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La Juventud
(…pero validos para cualquier edad de la vida terrena…)
Eudaldo Formerít
2º consejo: La sobriedad
En las palabras del Papa en una audiencia semanal de febrero de 2008 -la quinta
alocución que dedicó al santo obispo de Hipona-, Benedicto XVI se refirió a su
«peregrinación “a Pavía, en abril del año 2007, para venerar los restos de san
Agustín. Confesó: «De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia
católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con
respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido
en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor».
Encontrar la verdad
San Agustín en su juventud vivía como todos los demás y, sin embargo, había en
él algo diferente. Como la mayoría de los jóvenes, recordó el Papa en la ciudad
italiana de Pavía «fue siempre una persona que estaba en búsqueda. No se
'contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos la vivían.
La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre. Quería encontrar la
verdad».
En la primera audiencia citada añadió el Papa: «También hoy, como en su
época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad
fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a
las inquietudes del corazón humano».
Por eso, la juventud de hoy, afirmó el Papa en Pavia, precisa también escuchar a
san Agustín y particularmente sus consejos, porque «los jóvenes, en especial,
necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en
Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus corazones
inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su interior».
Eudaldo Formerít,
Padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona
1º Consejo: La limpieza de corazón
El primero de los veintitrés consejos que da san Agustín a los jóvenes es el
siguiente:
Si te dedicas al estudio, debes mantenerte limpio de cuerpo y de
espíritu, alimentarte de comida sana, vestirte con sencillez y no
consumir superfluamente.
En la juventud, que es la época de la dedicación casi completa al estudio, debe
procurarse especialmente una dieta sana, nutritiva y equilibrada, que será, por
tanto, sencilla. La misma naturalidad debe manifestarse en el vestir. Como
consecuencia no se consumirán, adquirirán ni utilizarán los productos, bienes y
servicios de manera superflua o no necesaria y, por tanto, hay que pensar en lo
que verdaderamente se necesita.
La Castidad
Estas tres indicaciones naturales o de sentido común de este primer consejo
están precedidas de la exhortación a tener «limpio» el cuerpo y el alma que las
incluye.
Esta invitación a la «limpieza» integral se puede corresponder con la sexta
bienaventuranza evangélica: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque
verán a Dios» (Mt 5, 8).
Se da una dualidad porque, como confiesa san Agustín, «mi cuerpo vive de mi
alma; mi alma vive de ti, Señor» (Conf. X, 20,29). Puede afirmar, por ello, que
«por la continencia somos juntados y reducidos a la unidad de la que nos
habíamos apartado derramándonos en muchas cosas» (Conf. lX, 29,40).
Al igual que los actores teatrales antiguos, el hipócrita se cubre con una máscara,
representa un personaje. Actúa para los demás. Su vida se convierte en una
imagen, en un espectáculo.
Sin embargo, hay una importante diferencia: en la representación teatral se
mantiene la distancia entre el escenario y la realidad; en la vida del hipócrita
queda anulada esta distinción. Los hipócritas viven ofreciendo una imagen y
están pendientes, por ello, de la mirada de los demás.
En cambio, es propio del corazón limpio «no mirar a las alabanzas humanas al
obrar bien, ni dirigir aquello que rectamente se hace a conseguirlas; es decir, que
el motivo por el cual se cumple alguna obra buena no debe ser agradar a los
hombres, porque así también podrá fingirse el bien».
Es posible caer en la hipocresía porque los demás no ven el corazón del hombre.
«Los que hacen esto, es decir, los que simulan bondad, son de corazón
doble. No tiene corazón sencillo, esto es, puro o limpio, sino aquel que,
pasando sobre las alabanzas humanas al hacer el bien, busca solamente
agradar a Dios, que es el único que penetra en la conciencia», en el
corazón o en el propio yo.
Dado que, advierte san Agustín, «por ciertos oficios de la sociedad humana
nos es necesario ser amados y temidos de los hombres, insiste el
adversario de nuestra verdadera felicidad (el diablo) en esparcir en
todas partes como lazos estas palabras: "¡Bien, bien!", para que,
mientras las recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos
de poner, Señor, en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la falsedad
de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo
tuyo, sino en tu lugar» (Conf. X, 36, 59).
2º Consejo: LA SOBRIEDAD
El segundo consejo que da san Agustín a la juventud de todos los tiempos que
aparece en El orden, una de sus primeras obras, es que en la vida del joven «a
la sobriedad en las costumbres le debe corresponder la moderación en
las actitudes, la tolerancia en el trato, la honradez en el comportamiento
y la exigencia para consigo mismo» (Cáp. 8, 25).
La humanidad de la templanza
Debe notarse igualmente que cuando san Agustín se refiere a esta virtud o a
cualquier otra, no lo hace considerándolas como algo abstracto que no tiene
incidencia en la vida humana, sino que, por el contrario, las evoca como hábitos
y actos que configuran el comportamiento humano concreto. No habla de la
sobriedad o de la moderación, sino del hombre o del joven «moderado».
La templanza tiene así importancia individual y social. Puede decirse que sin
sobriedad no hay ningún tipo de paz. De la misma manera que la paz es un
quehacer sobre uno mismo, mediante el autodominio que facilita la virtud y los
actos de la templanza, también los demás deben ayudar a cada persona con la
educación.
Esta es la intención de san Agustín al dar estos consejos a los jóvenes. Él mismo
era joven -tenía treinta y dos años- y conocía muy bien a los jóvenes. A los
veinte años, había abierto una escuela en Cartago y ocho años más tarde había
establecido otra en Roma. Un año después, enseñaba en una cátedra en Milán.
Cuando preparó este escrito después de haberse convertido, todavía ocupaba
esta importante plaza oficial.
Desde esta perspectiva nuclear y esencial, añade: «Se puede decir que la
templanza es el amor que se conserva íntegro e incorruptible para solo
Dios» (De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los
maniqueos, 15,25) porque permite «despojarse del hombre Viejo y vestirse del
Nuevo. Ésta es la función de la templanza: despojamos del hombre viejo y
renovamos en Dios» (Ibíd., 19, 36).
3º Consejo: El amor al dinero
Puede parecer extraño que san Agustín coloque en el tercer lugar de los
veintitrés consejos que da a los jóvenes el evitar el amor desordenado a las
riquezas. Les dice: «Ten siempre presente que la obsesión por el dinero es
veneno que mata toda esperanza».
Es innegable que da gran importancia a este aspecto al indicar que deben tenerlo
en la mente, sin olvidarlo, para que así puedan recordarlo en todos los
momentos; dice que si, por el contrario, lo único que ocupa la mente es el deseo
del dinero, lo que se posee es un veneno., algo qué en nuestro interior produce
un grave trastorno y hasta la muerte. En este caso, la avaricia actúa como un
tóxico que disminuye o destruye la esperanza y, por tanto, lleva a la
desesperación.
Materialismo y hedonismo.-
Además de su valor intrínseco, este consejo era de capital importancia por las
circunstancias en que vivían los jóvenes de la época del santo doctor de la
Iglesia. La juventud de Italia y del mundo civilizado de entonces estaba educada
en el materialismo y rodeada de un ambiente completamente hedonista y
obsesionado con el placer.
Antes de su conversión, en su época de estudiante en Cartago, la gran capital
romana del norte de África, el mismo san Agustín vivió una existencia frívola,
disipada y despreocupada, en correspondencia total con una visión materialista
de la que a veces, por la misma superficialidad que implica, no se es plenamente
consciente.
Tampoco se libró del materialismo cuando después, como también era frecuente
entonces, cayó en la redes de una secta muy extendida: el maniqueísmo. Los
maniqueos, como la mayoría de las sectas, enseñaban y practicaban una
ideología materialista y hedonista. El alma e incluso lo divino eran concebidos
como realidades materiales. En el maniqueísmo no había lugar para lo
espiritual.
No es necesario advertir que el paralelismo con nuestro mundo es manifiesto y
con ello la actualidad de este tercer consejo agustiniano.
El amor desordenado al dinero o a las riquezas representadas en él es el
vicio que se llama avaricia, palabra que significa «avidez de metal» o
ansía de dinero.
Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más bajos entre todos
los bienes, la avaricia es un vicio repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca,
como lo ha manifestado la literatura, se ha justificado su maldad y fealdad, pues
«todas las literaturas y escuelas han condenado la avaricia».
Es natural que la travesía por este mar hostil y peligroso produzca temor. Se
puede caer en la «debilidad» de ánimo, por carecer de energías suficientes para
resistir y afrontar estos peligros continuos.
Esta cobardía con la que, como pide san Agustín en este cuarto consejo a la
juventud, no se debe actuar nunca se puede relacionar con el llamado respeto
humano. Por el miedo al qué dirán, que es otra potente ola de este mar
tenebroso del mundo, muchas veces dejamos de practicar el bien o incluso nos
dejamos llevar conscientemente por las olas.
La búsqueda de Dios
Se podría preguntar a san Agustín dónde encontrar a Dios para que nos
proporcione apoyo, seguridad y fortaleza de cara a navegar y luchar contra este
mar. Su respuesta es muy sencilla y fácil: en el hombre mismo. En su famosa
autobiografía espiritual, Las Confesiones, nota que debe seguirse el viejo
imperativo de Sócrates: «Conócete a ti mismo».
Sin embargo, san Agustín descubre que para conocerme a mí mismo, para llegar
a mí mismo, a mi propio yo, debo encontrar a Dios. Si estoy lejos de mí mismo,
estoy lejos de Dios; y a su vez si estoy alejado de Dios, estoy alejado de mí
mismo, pierdo mi verdadera identidad y sólo me encuentro con oscuridad.
El imperativo agustiniano es, por ello: «No quieras salir fuera de ti; vuelve a
ti mismo» porque «en el interior del hombre habita la verdad» (De la
verdadera religión, 39,72). Reconocerá después en Las Confesiones: «Tú
estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo más
sumo mío» (Confesiones, III, 6,11).
En la propia intimidad se descubre que Dios está más cerca de mí que yo mismo.
Dios está en lo más profundo de mi interior en una misteriosa presencia, pero
más auténtica y real que mi propia intimidad.
En otro pasaje de esta obra en la que los hombres, como decía Juan Pablo Il, «se
han encontrado y se siguen encontrando así mismos» (Augustinum
hipponensem, 1), san Agustín, refiriéndose a su vida antes de su conversión
milagrosa, decía: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me
había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¿cuánto menos a
ti?» (Confesiones, V, 2, 2).
Había salido fuera de sí mismo, pero su conversión fue precisamente dejar la
extroversión, la disipación exterior y dispersión y encontrarse con Dios en la
interioridad.
La ira justa
Una de las manifestaciones del mal son los distintos grados de la ira, pecado
capital u origen de otros muchos. Desde el mal humor, el pesimismo y la
amargura, hasta la sospecha de la intención de los demás, los celos y el recordar
las injurias recibidas.
La ira se manifiesta gradualmente desde la impaciencia, el menosprecio
y la dureza hacia los otros hasta la irritación, el furor y la violencia. Por
ello, uno de los primeros consejos que da san Agustín a los jóvenes, el quinto
exactamente es: «Aleja de ti toda ira o trata de controlarla cuando corrijas
las faltas de los demás» (Sermón 58,8).
Según nuestro famoso converso, «la ira es el deseo de venganza». Debe
notarse que la ira es justa y hasta santa cuando está motiva por defender los
derechos de otros, especialmente la santidad y la soberanía de Dios. Así se ve en
muchos personajes bíblicos, y en el mismo Jesucristo en varias ocasiones,
recordemos su reacción con los fariseos y al arrojar a los mercaderes del templo
Desde la ira se llega al odio, que es distinto a la ira pero está en continuidad
con ella. «Hay bastante diferencia entre el pecado del que se deja
dominar por la ira y la crueldad del que odia: nos airamos con nuestros
hijos, pero ¿quién es el que los odia?» (Sermón 82,3).
El odio es el mayor pecado contra el prójimo. «¿No has oído lo que se lee en
la carta de san Juan?: "El que odia a su hermano es homicida" (1 In
3,15) ... ¿Dices que amas a Cristo? Pues guarda su mandato de amor a tu
hermano, porque si no amas a tu hermano, ¿cómo podrás amar a aquel
cuyo mandato desprecias?» (Explicación de la Carta de san Juan, 91.11).
El perjuicio espiritual a si mismo
Además, el mal del odio y, en su grado correspondiente, la irritación vuelve sobre
el propio autor o agente.
« ¿Qué daño puedes hacer al que odias? Puedes quitarle el dinero, pero
no le perjudicaras en su crédito. Puedes quitarle la fama, pero no
lograrás mancillar su conciencia. Todo lo que hagas contra tus hermanos
será externo; en cambio, considera el prejuicio espiritual que te haces a
ti mismo. Te conviertes en tu mayor enemigo cuando odias a tu prójimo
(...).Mira a ver quién ha perdido más: él ha perdido una cosa perecedera
y tu te has perdido a ti mismo» (Sermón 82,3).
El remedio decisivo está en aprender de Cristo, Dios verdadero, modelo
incomparable de mansedumbre, que era y se definía como «manso Y humilde de
corazón» (Mt 11, 29). San Agustín, que tuvo la gracia de descubrirlo en su
interior, le dirigió esta famosa oración:
«Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú
estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre
esas cosas bellas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían.
Me llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; gusté
de ti y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz»
(Confesiones X, 27, 38).
6º Consejo: Las tentaciones, vigila tus sentimientos
El sexto consejo de san Agustín, a los jóvenes, a los de su época -a los que tan bien
conocía por su relación directa con ellos como profesor y porque era también joven- y a
los de todos los lugares y tiempos, es:
«Sé el centinela de ti mismo: vigila tus sentimientos y tus deseos para que no
te traicionen» {El orden, II, 8).
Al pedir al joven que sea centinela , le invita a que se comporte como el soldado, que
vigila desde su puesto y que está alerta, observando y dispuesto a luchar para que no
entre el enemigo y cause daños en lo vigilado.
El enemigo en este caso es múltiple: hay uno interno, el propio egoísmo o el amor
desordenado de sí mismo, y dos externos: por un lado, el demonio que intenta
atraer a los hombres hacia el mal y, por otro, el ambiente que nos rodea en
forma de escándalos, malos ejemplos, consejos e insinuaciones y todo lo que,
en general, patrocina y anima el mal.
La lucha interior
Los ataques del enemigo son inevitables. El hombre está muchas veces con el «corazón
angustiado» (Com. Sal 61, 4), porque:
«Nuestra vida en este destierro no puede estar sin tentación, ya que nuestro
adelantamiento se lleva a cabo por la tentación. Nadie se conoce a si mismo
sino es tentado; ni puede ser coronado si no vence, ni vencer si no pelea, ni
pelear si le faltan enemigo y tentaciones» (Com. Sal. 60, 3).
Dios permite las tentaciones, para que se obtengan estos y otros bienes. Las tentaciones
afectan a nuestro corazón, a nuestra interioridad, con sus facultades. Sus ataques se
manifiestan, como se dice en este sexto consejo, en forma de «sentimientos», en el
sentido de representaciones intelectuales, imaginativas o sensibles, y de deseos de la
voluntad y del querer sensible.
El centinela tiene siempre a los enemigos intentando atacarle desde dentro. Le dice, por
ello, san Agustín:
«Excluye, si puedes, de tu corazón todos los malos pensamientos. Que no entre
en tu corazón ninguna mala sugestión.”No consiento”, dices. Pero sin embargo
entró para tentarte. Todos queremos tener defendidos nuestros corazones para
que no entre nada en ellos que sugiera el mal. ¿Quién sabe donde entra?.
Únicamente sabemos que luchamos cotidianamente en nuestro corazón.» (Com.
Sal. 99, 11).
Modos de vencer
La tentación no es lo mismo que el pecado, aunque puede llevar él. Los deseos que se
experimentan, e incluso la complacencia indeliberada que pueden provocar, sin el libre
consentimiento de la voluntad no son pecados. Sólo se da el pecado cuando se
consuma la tentación con la libre aceptación de la voluntad, que la admite,
aprueba y retiene. Sentir no es consentir.
En cualquier caso, la tentación nos impide estar en una paz perfecta. Si se vence una
tentación, se puede preguntar:
«¿Cuál es el bien que hago? El no consentir al mal deseo. Hago el bien, pero no
en su perfección; también con ese deseo, mi enemigo obra el mal, pero no en
su plenitud, ¿Cómo es que hago el bien, pero no en su perfección? Hago el bien
cuando no consiento al mal deseo, pero no tan en plenitud que carezca
totalmente del deseo. Lo mismo respecto a mi enemigo. ¿Cómo realiza el mal,
aunque no en su plenitud? Obra el mal, porque el mal deseo existe; pero no en
su plenitud, porque no me arrastra hacia él. En esta guerra se cifra toda la vida
de los santos» (Serm. 151, 6).
La vigilancia activa
El hombre debe luchar siempre contra las tentaciones, que existen mientras
vivimos en este mundo. No tienen fin mientras existimos; pueden disminuir,
pero no desaparecer. En esta lucha han estado durante toda su vida los santos.
Por el peligro que entrañan las tentaciones, hay que evitar sufrir sus ataques, no
exponiéndose voluntariamente y procurando tomar las cautelas necesarias. La vigilancia
activa, propia del buen centinela, es una de ellas.
Además de vigilar se debe orar, que es la mejor vigilancia. El mismo Señor nos dice
«Vigilad y orad para no caer en tentación» (Mt 26,41). Por la oración depositamos
en nuestro ángel de la guarda y en los santos, a quienes nos encomendamos para que
intercedan por nosotros, nuestra confianza en Dios y en la Virgen María.
«Digamos a Dios: "No resbale mi pie. El que nos guarda no duerme". En nuestro
poder está, dándonoslo Dios, conocer si hacemos de nuestro guardián a Aquel
que no dormita ni duerme y que guarda a Israel ¿A qué Israel? Al que ve a
Dios. Así vendrá el auxilio del Señor» (Com. Sal. 120, 14).
Consecuentemente, también hay que ser sobrio o moderado en las cosas de este
mundo. Tal como nos advierte la Escritura: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro
adversario, el demonio, anda alrededor de vosotros como un león que ruge
buscando a quien devorar» (1-Pe 5,8).
En este sentido comenta san Agustín:
«Hay también algunos que no duermen, pero dormitan. Se apartan algo del
amor de las cosas temporales, mas de nuevo vuelven al afecto de ellas;
cabecean como adormilados. Despierta, espabila, pues, adormilándote, caerás»
(Com. Sal, 131, 8),
Por último, hay otros que no intentan vencer la tentación, ni antes ni durante su embate,
y caen en ella, aunque sea débil:
«¿Y qué puedo decir de los impúdicos, que ni siquiera luchan? Vencidos, son
arrastrados, ni siquiera arrastrados, porque se van libremente. Ésta, repito, es
la batalla de los santos; en esta guerra el peligro es constante hasta que llegue
la muerte» (Serm. 151,6)
La última tentación
No obstante, aun en este caso, el que ha tenido la desventura de ser vencido, debe
continuar la lucha, porque queda la posibilidad del arrepentimiento. Conserva su corazón
y puede ser su centinela; aprendiendo la lección para próximas ocasiones. El
endurecimiento del corazón durante el estado de peregrinación por la tierra nunca es
completo, como lo es el de los condenados en el infierno.
El pecador empedernido tiene siempre la posibilidad de convertirse.
«Aunque se trate del más grande pecador, no hay que desesperar mientras viva
sobre la tierra» (Retr. 1, 19,7):
Debe superar la última tentación que es la de la desesperación. Debemos tener
siempre una gran confianza en la bondad y misericordia de Dios. La fe viva en
la misericordia de Dios nos hace creer que no rechaza jamás al pecador
arrepentido, por gravísimos e innumerables que hayan sido los crímenes y
pecados.
7º Consejo: Sobre el conocimiento propio
Relacionado con el consejo anterior sobre la vigilancia sobre sí mismo por los
ataques de las tentaciones, el siguiente que da san Agustín a 1os jóvenes, es
sobre el conocimiento propio. Es muy breve:
Por otra, es preciso conocer también las buenas cualidades que se poseen
y que Dios nos ha dado para poder fomentarlas, perfeccionarlas y
practicar las virtudes.
Aseguraba san Agustín, y lo asumió el concilio de Trento citándolo (Dz 804), que
a los hombres: «Dios no los abandona con su gracia si no es abandonado
antes por ellos» (Naturaleza y gracia, 26, 29).
Siempre hay que tener confianza en Dios, porque «aunque se trate del
más grande pecador, no hay que desesperar mientras viva sobre la
tierra» (Retractaciones, 1 19,7).
Refiriéndose a los padres, dice san Agustín: «Tú educas a tu hijo, y lo primero que
haces, si te es posible, es instruirle en el respeto y en la bondad, para que se
avergüence de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante
hijo te causa alegría.
Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le causarías dolor, pero
buscando su salvación. Muchos se corrigieron por el amor; otros muchos, por el
temor; y por el pavor del temor llegaron al amor».
En todo castigo debe subyacer y manifestarse el amor. Añade, por ello, esta afirmación
paradójica: «Mantengo y defiendo que un hombre puede ser piadoso castigando
y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo: ¿dónde puedo
encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar? No iré a los
extraños, iré directamente al padre y al hijo».
El castigo bien temperado
Se observa siempre que «el padre ama aun cuando castiga. Como el hijo no
quiere ser castigado, el padre desprecia la voluntad del hijo, pero atiende a lo
que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, porque le prepara la herencia, porque
alienta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es piadoso; hiriendo es
misericordioso».
Aceptando este caso, todavía se podría objetar: «Dices: "Preséntame un hombre que
perdonando sea cruel”: No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los
ojos. ¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo
indisciplinado y que, sin embargo, disimula y teme ofender con la aspereza de
la corrección al hijo perdido?» (Sermón 13,9).
En todas las relaciones humanas es más eficaz alentar una buena conducta que
corregir la mala y es mejor la reprensión que el castigo.
Al comentar las palabras de Cristo de que hay que perdonar de corazón (Mt 18,35),
concluye nuestro autor: «Usemos la corrección verbal y, si fuese necesario,
echemos mano de la palmeta; mas perdonemos la falta y cerremos el corazón
al resentimiento.
El Señor añadió de corazón precisamente para que, si la caridad obligase a castigar, no
se vaya del corazón la blandura. ¿Quién hay más piadoso que un médico armado con el
bisturí? Quien ha de ser operado llora; con todo, se le opera. No es crueldad; a nadie se
le ocurre llamar cruel al médico. Es cruel con la herida para sanar al hombre; porque, si
a la herida se le guardan consideraciones, el hombre está perdido» (Sermón 83, 8).
La bienaventuranza del perdón
Siempre debe perdonarse: « ¿Qué es perdonar sino no conocer? ¿Qué significa no
conocer? No advertir» (Comentario al salmo 74, 3).
Perdonar es no reparar en las ofensas y en los males que se han recibido.
Comentando la parábola del siervo que, pese a ser perdonado por su señor por los diez
mil talentos que le debía, no perdonó a quien le debía cien denarios (Mt 18,21-35), nota
san Agustín que «ocurre algo realmente grave. Los hombres desprecian de tal
modo la medicina del perdón que no sólo no perdonan, cuando se les ofende,
sino que tampoco quieren pedir perdón cuando ellos pecan. Penetró la tentación
y la ira se apoderó de ellos. De tal manera les dominó el deseo de venganza que no sólo
se adueñó de su corazón, sino que hasta la lengua vomitó ultrajes y crímenes...
¿No ves hasta dónde te arrastró, a dónde te precipitó? Adviértelo y corrígete. Confiesa:
"Hice mal"; confiesa: "Pequé': Si confiesas tu pecado, no morirás; sí lo harás si no lo
confiesas» (Sermón 17,6).
Para conocer el mal, no es preciso observar a los que lo hacen. Basta entrar en nuestro
interior y examinarnos con una mirada objetiva y verdadera.
Nota san Agustín respecto a esta introspección desde el bien: «Causa reparo el
enumerar todo lo que cada uno advierte y reprende en sí mismo con mayor
acierto con sólo mirar atentamente al espejo de las Sagradas Escrituras.
Aunque la herida de esos pecados no se sienta como mortal, como en el caso
del homicidio y de adulterio y otras cosas de la misma índole, sin embargo,
todos juntos, como la sarna, al ser muchos, causan la muerte, o bien echan a
perder nuestra belleza» (Sermón 351,4).
No digas, por tanto: "Lo recibí porque lo merecí". No te creas haberlo recibido por
merecerlo; no lo habrías merecido de no haberlo recibido. La gracia precedió a tu
merecimiento. No; no es la gracia hija del mérito, sino el mérito de la gracia.
Porque si la gracia es fruto del mérito, sería compra y no don gratuito. Por nada, dice un
salmo, los hará salvos (Sal 55, 8): ¿qué significa esto? Nada encuentras en ellos por
donde los salves; y, sin embargo, los salvas. Das gratis, salvas gratis, tú, que nada
encuentras en ellos por donde salvarlos y sí mucho por donde condenarlos» (Sermón
184,3).
La gracia y la libertad
El hombre está bajo el poder trágico del pecado. La gracia de Dios lo hace bueno, de
manera que los méritos de lo bueno del hombre son, en realidad, méritos de Dios. La
bondad de Dios premia en nosotros sus propios dones.
Nos podemos preguntar: «¿Cuáles, pues, el mérito del hombre antes de la gracia?
¿Por cuáles méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en
nosotros la gracia y si cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus
dones? Dios, cuya bondad es tan grande, quiere que lo que son dones suyos
sean nuestros méritos. Tanta es la bondad de Dios que quiere que sean méritos
nuestros lo que son dones suyos» (Carta 194,5,19).
Estas gracias de Dios no suprimen la libertad humana, sino que la incrementan, porque
sanan a la misma libertad, la clarifican y enderezan. Hacen que lo que Dios quiere lo
quiera también el hombre y lo realice libremente. «Cierto que queremos cuando
queremos; pero Dios hace que queramos el bien» (Gracia y libre albedrío 16). No
obstante, en esta vida siempre le queda al hombre la posibilidad de poner obstáculos a
la gracia y hacer el mal. San Agustín aconseja, por ello, tolerancia o paciencia con estas
acciones malas.
Imitación de la paciencia de Dios
A veces el mal de los buenos consiste en no mostrar indulgencia con los que caen.
«Quizá observa que un hombre adelantado que ya no hace lo que antes hacía, o
sea, el mal, está sufriendo las molestias de un malicioso, y quiere se le aparte
Dios a un lado, y murmura contra Dios por conservar la vida a un enemigo
temible, en vez de llevársele. Olvida que también con él ha usado de infinita
paciencia, y, de no haberla usado, no habría quien pudiese hablar. ¿Reclamas
severidad de Dios? Deja que pasen otros como has pasado tú; no por haber tú
ya pasado cortaste el puente de la misericordia divina. Aún otros han de pasar
por él. Si tú de malo fuiste trocado en bueno, quiere Dios que lo sean otros
como lo fuiste tú» (Sermón 113 A,12).
El falso esplendor del mal prohibido
No obstante, además de la caridad y de la paciencia con los que hacen el mal, debe
tenerse cierta precaución con ellos, dado el peligro constante para uno mismo de
cometer también el mal, de oponerse a la gracia de Dios.
Precisa san Agustín su consejo de ser precavido, diciendo: «Apartaos siempre con el
corazón de los malos, pero exteriormente guardad con cautela la unión con
ellos».
Nuestro corazón podría ponerse en el mal que hace, bien aparente que no da la felicidad.
Nos puede atraer el falso esplendor del mal prohibido y sentir una especie de envidia por
su aparente alegría, que es mentirosa, porque es limitada y a la larga insípida y
decepcionante, porque desemboca finalmente en tristeza.
No obstante, esta cautela no debe llevar a la indiferencia y a la despreocupación por los
que han sucumbido al mal engañoso: Añade, por ello, seguidamente: «Mas no por eso
habéis de ser descuidados en corregir; llamadles la atención, instruidlos, rogad,
amenazad a los vuestros, o digamos a los que de cualquier modo corren de
vuestra cuenta; hacedlo de cuantas maneras podáis» (Sermón 88, 19).
Si, a pesar de todo, el hermano persevera en el mal, debemos conservar la paz interior
ante este misterio de la libertad humana que opta por el mal, y también sufrir con
paciencia sus ataques, porque el mal no «tolera» al bien.
Además, «si el malo quiere perseverar en el mal, no es compañero tuyo, antes
bien será ocasión de probarte. Porque, siendo él malo y tú bueno, tú probarás
que eres bueno, sufriéndole con paciencia; recibirás la corona dé tu prueba y él
tendrá el correspondiente castigo por haber perseverado en el mal». No
olvidemos que «haga Dios lo que haga (...), es padre, es benigno y es
misericordioso» (Sermón 113 A, 12).
10º Consejo: La Autoridad y la Familia
En la época de san Agustín, al igual que en la nuestra, los jóvenes asumían
importantes responsabilidades. Así queda confirmado en el décimo consejo que
da a la juventud, y que es el siguiente:
«Ten como miembros de la familia a los que están bajo tu potestad».
El criterio que propone para ejercer la autoridad o mandar en las materias sobre
las que se tiene autoridad moral o también jurídica, en el orden al bien personal
del gobernado, es considerarlo como si fuese miembro de la propia familia.
Para conocer como debe ser este trato, que mira al fin o bien propio de la
persona sobre la que se manda, es preciso examinar la relación que vivió san
Agustín con sus familiares y que explicó después en sus obras.
Entre estos familiares estaba su madre, que participaba en las reuniones, por
expresa invitación de su hijo, y cuyo diálogo transcribió en cuatro libros.
Ante la excusa de santa Mónica de que las mujeres no deben participar en
discusiones filosóficas, le decía san Agustín: «Te excluiría, pues, a ti de este
escrito sino amases la sabiduría; te admitiría en él aun cuando sólo
tibiamente la amases; mucho más al ver que la amas tanto como yo».
En este hermoso pasaje, se advierte lo que significaba su madre para él. Incluso
termina con esta, pregunta, que revela la influencia discreta, sin que se
impusiera jamás, de santa Mónica: «Por ello, ¿no tengo acaso motivos para
ser discípulo de tu escuela?» (El orden, l. 11, 32).
Y comenta seguidamente Agustín: «Aquí ella, acariciante y piadosa, dijo que
nunca había yo mentido tanto» (Ibíd., 33).
Es evidente que, en aquellos momentos, el amor maternal de la madre
encontraba respuesta total en la del hijo. Con frecuencia su madre hacía
desembocar en oraciones e himnos aquellos diálogos llenos de alegría juvenil y
esperanzador optimismo a los que era invitada. Se lee en uno de ellos: «Aquí a
la madre le saltaron a la memoria las palabras que tenía profundamente
grabadas, y como despertando a su fe, llena de gozo, recitó los versos de
nuestro sacerdote: "Guarda en tu regazo, ¡oh Trinidad!, a los que te ruegan" (san
Ambrosio, Himno 11, 32» (La vida feliz, IV, 35).
A unas amigas, que «sabiendo lo feroz que era el marido que tenía, de que jamás
se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que ni siquiera un día hubiesen
estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno
de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta» (Confesiones IX,
9,19).
Sobre esta otra virtud materna, explica san Agustín que «siempre que podía,
entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen,
oyendo muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen
vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando la amiga presente
desahogaba la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la
enemiga ausente, ella no delataba nada a la una de la otra, sino aquello
que podía servir para reconciliarlas» (Confesiones IX, 9, 21).
Por último, otra cualidad, que destaca de su madre, al igual que la
mansedumbre, la paciencia y la siembra de la paz, es su espíritu de
servicio que vivió en la familia y fuera de ella.
Finaliza este breve retrato de su madre con estas palabras: «De tal manera
cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos,
recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal
modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros»
(Confesiones IX, 9,22), constituyendo un ejemplo, tal como se exhorta en este
undécimo consejo a la juventud, de cómo vivir las relaciones de autoridad.
Dominio y servicio
Toda autoridad implica poder, dominio o tener a otros bajo la propia voluntad. El poder
que otorga la autoridad implica un dominio jurídico o la capacidad de hacerse obedecer
por mandato.
Este poder impositivo, que necesita de la obediencia, es legítimo siempre que
con ello busque el bien del subordinado.
Sin embargo, la autoridad sobre las personas no puede ejecutarse ni confundirse con el
dominio que se tiene sobre las cosas, pues, mientras que la persona es un fin en sí
misma, las cosas no disfrutan de este carácter.
A veces, en la persona que ejerce la autoridad se verifica una pérdida de
respeto hacia el subordinado al olvidar que la autoridad se justifica por la
bondad de a finalidad del servicio.
En el mero dominio, el que ejerce la autoridad busca su propio bien y considera
a los demás como servidores del mismo, como si fueran cosas o seres no
personales, sin inteligencia ni voluntad libre y amorosa. En cambio, en la
auténtica autoridad queda dignificado y justificado el dominio, porque es un medio para
lograr el bien de los subordinados, que no son cosas, sino personas.
Canibalismo espiritual
El escritor inglés del siglo XX, C. S. Lewis, denomina «canibalismo espiritual» a la
utilización del poder de mandar que confiere la autoridad -incluso la meramente moral,
como la que se da en la amistad- para poseer a las personas de un modo parecido a
como se tienen las cosas o a los seres no personales.
El poder se emplea entonces para «dirigir al prójimo, hacer de toda su vida
intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios
propios, sentir rencor por los agravios y satisfacer el propio egoísmo, además
de a través de uno mismo, por medio del prójimo» (Cartas del diablo a su sobrino,
prefacio).
Con este dominio, que verdaderamente es vergonzoso, el «tirano», tal como denominan
los griegos a quien lo ejerce, pretende «imponer perpetuamente su propio ser a la
individualidad atropellada del más débil». No quiere desinteresadamente a la otra
persona. No la quiere servir para que sea feliz, sino que quiere servirse de ella. Aunque
a este deseo se le llama muchas veces «amor», no lo es en sentido estricto, porque es
un amor posesivo, propio de las cosas, y no es el amor de donación que exigen las
personas. Podría decirse que se considera a la otra persona como «alimento», porque se
desea «absorber su voluntad» y así, como con la comida en el orden físico, conseguir «a
sus expensas el aumento de la propia personalidad» (Ibíd., VIII).
El servicio en la familia
Unos treinta años más tarde, en su famosa obra La Ciudad de Dios, san Agustín sintetizó
esta doctrina: «En casa del justo, cuya vida es según la fe y que todavía es lejano
peregrino de aquella ciudad celeste, hasta los que mandan están al servicio de quienes,
según las apariencias, son mandados. Y no les mandan por afán de dominio, sino por su
obligación de mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un servicio lleno de
bondad» (Ciudad de Dios XIX, 15).
San Agustín no sólo aprendió de su madre a servir al mandar, sino también de toda su
familia. Santa Mónica había impregnado de su espíritu de servicio a los otros miembros
de la familia. Las relaciones del joven Agustín con su padre no tuvieron ni la intimidad ni
la intensidad que con su madre, pero le agradeció el esfuerzo económico que hizo
Patricio para que pudiera iniciar los estudios que hoy denominaríamos universitarios en
la ciudad de Madaura, cerca de la actual Mdaouroch (Argelia). Sintió hondamente su
temprana muerte y confesó que fue para él un gran consuelo que su padre se hubiera
convertido al cristianismo antes de morir (Confesiones 11,3,5; IX, 9, 19 Y 22).
Se desconoce, por falta de textos, la relación que tuvo san Agustín con su hermano
Navigio y con su hermana. Las relaciones debieron de ser las normales en una familia.
Además, su hermano participó en las discusiones en el retiro de Casiciaco realizado
inmediatamente después de su conversión.
Servir al mandar
También san Agustín educó a su hijo siguiendo este undécimo consejo. Cuenta en los
Diálogos de Casiciaco: «Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido
carnalmente de mi pecado (....) Tenía unos quince años; mas por su ingenio adelantaba
a muchos graves y doctos varones» (Confesiones IX, 6).
Dice Agustín humildemente que Adeodato es hijo de su pecado. Se refiere a que había
nacido de su unión con una joven que había conocido en Cartago y con la que convivió
catorce años hasta poco antes de su conversión.
Cuenta también que le fue arrancada de su lado» (Confesiones VI, 15), porque santa
Mónica le aconsejaba que se casase, e incluso le había buscado a una joven cristiana
como futura esposa.
Puede parecer extraño que no le hiciera casar con la mujer con la que mantenía una
unión de hecho. Este suceso, sobre el que se ha escrito mucho, se puede explicar
sencillamente, porque su madre pensaba que si se casaba con una mujer cristiana le
sería más fácil su conversión. Aconsejó a la pareja de su hijo a que le abandonara para
su bien, ya que ella no podía ayudarle en las inquietudes y luchas interiores que vivía.
En uno de los diálogos de los días Casiciaco, a la pregunta de san Agustín: «¿Quién tiene
a Dios?», se dan estas respuestas: «"Tiene a Dios el que vive bien", opinó Licencio.
"Posee a Dios el que cumple su voluntad en todo", dijo Trigecio, con aplauso de
Lastidiano. El más joven de todos dijo: "A Dios posee el que tiene el alma limpia del
espíritu impuro". La madre aplaudió a todos, pero sobre todo al joven. Navigio callaba, y
preguntándole yo qué opinaba, respondió que le placía la respuesta de Adeodato» (La
vida feliz, II, 12). El joven siguió a su padre como monje en la comunidad de Tagaste,
pero murió al año siguiente. Fue un golpe muy fuerte para san Agustín, pero el recuerdo
de su vida ejemplar le sirvió de consuelo y satisfacción (cf. Confesiones IX, 6).
12º Consejo: La corrección a los demás
Muchos de los consejos de san Agustín a los jóvenes pueden entenderse como modos
concretos de vivir la caridad. Claramente es una especificación de esta virtud cristiana el
duodécimo consejo, que dice:
La corrección al prójimo
La corrección o advertencia que se hace al prójimo para apartarle de una falta o
pecado, o del peligro de caer en él, es una obra de misericordia espiritual.
De este deber moral de amar al prójimo se sigue la obligación de corregirle, que incluso
prima sobre la obligación de socorrerle en sus necesidades materiales o corporales.
San Agustín le da tanta importancia a la corrección que llega a considerar que, junto con
los que obran mal, la omisión de este deber es una de las causas por la que los hombres
sufren justos castigos.
Escribe: «No es despreciable la razón por la que pasan penalidades malos y buenos
juntamente, cuando a Dios le parece bien castigar incluso con penas temporales la
corrompida conducta de los hombres. Sufren juntos no porque juntamente lleven una
vida depravada, sino porque juntos aman la vida presente. No con la misma intensidad
pero sí juntos. Y los buenos deberían menospreciarla para que los otros, enmendados
con la reprensión, alcanzasen la vida eterna» (Ciudad de Dios, 1, 9, 3).
También comentando las palabras del Evangelio «si tu hermano comete un pecado, vete
y corrígele a solas tú con él» (Mt 18, 15), nota que «nuestro Señor nos previene contra
la indiferencia hacia las faltas recíprocas y, sin andamos a buscar materia de censura,
quiere nos reprendamos aquellas de que fuéremos testigos» (Sermón 82,1).
Por el contrario, respecto al posible espíritu de discordia y de crítica al que alude al final
de este pasaje, indica: «Debemos reprender por amor; no con ganas de hacer
sangre, sino con delicada intención de lograr enmienda. ¡Qué bien
cumpliríamos, de hacerlo así, el precepto! ... ¿Por qué le reprendes? ¿Te apena
el haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si por amor propio lo haces,
nada es lo que haces; si lo haces por él, obras excelentemente» (Sermón 82, 4).
El juicio temerario
También hay que evitar los juicios temerarios o precipitados. Se entienden por tales el
juzgar mal al prójimo sin suficiente fundamento. En la Sagrada Escritura se exhorta:
«No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará,
y con la media con que midáis se os medirá» (Mt 7,1-2).
Explica san Agustín que «el Señor nos amonesta aquí acerca del juicio temerario e
injusto, porque quiere que hagamos todas las cosas con un corazón sencillo y atento a
Dios solo, y porque es desconocida la intención de muchas acciones de las cuales es
temerario juzgar. Y juzgan temerariamente de las cosas dudosas y las reprenden
principalmente aquellos que aman más censurar y condenar que corregir y enmendar, lo
cual es vicio de orgullo o de envidia» (Sobre el Sermón de la Montaña, II, 19,63).
Por eso, al texto evangélico sigue esta pregunta: «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de
tu hermano y no reparas en la viga que hay en el tuyo?» (Mt 7, 3).
Por tanto: «Debemos proceder con piedad y prudencia, de modo que cuando la
necesidad nos obligue a censurar o corregir a alguno, examinemos primeramente si ese
vicio es de tal naturaleza que nunca lo tuvimos nosotros, o si es de aquellos de los que
ya nos hemos librado; y, si nunca lo tuvimos, pensemos que somos hombres y pudimos
tenerlos; mas si lo hemos tenido y ahora estamos libres de él, acordémonos con
indulgencia de la común debilidad, a fin de que nuestra reprensión o nuestro castigo no
sean inspirados por el odio, sino por la compasión» (Sobre el Sermón de la Montaña, II,
19,64)
Otras alternativas
Si bien en este caso, como se indica en el consejo, no hay que insistir, no por ello debe
abandonarse al que obra mal. «Si lo dejas estar, peor eres tú. Él se ha inferido a sí
mismo una herida, un agravio; ¿no te importan las heridas de tu hermano? Le ves
perecer o que ha perecido, ¿y te encoges de hombros? Peor eres tú callando que él
faltando» (Sermón 82, 7). Faltamos no sólo si no corregimos, sino también si, después
de avisar al hermano y éste no reacciona, no le damos ejemplo y rezamos por él.
El que corrige, en definitiva, debe mostrar comprensión ante la respuesta que provoca
su corrección y quedarse en paz: «De suerte que, ya sea que nuestro aviso
aproveche para la enmienda del culpable, ya sea que con ello se pervierta más,
pues el resultado es incierto, nosotros estemos seguros de la sencillez de
nuestro ojo y de la rectitud de nuestra intención».
En el caso de que, después de corregir con resultado negativo, «reflexionando
encontremos que nosotros tenemos el mismo defecto», ni debemos insistir ni tenemos
que dejar de prestarle ayuda directa: «Gimamos con el culpable e invitémosle, no a
ceder a nuestras amonestaciones, sino a emprender juntamente con nosotros la
enmienda» (Sobre el Sermón de la Montaña, II, 19,64).
Para hacer amigo al enemigo, para que vuelva a aparecer la amistad natural que debe
reinar entre todos los hombres porque hemos nacido para ser amigos, conviene ante
todo asegurarse de su enemistad. «Prestad atención a lo que dice el apóstol Pablo: "Por
tanto, no juzguéis nada antes de tiempo" ¿Cuándo será el tiempo? "Hasta que llegue el
Señor e ilumine lo escondido de las tinieblas y manifieste los pensamientos del corazón,
y entonces recibirá cada uno la alabanza de parte de Dios"(1 Cor 4, 5) ( ... ) Entonces
estarán abiertos los corazones que ahora, en cambio, se nos ocultan. Sospechas que
alguien es tu enemigo y tal vez es tu amigo» (Sermón 49, 4).
Después, si su enemistad es clara y manifiesta, debe dejar de sentirse todo tipo de odio
de enemistad y deseo de venganza. La malquerencia a una persona, a la que se
considera mala en sí misma, se opone al amor natural de benevolencia que debe reinar
entre todos los hombres -además de oponerse a la caridad o amor sobrenatural por Dios
y en Dios- y es intrínsecamente mala. Si bien cuando no hay odio interior y exterior se
puede desear el justo castigo del culpable de un mal y exigir la justicia por parte de la
autoridad legítima para que sean reparados los derechos infringidos, debería, por el
contrario, renunciarse a ello si se cae en la enemistad o el odio.
Hay otro tipo de peligro que es el odiar por amistad. Nuestros amigos pueden querer que
seamos también enemigos de sus propios enemigos. En este caso, san Agustín da esta
respuesta dictada por la razón natural: «Di a tu amigo que quiere hacerte enemigo de tu
amigo; háblale y trátale con la suavidad de la medicina, como a un enfermo en el alma;
dile: -"¿Por qué quieres que sea enemigo de él?" Te responderá: - "Porque es mi
enemigo': -"¿Deseas, pues, que yo sea enemigo de tu enemigo? Debo ser enemigo de tu
vicio. Ese de quien quieres que me haga enemigo es un hombre. Hay otro enemigo tuyo,
de quien tengo que ser enemigo si soy amigo tuyo': Replicará: -"¿Quién es ese otro
enemigo mío?" -"Tu vicio'” - ''¿Qué vicio?”-"El odio con que odiaste a tu amigo”.
Sé semejante al médico. El médico no ama al enfermo si no odia su enfermedad. Para
librar al enfermo, persigue la fiebre. No améis los vicios de vuestros amigos si en verdad
amáis a vuestros amigos» (Sermón 49,7).
Los verdaderos enemigos nuestros, y que en este sentido merecen odio, son, en primer
lugar, nuestros vicios o pecados. Dirá claramente san Agustín: «Vuestros pecados son
vuestros enemigos; van dentro de vosotros» (Sermón 213, 9).
En segundo lugar, debe odiarse al diablo, nuestro enemigo externo: «Vemos al
hombre, no vemos al diablo. Amemos al hombre, odiemos al diablo; roguemos
por el hombre, maldigamos al diablo y digamos a Dios: ''Apiádate de mí, ¡oh
Señor!, porque me pisoteó el hombre" (Sal 56, 2). No temas porque te oprimió el
hombre, piensa en el vino; fuiste hecho uva para ser estrujado» (Enarraciones sobre los
salmos 55, 4).
Por último, no solamente debemos tolerar, sin odio, a nuestros enemigos y soportar las
injurias y males que recibimos de ellos, no gozando nunca del mal que les pueda
sobrevenir, sino que:
Hay que amar a los enemigos pero no en cuanto que enemigos, sino en cuanto
que son hombres y que son capaces de salvarse; y no hay que amarlos porque
son enemigos, sino a pesar de ello.
Como indica san Agustín, no es lícito amar los defectos o vicios del prójimo. Ni tampoco
es preciso amar con afecto sensible como amamos al amigo, porque es un amor
estrictamente sobrenatural. Menos aún es necesario sentir este afecto: basta que se
encuentre en la voluntad y se manifieste también exteriormente, aunque no
necesariamente con signos de amistad, sino con aquellos que, si faltan, cualquier
persona consideraría que existe una enemistad.
La reconciliación
El amor a los enemigos, en cualquier caso, pasa por la reconciliación y se debe dar de la
forma más pronta posible. La reconciliación interior debe ser inmediata. En cambio, la
exterior puede diferirse para buscar el momento más oportuno, ya que a veces puede
ser contraproducente, porque empeoraría la situación de enemistad.
Hay que tener siempre presente que «obrar contra el amor es obrar contra Dios. Que
nadie diga: «"Cuando no amo a mi hermano, peco contra un hombre; y pecar contra un
hombre es cosa ligera; basta que no peque contra Dios" ¿Cómo no pecas contra Dios
cuando pecas contra el amor? "Dios es amor" (1 Jn 4, 7) » (Comentario a la I carta de
san Juan, 7, 8).
La ley interior
Considera esta célebre máxima como un «proverbio», porque efectivamente expresa un
pensamiento de la sabiduría popular. Es igualmente cierto que, como la mayoría de
proverbios, este aviso es muy antiguo. Era ya conocido en la antigüedad clásica y
aparece expuesto en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, Tobit, al despedir a su joven
hijo Tobías, que va a emprender un largo viaje, le dice entre otras exhortaciones: « Lo
que no quieras para ti no lo hagas a nadie» (Tob 4, 15).
Además de ser la regla de oro de la caridad, es, precisamente por ello, un principio
primario de la ley natural. Evidente en sí mismo, este precepto queda contenido en el
principio «Hay que hacer el bien y evitar el mal», al que se reduce.
San Agustín afirma la existencia de una ley natural que es reflejo de lo que denomina
«ley eterna», que se encuentra en Dios porque es «la razón o la voluntad de Dios, que
manda respetar el orden natural y prohíbe alterado (Contra Fausto, 22, 27). La ley
natural, conocida por todos los hombres de todos los lugares y tiempos, ha sido
insertada por Dios en el interior del hombre.
Está de tal manera en cada uno de nosotros que ni con nuestra maldad desaparece.
Contando su infancia, confiesa el santo que, además de no obedecer y mentir, cometía
pequeños hurtos. Escribe: «Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal
modo escrita en el corazón de los hombres que ni la misma iniquidad puede borrar».
Esto lo confirma el hecho de que nadie quiere que le roben: «¿Qué ladrón hay que sufra
con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera el robo al forzado por la indigencia»
(Confesiones II, 4, 9).
Lo mismo que se conoce el precepto de no robar, el cual se deduce claramente sin
ningún esfuerzo o razonamiento de los preceptos primeros, igualmente ocurre con el
principio de ser justos. En un sermón, preguntaba san Agustín a sus fieles: «¿A qué
perverso no le es fácil hablar de la justicia? ¿O quién habiendo sido preguntado por la
justicia ( ... ) no responde fácilmente lo que es justo? Es así ya que la verdad se esculpió
en nuestros corazones por la mano de nuestro Creador: "Lo que no quieres que te hagan
no lo hagas tú a otro"».
El contenido de la ley natural, que, además de universal, es inmutable -razón por la cual
no puede cambiar intrínsecamente ni admite variaciones en el espacio ni el tiempo- y
para siempre, está en el interior del hombre. De ahí que pueda preguntar san Agustín:
«¿Quién te enseñó a no querer que nadie te robe? ¿Quién te enseñó a no querer
padecer injurias y todo lo que en particular y aun en general puede decirse de
esto? Pues hay muchas cosas sobre las que, preguntados los hombres por cada
una en particular, responden sin titubeos que no las quieren padecer».
Se descubre también así el principio primario de esta ley que ratifica a su vez la
existencia de la misma ley, porque, como concluye seguidamente: «Muy bien que no
quieras sufrir esas cosas; pero ¿acaso eres tú el único hombre? ¿No vives en la sociedad
del género humano? El que fue hecho contigo es tu compañero y todos fuimos hechos a
imagen de Dios ( ... ) Por el mero hecho de no querer padecerlo, juzgas que es malo, y
esto te obliga a reconocer la ley íntima que se halla escrita en ti mismo» (Enarraciones
sobre los Salmos, 57, 1).
La ley de Moisés
El que se haya puesto en duda la existencia de esta ley o se haya ignorado su contenido
obedece a que los hombres, «apeteciendo las cosas externas, se apartaron de sí
mismos» (Ibíd.). Volver a sí mismo no sólo sirve al hombre para conocerse y reconocerse
como imagen de Dios, sino también para conocer la ley natural, que prohíbe la injusticia
con los demás. Exclama san Agustín en otro lugar: «Tú que me eres más interior que
mis cosas más íntimas; tú dentro, en mi corazón, grabaste con tu espíritu, como con tu
dedo, la ley, para que no la temiese como siervo, sin amor, sino que la amase como hijo
con el casto temor y la temiera con el casto amor» (Enarraciones sobre los Salmos,
18,22,6).
Para facilitar el conocimiento de la ley natural, Dios promulgó el Decálogo, escrito en las
tablas de la ley entregadas a Moisés en el monte Sinaí, que expresan los grandes
principios de la ley natural. «Para que los hombres no tratasen de obtener algo que les
faltaba, se escribió en tablas lo que no leían en los corazones. Tenían escrita la ley, pero
no querían leer. Era contrario a sus ojos lo que se veían obligados a ver en su
conciencia; por tanto, oyendo el hombre exteriormente la voz de Dios, fue impelido a
penetrar en su interior» (Enarraciones sobre los Salmos, 57, 1).
Este perfeccionamiento implica, por una parte, que la ley cristiana pone en práctica lo
que la ley mosaica prescribía, porque es también una ley de gracia, de manera que «se
dio la ley para que fuera buscada la gracia; se dio la gracia para que se cumpliera la ley.
Ésta no se cumplía por la malicia del hombre y no por culpa de la ley, mal que había de
ser manifestado por la ley y curado por la gracia» (Espíritu y letra, 19,34)
Por otra parte, con la ley del amor y de la gracia se añade algo que faltaba a la antigua.
Hay una mayor exigencia, porque se pide la pureza del corazón. Así, por ejemplo:
«Aquel que enseña que no nos irritemos no abolió de manera alguna la ley de que no
matemos, sino que más bien la perfeccionó, a fin de que, absteniéndonos externamente
del homicidio e internamente de la cólera, conservemos nuestra inocencia» (Sobre el
Sermón de la Montaña,!, 9, 21).
Podría añadirse que la ley evangélica pide extender la caridad a todos para llevarlos a
Dios: «Abrazad con vuestro amor no sólo a vuestras mujeres e hijos, porque un
amor así aun en las bestias y pájaros se halla ( ... ) Ensanchad este afecto,
ampliad este amor ( ... ) Que vuestra fe lo vea todo en relación con Dios; amad
a Dios sobre todo, elevaos hacia Dios, y arrastrad hacia Dios a cuantos podáis.
Si es un forastero, llevadle hacia Dios. Al enemigo, llevadle hacia Dios.
Arrastradle, arrastradle hacia Dios; que si hacia Dios le arrastras, ya no será
enemigo tuyo» (Sermón 90, 10).
15º Consejo: El Poder y el Amor
Al igual que en uno de los consejos anteriores que da san Agustín a los jóvenes, en el
decimoquinto vuelve a presentar el ejercicio de la autoridad como un servicio. Si en
el anterior se refería directamente a este poder, ahora lo hace a los que creen que
tienen aptitudes para gobernar a los demás.
En este nuevo consejo su exhortación a los que desean y persiguen el poder es:
También es posible codiciar el poder por las ventajas y facilidades de todo tipo que
comporta, a pesar de que, en realidad, dichas ventajas no son una compensación a la
actividad de quien lo ejerce, sino que sólo se dan como ayuda para actuar con mayor
facilidad y eficacia. Así, por ejemplo, si a un gobernante se le evita que tenga que sufrir
los atascos del tráfico poniéndole medios extraordinarios para ello, no es sino para que
pueda cumplir con eficacia su misión, que afecta al bien de todos los demás. Se le
favorece no para su bien personal, sino para el bien común.
Dirá, por ello, san Agustín al que tenga vocación de mandar que deberá estar dispuesto
a servir a los que están bajo su autoridad, a serles útil, a querer su bien y, en definitiva,
a amarles. El amor a los gobernados, que exige la práctica de la justicia, el respeto a los
otros y a sus derechos supone una vida de entrega de uno mismo.
San Agustín había tenido la autoridad de profesor en Tagaste, Cartago, Roma y Milán
-donde ocupó una cátedra oficial-;después la autoridad de superior de los monasterios
que fundó en Tagaste e Hipona, y, por último, tuvo la autoridad episcopal, porque sin
pretenderlo fue obispo de Hipona.
Conocía muy bien, por tanto, los peligros que conlleva la voluntad de servicio que
comporta necesariamente el mandar. Decía a sus fieles en uno de sus sermones: «Más
felices son los que oyen que los que hablan; el que aprende es humilde, el que
enseña trabaja para no ensoberbecerse, no sea que quizá se introduzca el
afecto de agradar malamente, no sea que desagrade a Dios queriendo agradar
a los hombres. Gran temor hay en el que enseña, hermanos míos; gran miedo
hay en mí al hablaros»(Sal SO l3).
El oficio de amor
Para san Agustín, el oficio de la autoridad es un oficio de amor. En el capítulo VII
de su Regla para los siervos de Dios, que tuvo una importancia excepcional en la historia de
la vida religiosa occidental, se indica: «El que os preside no se considere feliz por la
potestad con que manda, sino por la caridad con que sirve» (Regla, VII, 3).
Seguidamente dice a los monjes sobre «el que preside ( ... ) o el que sirve a los
hermanos en aquellos lugares que se llaman monasterios» (Enarraciones sobre los Salmos,
99, 11): «Entre vosotros os preceda en el honor, ante Dios esté postrado a vuestros
pies con temor» (Regla, VII, 3).
No quiere decirse con este mandamiento que el amor justifique cualquier acto, como el
basado en el propio capricho o en el egoísmo, causa de todos los pecados, pues éstos
brotan del amor desordenado a uno mismo que puede llevar «hasta el desprecio de
Dios» (Ciudad de Dios, XIV, 28). El amor al que se refiere san Agustín es al buen amor, al
amor de donación, al amor ordenado en el que ocupan un lugar adecuado el amor a Dios
y el amor a los demás. Lo expresa claramente en otro lugar al escribir: «Te doy un
breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas,
grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor;
ten dentro la raíz del amor, de la cual no puede brotar sino el bien» (Exposición
sobre la 1 a epístola de san Juan, 7, 8)
La raíz del verdadero amor, que está en lo más profundo de mi corazón, me impulsa y
me guía hacia el bien. Por eso, dirá san Agustín: «Mi peso es mi amor; él me lleva
donde quiera que soy llevado» (Confesiones, XIII, 9,10).
Así como los cuerpos físicos son atraídos hacia al suelo por su peso, el hombre es atraído
por lo que ama, debiendo ser éste un amor o querer de «buena voluntad» (Ibíd).
La vida no es voluntad de poder, sino voluntad de amar con amor de donación,
de querer el bien, en definitiva, de servir.
16º Consejo: Canta y Camina
Todos los consejos que da san Agustín a los jóvenes son muy concretos y aptos para
seguir en nuestra propia vida. Sin embargo, quizá el más práctico de ellos sea el
decimosexto, que dice: «Procura progresar siempre, no importa la edad ni las
circunstancias en las que te encuentres».
Reconoce así san Agustín que el hombre es un ser que se encuentra en camino y que
debe avanzar siempre por él.
Las tentaciones
En el camino de la vida en el que nos hallamos todos podemos quedamos quietos o
avanzar. La primera actitud se considera la más cómoda; incluso parece que en estamos
quietos, deteniéndonos en los bienes que se encuentran al borde del camino, es donde
está nuestra felicidad, que es el fin para el que hemos sido creados.
Sin embargo, lo que estos bienes prometen es falso, no porque dejen de ser
bienes, sino porque éstos son medios y no fines. Nuestro egoísmo, el desordenado
amor que se cierra sobre uno mismo, que pone la primacía del amor en el propio yo, los
convierte en destructivos.
Nota san Agustín que en esta epístola se entiende por «mundo» a los que lo aman
desordenadamente: «Se denomina mundo no sólo esta obra que hizo Dios, a saber, el
cielo, la tierra, el mar, las cosas visibles e invisibles, sino también a los habitantes de
este mundo; al estilo que llaman "casa" a las paredes ya sus habitantes».
Todos los hombres del mundo aman. Unos «tienen puesto el corazón arriba, aunque
vivan con el cuerpo en la tierra». Otros son «amadores del mundo» y a ellos se les
«llama mundo». Los mundanos en este sentido, como se dice en el pasaje bíblico,
«no tienen más que estas tres cosas: la codicia de la carne, el deseo de los ojos
y la ambición del siglo».
El camino de la alegría
Del egoísmo procedente del pecado original, que sembró el desorden en las inclinaciones
humanas, brotan directamente los tres grandes deseos y por ellos sufrimos siempre
tentaciones. Exclama san Agustín:
“Diariamente somos tentados, Señor, con semejantes tentaciones, y somos
tentados sin cesar. Nuestro horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos
mandas que seamos también en este orden continentes; da lo que mandas y
manda lo que quieras. Tú conoces en este punto los gemidos de mi corazón
dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos. Porque no puedo fácilmente saber
cuánto me he limpiado de esta lepra, y temo mucho mis delitos ocultos,
patentes a tus ojos» (Confesiones, X, 37, 60).
Los mandatos de Dios piden la continencia o el orden de estos deseos, pero al mismo
tiempo Dios «da» su gracia para que puedan cumplirse. Con la gracia de Dios, nadie
debe atemorizarse ya por lo mandado, sea lo que sea. «Toda mi esperanza no estriba
sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda lo que quieras»
(Confesiones, X, 29, 40).
Ni en los bienes desordenados, ni en el egoísmo y en sus efectos se encuentra la alegría,
sino muy al contrario lo que san Pablo llama la «tristeza de este mundo» (2 Cor 7,10),
porque los bienes del mundo son limitados y el ansia de infinito del hombre nunca se
apaga con ellos. Por el contrario, cuando se avanza por el camino sin detenerse en la
falsa felicidad terrena, surge la auténtica alegría. Como nos exhorta san Agustín:
«Canta pero camina; consuela con el canto tu trabajo, no ames la pereza; canta
pero camina. ¿Qué significa "camina"? Progresa, progresa en el bien. Según el
Apóstol, hay algunos que progresan para peor. Tú, si progresas, caminas; pero
progresa en el bien, en la recta fe, en las buenas obras: canta y camina. No te
salgas del camino, no vuelvas atrás, no te quedes parado» (Sermón 256, 3).
El progreso está en el camino hacia la perfección cristiana, que es el camino de Cristo, el
único camino para la perfecta unión con Dios por el amor. «Sólo él (Cristo) es camino
defendísimo contra los errores, por ser él mismo Dios y hombre: Dios a donde
se va, hombre por donde se va» (La Ciudad de Dios,XI,2). En cambio, los que no lo
siguen, nota san Agustín, sufrirán un progreso inverso, un retroceso, según las palabras
de san Pablo a las que alude: «Los hombres malvados y embaucadores irán de mal
en peor, engañando a otros y a la vez engañándose a sí mismos» (2 Tim 3, 13).
Contra estos engaños y autoengaños con los que se presentan las tentaciones hay que
luchar durante toda la vida, en las sucesivas edades y en todas las situaciones
personales, con el impulso y la fuerza de la gracia de Dios que se obtiene en los
sacramentos. Puede que la pelea sea más fuerte en los años de la juventud y que con la
madurez los ataques de las tentaciones tengan ya menores fuerzas, pero la batalla dura
hasta el final. Siempre hay que luchar y siempre se puede progresar en todas las
perfecciones. El precepto primero y fundamental es el del amor, es el de
progresar en el amor. La santidad está en el cumplimiento del mandamiento del amor.
Pregunta, por ello, san Agustín: «¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame
y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya
pequeña miseria la de no amarte?» (Confesiones, 1, 5).
El principio de la autoridad
El honor que se hace a una persona revestida de autoridad es el reconocimiento del bien
que posee y de que merece la consideración de los demás. Con el honor se testimonia o
reconoce su excelencia. A esta misma cualidad de la persona honrada con la admiración,
respeto y estima de los demás se le puede también denominar honor u honra. Debe
rendirse honor al que lo merece o es digno de ello, tal como indica en su consejo san
Agustín. La obligación deriva de la misma relación de autoridad. La autoridad, y el poder
coercitivo o moral que supone, es querida por Dios.
Como los otros bienes temporales, los honores deben ordenarse a su verdadero fin, que
es el bien del prójimo y la gloria de Dios. «Quieres honores: cosa buena son, bajo
condición de usar bien de ellos. ¡Para cuántos fueron los honores principio de ruina!
¡Para cuántos fueron ocasión de buenas obras!» (Sermón 72, 4). Si se desean las
cosas temporales desordenadamente, se usan mal y llevan al mal.
Además, pregunta san Agustín sobre la alabanza humana:«¿Es todo más que humo y
viento? ¿No pasa y se va todo en veloz carrera? Y ¡ay de aquellos que se
adhieren a lo que así pasa, porque pasan junto con ello! ¿No es todo como un
río que va en su carrera a precipitarse en el mar? ¡Ay de aquel que se caiga en
ese río: será arrastrado al mar!. (Comentario al evangelio de san Juan, 10,6).
San Agustín incluso pone el origen de estas graves tentaciones no sólo en el propio
egoísmo, sino también en el demonio, que incita con ellas al mal.
«Como quiera que por ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario
ser amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de nuestra
verdadera felicidad en esparcir en todas partes como lazos estas palabras:
"¡Bien,bien!': para que, mientras las recogemos con avidez, caigamos
incautamente y dejemos de poner en tu verdad nuestro gozo, poniéndolo en la
falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo
tuyo, sino en tu lugar; y de esta manera, hechos semejantes a nuestro
adversario, nos tenga consigo no para concordia de la caridad, sino para ser
consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede en el aquilón (Polo
Norte), a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por caminos
perversos y torcidos» (Confesiones, X, 36, 59)
El orden universal
El universo ha sido creado por Dios con admirable sabiduría' bondad y grandísimo poder.
También lo ha provisto amorosamente de un orden para que alcance el fin para el que
ha sido creado. La ordenación de la realidad es una consecuencia de su finalidad o
sentido. Igualmente lo es que unos seres manden sobre otros para encaminarles a su fin
y así los pongan en orden. Concluye san Agustín: «En consecuencia, la causa primera y
suprema de todas las formas y mociones corpóreas es siempre la voluntad de Dios».
Haciendo una comparación con el sistema político del Imperio romano en el que vivía,
precisa seguidamente: «Nada acontece visible y sensiblemente en esta inmensa y
dilatada república de la creación que no sea o permitido o imperado desde el invisible e
inteligible alcázar del supremo Emperador» (De Trinitate, 111, 4, 9).
Además, Dios respeta siempre la naturaleza de las criaturas que ha creado. Las
irracionales se encaminan necesariamente hacia su fin, las racionales lo deben hacer
libremente.
Todo está así regido por la ley eterna divina, que hace que «todas las cosas estén
perfectísimamente ordenadas» (Sobre el libre albedrío, 1, 6, 15).
Puede darse así esta definición del orden: «Orden es la regla con que Dios dirige
todas las cosas. Pero ninguna cosa hay que no la haga él; por eso nada puede
hallarse fuera del orden» (Sobre el orden, 11, 7, 21). El orden es universal.
El orden en el Hombre
El orden universal debe realizarlo también el hombre. El cuerpo debe estar gobernado
por el alma; la vida no racional, como las pasiones, deben estar regidas por la razón; y
la misma razón debe estar bajo la ley beneficiosa de su Hacedor:
«El alma sometida a Dios es con pleno derecho dueña del cuerpo; y en el alma
misma, la razón sometida a Dios, el Señor, es dueña con pleno derecho de la
pasión y demás vicios. Por lo tanto, cuando el hombre no se somete a Dios,
¿qué justicia queda en él? Si el alma no está sometida a Dios, por ningún
derecho puede ella dominar el cuerpo, ni la razón los vicios» (La Ciudad de Dios,
XIX, 21, 2).
Sin embargo, Dios dejó al hombre en manos de su libertad el poder vivir rectamente o
conforme a su razón siguiendo la ley de Dios: «Cuando la razón, mente o espíritu
gobierna los movimientos irracionales del alma, entonces, y sólo entonces' es cuando se
puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar, y domina en virtud de
aquella ley que es la ley eterna». También dice: «Entonces es cuando se dice que el
hombre está perfectamente ordenado» (Sobre el libre albedrío, 1, 9, 19).
Del examen de estas tres formas de paz, conmigo mismo, con Dios y con el prójimo, san
Agustín obtiene la conocida definición de paz que se manifiesta y realiza en todas ellas:
«La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la
distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar»
(La Ciudad de Dios, XIX, 13).
El enemigo de la paz, «el gran bien» (Sermón 357, 2), es el pecado. «De ahí que la
paz de los malvados, al lado de la de los justos, no merezca el nombre de paz a
los ojos de quien sabe anteponer la rectitud a la perversión y el orden al caos»
(La Ciudad de Dios, XIX, 12,3).
El ansia de Dios
Dios es el fin último, bien supremo o felicidad máxima del hombre. Las facultades
superiores de su espíritu, el entendimiento y la voluntad, tienden a Dios por su misma
naturaleza. El entendimiento quiere conocer a Dios, la misma Verdad, y su voluntad lo
quiere como el supremo Bien. El ser humano desea contemplar a Dios, conocerlo en su
naturaleza y quererlo en su individualidad o personalidad. Dirá también san Agustín:
«Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión, la felicidad
misma. Con el amor se le sigue y se le posee, no identificándose con él, sino
uniéndose a él con un modo de contacto admirable e inteligible, totalmente
iluminado el ser y preso con los dulces lazos de la verdad y de la santidad»
(Costumbres de la Iglesia Católica, 1,11,18).
El ansia más profunda del hombre, la que explica todos sus deseos e inquietudes por no
satisfacerlos, no es por los bienes materiales, ni por las riquezas, ni por el sexo, ni por el
poder, o por el éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo
XIX, y muchas veces el hombre actual así lo cree todavía. Su deseo y anhelo más
básico, fundamental y radical es la posesión intelectual y amorosa de Dios.
Sólo Dios infinito puede satisfacer el ansia infinita del hombre. De tal manera que san
Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me
hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios. ¿Qué vale toda la tierra?
¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué
vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo
tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de
él» (Sermón 158,7).
La ayuda de Dios
En el primer párrafo de las Confesiones, san Agustín, dirigiéndose a Dios mismo, a modo
de oración o de diálogo, escribe «nos has hecho para ti», y, por ello, « muestro
corazón está inquieto»; además que nuestro yo en lo más profundo de mí
mismo está con intranquilidad y con desasosiego «hasta que descanse en ti»
(Confesiones, 1, 1, 1). Para encontrar este reposo y tranquilidad que proporciona el
encuentro de Dios se necesita, sin embargo, su ayuda.
San Agustín nos exhorta, en consecuencia, a que «alcemos los ojos del alma y
busquemos a Dios ayudados por él» (Comentario al evangelio de san Juan, 63,1). Si
nuestro entendimiento y nuestro corazón, «ojos» que permiten unirnos intelectual y
afectivamente con lo que queremos «ver» o contemplar, buscan a Dios, lo hallan. «Es
imposible, por especial providencia divina, que a las almas religiosas que
piadosa, casta y diligentemente buscan ( ... ) a su Dios, es decir, la verdad, les
falten los medios suficientes para conseguirlo» (De quantitate animae, 14,24).
Con nuestros ojos corporales no podemos ver a Dios, que es esencialmente invisible.
Sólo podemos ver con ellos lo que no es Dios. Al elevar el alma, se descubre que Dios
mismo sale a nuestro encuentro con su ayuda, que ha comenzado al hacer que le
buscáramos. «Se dice en los salmos: "Buscad a Dios, y vuestra alma vivirá" (Sal
68, 33). Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que le busquemos; y
es inmenso, para que, después de hallado, le sigamos buscando. Por eso está
escrito en otro lugar: "Buscad siempre su faz" (Sal 104, 4). Porque llena la
capacidad de quien le busca y hace más capaz a quien le halla, para que,
cuando pueda recibir más, torne a buscarle para verse lleno» (Comentario al
evangelio de san Juan, 63, 1).
Las cosas de este mundo, desde los bienes sensibles hasta los culturales e incluso
espirituales, nos atraen y nos llaman, aunque su posesión nunca es suficiente para
nosotros. Incluso cuanto más se poseen más se acrecienta nuestra insatisfacción,
porque su finitud no llena nuestra ansia de verdad, de bien, de belleza. Advierte san
Agustín que, por una parte, «todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son
buenas», siempre que no se busquen desordenadamente. Por otra, señala que, por su
insuficiencia, nos llevan a seguir esta recomendación: «Busca quién las hizo: él es tu
esperanza». El encuentro de su autor no es completo, pero confiamos en que el
hallazgo ahora iniciado vaya aumentando. «Él es ahora tu esperanza y él será luego
tu posesión. La esperanza es propia de quien cree; la posesión, de quien ve.
Dile: "Tú eres mi esperanza”: Con razón dices ahora: "Tú eres mi esperanza":
crees en él, aún no lo ves; se te promete, pero aún no lo posees. Mientras estás
en el cuerpo, eres peregrino lejos del Señor; estás de camino, aún no en la
patria» (Sermón 313 F, 3).
El conocimiento de la verdad
San Agustín dio una gran importancia a la educación, la formación integral, primero a la
de sus alumnos y después a la de sus fieles. Era especialmente necesaria en una época
como la suya en la que, de modo sorprendentemente parecido a la actual, no se creía
que el hombre fuese capaz de la verdad y, sin ella, carecía de sentido transmitida y
enseñada a vivir por la educación. La enseñanza se limitaba a un adiestramiento en el
lenguaje puramente utilitarista, para conseguir dinero y poder.
Frente al relativismo de la verdad, a san Agustín le interesaba transmitir la verdad, tanto
mediante el lenguaje oral como por el escrito, y además enseñar a conseguir y vivir la
verdad, que es el auténtico bien del hombre, El que enseña hace que sus palabras sean
un instrumento para que el que aprende lo haga por sí mismo. Así, por ejemplo, si se
comprende una definición de cualquier cosa dada por un profesor o encontrada en un
libro, es porque de algún modo ya se conocían los componentes de esta idea. Quizá ya
se conocían con otras definiciones, pero es imposible proceder indefinidamente. Hay que
admitir que «de todas las cosas que entendemos no consultamos la voz externa que nos
habla, sino que consultamos la verdad interior que preside la misma mente y que las
palabras nos mueven a consultar»(El Maestro, XI, 38)
En último término, la verdad se conoce por 'el «maestro interior» y de una forma
misteriosa, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. La conclusión de san
Agustín que pone en boca de su hijo en El Maestro -obra que transcribe las
conversaciones entre san Agustín y su hijo Adeodato, escritas en Tagaste, tres años más
tarde que este consejo sobre el estudio- es la siguiente:
«Yo he aprendido con el estímulo de tus palabras que las palabras no hacen
otra cosa que incitar al hombre a que aprenda y que cualquiera que sea el
pensamiento de quien habla muy poco puede aparecer a través del lenguaje,
Por otra parte, si hay algo de verdadero, sólo puede enseñarlo aquel que,
cuando exteriormente hablaba, nos advirtió que habita dentro de nosotros, a
quien, con su ayuda, tanto más ardientemente amaré cuanto más aprovecho en
el estudio» (El Maestro, XIV, 46).
Necesidad de la oración
Puede considerarse este consejo como la síntesis conclusiva de todos los anteriores,
porque, en primer lugar, comienza invitando a la petición a Dios, a la oración, a la
elevación de la mente a Dios para conversar con él. «Tu oración es una locución con
Dios. Cuando lees las santas Escrituras, te habla Dios; cuando oras, hablas tú a
Dios» (Enarraciones sobre los Salmos, 83, 7).
La oración surge del corazón, desde el interior más profundo del hombre. «Orar es
llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha»
(Carta 130,10,20). La oración se identifica con el deseo. «Si no quieres dejar de orar, no
interrumpas el deseo; tu deseo continuo es tu voz, o sea, tu oración continua. Callas si
dejas de amar ( ... ) El frío de la caridad es el silencio del corazón, y el fuego del amor,
el clamor del corazón. Si la caridad permanece continuamente, siempre clamas»
(Enarraciones sobre los Salmos,37, 14). El corazón que permanece en silencio, que no
clama y no ora, es que le falta calor, es un corazón que no ama.
Para los jóvenes, y para todos, lo más útil o lo más práctico es orar:
«Ninguna obra mayor, ninguna ocupación mejor hay en la tribulación como alejarse de
aquel bullicio que se halla fuera, dirigirse al interior del aposento de la mente e invocar a
Dios allí donde nadie ve al que gime y al que socorre; nada como cerrar la puerta de
aquel recinto a toda molestia venida de fuera, como humillarse a sí mismo con la
confesión de los pecados y alabar y engrandecer a Dios, que corrige y consuela; esto es
lo que de todas formas ha de procurarse hacen» (Enarraciones sobre los Salmos, 34, 2, 3)
Como peregrinos gimientes en el mundo, por la oración hay que pedir de corazón el
auxilio divino. Debe tenerse en cuenta, por una parte, que «cuando el hombre cree
acabar, entonces comienza» (La Trinidad, IX, 11). Por otra, que lo esencial es llegar a la
«vida verdadera, en cuya comparación esta que tanto se ama, por muy alegre y
larga que sea, no merece el nombre de vida» (Carta 0,2,3), Y encontrarse con Cristo.
En cambio, «cuando vive según él mismo según el hombre, no según Dios, vive según la
mentira. No se trata de que el hombre mismo sea la mentira, puesto que tiene por autor
y creador a Dios, quien no es autor ni creador de la mentira. La realidad es que el
hombre ha sido creado recto no para vivir según él mismo, sino según el que lo creó. Es
decir, para hacer la voluntad de aquél con preferencia a la suya. Y el no vivir como lo
exigía su creación constituye la mentira» (La Ciudad de Dios, XlV, 4,1).
Vivir según Dios es vivir justa o santamente:
«La justicia de cada uno consiste en que el hombre esté sometido a Dios con docilidad,
el cuerpo lo esté al alma y las inclinaciones viciosas a la razón, incluso cuando éstas se
rebelan, sometiéndolas, o sea, oponiéndoles resistencia; consiste, además en pedirle al
mismo Dios la gracia para hacer méritos, el perdón de las faltas, así como el darle
gracias por los bienes recibidos» (La Ciudad de Dios, XIX, 27).
La vida en paz
La segunda petición para todos es una consecuencia de la anterior: la paz y la
tranquilidad. La purificación de la mente necesaria para encontrar la verdad, que «no se
capta con los ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma con su
posesión se hace dichosa y perfecta; que a su conocimiento nada se opone tanto como
la corrupción de las costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante los
sentidos externos se imprimen en nosotros, originadas del mundo sensible, y engendran
diversas opiniones y errores; que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma» (La
verdadera Religión, I1I, 3).
Sin verdad, no hay bien, ni hay justicia, ni tampoco hay sosiego ni paz. Todas ellas
deben pedirse a Dios, tal como indica san Agustín al finalizar sus Confesiones: «A ti es a
quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a quien se debe llamar:
así; así se recibirá, así se hallará y así se abrirá» (Confesiones, XIII, 38, 53).
La paz es un don Cristo, la paz terrena en este mundo y la paz eterna, en el otro. «En él
y de él tenemos nosotros la paz, sea la que nos deja al irse al Padre, sea la que nos dará
cuando nos conduzca al Padre». El mismo Cristo nos dijo:
«"La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). Esto mismo leemos en el profeta: "Paz
sobre la paz" (Is 9, 7). Nos deja la paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando
venga en el fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo, nos dará su paz en el otro.
Nos deja su paz para que, permaneciendo en ella, podamos vencer al enemigo; nos dará
su paz cuando reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz para que aquí nos amemos
unos a otros; nos dará su paz allí donde no podamos tener diferencias. Nos deja su paz
para que no nos juzguemos unos a otros acerca de lo que nos es desconocido mientras
vivimos en este mundo; nos dará su paz cuando nos manifieste los pensamientos del
corazón, y cada cual recibirá entonces de Dios la alabanza» (Comentario al evangelio de
san Juan, 77, 4).
En la vida eterna, la paz será perfecta, por, según las palabras de san Agustín, con las
que termina La Ciudad de Dios, «el eterno descanso no sólo del espíritu, sino
también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y
amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, pero sin fin.
Pues, ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?»(La
Ciudad de Dios,XXII,30,5)
Cuando san Agustín dio a los jóvenes los veintitrés consejos -que aquí se han
examinado y comentado acudiendo a sus muchos escritos posteriores-, hacía tres meses
que se había convertido. Puede concluirse que los consejos son el resultado de su
inicio en la posesión gozosa de Dios, después de una dificultosa aproximación a
él, desde una experiencia de un largo alejamiento.
Modelo de conversión cristiana
La conversión de san Agustín, después de la de san Pablo, es un modelo de
conversión cristiana, o del encuentro con Cristo por la fe y, como consecuencia, de un
cambio radical de vida. En los primeros días de agosto del año 386, en Milán, cuando
contaba treinta y un años de edad, el joven Agustín terminó su larga búsqueda de la
verdad y del bien que se había iniciado en los primeros años de su juventud.
En su Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud del año 2011, Benedicto XVI
expresó muy bien la inquietud que siente el joven de todas las épocas:
«La juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande ( ... ) ¿Se
trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el
hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra
cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: "Nuestro corazón está inquieto hasta
que no descansa en ti”: El deseo de la vida más grande es un signo de que él nos ha
creado, de que llevamos su "huella': Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en
un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al
amor, a la alegría ya la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido
pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida;
eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la
plenitud y la alegría» (Mensaje para la JM! 2011, 1).
«Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una cadena con la que me tenía
aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido
procede la costumbre, y de la costumbre no contradicha proviene la necesidad; y con
estos a modo de anillos enlazados entre sí -por lo que antes lo llamé cadena-, me
tenía aherrojado en dura esclavitud» (Confesiones, VIII, 5, 10).
La gracia de la conversión
San Agustín presenta su conversión, y con ella lo que implica toda conversión cristiana,
como un encontrar a Dios, pero que requiere también volverse a él, y para ello hay que
dejar lo que nos encadena el entendimiento y la voluntad.
Como se indica en la parábola de la perla, a la que alude san Agustín, el buscador de
perlas no vende todo lo que tiene y se pone a buscar la perla de gran valor, sino que
encuentra la perla y por eso lo vende todo (cf. Mt 13, 45-46). Una vez se ha encontrado
a Dios y su reino de los cielos, hay que dejar lo que comparado con ello ya no tiene
valor.
La conversión es una gracia de Dios, que toma la iniciativa; el hombre debe aceptarla y
vivir conforme a su acogida y Dios le continúa dando nuevas gracias para ello: «No es
tal el hombre que una vez creado pueda ejecutar algo bueno como propio suyo, si
abandona a quien le hizo, pues toda su acción buena consiste en convertirse hacia aquel
por quien fue hecho, y sólo por esto se hace justo, piadoso, sabio, y eternamente
bienaventurado» (Comentario a la letra del Génesis, 8,12,25).
La conversión moral de san Agustín fue también claramente obra de la gracia. Cuenta
que, como consecuencia de su debilidad, estaba indignado consigo mismo. En aquel
estado de lucha interna, en un atardecer de aquel verano, en el huerto de su casa,
acompañado de su amigo Alipio:
«Se quedó él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; pero
yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas,
brotando dos ríos de mis ojos ( ... ) Me sentía aún cautivo de mis iniquidades y
lanzaba voces lastimeras: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por
qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?» (Confesiones,
VIII, 12, 28).
Sin decidirse a tomar ninguna determinación, y sin disminuir su angustia, explica:
«He aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía
cantando y repetía muchas veces: "Toma y lee, toma y lee". De repente, cambiando
de semblante, me puse con toda la atención a considerar, si por ventura, había
alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no
recordaba haber oído jamás cosa semejante. Y reprimiendo el ímpetu de las
lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el
códice y leyese el primer capítulo que hallase» (Confesiones, VIII, 12,29).
Regresó al lugar donde todavía estaba Alipio sentado y, obedeciendo la voz infantil, abrió
al azar el libro, que antes había dejado allí, que era de las epístolas de san Pablo, y leyó:
«No en comilonas y embriagueces, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en
contiendas y envidias, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no hagáis caso de
la carne con sus deseos» (Rom 13, 13). Estas palabras, encontradas de modo tan
misterioso, y que se adaptaban perfectamente a su situación fueron el instrumento
final de la gracia: «No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di
fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad,
se disiparon todas las tinieblas de mis dudas» (Confesiones, VIII, 12,29).
Al no resistirse a la gracia de la conversión, comprobaba que con ella ya le había
desparecido el miedo de la falta de aquello a lo que tenía que renunciar, y que además
no representaba una verdadera renuncia, sino una liberación y un enriquecimiento.
Los consejos a la juventud de san Agustín son fruto de su comprensión de que la
conversión y la misma inclinación hacia ella dependen de la iniciativa divina, son una
don libre de Dios e independiente de todo mérito del hombre:
«Por lo mismo que es gracia, el Evangelio no se debe al mérito de las obras, pues "de
otro modo la gracia no es gracia" (Rom 11, 6). Este pensamiento se repite en muchos
lugares, anteponiéndose la gracia de la fe a las obras, no para anular éstas, sino para
mostrar que ellas no se adelantan a la gracia, sino la siguen, para que nadie se gloríe
de haber recibido la gracia por las buenas obras que hizo, sino que sepa que no
podría obrar bien si no hubiera recibido por la fe la gracia. Y comienza el hombre a
recibir la gracia desde que comienza a creer en Dios, movido a abrazar la fe por un
aviso interno o externo» (Cuestión a Simpliciano, 1, 2, 3).