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12/8/2018 Lázaro Iriarte, Fisonomía interna

DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana
HISTORIA FRANCISCANA
por Lázaro Iriarte, OFMCap

II. ÉPOCA MODERNA:


OBSERVANTES - CONVENTUALES - CAPUCHINOS

Capítulo VI
FISONOMÍA INTERNA
La imagen cultural y religiosa del medio ambiente en que se desenvuelve la vida de la orden se diferencia
profundamente de la del período anterior, y ello no puede menos de repercu r en la configuración interna de la
misma forma que condiciona la proyección externa y la ac vidad apostólica. Hasta la imagen geográfica es
totalmente nueva después del descubrimiento del Nuevo Mundo y de las nuevas rutas hacia Oriente, y como
consecuencia de la escisión polí ca y religiosa de Europa. La nueva conciencia nacional sus tuye al concepto
medieval de "cris andad", y con las nacionalidades se afianza cada vez más el absolu smo de los monarcas. La
lucha de las grandes monarquías nacionales por la hegemonía incide fuertemente en los problemas internos de la
orden, como ya lo vimos; pero, además, inspira ac tudes diversas a los religiosos de cada nacionalidad.

Y mientras el renacimiento hace avanzar cada vez más el pensamiento moderno por el camino del
subje vismo crí co y de la experimentación cien fica posi va, la cultura eclesiás ca se repliega progresivamente
sobre sí misma, creando una ciencia clerical, "sagrada", distanciada cada vez más de la ciencia "profana".

La religiosidad queda totalmente influenciada por el sen do barroco de la vida, lo mismo que el arte y las
manifestaciones sociales. Y en la cultura barroca el gesto es valor primario, la forma cuenta más que el contenido,
todo medio de expresión se hace hiperbólico. Por esto las reformas franciscanas se hacen tanto más populares en
los siglos XVI y XVII cuanto más cul van la figura exterior con miras a impresionar: en los pies descalzos, en la
rudeza del hábito, en la austeridad de los edificios, en el con nente personal al presentarse en público. Mientras
todo eso fue expresión sincera de una vida, lo tomaron en serio los de fuera y los de dentro; lo malo sería cuando
esas exterioridades sobrevivieran como una herencia vacía de sen do.

Recursos de renovación
No resultaba tarea fácil para los responsables mantener en vibración espiritual la masa enorme de religiosos
que integraban cada provincia y aun cada convento, y más con la tradición de alergia a toda planificación disciplinar,
inherente a las ins tuciones franciscanas.

Y es precisamente ese impulso de inicia va personal, al calor de la inquietud por el ideal, el que proporciona
el primer recurso de renovación: la reforma de abajo arriba1. Entre los observantes fue el movimiento de las casas
de re ro, por fin legalizado y aun decididamente apoyado por los capítulos, el fermento permanente que en cada
provincia obraba sobre el resto de las comunidades. En las varias reformas, la misma conciencia de serlo, es decir, el
compromiso de retorno constante a los orígenes, mantenía eficientes los factores de fidelidad; la misma austeridad,
sinceramente cul vada y amada, se conver a en garan a de lealtad espiritual. La vida en esas reformas, aunque
exenta de preocupaciones económicas, porque la devoción de la gente proporcionaba limosnas suficientes, en
realidad era dura y sacrificada, humanamente poco apetecible.

Contra los efectos nega vos de la indisciplina se echaba mano de los medios normales previstos en la regla y
en las cons tuciones: la visita del superior mayor, que solía llevarse con rigor, las penas paternales o canónicas,

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entre las que no faltaba la de cárcel y en casos excepcionales, la expulsión. En la reforma capuchina la pena de
prisión no estaba prevista en la legislación, pero consta que exis ó en varias provincias ya desde el siglo XVI2.

Ya hicimos notar en otra parte los recursos empleados a nivel de capítulos y de gobierno general para frenar
los abusos e impulsar posi vamente la renovación. Un ejemplo notable de ese esfuerzo ofrecen los estatutos
generales promulgados para las dos familias observantes en el capítulo general de Toledo de 1633: Estatutos
generales para reformar las costumbres y restablecer la disciplina de la vida regular. Aunque en ellos ocupaba
principalmente la atención el capítulo de las observancias, se hacía hincapié en temas fundamentales, como la
oración litúrgica y personal, la formación, los estudios, la pobreza, la caridad fraterna, sobre todo con los enfermos.
El apartado tercero, "de la observancia de la regla", establecía que "cada provincial estuviera obligado a reunir al
menos una vez al año, bajo pena de privación del oficio, a los definidores y padres de la provincia para tratar con
ellos de la ex rpación de los abusos, que se hubieran introducido, y para promover en serio y conservar la disciplina
regular"3. Como esos estatutos no afectaban a los grupos reformados, al año siguiente el ministro general Juan
Bau sta Campagna (1633-1639) dirigió una fervorosa circular a los reformados de Italia exhortándoles a la fidelidad
al propio po de observancia, y se declaraba dispuesto a aceptar gustosamente las opiniones y propuestas aun del
frailecito más insignificante, si estaba animado de buen espíritu y de verdadero deseo de colaborar con buen celo4.

Bajo este aspecto es, asimismo, de importancia la bula de Urbano VIII de 1640 dirigida a la familia
cismontana sobre la disciplina regular; la de Alejandro VII de 1664 nombrando al ministro general Ildefonso
Salizanes (1664-1670) comisario y visitador apostólico de la orden con miras a un impulso de renovación; y la de
Inocencio XI apoyando el plan de reforma de Samaniego en 16795.

Ya vimos el fermento de reforma entre los conventuales en el siglo XVI y las diversas medidas tomadas por
los capítulos generales en 1565, en 1593 y en 1596 con miras a la renovación interna, así como la inicia va de
Jacobo Montanari en 1615-1617.

En la reforma capuchina el medio fundamental para mantener vivo el espíritu religioso fueron las visitas de
los ministros generales, un deber al que se posponían todos los demás. En ocasiones los generales dirigían a sus
hermanos cartas pastorales es mulando a la fidelidad a la propia vocación; entre ellas son de notar la de
Bernardino de As en 1548 sobre la caridad y la pobreza, las dos virtudes peculiares del capuchino; las
exhortaciones de Inocencio de Caltagirone (1644-1650) sobre la pobreza; la circular de José María de Terni en 1740
sobre el cul vo del espíritu seráfico; la de Sera n de Ziegenhals en 1755 sobre el modo de conducirse los superiores
en el gobierno de los hermanos, y la de Pablo de Colindres en 1761 sobre la disciplina regular6.

Entre los recursos de renovación fue adquiriendo importancia, desde mediados del siglo XVII, la prác ca de
los ejercicios espirituales cada año, que el capítulo general de los capuchinos de 1650 impuso a todos los religiosos
durante diez días. El capítulo general de Toledo de 1658 prescribía para la familia observante ejercicios anuales de
ocho o diez días; eran obligatorios para los jóvenes en período de formación, a los demás se los recomendaba7.

La comunidad local
Las reformas, en sus comienzos, tendieron siempre a limitar el número de hermanos en cada fraternidad
local, en bien de la sencillez, de la pobreza e in midad familiar. Pero paula namente, por exigencias de la vida
regular, como la solemnidad del oficio coral, se tendía a elevar el número. Las primeras cons tuciones capuchinas,
de 1529, fijaban en siete u ocho el número de hermanos -y sólo permi an elevarlo a diez o doce en las grandes
ciudades- "a fin de asegurar la pureza de la regla juntamente con la al sima pobreza, y por cumplir la voluntad de
san Francisco". Las de 1536 mandaban que no fueran menos de seis ni más de doce, y añadían el mo vo del
"debido orden de las cosas divinas", mo vo que, en 1608, hizo cambiar el texto en sen do opuesto y por la misma
razón: no menos de doce8. Urbano VIII, en 1625, establecería ese número mínimo para toda nueva fundación9.

Era también la norma en el resto de la orden, pero sólo para los conventos llamados "formados", ya que
exis an hospicios y residencias dependientes que no alcanzaban ese número. En 1680 la media de religiosos por
casa era de 17 en todos los grupos, ligeramente inferior en los conventuales; en 1762 se había elevado a 20. Por
regla general las comunidades italianas eran menos numerosas que las del resto de Europa. Para las casas de re ro
Quiñones había señalado quince como número ideal, sin contar los novicios; los estatutos de 1621 determinaban:
no más de veinte ni menos de doce. Y daban la razón: en una comunidad demasiado numerosa no se puede
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guardar bien la pobreza rígida ni la clausura, y en una comunidad demasiado pequeña no puede llevarse bien la
vida regular y el ritmo conventual10.

Las comunidades se componían de sacerdotes, clérigos o coristas, hermanos legos y donados (llamados
también terciarios perpetuos, oblatos); éstos no eran religiosos, pero estaban integrados en la familia conventual.
Los sacerdotes se clasificaban en simples sacerdotes, llamados humorís camente "de misa y olla", predicadores y
lectores o maestros. Ya vimos en qué proporción en cada uno de los grupos y en cada empo. El número de legos,
muy elevado en las reformas al principio, fue disminuyendo progresivamente en virtud del rigor en la selección, y
fueron perdiendo también como categoría social, ya que les precedían aun los coristas novicios. El Concilio de
Trento les privó de la voz ac va y pasiva; pero les fue reconocida en la orden capuchina por Pío V en 1566; los legos
capuchinos, en efecto, siguieron tomando parte con pleno derecho en la elección de los discretos para el capítulo
provincial y podían ser elegidos como tales11. El número de los simples sacerdotes, excluidos de los estudios
superiores, bien por haber ingresado en edad madura, bien por carecer de las necesarias cualidades, se mantuvo
elevado en los tres siglos, si bien entre los capuchinos disminuyó notablemente en proporción con los predicadores.
En muchas provincias cons tuyó serio problema esta clase de religiosos, que ni ejercían ministerios pastorales ni se
aplicaban a los trabajos manuales. Por lo demás, el problema de la ocupación siguió siendo de actualidad no menos
que en la época anterior.

No obstante las disposiciones contrarias de la legislación, eran muy numerosos los legos que obtenían breve
pon ficio para pasar al estado clerical entre los conventuales, observantes y reformados12.

También por lo que hace a precedencias, exenciones y privilegios las reformas adoptaron una postura
netamente franciscana. Entre los reformados no había derecho alguno de precedencia ni lugar de honor, fuera de
los que correspondían a quienes desempeñaban cargos de gobierno; y éstos, terminado su cargo, volvían a ocupar
su puesto como cualquier otro13. El texto de las cons tuciones capuchinas se mantuvo siempre inmune de ese
problema; pero las actas de los capítulos generales fueron acusando progresivamente las complicaciones que
creaba, sobre todo en el siglo XVIII, el afán por los tulos honoríficos, por las situaciones privilegiadas y por los
derechos de precedencia14. Ya dijimos en qué grado llegó a ocupar este tema las sesiones de los capítulos generales
de la observancia y las intervenciones pon ficias a que dio lugar. Un breve de Urbano VIII abolía, en 1639, "todas las
paternidades ( tulo de padre de provincia o de la orden), exenciones, precedencias y privilegios", a excepción de
algunos muy contados; ese breve fue completado por otros sucesivos contra los privilegios personales, el recurso a
los extraños para lograr grados y privilegios en la orden, etc.15 Pero de nada sirvió.

El capítulo general de los conventuales de 1659 daba todo un catálogo de mo vos por los cuales el ministro
general podía conceder ciertas "prerroga vas menores" aun a los frailes sencillos por el desempeño de ciertos
cargos y oficios, por haber pasado cierto empo en las misiones, por sermones relevantes, por la cura de almas, por
el ministerio del confesonario, por enseñar en los seminarios, por el "mérito de obras musicales" y por otros
servicios ejercidos laudablemente por espacio de doce años, "y ello con el fin de es mular, mediante la
recompensa, el ánimo de los que, con frecuencia, hallan pesados o poco atrayentes tales trabajos". Asimismo, entre
los conventuales, recibían el tulo y los derechos de definidores perpetuos los que habían desempeñado durante
doce años el oficio de ministro provincial, de lector, de predicador, de maestro de novicios, de inquisidor, pero a
condición de que fuesen maestros en teología16.

El oficio divino de día y de noche, teniendo como centro la misa conventual, era la ocupación central de la
jornada. Las cons tuciones de los conventuales conservaban el oficio nocturno en las comunidades donde exis era
esa costumbre; las demás familias franciscanas lo consideraban normal. Siguió celebrándose en forma solemne y
con canto, conforme a las posibilidades; pero los capuchinos y los reformados prefirieron la recitación llana, sin
canto, por espíritu de austeridad y, también, para poder darse más libremente a la contemplación y servir de
edificación al pueblo17.

La misma diferencia exis ó en cuanto a la celebración de la misa conventual. La prescripción de las primeras
cons tuciones capuchinas de no tener más que una misa en cada lugar fue pronto dada al olvido; pero se mantuvo
la prohibición de recibir es pendio por la celebración, hasta el capítulo general de 1698. En las casas de re ro
estaba dispuesto, desde los estatutos de 1523, que todos los sacerdotes celebrasen "según la intención que Cristo
tuvo en la cruz", sin recibir es pendio y durante todo el siglo XVI se mantuvo la prohibición de las "misas

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par culares". Sólo entre los conventuales se aceptaban fundaciones de misas y legados perpetuos, pero aun en esta
orden las cons tuciones de Urbano VIII imponían criterios rígidos en cuanto a dicha aceptación18.

La comunión de los hermanos no sacerdotes fue haciéndose progresivamente más frecuente. Hasta las
cons tuciones de Salamanca de 1553 la norma era comulgar de quince en quince días; desde esa fecha se impone
la comunión más frecuente en los empos de Adviento y Cuaresma; y desde mediados del siglo XVII la norma fue
recibirla todos los domingos y en las fes vidades principales. Entre los capuchinos la comunión semanal se
prescribió ya en 1573, y las cons tuciones de 1577 la impusieron tres veces por semana; las ediciones posteriores
de las cons tuciones se limitaban a recomendar la comunión frecuente con el consen miento del superior19. La
confesión se hacía dos veces por semana, de norma general.

Importancia primordial tenía, asimismo, la oración mental en empos determinados. Las cons tuciones
urbanas señalaban a los conventuales una hora íntegra, o dos medias horas, en el coro; una hora era el empo
mínimo exigido entre los observantes; entre los capuchinos se establecían dos horas, una por la mañana y otra por
la tarde; entre los reformados y en las casas de re ro, tres empos, uno a media noche, otro por la mañana y otro
por la tarde. Los estatutos de Quiñones y las primeras cons tuciones capuchinas dejaban libertad en cuanto al lugar
de la oración mental; cada cual se re raba a orar donde mejor le parecía.

El capítulo conventual propiamente dicho se mantuvo solamente entre los conventuales; eran vocales todos
los hermanos de la comunidad profesos y ordenados in sacris, excepto en los conventos más importantes, en que
sólo lo eran los maestros de teología y los "padres de provincia"; el capítulo era convocado periódicamente para
revisar la economía, autorizar arriendos y censos, etc.20 En las demás familias franciscanas fue sus tuido por el
capítulo de culpas, que se celebraba con frecuencia diferente; en las reformas, por regla general, tres veces por
semana.

Formación de los candidatos


La edad mínima de admisión al noviciado, que en el período anterior había sido de 14 años, se elevó por lo
general a los 16 años, en los capuchinos a los 17 desde 1575; para los candidatos legos se requerían 19 ó 20 años.
Las cons tuciones de los conventuales exigían 15, y preveían alguna excepción para los candidatos clérigos en los
conventos principales donde exis era el seminario: podían admi r aun candidatos de 12 años cumplidos. Las
demás condiciones de admisión fueron taxa vamente determinadas por Sixto V en la cons tución apostólica Cum
de omnibus (26 noviembre 1587) y por Clemente VIII en la Cum ad regularem (19 marzo 1603); este documento
trazaba, además, el programa detallado del año de noviciado. Estas disposiciones aparecen, como es natural, en la
legislación franciscana21.

Nunca se planteó el problema de una pastoral vocacional; los aspirantes abundaban siempre y lo que
importaba era una acertada selección; a lograrla tendían en gran parte los métodos empleados para someter a
prueba la auten cidad de la vocación. Por lo mismo no se pensó nunca en ins tuciones pedagógicas des nadas a la
formación anterior al noviciado, ya que también desapareció la an gua costumbre de admi r niños oblatos, si bien
entre los conventuales subsis a aún en el siglo XVI. Para ingresar como clérigo se requería una instrucción escolar
común junto con el conocimiento del la n.

Hasta fines del siglo XVI hubo cierta libertad en cuanto a la sede del noviciado y el número de noviciados en
cada provincia. Pero desde el decreto de Clemente VIII Regularis disciplinae (12 marzo 1596) y su cons tución
citada de 1603, debía des narse en forma estable un convento o dos, y en dicho convento un lugar completamente
separado o incomunicado, donde nadie debía tratar con los novicios fuera del maestro y su socio. Los novicios
tomaban parte en los actos comunes con los profesos. A este fin se des naban a casas de noviciado los conventos
donde se observara ejemplarmente la vida regular. En la observancia, desde 1676, debía escogerse como sede del
noviciado una de las casas de re ro, que no debían faltar en ninguna provincia. En el curso del siglo XVII
comenzaron a aparecer noviciados aparte para los candidatos legos, con su propio maestro de novicios, lo que
contribuyó aún más al desnivel entre las dos categorías de religiosos.

La función del maestro de novicios, que en los tres primeros siglos de la orden respondía a la del padre
espiritual y educador familiar del grupo de los jóvenes, en esta nueva etapa adquiere una configuración jurídica así
en los requisitos para tal oficio como en las atribuciones que le corresponden. Pero no siempre era fácil hallar

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religiosos idóneos que aceptaran una misión de tanta responsabilidad y de tanta sujeción, por lo cual la orden
recurrió con frecuencia al incen vo que era habitual: la concesión de tulos y prerroga vas22.

La labor del año de probación consis a, sobre todo, en explicar a los novicios la regla con sus preceptos y las
declaraciones pon ficias, las normas de educación religiosa a base del Speculum disciplinae y de otros libros
clásicos, las normas ascé cas, la recitación del oficio divino, el ceremonial de la orden, y en par cular, entre los
conventuales y observantes, el canto eclesiás co23.

Mas por encima de esa preocupación de la formación moral y disciplinar, a base de obligaciones y
observancias, tal como suele aparecer en la legislación, estaba la guía espiritual en el ejercicio de la oración y en la
prác ca de la virtud. Hubo eminentes maestros de novicios que transmi eron sus experiencias en luminosos
tratados de pedagogía religiosa y mís ca; entre ellos sobresale Diego Murillo ( † 1616) con su Escala Espiritual
(Zaragoza 1588), que alcanzó enorme divulgación; y los capuchinos Honorato de París († 1624), Francisco de Sestri
(† 1692) con sus dos volúmenes de Ragionamen ai novizi (Génova 1682/85), Francisco de Montereale († 1728) y
Andrés de Faenza († 1783). Así como mul tud de tratados ascé cos y disciplinares des nados a encaminar a los
religiosos jóvenes por las vías del espíritu. El buen maestro de novicios había de proponerse, además, transmi r a
las nuevas generaciones el depósito de las santas tradiciones recibidas de los mayores.

Con el fin de que los recién profesos no perdieran el espíritu adquirido en el noviciado se establecieron los
seminarios de jóvenes, así llamados entre los conventuales y en la reforma capuchina, o profesorios, como se los
designó en la familia cismontana observante. Era como una con nuación del noviciado; los neoprofesos, bajo la
dirección de un maestro, en la misma casa de noviciado o en otra de las más observantes, seguían prac cando
durante dos o tres años todo cuanto prac caban los novicios. Ese empo solían dedicarlo a completar los estudios
de gramá ca y lógica aquellos clérigos que no los tenían hechos, a fin de prepararse a pasar luego a los conventos
de estudio. Durante ese empo los jóvenes, así clérigos como laicos, se ejercitaban en las faenas domés cas.
Aquellos que, previo un examen sobre su conducta y ap tudes, eran juzgados idóneos, eran promovidos en el
capítulo provincial al rango de estudiantes, es decir, designados para cursar los estudios filosóficos y teológicos,
fuesen o no sacerdotes. Las cons tuciones capuchinas desde 1608 exigían ocho años de vida religiosa antes de ser
promovidos los clérigos al sacerdocio. Las de los conventuales no permi an iniciar los estudios hasta cumplidos los
21 años24.

La formación no terminaba al cumplirse el período des nado a ella; exis an también disposiciones rela vas
a la formación permanente, por medio de lecciones y conferencias periódicas. Un breve de Urbano VIII de 1641
mandaba que en cada provincia de reformados hubiera dos o tres conventos en que se dieran lecciones de teología
moral dos veces por semana para sacerdotes y clérigos; en cada convento debería enseñarse el modo de orar y dar
una lección sobre la regla cada semana para todos, sacerdotes, clérigos y legos25. Y el capítulo general de Toledo de
1633 había mandado para las dos familias de la observancia se tuviera en todos los conventos, y para todos, aun
legos y novicios, una lección semanal de teología mís ca, pero en lengua vulgar, a cargo de un lector especializado,
que debería explicar principalmente a Enrique Herp, y daban como razón el elemento contempla vo de la vida
franciscana26.

NOTAS:
1. D. Bluma, De vita recessuali in historia et legisla one OFM, 84-87.

2. La mencionan las ordenaciones del capítulo general de 1577, Analecta OFMCap 75 (1959) 335s.

3. Annales Minorum, XXVIII, 1633, 19-47.

4. Annales Minorum, XXVIII, 1634, 139-144.

5. Annales Minorum, XXVIII, 1640, 559-562; XXXI, 1664, 179s; 1668, 346-357; XXXII, 1679, 425-429.

6. Li erae Circulares superiorum generalium Ord. Fr. Min. Capuccinorum, ed. Melchor de Pobladura,
Historia, I, Roma 1960, 3-10, 84-106, 210-215, 239-247, 278-289.

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7. Melchor de Pobladura, Historia, II, 229-241.- Annales Minorum, XXXI, 1664, 15.

8. Venan us a Lisle-en-Rigault, Monumenta ad Cons tu ones OFM Cap. Roma 1916, 286.

9. Bullarium Cap., VI, 392.

10. D. Bluma, De vita recessuali in historia et legisla one OFM, 91.

11. Alessandro da Ripabo oni, I fratelli laici nel primo Ordine francescano. Roma 1956.

12. Cf. Annales Minorum, XXXI, 1661, 52s; 1662, 95s; 1663, 153s; 1664, 218s; 1665, 262; 1666, 295; 1667,
340; 1668, 386; 1669, 419; 1670, 478; XXXII, 1671, 79; 1672, 129; 1675, 271; 1676, 322; 1677, 364.

13. Annales Minorum, XXVIII, 1634, 145s.

14. Venan us a Lisle-en-Rigault, Monumenta ad Cons tu ones OFM Cap. Roma 1916, 607-638.

15. Annales Minorum, XXVIII, 1639, 493ss. Ya en 1626 un breve suprimía todos los privilegios y exenciones
personales en todas las órdenes religiosas de España, pero inú lmente; ibid. XXVI, 1626, 422-423.

16. Annales Minorum, XXX, 1660, 552s; XXXII, 1671, 49-51.

17. D. Bluma, o. c., 111-117; Melchor de Pobladura, Historia, II, 182-185.

18. D. Bluma, o. c., 112s; Cons tu ones Urbanae Ord. Fr. Min. Conventualium, Romae 1928, t. 2 y 3, p. 78-
84. Sobre la prohibición de las misas par culares Chron. Hist. Leg. I, 505.

19. Chronol. Hist. Leg. I, 153, 393, 400; Cons t. Merin. 1642, c. V 3; Cons t. Urbanae, t. 10, p. 100s;
Melchor de Pobladura, Historia, I, 207s; II, 185-192.

20. Cons t. Urbanae, t. 49, p. 320s.

21. Enchiridion de Sta bus Perfec onis, I, Roma 1949, 80-84, 98-105.

22. Decretó tales prerroga vas el capítulo de Toledo de 1633, "para que, además del premio que les espera
en el cielo, reciban también alguno de la orden": pero el capítulo de 1639 abolió esa decisión. Annales Minorum,
XXVIII, 1633, p. 41; 1639, p. 480.

23. Cons t. Urbanae, t. 14-16, p. 44-46.- P. D. Ber nato, De religiosa iuventu s ins tu one in ord. fr.
minorum, Roma 1954, 12-33, 61-90, 105, 109-122, 144-148.- Melchor de Pobladura, Historia, I, 125-127; III, 166-
174.

24. Cons t. Urbanae, t. 1 y 2, p. 27s, t. 22, p. 63s.- P. D. Ber nato, o. c., 35-50, 91-105, 127-148.- Melchor
de Pobladura, Historia, II, 174-176, 290-292.

25. Annales Minorum, 1641, p. 2s.

26. Annales Minorum, XXVIII, 1633, p. 32-34.

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