar la impiedad de hoy y
la postura contraria de ir en busca de señuelos para atrapar dudas y odios contra
las épocas tildadas de oscuras, porque fueron religiosas. Estas actitudes son
comprensibles, mas no justificables por la ciega y compartida deformación de las
realidades históricas. Aceptado el dictamen de la fe, lo veremos, los hombres del
Medioevo tuvieron aproximaciones racionales a la realidad del mundo. “Las
llamadas disputas entre la fe y la razón constituyeron aspecto familiar y cotidiano en
las escuelas medievales” antecesoras de la universidad. A diferencia de las
escuelas monacales y catedralicias de las épocas precedentes –discurre Gordon
Leff–, el aprendizaje, y no sólo el cultivo de lo religioso, fue propósito cimero de las
nacientes universidades, ya profesionalizadas.
En ellas los maestros se daban cita para impartir saberes a estudiantes anhelosos
de cualificarse para alguna carrera, con notable preferencia por las profesiones
seculares: la medicina y el derecho, con sus varias derivaciones notariales. Sólo
una minoría estudiantil, aun en París y Oxford, se encaminaba hacia la disciplina
teológica; los más discurrían por la Facultas Artium donde Aristóteles era palabra
suprema. La organización universitaria, no menos que sus contenidos, giraba en
torno a cosas de este mundo.
Y aun aceptado el papel apabullante de la fe cristiana en la mente medieval a
diferencia del hombre moderno menos influido por consideraciones religiosas, el
examen del pasado nos muestra cómo y por qué las ideas modernas son apenas
en apariencia diferentes. El esfuerzo intelectual nos convencerá del origen de
muchos invariantes, sólo de cuños un tanto diversos, conservados en la universidad
de hoy. Estos pensamientos, recogidos de Walter Ullman en su Historia del
pensamiento político medieval, sustentan la audacia de Basil Fletcher cuando
señala los haberes que pese a la genotipia monástica cultivada en caldos de la fe,
conservan con pertinacia histórica la matriz monacal de las universidades, siempre
en busca de soledad y libertad: el anhelo de autogobierno autónomo y la dedicación
pacífica a la academia y al saber.
Son tercos los rasgos hundidos por la historia en la fisonomía institucional de las
universidades. En su existencia secular yacen hechos sólo en apariencia extraños.
Estudiados sin prejuicio y con interés curioso, se les hallará sentido, enseñanzas e
intuiciones. Sabremos de dónde vienen las virtudes y aun los defectos de la
universidad moderna. La historia de las universidades, útil para distinguir lo antiguo
de lo nuevo, nos evita la pretensión de atribuirnos recursos educativos nunca vistos,
cuando son cantones rotulados desde antaño. La historia es maestra de cuán poco
nuevo hay bajo el sol. Entendida y comprendida, es para aprender de ella. No para
repetirla –allí estaría el infecundo anacronismo–, sino para nosotros hacerla mejor.
Como todo, las universidades viven de su pasado, sin por ello pretender revivirlo.
Cinco partes ahora hallaremos en este ensayo sobre la Idea de la universidad en
sus orígenes, logrado con el sustento de la historia. La primera parte viene referida
al origen medieval de la universidad como institución educativa superior, y recorre
las diversas acepciones del término universitas, con especial atención al origen y
desarrollo de las artes liberales hasta el momento de su primera asimilación
universitaria.
También estudia la aquí denominada tipología de la universidad medieval. La
segunda parte examina las instituciones desde antaño concebidas por la universitas
como principios y pautas de su organización administrativa y académica. Se
analizan en la tercera, las notas o características universitarias institucionales
primitivas: corporación científica, universal y autónoma, y los destinos o misiones
de la universidad primera y sus consecuentes funciones o desempeños en beneficio
de la ciencia, de la persona y del todo social. La cuarta parte se extiende sobre los
conceptos de libertad espiritual y del poder del saber, fundamentos de la autonomía,
tema de la quinta parte a propósito de la forma como las primeras universidades
medievales: París, Bolonia, Oxford y la migración a Cambridge, Salerno y
Montpellier, Coimbra y Salamanca, merecieron su autonomía entre discusiones y
conflictos. Sobre el diverso sesgo académico de estas instituciones, recogeremos
la historia del pensamiento filosófico, de la teología, del derecho y de la medicina,
hasta el momento de ser recogidas por la universitas. Concluiremos con algunas
reflexiones retrospectivas.

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