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LA UTOPÍA DEL SIGLO XXI

INTRODUCCION

Antes de nada, podemos acudir a la etimología y al origen de este concepto. El término utopía
viene del griego y significa de manera literal “no-lugar”, lo que representa un lugar que no
existe. La primera vez que se utilizó fue en la novela Utopía de Tomás Moro. Estos famosos
relatos transcurren en una isla con un gobierno pacífico e idílico y constituye toda una crítica a la
organización política de los siglos XV y XVI.

“Utopía” es una palabra frecuente en nuestro quehacer cotidiano. Esta se utiliza como
argumento o contraargumento a la hora de discutir sobre sociedades idílicas o hipotéticas. Pero el
término “utopía” tiene una profundidad mayor de la que la sociedad nos muestra o maneja. Por
esta razón es importante hacerse una pregunta: ¿Qué es realmente una utopía?

Durante el Renacimiento se produjo un florecimiento espectacular del género utópico. La


mayoría de los pensadores consideraba que la influencia del humanismo era la causa de este
fenómeno.

A diferencia de muchas de las utopías anteriores, la de estos socialistas fue diseñada con el
objetivo inmediato de llevarse a la práctica. Más que relatos fantásticos de mundos perdidos o
inalcanzables, constituyeron descripciones detalladas de comunidades igualitarias que, en
ocasiones, fueron copiadas en la realidad. Algunos de estos socialistas compaginaron la reflexión
teórica con labores prácticas y concretas de reforma social. Así, por ejemplo, Fourier propuso
comunidades autosuficientes, a las que llamó falansterios, y Owen llegó a fundar Nueva
Armonía, una pequeña comunidad en la que se abrió el primer jardín de infancia y la primera

Se ha criticado que las utopías tienen un carácter coercitivo. Pero también se suele añadir que
las utopías le otorgan dinamismo a la modernidad, le permiten una ampliación de sus bases
democráticas y han sido una especie de sistema reflexivo de la modernidad por la cual esta ha
mejorado constantemente. Por ello no sería posible entender la modernidad sin su carácter
utópico.

En esta siguiente investigación mencionaremos algunos aspectos de las utopías del siglo XXI
lo cual detallaremos diferentes aspectos y características en el trascurso de la investigación.
¿ES INCORRECTO PENSAR EN UTOPÍAS EN EL SIGLO XXI?

Utopía es una concepción asociada a una idea de un mundo mejor, de una sociedad con mayor
inclusión, más justa, sin conflictos, que se desea alcanzar y donde, para lograrlo, debemos
producir cambios.

Las construcciones imaginarias conocidas literariamente como “género utópico” han estado
presentes a lo largo de nuestra historia occidental desde Platón hasta Huxley, aunque con
características muy heterogéneas y con propósitos distintos. Las utopías del pasado eran
imágenes literarias de una sociedad justa, solidaria y feliz en la que ya no se precisaban leyes ni
instituciones porque se había logrado resolver por fin y superar todos los conflictos y diferencias
humanas. El sustrato psicológico de estas imágenes de sociedades ideales lo constituía, como se
puede suponer, un conjunto de anhelos y expectativas que brotaban de ciertas situaciones
sociales muy difíciles, de manera que lo que expresaban, en realidad, eran las esperanzas y los
deseos de las clases menos favorecidas.

En los años sesenta y bien entrados los setenta del siglo pasado había, en distintos lugares del
mundo, un panorama lleno de utopías. Pero ya finalizando el siglo XX, ese horizonte se fue
esfumando y terminó desapareciendo, dando paso a la instalación de una suerte de pesimismo y
abatimiento.

La política y los políticos arriaron las banderas de cambiar el mundo, hacer la revolución o
construir un futuro entre todos. Los que planteaban la ilusión de un mundo diferente terminaron
siendo populistas, oportunistas que piensan en disfrutar de un banquete al que solo ellos y unos
pocos más que ejercen el poder están invitados.

El fin de la ilusión trae —dice Thierry Breton— el fin de las ideologías. La sociedad —
agrega— ha sido ampliamente abastecida de objetos de consumo producidos y ofertados como
deseos del consumismo, pero sin destino. Se dispone de infinidad de medios de comunicación sin
que exista nada para comunicar. Vivimos en un vértigo que solo se justifica por el mito de la
tecnología.
Lo que se plantea es que, si no hay utopías, no hay ilusiones. Se ha instalado un modo de vida
donde la satisfacción personal es la prioridad, el aquí y ahora que lleva a sociedades más egoístas
y centradas en las inquietudes personales. No hay espacio para la esperanza y eso acelera la
pérdida de valores que hace muy difícil la construcción de un futuro más humano y solidario.

Hay un caso emblemático del cambio de paradigmas. En las revueltas de París, en mayo del
68, Daniel Cohn Bendit, político ecologista alemán, decía: «Seamos realistas, pidamos lo
imposible». Hoy pregona: «El posibilismo moderado es la vía para cambiar la vida». Una y otra
frase expresa los cambios del mundo.

En la actualidad los gobernantes navegan en un mundo en el que parecería que nadie sabe a
dónde va, ni sabe bien qué se puede hacer. Miles de inmigrantes invaden Europa. Comienza a
gestarse una peligrosa xenofobia, una guerra mundial con un enemigo difícil de identificar, como
es el terrorismo islámico. Una economía inestable que no logra recuperarse desde la crisis del
2008, desigualdades sociales que se acentúan, el daño al medioambiente que cada día pone en
riesgo a la propia raza humana son solo los problemas más notorios.

Por otro lado, estamos atrapados en lo que se ha dado en llamar el pensamiento único,
expresión que se usa para marcar lo que la globalización representa, pero también lo que
formulan los movimientos políticos que se contraponen a esta, por lo general propuestas
populistas que, lejos de acortar la brecha entre ricos y pobres, terminan en verdaderas catástrofes
económicas y sociales. Las dos tendencias se consideran a sí mismas como incuestionables y
renuncian a la autocrítica. El pensamiento único es una expresión pseudointelectual que, tanto de
un lado como del otro, lo transforman en algo rígido, no pasible de admitir errores y ser debatido.

Los humanistas cristianos tienen una tarea incuestionable: la de generar una esperanza y que
vuelva a tener sentido el esfuerzo y la lucha para cambiar la sociedad apática, conformista, trivial
y oportunista en que vivimos.

En la actualidad, este género utópico no despierta ya interés como tal, o es abiertamente


rechazado y tachado incluso de absurdo, ingenuo o frívolo. Porque se ve como un puro fantasear
inútil que diseña apriorísticamente escenarios ideales en vez de llevar a cabo un análisis concreto
de la sociedad y de sus posibilidades reales de transformación. Se considera que cualquier
intento de disminuir la negatividad de las situaciones sociales en favor de sus aspectos positivos
ideales no debería olvidar que lo positivo y lo negativo suelen ser aspectos siempre unidos en un
mismo proceso, por lo que es imposible inaugurar, sin más, una dinámica social exclusivamente
positiva. Lo que ha desacreditado, por tanto, a estas utopías ha sido presentarse como eutopías, o
sea, como topos o lugar de lo exclusivamente bueno, proyectando su localización en un futuro
posible de cuya factibilidad no se dudaba en absoluto. Era como si se quisiera dar a entender que
esa sociedad ideal se podía implantar en cualquier parte y en cualquier momento, con tal de que
los seres humanos, mediante la persuasión o de cualquier otra forma, se convencieran de su
conveniencia y de su bondad intrínseca.

No obstante, este rechazo no significa que el anhelo utópico, como tal, haya desaparecido de
las aspiraciones individuales y de la dinámica social en nuestro mundo contemporáneo. Tan sólo
ha cambiado de apariencia y de ubicación. Ha pasado de ser una mera fantasía literaria a
convertirse en el sentido de una determinada manera de entender el progreso de la historia. Una
idea muy arraigada en Occidente, especialmente durante los últimos siglos, es esta de que la
historia y su proceso evolutivo es lo que llevará a su realización la definitiva utopía humana
como reino de la libertad y de la sociedad perfecta. De un modo o de otro, se ha creído que
cualquier mejora de las condiciones sociales existentes se tiene que considerar como un simple
momento de una difícil y laboriosa transformación de las condiciones materiales de la sociedad
en el interior de un proyecto que la historia va modelando y realizando a través del esfuerzo
conjunto de la humanidad. La utopía no es, por tanto, como creyeron los autores antiguos, un
ideal o una meta para un individuo o grupo de individuos, sino que es el proyecto del hacerse
mismo de la humanidad, de su construcción, de su felicidad y de su perfeccionamiento universal
a través de la historia.

El desarrollo del modelo capitalista y los espectaculares avances científico-técnicos que se


han producido en los dos últimos siglos, han transformado de manera importante a las sociedades
actuales, pues han hecho que aumenten los niveles de vida allí donde han logrado desarrollarse
con éxito. Los índices de bienestar material se han visto elevados muy considerablemente si se
los compara con los de los países no capitalistas, o que han permanecido en sus formas de
producción y de distribución tradicionales. El logro de la riqueza, por lo tanto, el disfrute de los
productos de consumo cada vez nuevos que ofrecen los mercados y la competitividad han
impulsado esta utopía de un crecimiento económico y tecnológico indefinidos presentándose
como los medios definitivos para conseguir una vida feliz.

El consumismo, pues, impulsado por la propaganda comercial, ha convertido el poder


adquisitivo y los niveles de compra de los ciudadanos de un país en la mejor medida de su grado
objetivo de felicidad y de proximidad a la utopía. Porque el poder adquisitivo logrado es lo que
justifica el esfuerzo y el duro trabajo, la competitividad y la lucha por la ganancia económica.
Ese poder de compra se siente como la justa compensación obtenida para alcanzar y disfrutar de
la así merecida felicidad. De ahí el intenso placer que nos produce tirar a la basura las cosas que
poseemos y que ya no nos resultan atractivas para comprarnos otras que ahora deseamos. Esta
plenitud del disfrute del consumidor es lo que se identifica hoy con la plenitud de la vida. O sea,
el volumen de nuestra actividad consumista y la posibilidad de adquirir continuamente nuevos
objetos en sustitución de otros, aunque no los necesitemos para nada, es el principal índice para
medir distintos elementos de nuestra plenitud de vida, tales como nuestra posición social, nuestra
autoestima en el marco de la competición por el éxito, y nuestro mayor o menor sentimiento de
autorrealización. En suma, se tiene la convicción de que las posibilidades de una vida digna,
gratificante, una vida que valga la pena vivirse, dependen, ante todo y sobre todo, de todo eso
que miden las cifras oficiales del crecimiento económico. Las imágenes de la publicidad
comercial llenan la pantalla infinita de la sociedad de consumo. El espectador vive en una
realidad saturada de imágenes que subordinan su deseo a los fines de la economía del consumo:
no hay nada que desear más allá de un cuerpo joven, de la ostentación de un coche de lujo, del
glamour de un perfume de impacto. Y los que no compran quedan relegados a la infelicidad.

El problema es que esta utopía tiene consecuencias importantes: la persecución desenfrenada


de la riqueza y del crecimiento genera un hiperindividualismo que rompe la solidaridad y la
cohesión social, y desencadena un productivismo que destruye el medio ambiente y amenaza con
socavar las condiciones de nuestra supervivencia en el futuro. En la declaración final de la
Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, celebrada en Río de Janeiro en
1992, se puede leer esto: “La causa principal de la degradación continua del planeta es un
esquema de consumo y de producción no viable, en particular en los países industrializados”. Las
propuestas que se hicieron, a partir de esta constatación, para preservar la Tierra se han quedado
en simple papel mojado. Veintidós años después las cosas han empeorado mucho. Las emisiones
de CO2 han aumentado un 10% de media, siendo las de EEUU de un 18%. Con la
industrialización de China e India, el CO2 aumenta cada año en 8.000 millones de toneladas. El
clima se recalienta, el agua potable empieza a escasear, los bosques desaparecen, muchas
especies vivas están en vías de extinción, desaparece la capa de ozono, proliferan las lluvias
ácidas, se agotan y contaminan las aguas subterráneas, etc.
CONCLUSIONES

1. En suma, nuestra mentalidad consumista hoy dominante y cada vez más globalizada,
tanto en economía como en política, no es capaz de responder a los retos globales que
pesan sobre el futuro de la humanidad. El capitalismo neoliberal hoy radicalizado
socava la convivencia pacífica al agrandar las desigualdades y hacer cada vez más
difícil la democracia.
2. Por otra parte, la máquina de producción y consumo marcha incontroladamente hacia
la destrucción progresiva de las condiciones materiales de supervivencia, y es ingenuo
pensar que vaya a detenerse para cambiar su velocidad y su rumbo. ¿Significa esto una
crítica retrógrada al capitalismo y a la tecnificación? Pues no necesariamente. Lo que
se debería plantear es la cuestión de cómo continuar mejorando las condiciones de
vida de más gente sin hundirla en un modelo productivista–consumista “utópico”, y
este adjetivo significa en este contexto entonces disparatado, engañoso, mítico y
nefasto para la humanidad y para el planeta. Hoy la economía es mundial, como lo es
también la protección del medio ambiente, la necesidad de justicia social, la defensa
de los derechos humanos, y tantas otras cosas más.
3. Por ello los retos son grandes, porque no se trata sólo de cambiar la mentalidad, sino,
más aún, de cambiar la forma de vivir de casi todo el mundo. Y esto no es en absoluto
probable que vaya a suceder. No obstante, deberían encontrarse cuanto antes
alternativas, y trabajar en medidas de reorganización y de autoprotección, en lugar de
mirar sólo el corto plazo.
4. La utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos tiene una fuerte carga
emotiva con poderes motivacionales profundos, y ha arraigado en la mentalidad de los
individuos de ya casi la totalidad del planeta determinando en gran medida sus ideas,
expectativas y acciones al margen de las reglas lógicas que funcionan en el nivel de lo
racional o de lo consciente. En este sentido se constata un conflicto importante entre
utopía y razón. Pues, aunque es posible reconocer el valor proyectivo de la
imaginación utópica y su fuerza persuasiva, desde una apuesta clara por la razón estas
fantasías deberían desenmascararse como pertenecientes al puro ámbito de los
prejuicios, de las ilusiones infantiles y de las creencias infundadas nada inocuas
5. En medio de un presente que se hace cada vez más intolerable, los/as que hacemos
esta revista creemos aún en la fuerza movilizadora de las utopías. El concepto de
utopía, expresado de una u otra forma es sencillo: crear un mundo perfecto, dar con un
sistema donde todo funcione, nutrirnos de unos ideales que nos hagan felices. Desde la
antigüedad el ser humano se ha dedicado con empeño a esta tarea, ha soñado utopías y
ha dedicado tiempo a ponerlas en práctica. Pero con el tiempo, el imaginario que se ha
ido instalando en el mundo ha desechado lo que ha sido un elemento constitutivo hasta
ahora en la historia de la humanidad: la capacidad de soñar con un mundo distinto y
mejor del que hemos sido capaces hasta ahora de construir. Lo único que parece
interesarnos es huir de la pobreza en dirección a la riqueza, pero casi nunca en
dirección a la justicia. Este es el problema. Por favor, no abdiquemos

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