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Hno M.-Fr. Cazes, O. P.

LA FILOSOFÍA MODERNISTA
Revue thomiste, 1910 y 1911
Trad. P. Shaw, 2016

I. — Los orígenes.
Hay una filosofía en la base del modernismo. Cualquiera la en-
cuentra en el fondo de todas las teorías —tan diversas en apariencia—
que componen la gran herejía moderna. Es el principio de donde estas
teorías se derivan lógicamente. Cuando alguien recorre los libros que
las contienen, con un poco de reflexión comprueba fácilmente, inclu-
so en aquellos que parecen no asumir más que un aire crítico o cien-
tífico, detrás del montón a menudo pedante de los hechos, documen-
tos y textos, la misma concepción general sobre el contenido y el valor
de nuestros conocimientos. Eso es lo que en realidad constituye la
unidad de las múltiples variedades del modernismo. También es lo que
permitió al Sumo Pontífice condensarlas legítimamente en un sistema
coherente y relacionado.
¿Cuál es, pues, esta filosofía? Se vincula a la vez al kantismo y
al evolucionismo. Es un compuesto de ambos. Es fácil darse cuenta
estableciendo una serie de comparaciones atentas en los diversos pun-
tos donde estas doctrinas entran en contacto.

1° ORIGEN KANTIANO.

La encíclica Pascendi nos señala entre las formas esenciales de la


filosofía modernista el agnosticismo y el inmanentismo. Sin embargo,
es de Kant que una y otra derivan en línea directa.
En primer lugar, el agnosticismo. Esta teoría restrictiva del conoci-
miento, si no es —como se afirma a veces— la parte más característi-
ca de la filosofía de Kant, debe considerarse al menos como uno de
los momentos más importantes del proceso de su pensamiento. En el
fondo el célebre filósofo no es ni un escéptico ni un agnóstico. No es
menos cierto que pasa por el agnosticismo, y que sobre este frágil
fundamento construye un dogmatismo ilusorio que por la fuerza
misma de las cosas en última instancia debe disolverse en escepticismo
universal.
El objetivo de Kant había sido escapar del empirismo y relativis-
mo de D. Hume, y poner sobre un terreno sólido, a salvo de cualquier
viento de debate, las grandes verdades metafísicas y morales necesarias
a la dirección de la vida humana.
Como el filósofo inglés, él aceptaba a título de postulado en el
punto de partida de su reflexión filosófica el carácter sintético de los
juicios que conforman el contenido de la ciencia, incluso de las mate-
máticas exceptuadas por Hume. Todo el kantismo está contenido en
germen en este error inicial. Si la ciencia está enteramente compuesta
de los juicios sintéticos que no se explican ni por el análisis ni por la
experiencia, ella no tiene por sí misma ningún alcance objetivo. Para
fijar su valor y encontrar la razón suficiente de síntesis que contiene,
no hay más que un medio: admitir las necesidades subjetivas inheren-
tes a la constitución de la mente. Es así como Kant se vio conducido a
la teoría de las formas a priori de la sensibilidad y el entendimiento.
Según él, en la sensibilidad se hace por las formas del espacio y tiempo
una primera síntesis de los elementos confusos provistos por la expe-
riencia. Una segunda evaluación es necesaria para formar el pensa-
miento completo, el conocimiento propiamente dicho, y tiene lugar en
el entendimiento. Contiene, como la anterior, dos tipos de elementos:
unos empíricos, los otros a priori o subjetivos. Los primeros son aque-
llos que las intuiciones puras de la sensibilidad ya han parcialmente
coordinado. Pero esta coordinación, con sus notas de particularismo y
contingencia, no es suficiente para establecer la ciencia que es esen-
cialmente universal y necesaria. Por lo tanto es la mente que toma en
su fondo categorías a priori, elementos subjetivos inherentes a su natu-
raleza y que, imponiéndolos a la materia del conocimiento, le da el
carácter científico de universalidad y necesidad.
Conclusión de una enorme gravedad. El polo del pensamiento
humano fue invertido por esta teoría. Hasta Kant se había dicho que
la verdad era la conformidad de la inteligencia con las cosas reales, y
que por lo tanto la realidad objetiva era la ley del juicio. Según Kant,
por el contrario, ya no es lo objetivo que se impone a lo subjetivo. Es
lo subjetivo que dicta sus leyes a lo objetivo. La mente hace la verdad.
Verdad toda relativa, incierta, sin valor ontológico por estar condi-
cionada en el sujeto cognoscente por un modo de ser cuyas leyes no
se extienden más allá de los límites de su esencia particular. De tal
manera que si esta esencia fuera diferente, sus leyes cambiarían y re-
percutirían en la síntesis de lo objetivo y subjetivo, es decir la verdad y
la ciencia.
Éste es el agnosticismo kantiano. Decir que las cosas están yuxta-
puestas en el espacio y que se suceden en el tiempo significa que
nos aparecen así, y no nos pueden aparecer otra cosa en virtud de la
constitución subjetiva de nuestra sensibilidad. Pero comoquiera que
esta forma se la da únicamente nuestra mente, no tenemos derecho de
afirmar que fuera de nosotros ellas existan realmente así.
Del mismo modo, cuando por nuestros conceptos afirmamos la
sustancialidad, causalidad, necesidad, etc., de los distintos seres, tam-
poco expresamos otra cosa que las modalidades básicas de nuestra
mente. No salimos de nosotros mismos. Decimos lo que nuestro acto
de conocimiento da a los seres y no lo que ellos son en sí mismos, en
su realidad ontológica. Nuestra ciencia tiene por objeto fenómenos que
une, ordena y sintetiza; los noúmenos, es decir, la realidad profunda de
las cosas, escapan totalmente a sus investigaciones. Constituyen lo que
se llamó después el ámbito de lo incognoscible.
No conocemos, pues, más que nuestra experiencia. Lo suprasensi-
ble —las sustancias, Dios, el alma, la libertad, la inmortalidad— su-
pera el alcance de nuestra razón.
Es fácil darse cuenta, después de eso, de cómo Kant es el padre
del agnosticismo. Esta teoría filosófica sin duda evolucionó antes de
llegar al modernismo. No hay que sorprenderse. Es un caso particular
de las eternas variaciones del pensamiento humano entregado a sus
solas fuerzas nativas. Cuando uno recorre la historia de los sistemas
filosóficos que pretendieron resolver desde el origen los grandes
enigmas del mundo y de la vida, observa que estos sistemas siempre
fueron modificados en sus puntos esenciales por los discípulos que los
recibieron y propagaron. Los discípulos de Kant, aún aceptando la
orientación general de su pensamiento, también transformaron los
datos primitivos de su concepción y «superaron» al maestro.
Sin embargo, hay entre la primera forma del agnosticismo kan-
tiano y la de los modernistas puntos de contacto, semejanzas genéricas
que dan testimonio de su parentesco histórico. Cualquiera podría has-
ta seguir con bastante facilidad, a través de las variaciones sucesivas, el
trabajo lógico en cierto modo necesario de la evolución de esta teoría.
El punto de partida es el mismo. No tenemos ninguna certeza ob-
jetiva, ninguna ciencia ontológica. Nos es imposible conocer nada y
afirmar nada fuera del mundo sensible en el ámbito metafísico de las
sustancias y las causas. «Cuando alguien plantea lo real como un “más
allá” del pensamiento, para alcanzarlo no subsiste ningún medio de
captura. ¿Cómo se aseguraría nadie de un acuerdo entre la representa-
ción y el objeto? Esto implicaría una comparación que exigiera que se
pueda comprender el objeto de otro modo que por el pensamiento.»1
«La filosofía —dice el Programa de los modernistas— es la interpretación del
universo según determinadas categorías inherentes a la mente humana
y que reflejan los requisitos profundos e inalterables de la operación.»2
«Aceptamos la crítica de la razón pura que han hecho Kant y Spen-
cer.»3 «La historia sólo capta los fenómenos con su sucesión y encade-
namiento; percibe la manifestación de las ideas y su evolución; no al-
canza el fondo de las cosas. Lo que el sabio percibe es un infinito de apa-
riencias, una manifestación de fuerzas; pero la gran fuerza oculta detrás
de todos los fenómenos no se deja tocar directamente por la experien-
cia».4
Consiguientemente, es la idea misma de la verdad que queda mo-
dificada como en la teoría kantiana. «El gran desacuerdo entre los
escolásticos y nosotros se refiere a la noción misma de verdad.»5 La
noción del Sr. Le Roy y la de los modernistas no es absolutamente
idéntica con la de Kant. Pero, tal como ésta, ella opera una transposi-
ción completa en la definición que se había dado de ella hasta ahora,
manteniendo en realidad del lado de la mente la objetividad de nues-
tros conocimientos.
Otra conclusión se desprende de lo anterior; Kant y los filósofos
modernistas no se quedaron sin sacarla. Consiste en decir que la ver-
dad es relativa. Es cierto que esta relatividad no es tan amplia y radical
en el sistema de Kant como en las teorías actuales. Para aquél, la cons-
titución de la mente humana en realidad es inmutable. Las categorías
que reciben y sintetizan los datos experimentales no cambian. Que-
dando el sujeto siempre idéntico en sus principios constitutivos, la
verdad no puede cambiar. Sin embargo, no es absoluta en sí misma.
Nos aparecería bajo otros aspectos si fueran diferentes las formas a
priori de la sensibilidad y el entendimiento.
El modernista va más lejos; se deshace totalmente de este residuo
tan pequeño de absoluto que permanecía adjunto a la persistencia de
las intuiciones puras, y su relativismo, como el de uno de los maestros
más escuchados de la filosofía actual, Bergson, no conoce por así de-
cirlo más límites. Aquí también él «supera» a Kant, lleva lógicamente
su teoría más allá de los límites establecidos por el maestro. Sé bien
que él niega profesar tal relativismo. Pero esta protesta no puede nada

                                                                                                               
1 Le Roy, Bulletin de la Société française de librairie, 25 février 1904, p. 154.
2 P. 114.
3 Ibid., p. 117.
4 Loisy, Autour d’un petit livre, p. 10.
5 Le Roy, Dogme et critique, p. 355.
contra la fuerza interna de doctrinas que, colocando la verdad en la
vida de la mente y en la acción, la emancipa necesariamente de toda
referencia impuesta por el mundo exterior.
Libre de ataduras externas, la verdad evolucionará libremente. No
es más «eterna», «inmutable». «Creemos, por el contrario, que la ver-
dad es vida, por lo tanto movimiento.» 1 Vida y movimiento, expresiones
que los modernistas entienden en un sentido totalmente diferente del
que aceptamos para concebir ciertas leyes necesarias de la verdad.
Para ellos, la vida y el movimiento implican como igualmente
aceptables, a título de estadios naturales —y por tanto verdaderos—
de la actividad de la mente humana, los sistemas más diferentes, los
más contradictorios. Estos sistemas son como las olas que pasan en la
gran corriente de la verdad íntegra. Mejor aún, son, en relación con
ella, como las tangentes a una curva. «Cada tangente tomada en sí
misma, en el estado aislado, como algo definitivamente hecho y que se
bastaría, se aleja mucho de la curva, salvo en un punto. La dirección
que ella indica, momentáneamente verdadera, se convierte en falsa a la
larga.»2 «La verdad es en nosotros algo necesariamente condicionado,
relativo, siempre perfectible y también susceptible de disminución
[…] Nuestras percepciones no alcanzan el fondo de la realidad
[…] Las nociones lo expresan menos aún […] La verdad, en cuanto
bien del hombre, no es más duradera que el hombre mismo. Evolu-
ciona con él, en él y por él.»3
La verdad está siempre en devenir. No hay nunca «verdad hecha»4.
De ahí se sigue que ella no consiste tampoco en la colección completa
de las posiciones ocupadas sucesivamente, sino en el paso continuo e
incesante de una a otra, en el movimiento total. «La verdad no tiene
nada de estático. No es una cosa, sino una vida […] Es menos un
término que un crecimiento […] Lo que hay de estable en ella es ante
todo una orientación, un sentido del desarrollo.»5

Es en Kant que los modernistas fueron a extraer su primer


error; es también en Kant que tomaron su segundo error: el inmanen-
tismo.
Para pasar del uno al otro, siguen las mismas deducciones que el
autor de la Crítica de la razón pura. Y en este punto también, como en

                                                                                                               
1 Le Roy, Dogme et critique, p. 335.
2 Le Roy, Correspondance de l’union pour la vérité, 1906, pp. 101, 102.
3 Loisy, Autour d’un petit livre, pp. 191-192.
4 Le Roy, ibid., p. 99.
5 Ibid., pp. 98-99.
los anteriores, constatamos el vínculo original que une ambos siste-
mas, los rasgos comunes que los asemejan a pesar de diferencias nota-
bles.
Hemos visto que el objetivo de Kant fue salvar la ciencia y la mo-
ral. Pretendió no poder conseguirlo por la razón. Hume le había mos-
trado parcialmente la impotencia de ésta, y él mismo había creído des-
cubrir en ella con claridad una radical incapacidad de alcanzar el fondo
sustancial de las cosas. Recurrió entonces a una vía indirecta, la inma-
nencia.
En líneas generales, el método modernista no difiere de éste. Los
modernistas pretenden unánimemente no abandonar la verdad y el
bien. Pero en lugar de alcanzarlos directamente por la inteligencia
(los horroriza lo que llaman intelectualismo ), llegan a ellos, como
Kant, por la vía de inmanencia, más segura a sus ojos. Renuncian
también ellos a la actividad pura de la mente porque les parece ilusoria
y engañosa, para recurrir a la vida, la acción y la voluntad. Y en ello
consiste el punto de contacto donde se establece la intersección de las
dos teorías y la derivación de la una con respecto a la otra.
Kant parte de este dato, de este postulado, de que la moral existe.
Todo hombre que está en sus condiciones normales de razonamiento
y juicio, es consciente de la existencia del deber. Se siente sujeto de una
ley que se le impone de manera absoluta, independientemente de los
hechos y contingencias. Cualquier otra regla de vida que la ley moral
es hipotética: en ella el fin está condicionado por los medios: por ejem-
plo —dice Kant—, «si quieres la salud, sé templado». Sólo la ley moral
es incondicional: su imperativo es categórico. Persigue el fin por sí mis-
mo, por su excelencia intrínseca.
Sin embargo, este fin no se encuentra fuera de nosotros, en un
bien que nos sea ajeno. Porque entonces la ley moral pasaría a ser
hipotética y condicionada, lo que está en contra de su esencia misma.
El está en nuestra voluntad, es nuestra voluntad razonable y libre. «No
hay más que una cosa en el mundo e incluso fuera del mundo que
tenga un valor absoluto: la voluntad libre y razonable. La buena volun-
tad no deriva su bondad de sus efectos o resultados, ni de su aptitud
para alcanzar un determinado objetivo propuesto, sino sólo de la bue-
na voluntad, es decir de sí misma.»1
Puesto que la voluntad libre y razonable tiene un valor absoluto,
es objeto de la ley moral. En otras palabras, el ideal moral es querer
ser libre y razonable. Ella es también el sujeto de esta misma ley. Es a
la vez legisladora y sujeto, es autónoma. Es ella misma que hace la ley
                                                                                                               
1 Métaphysique des mœurs.
moral, que es su fin y que se le somete libremente. No puede recibirla
de una autoridad externa. Si le viniera de fuera sería obedecida por
temor o persuasión, mientras que debe ser obedecida por sí misma,
porque es la ley.
Se ve por ende que la ley moral es inmanente y no trascendente. Tal es
el inmanentismo kantiano. Es de Kant que los modernistas han tomado
el suyo. Veremos bien que no reviste formas absolutamente similares,
pero su principio fundamental y las conclusiones a las que pretende
llegar son las mismas. La principal objeción que los modernistas hacen
al intelectualismo es que no es posible que la mente reciba la verdad
toda hecha de fuera: al no formar parte de su vida y al serle comple-
tamente heterogénea, no sería asimilable por ella. Sería «algo así como
una amenaza de tiranía intelectual, como un obstáculo y una restric-
ción impuestos desde afuera a la libertad de investigación: todas cosas
radicalmente contrarias a la vida misma de la mente, a su necesidad de
autonomía y sinceridad, a su principio de inmanencia»1. Se cree por
este inmanentismo, al igual que Kant, demostrar las verdades metafísi-
cas y religiosas de una manera más segura y más eficaz. «Aceptamos la
crítica de la razón pura que han hecho Kant y Spencer; pero lejos de
volver al testimonio apriorístico de la razón práctica o de concluir la
afirmación de un incognoscible, mostramos en la mente humana otros
medios de llegar a lo verdadero diferentemente eficaces del ejercicio
de la sola razón. Es cierto que nuestros postulados se inspiran en
principios inmanentistas, porque parten todos de esta suposición de
que el sujeto no es pasivo en sus operaciones intelectivas y religiosas,
sino que saca de su propia naturaleza espiritual ora el testimonio de
una realidad superior, cuya presencia se siente por intuición, ora la
fórmula abstracta de esa realidad entrevista.»2
Ahora bien —sigue Kant—, si la ley moral existe, también debe
existir la libertad. Ya que el deber supone necesariamente el poder. Co-
mo por otra parte la libertad no tiene cabida en el mecanismo deter-
minado de la naturaleza, no puede encontrarse en el mundo puramen-
te inteligible de los noúmenos, en el alma-sustancia. Por lo tanto el alma
existe como sujeto de la libertad.
Lo mismo Dios. Porque si la ley moral existe, debe realizarse, y
realizarse completamente. Ahora bien, la realización completa de la ley
moral, ¿qué es sino la realización del sumo bien, es decir la unión en
grado supremo de la virtud y la felicidad? Este logro es imposible en el
hombre: los hechos lo prueban ampliamente. Por lo tanto, la razón
                                                                                                               
1 Le Roy, Dogme et critique, p. 9.
2 Programme des modernistes, p. 117.
práctica «postula» la existencia de un ser absoluto en quien se encuentra
realizada eternamente la unión perfecta de la virtud y la felicidad. «En
el problema práctico de la razón pura, es decir, en la persecución del
sumo bien, concebida como necesaria una tal conexión (de la virtud y
felicidad), debemos buscar realizar el sumo bien que debe por ende ser
posible. Así se postula la existencia de una causa de toda la naturaleza,
distinta de la naturaleza y que contiene el principio de esta conexión,
es decir, de la armonía exacta de la felicidad y la moralidad.» 1
Kant tiene mucho cuidado de advertir al lector para que no malinter-
prete su pensamiento considerando la existencia de Dios así postulada
por la razón práctica como el fundamento directo de la obligación
moral. Él cree haber «suficientemente demostrado que esta obligación
se basa exclusivamente en la autonomía de la razón misma»2.
Y señala que la existencia del sumo bien sigue siendo para la razón
teórica, y a pesar de la demostración indirecta que se acaba de ver, una
simple hipótesis. Nuestra ciencia racional no es aumentada por ella.
Ninguna nueva luz se añade a nuestras ideas, ninguna certeza a nues-
tros conocimientos. No puede, pues, ser cuestión de ciencia, sino sólo
de creencia. Es la palabra misma de Kant.3
En este punto también está de acuerdo con los modernistas. Se
conoce la famosa distinción, que les es tan cara, de cosas cuya existen-
cia es indemostrable por la ciencia y sin embargo cierta para la fe.
Constituía el fondo mismo de las teorías de Loisy en la época en que
todavía se pretendía católico. La formulaba en dos frases que resumen
exactamente su pensamiento: el hecho evangélico y el hecho eclesiástico. El
primero pertenece al ámbito de la historia y la crítica, el segundo al de
la fe. El primero no nos revela nada de sobrenatural, sino un conjunto
de hechos primitivos muy simples que uno debe estudiar como estu-
dia todos los hechos históricos, es decir, en su determinismo natural,
independientemente de cualquier idea de causalidad o de interven-
ción trascendente. Al segundo, que nos presentan sin base racional y
se parece a una especie de edificio aéreo basado en las nubes, pertene-
ce todo el lado sobrenatural de la religión. En otras palabras, la fe sola
nos enseña que Jesús hizo milagros, que resucitó, que es Dios. La his-
toria es incapaz de demostrarnos estos graves problemas.
Se encuentra la misma distinción entre todos los modernis-
tas. «Puesto que la religión —dice el Sr. Gebert— es una forma de las
relaciones del sentimiento y la voluntad, y por lo tanto pertenece a la
                                                                                                               
1 Crítica de la razón práctica.
2 Ibid., p. 229.
3 Ibid.
actividad práctica de la conciencia, no puede en absoluto interesarse
por los resultados de las investigaciones de la ciencia libre, los productos
de la actividad teórica, cualesquiera que por otra parte puedan ser.»1 Es
también el pensamiento de los autores del Programa de los modernistas:
«Los modernistas, en pleno acuerdo con la psicología contemporánea,
distinguen claramente la ciencia de la fe. Los pasos de la mente que
terminan en una y otra son totalmente extraños e independientes entre
sí. Esto es para nosotros un principio fundamental. La supuesta servi-
dumbre a la cual reduciríamos la ciencia respecto de la fe es un contra-
sentido.»2
Kant, que se preocupó en tan alto grado por la moral, no podía
dispensarse de emitir un sistema sobre la religión. También aquí, en
líneas generales, el paralelismo continúa de manera muy concordante
entre su teoría y la de los modernistas.
Ya hemos visto que él había invertido los términos de la vieja
definición escolástica de la verdad haciendo depender no ya la inteli-
gencia de las cosas, sino las cosas de la inteligencia, y que esa transpo-
sición constituía el punto central donde van a reunirse todas las partes
de su sistema de la razón teórica. Hace una operación similar para
explicar las relaciones de la fe y razón. Hasta él se había admitido el
siguiente axioma: philosophia ancilla theologiæ. Pero según los principios
de la filosofía kantiana, hay que decir: theologia philosophiæ ancilla. La
filosofía religiosa ya no se concibe sino como un complemento y una
dependencia de la filosofía práctica. La ley moral es esencialmente
autónoma. Vale por sí misma. La fuerza de la obligación es absoluta-
mente inmanente a la voluntad. Y por lo tanto la creencia en la inmor-
talidad y la idea de Dios no añaden nada a su virtud propia. La noción
de un legislador soberano que impone su ley a las criaturas libres, de
un juez que premia y castiga, condicionaría un imperativo que por su
naturaleza es incondicionado. Esta doble noción se sobreañade como
por fuera a una ley ya constituida en su absoluta totalidad. Y así la
religión no tiene razón de ser sino para la moral: theologia ancilla philoso-
phiæ. No hay ni puede haber religión si no sirve a la moral, y a la moral
puramente racional.
Pero, como se ve, Kant conserva la idea de religión. A diferencia
de varios filósofos famosos de su tiempo, que deseaban establecer el
reinado exclusivo de la razón y empleaban todos los medios para des-
truirla, tanto los epigramas y burlas cuanto los sofismas, él la respeta y
reconoce su utilidad. Le asigna una función individual y social. Esta
                                                                                                               
1 Katholischer Glaube, p. 78.
2 Programme des modernistes.
función se va a ver que es virtualmente la misma —a pesar, repito, de
las diferencias inherentes a la evolución seguida por las ideas desde
hace un siglo— que la que quieren darle los modernistas, impregnados
en esto como en todas las demás partes de su sistema de las ideas del
célebre filósofo alemán.
He aquí en primer lugar la idea básica de la religión, la idea
de revelación. Según la explicación tradicional, la revelación no es otra
cosa que la intervención en el mundo en un momento determinado de
la historia de una potencia suprasensible que formula dogmas, que
prescribe preceptos y ritos. Pero esta intervención, dice Kant, lógico
en esto con todos los principios de su filosofía, es no comprobable, ya
que sale del ámbito de los fenómenos sensibles, el único que podamos
captar con certeza.
Por lo tanto, por revelación debe entenderse la manifestación del
deber a la conciencia. Y puesto que la razón última del deber es Dios
(no siendo posible sino por Dios la realización completa del deber),
esta manifestación podrá considerarse como la manifestación misma
de Dios, calificarse de revelación.
Sin duda, Kant parece no negar la posibilidad de una revelación
propiamente dicha.1 Pero si existiera, no contaría como revelación, ya
que hemos visto que a ese título es imposible de verificar. No sería
válida como sobrenatural. No podríamos aceptarla sino en cuanto
favoreciera la eclosión y el desarrollo de nuestra actividad moral in-
manente, y en la medida en que se adaptara a ella. El fundador del
cristianismo merece nuestro reconocimiento y veneración precisamen-
te por la armonía que existe entre su doctrina y la ley moral natural.
Más que cualquier otro fundador de religión, él dio enseñanzas ade-
cuadas a la pura moralidad. Así, por ejemplo, su precepto fundamental
del amor de Dios y del próximo se reduce a dos ideas: cumplimiento
del deber sin otro móvil que la consideración del deber mismo; cari-
dad para los demás en un sentimiento de benevolencia inmediata hacia
ellos.
Se ve según lo anterior que según Kant la verdadera revelación se
realiza en el fondo de la conciencia. Dicha teoría es justo lo contrario
de la revelación tal como ha sido expuesta y definida por el Concilio
del Vaticano.
La de los modernistas deriva de aquélla y se le parece mucho. Está
resumida íntegramente en la vigésima proposición condenada por el
decreto Lamentabili: «La revelación no pudo ser otra cosa que la con-
ciencia adquirida por el hombre de su relación con Dios.» Cada uno
                                                                                                               
1 La religion dans les limites de la raison, trad. de Trullard (1841), p. 271ss.
de nosotros la percibe inmediatamente en su alma. ¿Cómo es esto? De
las profundidades misteriosas de la subconsciencia brota una necesidad
instintiva de lo divino que «suscita en el alma, naturalmente inclinada a
la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el en-
volver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto
de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera
al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal
es para ellos el principio de la religión […] ¿No es ya una revelación, o
al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la con-
ciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se
manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden
aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de
la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de
Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado».1
Tal es, exactamente condensada por la encíclica, el carácter general
de todas las teorías modernistas sobre la revelación. Pero en muchos
aspectos difieren entre sí. La de Tyrrel, por ejemplo, no es la misma
que la del Sr. Loisy.
Así, según el primero, «la revelación no es esencial ni inmediata-
mente una comunicación de verdad hecha por Dios al hombre; es una
emoción, un impulso, una tecla sensible en el corazón; la representa-
ción mental se debe a una reacción humana, al igual que un sueño es
provocado en un hombre dormido por una causa externa»2. Ella «per-
tenece más bien a la categoría de las impresiones que a la de expre-
sión»; «no es una afirmación, sino una experiencia»3. No toda concep-
ción intelectual está excluida de ella, pero ella debe ser tenida por el
producto de una reacción puramente humana. El sujeto de la emoción
reveladora la forma con los elementos que se encuentra en sí mismo:
ella se deriva de sus asociaciones habituales de ideas, e incluso de sus
prejuicios y supersticiones.
Con el pretexto de refutar el supuesto antropomorfismo que se
encontraría en el concepto católico de la Revelación, el Sr. Loisy en el
fondo rechaza esta noción misma. «La revelación —dice— se realiza
en el hombre y, así como Dios mismo, es inmanente al
bre.»4 Consiste en «la conciencia adquirida por el hombre de su rela-
ción con Dios […] Lo que fue en un momento dado el inicio de la
Revelación, fue la percepción, por rudimentaria que se la suponga, de
                                                                                                               
1 Encíclica Pascendi.
2 Quaterly Review, octubre de 1905.
3 Through Scylla and Charybdis, pp. 280, 285.
4 Revue du Clergé français, enero de 1900, p. 261.
la referencia que debe existir entre el hombre consciente de sí mismo y
Dios presente detrás del mundo fenomenal».1
Cualquiera que sea la diferencia entre estas teorías modernistas so-
bre la Revelación, lo que importa observar bien desde el punto de
vista especial donde se sitúa este estudio, es el nexo común por el que
se vinculan al kantismo y que consiste en sustituir el inmanentismo —
comoquiera que se lo explique, por otra parte— al carácter extrínseco
católico de la Revelación.
Hemos visto también cómo Kant entiende la fe o creencia. Para
él, la fe no es más la adhesión de la mente a las verdades enseñadas
por Dios y aceptadas en razón al testimonio infalible de la palabra
divina. Consiste en un asentimiento de la inteligencia a verdades in-
demostrables por la razón pura, pero postuladas necesariamente por la
inmanencia del sentido moral, del imperativo categórico.
La teoría modernista no difiere sensiblemente y es una derivación
de ésta, que a su vez procede del equívoco creado originariamente por
Lutero sobre la noción de la fe. Los modernistas, ya lo hemos visto,
excluyen ellos también la intervención sobrenatural y personal de Dios
que manifiesta verdades al hombre por diversos medios, iluminaciones
interiores, visiones, comunicaciones orales, etc. Al desaparecer la reve-
lación entendida en este sentido, desaparece la condición primordial
de la fe y, por lo tanto, también la fe, tal como la entendemos en la
Iglesia Católica. Seguramente se conserva aún la palabra, pero vaciada
totalmente de su significado original. La fe se convierte así en una
operación puramente inmanente que se produce en su totalidad en la
mente, como la «creencia» de Kant, como la experiencia subjetiva de
los protestantes. Ella parece identificarse con la revelación. Los mo-
dernistas hablan de ellas de modo que puedan confundirlas y la encí-
clica les atribuye muy justamente esta confusión.
En todo caso, en su teoría como en la de Kant, todo lo que hay de
sobrenatural en la fe —principio, objeto y modo— es eliminado para
dar cabida a una actividad puramente natural. Aún suponiendo, según
la teoría del Sr. Loisy, que Dios tenga su parte en la dirección del es-
fuerzo humano, de este «esfuerzo perpetuo hacia lo mejor en el orden
del conocimiento religioso y de la vida moral»2, su intervención no es
de naturaleza distinta de la de la Providencia en el curso ordinario de
las cosas. Y no es sino por una desviación y transposición del sig-
nificado de las palabras que se puede calificar de sobrenatural.

                                                                                                               
1 Autour d’un petit livre, pp. 195, 197.
2 Autour d’un petit livre, p. 197.
Si proseguimos este paralelismo entre las teorías de Kant y las de
los modernistas, encontramos relaciones análogas sobre la cuestión
hoy tan controvertida del milagro. El milagro es la gran prueba de la
divinidad de la religión cristiana. Es un signo certísimo —dice el Con-
cilio del Vaticano— y adecuado a la inteligencia de todos, de la Reve-
lación divina: «Miracula […] divinæ revelationis signa sunt certissima et om-
nium intelligentiæ accommodata.»1 Es, en suma, con la profecía, la única
base sólida racional —ya que en la formación total de la creencia so-
brenatural es necesario, por supuesto, tener en cuenta la acción indis-
pensable de la gracia— en que se puede apoyar, sin tener que sufrir los
embates del relativismo creado por un criterio totalmente distinto, el
edificio de nuestra fe. Sólo el milagro —y en el milagro comprendo la
profecía— es desde este punto de vista, el signo evidente de la presen-
cia invisible y de la acción trascendente de Dios. Se comprende, por lo
tanto, hasta qué punto es importante mantener su valor apologético.
Ahora bien, es apoyándose en los mismos postulados y mediante pro-
cesos similares que Kant y los modernistas construyen una teoría del
milagro que no tiende a nada menos que a la negación de su valor
probatorio.
El punto de partida de los modernistas es casi idéntico al que he-
mos encontrado en el principio de la filosofía kantiana. Uno puede
convencerse de ello al leer las siguientes líneas, que contrastan por su
claridad y precisión con el estilo bastante a menudo oscuro o ambiguo
de los otros escritores de la misma escuela: «Hemos supuesto que las
leyes de la naturaleza son algo objetivo y fijo en las cosas, como tipos
de resortes que las determinaban a actuar en sentidos siempre
definidos. Pero después de la crítica kantiana, es muy difícil seguir con
esta concepción anticuada. La ciencia es sólo una abstracción, una
construcción de la mente. Es cierto que fue sugerida por las cosas;
pero no es más que una imagen distorsionada de las cosas. La mente
es el espejo sin el cual la ciencia es imposible y, como todos los espe-
jos, ofrece imágenes que están condicionadas por su propia naturaleza.
Todos conocen el juego que consiste en mirarse en los espejos conve-
xos o cóncavos y las deformaciones resultantes, para gran alegría de
los asistentes. Nuestra mente no es para la naturaleza un espejo abso-
lutamente plano. La variedad misma de los individuos lo demuestra.
La naturaleza al reflejarse en él se deforma; pero precisamente a esta
deformación la llamamos ciencia y a las líneas de este dibujo las lla-
mamos leyes científicas del mundo.»2
                                                                                                               
1 Const. de Fide.
2 P. Saint-Yves, Le discernement du miracle, pp. 140 y 141.
Ahora bien, la mente nos presenta la naturaleza de forma determi-
nista. La experiencia, por el contrario, y los avances de la ciencia
muestran que las leyes que la rigen tienen cierta contingencia, ya que
son sólo aproximaciones. «Siempre se debe esperar —escribe el Sr.
Poincaré— a que medidas más precisas nos obliguen a añadir nuevos
términos a nuestras fórmulas; es lo que sucedió, por ejemplo, con la
Ley de Mariotte. Además, el enunciado de una ley cualquiera es forzo-
samente incompleto. Este enunciado debería incluir la enumeración
de todos los antecedentes en virtud de los cuales se podrá producir un
consecuente dado. Yo debería primero describir todas las condiciones
de la experiencia por hacer, y la ley se enunciaría entonces: Si todas las
condiciones se cumplen, este fenómeno tendrá lugar. Pero nadie esta-
rá seguro de no haber olvidado ninguna de estas condiciones sino
cuando haya descrito el estado del universo entero en el instante t;
todas las partes de este universo pueden, en efecto, ejercer una
influencia más o menos grande sobre el fenómeno que debe producir-
se en el instante t+dt.» 1 La naturaleza que en virtud de nues-
tra constitución psíquica nos parece determinada, en realidad no es
entonces sino determinable. Se ve enseguida la conclusión implicada
desde el punto de vista del milagro en esta doctrina filosófico-
científica. Es por una ilusión de la mente que nosotros concebimos el
milagro como una excepción a leyes inmutables de la naturaleza y que
la atribuimos a una causa trascendente. Hay que deshacerse de esa
ilusión hasta el momento en que, habiendo agotado el conocimiento
de todas las condiciones del hecho calificado de milagro, ya no habría
recurso y derecho de suponer que tal hecho resulta de antecedentes
aún inexplorados. Pero la naturaleza será siempre determinable in-
definidamente.2 De ahí se desprende en primer lugar que el milagro es
                                                                                                               
1 Poincaré, La valeur de lu science, pp. 248, 249.
2 «Quienes en nombre de la ciencia niegan la posibilidad del milagro, como quienes
creen posible una constatación puramente física de él, se hacen en definitiva una
misma idea del determinismo. Se lo representan riguroso, inflexible, necesario, de
una precisión perfecta, de una generalidad absoluta en el tiempo y en el espacio. Sin
embargo, la crítica ha puesto recientemente a plena luz el error de esta concepción.
El determinismo sólo se hace tal sino cuando las leyes que lo expresan analíticamen-
te, discursivamente, están hechas definiciones convencionales. La ley que regula la
caída de los cuerpos pesados, por ejemplo, sólo presenta los caracteres indicados a
partir del momento en que se la toma para la definición de la caída libre. Pero
una vez efectuada esta canonización, es claro que ya no es posible ni apoyarse sobre
ella para concluir la imposibilidad de una excepción ni argumentar una excepción
para sostener que la naturaleza está sobrepasada. El milagro, en una palabra, sólo
puede decirse contrario a nuestra ciencia de la naturaleza, no a la propia naturale-
za.» (Le Roy. Essai sur la notion du miracle, en los Ann. de phil. chr., 1906, t. III, p. 180).
imposible de discernir para la ciencia1, y luego «que de ir al fondo de las
cosas, no hay nada más, sin duda, en el milagro que en el mundo de los hechos
ordinarios, pero también que no hay nada menos en el más ordinario de los hechos
que en el milagro»2.
En Kant no se encuentra en esta forma el razonamiento que aca-
bamos de ver. Su concepción sobre el determinismo de los fenómenos
difiere incluso de la anterior, ya que, según él, este determinismo es
absoluto. Pero en verdad es del principio más fundamental de su
filosofía, muy explícitamente reconocido y formulado por los moder-
nistas, que éstos sacan sus conclusiones.
Vamos a darnos cuenta de ello mejor aún al examinar su doctrina
sobre el milagro en sí mismo. La encontramos muy sumariamente
formulada en su libro sobre La religión en los límites de la razón. Él define
en primer lugar el milagro de la siguiente manera: «Como se trata de
saber lo que son los milagros para nosotros, es decir, para el uso prác-
tico de nuestra razón, podemos explicarnos diciendo que son aconte-
cimientos externos cuyas causas son y deben seguir siendo para noso-
tros absolutamente desconocidas.»3 Y después de haber distinguido
los milagros teísticos de los milagros demoníacos y angélicos, añade: «En
cuanto a los milagros teísticos, podemos sin duda hacernos una idea
de las leyes de la relación de los efectos a su causa (en cuanto esta
causa es un ser todopoderoso, etc., y por consiguiente moral), pero
sólo podemos hacernos de ellas una idea general, representándonos el
ser-causa como creador del mundo y autor del orden material y moral
en el mundo, porque no podemos adquirir de esas leyes armónicas un
conocimiento inmediato y esencial asequible a la razón. Pero si admi-
timos que Dios permite desviarse la naturaleza a veces, y sobre todo
en el momento de pleno acuerdo de estas leyes, no habremos adquiri-
do, ni siquiera podemos jamás esperar adquirir, la menor idea de la ley
según la cual Dios se conduce para la producción de los acontecimien-
tos extraordinarios (salvo la idea moral general de que todo lo que hace
está bien hecho; pero esto, en el caso particular, no precisa nada). Así
pues, aquí la razón está por así decir paralizada, ya que se ve obstaculi-
zada en sus especulaciones acerca de las leyes conocidas y no resulta
instruida de nada nuevo, no puede siquiera esperar serlo nunca en este
mundo.»4

                                                                                                               
1 Saint-Yves, loc cit., p. 145.
2 Blondel, L’Action, p. 396.
3 P. 139.
4 Pp. 139 y 140.
Lo anterior es la aplicación a un caso particular de los principios
generales de la filosofía kantiana. Comoquiera que no podemos alcan-
zar científicamente lo que supera el mundo experimental de los fenó-
menos, debemos renunciar a conocer como no sea con un conoci-
miento teórico e ideal las leyes según las cuales Dios rige el mundo,
sea en el curso ordinario de las cosas, sea en la producción de los
acontecimientos extraordinarios. Ahora bien, según la noción común,
el milagro se define principalmente en función de estas leyes. Es una
derogación producida por una voluntad particular de Dios en las leyes
ordinarias de los seres. Pero estas leyes, consideradas como causas
propiamente dichas y no sólo como un mecanismo y encadenamiento
visibles de hechos, Dios como causa trascendente de todo y los móvi-
les que determinan su voluntad en los diversos casos, todo esto escapa
absolutamente a las capturas reales de nuestra mente. Por lo tanto, el
milagro como milagro, como inversión de leyes noumenales incog-
noscibles, como producto de una causa que excede el alcance de nues-
tra ciencia y no sólo como hecho visible y de apariencia extraordinaria,
está totalmente fuera del campo asegurado de todas nuestras investi-
gaciones. Es incomprobable.
Eso es lo que dicen también los modernistas. Imbuidos de ese es-
píritu tan generalmente difundido que nos llegó de Kant pasando por
Comte y los positivistas y según el cual no hay más ciencia que la que
tiene por objeto los hechos de experiencia, no pueden admitir la posi-
bilidad de comprobación cierta del milagro. Porque en el milagro hay
cabida necesariamente para la interpretación, el razonamiento, las ex-
plicaciones. La causa que lo produce no se observa en la forma de una
reacción química o de un fenómeno de la naturaleza. Se deduce racio-
nalmente. Pertenece al mundo inaccesible de los noúmenos. A ejem-
plo de Kant, los modernistas la consideran una noción subjetiva. «To-
do realismo ontológico es absurdo y ruinoso. No se puede concebir el
ser material como radicalmente exterior, heterogéneo, irreconciliable
con el pensamiento. Éste es inmanente a las cosas más opacas en apa-
riencia, y la crítica poco a poco lo reencuentra en ellas. La materia sólo
tiene una existencia relativa a la mente: no puede definirse y describir-
se en el grado que sea sino en función de ésta, ya que la más mínima
palabra la postula y designa un estado o acto suyo: el objeto puro, el noú-
meno absoluto, el no sé qué que la imaginación se representa como sustrato funda-
mental detrás de los fenómenos, es a la vez impensable e innombrable 1 ;
en resumen, es imposible decir nada que no implique la conciencia ni

                                                                                                               
1 Destaco yo.
se refiera a ella.»1 Inútil, pues, buscar e imposible descubrir la causa
trascendente y oculta del hecho milagroso. Y aquí también, como más
arriba en relación con el determinismo subjetivo de las leyes, la mente
humana es víctima de la ilusión que le hace creer que puede tener una
medida exhaustiva de las causas y fuerzas de la naturaleza. Ni siquiera
se conoce totalmente a sí misma, y por eso, en presencia de cualquier
hecho, por extraordinario que parezca, nadie tiene el derecho de decir
que no es producida por fuerzas naturales ignoradas o por las energías
oscuras de la conciencia subliminal.
Por último, para los modernistas como para Kant y por razones
análogas, el milagro es innecesario desde el punto de vista apologético.
«Si una religión moral (que no consiste en reglamentos y observancias,
sino en la disposición del corazón a practicar regularmente los deberes
humanos considerados como preceptos de Dios) debe tener una base,
no pueden ser los milagros que la historia vincula a su institución y
que deben ellos mismos volver por fin superflua la creencia en los
milagros en general. En efecto, hay hasta cierto punto culpabilidad de
incredulidad moral en no querer otorgar a los preceptos del deber, tal
como están originalmente escritos en el corazón del hombre por la
razón, autoridad suficiente sino en la medida en que están apoyados
por milagros.»2 En otras palabras, por ser la religión una derivación de
la moral, por estar ella toda basada en la moral y por sacar de ésta toda
su fuerza real, no tiene ninguna necesidad, para imponerse a la razón,
de recurrir a argumentos extrínsecos tales como los milagros. Participa
en la certeza inmanente de la moral. Es dentro de sí, en el fondo ínti-
mo de su conciencia autónoma y no en hechos externos, por otra par-
te imposibles de captar en su realidad profunda, que el hombre en-
cuentra la plena justificación de sus creencias. No necesita para dirigir
su vida una luz que viniera de fuera. Su alma es un foco intenso que
irradia a su entorno y basta para iluminar su camino por los caminos
cargados de tinieblas que debe seguir.
Tal es también el razonamiento de los modernistas. Hemos visto
anteriormente que según ellos la fe y la revelación son cosas inmanen-
tes al hombre. Ellas surgen del fondo de su naturaleza psíquica. Si
necesitan una justificación, es en su autonomía que la encuentran.
¿Por qué, pues, pedirla a signos externos? «En realidad, sólo hay crite-
rios internos, y los llamados externos a causa de sus vínculos aparentes
con el orden sensible sólo toman ellos mismos todo su valor por otros
                                                                                                               
1 Essai sur la notion du miracle, por M. Le Roy (Ann. de phil. chrét., 1906, t. III, pp. 238 et
239).
2 La religion considérée dans les limites de la raison, p. 135.
que son puramente internos. El milagro, específicamente, como hecho
externo no tiene ninguna otra función que orientar la mente hacia un
examen de las notas internas; y sólo se convierte en una prueba com-
pleta al hacerse él mismo criterio interno.»1
Me queda ahora por mostrar el punto de unión que en la cuestión
del simbolismo dogmático hay entre las doctrinas kantianas y las mo-
dernistas.
Nunca debemos perder de vista, cuando estudiamos a Kant, este
punto tan fundamental de su sistema, señalado más arriba, según el
cual la ley moral que se revela inmediata e imperativamente a nuestra
conciencia constituye la única religión cierta y verdadera. De este prin-
cipio admitido de una vez por todas como indiscutible, dimana natu-
ralmente, con todas las otras conclusiones de su filosofía religiosa, la
noción que él se hace de las iglesias visibles y los dogmas «eclesiásti-
cos» que enseñan. «No existe —dice— más que una religión (verdade-
ra); pero puede haber varias especies de creencias.»2 ¿Cuáles son, pues,
el valor de estas creencias y la función de las leyes positivas eclesiásti-
cas? «La legislación moral pura por la cual la voluntad de Dios está
originariamente escrita en nuestros corazones, no sólo es la condición
esencial de toda verdadera religión, sino que también es lo que la
constituye propiamente, y las leyes positivas sólo pueden ser un medio
de extenderla y propagarla.»3 Consecuentemente también los dogmas
sólo pueden tener un valor relativo y simbólico. Son sólo expresiones
figurativas de los diversos aspectos de la moral natural. Toda su razón
de ser se encuentra en su relación con esta última. No corresponden a
ninguna realidad proporcionada a su sentido literal.
He aquí algunos ejemplos. En primer lugar el pecado original. To-
da investigación histórica de su origen —nos dice Kant— es contra-
dictoria y vana. Porque el pecado deriva principalmente de la libertad,
y la libertad, por pertenecer al mundo noumenal, es inaccesible a las
conclusiones de orden científico. Y entre todas las interpretaciones, «la
más absurda es la que representa el mal como un legado de nuestros
primeros padres4 […] No podemos buscar el origen temporal de este
hecho, debemos solamente buscar su origen racional, a fin de determi-
nar por estos medios el sesgo, es decir, el principio universal subjetivo,
en virtud del cual la transgresión de la ley es aceptada entre las máxi-
mas, siembre y cuando exista un tal sesgo, y explicarlo en la medida de
                                                                                                               
1 Le Roy, loc. cit., p. 158.
2 La religion dans les limites de la raison, trad. Trullard, p. 180.
3 Ibid., p. 174.
4 Ibid., p. 48.
lo posible.»1 El Sr. Loisy niega profesar doctrina filosófica alguna. Pe-
ro, como todos los modernistas, respiró la atmósfera kantiana, y en
todo caso bien se puede ver en la distinción anterior el germen de su
famosa teoría sobre el hecho eclesiástico y el hecho evangélico, distinción que
ya hemos encontrado a propósito del inmanentismo.
¿Cómo pues, según Kant, hay que interpretar el dogma bíblico? El
primer hombre nos está representado por la Escritura como alguien
que pasa del estado de inocencia al estado de culpabilidad. Desde un
punto de vista racional, esto es cierto de todos los hombres. Casi to-
dos, antes de cometer un acto pecaminoso, a pesar de las influencias
diversas de herencia, temperamento o hábito, se encuentran en el
mismo estado de libertad fundamental que Adán; y es por lo demás sólo
en este sentido que somos considerados «personas que pecaron en
Adán». Desde un punto de vista histórico eso sólo es cierto de Adán, ya
que él solo no sufrió en su caída estas influencias anteriores. Y por eso
la Biblia, que es un libro histórico o se presenta como tal, nos informa
que solo Adán estaba en el estado de inocencia. «Es quizás para ajus-
tarse a la debilidad de nuestra mente que la Escritura habló del origen
temporal del mal.»2 Explicación puramente simbólica de uno de los
aspectos de la responsabilidad moral natural.
A pesar de todo, el origen racional del mal, como todo lo que se
refiere a la vida noumenal, sigue siendo inexplicable. Eso es lo que la
Escritura quiso significar colocando el mal «al comienzo del mundo,
no en el hombre, sino en una mente de un destino originariamente su-
perior. De esta manera, el primer comienzo de todo mal en general
está representado como incomprensible para nosotros».3
El levantamiento cristiano es un renacimiento. Esto quiere decir que
no consiste en un simple «cambio de costumbres» producido por mó-
viles inferiores de cualquier índole, como el temor o interés, sino en
un verdadero «cambio de corazón», es decir, en un estado de alma
donde no tenga lugar más que el puro amor de la ley, único móvil
capaz de generar la santidad.
Kant nos da explicaciones simbólicas similares de la gracia, la ten-
tación, la Encarnación, etc. Me falta lugar para explayarme sobre estos
diversos puntos. Pero lo anterior bastará para mostrar la relación que
en la cuestión del dogma hay entre su explicación y la de los moder-
nistas.

                                                                                                               
1 Ibid., p. 51.
2 La religion dans les limites de la raison, p. 54.
3 Ibid., p. 55.
Éstos admiten tan poco como Kant que el dogma tenga una rela-
ción real de significado ontológico con su objeto. Esto se desprende, a
título de conclusión necesaria, de la teoría inmanentista que profesan,
ellos y él, sobre la revelación y la fe. Porque la noción del dogma está
necesariamente relacionada con las de la Revelación y de la fe, al pun-
to que depende de ellas de la manera más esencial.
Según Kant, por cuanto el dogma consiste, como toda proposi-
ción, en un acercamiento intelectual de dos términos, por tanto no
puede tener más alcance que la actividad racional de la que es un resul-
tado explicitado. Ahora bien, sabemos que esta actividad es incapaz de
alcanzar el objeto sobre el que pretende ejercerse, es decir, el fondo
mismo de los seres, y que a esta realidad íntima de las cosas no la cap-
tamos sino indirectamente, a título de necesidad postulada por la in-
manencia del sentido moral. Por su significado natural toda proposi-
ción dogmática permanece absolutamente fuera del mundo oscuro y
trascendente de las sustancias y causas. No aporta a nuestra mente
ninguna luz propiamente dicha de orden intelectual. Si tiene
un sentido, es obvio que éste sólo será puramente simbólico. Su ver-
dadera razón de ser se sacará, así como Kant nos lo ha mostrado, de
«la debilidad de nuestra mente», que necesita fórmulas e imágenes
convencionales destinadas a poner mejor de relieve el orden moral
natural.
Mismo principio y mismas conclusiones en los modernistas. Su
teoría de la revelación y de la fe, a pesar de diferencias accidentales, es
inmanentismo, como en Kant. La revelación es una emoción del alma,
un estremecimiento religioso del corazón, una intuición de la concien-
cia. La fe, si en algo se distingue de este primer movimiento que se
podría calificar de espontáneo, es en ser una respuesta del alma entera
en el momento de tomar una conciencia más clara, pero no más
reflexionada, de esa primera emoción. Sea como fuere, lo que importa
señalar es que este doble movimiento no es conocimiento y expresión,
sino experiencia e impresión. No nos muestra a Dios, nos lo hace
sentir. Por consiguiente, cualquier fórmula que intentare traducir esa
impresión como tal será necesariamente inadecuada; las ideas que ella
contuviere no podrán corresponder a ninguna realidad proporcionada.
Será simbólica.
Es lo que ocurre con el dogma. La inteligencia humana, inclinada
por su naturaleza a reflexionar según sus formas propias toda realidad
que se presenta ante ella, es solicitada a elaborar una representación
mental de la experiencia religiosa y a traducirla por la palabra. En este
trabajo de elaboración, atraviesa dos etapas. En la primera sólo produ-
ce afirmaciones muy sencillas sacadas de las maneras de ver y sentir
que encuentra en el medio ambiente. Pero ya, bajo esta forma que era
la usada por Jesús en su predicación, y por la razón que hemos dicho,
ellas no tienen ni pueden tener más que un valor simbólico.
Con mayor razón ese simbolismo debe encontrarse en la segunda eta-
pa, que es la dogmática. El dogma deriva, por un largo trabajo de
reflexión, de estas fórmulas originales. La inteligencia las toma, las
transforma y las enriquece de conformidad con las ideas filosóficas
corrientes. Revisadas y modificadas progresivamente conducen por fin
a una fórmula bastante perfecta para que la Iglesia la sancione con su
autoridad oficial y se constituya el dogma. Pero la fórmula primitiva
popular y la fórmula metafísica definitiva siguen siendo un trabajo
subjetivo de la mente que traduce en símbolos cómodos realidades
inaccesibles. ¿No es acaso lo que quiso decir el Sr. Loisy en las siguien-
tes líneas: «Nuestras ideas más consistentes en el orden religioso nun-
ca son sino metáforas y símbolos, una especie de notación algebraica
que representa cantidades inefables»1?
En el fondo, si alguien contempla desde un punto de vista general
los caracteres comunes de la doctrina kantiana y de la modernista so-
bre las diversas cuestiones anteriores, constata que en sus líneas esen-
ciales todos se reducen a una interioridad que, a exclusión de cualquier
exterioridad, es considerada único método válido en apologética y
teología. Es de Kant de quien los modernistas aprendieron a buscar la
génesis de la religión en el fondo mismo del alma y a rechazar todo lo
que, aportándola desde fuera, violaría la necesaria autonomía de la
conciencia y de la mente.

II. — ORIGEN EVOLUCIONISTA.

§ 1. — Idea general del evolucionismo.


Si se quiere encontrar el origen lejano del modernismo, hay que
remontarse hasta el protestantismo. Estas dos herejías se relacionan
entre sí por lazos históricos indiscutibles. Los principios establecidos
en los primeros días de la Reforma penetraron en el catolicismo por
infiltraciones lentas y seguras, y han terminado por producir este con-
junto de errores a la vez tan múltiples, tan diversos, tan amplios, que
se designan con el mismo nombre genérico de «modernismo». A un
lado y otro es el mismo espíritu de libre examen, la negación de una
autoridad doctrinal, el subjetivismo religioso más radical; son también

                                                                                                               
1 R. du Clergé français, 1º de enero de 1900, pág. 267.
las mismas consecuencias disolventes conducentes a la negación for-
mal o implícita de las verdades más sagradas.
Más cerca de nosotros, por lazos quizá aún más directos y más vi-
sibles, la filosofía que es la base y por así decir el alma del modernismo
deriva íntegramente del kantismo y evolucionismo. Los modernistas,
incluso aquellos que pretenden mantenerse exclusivamente en el te-
rreno científico fuera de toda especulación de filosofía pura o de me-
tafísica, son agnósticos e inmanentistas. Adoptan más o menos explí-
citamente lo que constituye las dos partes, una negativa, la otra positi-
va, del kantismo. Por esta teoría general del conocimiento pretenden
explicar el misterio universal de los seres y, siguiendo al maestro, sobre
todo en el terreno religioso, evitar la incertidumbre, las ilusiones y los
errores de lo que consideran un intelectualismo extremado y decep-
cionante.
Con todo, la filosofía de Kant no les mostraba en suma sino lo
que yo llamaría el lado estático de las cosas. Ahora bien, hay en todas
partes dinamismo que tiene por causa o efecto el cambio, las transfor-
maciones, el devenir. También lo hay en la religión; y digamos ense-
guida que, a pesar de las diferencias básicas de interpretación, todo el
mundo admite, formuladas en estos términos generales, las transfor-
maciones que el tiempo y el trabajo de la mente humana le aportan.
Para explicar este hecho recurren a la teoría spenceriana de la evolu-
ción. La idea de evolución aplicada a la religión se encontraba ya en
Kant. Hemos visto que según este último la sola razón nos da la ver-
dadera religión. En cuanto a las religiones positivas, se adjuntan a la
anterior a título de auxiliares, en cuanto determinan el ideal moral y
ofrecen medios prácticos para realizarlo. Pero, según las propias pala-
bras de Kant, «los lindes de la tradición sagrada, los estatutos, las ob-
servancias que fueron útiles al hombre por un tiempo, se le hicieron
poco a poco inútiles y son para él cadenas cuando alcanzó la edad de
la virilidad»1. Por consiguiente, hay avances en este punto de vista. El
simbolismo de los dogmas positivos implica la posibilidad y necesidad
de una evolución que conduzca hasta este punto en que la razón se bas-
tará, podrá caminar por sí sola sin la ayuda de muletas teológicas. —
¿No es acaso también a la supresión de lo sobrenatural y trascendente
en beneficio de la pura actividad racional subjetiva, creadora de toda
religión, que conduce el evolucionismo modernista?
La idea de evolución, en el sentido de devenir universal, es decir,
aplicada a los cambios que se constatan en la marcha general e indivi-
dual de los seres, se encuentra más o menos formulada en todas las
                                                                                                               
1 La Religion dans les limites de la raison, p. 210.
filosofías. Un hecho tan constante y saliente no pudo escapar a la ob-
servación y estudio de los pensadores. Desde Heráclito, que había
puesto en la base de su filosofía el siguiente axioma: «Nada es, todo
deviene», hasta Spencer y Bergson, los hombres ciertamente habían
notado que todo está en movimiento, y trataron de formular la ley de
este perpetuo devenir. Para atenernos a los tiempos modernos, Leib-
nitz, que bajo tantos respectos adelantó las más recientes teorías, había
sustituido al mecanismo geométrico de Descartes la idea de un pro-
greso continuo. La dialéctica hegeliana basada también en la idea
del devenir, tiene la pretensión de reproducir por su síntesis la evolu-
ción del mundo desde la existencia vacía hasta el pensamiento y la
conciencia absoluta. La famosa ley de los tres estadios que forma una
de las bases de la filosofía de Comte, y según la cual la humanidad
habría debido atravesar los dos estadios teológico y metafísico, para llegar
al de la ciencia y del positivismo, es una ley de evolución. Y téngase a
bien observar una cosa: que ya Augusto Comte, al formular esta ley,
pretende salir del ámbito de las hipótesis puras o de las observaciones
superficiales y mantenerse en un terreno científico. Él estudia primero
los hechos. Después trata de sistematizarlos por leyes precisas y obje-
tivas, como ocurre en las ciencias físicas y naturales.
Tampoco Spencer, el gran teórico del evolucionismo, se contenta
con la simple constatación rudimentaria a la que los hombres se ha-
bían atenido siempre hasta entonces, sino que hace una labor de
reflexión filosófica. Sin embargo su punto de vista difiere esencialmen-
te del de Comte. El famoso autor de los Primeros Principios ultrapasa el
ámbito estrictamente positivo y científico y regresa a la hipótesis; hi-
pótesis grandiosa, perfectamente construida, ella tiene un carácter
especial que le da su verdadera fuerza: según su autor, en efecto, ella
se produce objetivamente: son los hechos que la sugieren a la mente,
no la mente que la imponga a los hechos. Ella surge como de sí mis-
ma, del estudio de las ciencias, en particular de aquellas en que hay
movimiento y vida: geología, botánica, fisiología, etc. Procede, no por
una inducción rigurosa, sino por analogías infinitamente probables. Se
constata el fenómeno de la evolución en algunas categorías de seres,
en una serie de ámbitos científicos perfectamente determinados. Aho-
ra bien, como hay en el universo lo que Spencer llama la persistencia de
la fuerza, vínculo que une rigurosamente los seres entre sí y establece
como una especie de solidaridad universal entre ellos, es lícito genera-
lizar este fenómeno y aplicarlo hipotéticamente a un orden de pro-
blemas en el que la ciencia no puede penetrar. Así pues, si le creemos
a Spencer, no estamos en presencia de una mera creación fantasiosa
de la mente, sino de un ensayo de explicación sugerido por el estudio
de hechos ciertos cuya ley se aplica por analogía inductiva a todos los
demás hechos en virtud de la armonía que rige el universo.
En suma, Spencer no hizo sino generalizar las teorías transformis-
tas y monistas que filósofos y científicos menos audaces o de un espí-
ritu menos sintético sólo aplican a una categoría limitada de seres. Su
sistema es el desarrollo lógico del de Lamarck y Darwin. Hay que de-
cir, pues, algunas palabras de éstos antes de hablar de la teoría spence-
riana. No hay teorías más conocidas que las de estos dos científicos.
Obviamente no me toca hacer de ellas una exposición que ya se ha
hecho muchas veces y que por otra parte la naturaleza de mi trabajo
no implica. Para alcanzar mi objetivo, que consiste en explicar el ori-
gen evolucionista del modernismo, basta con recordarlas y mostrar en
pocas palabras el lugar que ocupan en el sistema general de la evolu-
ción, sobre todo tal como ha sido concebido por Spencer y sus discí-
pulos.
Lamarck y más tarde Darwin sólo habían considerado casi exclusi-
vamente el punto de vista muy restringido de la transformación suce-
siva y gradual de las especies vivas. Uno y otro, con explicaciones muy
diferentes, admitían su variabilidad. Publicadas en una hora todavía
poco favorable, en una época en que los zoólogos se inclinaban ante
Cuvier y los botánicos tenían aún a Linneo como guía, y por consi-
guiente aceptaban la fijeza de las especies, las ideas de Lamarck fueron
desconocidas y hasta ridiculizadas. Muy otro fue el éxito de la obra de
Darwin. Su sistema cruzó los límites de los institutos, academias, me-
dios eruditos; gracias a una propaganda y vulgarización continua, las
teorías darwinianas penetraron en las masas populares, y hasta se hi-
cieron objeto de enseñanza en las escuelas primarias.1 Esta excepcio-
nal popularidad contribuyó en gran medida a acreditar el sistema más
general del evolucionismo aplicado a todos los seres. No hay más que
un paso que dar de uno a otro cuando lo que se quiere es deshacerse
de la idea de una Causa creadora personal y absoluta. Para un gran
número de mentes el evolucionismo se concreta en el transformismo;
así la fortuna de uno favorece lógicamente la fortuna del otro, y ello
en todos los terrenos, incluso en el terreno religioso.
Pero hay una cuestión que los sistemas de Lamarck y Darwin de-
jan completamente abierta. Es la que se refiere al origen de la vida. Ya
                                                                                                               
1Sin embargo, en la actualidad, entre los estudiosos propiamente dichos, me refiero
a quienes se limitan al terreno exclusivo de los hechos y experiencias; las teorías de
Lamarck han recuperado favor debido a una mayor conformidad con el conjunto de
observaciones recientes, mientras que las de Darwin han perdido mucho de su voga.
sea que las especies evolucionen, que se cambien en otras especies
esencialmente diferentes, o bien que sean o hayan sido siempre inva-
riables, queda entero el problema de la aparición del primero o los
primeros gérmenes de vida en el mundo. La ciencia demuestra sin
duda alguna que la vida no apareció ni pudo aparecer sino en un mo-
mento dado de la evolución del globo terráqueo. Durante un período
indeterminado de tiempo, las condiciones meteorológicas del mundo
impedían absolutamente su formación y desarrollo. La geología y la
paleontología afirman pues con certeza que hubo tiempos azoicos,
una corteza primitiva azoica. Por otra parte todo el mundo está de
acuerdo hoy, después de las experiencias concluyentes de Pasteur, en
reconocer un hecho: que no existe generación espontánea o, para
emplear la expresión de Hæckel, «producción de un individuo orgáni-
co sin padres». ¿De dónde vino la vida, pues? Los materialistas y mo-
nistas contemporáneos no se pueden resolver a aceptar la intervención
creadora de Dios.
Para eludir las experiencias de Pasteur, que sin embargo no fueron
forjadas, prefieren hacer oídos sordos al lenguaje de la ciencia positiva
y apelar a hipótesis no verificables, pues se retrotraen a 40.000.000 de
años antes de nuestro universo.1 Según estas teorías no hay ninguna
diferencia esencial entre las fuerzas vitales de los seres organizados y
las fuerzas físico-químicas de la materia. Estas fuerzas se reducen unas
a otras, siendo de la misma naturaleza. Las primeras pueden derivar de
las segundas por vía de evolución ascendente, ya que no son más que
una modalidad especial de éstas, más perfecta, sin duda, pero sin dife-
rencia específica.
Ésta es también en realidad, a pesar de la vaguedad de algunas de
sus fórmulas, la opinión de Hæckel, el famoso profesor de Jena.
Según él, las moneras primitivas nacieron de simples combinacio-
nes de carbono, ácido carbónico, hidrógeno y nitrógeno, y se encuen-
tra en los átomos de los elementos toda la gama de las pasiones obser-
vadas en los seres humanos. Por lo tanto, no hay diferencia irreducti-
ble entre estos dos órdenes de fenómenos, y hay posibilidad de pro-
ducción de unos por otros. Resumió esta concepción monista en la
siguiente frase: «Desde el movimiento de los cuerpos celestes y la caí-
da de una piedra […] hasta el crecimiento de las plantas y la concien-
cia del hombre […] todo es reductible a la mecánica de los átomos.»2
Ésta es asímismo, en cuanto a las líneas generales, la teoría de los
Huxley, los Le Dantec, los Flammarion, los Buchan, los Vogt, etc.
                                                                                                               
1 Revue des Deux Mondes, 15 de oct. de 1902, la Vie et la Matière, por el Sr. Dastre.
2 Les Preuves du transformisme, Paris, 1882.
Lo que es importante señalar para el punto de vista especial del
presente estudio, es la idea monista que se encuentra en la base de to-
dos los sistemas materialistas relacionados con el origen de la vida.
Como uno puede darse cuenta por lo anterior, esta idea es la siguiente:
No hay, tanto en los seres vivos como en los cuerpos inorgánicos, más
que una fuerza única, o más bien una única sustancia de la misma na-
turaleza en todas partes, la materia que se transforma, que evoluciona,
que se manifiesta de diversas maneras en una variedad infinita de se-
res, especies y acciones, y toda cuya diferencia consiste en simples
modalidades.
Dado este postulado admitido para un determinado número de se-
res, era de esperar que lo generalizarían y lo aplicarían en el pasado,
presente y futuro, sin excepción, a la universalidad de los seres y sus
manifestaciones activas: las acciones y reacciones de los elementos que
componen los seres inorgánicos, el proceso de generación, desarrollo
y muerte que es la ley de los seres vivos, la vida intelectual y moral del
hombre, los avances de la civilización, la familia, la sociedad, la marcha
de los acontecimientos, todo esto sería considerado como la inmensa
serie de formas sucesivas que reviste durante el tiempo la sustancia
única de todas las cosas. El mismo hecho religioso, independiente-
mente de la fórmula o el culto con que se envuelva, no sería más que
un momento o una parte de esta evolución indefinida de todas las
cosas.
En el origen, pues, es la nebulosa inmensa y caótica de donde sa-
len los diversos mundos mediante condensación progresiva. Poste-
riormente, tras un período imposible de determinar, es la aparición de
la vida. «Los cuerpos vivos debieron formarse químicamente a expen-
sas de los compuestos inorgánicos; así debió aparecer esta sustancia
tan compleja que contiene a la vez carbono y nitrógeno, que hemos
llamado protoplasma, y que es la sede material constante de todas las
actividades vitales […] Las primeras moneras nacieron por generación
espontánea al inicio del período lorenciano; provinieron de compues-
tos inorgánicos, simples combinaciones de carbono, ácido carbónico,
hidrógeno y nitrógeno.»1
Por último, tras una serie de evoluciones muy largas y muy lentas
que realizaban constantemente un progreso nuevo, pasando por una
serie de animales cada vez mejor adaptados, la fuerza misteriosa que es
el sustrato último de todas las cosas llega a la formación del hombre.
Éste, entonces, con su facultad de pensar, comprender y querer, no es
él mismo más que un compuesto mejor combinado de los elementos
                                                                                                               
1 Hæckel. Citado por el Sr. Vigoureux, les Livres saints, t. III, p. 179.
materiales que forman el resto del universo. Lo que llamamos «alma,
mente», no es más que un maravilloso éxito, después de una infinidad
de ensayos en el pasado, de esta gran ley evolutiva que lleva todos los
seres hacia estados más complejos y más perfectos. Inútil imaginar
para el alma humana una sustancia inmaterial y espiritual proveniente
del acto creador de un Dios hipotético: no hay allí, en esta parte pen-
sante de nosotros mismos, más que materia, una materia más depura-
da, admirablemente combinada y dispuesta, pero que no es más que
un simple resultado de las virtualidades inmanentes de la única fuerza
cósmica.
No todo evolucionismo es necesariamente monista. Cabe a la vez
admitir la pluralidad de las sustancias primeras y la transformación de
los seres según leyes ascensionales. Así, Spencer no es monista más
que en cierta medida. Sin duda, admite una fuerza única y universal
que llama «lo incognoscible» y que es el sustrato de todas las cosas.
Pero mientras que los monistas declaran que este sustrato es puramen-
te material, el autor de los Primeros Principios profesa simplemente su
existencia sin pronunciarse sobre su naturaleza ni tampoco, por lo
tanto, sobre su individualidad. Desde este punto de vista es agnóstico.
Por otra parte, según él, el ser cognoscible en cuanto se manifiesta a
nosotros por fenómenos de órdenes distintos, es un algo del todo
material de donde emerge la totalidad de las existencias particulares en
virtud de modificaciones exclusivamente físicas. Salidas unas de otras,
no difieren en naturaleza.1
La originalidad de Spencer se afirma sobre todo cuando se trata de
formular las leyes generales y fundamentales de la evolución; es verda-
deramente el filósofo del evolucionismo, y es desde este punto de
vista que nos interesa particularmente. La audacia de su concepción
                                                                                                               
Por lo demás, hoy el monismo sufre una crisis, mientras que en cambio el plu-
1

ralismo hace su aparición en la ciencia y la filosofía actual, sin que el evolucionismo


pierda terreno. A la hora presente se tiende cada vez más a considerar la identidad
como una creación exclusivamente lógica, la unidad como una hipótesis, y la plurali-
dad, al contrario, como un hecho. — «El monismo ha visto la mayoría de sus segui-
dores y propugnadores de la primera hora abandonarlo uno tras otro y contradecir-
lo. Virchow, Buchner, C. Vogt, Dubois-Reymond, Baer, Wundt, por citar sólo a los
principales, en su mayoría cambiaron de opinión. El viejo Haeckel, que sigue siendo
su irreductible apoyo, lo constata con cierta amargura y atribuye estas deserciones
influyentes a una degeneración senil.» (Bareille, Catéch. romain, t. II, p. 76.)
Puede sin duda considerarse este cambio de frente como un progreso. Pero es-
te progreso no modifica en absoluto las consecuencias filosóficas, psicológicas y
religiosas del evolucionismo: ya sea que exista en el fondo de los seres uno o varios
componentes primordiales, es siempre de la materia que se hace salir la vida, la sen-
sación, el pensamiento, la religión: lo más de lo menos.
no conoce límites. No hay, en el curso indefinido de los tiempos, un
ser, un átomo, una virtualidad cualquiera que escapen a la potencia de
su síntesis filosófica. Su sistema domina y engloba, para llevarlos en
una corriente única y majestuosa, todos los otros ensayos aislados de
explicaciones evolucionistas. Éstas se relacionan de una manera u otra
al pensamiento de Spencer, sufren su influencia, le son deudores de lo
que contienen de más característico y más potente. Esta influencia
deberá casi necesariamente, así como lo veremos pronto, hacerse sen-
tir sobre el pensamiento religioso mismo.
Yo no tengo por qué que extenderme sobre el sistema filosófico
de Spencer. Me basta, para el propósito especial que persigo en este
estudio, recordar brevemente su principio básico y sus aplicaciones.
Dos ideas dominantes son los elementos esenciales del evolucio-
nismo spenceriano: las de continuidad y progreso.
Según la primera, todo se sostiene en el universo, todas las cosas
son «causadas y causantes»; por eso el proceso por el cual la mente
humana las separa es arbitrario, aunque necesario. Por lo tanto, todo
se sostiene, no hay en la naturaleza hiatos ni solución de continuidad.
La idea de progreso dice algo más: además de que contiene un di-
namismo que no se encuentra en la continuidad, proceso de orden
más bien estático, implica un paso más o menos lento, pero constante,
con variaciones particulares de regresión, de lo imperfecto a lo perfec-
to, de lo simple a lo complejo, de lo menos organizado a lo más orga-
nizado, de lo homogéneo a lo heterogéneo. Los fisiólogos alemanes
habían establecido ese hecho para los organismos individuales. Todo
germen, en el origen, es una sustancia uniforme bajo el doble respecto
de la textura y la composición química: por diferenciaciones sucesivas
y casi infinitas se produce esta compleja combinación de tejidos y ór-
ganos que constituyen el animal o planta adulto. Esta misma ley se
encuentra en todas las otras formas de desarrollo de los seres cuales-
quiera que sean. Ésta es la base de la hipótesis de la nebulosa primiti-
va, masa homogénea que se transforma en sistemas heterogéneos. Si
alguien admite la teoría transformista de Darwin, cuyos argumentos
Spencer expone en varias secciones de los Principios de Biología, consi-
derará las especies vivas que han poblado sucesivamente el mundo
como salidas de formas primitivas de una organización relativamente
simple. Esta evolución grandiosa desde las algas monocelulares hasta
las fanerógamas, y desde los protozoos hasta los mamíferos, verifica
también la misma ley.
También se puede, saliendo del campo siempre discutible de las
hipótesis, constatarla en el terreno más firme de la observación direc-
ta; por ejemplo, en primer lugar, en la vida psíquica. Ésta no se dife-
renció esencialmente de la vida fisiológica. No hay entre
ellas un «abismo infranqueable», sino sólo una distinción accidental de
grados que realiza de nuevo, por la evolución del sistema nervioso, la
ley del paso de lo homogéneo a lo heterogéneo. Por ejemplo, en la
vida social: la necesidad originaria de la defensa común produce poco
a poco transformaciones que conducen a la complejidad orgánica ac-
tual. En la moral: ésta es en primer lugar simple coerción social; evo-
luciona con el tiempo y termina por pasar de fuera, de la ley y la san-
ción exteriores, a lo íntimo de la conciencia, donde se hace imperativo
categórico, distinto e independiente del hecho homogéneo que le dio
origen, que comanda a la multiplicidad heterogénea de los sentimien-
tos que constituyen la vida moral tal como la humanidad terminó en-
tendiéndola.
Finalmente en la religión, cuya forma primitiva era el culto a los
muertos, pues los seres venerados o temidos no eran otros que los
espíritus de los difuntos: «De la concepción antiguamente uniforme
—dice Spencer— del espíritu que retornaba salieron las distintas con-
cepciones de seres sobrenaturales.»1 Primero esas creencias son débiles
e inciertas; más tarde esos seres sobrenaturales se multiplican; al mis-
mo tiempo diversas funciones se les atribuyen y constituyen una jerar-
quía de rango y potencia. «Al final se forma por este método una serie
de antepasados en parte divinizados, semidioses, los grandes dioses, y
entre estos últimos un dios supremo; así mismo se forma una jerarquía
de potencias diabólicas […] Las creencias que constituyen un sistema
de supersticiones se desarrollan de la misma manera que todas las
demás cosas. Por una operación de integración y diferenciación conti-
nua constituyen un agregado que al aumentar pasa de una homogenei-
dad indefinida, incoherente, a una heterogeneidad definida, coheren-
te.»2
En resumen, por lo tanto, es posible distinguir dos tipos de evolu-
cionismos: el evolucionismo absoluto y universal y el evolucionismo
relativo y particular. El primero se aplica a todos los seres cualesquiera
que sean, sin importar que tenga forma monista o pluralista; sus leyes
propias y fundamentales no cambian: se resumen en el perpetuo de-
venir que lleva las cosas hacia un progreso creciente. El segundo, co-
mo el transformismo de Lamarck y Darwin, sólo se aplica a categorías
limitadas de seres. Uno, en definitiva, a pesar de sus pretensiones posi-
tivas, no pasa de un sistema de metafísica general; el otro es de un
                                                                                                               
1 Principes de sociologie, Paris, 1878, t. I, p. 414.
2 Principes de sociologie, Paris, 1878, t. I, p. 578, 579.
orden más científico. En suma, sin embargo, sólo existe entre los dos
una diferencia de grado proveniente de la extensión de su aplicación.
Tienen una semejanza fundamental sumamente importante, ya señala-
da: admiten la producción de lo más por lo menos, de lo perfecto por
lo imperfecto, de lo superior y trascendente por lo inferior.
Digamos inmediatamente éste es el punto en que son inaceptables
y que hay un evolucionismo relativo que se impone a todas las mentes
por el hecho mismo de su existencia en cualquier orden de cosas, en
religión y religión sobrenatural como en todas partes. Todavía no llegó
el momento de definir su naturaleza ni de fijar sus condiciones y lími-
tes.

§ 2. - Aplicación a la idea religiosa.


El evolucionismo es como el principio central de todas las teorías
modernistas. La encíclica Pascendi nos lo afirma muy claramente: «Hay
aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no
sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo
que en su doctrina es casi lo capital, a saber: la evolución.» — «La con-
ciencia humana colectiva, así como la conciencia individual —dicen
los autores del Programa de los modernistas— no encuentran nunca, du-
rante su historia, dos momentos que sean perfectamente similares
[…] Huelga decir que es imposible imponer al alma moderna, que se
parece tan poco al alma de la edad media, la experiencia religiosa en
las formas que revistió otrora. La Iglesia no puede ni debe pretender
que la Suma de santo Tomás responda a las exigencias del pensamien-
to religioso del siglo XX, como tampoco la teología informe de la
época carolingia bastó a las investigaciones universitarias del siglo
XIII, y como las teorías de la literatura paulina no pudieron menos
que ser revisadas y modificadas por los padres platónicos del III y IV
[…] La religión cristiana, que es el puro espíritu de espera del reino
divino de la justicia finalmente triunfante, puede tener todas las for-
mas que nacen de los postulados idealistas. Estos postulados están
hoy en la base de las nuevas posiciones adoptadas por la filosofía. La
Iglesia puede acoger a ésta en su seno con toda seguridad de concien-
cia, y vivificarla por las altas aspiraciones que sustenta el Evangelio.»1
El sentido de esta declaración no se presta para dudas. Se trata de
la necesidad para la Iglesia de seguir durante todos los siglos la ince-
sante evolución del pensamiento humano para adaptarse a él sucesi-
vamente. Éste se transforma, como todo en el universo, según leyes

                                                                                                               
1 Le Programme des modernistes, p. 11.
de continuidad y progreso que van cambiando sus aspectos esenciales
por el paso de lo homogéneo a lo heterogéneo. El curso de la
reflexión filosófica guiada por estas leyes evolutivas llevó la mente
humana de las concepciones de santo Tomás a los postulados idealis-
tas de la filosofía contemporánea. Pero entre estas dos posiciones
existe una disparidad fundamental que es resultado necesario del pro-
greso. Al progreso así contemplado la Iglesia lo debe aceptar confor-
mando su doctrina y vida a modos de pensar y ser fundamentalmente
diferentes.
La evolución es, pues, según la expresión de la encíclica, lo capi-
tal del modernismo. No hay ni una sola cuestión religiosa, dogma,
moral, culto, instituciones, donde no entre a título de razón explicativa
primordial. Ya hemos notado que es un sistema mediante el cual una
serie de filósofos creen poder prescindir de la acción exterior de un
Dios personal; el universo considerado en su ser, en su desarrollo, en
sus modos de actividad, en sus diversos agentes, se explica por sí
mismo y por la fuerza o las fuerzas inmanentes que lleva en sí mismo,
de cualquier naturaleza que sean estas fuerzas, con el nombre que se
las llame. Del mismo modo, la evolución religiosa procede originaria-
mente de un principio interior inmanente al hombre. Este principio,
que reside en las profundidades oscuras y misteriosas de la subcons-
ciencia, de donde emerge por un desarrollo progresivo para traducirse
en formas conscientes y exteriores, se dispensa de la acción exterior de
Dios que se revele a nuestra mente por una manifestación heterogé-
nea. Volveremos sobre esto. Por el momento cabe notar el punto de
contacto: podemos observar que en ambos casos Dios se vuelve o
puede volverse inútil. Los modernistas —no todos, ya que hay entre
ellos panteístas—, al menos algunos, admiten la existencia de Dios,
pero para ellos este Dios es incognoscible. Todo esto significa que no
existe, ya que no sabemos nada de él: porque, para afirmar de un ser
que existe, hay que tener una noción positiva de él, un conocimiento,
por confuso que sea. La similitud es impresionante. En esto no hay
nada de sorprendente: la evolución aplicada por los modernistas a la
religión no es, lógicamente hablando, más que un caso particular de la
teoría evolucionista aplicada a la universalidad de las cosas.
Obviamente no hay que exagerar los puntos de semejanza. Si uno
quisiera demostrar a toda costa, en los más mínimos detalles, compa-
raciones absolutas, correría el riesgo de caer en la arbitrariedad y ar-
tificialidad. Pero lo anterior bastaría para demostrar de manera general
un hecho incuestionable: la influencia de los sistemas evolucionistas
sobre el modernismo. Para negarla habría que cerrar los ojos a una de
las realidades más impactantes y más imperiosas del pensamiento con-
temporáneo.
Los modernistas quieren sobre todo —dicen— ser de su tiempo,
olvidando que hay varias maneras de ser alguien de su tiempo. Del
suyo tienen o se hacen la mentalidad. Repudian todas las antiguas
concepciones —obsoletas según ellos— por el hecho mismo de su
antigüedad, para vivir de las ideas que gobiernan las mentes con las
que están obligados a ponerse constantemente en contacto. Hablan de
este postulado de que el pensamiento vale no por sí mismo, sino por
la influencia que ejerce actualmente, por la soberanía que ha conquis-
tado, no ya sobre seres desaparecidos y muertos, sino sobre inteligen-
cias vivas y actuantes. Sin embargo, la gran teoría de nuestros días, la
que resume y abarca todas las demás, teoría que el mundo apenas sos-
pechaba hace un siglo, que se abandonará quizás mañana, pero que
impera hoy en las inteligencias, al punto de entrar como elemento
esencial en concepciones metafísicas y científicas de inspiración muy
diversa, es la teoría evolucionista. Ella constituye una especie de at-
mósfera general que los modernistas han respirado a plenos pulmo-
nes. No han querido salirse de ella ni limitarse a adoptar sus partes
sanas. Muy intencionadamente, en virtud de la premisa de que acabo
de hablar y que los lleva a adaptarse totalmente a las formas sucesivas
del pensamiento filosófico, pasaron a ser evolucionistas como todo el
mundo. Y este sistema lo aplicaron lógicamente a la religión misma, al
mismo tiempo por una necesidad fundamental de su mente saturada
del aire ambiente que por el deseo consciente de entrar en contacto
más directo y más vivo con los cerebros modernos.
Por lo demás, él se desprende lógica y necesariamente de su inma-
nentismo. Los autores del Programa de los modernistas lo reconocen for-
malmente. Tras exponer la evolución sufrida durante los primeros
siglos y en la Edad Media por las ideas que Cristo había introducido
en el mundo, concluyen que «Al razonar de esta manera, nos encon-
tramos con una de las tendencias fundamentales de la filosofía con-
temporánea, la tendencia inmanentista, considerada como la condición
indispensable de la filosofía. Según esta tendencia, nada puede entrar
en el hombre que no brote de una necesidad de expansión y no le
corresponda de alguna manera: no hay para él verdad fija ni precepto
admisible que no sea de algún modo autónomo y autóctono. Aplicada
a la historia cristiana, esta concepción inmanentista constituye la mejor
apología de estas posiciones religiosas a que la Iglesia llegó según el
incentivo permanente de la conciencia colectiva.» Seguramente añaden
enseguida: «Esta coincidencia, sin embargo, no ha precedido, sino
seguido el esfuerzo de la crítica científica para sacar de nuevo de las
tinieblas del pasado la evolución objetiva del cristianismo.»1 No es
menos cierto que el inmanentismo precede e inspira su crítica cien-
tífica. Ellos tienen, en efecto —y lo admiten—, una concepción de la
historia anterior al estudio de los hechos. La conciben de cierta mane-
ra, y este prejuicio influye en todas sus investigaciones. «La historia de
la Iglesia —dicen—, como es la historia de un organismo vivo, no
tiene leyes de desarrollo distintas de las que gobiernan las demás insti-
tuciones sociales.» Allí está la evolución, aquí está su principio: «Ahora
bien, es una ley elemental de la vida en cada una de sus manifestacio-
nes, que todo órgano responda a una necesidad vital y que todo gasto
de energía sea determinado por una exigencia profunda del
to.»2 En otras palabras, nada se produce en el exterior en la vida de los
individuos y sociedades que no sea un producto y una expresión de las
exigencias inmanentes de la vida. Todo, pues, en la historia, procede
de este principio interior y profundo y está sujeto a sus leyes.
Se llega así por la inmanencia a la evolución, ya que estas leyes son
leyes esencialmente evolutivas. No hay ninguna inmanencia sin evolu-
ción. Una es el resultado necesario de la otra. En efecto, la religión es
uno de los múltiples fenómenos de la vida subjetiva. Emana del sujeto
como de su fuente. Éste es creador de religión como lo es de verdad.
Es por una serie de experiencias vitales que descubre lo divino y entra
en contacto con ello. Pero no es el sujeto que se adapta a lo divino,
que realiza, con la realidad incognoscible sentida o percibida, la con-
formidad de sus sentimientos o percepciones. Los términos de la ver-
dad religiosa, como los términos de toda verdad, se transponen. El
sujeto se convierte en regla y norma; de lo contrario perdería su auto-
nomía necesaria. Lo divino sólo es, en suma, una especie de incentivo
que viene a conmover las necesidades básicas de la conciencia huma-
na. Por sí mismo es absolutamente inaccesible a cualquier búsqueda
intelectual, a cualquier pensamiento, a cualquier fórmula. Es «el
océano que viene a batir nuestra orilla y para el cual no tenemos ni
barca ni vela».3 Inútil, pues, buscar la objetividad de verdad fuera de
nosotros mismos, en un terreno independiente, absoluto, inmutable.
Es dentro de nosotros que se encuentra, y es lo divino que se adapta al
sujeto. Ahora bien, el sujeto nunca es el mismo. Cambia y evoluciona
constantemente, no es una sustancia invariable en su fondo y sujeta
sólo a modificaciones accidentales; debe considerarse como un perpe-
                                                                                                               
1 P. 109.
2 Ibid., p. 94.
3 Littré, Auguste Comte et la Philosophe positive.
tuo devenir. Sus experiencias vitales se modifican, se transforman, se
suceden, diferentes y vinculadas entre sí.
Esta evolución se reencuentra de una manera más amplia en la so-
ciedad, en las experiencias colectivas; y aquí también tenemos más que
diferencias modales: oposiciones. Y así, la verdad —por ende la ver-
dad religiosa— se confunde con la vida de la mente, con la serie de
sus experiencias; es la mente que se desarrolla en diversas formas en
los diferentes estadios de su evolución. Así pues, por el hecho de la
inmanencia, la verdad no es sólo relativa, sometida, como he señalado1,
a cambios múltiples, sino adaptable, es decir, gobernada por una pro-
gresión ininterrumpida que va siempre hacia formulaciones más per-
fectas. Porque en la vida de la mente no hay ningún hiato, creaciones
aisladas; esta vida está hecha de una serie de experiencias vinculadas
entre sí, interdependientes, que forman una corriente única, similar a
la corriente de un río donde en una marcha regular más o menos rápi-
da y agitada, las olas se suceden sin perder nunca su punto de encuen-
tro. Por otra parte los modernistas nos dicen que hay una ley psicoló-
gica —la que ya hemos encontrado, como la anterior, en la teoría ge-
neral de la evolución— según la cual la mente pasa progresivamente
de las formas inferiores menos perfectas, de las sensaciones, senti-
mientos e imágenes, a las formas más perfectas de los puros concep-
tos. Así, desde el punto de vista religioso, «habrá primero la fase de
imágenes y mitos. Y, en efecto, las imágenes, las metáforas, las parábo-
las y alegorías llenan los libros sagrados. Y según esta misma ley que
hizo pasar al hombre de la vida puramente animal a la vida de la men-
te, vemos también los mitos espiritualizarse, moralizarse.2 Lo divino es
originariamente concebido a semejanza física del hombre; de allí estas
expresiones: el ojo de Dios, el brazo de Dios, etc., primero tomadas a
la letra; y luego su semejanza psicológica: se dirá la ciencia, la potencia,
la bondad, la personalidad divina: en nuestros días, se tiende cada vez
más a rechazar esta personificación antropomórfica y a considerar lo
divino como la gran ley de la evolución hacia lo mejor, como el aspec-
to ideal de la realidad.»3 Se ve que por ende la inmanencia implica la
evolución considerada como movimiento continuo, vinculado, y co-
mo en marcha, al menos en su conjunto, hacia el progreso.
                                                                                                               
1 R. th., 1910, p. 189 et 190.
2 «Y esto no sólo en el cristianismo, sino en el paganismo, donde los filósofos poco
a poco explicaron la mitología como un conjunto de símbolos, de alegorías.» Véase
un buen ejemplo de esta evolución relativamente al mito de Baco, primero símbolo
de la embriaguez salvaje, luego de las más nobles exaltaciones del alma. Goblet de
Alviella, Eleusiana, p. 84., (Nota del Sr. H.)
3 Marcel Hébert, l’Évolution de la foi catholique, p. 11.
Se puede apreciar por lo anterior que los modernistas profesan al
menos un evolucionismo social absoluto, en el sentido de que sus
teorías religiosas son sólo aplicaciones concretas de un sistema general
que les sirve para interpretar la historia de todas las sociedades huma-
nas.
Pero, ¿son ellos evolucionistas absolutos en el sentido total de esta
palabra? ¿No es su evolucionismo religioso una mera consecuencia del
principio admitido ya no solamente para la marcha de los aconteci-
mientos humanos, sino para la explicación universal de las cosas?
La respuesta no deja lugar a dudas si se trata de aquellos que llevan
las consecuencias de sus ideas hasta su culminación lógica, es decir
hasta el panteísmo. Ahora bien, hay modernistas panteístas. Son aque-
llos que, fieles a las exigencias imperiosas de su razón, supieron ver en
los principios falsos que constituyen la base de su filosofía todas las
conclusiones que necesariamente deben derivarse de ellos. El agnosti-
cismo y el inmanentismo llevan directamente, y por la fuerza misma
de las ideas, al panteísmo. No tengo por qué probarlo racionalmente.
Pero he aquí dos textos definitivos del Sr. Loisy, para no citar más que
a éste: «¿Qué es Dios? Y ustedes me preguntan: ¿es un ser personal
con quien yo pueda mantener relaciones? Dios es el misterio de la
vida, y no es dudoso que atribuyéndole la personalidad se comete un
antropomorfismo de los menos disimulados.»1 «Estoy como ustedes
ante este gran muro eterno. Lo interrogo, y en la respuesta que me
hago, creo que es él, tan insensible en apariencia, que me habla o que
habla en mí. Porque, después de todo, yo soy una piedra de este muro
[…] él está, de alguna manera, todo en mí como yo estoy todo en él
[…] sufre en mí, tendré la paz en él […] ¿Voy a caer en el «monismo»,
en el panteísmo? Lo ignoro. Son palabras. Yo procuro hablar de las
cosas. La fe quiere el teísmo. La razón tendería al panteísmo. Sin duda,
ellas consideran dos aspectos de la verdad, y la línea de acuerdo nos
está oculta.»2
Pero el panteísmo, de suyo, por la lógica de sus principios esencia-
les, implica el evolucionismo entendido en el sentido absoluto spence-
riano. Si no hay un Dios personal y creador, las cosas sólo pueden ser
producidas progresivamente por la fuerza inmanente que lleva el
mundo, es decir, por una evolución sustancial y universal. Por la vir-
tud misteriosa de esta fuerza ciega, los seres quedarán al principio
interrelacionados, porque estarán unidos en su existencia y actividad
por un mismo principio interno, en una misma línea de continuidad.
                                                                                                               
1 Quelques Lettres, p. 68.
2 Ib., pág. 41, 48.
Es necesario, además, que procedan unos de otros, independiente-
mente de su grado de perfección. Sólo se puede admitir la produc-
ción ex nihilo si se admite la existencia de un Dios infinito y todopode-
roso; fuera de él, tal hipótesis contendría una contradicción. Suprimi-
do Dios, sólo queda una explicación: que los seres se producen ente-
ros unos a otros; que los seres superiores salen como tales de las vir-
tualidades contenidas en los seres inferiores; que éstos van, por el mo-
vimiento universal que lleva todas las cosas, a lo mejor, a lo más per-
fecto; que, como ya he dicho, lo menos produce lo más, y lo inferior
lo trascendente.
A decir verdad, entretanto, este último término ya no comporta
todo su valor de significado en dicho sistema; pues, en realidad, este
evolucionismo es una especie de monismo: cuantos quiera que sean
los «elementos» primitivos —unidad o pluralidad—, todos los seres,
todas las modalidades, todas las sustancias, todos los movimientos,
todas las acciones, todo depende del principio inmanente único, todo,
incluso lo que se denomina mente, inteligencia, pensamiento, se redu-
ce a las solas fuerzas físico-químicas.
Aquí es adonde lleva el panteísmo: a una solidaridad esencial de
los seres basada en la idea de un principio universal inmanente, y a un
movimiento ascensional también inmanente. Y esto es claramente la
teoría de la evolución, tal como la hemos encontrado entre los
filósofos contemporáneos.
*
* *
Agnosticismo, inmanentismo, panteísmo, evolucionismo, estos
son los anillos que componen la gran cadena modernista. Estos anillos
están tan sólidamente vinculados entre sí, son tan interdependientes,
que no se puede retirar uno solo sin quitar la cadena entera. Engranaje
poderoso y riguroso en el que no se puede entrar sin ser llevado hasta
el abismo de las negaciones más absolutas.
Me refiero, por supuesto, a la lógica interna de los principios, y no
a las concepciones particulares, más o menos amplias, de cada uno de
los modernistas. Se dijo con mucha razón que el modernismo es esen-
cialmente multifacético. Contiene en efecto una multitud de varieda-
des. Cada caso particular sólo abarca generalmente una porción limi-
tada de error. La gran síntesis tan magistralmente expuesta por la encí-
clica sólo es profesada en su totalidad por relativamente pocas mentes.
Sin embargo, es cierto que sólo estos últimos son lógicos absoluta-
mente con las concepciones fundamentales de su mente. Los demás
parten del mismo punto, siguen la misma línea, se guían por las mis-
mas ideas, pero se detienen a mitad de camino.
Basta con observar bien y entender bien este rigor de lógica para
darse cuenta una vez más que el modernismo es la más radical y uni-
versal de las herejías. Destruye no sólo el orden sobrenatural, sino
también el alma espiritual que hace salir de la materia, también a Dios
que pasa a ser una fuerza inmanente del mundo, también la vida futu-
ra, nuestras esperanzas, nuestras más altas concepciones, nuestro ideal,
¡todo!1

                                                                                                               
1 Pero entonces —dirá alguien—, ¿qué diferencia hay entre un modernista y un
incrédulo o un ateo? Es que el modernista generalmente sigue haciendo profesión de
fe religiosa e incluso de catolicismo, mientras que el incrédulo y el ateo se declaran
tales. Hay en el primero una hipocresía que no se encuentra en los otros. Conserva
de los dogmas religiosos las palabras y fórmulas, pero las vacía de su contenido ya
sobrenatural, ya espiritualista. Sin duda no se engaña a sí mismo, pero engaña a los
demás. En esto consiste uno de los grandes peligros del modernismo.

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