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"De traidores, víctimas y deserciones:

Diario de guerra en Monte Miseria"

Presentación de "Monte Miseria" de Samuel Shem


Jose G.-Valdecasas Campelo M.I.R. 4º Psiquiatría
Unidad de Docencia y Psicoterapia de Granada Rotación 56
Durante la lectura del libro, y tras concluir la misma, me planteo cómo estructurar
esta presentación, me pregunto de qué hablar y cómo hacerlo. Hay que contar la novela,
pero no puedo limitarme a contar la novela... ¿Qué más hacer?.

Como comento a lo largo del trabajo, el autor va dejando caer sus opiniones, de
forma cada vez más evidente, durante toda la obra, hasta el punto de llegar a preguntarse
uno, como lector, dónde acaba la novela y comienza el manifiesto, siendo difícil tal
separación.

Así pues, tras un resumen del argumento, he decidido incluír partes del texto, en
muchas ocasiones literales, que pueden permitirnos un ejercicio de reflexión, estemos o no
de acuerdo. Al fin y al cabo de eso es de lo que se trata. Y, al final, sin haber podido ni
querido evitarlo, mi opinión, que de todas maneras, supongo, irá mostrándose a lo largo de
toda la presentación.

El libro titulado “Monte Miseria” es obra del escritor norteamericano Samuel Shem,
seudónimo del Stephen J. Bergman, psiquiatra y director de la sección clínica en la facultad
de medicina de Harvard. El libro narra el primer año de formación de un joven médico en
la especialidad de psiquiatría en un complejo hospitalario que responde al poco grato
nombre de Monte Miseria. Es la segunda parte, aunque de lectura independiente, de “La
Casa de Dios” donde el mismo protagonista, Roy Basch, se iniciaba en la práctica de la
medicina general tras acabar la licenciatura.

El libro nos cuenta cómo, tras una entrevista de selección, Roy es admitido, junto a
cuatro compañeros más, como residente de primer año del hospital. En este primer año
deberá completar una serie de rotaciones (unidad de borderlines, de ingresos, de terapia
familiar psicoanalítica, de psicofarmacología, de toxicomanías...), así como llevar una serie
de pacientes de forma ambulatoria y realizar una guardia cada cuatro días.

El autor nos va narrando, en tono de comedia pero con cierta amargura, las
experiencias del residente en su paso por los distintos servicios, rozando la caricatura y, en
ocasiones, expresando con vehemencia y sin disimulos su opinión personal sobre distintos
aspectos de la teoría y práctica psiquiátrica. Asimismo, se cuenta la evolución en la vida
personal del protagonista, sus problemas familiares y afectivos y cómo influyen y son
influidos por su experiencia profesional.

El primer maestro de Roy es Ike White, un psiquiatra de actitud bondadosa,


especializado en pacientes depresivos, que parece genuinamente preocupado por la
formación de los residentes. Casi como declaración de intenciones y señal de que las cosas
no van a ir por muy buen camino, el psicoanalista Ike White se suicida, aparentemente sin
ninguna explicación en el segundo capítulo. También conocemos pronto a un paciente de
Roy, obsesionado por la idea de que su mujer mantiene relaciones con su psicoanalista,
Schlomo Dove, uno de los psiquiatras más importantes de Monte Miseria.

Roy comienza su aprendizaje trabajando con Blair Heller, un seguidor de la


psicología del yo, caricaturizada en la obra como todas las corrientes y modelos
psiquiátricos, obsesionado con la obtención del Premio Nobel y creando clasificaciones
sobre factores indicativos de personalidad borderline, sin que parezca importarle mucho el
bienestar de sus pacientes. Apoyándose en conceptos tales como la TNL (transferencia
negativa latente) y en todo tipo de siglas que llegan a no significar nada, se dedica a
maltratar a sus pacientes bajo el argumento de que, cuanto peor parecen estar y sentirse, es
que están mejor. El sadismo implícito y muchas veces explícito en esta terapia, tal como se
practica en Monte Miseria, se hace casi intolerable.

Este año de formación de Roy va a estar marcado en gran medida por la figura de
Malik, un residente de tercer año, ex-alcohólico, con una muy particular filosofía de la vida
y de la psiquiatría. Defiende, ante todo, el contacto personal y humano con los pacientes,
más allá de etiquetas diagnósticas, técnicas psicoterapéuticas rígidamente estructuradas y
del uso-abuso de psicofármacos. Insta a Roy a buscar lo que llama el “clic”, el momento de
contacto con el paciente, en que uno siente que lo entiende, que empatiza genuinamente
con él. Malik aparece y desaparece a lo largo de la novela, pero aportando siempre algo de
luz en la oscuridad que parece envolver todo lo demás... Dado el tono general del libro, no
puedo evitar la sensación de que no es otro que el propio Shem quien habla y vierte sus
opiniones, sin especial disimulo, por la boca de Malik.
El protagonista comienza no sabiendo nada de psiquiatría, y no comprendiendo
mucho el sentido de tales métodos, pero paulatinamente se va plegando a ellos y, por
imitación de sus maestros, acaba cayendo en las mismas actitudes, encontrándose a
disgusto con su trabajo y su forma de realizarlo, lo que también repercute en su situación
personal, alejándose progresivamente de su novia, de su familia, sin entender muy bien qué
debe hacer o cómo debe tratar y comportarse con los pacientes. Berry, su novia, intenta
mantenerse cerca de él pero nota como poco a poco Roy está cada vez más alejado de ella,
del mundo y de sí mismo.

Su actitud y comportamiento hacia los pacientes es errático, en el sentido de que


cada psiquiatra que conoce le indica lo que se debe hacer, y que siempre es distinto y
muchas veces opuesto a lo que le había indicado el anterior. Comienza siendo atento y
solícito, para pasar luego a una frialdad extrema, y así sucesivamente, consiguiendo
desorientar completamente a los pacientes y sobre todo a sí mismo. Samuel Shem nos
muestra también, con cierta atmósfera propia de película de los hermanos Marx, por
ejemplo en cómo se organizan los ensayos clínicos para probar nuevos psicofármacos, sin
que importe mucho a los investigadores, convenientemente recompensados, si el paciente
obtiene o no algún beneficio real que justifique no sólo los costes sino también los efectos
secundarios.

A estas alturas, la vida personal de Roy se va complicando progresivamente,


influida por el caos de su formación, y comienza a engañar a su novia con una auxiliar de
Monte Miseria obsesionada por los avistamientos de OVNIs y los contactos con seres
extraterrestres. Siguiendo las enseñanzas de Malik, comienza a tratar a los pacientes del
pabellón de borderlines de una forma humana, engañando conscientemente al psiquiatra
responsable. Se hace obvia la mejoría tanto de los pacientes individualmente como de la
atmósfera general en la sala, hasta que se descubre la situación y todo vuelve a su estado
habitual.

Durante todo el libro se hace patente el inmenso poder de las compañías de seguros
médicos en la asistencia que pueden recibir los pacientes. Las luchas continuas para
prorrogar las estancias (con el consiguiente beneficio económico para el hospital), el hecho
de que no se atienda a nadie si carece de su correspondiente seguro y llegando al colmo de
lo absurdo cuando se cambia el nombre de Residencia de Borderlines por Residencia de
Disociativos según los cambios en las tarifas que pagan los seguros por cada diagnóstico.

Otra rotación se realiza por la unidad de ingresos, donde el residente es entrenado


en diagnosticar a un paciente en escasos minutos, mediante un programa informático
basado en el DSM, y donde se le enseña explícitamente a no perder tiempo en hablar con el
paciente y mucho menos en intentar comprenderlo o acompañarlo en su sufrimiento. Al
igual que en las rotaciones previas y en las posteriores, Roy comienza intentando hacer las
cosas bien, intentando ser humano, pero va poco a poco aceptando la dinámica del sitio en
el que trabaja, haciendo las cosas como le dicen, aunque en el fondo sienta que no es como
debería hacerse. En esta época se van revelando sus problemas y su distanciamiento con sus
padres, desde largo tiempo, así como el empeoramiento de la relación con su novia, al
mismo tiempo que se va encontrando cara a cara con el sufrimiento humano, cada vez más
atroz, más desesperado, sin que observe que su trabajo sea capaz de proporcionar alivio a
nadie.

Las críticas más feroces van dirigidas al modelo psicoanalítico, que ocupa la
siguiente rotación. Henry, uno de los residentes de primer año y hasta entonces amigo
íntimo de Roy, comienza su análisis e inmediatamente asistimos a un cambio radical en su
aspecto, su forma de pensar, su actitud, y se nos muestra como un zombie que vaga por el
hospital metido en sí mismo y respondiendo a cualquier pregunta que se le hace con otra
pregunta. Tras muchas dudas iniciales, Roy va aceptando los presupuestos psicoanalíticos,
atacados y caricaturizados en el texto, posiblemente con cierto exceso de furia. Comienza a
tratar a sus pacientes ambulatorios mediante la técnica psicoanalítica, muy contento con los
progresos que va haciendo, por lo menos en cuanto a que ya tiene un modelo que le dice
claramente qué hacer o qué no hacer, aunque, como va descubriendo, eso no signifique
necesariamente una ayuda de ningún tipo para los pacientes, sino en muchas ocasiones lo
contrario: una terapia sorda (y normalmente muda) ante las preocupaciones planteadas por
los pacientes, que sólo consigue generar el sentimiento de ser incomprendido, cuando no
directamente dañado. A. K. Lowell, la psicoanalista encargada de la sala aparece poco
menos que como una bruja indiferente y en muchas ocasiones francamente sádica ante el
sufrimiento ajeno. Y sólo es el principio de la rotación psicoanalítica.

Al mismo tiempo, tanto Roy como los otros residentes que empiezan con él,
comienza su propio psicoanálisis, con el resultado temprano de obsesionarse totalmente por
sí mismo y sus problemas, distanciándose progresivamente de los que le rodean. Los
principiantes en análisis son representados como una suerte de adeptos confusos atrapados
en un rito de iniciación del que no pueden salir fácilmente, y en el que poco a poco intentan
meter a sus pacientes también. Poco a poco, el derrumbe profesional y vital de Roy va
aumentando: su novia lo deja, él sigue con su amante, pero se queda impotente, el paciente
obsesionado por la idea de que su esposa mantenía relaciones con su analista se suicida, en
medio del intento de terapia freudiana, dejando todo tipo de culpas sobre no haber podido o
querido trabajar con él de otra manera... En el colmo del surrealismo, el protagonista
descubre en el diván de su supervisora el cuerpo casi agonizante de un muchacho: se ha
seccionado las yugulares tras unas intensas sesiones de terapia que incluían diversos tipos
de abusos sexuales por parte de su psicoanalista. El chico no llega a morir y el tema se tapa
convenientemenete para evitar problemas con los seguros, culminando con el cobro de una
factura al padre por los desperfectos ocasionados al diván. Y aún quedan mayores
sorpresas.

A continuación, aparece la unidad de Psicofarmacología. Aquí, la caricatura


desemboca ya directamente en el esperpento, y las opiniones personales del autor van
siendo cada vez más manifiestas. Se hace una crítica feroz del empleo de psicofármacos
con muy escasas excepciones, representándolos como drogas terribles que alienan y
prácticamente anulan la voluntad de los sujetos. En esta unidad, el lujo rebosa por todas
partes, junto a pequeñas pegatinas con el nombre de las siempre colaboradoras empresas
farmacéuticas: los psiquiatras conducen Ferraris, desayunan capuchinos y se sientan en
sillones del mejor cuero. La relación con el paciente, si es que existe, se basa en la
autoridad más paternalista, tratando a los pacientes presuntamente adultos como niños a los
que se les dan pastillas milagrosas de la felicidad para taparles la boca.
Nuestro Roy, cada vez más perdido, comienza a tomar su propio cóctel de fármacos
como intento de escape a su malestar vital, volviéndose adicto y llegando a estar todo el día
“colgado”. Sus maestros en esta fase de su formación llegan a ser prácticamente
“científicos locos” de película de serie B, haciendo experimentos nocturnos de lobotomías
en perros, con la intención de practicar para realizarlos en los propios pacientes, a los que
se mantiene drogados y sin la menor preocupación por si experimentan alguna mejoría o
no, etc. La larga agonía de Roy Basch sigue su curso: su padre ha muerto, lo que le hace
revivir todos los fantasmas de culpa posibles por su mala relación con él, no encuentra
sentido alguno ni en su trabajo ni en su vida privada. La viuda de su paciente suicidado es
ingresada en contra de su voluntad por su psicoanalista (de quien dicho paciente estaba
convencido que tenía relaciones con su mujer) en la unidad de Psicofarmacología, siendo
automáticamente drogada casi hasta el coma... Seguimos en el tunel, pero parece que al
final se empieza a ver luz: Se descubre que el psicoanalista realmente abusaba de la mujer,
así como de otra paciente de Roy, con lo cual éste decide, por fin, hacer algo para empezar
a enmendar las cosas, planeando destapar todo lo ocurrido.

La última de las rotaciones se lleva a cabo por la unidad de alcohol y drogas. Aquí
la situación es distinta, ya que se convierte en el único sitio “positivo” de todo el hospital,
con una estructura de terapia basada en el concepto de Alcohólicos Anónimos, y un trato
humano a la gente. De todas formas, no hay lugar para la esperanza en Monte Miseria:
Malik recae en el alcoholismo ante el diagnóstico de un cáncer de pulmón, que le acabará
matando. Roy se convierte en el terapeuta de su amigo, en una situación dramática de
enfrentamiento continuo, doloroso para ambos. Sin embargo, llega a tener su sentido: Roy
comienza a reaccionar. Tras haber estado literalmente al borde del suicidio, reencuentra a
su novia, a su vocación como médico y, sobre todo, a sí mismo... a la necesidad de vivir, de
saber vivir aprovechando la vida.

La guerra contra Monte Miseria estalla en todo su apogeo y se destapan todos los
trapos sucios: se denuncia al psicoanalista Schlomo Dove por abuso sexual de dos pacientes
(averiguándose de paso que había abusado prácticamente de todos, incluyendo a la
psicoanalista supervisora de Roy y al difunto Ike White, su primer maestro, suicidado
probablemente por ello), se descubre el fraude practicado con las empresas de seguros, se
llega al enfrentamiento casi físico con los responsables de la institución, en un clímax
caótico que intenta arrasar con todo. Al final, el psicoanalista es considerado culpable pero
no va a la cárcel, su poliza de seguros cubre la indemnización, pierde su licencia pero
puede seguir psicoanalizando pacientes privadamente y, además, con toda probabilidad se
hará rico con algún libro o película ahora que se ha vuelto famoso: Monte Miseria está
tocado, pero se mantiene a flote.

Roy abandona el hospital, su formación y la psiquiatría. Se retira del mundo, casi


literalmente, yéndose a una reserva india con su mujer y una niña china que han adoptado,
en un epílogo místico y dulzón, con aromás contraculturales que casi diría cannábicos. Tal
vez el único final posible tras los acontecimientos que se nos han contado. La guerra ha
terminado y, aunque tengo la sensación de que Shem considera el final como feliz, no se
me quita la impresión de que al final los buenos perdieron. O peor, se rindieron. La
psiquiatría queda retratada como algo de lo que es mejor huír sin volver la vista atrás.
Luego volveremos sobre ello.

A lo largo de la novela, aparecen multitud de psiquiatras, todos ellos esperpénticos.


Los hay obsesionados en ganar el Premio Nobel, aunque para ello tengan que drogar a
todos sus pacientes con lo que sea, hay psicoanalistas que tratan de tal manera a sus
pacientes que todos llegan a pedir el alta voluntaria, sin que eso les preocupe lo más
mínimo, que llegan a abusar sexualmente de sus pacientes, psiquiatras preocupados
únicamente por el margen de beneficios del hospital y mucho más pendientes de las
compañías de seguros que pagan que de los pacientes que sufren.

El único maestro digno de tal nombre para Roy es Malik, el ex-alcohólico, en tercer
año de residencia, que representa la única voz crítica hacia el sistema. El otro que pudo
haberlo sido se suicida, como vimos, en el primer capítulo. Da la impresión a lo largo de
toda la obra que el autor habla por boca de Malik, deslizando sus propias opiniones,
primero de manera más sutil y luego cada vez más abiertamente. Luego nos ocuparemos de
hablar de todas esas opiniones que aparecen en el libro. Malik es un soplo de aire fresco,
que reniega de todas las teorías y sistemas psiquiátricos, preocupado más que nada, más
que nadie, por el malestar del paciente en cuanto persona, por intentar llegar a conectar con
esa persona que sufre y ser capaz de acompañarla... una imagen y unas ideas que nos traen
recuerdos no del todo olvidados de la antipsiquiatría.

La vida personal del residente también va cambiando a lo largo del año. Su relación
con su novia se deteriora progresivamente, distanciándose más cuanto más se introduce él
en su formación, especialmente en la etapa psicoanalítica, por cuanto él está prácticamente
sólo pendiente de sí mismo, sin escuchar ni tener el menor interés por los asuntos de ella, o
de nadie. Su relación con su familia de origen nunca parece haber sido muy estrecha, pero
desde luego también empeora de la misma manera. En el momento más bajo, Roy llega a
plantearse seriamente la opción del suicidio, como única salida frente al sinsentido que le
rodea en todos los ámbitos de su vida.

Queda claro a lo largo de la novela que el autor habla de experiencias y actividades


que le son muy cercanas. Lo que empieza como una fina ironía contra los defectos de la
psiquiatría oficial acaba convirtiéndose en una caricatura descarnada y que no deja de
transmitir cierta amargura personal... Los personajes van siendo cada vez más
claramente instrumentos, como es lógico por otra parte, para que el autor nos vaya
transmitiendo sus opiniones personales hacia todo lo que es y ha llegado a ser la
psiquiatría. En principio el modelo de psiquiatría oficial americano, pero naturalmente y
como vamos viendo, muy extrapolable al que existe en nuestro propio entorno. El
protagonista es residente de psiquiatría y en la novela no aparecen personajes que sean
psicólogos clínicos, pero creo que las experiencias vividas por él serían aplicables en su
mayor parte de forma indistinta tanto a psiquiatras como a psicólogos. Vamos a recoger
ahora esas opiniones y críticas que van apareciendo a lo largo del libro, en mi opinión
algunas más justificadas o razonables que otras, pero muchas interesantes y capaces de
hacernos pensar:

• “En un psicoanálisis en particular o en una psicoterapia en general, los


pacientes siempre mienten. Hay que hacérselo ver para que dejen de mentir.”

• “Si no podemos evitar que los psiquiatras se maten , ¿cómo evitar que lo
hagan los pacientes? ¿estamos a salvo de los problemas que tratamos? ¿queremos curarnos
a nosotros o a los demás?”. Se plantea a lo largo del libro varias veces que los psiquiatras
suelen especializarse en sus propios defectos, tal vez buscando curas propias más que
ajenas. Y que el hecho de ser psiquiatra puede suponer una ilusión de salud mental, un estar
al otro lado de la línea que marca la enfermedad mental, aunque en la realidad suele
comprobarse que los psiquiatras u otros profesionales de la salud mental no están
necesariamente más sanos que el resto de la gente, sino muchas veces incluso menos.

• “¿Piensa usted que esto de la psiquiatría es una ciencia?” Plantea la


cuestión de la posición preparadigmática de la psiquiatría, con múltiples modelos como
tentativas explicativas, pero sin que ninguno haya sido plenamente aceptado aún como
verdad incuestionable por todos los profesionales.

• Curar a un paciente supone intervenir en un momento dado, suponer un


cambio en su devenir vital... que alguien, por ejemplo, no vuelva a querer matarse.
Nosotros, como terapeutas, debemos intentar provocar ese cambio.

• ¿Qué hacer con todos los sentimientos que uno va recogiendo de la gente a
lo largo del día, con todos los sentimientos que uno tiene que ocultar al llegar a casa?
¿Cómo hacer que todo eso no te vaya influyendo en tu propia vida? Este tema se trata
mucho en el libro a través de la historia del protagonista, aunque de una forma tal vez un
poco exagerada.

• En las figuras y opiniones opuestas de dos psiquiatras se plantea el dilema


entre llegar al paciente con humanidad o por la confrontación. Ayudar a los pacientes o
enfrentarse a ellos, como dos métodos contrarios de buscar la mejoría del paciente, con lo
difícil que es además definir lo que es “la mejoría”, empezando por si es en términos del
paciente o del profesional.

• “Al cabo de unas semanas de Teoría de los Borderlines, nuestros pacientes


actuaban más y más como auténticos borderlines...”. El hecho de encasillar a las personas
en determinadas etiquetas diagnósticas, especialmente en los llamados trastornos de la
personalidad, provoca que se les trate de determinadas maneras y que ellos a su vez tiendan
a comportarse según ciertos parámetros (que, al fin y al cabo, es lo que se espera de ellos).

• “En el caótico gris del dolor emocional, necesitábamos algo concluyente,


algo que nos pudiera mostrar con claridad qué hacer”. Buscamos una teoría que nos
explique la realidad, y cuando creemos haberla encontrado, muchas veces nos aferramos a
ella con auténtica fe, porque nos da las respuestas que buscamos, y ya no hay que pensar ni
soportar más dudas. Pero la realidad es demasiado compleja para ser explicada en una sola
teoría.

• Hay que tener cuidado con la posibilidad de acabar diagnosticando a todo


el mundo. Es muy fácil poner una etiqueta y muchas veces la gente “normal” con
problemas y reacciones “normales” cabe demasiado en el DSM y se corre el riesgo de
acabar psiquiatrizando o psicologizando en exceso lo que es la vida real. Y, asimismo, no
hay que perder de vista que los pacientes también son gente real.

• Se plantea la cuestión de hasta que punto es conveniente, o en qué casos,


intentar derribar las defensas de los pacientes, hacer que dejen de engañarse a sí mismos,
cuando a lo mejor lo que se provoca es que pierdan ciertas muletas que desempeñan
funciones importantes, para a lo mejor no ofrecer nada a cambio...

• ¿Ser humanos y cálidos con el paciente, o profesionales y fríos? Depende


del paciente y su psicopatología, pero ¿qué es más útil para el paciente? ¿y qué es más útil,
o más fácil, para el terapeuta? .

• “El hacer que alguien vuelva al mundo real no es cuestión de teoría ni de


técnica ni de yos ni de objetos, sino de pormenores prácticos tales como dónde van a vivir
y cómo van a alimentarse, qué van a hacer todo el día y quién va a servirles de sostén
moral frente al aislamiento asesino y la ferocidad insensata de lo que insensiblemente
habíamos dado en llamar “sociedad civilizada””. El autor, desde un punto de vista práctico
para buscar la mejor calidad de vida real para los pacientes, se desliza rápidamente hacia lo
ideológico, haciendo tal vez responsable a la psiquiatría de causar los males que
simplemente no acierta a eliminar. De todas maneras, sí parece admirable y digna de ser
tenida en cuenta la preocupación que atraviesa toda la obra en el sentido de considerar al
paciente un ser humano real, con problemas y sufrimiento reales y que debe ser tratado en
virtud de eso, no como mero objeto de estudio o campo de experimentación.

• “Lo que no debía hacer era hacer daño a la gente siguiendo viejas y
manidas concepciones del mundo”. Sigue criticando los modelos teóricos psiquiátricos,
probablemente con cierta razón, pero quizá excesiva virulencia. Hay citas como ésta, que
son auténticas declaraciones de intenciones, sentencias a seguir, más propias casi de un
libro de texto que de una novela.

• No se debe ser cruel con los pacientes, pero ¿sería recomendable ser duro
en ocasiones? ¿Plantear cierta confrontación en determinados momentos, ante defensas
poco adaptativas que ocasionen claramente sufrimiento? El libro no cierra plenamente estos
interrogantes, aunque parece lógico que las respuestas deberían ser afirmativas.

• Hay una escena pintoresca en la novela: en una de las primeras sesiones de


terapia con una paciente que posiblemente diagnosticaríamos como distímica, histérica o
afecta de alguna forma de neurosis depresiva, Roy sale corriendo tras ella cuando abandona
la consulta, enfadada, dándola por terminada antes de tiempo. Esta acción acaba
presentándose como algo positivo (ya que la paciente se percató de la humanidad del
terapeuta, etc.), pero que nos choca como bastante opuesto a lo que parece adecuado (y así
se nos enseña) al tratar con este tipo de pacientes en concreto, que es esperar a que haya
demanda por parte del paciente. Como en los distintos puntos que voy señalando, el libro
plantea interrogantes sobre los que manifiesto mi opinión, pero sin cerrar ninguna
discusión, ni pretender poseer la única verdad... Existirán posiblemente puntos de vista
muy diferentes sobre todo esto.

• Se censura también cómo la psiquiatría se ha deslizado, especialmente en


el ámbito hospitalario y concretamente en las guardias, hacia lo que el autor llama “el
modelo médico clásico”: “se empezaba con un ser humano vivo, se le hacían un montón de
preguntas rápidas y al final, como a través de un embudo, se acababa reduciendo lo
humano a un diagnóstico y un tratamiento. No se hablaba porque la conversación
significaba menos tiempo para dormir.”

• La parodia que se realiza de los personajes en proceso de psicoanalizarse


es brutal: cambian radicalmente, se transforman en una especie de zombies que apenas
prestan atención a lo que ocurre a su alrededor, presas de un egoísmo básico que hace que
lo único que ocupe su mente sea su yo, su inconsciente, su pasado, sin sitio para los
demás... Como toda parodia, probablemente no carezca de alguna base real. En cualquier
caso, podría plantearse la cuestión de si uno se vuelve más egoísta, más egocéntrico, con el
psicoanálisis, o bien si uno descubre lo que ya era, pero deja de disimularlo.

• “Pese a mi instrucción psiquiátrica, me sentía atascado. Sabía qué


preguntas hacer a los pacientes, pero no tenía la menor idea de cómo funcionaba la terapia,
o qué sucedía realmente para que en un momento dado se produjera el ansiado cambio”.
Creo que explica muy claramente la sensación que tenemos al ver pacientes intentando
practicar un enfoque psicoterapéutico, pero, como el protagonista, sin saber realmente qué
hacer en cada sesión real con el paciente.

• “La terapia es como la vida; la terapia funciona como funciona la vida: sin
mapa de carreteras, sin manuales de instrucciones. Lo que hace que la terapia funcione es
lo que hace que una buena amistad funcione: que los amigos se gusten, que se sientan
comprendidos por el otro, que se conozcan mejor mutuamente”. Nuevamente se plantea la
necesidad del acercamiento humano en la terapia, llegando a compararla con una relación
de amistad, lo que parece excesivo en principio, ¿debe el paciente tratarnos o nosotros a él
como a un amigo?, ¿no sería eso contraproducente?.

• Una frase interesante, aplicable ya a los distintos modelos psiquiátricos


como a otros ámbitos: “No existe la verdad. Sólo la percepción individual de la
experiencia”.

• En una conversación entre Malik y Roy, éste, oponiéndose a las críticas de


Malik contra el psicoanálisis, afirma que muchas veces la teoría psicoanalítica encaja
perfectamente con lo que se ve en los pacientes. La respuesta es muy interesante: “Por eso
es una mierda: porque encaja. Los seres humanos son tan enormemente complejos que
cualquier teoría encaja. Pero, al encajar, la teoría excluye su complejidad, de forma que te
hace perder lo “humano” que hay en ellos. Las teorías que encajan excluyen a otras teorías,
y por tanto no sirven. Como las religiones que excluyen a otras religiones, que predican la
paz, que conducen a la guerra. Lo que encaja no sirve. Y lo que encaja perfectamente es lo
que menos sirve”.

• Más críticas a la obsesión del psicoanálisis por el pasado: “El psicoanálisis


dice que la forma de liberarte de lo viejo es lo viejo. Pero no funciona. Volver a lo viejo no
hace sino que la aguja ahonde más y más en el surco de lo viejo. Una y otra vez,
interminablemente... La forma de liberarte de lo viejo es lo nuevo”.

• “Lo que ayuda a la gente no tiene nada que ver con la psicología. No se
trata de qué teoría utilices, ni de qué palabras emplees. Cuando una persona se siente vista,
y tú sientes que ellos se sienten vistos, y tú te sientes visto por ellos... entonces, en ese
preciso instante, tiene lugar como un roce del espíritu. Y ya está, eso es todo. El espíritu.
La curación, en psicoterapia, es una operación del espíritu”. Aquí empieza ya a deslizarse
el autor hacia lo espiritual, hacia cierto misticismo. Y el método que propone, ¿acaso no
terminaría por causar la dependencia del paciente hacia el terapeuta?.

• En un momento dado, Roy expresa muy bien su posición, como


principiante, frente al psicoanálisis: “Yo estoy en un terreno movedizo. Necesito alguna
guía real, concreta. Freud me lo pone en bandeja”. El psicoanálisis te coloca en un lugar
muy definido, y muy seguro, frente al paciente, da respuesta a los interrogantes.

• En un determinado momento, uno de los personajes defiende el


psicoanálisis de una manera curiosa: “uno tiene que creer en algo ¿no les parece?”.
Finalmente, acaba siendo una cuestión de fe, más que de opinión.

• Ante el propio psicoanálisis de Roy, Malik afirma: “Estás metiéndote en tí


mismo totalmente muchacho; estás gustando ese goce psicoanalítico de sentirte desdichado
y mísero...”, “El aparente deslumbramiento del Yo te hace ciego a toda vinculación con los
demás. Lo que necesitamos en este mundo no es psicoanalizarnos, sino vivir un montón de
buenas relaciones”.

• Cuando Roy comienza su rotación por la Unidad de Psicofarmacología, la


crítica y la ironía siguen presentes o incluso se acentúan, señalando la gran influencia que
tienen en la psiquiatría actual las compañías farmacéuticas y todo lo que se mueve
alrededor de ellas: “La obsesión siempre ha sido una neurosis... pero ahora es una psicosis.
Desde el lunes es oficial. La obsesión es biológica. Logramos mejorarla con seis
fármacos”.

• Es interesante la descripción que hace de la consulta con un psiquiatra


biologicista: “Errol les dedicaba 10 minutos como máximo, los trataba de modo idéntico:
les preguntaba qué drogas estaban tomando - normalmente tomaban de 3 a 6 -, qué efectos
secundarios percibían, qué mejoras, luego añadía o quitaba algún fármaco y los despedía
hasta la próxima consulta. También les hacía una o dos preguntas sobre sus síntomas.
Aunque ni una sola sobre su estado psicológico”.

• El texto va poco a poco mostrando cada vez más claramente las opiniones
de su autor, como ejemplo: “En el curso de aquel año llegué a considerar que aquellos
fármacos y otros ISRS no eran sino síntomas. Síntomas de las desconexiones de la
sociedad, síntomas de que, de hecho, tales desconexiones no hacían sino aumentar. Sobre
todo en el caso de los niños, era obvio que la curación se hallaba en la creación de tales
conexiones, no en la administración de fármacos que les desconectaban aún más y
acababan por destruirles”. Aunque es cierto que el uso sobre todo de determinados
fármacos como supuestas píldoras de la felicidad es abusivo y seguramente perjudicial, por
cuanto pueden llegar a convertirse en muletas para los pacientes que nada solucionen,
parece exagerada la generalización que hace el autor, sin discriminar ni por tipos de
fármacos ni de patologías.

• Es curioso un comentario que hace el psiquiatra biologicista, cuando


comenta sobre métodos antiguos usados en la psiquiatría: “En aquellos tiempos no sabían
nada de nada. Pensaban que con el agua a presión conseguían algo. Locos”. Probablemente,
con el transcurrir del tiempo, se acabe diciendo lo mismo de muchos de los métodos que
nosotros damos hoy día por sentados.

• En los últimos capítulos, se va haciendo recapitulación de lo vivido en el


año, el protagonista va extrayendo sus conclusiones, planteadas como respuestas a los
múltiples interrogantes abiertos durante este tiempo de formación: “Por primera vez
comprendía cómo yo o cualquier otro psiquiatra, al verse frente a alguien tan pletórico de
energía, tan lleno de la auténtica y fatal substancia de la vida, podía tomar el camino fácil y
relegarse, protegerse, defenderse invocando numerosos criterios diagnósticos, o la
palabrería freudiana, que reducía la vitalidad a una mala infancia, o la biología radical, que
postulaba que todo estribaba en defectuosas moléculas cerebrales y que todo tenía fácil
remedio porque los individuos eran básicamente como perros. Ahora, como cuando el
oculista te pone esas últimas lentes y entonces no sólo ves perfectamente sino que te das
cuenta de que antes no veías casi nada, era consciente del poder de la psiquiatría para
acuñar centenares de modos de negar la verdad del contacto persona - persona y de
etiquetar a las personas como “enfermos”.”

• “Las diversas teorías eran una invención de complejidades frente a algo


que resultaba increíblemente sencillo: entablar contacto. Era como si hubieran inventado
tales complejidades no sólo para protegerse de tal conexión, sino también para hacer que
sus Yos parecieran especiales, mejores o más inteligentes que los de sus pacientes. [...]
Cuando es la conexión, y no el Yo, lo que cura”.

• “No sabemos una mierda de los porqués de las cosas, así que nos
inventamos todo tipo de historias: los psiquiatras se inventan infinidad de historias
estrafalarias... sobre penes, sobre moléculas del cerebro...”.

• “Por primera vez veía que lo que ayudaba a la gente en la psicoterapia,


fuera lo que fuera, nada tenía que ver con la psicología y todo con aquello: con mostrarse
humano con quien sufre, con avanzar con otra persona como partes de un todo. El amor, la
comprensión y el dolor no eran sino palabras diferentes para la misma cosa”.
• “Así pues, [en psicoterapia] no es lo que se dice, sino lo que es.[...] No es
el método que uno emplea, sino la persona que uno es”. Señala la importancia del
psicoterapeuta y su actitud personal, más allá del tipo de escuela que pueda seguir.

• “¿Y qué si, como invariablemente sucede, al inocular algo tan burdo como
un psicofármaco en algo tan delicado como un cerebro se reducía en cierto modo lo
humano que había en éste?”. En mi opinión, el autor lleva un poco lejos su cruzada anti-
psicofármacos, cayendo en una postura un tanto mística y “naturista”, y generalizando en
demasía, aunque posiblemente no carezca de cierta dosis de razón.

El libro termina con una recopilación de lo que el autor llama las Leyes de Monte
Miseria, como una especie de resumen y conclusión de las ideas que se han ido vertiendo a
lo largo de toda la obra, a lo largo del año de formación psiquiátrica vivido por el
protagonista. Estas leyes son:

• En psiquiatría no hay leyes.

• Los psiquiatras se especializan en sus defectos.

• Ante una urgencia psiquiátrica, lo primero que hay que hacer es comprobar
tu propio estado mental.

• Los pacientes no son los únicos que tienen la enfermedad, o que no la


tienen.

• En psiquiatría, primero viene el tratamiento, luego el diagnóstico.

• Los peores psiquiatras son los que más cobran, y los expertos mundiales
son los peores de todos ellos.

• La facultad de medicina es un lastre para llegar a ser psicoterapeuta.


• Tus colegas te harán más daño que tus pacientes.

• Puedes saberlo todo sobre una persona por el modo en que practica un
determinado deporte.

• Los pacientes “fisiológicos” no toman su medicación el cincuenta por


ciento de las veces, y los pacientes psiquiátricos suelen tomarla muchas menos veces.

• La terapia es parte de la vida, y viceversa.

• La curación, en psicoterapia, no tiene nada que ver con la psicología: la


conexión, no el yo, es la que cura.

• La prestación de cuidado psiquiátrico reside en saber lo menos posible, y


en entender lo más posible acerca de cómo vivir el sufrimiento de tus semejantes.

Son un poco el resumen de las ideas que Samuel Shem ha ido manifestando a lo
largo de toda la novela, primero de forma más sutil y luego cada vez más claramente,
intentando, no sólo hacernos pensar, sino también, en mi opinión, convencernos de sus
puntos de vista. Creo que estos planteamientos son muy interesantes en muchos aspectos,
por cuanto saben diagnosticar acertadamente muchos males que rodean a la psiquiatría hoy
en día, aun cuando las soluciones propuestas por Shem creo que pueden pecar de cierto
radicalismo ingenuo. En cualquier caso, el libro se convierte en una lectura interesante que
llega a hacer que veamos nuestro trabajo desde nuevas perspectivas, planteando
interrogantes y dudas sobre lo que hacemos y por qué, lo cual creo que siempre es
enriquecedor.

¿Y qué sensación queda, me queda, tras leer el libro? Cierta sensación de disgusto.
De decepción. Mi primera impresión era muy favorable. Era tan fácil identificarse con
Roy, admirar a Malik, ver reflejados los males terribles de la psiquiatría con tanta claridad
como los vemos cada día a nuestro alrededor, sentirse comprendidos ante la angustia de no
saber, de no ser capaz de hacer tu trabajo como te gustaría... Pero Monte Miseria esconde
una trampa: diagnostica todos los problemas, pero no encuentra ninguna solución. No
oculta nada de lo malo, pero olvida todo de lo bueno. El final es claro: no hay salida dentro
de la psiquiatría, nada puede arreglarse, todo está condenado a ser tal cual es. La única
opción es salir del mundo, preferentemente a una reserva india tras adoptar a una niña del
tercer mundo y, eso sí, con tu novia de toda la vida.

Pues no. Yo, personalmente, me niego a aceptarlo. Entiendo los diagnósticos, y está
claro que nuestro enfermo, nuestra profesión, está muy mal: aquejada de múltiples
dolencias, sufriendo por sus muchos pecados, prostituida por demasiados traidores; pero la
psiquiatría va más allá de los terapeutas sádicos, corruptos o ignorantes. La psiquiatría es,
etimológicamente, la ciencia que se ocupa de la curación del alma. O, como diríamos hoy,
de la salud mental, de las enfermedades mentales, del estudio de la mente, sana o enferma...
La disciplina, hermana con la psicología, que estudia lo más elevado del ser humano y
aquéllo que lo define como tal, independientemente de que lo nombremos mente, alma,
espíritu. O imdependientemente de que no sepamos o queramos nombrarlo. Y se ocupa, o
al menos lo intenta, de aliviar los sufrimientos que derivan de ello, que derivan, en última
instancia, de la condición humana en cuanto tal.

Si la psiquiatría, la psicología o como se vaya a llamar el siglo que viene, está


enferma, sucia y violada, nuestro deber es hacerla levantarse, recuperar la dignidad y
ponerla a trabajar en sus asuntos, que son los nuestros. No vale mirar para otro lado ni huír
a las montañas.

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