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El derrumbe de la verdad social en la Colombia de Camilo Torres (o

el sujeto como excepción)

Alejandro Sánchez Lopera1

¿Existe algún momento en que no se sucumba a la insinuación del Estado? O en

términos más precisos, ¿es posible hallar anomalías en procesos tan avasallantes como

el ansiado advenimiento del Estado secular? En particular, en el debate sobre la

secularización y la socialización liberal del individuo en los países del margen

predominan versiones que postulan dichos procesos como registros de tendencias

económicas y avances materiales y del movimiento de la conciencia conducentes a la

experiencia ―moderna‖. Nuestra inquietud por el contrario es si es posible rastrear allí

campos de experiencias en los que se abran posibilidades para la constitución subjetiva,

distintas a la unidad individual. En suma, nos preguntamos por la existencia de prácticas

que, en países como el nuestro, hacen que sea imposible cumplir el lema tan apreciado

por el individuo: ―hazte apreciar por tu amo lo suficiente como para que él te libere‖.

Para abrir esta posibilidad, queremos analizar cruces desconcertantes entre la ciencia,

la creencia y la política radical durante la década del sesenta, período de

―intensificación‖ de la ―secularización‖ y punto privilegiado de la ―transición‖ hacia la

esperada Colombia ―moderna‖, según diversos comentaristas. 2 Entendida como norma

irresistible, en las posturas convencionales la secularización opera como un proceso de

1
Politólogo. Investigador de la Línea de Socialización y Violencia del Instituto de Estudios Sociales
Contemporáneos (IESCO). Agradezco a Franz Hensel y Zandra Pedraza por los valiosos comentarios, y
especialmente a Mónica Zuleta por todo el apoyo brindado.
2
Ver al respecto el consenso liberal en las ciencias sociales predominantes, en torno al carácter ―pacífico‖
y en gran medida ―civilizatorio‖ del pacto del Frente Nacional (1957-1974), que en sus términos habría
contenido la violencia bipartidista de mediados del siglo XX en Colombia (Palacios, 1995: 239;
Gonzalez,1997: 397).
domesticación de la violencia, fungiendo a su vez como signo de una supuesta

insuficiencia colectiva, de un proceso siempre signado por la falta. Sin embargo, en el

caso de la secularización entendida como norma deseada pero ―imposible‖ de consumar,

tal vez sea posible rastrear la huella de trazos indomables, excesivos.

Una entrada a dicha desmesura, a esa ambivalencia, la encontramos en Jorge Gaitán

Durán, uno de los fundadores de la revista Mito —insignia de la crítica ilustrada a las

ilusiones del progreso—, que presentaba en 1957 un diagnóstico sobre la situación

social del momento en Colombia en los siguientes términos:

La burguesía colombiana no tiene los equipos intelectuales que asimilen

la ciencia y el pensamiento contemporáneos, los sometan a la prueba de

nuestra realidad y forjen la consiguiente filosofía política. Ni tiene los

equipos de sabios, especialistas, técnicos que —sobre la base de las

relaciones de clase en el país— hagan de esa filosofía una verdad social

(1999 [1957]: 132).

En aras de descifrar algunos mecanismos partícipes en la construcción de esa verdad

social, indagamos por una travesía que no conduzca a la tranquila senda del progreso

liberal, sino a lo monstruoso, lo antinormativo y lo a-moral. Para el caso colombiano, es

nuestra tesis, a mediados del siglo XX asistimos no al resplandor y la transparencia del

individuo socializado a través de la secularización, sino a la ambigüedad e incluso la

oscuridad del sujeto. O en otros términos, a la posibilidad de lo inhumano.

Abordaremos entonces uno de los síntomas de esos cruces inestables a partir del cual

desentrañar algunas de las trayectorias de producción y conmoción de esa ―verdad

social‖ en la Colombia de mediados de siglo: la experiencia del sacerdote

revolucionario, sociólogo y funcionario estatal Camilo Torres Restrepo (1928-1966),

emblema del movimiento abstencionista y contestatario Frente Unido, y de la guerrilla


foquista del Ejército de Liberación Nacional (ELN).3 Para lo mejor y para lo peor,

constituye un intento entre otros que retaron el predominio de las prácticas liberales y

comunistas, propiciando experiencias colectivas sin partido en las que confluía una

lectura afirmativa de la violencia como mecanismo capaz de propiciar otro modo de

conformación colectiva, más allá de simples inclinaciones individuales ―bárbaras‖,

deslumbradas por la crueldad o el terror.

Así, Camilo Torres hace parte de la secuencia de figuras imperdonables que pueblan

nuestra conformación colectiva, por lo cual discernir la fuerza maldita de este tipo de

personajes, las conjunciones y escisiones que provocaron, a nuestro modo de ver abre el

camino no para escrutar un alma, sino para provocar una problematización en torno a

modos seculares disímiles al liberal (y al comunista), desplegados a mediados del siglo

XX en Colombia.

Intentamos entonces entender cómo fue posible que a través de la experiencia de un

sacerdote católico y sociólogo ―positivista‖ como Camilo Torres Restrepo, emplazado

en diversas burocracias estatales, se provocara una conmoción de lo social, por fuera del

sacrificio de un individuo, de sus orientaciones personales ―conservadoras‖, o de la

―traición‖ a sus seguidores al ingresar en la insurgencia en 1965 (Cfr. Broderick, 2001;

Mesa, 2002). Para ello, es necesario desplazar la pregunta a otro ámbito, más ambiguo,

menos certero: el terreno de la verdad y sus relaciones con el sujeto, entendiendo este

último como algo extravagante, situado en exceso con respecto a lo dado, y el

advenimiento de la verdad como una operación que desfigura lo existente.

3
El Frente Unido fue un movimiento contestatario, abstencionista y transversal de fuerza inusitada, que
aglutinó durante el año de 1965, sectores estudiantiles, campesinos y obreros, tendencias radicales del
liberalismo y los denominados ―no alineados‖ con los partidos liberales y conservadores, e incluso de
sectores del Partido Comunista (Cfr. Proletarización, 1975). Por su parte el ELN, inaugurado en 1965,
recoge sectores del bandolerismo y las guerrillas liberales, así como del liberalismo radical, y hace eco de
la perspectiva foquista revolucionaria que emerge a partir de la Revolución Cubana, movilizando
prácticas disímiles a las comunistas.
Aclaramos de entrada que el sujeto no es el origen o portavoz de la verdad; es

simplemente su ―momento local‖, su ―fragmento material‖ o ―soporte finito‖; en fin, ―el

sujeto es lo que existe de una verdad en fragmentos limitados‖, es decir, ―es lo que una

verdad transita o ese punto finito a través del cual, en su ser infinito, la verdad misma

pasa o transita. Este tránsito excluye cualquier momento interior‖. (Badiou, 1988: 93;

1999a: 24). El encuentro entre ambos es azaroso, impredecible (no es posible para el

sujeto anticipar la verdad, dado que ésta es solo su ―dimensión local activa‖). Por fuera

de la conciencia y el individuo, la verdad y el sujeto se relacionan a través del

forzamiento de lo real, explicitando la disputa por otro tipo de relación con el mundo, la

configuración de otro ―mapa práctico de las relaciones sociales‖.

Por un lado, convenimos asimismo en que existe un “lazo trágico”, e irreductible,

entre la violencia y lo real. La escritura de lo siniestro alberga siempre no sólo un

momento de terror, sino justamente un instante para pensar las posibilidades de

constitución subjetiva en una época determinada, lo cual implica aludir a algo más que

un momento destructivo. En efecto, como veremos, lo imperdonable de Camilo Torres

no es únicamente su recurso a la violencia, su “conversión” en guerrero: lo que en parte

resulta insoportable son las conjunciones provocadas a partir de dicha experiencia. No

se trata, entonces, de un juicio a su vida, sino un análisis de las relaciones y pasajes que

se provocaron, se deshicieron y se transformaron a través de su experiencia, por fuera

de su carácter como individuo. Para ello, es necesario dudar de ese supuesto momento

en que la secularización deficitaria “degenera” en salvación de acuerdo con visiones

comunes: una secularización pervertida, mistificante, saturada de la arrogancia del

caudillo o del mesías y no del esplendor de la universalidad de la ley.

A nuestro juicio la historia del sujeto, por el contrario, procede por dislocaciones, por

cesuras que pueden ser ligadas a través de trayectorias. A su vez, las líneas que
conforman esas travesías dejan entrever el sujeto como aquello que aparece poblando el

mundo una vez el individuo perece, articulando de este modo una crítica que confronta

la reducción de los procesos de insumisión a simples delirios caudillistas, la ficción de

un llamado mesiánico o los avatares de un yo exaltado; en ese sentido, la emergencia y

consistencia del sujeto señalan justamente la caducidad del individuo, su ocaso. 4

Por otro lado, se trata de confrontar el anuncio de nuestra época acerca de la

―inactualidad de la verdad‖, su aparente composición totalitaria o las consecuencias

catastróficas de su materialidad (e incluso, de su nombramiento). La verdad, de acuerdo

con el dictamen de nuestra época, se volvió impronunciable. Para el caso que nos ocupa,

la experiencia de Camilo Torres como sacerdote, funcionario de Estado, sociólogo y

revolucionario, demarca parte de ese trayecto que, como veremos, señala algo distinto a

la senda entusiasta de consumación del líder o el privilegio de la revelación. En ese

sentido, no se trata de un examen del drama de un individuo excepcional, sino de los

movimientos impersonales de un sujeto. Desde ahí, entonces, interpretamos sus

palabras,

Cuando vi que la caridad, el amor, para ser sincero y verdadero era

necesario que fuera eficaz, entonces vi que era necesario unirlo a la ciencia, y

por eso me hice sociólogo. Pero al estudiar la sociología, me di cuenta que

para darle de comer a las mayorías, no bastaba con la beneficencia del

paternalismo, sino que había que organizar a nuestra sociedad en una forma

diferente. (En Zabala, 1972, [S/f]: 427).

4
En esa vía, ―somos así mismo contemporáneos de una segunda época de la doctrina del sujeto, que ya
no es el sujeto fundador, centrado y reflexivo, cuyo tema circula desde Descartes a Hegel y sigue siendo
todavía legible hasta Marx y Freud (y hasta Husserl y Sartre). El Sujeto contemporáneo es vacío,
escindido, a-sustancial, irreflexivo‖ (Badiou, 1999a: 11).
De esta manera, haciendo énfasis en las travesías acudimos a la pregunta esbozada

por el pensamiento antihumanista contemporáneo, que indaga justamente por las

condiciones raras e imprevistas en que emerge el sujeto. “¿Cómo es posible un sujeto?”,

será el interrogante crucial del presente texto, que retomamos de la propuesta de Alain

Badiou, el cual nos desplaza desde una constatación del sujeto, entendido como dato,

hacia la idea del sujeto como excepción, como un efecto raro del enfrentamiento de las

fuerzas sociales. A contravía de la idea de una abundancia del sujeto (el llamado “giro

subjetivo”), consideramos que éste se instala en cruces y convergencias imposibles para

lo consagrado, por lo cual el interrogante es a través de qué procedimientos se subjetiva

una época.5

Planteamos así una polémica al intento de la historiografía convencional de reducir la

experiencia de Camilo Torres a un nombre propio, a un yo heróico o sacrificado, para

postularla más bien como un síntoma. Como veremos, estamos frente a las convulsiones

ambiguas de lo real, no ante al fracaso de la empírico (la revolución derrotada o

fracasada, o el individuo desolado envuelto en el dogma del terror); es decir, frente a un

cúmulo de fuerzas sociales que dan cuenta de un proceso colectivo. En efecto, la amplia

bibliografía escrita desde distintos sectores sociales en torno a Camilo Torres, devela el

ansia por retratar perfiles comprehensivos y certeros sobre el sacerdote revolucionario,

generalmente escritos anacrónicos que apuntan a la recomposición retrospectiva del yo,

y a su juicio desde el presente (Broderick, 2001; Restrepo, 2002).

Para desarrollar el argumento, dividimos el texto en tres momentos que despliegan:

a) la idea de sujeto entendido como capacidad de verdad frente a lo real; b) la

presentación de una perspectiva sobre lo secular por fuera de una oposición irreductible

5
En una vía similar Félix Guattari afirma que ―el sujeto no es evidente; no basta pensar para ser, como lo
proclamaba Descartes, puesto que muchas otras formas de existir se instauran fuera de la conciencia,
mientras que cuando el pensamiento se empeña obstinadamente en aprehenderse a sí mismo, se pone a
girar como una peonza loca, sin captar ninguno de los territorios reales de la existencia‖. (2000: 21-22).
entre ciencia y fe (bajo el emblema ―Religión contra Estado‖), culminado en c) una

crítica e inversión de la idea de mesianismo como modo de interpretación de este tipo

de procesos, en relación con la destrucción de lo dado. De esta manera, por fuera de

cualquier gesto inaugural, este texto relata un momento de la secuencia que ha

producido de manera recurrente, mas no continua, el campo de la subjetividad, a partir

de una interpretación de la experiencia de Camilo Torres. A contravía del mandato de

época, para el cual el sujeto insumiso se volvió imposible, y la idea de verdad resulta

asimilada a un anuncio de terror, se trata entonces de propiciar otra crítica que al

analizar el momento histórico en cuestión desligue la verdad del individuo. En palabras

de Alain Badiou,

A contrapelo de todo el juicio pronunciado, esa pasión, la del siglo XX, no fue en

modo alguno la pasión por lo imaginario o las ideologías. Y menos aún una pasión

mesiánica. La terrible pasión del siglo XX fue, contra el profetismo del siglo XIX, la

pasión de lo real. La cuestión era activar lo Verdadero, aquí y ahora.

1. La tentación subjetiva de la verdad

En caso de abordar la problemática desde la noción de individuo, inevitablemente

retrataríamos la vida y las opciones de Camilo Torres en términos ―conservadores‖,

como ha sido descrita por diversos comentaristas: pertenencia a la minoría

socioeconómica privilegiada, inmersión en una de las instituciones ligadas íntimamente

con el desastre de ―La Violencia‖ (la Iglesia Católica) y al principio, inclinación por la

conservadora carrera de Derecho en la Universidad Nacional y por el estudio de

pensadores españoles falangistas como Primo de Rivera. En nuestra lectura, Camilo

Torres —instalado en la senda de lo imperdonable— será presentado como un


condenado justamente porque se ubica en los cruces entre el conocimiento, la creencia y

el gobierno de las almas y los cuerpos, y no sólo por su conversión a lo ilícito, lo vil y lo

insurgente. En ese sentido nos interesa analizar cómo ese ataque generalizado a la

conciencia, vehiculado por la estrategia secular del desarrollo (a través de la planeación,

la racionalización, la tecnificación), fue de alguna forma estallado, e incluso invertido.

En efecto, antes que asegurar la domesticación del individuo desde distintos

procedimientos que intentan sujetarlo, creemos que se operó una serie de

transformaciones a nivel del sujeto, y no sólo en el ámbito de las prácticas de

socialización que conforman al individuo. Para ello es necesario situar la categoría de la

subjetividad por fuera de lo identitario —la redundancia de lo mismo—, de la

emotividad del individuo (Camilo Torres) deslumbrado ante su época (entusiasmo

excesivo), o del simple influjo externo (impacto de la Revolución Cubana): no hay lugar

entonces aquí para la biografía, desarrollada ya ampliamente por diversos escritos

(Broderick, 1977; Villanueva, 1995).

De esta manera, entramos en el terreno de las operaciones de subjetividad, ya que las

historias sobre el sacerdote revolucionario intentan borrar, o por lo menos debilitar, esta

emergencia azarosa del sujeto, manteniendo el yugo del individuo, pues es insoportable

un espacio individual desértico, inhabitado. La operación del pensamiento humanista,

en definitiva, lo que intenta es unificar la dispersión que ―es‖ Camilo Torres,

desterrándola del campo de la subjetividad para alojarla en la ilusión individual,

voluntaria, dirigida por una conciencia. (Cfr. Sánchez, 2006, 2008).

En esa dirección, la experiencia de Camilo Torres no ha estado esperando para ser

descifrada por los instrumentos de conocimiento adecuados (no existe una verdad

sojuzgada y ―oculta‖), ni su potencia puede estudiarse en términos de un nuevo

nombramiento o de una coherencia entre nombre y vida, experiencia y discurso: por el


contrario, se trata de dilucidar transformaciones en el régimen de lo real, y no las

tribulaciones de un alma. La experiencia no ―efectúa‖ el discurso, por lo cual no se trata

de saber si el sujeto cumple o no lo que enuncia (de esa búsqueda, creemos, se deriva

justamente la veneración, o el repudio por la idolatría hacia el gran líder).

La otra veta presente en los análisis convencionales, igualmente signada por la

fascinación o la repulsión, intenta perseguir la solidez de un pensamiento, su carácter

propio o tal vez ―auténtico‖ en relación con las condiciones de una época, en la

búsqueda del pensador. En esa vía, no se trata de una ―incomprensión‖ que necesita ser

rectificada; Camilo Torres no es, entonces, un ―profeta desoído‖, como sugiere Walter

Broderick, principal biógrafo del sacerdote revolucionario.

Subjetividad y verdad, no historia de un alma. ¿Cuál es, entonces, el lugar del sujeto

en ese surgimiento de la verdad? Es necesario anotar, en primera instancia, que sujeto y

verdad no son conmensurables entre sí. Son irreductibles y su relación no es de

similitud o de homologación: el sujeto no es portador de la verdad, no la anuncia en

términos salvíficos, ni encarna su revelación, pues ―el sujeto no es conciencia, ni

inconsciencia, de lo verdadero‖. (Badiou, 1999a: 436-437; 1999b: 15). Por otro lado, la

crisis epocal, en que de manera recurrente se sume la verdad, remite justamente a

visibilizar las operaciones y procedimientos que estructuran la verdad social, sabiendo

que esta es ilegal, incalculable y procede del vacío.6 No se trata, entonces, de

resignificar la noción de verdad para expiar las angustias y horrores de una vida, y

juzgar de otro modo las equivocaciones personales que en el límite devinieron en terror

(por ejemplo, la decisión de Camilo Torres de ingresar a la insurgencia). Justamente, la

6
El cierre de la verdad, su clausura —desligándola del orden azaroso de aquello que adviene—, es lo que
la liga a la catástrofe, pues como afirma Badiou, ―todo desastre tiene, en su raíz, una sustancialización de
la Verdad, o sea el pasaje ‗ilegal‘ de la Verdad como operación vacía a la verdad como llegada o
advenimiento en presencia del vacío mismo‖. (2003: 65; 2004: 55).
apuesta tiene que ver con desligar al individuo del proceso de emergencia y circulación

de la verdad.

En esa vía, en vez de oponer unas verdades a otras, señalando diferentes grados de

certeza, recreamos algunos trazos de los procesos que hacen que la verdad tenga una

historia, un proceso de composición y, a su vez, unas formas en que se desestructura; en

suma, se trata de discernir cuáles son las condiciones bajo las cuales ésta puede advenir.

Igualmente, la verdad no recubre la totalidad de lo real, por lo cual no remite a ninguna

idea de plenitud, sino que establece determinadas relaciones e intervenciones sobre lo

real.7 Sabemos, sin embargo, que los lazos entre la verdad y lo real no están signados

por la tranquilidad, pues ―siempre se produce la violencia de un signo que nos obliga a

buscar, que nos arrebata la paz. La verdad no se encuentra por afinidad, ni buena

voluntad, sino que se manifiesta por signos involuntarios‖. (Deleuze, 1970: 25).

En último término, a través de la pregunta ―¿qué ´subjetiva´ al sujeto?‖, nuestro

análisis inquiere por los procedimientos a través de los cuales se subjetiva una época y

las verdades que es capaz de enunciar una sociedad. De esta manera, si lo que destruye

la operación subjetiva es al individuo, a través de un ataque a la idea de identidad o

personalidad del caudillo en el caso de Camilo Torres, la pregunta que surge es acerca

de qué verdad es capaz un sujeto. En otras palabras, ¿cuál es el pasaje abierto por esa

constitución subjetiva?

Para el caso que nos ocupa, con la secularización no estaríamos ante el advenimiento

de la ansiada ―subjetividad moderna‖, anhelo de los diagnósticos que dictaminan

nuestra supuesta insuficiencia colectiva, como signo de rezago ante el avance secular

ofrendado por el progreso. En esa vía, por ejemplo, encontramos la degradación

percibida por algunos sectores intelectuales —parte de los colaboradores de la revista

7
De acuerdo con Badiou, ―la verdad no es ella misma lo real; es el proceso por el que el régimen de lo
real es modificado. Es una activa transformación de lo real, un movimiento de lo real‖. (Manuscrito
inédito de Teoría Axiomática del Sujeto, Notas del curso 1996-1998 citado por Peter Hallward, 2003: 15).
Mito— quienes ante el avance incontenible de ―el hombre común e innumerable‖ se

preguntaban: ―¿Puede alguien sustraerse a la visible e invisible presión que lo

comunitario le impone para que no incomode y no ataque todo el mecanismo social?

¿Puede alguien ser una excepción?‖ (Téllez, 1966a: 86). Por el contrario, nuestro modo

de proceder es disímil a esta proclama de desencanto ante el advenimiento de la masa, y

a la esperanza ante la aparición de ese alguien individual. Es decir, por el contrario,

creemos que puede subjetivarse cualquiera; es algo que le pasa a alguien, algo que nos

pasa.8 Por ello lo que advino no fue lo esperado: antes que un individuo pacificado por

las fuerzas de la socialización liberal, nos enfrentamos a una conmoción en el lazo con

el mundo, promovida por esa composición colectiva que llamamos sujeto.

2. Modos de la ciencia: formas de lo real

Hemos señalado que la idea del sujeto como trayectoria y apertura de un pasaje,

habilita relaciones impensables, quizás imposibles. Por ello, desligamos la labor de

Camilo Torres como cofundador de la Facultad de Sociología en la década de 1960, del

estigma de pionero y propagador del ―positivismo‖ y la ciencia moderna en nuestro

medio (Cfr. Cataño, 1987). De esta manera, entonces, la disputa a nivel del saber no

sólo expresaba una rivalidad entre tendencias intelectuales, escuelas de pensamiento o

confrontación de paradigmas, sino que evidenciaba la conformación misma de la

sociedad como un objeto de conocimiento, cognoscible, apresable por el conocimiento

universitario y ―científico‖. En ese sentido, la pregunta que se abre es justamente,

¿cómo una sociedad se produce a ella misma a través del conocimiento —científico—?

Por eso la inquietud para nosotros gira alrededor de qué mecanismos propició el

―positivismo‖ en ese momento en el país, lejos de entender ese proceso como una

8
―La mayoría, en la medida en que está analíticamente comprendida en el patrón abstracto, nunca es
nadie, siempre es Alguien —Ulises—, mientras que la minoría es el devenir de todo el mundo, su devenir
potencial en tanto que se desvía del modelo‖. (Deleuze y Guattari, 2000:108).
captura ejercida desde la política del desarrollismo sobre el proceso de transformación

radical del orden. La pregunta se instala entonces en las convulsiones de lo real, más

allá de la denuncia de los lazos de complicidad del saber con determinadas políticas. En

relación con la experiencia de Camilo Torres, comenta Orlando Fals Borda:

Al trascender la realidad y pasar al plano de la práctica, su planteamiento

tiende a modificar profundamente el orden de las cosas existentes,

produciendo crisis sociales y personales, induciendo al examen crítico de la

sociedad e impulsando el cambio subversivo. (1967: 152).

Dado que se trata de un análisis de las relaciones en las que se insertó y las que

provocó (no un juicio a lo cosa en sí, a su interior), observando la secuencia

desencadenada, la pregunta queda situada por fuera de la idea de autor que moviliza la

historia de las ciencias (Cfr. Parra, 1993). Cabe anotar, además, que el ingreso de esas

prácticas en dichos análisis retrospectivos señala no tanto el contorno de las mismas

como la unidad del objeto científico, como pasaje necesario para la conformación de

grupos de especialistas operando bajo la soberanía ―científica‖. De esta manera, la

búsqueda de coherencia e inteligibilidad de la razón científica (y su división en escuelas,

objetos, métodos) es ante todo síntoma de la búsqueda de coherencia grupal y de un

posicionamiento del ―intelectual‖ en un lugar socialmente demarcado (Cfr. De Certeau,

1993: 44; Foucault, 2000: 171).

En esa vía, la pregunta por las relaciones nos lleva a desconectar la práctica de la

Facultad de Sociología de la Universidad Nacional del ―positivismo norteamericano‖ —

uno de los ejes que estructuró la dirección de la Facultad, mas no el único— (Cfr.

Sánchez y Zuleta, 2007). Igualmente, nos conduce a un desplazamiento de la función

del pensamiento y sus efectos sociales: la peculiar relación establecida entre el Estado y
el conocimiento en Colombia se había transformado a mediados del siglo XX, en un

momento en el que de acuerdo con el dirigente conservador y profesor universitario

Abel Naranjo Villegas, el Parlamento ya no era ―la academia donde se debatían los

problemas filosóficos de la República‖.

Para Naranjo Villegas, en el siglo XIX ―se movían allí vagamente los espíritus en el

mundo de las definiciones dogmáticas sobre problemas esenciales de la vida social. Lo

concreto no había aparecido con la presión emergente de nuestro siglo‖. (1963: 104). El

desplazamiento aludido, entonces, no se remite al juicio sobre la bondad o la

perversidad de la ―institucionalización‖ de la ciencia en el país o del ―arribo‖ del

momento científico del mismo. Nuevamente, en palabras de este dirigente político,

todo aquello que en el siglo pasado no fue sino preocupación de

especialistas hoy constituye móvil de conducta colectiva. El más humilde de

los ciudadanos presiente cómo puede afectarlo la escasez o abundancia del

crédito porque ya no es una teoría abstracta de economistas sino un hecho

carnal y concreto para despliegue o restricción de su existencia (Ibíd.)

La ―presión emergente de nuestro siglo‖ será entonces el acecho de lo real, de lo

concreto. Estamos entonces frente a lo que Hernando Téllez denominó en ese momento

la pérdida de la distancia, o su abolición, provocando un lamento ante el ocaso de la

fuerza de la singularidad frente al avance ―grotesco‖ de la ―proliferación humana‖, ―sin

ese mínimo de separación, de alejamiento, de perspectiva, entre nosotros y los demás,

entre el Uno y el Otro, parece que varias catástrofes se consuman‖. (1966b: 107). Por

nuestra parte, nos interesa rescatar la transformación en los modos y las prácticas, y no

el escándalo ante el ataque o degradación de la vida interior.


En esta dirección, el pacto entre élites denominado Frente Nacional no tendería,

como ha sido comúnmente nombrado, hacia la pacificación y la unificación, al

domesticar las pasiones políticas e iniciar la ―fase‖ final de la secularización de nuestra

sociedad. Lo que sucedió, a nuestro juicio, no fue el fin de la era ―ideológica‖ atada a la

lucha entre los partidos Liberal y Conservador, sino la agudización de la disputa por la

instauración de lo real. Esta disputa va a poner entonces de presente los contornos de la

multitud y la conmoción de la verdad social. Para problematizar dicha ―instauración‖

polémica encontramos dos vías distintas que constituyen, a su vez, dos modos distintos

de relación entre el presente y el pasado.

La primera de ellas, como vértice de lo que puede denominarse una modernización

―desde arriba‖, planteaba una relación de corte con el pasado. En efecto, los ecos del

esfuerzo por erradicar las persistencias del orden colonial, emergerán nuevamente en la

discusión sobre la conformación y dirección del Estado a mediados del siglo XX. Al

respecto, el sustento de la reforma administrativa del Estado colombiano propuesta en

1961 desde la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP), a la cual estuvo

vinculado Camilo Torres como director del Instituto de Administración Social (IAS),

condensa parte del sentido de la transformación social que se estaba gestando, dentro de

la cual ―la administración es la máxima empresa nacional‖. (Nannetti, 1963a: 13). 9

Como parte del esfuerzo de conversión del ―empleado público‖, vestigio de la

―personalidad del escribano español que trajo y perpetuó Gonzalo Jiménez de Quesada‖,

en sus palabras, ―hasta hoy el agente público no ha tenido misión distinta a la de

entrabar, con increíble destreza, el ejercicio de los derechos ciudadanos‖, por lo cual la

9
El Instituto de Administración Social tenía como función ―la formación y el adiestramiento de los
funcionarios encargados de desarrollar la política social del Estado [la] función de investigación acerca de
los problemas sociales y de las estructuras administrativas llamadas a enfrentarlos‖, la ―preparación del
personal para la Reforma Agraria‖, la capacitación en torno a la ―acción comunal, educación, vivienda,
justicia‖, y ―comenzó por determinar el campo de la administración social, encaminada a combatir los
flagelos de la pobreza, la inseguridad, la ignorancia y a promover el desarrollo social, por la acción
concertada del individuo y el Estado‖. (Nannetti, 1963a: 35-36).
―simplificación y ahorro en los trámites y procesos administrativos significa una

revolución en la vida oficial del país‖. De acuerdo con el documento,

Esta reorganización ataca a fondo los vicios de la actual administración

pública; persigue eliminar fallas que constituyen todo un sistema oficial. La

labor es áspera como quiera que se trata de extirpar la herencia española

acrecentada por la ineptitud y la desidia criollas. La reorganización ordenada

debe erradicar el papeleo, reemplazándolo por la eficacia, o sea preterir la

ignorancia y acoger la técnica. (Sarria, 1961: 18).

La segunda vía consideramos que abre la posibilidad de concebir otro camino para

pensar la relación entre la secularización y la técnica, donde el pasado no funge como

componente equívoco o retardatario. En ese sentido, lo impensable era que al interior de

la intensificación de la socialización desarrollista apareciera algo distinto, de acuerdo

con lo demandado socialmente (es allí donde opera la construcción de otra verdad).

Presenciamos entonces una nueva relación entre la técnica y la política, que Torres

definió como otro modo de relación entre lo ―popular y lo técnico‖, contraria a la idea

de un posible impacto negativo de la técnica sobre el campesinado.10 Antes que a la

puesta en marcha de un ―mecanismo de descristianización‖ del mundo rural, nos

enfrentamos a la cuestión de cómo ―una civilización que atribuía un valor fundamental a

los hechos positivos y a la aplicación de las ciencias a la vida cotidiana, debía,

necesariamente provocar el desarrollo de las técnicas y de la economía‖. (Houtart, 1964:

12).

10
De acuerdo con el sacerdote Gustavo Pérez, del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS), en
Colombia la relación del campesino con la técnica se basa en ―una fe ingenua. El contacto dirigido por los
que somos responsables de la realización de la Doctrina Social de la Iglesia podrá canalizar
constructivamente la riqueza espiritual de nuestros campesinos y evitar que el contacto con la técnica
inicie un mecanismo de descristianización y cambios negativos en el comportamiento religioso‖. (S/F: 9).
Lo anterior va aparejado con la puesta en relación del ―positivismo‖ con las

transformaciones de la universidad y las políticas estatales. En ese encuentro, la ciencia

deja de ser simplemente una práctica de cognición, auscultamiento, descripción

exhaustiva o revelación de los fenómenos sociales, y a su vez las políticas del Estado,

simples mecanismos de dominio o contención. Seguimos entonces una lógica inversa,

referida a cómo la práctica efectuada desde el positivismo permitió en gran medida

articular la problemática del desarrollo con la posibilidad de la revolución, agenciada

desde el ámbito universitario al perturbar los usos sociales asignados al conocimiento.

En esa medida, lo que se abre con el nombrado fin de la era ―ideológica‖ ligada a las

pasiones partidistas liberal y conservadora, es la posibilidad de la destrucción de lo

existente a partir de la producción de otra verdad, es decir, de la modificación de lo real.

En esa vía, desconocer las conclusiones sustentadas en datos empíricos arrojados

desde las práctica positivista, conduce, de acuerdo con Torres, a una postura

―anticientífica‖ que no remite sólo a una falta de rigor o a una operación intelectual

inadecuada. Dado el lugar social ocupado por la ciencia, lo anterior implicaba para el

sacerdote una actitud ―antipatriótica‖ y de ―traición‖ por parte de la élite (1961). Por

esta vía, entra en debate el carácter moral de la técnica; de esta manera, y llevando al

límite el argumento, el orden será considerado objetivamente injusto. El mecanismo de

la objetividad se construye entonces socialmente, no en la mente del científico, y

emerge del vínculo entre la ―ciencia y lo popular‖. De esta manera, se le arrebata a la

ciencia la potestad sobre la verdad, se desata su vínculo íntimo con ésta, para así

desprivatizarse.

Consideramos entonces que parte de lo que generó este diagnóstico fue una serie de

efectos hasta cierto punto impredecibles, propiciando otros modos de hacer. Para

discutir brevemente esto, recurrimos a un momento de cruce entre la gestión del Estado
y las prácticas del conocimiento vigentes en esa época, a través de la puesta en marcha

en 1957 del programa de Acción Comunal. Éste contó con la participación decisiva de la

Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, especialmente de Orlando Fals

Borda y Camilo Torres desde la dirección del Instituto de Acción Social (IAS) de la

Escuela Superior de Administración Pública (ESAP). Es decir, un experimento peculiar

de convergencia entre las ciencias sociales y las prácticas estatales a través de la ESAP,

―establecimiento público de carácter universitario‖ en el cual se abogaba porque en la

―enseñanza de las Ciencias Administrativas —especialmente la ‗formación‘ de los

nuevos funcionarios— debe aplicarse, en general, la metodología de las ciencias

sociales‖. (Nannetti, 1963a: 55, 56).

Proponemos entonces otra mirada sobre la Acción Comunal, programa desplegado a

nivel de todo el continente, a saber, un conjunto de cruces que conformaron un campo

en el que se disputaban otro tipo de relaciones entre la técnica, el conocimiento y la

política, y no tanto (o por lo menos no sólo) una estrategia de contención ante el

―avance materialista del comunismo‖. En ese sentido, la praxis desplegada a través de la

conjunción entre política estatal y usos novedosos del conocimiento, llevó al límite las

posibilidades y capacidades del Estado, y no tanto a una exasperación individual o una

congoja moral ante la imposibilidad de la acción individual (como suele ser presentado

en distintas versiones biográficas sobre Camilo Torres, su ―agotamiento‖ frente a la

imposibilidad de actuar desde el ―interior‖ del Estado como funcionario).

De esta manera, entonces, es posible interpretar ese proceso de la Acción Comunal

por fuera del encuadre de la instrumentalización, que habría operado, de acuerdo con la

interpretación dominante, en dos direcciones: desde el Estado hacia la población

(contención, pacificación), o desde la población sobre el mecanismo estatal (perversión


en su uso, subordinación a la dirección de la insurgencia). 11 Sin embargo, creemos que

es posible plantear otra lectura, a contravía de propuestas nostálgicas, con respecto a las

transformaciones operadas a nivel del sujeto. Nos interesa mirar los efectos de la Acción

Comunal, no como imposición externa (elitista, imperialista), sino como un mecanismo

de producción colectiva que propició otro modo de conformación estatal, entendiendo

que el Estado es un proceso multitudinario, un conjunto de prácticas, y no una

institución. En ese sentido, la cuestión no es simplemente la evaluación de la

modernización, institucionalización o ―culminación‖ del Estado, sino más bien el

análisis de una mezcla anómala de conocimiento y política —la Acción Comunal—,

como parte de las prácticas que conforman aquello que se unifica y se nombra como

Estado.

Consideramos que el proyecto de doblegamiento de la ira irracional, el dominio

razonable de las pasiones, revela entonces su reverso, ya no sólo como el proceso a

través del cual emerge la conciencia y la ―ilusión privada‖ del yo, entendido como el

―arribo‖ de la modernidad. En efecto, desde esta postura el punto no era suprimir el

vestigio colonial, sino establecer otra relación con lo antiguo, sin considerarlo como

atávico. Conectada con procesos ancestrales de formación de lo común, se abre una

conexión impensable. De acuerdo con uno de los primeros estudios de la Facultad de

Sociología de la Universidad Nacional (1958-1961), formulados a partir de estudios de

caso,

El principio de la autonomía, que es básico en el desarrollo comunal,

implica el reconocimiento de talentos y fuerzas en el conjunto del pueblo que

por regla general han sido ignorados por las clases dominantes. Para la élite,

11
Ver cómo en la época ―esa inmensa mayoría de gentes que va significada en la expresión ‗todo el
mundo‘, le fascinan las ceremonias y los placeres colectivos, los festivales comunitarios, las paradas y
desfiles populares, los bailes y regocijos multitudinarios que el Estado, la Comunidad, el Partido, la
Asociación, el Sindicato, etc., organizan para mostrar la presencia amenazante de la masa‖. (Téllez,
1966a: 85-86). Entre las lecturas contemporáneas que proponen esta visión, ver Archila (2003) y
Camacho Guizado (1998).
el pueblo no ha sido sino un grupo heterogéneo de personas ignorantes y

miserables, merecedoras de su suerte como siervos de la gleba, a quienes hay

que señalar la vía y conducirlos con acémilas en recua. Muchas personas en

potestad conservan para la clase campesina la misma idea y colonial actitud,

en el sentido de que ella se compone de indios, infantes en la fe y la

civilización (…) Por fortuna ya se ha acumulado suficiente evidencia que

señala que tales ideas sobre la ignorancia y la estulticia de los campesinos

son infundadas y que en realidad constituyen prejuicios. (Fals Borda y otros,

1960: III).

Esto nos lleva de nuevo a la discusión en torno al legado colonial y sus jerarquías,

referida a las posibilidades del desarrollo y a las relaciones entre conocimiento y

sociedad (Naciones Unidas, 1966: 3-5; Desarrollo, Archivo ESAP-IAS, S/F; Bernal,

1959: 56). En efecto,

Este proceso es particularmente importante en países como los

latinoamericanos en donde las estructuras y las instituciones han sido

importadas de la llamada civilización occidental, a través de clases

minoritarias y privilegiadas que han prolongado el sistema colonialista, sin

hacer trascender los elementos culturales que poseen a la masa de la

población. Las instituciones llamadas democráticas han sido asimiladas por

esta clase, pero se encuentran falseadas por no haber sido asimiladas por las

mayorías. (1963a: 132).

En efecto, asistimos entonces, no tanto al simple usufructo de unos beneficios, o de

una apropiación del ―progreso‖ ante la diseminación de la socialización o la

implementación de una política estatal, sino a la expresión de una reconfiguración en la

composición de las fuerzas sociales, por fuera incluso de la directriz comunista. A la


sentencia de Lenin según la cual, ―las masas están divididas en clases, las clases son

representadas por partidos y los partidos son dirigidos por jefes‖, responde Torres:

Creo que la democracia de tipo popular, de tipo socialista ha sido

frustrada por muchas razones pero fundamentalmente por el principio que

introdujo Lenin a la teoría revolucionaria de la revolución por la elite. Lenin

sostiene que la revolución no la puede hacer la masa, que la revolución la

tiene que hacer un grupo de personas que hayan comprendido el sentido de la

historia, dentro de las cuales puede haber burgueses que se hayan librado de

sus prejuicios de clase, puede haber muchos idiotas útiles, como él los llama,

que también colaboren a esa revolución, pero que de todas maneras tiene que

ser una revolución hecha por la elite. (1963d: 280).

En este proceso de las Juntas de Acción Comunal, entonces, la racionalización no

procede únicamente de una técnica gestada y desplegada desde la institución. De este

modo, simultáneamente se abría otra vía de ampliación y pluralidad del Estado desde

abajo, no el simple asalto, el usufructo o la toma de este. Por el contrario, asistimos a un

proceso donde se deviene Estado.

Ellas tienden, por su misma esencia, a formar grupos de presión que de

abajo hacia arriba democratizarán las diversas instituciones. Entre ellas la

Administración Pública, gracias a la presión de base, tendrá que

racionalizarse con objetivos que satisfagan cada vez más a las mayorías

(Ibid.)

El problema, entonces, no es la implementación de otro modelo de desarrollo, o el

papel fundamental o irrelevante del Estado en la modernización. El Estado, siguiendo a

Badiou, es el estado de la situación, de lo dado. La excepción, entonces, como instante


de una secuencia más larga, no es el caudillo: la excepción es el sujeto, colectivo,

multitudinario. Y dado que el Estado no es algo exterior o trascendente, destruir el

Estado —sobre ello volveremos al final del texto— significa no el fin de un aparato,

sino el final del individuo.

3. Positivismo, tradicionalismo y “espiritualización de la política”

Honrar la ciencia es, para los cristianos, casi un acto de religión.

En los tiempos actuales es la forma más noble de apostolado

Cardenal Desiderio Mercier Universidad de Lovaina (1894)

Las relaciones entre lo técnico y lo popular, se vieron así mismo dinamizadas por un

componente que, de acuerdo con el prejuicio convencional, obstaculizaba o atenuaba el

proceso de secularización, la religión, debido a la oposición ―irreductible‖ que se ha

promulgado entre ciencia y fe. Sin embargo, es posible analizar en posturas disímiles a

la anterior convención, no unas voces críticas o en desacuerdo, sino una operación de

saber que permite incrustar la experiencia de Camilo Torres en el proceso global de

transformación del catolicismo en el siglo XX. De esta manera, se marca un segundo

desplazamiento, que opera igualmente a nivel de lo real, y sitúa la cuestión religiosa por

fuera de la mistificación, el enmascaramiento o el engaño, es decir, por fuera de la

instancia ideológica.

Para darle curso a esa inquietud, abordaremos entonces la articulación de la cuestión

religiosa con las transformaciones técnicas y los modos de conocimiento de la época,

pasaje dentro del cual se inscribe la experiencia de Camilo Torres. Para dar cuenta de

esa articulación, seguimos inicialmente la indicación de Jacques Maritain, intelectual

francés designado por el Concilio Vaticano II como portavoz del mensaje a los
intelectuales. Justamente en su libro de 1957, titulado América, y en sintonía con

propuestas como la de León Bloy y Emmanuel Mounier que promovían una ―nueva

cristiandad‖, no ―ya sacra sino profana‖, de cara a la revolución técnica ―moderna‖,

comenta:

en el último análisis, nuestra apreciación de un país o de un pueblo tiene

que ver con el conocimiento del individuo, de lo singular, de esa inmensa

personalidad colectiva que es un pueblo, con su historia, sus costumbres, su

psique común. Y lo más importante en el conocimiento de lo singular es lo

que no puede ser demostrado, y que depende de un tipo de experiencia y

percepción tan arraigado en instancias individuales, en relaciones de persona

a persona, que las conclusiones en que se expresa no pueden explicarse ni

probarse con nociones universales o con la disquisición racional. (1957: 20).

En efecto, como veremos, encontramos por un lado una imbricación entre el proceso

de modernización y la relocalización de la creencia religiosa, redefiniendo lo

especulativo y lo empírico; y por el otro, nuevamente, una peculiar relación con el

pasado. No es simplemente un asalto del cristianismo al ámbito del conocimiento

científico, o una desacralización incompleta o inadecuada. En ese sentido, el fin de lo

especulativo no suponía a) un deslinde definitivo con la cuestión religiosa —la pérdida

de la creencia—, ni b) una supresión del legado colonial. Tendremos, por el contrario,

una ambivalencia constante en las relaciones entre ciencia y tradición, por un lado, y

entre creencia y política radical por el otro. Es decir, ponemos en duda el ansia secular,

y en el extremo, la ilusión del científico de pensar sin salvar —sobre todo, su

apropiación de los prestigios que concede el escindir ambos términos—.

Retomamos entonces la función del conocimiento. Para ello, evocamos la

presentación hecha por Jaime Jaramillo Uribe en un ciclo de conferencias en


universidades europeas en 1956, en torno a la ―orientación cultural de Hispanoamérica‖.

A partir de la polémica entre el positivismo y el tradicionalismo, lo que presentaba

Jaramillo, artífice según algunos comentaristas de la cristalización de la historiografía

―moderna‖ y su profesionalización en Colombia, era una valoración acerca del pasado.

Para él, ―si América no quiere entrar en contradicción consigo misma, su cultura no

podrá tener otra forma que la hispano-cristiana-occidental‖ (1994 [1957]: 71), pues ―la

tradición española está hecha de valores excelsos, y, además, es la nuestra‖. (65).

La gran prueba a que está siendo sometida Hispanoamérica en este

momento decisivo de su historia (…) y en la que habrá de probarse su genio

cultural, consiste en la tarea de asimilar los valores técnicos e instrumentales

de la cultura occidental que parecen ser indispensables en el mundo moderno,

conservando su núcleo espiritual [la ―forma hispano-cristiana-occidental‖]

como para imponerles su forma a los nuevos elementos que han comenzado a

operar en su historia. (71).

Para nosotros, lo anterior no constituye la opinión de un autor, sino un signo de las

transformaciones del mecanismo ilustrado de conocimiento del pasado, pues

nuevamente estamos frente a las formas en que una sociedad se produce a través de los

modos en que conoce y a las alianzas entre ciencia, técnica y tradición, en pleno auge

del positivismo. Paralelo a lo anterior, nos desplazamos hacia la discusión de la aparente

firmeza de la relación entre el positivismo y el materialismo por oposición a lo

espiritual: a contravía de esta aparente consistencia, encontramos el positivismo

entendido en gran parte de la tradición latinoamericana como ―la santa unión entre el

amor y la ciencia‖, cercano a la idea de un ―cristianismo racional‖ e ―intramundano‖.

(Cfr. Arciniegas, 2004 [1965]; Zea, 1980). De acuerdo con Rafael Gutiérrez-Girardot,
el positivismo no fue simple ‗materialismo‘, como se lo juzgó, sino una

nueva teología intramundana con una jerarquía eclesial y hasta el culto de

una Virgen (Clotilde de Vaux). Y aunque en Latinoamérica la mayoría de los

positivistas rechazó la fase religiosa de Comte, la moral que predicaron los

positivistas de toda especie fue una moral que correspondía a la teología

intramundana (2004 [1983]: 78).12

Así mismo, en otro nivel, a nuestro juicio la religión entra entonces en la

conformación de lo real, pues no simplemente nos referimos a un enfoque en la disputa

entre lo confesional y lo secular, sino al carácter moral o inmoral de la técnica, y en

determinadas versiones, al ―estatus ético del acto político‖. En esa vía, Orlando Fals

Borda, obispo presbiteriano que será considerado dentro de la historia de las ciencias

como uno de los ―pioneros‖ del pensamiento secular en nuestro país, afirmaba en un

encuentro convocado por la ESAP en 1963, lo siguiente:

Y por eso mismo, la creación y extensión de aquella mística de servicio y

la promulgación del propósito nacional podrían ser otra tarea básica de

Institutos de Administración Pública. Por supuesto, tal mística requiere una

ética básica, y la crisis religiosa actual no nos permite ser muy optimistas al

respecto. Sin embargo, de la Iglesia renovada podría venir el necesario

refuerzo en tarea tan creadora como fructífera. (1963: 53-54).

De esta manera, entonces, indagamos por una operación que suscitaba otro tipo de

relaciones entre la religión, el materialismo y el positivismo, incitando otro modo de lo

laico (―el amor tiene que ser eficaz‖, afirmará Torres). La comunicación enviada por

12
En otro momento, Gutiérrez-Girardot insistirá: ―Pero el krausismo y el positivismo que se desarrollaron
en los países hispanos, acentuaron el carácter eclesial y religioso que había en ellos, y al cabo, sus más
destacadas figuras, como Julián Sanz del Río en España, o los hermanos Lagarrigue en Chile, resultaron
nuevas versiones de San Francisco de Asís‖. (1997: 33).
Camilo Torres al Primer Seminario Colombiano de Capellanes Universitarios,

realizado en diciembre de 1956 con el fin de aportar ―para lograr la reforma educativa

en la Universidad desde el punto de vista religioso‖, apuntaba en esa dirección (Cfr.

Fondo Universitario: 103).

Por revelación sabemos que el máximo mandamiento es el de la caridad

de Dios y al prójimo. Sabemos también que es tentación de Dios el querer

lograr un fin sin poner los medios más apropiados para obtenerlo. Ahora

bien: la caridad es servicio. Y el medio más apropiado para servir es la

ciencia (…) La ciencia no se puede concebir sino como servicio del hombre y

de Dios, a través del hombre. (Torres, 1957: 73).

De este modo, el forzamiento del orden de lo posible se puede analizar sin

desconectar la relación entre lo religioso y la ruptura de lo dado. Si lo que se religa

justamente es la política con la religión, se abre la pregunta por las relaciones del

catolicismo con el cuerpo social, y por ende, con lo laico, a la luz de la relación entre lo

nuevo y lo viejo, la irrupción y la tradición. Para ello, retomamos aquí la inquietud

planteada por el sacerdote jesuita Michel de Certeau en 1969, con respecto al lugar del

cristianismo de cara a las transformaciones de la época ―moderna‖:

Si el sentido de la crisis actual de las autoridades es ser un movimiento

relativo a la liquidación de lo que queda de ‗cristiandad‘ en las

representaciones colectivas, ¿cómo el cristianismo no se vería aquejado por

la evolución que desinfectaría poco a poco a los grupos de sus residuos de

almas o valores? ¿Cómo no tendría puntos de contacto también con las

resistencias provisionales —líricas, proféticas, dogmáticas o contestatarias—

que provoca ese proceso? (2006 [1969]: 98)


Positivismo, materialismo y fe se ligaban entonces, de manera tal vez inesperada

para un pensamiento que mantiene una oposición entre religión y Estado, y que analiza

experiencias como las de Torres en términos de drama individual o de historia de las

instituciones (en este caso la Iglesia). A contravía de esto, consideramos que las

transformaciones inscritas en la experiencia del sacerdote revolucionario se ven

acompasadas por transformaciones fundamentales de la religión en relación con la

técnica, lo material y el orden económico. En ese sentido, la eficacia de la técnica tiene

su parangón en la eficacia del ―amor‖ cristiano, de cuya conjunción se producirá en gran

medida la radicalización de la acción política de diversos sectores cristianos en

Colombia y el continente. Como ejemplo, desde nuestra postura y en concordancia con

la distinción entre individuo y sujeto, se abre la senda para reubicar un hecho

―anecdótico‖ relatado en sus biografías: su intento de ingresar al Seminario de la Orden

Dominica.

Esta proximidad ha sido retratada en gran parte como expresión psicológica (y

patológica) de la dependencia de Camilo Torres hacia las autoridades familiares, como

signo de su conservadurismo. (Cfr. Mesa, 2002). Desde nuestro análisis, lo anterior no

sería simplemente una escogencia personal llena de tribulaciones, como parte del

padecimiento del individuo al interior de la socialización, o la respuesta a un ―llamado‖.

Por el contrario, lo que es inquietante, por fuera de una ―vocación‖, es la manera en que

puede relacionarse esta cercanía con expresiones laicas de organización colectiva y,

sobre todo, con el proceso del corporativismo de la Iglesia Católica en el país, y el lugar

del neotomismo durante la convulsión secularizante global. 13

En suma, antes que un simple juicio evocando el ―oscurantismo‖ de la restauración

neotomista, ante la que se escandalizan diversos pensadores de nuestro país, valdría la

13
Para un amplio y crítico desarrollo de este tópico, ver los trabajos de Óscar Saldarriaga, especialmente
su tesis doctoral en torno a la apropiación del neotomismo en Colombia. (2005, 2007).
pena explorar esta veta, difundida en Colombia por el Grupo Testimonio, que tendrá

relación directa con los diferentes cursos tomados posteriormente en nuestro país por

los movimientos inscritos en los ecos del Concilio Vaticano II y la corriente teológica

latinoamericana de la liberación. Lugar especial tiene el colectivo eclesial disidente

Golconda, instalado en las posibilidades abiertas por la experiencia de Camilo Torres,

como apuesta de otros usos del conocimiento y modos políticos radicales, disidentes

frente a las prácticas comunistas.

Lo anterior, sin embargo, puede ser leído no como un retorno al medievalismo, sino

como una diagonal situada en el entre de dualismos, donde el antagonismo entre lo ideal

y lo material, la razón y la creencia, se debilita y se desplaza. Ni comunismo ni

liberalismo, llegamos de este modo a una conexión inesperada: tal como lo expresa

William James, ―en este punto empieza a aparecer mi solución (…) Ofrezco este

extraño nombre del pragmatismo como una filosofía que puede satisfacer ambos tipos

de exigencias. Puede permanecer religioso como los racionalismos y, al mismo tiempo,

como los empirismos, puede preservar la intimidad con los hechos‖. (1975: 23).

Por otro lado, el ocaso de lo especulativo no producirá tan sólo la emergencia de la

ciencia ―moderna‖ en el país, sino la agudización en torno a la disputa de lo real. A

partir de la crítica a la idea de especulación, se establecen entonces otras relaciones

entre el conocimiento científico y teológico. Desde esta otra disposición ante lo real, la

crítica a la especulación se extenderá al ámbito de la teología, tal como lo señaló el

sacerdote Francois Houtart, tutor de Camilo Torres en la Universidad de Lovaina en

Bélgica, en su estudio sobre ―El Desarrollo en América Latina‖:

Será preciso, además, unir a esta reflexión teológica el aporte de la

sociología y la psicología, con el objetivo de evitar que ciertas formas válidas

tan sólo en un determinado contexto sean simplemente copiadas en otro. He


aquí la razón por la cual la reflexión teológica sobre la pastoral no puede ser

hecha sino en función de la situación del Continente. Esta teología no puede

ser puramente especulativa; está obligada a tomar en consideración las

situaciones concretas. (1964: 56)

Así, por ejemplo, el vital Estudio sobre las condiciones del Desarrollo de Colombia

(1955-1956), de la Misión Economía y Humanismo, coordinada por el sacerdote

dominico (tomista) Louis Joseph Lebret, que de acuerdo con la presentación hecha por

el gobierno colombiano ―constituye la máxima obra realizada por el Comité Nacional de

Planeación en su esfuerzo de coadyuvar al desarrollo económico y social del país‖, se

expresaba en los siguientes términos:

La revolución necesaria en Colombia está por efectuarse en la voluntad y

en el espíritu de los jóvenes que se han beneficiado de la iniciación de la

cultura. Si no sustituyen la ambición de llegar por la pasión de servir, la

aproximación por la exactitud, la improvisación por la decisión que resulta de

un largo análisis, la disputa verbal por la discusión positiva, la oposición

partidista por la unión en torno a las finalidades constructivas que se deben

obtener, nos parece que Colombia no estará a la altura de su destino. (Lebret,

1958: 11).

En esa vía, a la luz de los desplazamientos del catolicismo en el campo social, la

relación entre técnica y religión dejaba de entenderse en términos de exterioridad, a

través de la capacidad de propagación de los beneficios materiales a las mayorías.

Joseph Cardjin, asistente eclesiástico general de la Juventud Obrera Católica, J.O.C,

afirmaba en su declaración al Primer Congreso Mundial del Apostolado Seglar en 1950,


publicada en la Revista Testimonio:

Los progresos de la ciencia y de la técnica, lejos de oponerse a este

régimen de amor y gloria, permiten hoy en día, a la letra, llevar el mensaje y

asegurar su realización en todos los pueblos hasta los últimos confines de la

tierra. Esos progresos son y deben ser medios poderosos del apostolado

misionero, mensajeros y realizadores del plan del amor de Dios. (1951: 72).

Años después del entusiasmo y la expectativa en la práctica científica, el panorama

era distinto. En efecto, para finales de la década ya no es un problema de refinamiento

en el diagnóstico o de saturación del modelo positivista sino de nuevo, y como vimos

anteriormente, su relación con otras fuerzas, con otras relaciones. En esa vía, lejos de

una transformación intelectual del individuo que conoce, ya que el problema es la

inmoralidad de las condiciones materiales. Para 1957, de acuerdo con Louis Joseph

Lebret, y circunscrito en el debate sobre del subdesarrollo,

La tarea primordial de Economía y Humanismo no es la de poner al día

métodos de análisis para percibir las necesidades de la humanidad miserable

y las posibilidades de responder a ellas, aunque tal sea nuestra definición

aparente. La tarea primordial de Economía y Humanismo es abrir la

humanidad al amor inteligente y eficaz. Nuestra búsqueda y nuestra acción

no tiene valor y alcance sino en la medida en que se originan en el amor y en

que contribuyen a crear las condiciones para el ejercicio del amor. (1957: 43).

En ese sentido, el capitalismo no sólo es ―inhumano‖, sino que deja traslucir y

finalmente provoca otro tipo de relación entre Dios y el hombre, a partir del escándalo

del ― ‗silencio‘ de Dios ante el sufrimiento del hombre‖. En el momento en que Dios
pasa de juez a adversario (Negri), se promueve un trastocamiento del juego de

dualidades vigentes (carne y espíritu, materia e idea), que va a repercutir en las

relaciones entre sociedad y religión, a la luz de la pregunta moral por la periferia y el

margen. De lo que se trata entonces es de la búsqueda de un modo secular capaz de

poner en relación el materialismo y la teología, la carne y el alma (―el amor tiene que

ser eficaz‖). Para la década del sesenta, en Colombia se lee en el Periódico Frente

Unido del movimiento de Camilo Torres:

¿Se opone realmente el desarrollo material, democrático y justo —capaz

de implantar un sistema social en donde el triunfo de uno no implique la

muerte o la miseria de mil— a la plenitud espiritual de los miembros de la

sociedad? La concepción cristiana de Camilo Torres no opone el desarrollo

material al espiritual, siempre y cuando este desarrollo material no se base en

la explotación inmisericorde de una mayoría trabajadora por una minoría

parasitaria. (―Frente Unido‖, 1965: 4-5).

Como se sabe, uno de los intentos de darle curso a la pregunta teológica acerca del

mal (―si Dios existe, ¿de dónde proviene el mal? Si hay mal, ¿por qué existe Dios?‖),

terminó por ligar en América Latina cristianismo y violencia, ante la insoportable

situación del presente. Desde declaraciones del Consejo Episcopal Latinoamericano

(Celam) y del colectivo eclesial disidente Golconda, hasta la Teología de la Liberación

del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, a partir de la segunda mitad de la década del

sesenta, la violencia empieza a ser cuestionada como exclusiva potestad del Estado,

como ejercicio ―digno‖ solamente en cuanto ejercido desde la ley. La posibilidad de la

violencia, de esta manera, no se encuentra en exterioridad con respecto al sujeto, pero

tampoco es una práctica indigna de quien no gobierna o codificable por la ley en


14
términos ilícitos cuando es ejercida desde el afuera. Sabemos, desde Foucault, que la

ley es simplemente una suma de ilegalismos.

4. Mesianismo y violencia: la destrucción de lo existente

Lo principal en el Catolicismo es el amor al prójimo. Este amor para que sea

verdadero tiene que buscar la eficacia (…) si la beneficencia, la limosna, lo que se

ha llamado la ‗caridad‘ no alcanza a dar de comer a la mayoría de hambrientos, ni a

vestir a la mayoría de los desnudos, ni a enseñar a la mayoría de los que no saben,

tenemos que buscar medios eficaces para las mayorías. Esos medios no los van a

buscar las minorías privilegiadas que tienen el poder, porque generalmente esos

medios eficaces obligan a las minorías a sacrificar sus privilegios (…) Es necesario,

entonces quitarles el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías

pobres. (―Mensaje a los cristianos‖, 1965: 3).

Como puede suponerse, posiciones como ésta darán lugar a interpretaciones sobre

Camilo Torres como un emisario de la verdad, que anuda la trasformación radical de las

condiciones materiales a una proclama de síntesis y reconciliación: la llegada del

Mesías. Desde el prejuicio liberal de la secularización, la mezcla impura de cristianismo

y revolución será entendida como la tentación mesiánica de recrear el reino de Dios

sobre la tierra. Signo de la mistificación, de una secularización deformada, esta alianza

será presentada como un anuncio dogmático, oculto bajo el velo de la redención;

además, se mostrará como un sacrificio necesario en aras de alcanzar la verdad. Sin

embargo, cabe recordar que esta distorsión ―inscrita‖ en la creencia religiosa obedece tal

vez a otras coordenadas, inversas: si ―la religión provee una imagen invertida del

mundo, es porque el mundo como tal está invertido‖.

14
Al respecto ver las reflexiones del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez sobre la praxis teológica que
―permite plantearse los complejos problemas de la contraviolencia sin caer en una moral de dos pesos y
dos medidas, que pretende que la violencia es aceptable cuando la utiliza el opresor para mantener el
‗orden‘, y es mala cuando los oprimidos apelan a ella para cambiarlo‖. (1972: 150).
La cercanía a lo salvífico, de acuerdo con comentaristas de distintas épocas,

conducirá a la liquidación de la apuesta de Torres y le imprimirá el carácter de

desviación o corrupción, en resumen, el sino trágico de las utopías que conduce al terror

(Cfr. Archila: 2003; Pizarro: 1995; De la Roche: 1994). Por el contrario, antes que

evaluar la convulsión social vivida durante ese período histórico como un éxtasis que se

desvaneció o un entusiasmo fallido, nos interesa mirar hasta qué punto la experiencia de

Camilo Torres posibilitó poner en discusión las reglas de transformación de lo real, al

poner en cuestión el valor asignado colectivamente a la verdad. En efecto, nuestra

lectura es divergente con respecto a aquella que, a través del juicio retrospectivo a los

procesos políticos radicales, propone a Camilo Torres como un ―apóstol desolado‖.

En ese sentido, como vimos, nos encontramos lejos de una verdad anunciada por un

sujeto, pues precisamente ésta se encuentra descentrada de su pronunciación subjetiva.

Así mismo, nos hallamos lejos de una idea de sacrificio, de un alma en ruinas, una

escatología que pretende consumar el mártir, o de un llamado de devoción. Lo

definitivo entonces no es que haya existido ―alguien‖, el individuo bajo el nombre

Camilo Torres, susceptible de veneración. De esta manera, no hay entonces elegido o

llamado; tampoco lugar para la arrogancia del yo, lo grotesco de su soberanía o el valor

de su voz y testimonio.

La declaración no tendrá más fuerza que lo que declara, y no pretenderá

convencer por los prestigios del cálculo profético, de la excepción milagrosa,

o de la inefable revelación interior. No es la singularidad del sujeto lo que

hace valer lo que dice, es lo que dice lo que fundamenta la singularidad del

sujeto. (Badiou, 1999b: 57).


El sujeto es, entonces, una irrupción colectiva, mas no una fusión del ―yo‖ en el todo,

distanciándose así del arribo temido por parte de la crítica de la época con respecto al

advenimiento de ―todo el mundo‖, que

acomoda sin fastidio ni protesta su conducta personal y condiciona sus

satisfacciones y deseos a una cierta regla comunizadora y niveladora que lo

va transformando, inconscientemente, en una dócil parcela de la totalidad

social y va limándole los perfiles de una singularidad que pudiera haberse

afirmado en otras condiciones. (Téllez, 1966a: 85).

Si el fin del individuo marca la aparición del sujeto, no se trata entonces de retratar el

brillo y posterior ocaso de un líder, pues se excede cualquier pretensión individual de

apropiación, de plenitud. En ese sentido, el ingreso de Camilo Torres a la guerrilla del

ELN deja de ser —en nuestra lectura— un sacrificio o una inmolación, como sugiere la

interpretación mayoritaria: como si el caudillo se ofreciera en sacrificio a su pueblo,

manteniendo además el estigma de un pueblo que siempre está a la espera del

advenimiento redentor de un individuo, cumpliendo así la anhelada vindicación del

oprimido.

Al contrario, la figura del Mesías implica el estallido de la unidad y la verdad,

descentrada de su pronunciación subjetiva o su captura cognitiva por parte de algún

individuo, no muere con el sacrificio de nadie pues no es apresable. Tal como se

expresaba en uno de los documentos del colectivo Golconda, por fuera de cualquier

idolatría la ―conversión‖ se efectúa ―cuando dejamos de actuar, de vivir, de pensar

como un yo, para hacerlo como un nosotros‖. (García et al., 1969: 3). La unidad que

perece, entonces, es el yo, al efectuarse una operación de subjetividad —no una simple
claudicación ante la ―masa‖—, que recuerda el inquietante lema cristiano: ―No sin ti, no

permitas que me separe de ti. Permíteme ser de los tuyos‖.

La pregunta es si aquello que puede surgir sería una experiencia ―fanática‖,

cristalizada en figuras retardatarias o atávicas, o más bien formas insumisas del sujeto.

Distantes de la discusión en torno a la existencia de ―subjetividades reaccionarias‖. Es

necesario anotar, de entrada, que el sujeto no comanda la dirección del mundo; de lo

que se trata es, justamente, de la problematización de la relación del sujeto con el

mundo.15 Si la operación subjetiva descrita suscita el religamiento entre los ámbitos

político y religioso, nos enfrentamos entonces a las tesis que abogan por un proceso de

inevitable e irresistible escisión. ¿Se trata de formas seculares o de formas religiosas de

la revuelta? O es simplemente ¿una escatología secularizada?, ¿la reactivación del

milenarismo?

Como se ha visto, la escritura a la luz de la articulación entre sujeto y verdad se

instala en el afuera de la gramática convencional de la secularización. De esta manera,

el desgarramiento que supone la emergencia de la novedad y su relación con el ocaso de

lo antiguo, permite desde nuestra lectura entender la ruptura no como una simple

reacción a la moralización secular, sino como un trastocamiento de las relaciones entre

política y teología. A su vez, el ejercicio de religar política y religión por fuera de la

obsesión salvífica, implica a su vez otro posicionamiento frente a las ―bondades‖ del

progreso ofrendado por la secularización liberal.

En esa medida, en la idea de rebasar la visión caudillista de Torres, la encarnación

salvífica de la ley de la historia puede ser confrontada, paradójicamente, desde parte del

pensamiento crítico del siglo XX que discurre sobre el tópico del mesianismo (en parte

15
Con respecto a las otras figuras subjetivas, comenta Badiou que ―la teoría del sujeto es unilateral, en la
medida en que identifica de manera absoluta ‗sujeto‘ y ‗sujeto de una verdad‘ en la dimensión positiva de
esta identificación. Pero es evidente que en una secuencia post-acontecimiento surgen nuevas formas
subjetivas reactivas (…) abriendo un espacio subjetivo que se puebla de figuras posibles‖. (Badiou,
1999a: 7).
cercana al judaísmo). Distanciada de la posibilidad de prever o anticipar la cesura (no

existe oráculo posible), la idea de mesianismo se encuentra lejos de cualquier

consumación: es la afirmación referente a que ―el mesías —de acuerdo con Walter

Benjamin— rompe la historia, el Mesías no aparece al final de un desarrollo‖. El mesías

es ruptura, escisión e interrupción, no cumplimiento.

Es decir, el mesianismo no es una encarnación; es una lógica o un dispositivo

(Negri), que perturba la conformación de lo existente, que opera por separación, aquí y

ahora: no está atado a lo utópico o lo ideológico, sino a la pasión de lo real que

mencionábamos al comienzo del texto.16 Nuevamente, no estamos en el terreno de la

superstición o la fantasía: si acordamos que ―lo real no es lo que junta, sino lo que

separa‖, si ―lo que acontece es lo que desune‖, el sujeto, en este sentido, materializa la

inconsistencia, mas no encarna una identidad. Incluso, a la par de una crítica del

mesianismo, proponemos otra lectura de los signos del misticismo expuestos en dicha

experiencia, una vez se destituye la idea de una teología negativa de carácter íntimo y

ascético.

En esa dirección, lejos del entendimiento sociológico y del valor liberal, que

entienden la religión en su dimensión ―confesional‖, o como un ―hecho‖, la llamada

secularización se presenta como:

acontecimiento apocalíptico. No ciertamente en su sentido bíblico de

juicio final, sino en su sentido intramundano: el juicio final tiene lugar en el

mundo y no conduce a un más allá, es un apocalipsis inmanente, sin tribunal

y sin juicio. Es el apocalipsis del Yo que es su propio padre y creador y lleva

16
Ver el desplazamiento del concepto mesianismo hecho por Jacques Derrida, al sostener que ―es ahí
donde reside la urgencia más concreta, también la más revolucionaria. Cualquier cosa excepto utópica, lo
mesiánico [messianicity] exige, aquí-ahora, la interrupción del curso ordinario de las cosas, del tiempo y
de la historia‖. (1999: 249). Así, lo mesiánico es irreductible a lo religioso, pues ―es una espera sin
horizonte de expectativas‖.
consigo a su propio ángel exterminador. (Gutiérrez- Girardot, 2004 [1983]:

74-75).

Por fuera del cumplimiento de cualquier ley histórica de la revolución, que además

asegure el acatamiento o la obediencia por parte del cuerpo social (incluyendo a los

incrédulos), tal vez sea posible debilitar el juicio de mesianismo si acogemos una

definición de lo mesiánico que, de esta manera, no aluda a la presencia de una persona,

a la plenitud, sino justamente a un momento incalculable e impredecible. Para nuestro

caso, de acuerdo con Orlando Fals Borda, el proyecto pluralista de Camilo Torres ―no se

armoniza con el orden del Frente Nacional, sino que encuentra su justificación en el

orden social emergente, el que habrá de venir‖. (1967: 157).

De esta manera, la revolución no encuentra sus recursos en el presente, pues este es,

nuevamente, objetivamente injusto e insoportable. A la pregunta acerca de ―cómo

acabar con la miseria y la injusticia económica sin ser violentos‖, en el periódico

Frente Unido se respondió en primer lugar criticando el presupuesto que hace posible

esa pregunta, es decir, ―que la paz es compatible con la actual injusticia económica y

que esa paz sería turbada por una lucha contra la injusticia‖. Por eso, y en relación con

lo que se enunciará desde la Teología de la Liberación en América Latina, se afirma que

―la violencia ha sido institucionalizada con la institucionalización o ‗legalización‘ de la

injusticia económica (…) el tratar como iguales a quienes no lo son realmente es

consagrar de hecho la violencia del poderoso contra el débil‖. (―Frente Unido‖, 1965:

5).

La violencia aparecerá entonces como el intento de intervenir esa ―síntesis

disyuntiva‖ entre lo viejo y lo nuevo que intenta rebasar un presente insoportable, de

articular afirmativamente las tradiciones con la técnica propagada por el proceso

secular. La violencia, en este sentido, no será la elección de un individuo (Camilo


Torres), sino el mecanismo, el modo de relación, que ligó lo que la obsesión secular

quiso y ha querido mantener separado. Es en ese sentido que la violencia se presenta,

como una vía posible no sólo para la destrucción de lo existente, sino para la aparición

de la subjetividad. Igualmente, la violencia deja de ser la oscura inclinación de alguien

proclive al terror, y pasa a ser una posibilidad que se construye de manera colectiva.

La emergencia subjetiva, como vimos, implica una transfiguración impensable, e

imposible para el individuo: conlleva una trasformación que el individuo es ―incapaz de

resistir‖. En esa medida, si lo que se destruye entonces es la individualidad, esto nos

coloca en la senda del desgarramiento que provoca el sujeto al liberarse del

confinamiento individual. Concretamente, nos pone de cara a la pregunta de en qué

momento la irrupción subjetiva deviene violenta, bordeando la angustia: ―yo… yo no

pienso haber superado cierto grado de terror‖.

Este dilema, como mencionamos al principio del texto, no puede eludir la dimensión

trágica.

Como hemos visto, la aparición del sujeto no apunta a una unidad, a una clausura; no

se alude acá, entonces, a un momento de síntesis o deseo de fundamento. Es, por el

contrario, una situación de inconsistencia y ruptura, pues no hay espacio para la

tolerancia —basada en la indulgencia—, pero tampoco para la simple resistencia, o la

autodefensa. En la interpretación de Orlando Fals Borda sobre la plataforma esgrimida

por Camilo Torres, se propone entonces que ―la concepción pluralista —cristiana y

política a la vez—‖, promueva un encuentro de ―subversores unidos en su diversidad‖

sin caer en la trampa de cierto pluralismo. 17 De acuerdo con uno de los Mensajes del

17
―El pluralismo no es un sistema dentro del orden, ni sigue las reglas del juego. Más que todo es una
herramienta para unir grupos diversos, y hacerlos mover hacia una misma dirección. Se presenta como
una estrategia que quiere cambiar las reglas del juego, y que al hacerlo quiere promover el cambio del
orden social en que se desarrolla. Pero su meta final es el cambio socioeconómico profundo‖. (Fals
Borda, 1967: 154).
Frente Unido, movimiento heterogéneo y contestatario cuyo emblema fue Camilo

Torres:

Y como lo que nos estamos proponiendo no es solamente resistir, sino

vencer, y lo que queremos no es dejar tranquila a la oligarquía para que ella

nos deje tranquilos con nuestra miseria, sino por el contrario, queremos

decidir de una vez por todas nuestros destinos enfrentándonos a la minoría en

lucha franca de todo el pueblo contra ella para disputarle el poder, pensamos

que el Frente Unido debe fortalecerse más y más cada día. (―Mensaje al

Frente Unido‖,1965: s/p).

Finalmente, como parte de la combinación ambigua entre capas y umbrales que ligan

confusamente el presente, el pasado y el futuro, el ejercicio de la violencia evocará las

relaciones entre la técnica y lo antiguo y, específicamente, los lazos unidos al fantasma

colonial, abriendo otra posibilidad de análisis. La racionalización, la secularización, no

significó una interrupción en las prácticas violentas (pacificación), sino que abrió

posibilidades para repensar, de manera afirmativa, la relación entre la técnica, el

conocimiento y la violencia. De acuerdo con el ensayo ―La violencia y los cambios

socio-culturales en las áreas rurales colombianas‖, presentado al Primer Congreso

Nacional de Sociología de 1963 en Bogotá, del que Camilo Torres fue presidente,

Por conducto de ella [de la violencia] las comunidades rurales se han

integrado dentro de un proceso de urbanización en el sentido sociológico con

todos los elementos que este implica: la división del trabajo, especialización,

contacto, socio-cultural, socialización, mentalidad de cambio, despertar de

expectaciones sociales y utilización de métodos de acción para realizar una

movilidad social por canales no previstos por las estructuras vigentes. (En

Zabala, 1972 [1963b]: 268).


Efectivamente, de acuerdo con Torres, ―la violencia ha constituido para Colombia el

cambio socio-cultural más importante en las áreas campesinas desde la conquista

efectuada por los españoles‖. Señala, además:

Lo que se ha dado en llamar ‗la violencia‘, esa guerra civil difusa que ha

reinado durante años en nuestro país, es en el fondo un cambio de estructuras

no organizado, empírico, no consciente. La estructura externa del país sigue

siendo la misma. Pero en todos estos años, quienes han cambiado son los

campesinos, es decir, la gran mayoría de la población colombiana. (En

Zabala, 1972 [1965]: 387).

La violencia, en esa vía, no es un arcaísmo, que se sustrae a la ecuanimidad de la

razón; es aquello que conforma nuestra actualidad, un modo de obrar que expresa no el

delirio de ciertos individuos, sino la insensatez y el horror de la dominación social

misma. De esta manera, entonces, no es posible concebir para este caso la relación entre

técnica, modernización y violencia como excluyente, exterior. De otra parte, quizás la

tendencia modernizadora no ―propicia‖ la violencia en términos de reacción ante el

despliegue de la técnica y el avance de la secularización: esto implicaría mantener el

ejercicio de la violencia en un nivel reactivo. El sujeto que emerge se encuentra

entonces permeado por la oscura posibilidad de la violencia, que abre la senda de la

transformación de las reglas que rigen lo real. Por eso, es probable que la violencia no

sea efecto de una interiorización inadecuada —de la ley y la ofrenda de la

secularización— por parte del individuo.

―Cuando nada cambia, los hombres mueren‖, razón por la cual el problema no es que

la crueldad sea desatada por la ansiedad o iniciativa del individuo, el problema es


aquello de lo que es capaz esa violencia: explicitar que no hay violencia trascendente,

capaz de lo ―universal‖, es decir, que no existe dualidad entre derecho y violencia, ya

que lo dado, lo existente, es mortal. Sin escisión posible, los términos ley y violencia se

muestran incapaces de concentrar la perversidad de la ‗violencia‘ en un solo individuo;

al tiempo, la violencia deja de tener como fin la suplantación de un Estado por otro, su

derrocamiento o toma.

La fascinación admirativa que ejerce en el pueblo la ‗figura del gran

delincuente‘ se explica así: no es alguien que ha cometido tal o cual crimen

por quien se experimentaría una secreta admiración; es alguien que, al

desafiar la ley, pone al desnudo la violencia del orden jurídico mismo.

(Derrida, 1997: 87).

De ahí el pánico estatal ante la práctica no reglada, monstruosa, de la violencia. Por

ello la escritura de un fragmento de la historia del sujeto, suscitada a raíz de la

experiencia de Camilo Torres y los cruces entre ciencia, creencia y política radical, no

apunta entonces a la depuración de su fuerza maldita o su parte infame. Eso significaría

recrear la obsesión por un individuo portador de la verdad, decantar el anuncio

doblegado, ―desoído‖: es ahí, justamente, cuando se está cerca del terror. De lo que se

trata, por el contrario, es de sustraerse a la consumación del nombre propio, para que sea

posible el sujeto. Sobre todo, para que se provoque la aparición de otra verdad, por fuera

del juicio o la cognición, no homologada con el saber, especialmente ahora que la

verdad se volvió un derecho y tiende a estar inscrita dentro de la ley.

En suma, el sujeto es síntoma de la caducidad del individuo, de su ocaso; no de su

degradación, sino de su obsolescencia a través del forzamiento de lo real. La idea del

sujeto como algo que se escapa a la seducción estatal y rebasa las prácticas de la
conciencia —la decisión cruel de un yo—, permite una mirada por fuera de la

moralización tradicional de la violencia. Es entonces, en el deterioro del nombre propio,

en el silencio del mesías, en su agonía y su ruina cuando, a través del murmullo de la

multitud, adviene otra verdad. Y empezamos a recorrer de nuevo la alegre senda de lo

inhumano.
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