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23 Consejos de san Agustín

a
La Juventud
(…pero validos para cualquier edad de la vida terrena…)

Eudaldo Formerít

Eudaldo Formerít, padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona

Fuente: Revista mensual MAGNIFICAT


INDICE

23 Consejos: A modo de Prólogo

1º consejo: La limpieza de corazón

2º consejo: La sobriedad

3º consejo: El amor al dinero

4º consejo: Fortaleza y conócete

5º Consejo: El enigma del hombre y la ira

6º Consejo: Las tentaciones, vigila tus sentimientos

7º Consejo: Sobre el conocimiento propio

8º Consejo: El castigo y el perdón

9º Consejo: Mejorar o Empeorar

10º Consejo: La Autoridad y la Familia

11º Consejo: Servir a los demás

12º Consejo: La corrección a los demás

13º Consejo: La enemistad

14º Consejo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan

15º Consejo: El Poder y el Amor

16º Consejo: Canta y Camina

17º Consejo: Los amigos

18º Consejo: La Autoridad y sus peligros

19º Consejo: La Soberbia y la Humildad

20º Consejo: El Orden y la Paz

21º Consejo: La búsqueda de Dios

22º Consejo: El estudio y la verdad

23º Consejo: La Oración

Final de la serie: UN MODELO DE CONVERSIÖN CRISTIANA; SAN AGUSTIN


23 Consejos de san Agustín a la Juventud
A modo de prologo
.
Agustín de Hipona, san Agustín, en el año 386, inmediatamente después del
momento milagroso de su conversión y unos nueve meses antes de su bautismo,
que fue la noche de Pascua del año siguiente, dejó su cátedra de retórica en
Milán. Habían terminado las vacaciones «vendímiales», y alegando una
enfermedad no comenzó el nuevo curso. Se retiró a una finca, situada a unos
treinta y cinco kilómetros de Milán.

En esta granja agrícola, situada en Casiciaco -actualmente Cassago- que le había


prestado su amigo profesor .de gramática, Verecundo, buscaba el sosiego, la paz
y el silencio, que sentía como necesarios para prepararse para el bautismo que
recibiría a los treinta y tres años de edad.
Un grupo de amigos
No fue solo. Siempre pensó que la búsqueda de toda verdad, dada la naturaleza
social del hombre, debe hacerse en grupo y en clima de amistad. Le
acompañaron: Mónica, su madre; su hermano Navigio; su hijo Adeodato; su gran
amigo Alipio; sus primos Rústico y Lastidiano; y Licencio y Trigecio, alumnos
suyos. Allí permanecieron hasta la Cuaresma, porque, junto con Adeodato y
Alipio, tenían que prepararse como catecúmenos, en Milán, para recibir las aguas
bautismales.
En este retiro de Casiciaco, san Agustín y los suyos pusieron en práctica un
antiguo proyecto de vida en común para buscar, también en común, la sabiduría
con el estudio y la oración.
Durante este ensayo de vida religiosa, que fue la base de su posterior y famosa
Regla, escribió varios pequeños tratados que recogían las discusiones de aquellos
días. Los dedicó y envió a algunos amigos que no habían podido hacer esta
experiencia de vivir el clásico «ocio tranquilo», ahora iluminado por la verdad
cristiana.

Ordenar su vida adulta


Estas obras, que son las primeras de su copiosa producción escrita, son las
tituladas:
Contra los académicos, sobre la verdad
La vida feliz, dedicada al tema de la felicidad
El orden, sobre la armonía que existe en la naturaleza y que debe aplicar el
hombre en su vida
Soliloquios, una reflexión propia, en forma de diálogo con un interlocutor
interior, sobre la verdad, la felicidad, el amor y la amistad, temas tratados con
sus amigos del retiro campestre.
En la tercera obra, El orden, reproduce tres conversaciones mantenidas en los
días 16, 17 y 23 de noviembre: del año 386 sobre el orden o disposición de todas
las cosas, en cuanto se ordenan o dirigen a un fin, ordenado o mandado por
Dios. El capítulo VIII, en el segundo de los dos libros en que se divide la obra,
lleva por título: «Se enseñan a los jóvenes los preceptos de la vida y el
orden de la erudición». Su objeto es mostrar a la juventud el modo de
vivir bien, de purificar el corazón, para que ordenen la vida adulta que
están iniciando. Para su formación intelectual y moral, les da veintitrés
consejos, muy breves y prácticos, que se irán exponiendo y comentando
en próximas entregas.
Importancia de los consejos
Aunque los consejos están dedicados a la juventud del siglo IV, son
completamente actuales. No es ajena a nosotros la actualidad y necesidad de las
recomendaciones venidas de “uno de los más grandes convertidos de la historia
cristiana”, tal como Benedicto XVI denominó a san Agustín en Pavía.
En la basílica de San Pedro, en Cieldoro, ciudad del suroeste de Lombardía, se
encuentran los restos mortales de este gran Padre de la Iglesia, testigo gigante
de la tradición de la Iglesia.

En las palabras del Papa en una audiencia semanal de febrero de 2008 -la quinta
alocución que dedicó al santo obispo de Hipona-, Benedicto XVI se refirió a su
«peregrinación “a Pavía, en abril del año 2007, para venerar los restos de san
Agustín. Confesó: «De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia
católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con
respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido
en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor».

En esta misma audiencia, destacó la actualidad de su figura como ejemplo que


imitar también en nuestros días. «San Agustín convertido a Cristo, que es verdad
y amor, lo siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo
ser humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios».

En otra audiencia, la segunda, manifestó: «Cuando leo los escritos de san


Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más
o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un
amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla, con su fe lozana y
actual».

Encontrar la verdad
San Agustín en su juventud vivía como todos los demás y, sin embargo, había en
él algo diferente. Como la mayoría de los jóvenes, recordó el Papa en la ciudad
italiana de Pavía «fue siempre una persona que estaba en búsqueda. No se
'contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos la vivían.
La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre. Quería encontrar la
verdad».
En la primera audiencia citada añadió el Papa: «También hoy, como en su
época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad
fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a
las inquietudes del corazón humano».
Por eso, la juventud de hoy, afirmó el Papa en Pavia, precisa también escuchar a
san Agustín y particularmente sus consejos, porque «los jóvenes, en especial,
necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en
Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus corazones
inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su interior».

Eudaldo Formerít,
Padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona
1º Consejo: La limpieza de corazón
El primero de los veintitrés consejos que da san Agustín a los jóvenes es el
siguiente:
Si te dedicas al estudio, debes mantenerte limpio de cuerpo y de
espíritu, alimentarte de comida sana, vestirte con sencillez y no
consumir superfluamente.
En la juventud, que es la época de la dedicación casi completa al estudio, debe
procurarse especialmente una dieta sana, nutritiva y equilibrada, que será, por
tanto, sencilla. La misma naturalidad debe manifestarse en el vestir. Como
consecuencia no se consumirán, adquirirán ni utilizarán los productos, bienes y
servicios de manera superflua o no necesaria y, por tanto, hay que pensar en lo
que verdaderamente se necesita.

La Castidad
Estas tres indicaciones naturales o de sentido común de este primer consejo
están precedidas de la exhortación a tener «limpio» el cuerpo y el alma que las
incluye.
Esta invitación a la «limpieza» integral se puede corresponder con la sexta
bienaventuranza evangélica: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque
verán a Dios» (Mt 5, 8).

La limpieza del hombre en el cuerpo y en el alma espiritual, cuyo núcleo más


profundo y directivo se expresa con el término «corazón», puede relacionarse
con la virtud de la castidad. El consejo sería el equivalente, en positivo e
interiorizado, al sexto mandamiento: «No cometerás actos impuros».
Toda acción contraria a la castidad -como conversaciones o miradas, la
pornografía, cualquier tipo de concupiscencia y la infidelidad matrimonial-
pertenece a la lujuria, vicio opuesto a la virtud de la castidad.

Con la lujuria, que lleva a la dispersión, el cuerpo no queda sometido al alma y


ésta deja de estar sujeta a Dios.

Se da una dualidad porque, como confiesa san Agustín, «mi cuerpo vive de mi
alma; mi alma vive de ti, Señor» (Conf. X, 20,29). Puede afirmar, por ello, que
«por la continencia somos juntados y reducidos a la unidad de la que nos
habíamos apartado derramándonos en muchas cosas» (Conf. lX, 29,40).

La castidad está conectada con la contemplación de Dios. Los lujuriosos están


casi imposibilitados para el conocimiento científico y no saben tampoco mirar lo
espiritual. La lujuria es uno de aquellos vicios que hace más vivas las imágenes
sensibles y que se fijen más profundamente. Por ello, también dificulta la
abstracción.
La pérdida de la capacidad abstractiva, que actualmente detectan muchos
educadores en la juventud, podría relacionarse con la relajación de la práctica de
la castidad.
La lujuria impide penetrar en el sentido profundo de la realidad, desde el de las
cosas hasta el de la historia. Tampoco permite ascender de lo material a lo
espiritual, ni de las criaturas al Creador, a Dios. En cambio, la virtud opuesta
dispone altamente para la contemplación intelectual, que lleva al conocimiento de
Dios.
La hipocresía
Tampoco se puede «ver a Dios» si falta la limpieza de corazón entendida en otro
sentido -que expresa una división más profunda que afecta a la propia
interioridad- que se denomina hipocresía. A la sencillez y franqueza se opone
este vicio, la hipocresía, un tipo de mentira, un faltar a la verdad que no se hace
con palabras, sino con hechos. Con esta simulación especial se aparenta
exteriormente lo que no se es en realidad.

Una postura teatral


En su comentario a la bienaventuranza de los limpios de corazón explica san
Agustín que el término hipocresía tiene su origen en las representaciones
teatrales. «Los hipócritas -escribe- no llevan en el corazón los
sentimientos que afectan a los ojos de los hombres. Los hipócritas son
ciertamente simuladores al representar personas distintas, a la manera
que sucede en los teatros» (Sermón de la montaña, 11, 2,5).

Al igual que los actores teatrales antiguos, el hipócrita se cubre con una máscara,
representa un personaje. Actúa para los demás. Su vida se convierte en una
imagen, en un espectáculo.
Sin embargo, hay una importante diferencia: en la representación teatral se
mantiene la distancia entre el escenario y la realidad; en la vida del hipócrita
queda anulada esta distinción. Los hipócritas viven ofreciendo una imagen y
están pendientes, por ello, de la mirada de los demás.

En cambio, es propio del corazón limpio «no mirar a las alabanzas humanas al
obrar bien, ni dirigir aquello que rectamente se hace a conseguirlas; es decir, que
el motivo por el cual se cumple alguna obra buena no debe ser agradar a los
hombres, porque así también podrá fingirse el bien».

Es posible caer en la hipocresía porque los demás no ven el corazón del hombre.
«Los que hacen esto, es decir, los que simulan bondad, son de corazón
doble. No tiene corazón sencillo, esto es, puro o limpio, sino aquel que,
pasando sobre las alabanzas humanas al hacer el bien, busca solamente
agradar a Dios, que es el único que penetra en la conciencia», en el
corazón o en el propio yo.

Dado que, advierte san Agustín, «por ciertos oficios de la sociedad humana
nos es necesario ser amados y temidos de los hombres, insiste el
adversario de nuestra verdadera felicidad (el diablo) en esparcir en
todas partes como lazos estas palabras: "¡Bien, bien!", para que,
mientras las recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos
de poner, Señor, en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la falsedad
de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo
tuyo, sino en tu lugar» (Conf. X, 36, 59).

El hipócrita no solamente falta a la veracidad y a la caridad hacia los demás, que


quedan reducidos a meros admiradores, sino también a la fe, porque parece
confiar más y dar mayor importancia a los hombres que a Dios. Sin ser veraz y
con poca o ninguna fe, no se puede ver a Dios.
La limpieza interior es imprescindible, porque «La purificación del corazón es
la del ojo con que se ve a Dios» (Sermón de la montaña, II, 1, 1).

2º Consejo: LA SOBRIEDAD
El segundo consejo que da san Agustín a la juventud de todos los tiempos que
aparece en El orden, una de sus primeras obras, es que en la vida del joven «a
la sobriedad en las costumbres le debe corresponder la moderación en
las actitudes, la tolerancia en el trato, la honradez en el comportamiento
y la exigencia para consigo mismo» (Cáp. 8, 25).

Después del consejo anterior, dedicado a la pureza interior del hombre, o


limpieza de corazón, dedica este segundo a la virtud de la sobriedad, que implica
la moderación en todas las costumbres, desde la comida y la bebida hasta la
manifestación de las palabras, ademanes y todas las relaciones con los otros
hombres. A esta virtud, se le puede también llamar templanza, una de las cuatro
virtudes, denominadas cardinales o principales, que, como ya enseñó el filósofo
griego Platón, dirigen las líneas fundamentales del buen obrar humano.

La humanidad de la templanza

Debe notarse igualmente que cuando san Agustín se refiere a esta virtud o a
cualquier otra, no lo hace considerándolas como algo abstracto que no tiene
incidencia en la vida humana, sino que, por el contrario, las evoca como hábitos
y actos que configuran el comportamiento humano concreto. No habla de la
sobriedad o de la moderación, sino del hombre o del joven «moderado».

En el hombre moderado la razón predomina sobre las pasiones o impulsos


afectivos del corazón, los deseos, las necesidades y, sobre todo, la sensualidad.
Con ello no quiere decirse que la persona sobria no pueda tener o expresar sus
propios sentimientos, o que no pueda gozar.

La virtud de la sobriedad no le hace insensible, como si fuera de piedra o de


hielo, como pretendían los antiguos filósofos estoicos. Simplemente le lleva a que
no los deje pasar del justo límite que marca la razón. La renuncia a la vigilancia
de la razón, como ocurre, por ejemplo, en una víctima del alcohol o de la droga,
desemboca en la esclavitud de las pasiones y de la vida afectiva, en vivir como si
se hubiera perdido la propia humanidad, el ser verdaderamente racional y social
y, en definitiva, ello conduce a dejar de ser plenamente hombres.

El respeto de la riqueza del cuerpo y de su emotividad

Tampoco la sobriedad quita la espontaneidad del ser humano. La moral enseñada


por san Agustín, la moral cristiana, respeta toda la inmensa riqueza del cuerpo y
de su emotividad, con sus afectos y pasiones, que son tan variadas y distintas en
cada uno de los hombres y de la mujeres, con su especial y propia sensibilidad.

Con el dominio de sí por la virtud de la templanza, estos aspectos de la persona


se colocan en el lugar adecuado, tal como les corresponde en el orden de la
naturaleza humana. Se les da así un valor mayor, pues si se les permite que
enajenen nuestra interioridad y la dominen, pasan a convertirla en víctima de un
despotismo inhumano.
Lo confirma el hecho de que la falta de la virtud de la templanza o de la
sobriedad perjudica la salud, tal como revelan las estadísticas médicas, y
además, con frecuencia, con una gravedad irreversible, tanto física como
psíquica. La vigilancia racional que impide el abuso de los deseos sensibles es la
que permite que el joven pueda adquirir una espontaneidad madura, una libertad
plena, una libertad que no se concreta en una mera elección arbitraria, sino una
libertad que elige para su propio bien. Hay que alcanzarla con un trabajo
laborioso de autodominio o, como dice san Agustín, siendo «exigente» con uno
mismo, con esfuerzo personal.

La paz interior y el amor a Dios


Con la sobriedad se consigue la paz, el bien siempre buscado por el hombre en
todas las edades de su vida. San Agustín da de ella la siguiente definición, que ya
se ha convertido en un clásico: «La paz de todas las cosas es la tranquilidad
del orden». Se designa en ella, por una parte, la paz personal o paz interior,
conseguida con la ordenación de todas las tendencias e impulsos.
Por otra, la paz social o exterior, que es «la concordia bien ordenada en el
gobierno y en la obediencia de sus ciudadanos» La Ciudad de Dios,19,13, 1.
Esta última es la que posibilita la paz personal o individual. Sin embargo, la
primera es más perfecta. Para que se dé la paz social no es absolutamente
necesaria la paz interior, pero con ella la paz social se alcanza de forma más fácil
y duradera.

La templanza tiene así importancia individual y social. Puede decirse que sin
sobriedad no hay ningún tipo de paz. De la misma manera que la paz es un
quehacer sobre uno mismo, mediante el autodominio que facilita la virtud y los
actos de la templanza, también los demás deben ayudar a cada persona con la
educación.

Esta es la intención de san Agustín al dar estos consejos a los jóvenes. Él mismo
era joven -tenía treinta y dos años- y conocía muy bien a los jóvenes. A los
veinte años, había abierto una escuela en Cartago y ocho años más tarde había
establecido otra en Roma. Un año después, enseñaba en una cátedra en Milán.
Cuando preparó este escrito después de haberse convertido, todavía ocupaba
esta importante plaza oficial.

Gracias a la templanza, el hombre puede conocer y amar al verdadero fin último,


bien supremo y felicidad, o dicha infinita y eterna. Toda virtud lo posibilita e
incluso se puede definir por ella. «Como la virtud es el camino que conduce
a la verdadera felicidad -escribe san Agustín-, su definición no es otra que
un perfecto amor a Dios».

Desde esta perspectiva nuclear y esencial, añade: «Se puede decir que la
templanza es el amor que se conserva íntegro e incorruptible para solo
Dios» (De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los
maniqueos, 15,25) porque permite «despojarse del hombre Viejo y vestirse del
Nuevo. Ésta es la función de la templanza: despojamos del hombre viejo y
renovamos en Dios» (Ibíd., 19, 36).
3º Consejo: El amor al dinero
Puede parecer extraño que san Agustín coloque en el tercer lugar de los
veintitrés consejos que da a los jóvenes el evitar el amor desordenado a las
riquezas. Les dice: «Ten siempre presente que la obsesión por el dinero es
veneno que mata toda esperanza».

Es innegable que da gran importancia a este aspecto al indicar que deben tenerlo
en la mente, sin olvidarlo, para que así puedan recordarlo en todos los
momentos; dice que si, por el contrario, lo único que ocupa la mente es el deseo
del dinero, lo que se posee es un veneno., algo qué en nuestro interior produce
un grave trastorno y hasta la muerte. En este caso, la avaricia actúa como un
tóxico que disminuye o destruye la esperanza y, por tanto, lleva a la
desesperación.

Materialismo y hedonismo.-
Además de su valor intrínseco, este consejo era de capital importancia por las
circunstancias en que vivían los jóvenes de la época del santo doctor de la
Iglesia. La juventud de Italia y del mundo civilizado de entonces estaba educada
en el materialismo y rodeada de un ambiente completamente hedonista y
obsesionado con el placer.
Antes de su conversión, en su época de estudiante en Cartago, la gran capital
romana del norte de África, el mismo san Agustín vivió una existencia frívola,
disipada y despreocupada, en correspondencia total con una visión materialista
de la que a veces, por la misma superficialidad que implica, no se es plenamente
consciente.
Tampoco se libró del materialismo cuando después, como también era frecuente
entonces, cayó en la redes de una secta muy extendida: el maniqueísmo. Los
maniqueos, como la mayoría de las sectas, enseñaban y practicaban una
ideología materialista y hedonista. El alma e incluso lo divino eran concebidos
como realidades materiales. En el maniqueísmo no había lugar para lo
espiritual.
No es necesario advertir que el paralelismo con nuestro mundo es manifiesto y
con ello la actualidad de este tercer consejo agustiniano.
El amor desordenado al dinero o a las riquezas representadas en él es el
vicio que se llama avaricia, palabra que significa «avidez de metal» o
ansía de dinero.

La avaricia hace buscar y conservar con vehemencia el dinero. Las riquezas, en


cuanto que son necesarias para la propia vida, no son malas, y el ser humano las
desea precisamente porque le son necesarias. El mal está no en su uso, sino en
la inmoderación que las hace ser consideradas no como un medio, sino como un
fin último que se antepone a la justicia y al amor para con Dios y el prójimo.

La avidez del dinero, raíz de todos los males.-


Afirma, por ello, san Agustín que «si el principio de todo pecado es la
soberbia, la raíz de todos los males es ciertamente la avaricia»
(Exposición sobre la 1º epístola de san Juan, 8, 6).

La soberbia consiste en el deseo inmoderado de la propia excelencia. Es el


pecado que da dirección o finalidad a todos los demás, que pueden considerarse
como medios para conseguir el fin que se propone la soberbia. San Agustín cita,
poco antes de su afirmación, la frase bíblica: «La soberbia es el principio de
todo pecado» (Eclo 10, 15). También esta otra del Nuevo Testamento: «La
avaricia es raíz de todos los males».(1 Tim 6, 10). Las riquezas ayudan al
hombre a caer en cualquier pecado, al que alimentan como la raíz de un árbol.
Parece que sean unas raíces generales y hasta infinitas. Por este aparente
carácter infinito de las riquezas pensamos que lo podemos conseguir todo.

Inmundicia del corazón.-


La avaricia, que «no es otra cosa que desear más de lo que se necesita»
(Exposición, 8, 6), en realidad implica cargarse de lo que no es necesario.
Podemos preguntarnos, como hace san Agustín, en uno de sus sermones:
«¿Para qué, siendo tan breve el camino, llevar tanto bagaje que más que
ayudar a llegar al fin te sirve de impedimento para que no llegues
jamás?. Es bien extraño lo que pretendes: te cargas, y no ves que lo
mucho que llevas te oprime en el camino, ya que sobre la carga del
dinero se te echa encima, la de la avaricia; pues la avaricia es la
inmundicia del corazón».

Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más bajos entre todos
los bienes, la avaricia es un vicio repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca,
como lo ha manifestado la literatura, se ha justificado su maldad y fealdad, pues
«todas las literaturas y escuelas han condenado la avaricia».

En las riquezas no puede encontrar el hombre la felicidad. Desplegando todo su


atractivo mienten. Se descubre su engaño porque, al estar sometidas al azar, no
dan seguridad. No ocurre así con los bienes espirituales. Añade, por ello, nuestro
autor: «Fortifica tu arca interior, que es tu conciencia. Allí es donde
tienes esas riquezas que no pueden ser robadas ni por los ladrones, ni
por los enemigos, ni por los piratas; ni, finalmente, por el mar aunque
naufragues, porque, aunque salieras del mar desnudo, no dejarás de
salir lleno por dentro».
Una verdadera «tirana»
Para mantener su engaño, la avaricia «a veces se sirve de otro motivo:
"Atesora, te dice, para el porvenir". Pero, hay que replicarle: "¿Qué
porvenir es ése? Seguramente se reduce a muy pocos días y muy
inciertos". Si insiste en decir: "Piensa en tu futuro", respóndele: "¿Para
qué futuro, oh avaricia, si hablas a quien está ya muriendo?"»
En general, la riqueza encierra al hombre en lo material, en lo terreno, y le hace
olvidar que puede morir en cualquier momento y que en todo caso tarde o
temprano tendrá que dar cuentas de su vida.

No se le condenará por el hecho de tener riquezas, sino por el uso que ha


hecho de las mismas. La avaricia, como verdadera «tirana», le ha hecho
«siervo del desorden». En cambio: «Si eres señor del oro, sabrás hacer con
él cosas buenas; si eres siervo, el oro se servirá de ti para el mal».

El remedio proporciona esperanza porque, como nos dice san Agustín en un


sermón: «Ama las riquezas celestiales y desde ahora quedarás saciado:
no está escondida la fuente de donde manan; basta tener abierto el
corazón. El corazón se abre con la llave de la fe» (Sermón 177, 1-4).
Es ésta una llave que verdaderamente hace rico, feliz y esperanzado.
4º Consejo: Fortaleza y conócete
San Agustín, en el pasaje en que da veintitrés consejos a la juventud,
recomienda: «No actúes con debilidad, ni tampoco con audacia».
En este cuarto consejo, al desestimar los vicios de la cobardía y la audacia
temeraria, se pide que las acciones se emprendan desde la virtud de la fortaleza.
En los tiempos nada fáciles que nos ha tocado vivir, es importante reflexionar
sobre esta virtud. Ella sitúa los deseos de bienes difíciles en el orden de la razón
iluminada por la fe, lo cual permite superar el miedo y moderar la audacia
imprudente.
Los enemigos del hombre
San Agustín, comentando el versículo 24 del salmo 104 (la tierra está llena de
tus criaturas), escribe: «La vida presente está combatida por las olas de las
tentaciones, agitada por las tempestades de las tribulaciones y turbada
por las borrascas de las pasiones, pero no hay otro camino». La vida está
llena de estas tres clases de peligros, uno interno y dos externos.

No se puede dejar de permanecer Y avanzar por este mar de dificultades.


«Aunque el mar se agite, se embravezcan las olas y rujan las
tempestades, por él hay que pasar».

Es natural que la travesía por este mar hostil y peligroso produzca temor. Se
puede caer en la «debilidad» de ánimo, por carecer de energías suficientes para
resistir y afrontar estos peligros continuos.

Esta cobardía con la que, como pide san Agustín en este cuarto consejo a la
juventud, no se debe actuar nunca se puede relacionar con el llamado respeto
humano. Por el miedo al qué dirán, que es otra potente ola de este mar
tenebroso del mundo, muchas veces dejamos de practicar el bien o incluso nos
dejamos llevar conscientemente por las olas.

Los peligros del vicio


Además de este vicio por defecto de valor, hay otro vicio que se da precisamente
por exceso de éste y que se materializa de dos formas: la indiferencia y la
temeridad.
Con la primera actitud se ignoran los peligros de nuestro propio desorden
interior, de los atractivos del mundo y de los engaños del espíritu del mal. No se
les teme debiendo hacerlo.
Con la segunda, nos exponemos a estos peligros imprudentemente y sin causa
justificada. Siempre se pueden presentar de una manera imprevista y repentina,
pero el temerario no se protege o les sale al encuentro por necedad o por
soberbia.
San Agustín en el consejo dice también que no debe actuarse con esta audacia
temeraria, porque, al igual que la cobardía, finalmente es vencida por las
contrariedades, las adversidades y los obstáculos de todo tipo que aparecen en la
mar de la vida.
Para que el hombre pueda tener siempre y en toda la virtud de la fortaleza que
permite resistir frente al mal e incluso, cuando es posible, atacar a nuestros
enemigos del alma con el bien, reprimiendo o exterminando el mal, necesita la
ayuda de Dios.
Por ello, añade en este comentario: «Mientras peregrino en esta tierra de los
que mueren, elevo a ti mis clamores y digo: (...) eres mi esperanza en la
tierra de los que mueren y mi herencia en la patria de los que viven (...)
Aunque me encuentre en medio del mar ya agitado por las olas, me
considero seguro. No te duermas, Señor; y si te duermes, te despertaré
para que des orden a los vientos, calmes el mar y yo pueda gozar en el
arribo a la patria» (Enarraciones sobre los Salmos, 103, IV, 4).

La búsqueda de Dios
Se podría preguntar a san Agustín dónde encontrar a Dios para que nos
proporcione apoyo, seguridad y fortaleza de cara a navegar y luchar contra este
mar. Su respuesta es muy sencilla y fácil: en el hombre mismo. En su famosa
autobiografía espiritual, Las Confesiones, nota que debe seguirse el viejo
imperativo de Sócrates: «Conócete a ti mismo».
Sin embargo, san Agustín descubre que para conocerme a mí mismo, para llegar
a mí mismo, a mi propio yo, debo encontrar a Dios. Si estoy lejos de mí mismo,
estoy lejos de Dios; y a su vez si estoy alejado de Dios, estoy alejado de mí
mismo, pierdo mi verdadera identidad y sólo me encuentro con oscuridad.

El imperativo agustiniano es, por ello: «No quieras salir fuera de ti; vuelve a
ti mismo» porque «en el interior del hombre habita la verdad» (De la
verdadera religión, 39,72). Reconocerá después en Las Confesiones: «Tú
estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo más
sumo mío» (Confesiones, III, 6,11).
En la propia intimidad se descubre que Dios está más cerca de mí que yo mismo.
Dios está en lo más profundo de mi interior en una misteriosa presencia, pero
más auténtica y real que mi propia intimidad.
En otro pasaje de esta obra en la que los hombres, como decía Juan Pablo Il, «se
han encontrado y se siguen encontrando así mismos» (Augustinum
hipponensem, 1), san Agustín, refiriéndose a su vida antes de su conversión
milagrosa, decía: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me
había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¿cuánto menos a
ti?» (Confesiones, V, 2, 2).
Había salido fuera de sí mismo, pero su conversión fue precisamente dejar la
extroversión, la disipación exterior y dispersión y encontrarse con Dios en la
interioridad.

Inmediatamente después de morir, cuando Dios juzgue la sucesión de toda


nuestra vida consciente y moral, y nos muestre nuestro destino eterno, infierno,
purgatorio o cielo, nos daremos cuenta claramente de esta presencia constante
de Dios durante toda nuestra vida. Se nos manifestará entonces que su
presencia y realidad era más verdadera que nuestro propio ser.

También se advertirá que, cuando se ha ofendido a Dios por el pecado, se ha


hecho ante él cara a cara y que siempre se podía recurrir con confianza a este
Dios amantísimo para recibir su gracia.

En nuestro juicio particular, en definitiva, se experimentará con total intensidad


la famosa frase del primer párrafo de Las confesiones: «Nos hiciste, Señor,
para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»
(Confesiones, 1, 1, 1).
5º Consejo: Enigma del hombre y la ira
En su famosa autobiografía espiritual, Las confesiones, nota san Agustín que el
hombre para sí mismo es «un gran enigma» (Confesiones, IV, 4, 9), porque,
como dice también más adelante, «el hombre es un gran abismo» (lb., 14, 22}.
Gran enigma y gran abismo que sólo Dios resuelve, ilumina y colma.

Misteriosamente alienado de sí mismo, descubre y reencuentra su propio yo, su


verdadera identidad, desde la luz y el bien de Dios, que satisfacen sus ansias
siempre crecientes de conocimiento y de felicidad. Desde esta iluminación, se
advierte el mal que hay en nuestro interior, fruto del pecado original y de los
propios pecados personales. No necesitamos observar a los demás, para
descubrir la maldad y la atracción que ésta ejerce en el hombre; mi
propio yo descubre esta tentación claramente.

La ira justa
Una de las manifestaciones del mal son los distintos grados de la ira, pecado
capital u origen de otros muchos. Desde el mal humor, el pesimismo y la
amargura, hasta la sospecha de la intención de los demás, los celos y el recordar
las injurias recibidas.
La ira se manifiesta gradualmente desde la impaciencia, el menosprecio
y la dureza hacia los otros hasta la irritación, el furor y la violencia. Por
ello, uno de los primeros consejos que da san Agustín a los jóvenes, el quinto
exactamente es: «Aleja de ti toda ira o trata de controlarla cuando corrijas
las faltas de los demás» (Sermón 58,8).
Según nuestro famoso converso, «la ira es el deseo de venganza». Debe
notarse que la ira es justa y hasta santa cuando está motiva por defender los
derechos de otros, especialmente la santidad y la soberanía de Dios. Así se ve en
muchos personajes bíblicos, y en el mismo Jesucristo en varias ocasiones,
recordemos su reacción con los fariseos y al arrojar a los mercaderes del templo

La justicia vindicativa de Dios


Puede incluso hablarse de la ira de Dios. Así aparece en la liturgia de la Iglesia.
La famosa oración de la Misa de difuntos, titulada «Día de ira» (Dies irae), en
que se recuerda a Cristo Juez y el juicio final, comienza con estas estrofas: «¡Día
de ira aquel que consumirá al mundo por el fuego, reduciéndolo a
cenizas, como canta David con la Sibila! ¡Cuán grande será el temor
cuando aparezca el justo Juez dispuesto a escudriñarlo todo hasta el
menor detalle!» Sobre esta justicia vindicativa de Dios, san Agustín, en una
obra de respuesta a una consulta de Simpliciano, el monje milanés que le ayudó
en su conversión, explica:
«A pesar de que la ciencia divina dista tanto de la humana, que es
irrisoria toda comparación, con todo, a ambas se da el mismo nombre de
ciencia; y la humana es de tal naturaleza, que, según el Apóstol, será
destruida(1 Cor 13, 8), lo cual no puede decirse de ningún modo de la de
Dios.
Análogamente, la ira en el hombre es turbulenta y llena de tortura el
ánimo, pero Dios, permaneciendo siempre tranquilo y con admirable
equidad, ejecuta su justicia vindicativa en la criatura que le está sujeta
(...) Quito todo movimiento turbulento, de suerte que sólo quede la
justicia, y de algún modo llego al atisbo de lo que se llama la ira de Dios»
(Sobre diversas cuestiones, 11, 2, 3).
La ira injusta y el odio
La ira injusta es la que va contra la justicia y la caridad, y « cuando se hace
duradera se convierte en odio» (Sermón 58,8)
Refiriéndose a la parábola de Jesús de la paja del ojo ajeno que se pretende
quitar aun teniendo una viga en el propio (cf. Lc 6,41), indica San Agustín que
«la ira es una paja, el odio una viga; si a la paja se la alimenta, llega a
ser viga» (Sermón 49, 7).
En consecuencia, al «corregir» a los demás, tal como se dice en este consejo a la
juventud, dirá san Agustín:
«Lo primero que has de hacer es arrojar el odio de tu corazón: esta es la
viga que es preciso quitar de tu ojo. Gran diferencia hay entre un ojo
ofuscado y un ojo apagado; la paja ofusca, la viga apaga» Sermón 82, 2).
Para que la reacción airada sea razonable o proporcionada debe ser justa por el
objeto o motivo, moderada en cuanto al ejercicio o ejecución, y buena o
caritativa en la intención.
Si no procuramos ser amables, afables, permanecer serenos, olvidar las
injurias o evitar provocar la ira de los demás, si no intentamos que las
pasiones o el fanatismo no nos dominen, en definitiva, si no tratamos de
vivir la virtud de la mansedumbre, caeremos en el pecado de la ira.

Desde la ira se llega al odio, que es distinto a la ira pero está en continuidad
con ella. «Hay bastante diferencia entre el pecado del que se deja
dominar por la ira y la crueldad del que odia: nos airamos con nuestros
hijos, pero ¿quién es el que los odia?» (Sermón 82,3).
El odio es el mayor pecado contra el prójimo. «¿No has oído lo que se lee en
la carta de san Juan?: "El que odia a su hermano es homicida" (1 In
3,15) ... ¿Dices que amas a Cristo? Pues guarda su mandato de amor a tu
hermano, porque si no amas a tu hermano, ¿cómo podrás amar a aquel
cuyo mandato desprecias?» (Explicación de la Carta de san Juan, 91.11).
El perjuicio espiritual a si mismo
Además, el mal del odio y, en su grado correspondiente, la irritación vuelve sobre
el propio autor o agente.
« ¿Qué daño puedes hacer al que odias? Puedes quitarle el dinero, pero
no le perjudicaras en su crédito. Puedes quitarle la fama, pero no
lograrás mancillar su conciencia. Todo lo que hagas contra tus hermanos
será externo; en cambio, considera el prejuicio espiritual que te haces a
ti mismo. Te conviertes en tu mayor enemigo cuando odias a tu prójimo
(...).Mira a ver quién ha perdido más: él ha perdido una cosa perecedera
y tu te has perdido a ti mismo» (Sermón 82,3).
El remedio decisivo está en aprender de Cristo, Dios verdadero, modelo
incomparable de mansedumbre, que era y se definía como «manso Y humilde de
corazón» (Mt 11, 29). San Agustín, que tuvo la gracia de descubrirlo en su
interior, le dirigió esta famosa oración:
«Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú
estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre
esas cosas bellas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían.
Me llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; gusté
de ti y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz»
(Confesiones X, 27, 38).
6º Consejo: Las tentaciones, vigila tus sentimientos
El sexto consejo de san Agustín, a los jóvenes, a los de su época -a los que tan bien
conocía por su relación directa con ellos como profesor y porque era también joven- y a
los de todos los lugares y tiempos, es:

«Sé el centinela de ti mismo: vigila tus sentimientos y tus deseos para que no
te traicionen» {El orden, II, 8).

Al pedir al joven que sea centinela , le invita a que se comporte como el soldado, que
vigila desde su puesto y que está alerta, observando y dispuesto a luchar para que no
entre el enemigo y cause daños en lo vigilado.
El enemigo en este caso es múltiple: hay uno interno, el propio egoísmo o el amor
desordenado de sí mismo, y dos externos: por un lado, el demonio que intenta
atraer a los hombres hacia el mal y, por otro, el ambiente que nos rodea en
forma de escándalos, malos ejemplos, consejos e insinuaciones y todo lo que,
en general, patrocina y anima el mal.

La lucha interior
Los ataques del enemigo son inevitables. El hombre está muchas veces con el «corazón
angustiado» (Com. Sal 61, 4), porque:
«Nuestra vida en este destierro no puede estar sin tentación, ya que nuestro
adelantamiento se lleva a cabo por la tentación. Nadie se conoce a si mismo
sino es tentado; ni puede ser coronado si no vence, ni vencer si no pelea, ni
pelear si le faltan enemigo y tentaciones» (Com. Sal. 60, 3).

Dios permite las tentaciones, para que se obtengan estos y otros bienes. Las tentaciones
afectan a nuestro corazón, a nuestra interioridad, con sus facultades. Sus ataques se
manifiestan, como se dice en este sexto consejo, en forma de «sentimientos», en el
sentido de representaciones intelectuales, imaginativas o sensibles, y de deseos de la
voluntad y del querer sensible.

Por su variedad y cantidad, puede decirse que:


«Un hombre solo lucha en su corazón contra una turba. Tienta la avaricia,
tienta la lujuria, tienta la voracidad, tienta la misma alegría mundana; todas las
cosas tientan. (...) Luego, ¿dónde habrá seguridad? Aquí jamás; en esta vida
nunca, a no ser únicamente en la esperanza de las promesas de Dios.»

El centinela tiene siempre a los enemigos intentando atacarle desde dentro. Le dice, por
ello, san Agustín:
«Excluye, si puedes, de tu corazón todos los malos pensamientos. Que no entre
en tu corazón ninguna mala sugestión.”No consiento”, dices. Pero sin embargo
entró para tentarte. Todos queremos tener defendidos nuestros corazones para
que no entre nada en ellos que sugiera el mal. ¿Quién sabe donde entra?.
Únicamente sabemos que luchamos cotidianamente en nuestro corazón.» (Com.
Sal. 99, 11).

Modos de vencer
La tentación no es lo mismo que el pecado, aunque puede llevar él. Los deseos que se
experimentan, e incluso la complacencia indeliberada que pueden provocar, sin el libre
consentimiento de la voluntad no son pecados. Sólo se da el pecado cuando se
consuma la tentación con la libre aceptación de la voluntad, que la admite,
aprueba y retiene. Sentir no es consentir.

En cualquier caso, la tentación nos impide estar en una paz perfecta. Si se vence una
tentación, se puede preguntar:
«¿Cuál es el bien que hago? El no consentir al mal deseo. Hago el bien, pero no
en su perfección; también con ese deseo, mi enemigo obra el mal, pero no en
su plenitud, ¿Cómo es que hago el bien, pero no en su perfección? Hago el bien
cuando no consiento al mal deseo, pero no tan en plenitud que carezca
totalmente del deseo. Lo mismo respecto a mi enemigo. ¿Cómo realiza el mal,
aunque no en su plenitud? Obra el mal, porque el mal deseo existe; pero no en
su plenitud, porque no me arrastra hacia él. En esta guerra se cifra toda la vida
de los santos» (Serm. 151, 6).
La vigilancia activa
El hombre debe luchar siempre contra las tentaciones, que existen mientras
vivimos en este mundo. No tienen fin mientras existimos; pueden disminuir,
pero no desaparecer. En esta lucha han estado durante toda su vida los santos.

Por el peligro que entrañan las tentaciones, hay que evitar sufrir sus ataques, no
exponiéndose voluntariamente y procurando tomar las cautelas necesarias. La vigilancia
activa, propia del buen centinela, es una de ellas.
Además de vigilar se debe orar, que es la mejor vigilancia. El mismo Señor nos dice
«Vigilad y orad para no caer en tentación» (Mt 26,41). Por la oración depositamos
en nuestro ángel de la guarda y en los santos, a quienes nos encomendamos para que
intercedan por nosotros, nuestra confianza en Dios y en la Virgen María.
«Digamos a Dios: "No resbale mi pie. El que nos guarda no duerme". En nuestro
poder está, dándonoslo Dios, conocer si hacemos de nuestro guardián a Aquel
que no dormita ni duerme y que guarda a Israel ¿A qué Israel? Al que ve a
Dios. Así vendrá el auxilio del Señor» (Com. Sal. 120, 14).
Consecuentemente, también hay que ser sobrio o moderado en las cosas de este
mundo. Tal como nos advierte la Escritura: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro
adversario, el demonio, anda alrededor de vosotros como un león que ruge
buscando a quien devorar» (1-Pe 5,8).
En este sentido comenta san Agustín:
«Hay también algunos que no duermen, pero dormitan. Se apartan algo del
amor de las cosas temporales, mas de nuevo vuelven al afecto de ellas;
cabecean como adormilados. Despierta, espabila, pues, adormilándote, caerás»
(Com. Sal, 131, 8),
Por último, hay otros que no intentan vencer la tentación, ni antes ni durante su embate,
y caen en ella, aunque sea débil:
«¿Y qué puedo decir de los impúdicos, que ni siquiera luchan? Vencidos, son
arrastrados, ni siquiera arrastrados, porque se van libremente. Ésta, repito, es
la batalla de los santos; en esta guerra el peligro es constante hasta que llegue
la muerte» (Serm. 151,6)

La última tentación
No obstante, aun en este caso, el que ha tenido la desventura de ser vencido, debe
continuar la lucha, porque queda la posibilidad del arrepentimiento. Conserva su corazón
y puede ser su centinela; aprendiendo la lección para próximas ocasiones. El
endurecimiento del corazón durante el estado de peregrinación por la tierra nunca es
completo, como lo es el de los condenados en el infierno.
El pecador empedernido tiene siempre la posibilidad de convertirse.
«Aunque se trate del más grande pecador, no hay que desesperar mientras viva
sobre la tierra» (Retr. 1, 19,7):
Debe superar la última tentación que es la de la desesperación. Debemos tener
siempre una gran confianza en la bondad y misericordia de Dios. La fe viva en
la misericordia de Dios nos hace creer que no rechaza jamás al pecador
arrepentido, por gravísimos e innumerables que hayan sido los crímenes y
pecados.
7º Consejo: Sobre el conocimiento propio
Relacionado con el consejo anterior sobre la vigilancia sobre sí mismo por los
ataques de las tentaciones, el siguiente que da san Agustín a 1os jóvenes, es
sobre el conocimiento propio. Es muy breve:

«Reconoce tus defectos y procura corregirlos».

Necesidad del conocimiento propio

Para corregirnos de nuestras imperfecciones, debilidades, faltas y


pecados es necesario el conocimiento de nosotros mismos.

Por, una parte, no se puede luchar contra las propias miserias si no se


conocen o se hace sólo de una manera vaga y confusa.

Por otra, es preciso conocer también las buenas cualidades que se poseen
y que Dios nos ha dado para poder fomentarlas, perfeccionarlas y
practicar las virtudes.

El conocimiento de sí tiene que ser verdadero y muy claro. De lo contrario se


corre el peligro de forjarse una imagen superior de sí mismo y caer en un
engreimiento y en una vanidad, que lleva a un optimismo estéril, porque si uno
se cree perfecto no se preocupa de rectificar y se para en el camino de su vida.

Escribe san Agustín: «Somos caminantes. Diréis: "¿Qué significa caminar?"


Os respondo en pocas palabras: “Avanzar”, no sea que, por no entenderlo,
caminéis con mayor pereza. Avanzad, hermanos míos. Cuando digas: "Es
suficiente", entonces pereciste».
Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te
pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. El que se para no
avanza. El que añora el pasado vuelve la espalda a la meta. El que se
desvía pierde la esperanza de llegar. Es mejor ser un cojo en el camino
que un buen corredor fuera de él» (Sermón 169, 18).

También es posible, por falta de un exacto conocimiento de la interioridad una


concepción exagerada de nuestros vicios y pecados, una actitud pesimista que
lleva al desaliento y, como consecuencia, también a la inacción.

Cuando nuestro conocimiento es verdadero o adecuado a lo que realmente


somos, ello nos lleva:
en primer lugar, a sentir y lamentar nuestros malos hábitos y a los
pecados a los que tendemos, inclinación que se incrementa con su
actualización al pecar.
Comentando los versículos Yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo
ante mí; contra ti, contra ti solo pequé, y he hecho lo que es malo a tus ojos del
salmo 50 o «Miserere”, dice san Agustín: «Sintamos disgusto de nosotros
mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no
estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro
disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con
la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor»
Juzgar mal
En segundo lugar, el conocimiento verdadero de nuestro yo, de cómo
somos delante de Dios, hace que no podamos juzgar como malas las
intenciones y la conducta de los demás.
Con el conocimiento de nuestras propias miserias, es más fácil no hacer juicios
negativos sobre los demás y comprender que la mayoría de las veces hacemos
juicios temerarios o basados en indicios insuficientes.

«Yo reconozco mi delito», dice el salmista. Si yo lo reconozco, dígnate tú


perdonarlo. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos
rectamente y sin pecado.
Lo que da testimonio a favor de nuestra vida es el reconocimiento de
nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de
atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás.
No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse
excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás.
No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice:
Yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí.
El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo,
y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior.
No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir
perdón».
Perdón y gracia
En tercer lugar, la conciencia de lo que somos y hacemos realmente lleva a
pedir perdón a Dios. « ¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer
contigo mismo para que Dios te sea propicio. Si te ofreciera un holocausto -dice
el salmo-, no te agradaría. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin
sacrificios? De ningún modo: El sacrificio grato a Dios es un espíritu
quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias».
Éste es el sacrificio que has de ofrecer. Busca en tu corazón la ofrenda grata a
Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al
quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Para que sea creado este corazón puro hay que quebrantar antes el impuro»
(Sermón 19,2-3).
Además de servir para llevarnos al quebrantamiento o arrepentimiento por
nuestra ingratitud, por las resistencias a su gracia y por todas nuestras ofensas,
el conocimiento de lo que somos sirve, por último, para pedir humildemente la
gracia de Dios, imprescindible para la corrección de nuestra vida.

Aseguraba san Agustín, y lo asumió el concilio de Trento citándolo (Dz 804), que
a los hombres: «Dios no los abandona con su gracia si no es abandonado
antes por ellos» (Naturaleza y gracia, 26, 29).
Siempre hay que tener confianza en Dios, porque «aunque se trate del
más grande pecador, no hay que desesperar mientras viva sobre la
tierra» (Retractaciones, 1 19,7).

Su gracia, fruto de su misericordia, me devolverá la libertad que pierdo con mis


imperfecciones, porque «la gracia de Dios no anula la humana voluntad,
sino que de mala la hace buena y luego la ayuda en la práctica del bien;
el querer de los hombres está siempre en las manos de Dios. Él lo inclina
a donde quiere y cuando quiere» (Gracia y libre albedrío, 20, 41). .
8º Consejo: El castigo y el perdón
Puede producir cierta extrañeza que uno de los consejos de san Agustín a la juventud, el
octavo, diga: «No seas excesivo en el castigo, ni tacaño en el perdón».
Los jóvenes parece que no están en situación de castigar, ni tampoco de perdonar, sino
más bien, por su situación familiar, de estudios o de trabajo, de sufrir castigos de algún
modo y de recibir el perdón.
No obstante, debe tenerse en cuenta que, en este octavo consejo, se habla del castigo y
del perdón en un sentido genérico, aplicable a todas las relaciones personales que, sin
duda, son muy variadas y vivas en la juventud.
El castigo en el amor
Para comprender la manera de utilizar el castigo y el perdón aconsejada por san Agustín,
es útil comenzar por el sentido que les da en el ámbito de la educación. Considera al
castigo como un medio educativo, siempre que se emplee de una manera
ponderada, equilibrada y, en definitiva, justa.

Existe un claro sentido de la justicia en todo hombre y más consciente en la juventud,


porque la conciencia no ha estado tan expuesta a la adulteración. En general, los
jóvenes, al igual que los niños, aceptan el castigo cuando consideran que es merecido.
Lo ideal en todo proceso educativo sería no recurrir nunca al castigo, pero a veces es
necesario para corregir una mala conducta.

Refiriéndose a los padres, dice san Agustín: «Tú educas a tu hijo, y lo primero que
haces, si te es posible, es instruirle en el respeto y en la bondad, para que se
avergüence de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante
hijo te causa alegría.
Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le causarías dolor, pero
buscando su salvación. Muchos se corrigieron por el amor; otros muchos, por el
temor; y por el pavor del temor llegaron al amor».

En todo castigo debe subyacer y manifestarse el amor. Añade, por ello, esta afirmación
paradójica: «Mantengo y defiendo que un hombre puede ser piadoso castigando
y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo: ¿dónde puedo
encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar? No iré a los
extraños, iré directamente al padre y al hijo».
El castigo bien temperado
Se observa siempre que «el padre ama aun cuando castiga. Como el hijo no
quiere ser castigado, el padre desprecia la voluntad del hijo, pero atiende a lo
que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, porque le prepara la herencia, porque
alienta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es piadoso; hiriendo es
misericordioso».

Aceptando este caso, todavía se podría objetar: «Dices: "Preséntame un hombre que
perdonando sea cruel”: No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los
ojos. ¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo
indisciplinado y que, sin embargo, disimula y teme ofender con la aspereza de
la corrección al hijo perdido?» (Sermón 13,9).
En todas las relaciones humanas es más eficaz alentar una buena conducta que
corregir la mala y es mejor la reprensión que el castigo.
Al comentar las palabras de Cristo de que hay que perdonar de corazón (Mt 18,35),
concluye nuestro autor: «Usemos la corrección verbal y, si fuese necesario,
echemos mano de la palmeta; mas perdonemos la falta y cerremos el corazón
al resentimiento.
El Señor añadió de corazón precisamente para que, si la caridad obligase a castigar, no
se vaya del corazón la blandura. ¿Quién hay más piadoso que un médico armado con el
bisturí? Quien ha de ser operado llora; con todo, se le opera. No es crueldad; a nadie se
le ocurre llamar cruel al médico. Es cruel con la herida para sanar al hombre; porque, si
a la herida se le guardan consideraciones, el hombre está perdido» (Sermón 83, 8).
La bienaventuranza del perdón
Siempre debe perdonarse: « ¿Qué es perdonar sino no conocer? ¿Qué significa no
conocer? No advertir» (Comentario al salmo 74, 3).
Perdonar es no reparar en las ofensas y en los males que se han recibido.

Comentando la parábola del siervo que, pese a ser perdonado por su señor por los diez
mil talentos que le debía, no perdonó a quien le debía cien denarios (Mt 18,21-35), nota
san Agustín que «ocurre algo realmente grave. Los hombres desprecian de tal
modo la medicina del perdón que no sólo no perdonan, cuando se les ofende,
sino que tampoco quieren pedir perdón cuando ellos pecan. Penetró la tentación
y la ira se apoderó de ellos. De tal manera les dominó el deseo de venganza que no sólo
se adueñó de su corazón, sino que hasta la lengua vomitó ultrajes y crímenes...
¿No ves hasta dónde te arrastró, a dónde te precipitó? Adviértelo y corrígete. Confiesa:
"Hice mal"; confiesa: "Pequé': Si confiesas tu pecado, no morirás; sí lo harás si no lo
confiesas» (Sermón 17,6).

El doble perdón que se pide en el Padre nuestro -Perdónanos nuestras ofensas,


como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden- tiene una gran
importancia en la que hay que reparar.
También, en otro lugar, comentando esta parábola del siervo despiadado, advierte san
Agustín: «Hay dos obras de misericordia muy breves puestas por el Señor mismo en el
Evangelio: Perdonad y se os perdonará, dad y se os dará. En ellas se cifra nuestra
salvación. Perdonad y se os perdonará hace referencia a la indulgencia; dad y se os
dará, remite a la beneficencia.
Se habla en ellas de perdonar; si tú quieres que se te perdone cuando pecas, también
tienes a un hermano a quien puedes perdonar. Y a la vez se habla de socorrer: si el
mendigo te pide a ti, tú también eres mendigo de Dios. ¿No somos todos mendigos de
Dios cuando oramos? Nos ponemos de pie en la puerta del gran Señor; aún más, nos
echamos al suelo, gemimos, suplicamos deseando recibir algo, y ese algo es el mismo
Dios. ¿Qué te pide a ti el mendigo? Pan. Y ¿qué le pides tú a Dios sino a Cristo, quien
dice: Yo soy el Pan vivo que baja del cielo? ¿Queréis que se os perdone? Perdonad y se
os perdonará. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará» (Sermón 83, 2).
Ejemplo de san José
San Agustín nutre su doctrina del perdón con el ejemplo de la actitud de san José
cuando ignoraba el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en María: «Sabía, en
efecto, que ella no estaba encinta de él, y, en consecuencia, la tuvo por adultera. Como
era justo, dice la Escritura, no quiso difamarla, o sea, divulgar el hecho, según traen
muchos códices, y pensó dejarla clandestinamente. Se turba como esposo, mas, como
hombre justo, no se muestra cruel».
Testimoniando la antigua veneración de san José en la Iglesia, añade: «Tanta santidad
se le atribuye a este varón que ni le place tener consigo a una adúltera ni osó castigarla
publicando su deshonra. Pensó dejarla clandestinamente, pues ni quiso castigarla ni
sacar el hecho a la luz.
Ponderad bien lo genuino de su santidad. No la perdona, en efecto, porque no desea
tenerla consigo; muchos perdonan a sus mujeres adúlteras y siguen con ellas, adúlteras
y todo, para satisfacción de la carnal concupiscencia.
Este varón justo no quiere tenerla consigo, luego no la quiere carnalmente; pero rehúsa
castigarla, se compadece de ella y la perdona. ¿Dónde reluce su santidad? En no seguir
con la adúltera, porque no se piense que la perdona con miras sensuales, y en no
castigarla y delatarla. ¡Maravilloso testigo de la virginidad de su esposa!» Sermón 51, 9.
9º Consejo: Mejorar o Empeorar
Pocos autores han sido tan reconocidos y apreciados, en todas las épocas, como san
Agustín. Siempre se le ha considerado actual y universal, porque su enseñanza va
siempre a lo esencial, y así trasciende las épocas y los lugares con sus culturas.

Claramente se advierte esto en el noveno de los consejos que da a la juventud: «Sé


tolerante con los que tienden a mejorar, y precavido con los que tienden a
empeorar».

El mal humano y la bondad divina


Este consejo parte de la premisa de que todos somos malos o pecadores, de que todos
tenemos inclinación al mal y que muchas veces lo hacemos.
Declara san Agustín ante el Señor: «A tu gracia y misericordia debo que hayas
deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué
pecados realmente no pude yo cometer... yo, que amé gratuitamente las
acciones malas? Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los
cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor»
(Confesiones II,7, 15).
No hay maldad cometida por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de
mi maldad. Las gracias misericordiosas de Dios no lo han permitido y han hecho que
persevere en el bien.
Estos dones misericordiosos de Dios han sido totalmente gratuitos. Son gracias, no
pagos: « ¿Acaso nos eligió el Señor porque éramos buenos? No eligió a quienes
eran buenos, sino a quienes quiso hacer buenos. Todos estuvimos en las
sombras de la muerte, todos nos encontrábamos unidos y apresados en la
masa del pecado procedente de Adán: Si la raíz estaba dañada, ¿qué fruto
podía producir el árbol de la raza humana?» (Sermón 229 F,1).

Para conocer el mal, no es preciso observar a los que lo hacen. Basta entrar en nuestro
interior y examinarnos con una mirada objetiva y verdadera.
Nota san Agustín respecto a esta introspección desde el bien: «Causa reparo el
enumerar todo lo que cada uno advierte y reprende en sí mismo con mayor
acierto con sólo mirar atentamente al espejo de las Sagradas Escrituras.
Aunque la herida de esos pecados no se sienta como mortal, como en el caso
del homicidio y de adulterio y otras cosas de la misma índole, sin embargo,
todos juntos, como la sarna, al ser muchos, causan la muerte, o bien echan a
perder nuestra belleza» (Sermón 351,4).

El mérito, hijo de la gracia


La condición del hombre ante Dios es la de pecador, y, por tanto, esta alejado de él por
el obstáculo del pecado. No obstante, puede pasar al estado de reconciliación con Dios si
acepta el perdón divino, si queda así justificado.
Sin embargo, nota nuestro autor que «la justificación (...) no viene de ti: De gracia
habéis sido, hechos salvos por la fe y esto no viene de vosotros; es don de Dios, y no
efecto de las obras (Ef2 8, 9).

No digas, por tanto: "Lo recibí porque lo merecí". No te creas haberlo recibido por
merecerlo; no lo habrías merecido de no haberlo recibido. La gracia precedió a tu
merecimiento. No; no es la gracia hija del mérito, sino el mérito de la gracia.
Porque si la gracia es fruto del mérito, sería compra y no don gratuito. Por nada, dice un
salmo, los hará salvos (Sal 55, 8): ¿qué significa esto? Nada encuentras en ellos por
donde los salves; y, sin embargo, los salvas. Das gratis, salvas gratis, tú, que nada
encuentras en ellos por donde salvarlos y sí mucho por donde condenarlos» (Sermón
184,3).
La gracia y la libertad
El hombre está bajo el poder trágico del pecado. La gracia de Dios lo hace bueno, de
manera que los méritos de lo bueno del hombre son, en realidad, méritos de Dios. La
bondad de Dios premia en nosotros sus propios dones.
Nos podemos preguntar: «¿Cuáles, pues, el mérito del hombre antes de la gracia?
¿Por cuáles méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en
nosotros la gracia y si cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus
dones? Dios, cuya bondad es tan grande, quiere que lo que son dones suyos
sean nuestros méritos. Tanta es la bondad de Dios que quiere que sean méritos
nuestros lo que son dones suyos» (Carta 194,5,19).

Estas gracias de Dios no suprimen la libertad humana, sino que la incrementan, porque
sanan a la misma libertad, la clarifican y enderezan. Hacen que lo que Dios quiere lo
quiera también el hombre y lo realice libremente. «Cierto que queremos cuando
queremos; pero Dios hace que queramos el bien» (Gracia y libre albedrío 16). No
obstante, en esta vida siempre le queda al hombre la posibilidad de poner obstáculos a
la gracia y hacer el mal. San Agustín aconseja, por ello, tolerancia o paciencia con estas
acciones malas.
Imitación de la paciencia de Dios
A veces el mal de los buenos consiste en no mostrar indulgencia con los que caen.
«Quizá observa que un hombre adelantado que ya no hace lo que antes hacía, o
sea, el mal, está sufriendo las molestias de un malicioso, y quiere se le aparte
Dios a un lado, y murmura contra Dios por conservar la vida a un enemigo
temible, en vez de llevársele. Olvida que también con él ha usado de infinita
paciencia, y, de no haberla usado, no habría quien pudiese hablar. ¿Reclamas
severidad de Dios? Deja que pasen otros como has pasado tú; no por haber tú
ya pasado cortaste el puente de la misericordia divina. Aún otros han de pasar
por él. Si tú de malo fuiste trocado en bueno, quiere Dios que lo sean otros
como lo fuiste tú» (Sermón 113 A,12).
El falso esplendor del mal prohibido
No obstante, además de la caridad y de la paciencia con los que hacen el mal, debe
tenerse cierta precaución con ellos, dado el peligro constante para uno mismo de
cometer también el mal, de oponerse a la gracia de Dios.
Precisa san Agustín su consejo de ser precavido, diciendo: «Apartaos siempre con el
corazón de los malos, pero exteriormente guardad con cautela la unión con
ellos».
Nuestro corazón podría ponerse en el mal que hace, bien aparente que no da la felicidad.
Nos puede atraer el falso esplendor del mal prohibido y sentir una especie de envidia por
su aparente alegría, que es mentirosa, porque es limitada y a la larga insípida y
decepcionante, porque desemboca finalmente en tristeza.
No obstante, esta cautela no debe llevar a la indiferencia y a la despreocupación por los
que han sucumbido al mal engañoso: Añade, por ello, seguidamente: «Mas no por eso
habéis de ser descuidados en corregir; llamadles la atención, instruidlos, rogad,
amenazad a los vuestros, o digamos a los que de cualquier modo corren de
vuestra cuenta; hacedlo de cuantas maneras podáis» (Sermón 88, 19).
Si, a pesar de todo, el hermano persevera en el mal, debemos conservar la paz interior
ante este misterio de la libertad humana que opta por el mal, y también sufrir con
paciencia sus ataques, porque el mal no «tolera» al bien.
Además, «si el malo quiere perseverar en el mal, no es compañero tuyo, antes
bien será ocasión de probarte. Porque, siendo él malo y tú bueno, tú probarás
que eres bueno, sufriéndole con paciencia; recibirás la corona dé tu prueba y él
tendrá el correspondiente castigo por haber perseverado en el mal». No
olvidemos que «haga Dios lo que haga (...), es padre, es benigno y es
misericordioso» (Sermón 113 A, 12).
10º Consejo: La Autoridad y la Familia
En la época de san Agustín, al igual que en la nuestra, los jóvenes asumían
importantes responsabilidades. Así queda confirmado en el décimo consejo que
da a la juventud, y que es el siguiente:
«Ten como miembros de la familia a los que están bajo tu potestad».
El criterio que propone para ejercer la autoridad o mandar en las materias sobre
las que se tiene autoridad moral o también jurídica, en el orden al bien personal
del gobernado, es considerarlo como si fuese miembro de la propia familia.
Para conocer como debe ser este trato, que mira al fin o bien propio de la
persona sobre la que se manda, es preciso examinar la relación que vivió san
Agustín con sus familiares y que explicó después en sus obras.

Una mujer excepcional


La influencia materna sobre el propio san Agustín puede explicar muchos de
estos consejos a los jóvenes, en los que se percibe la presencia de su madre
Mónica. Debe recordarse que los veintitrés consejos a la juventud comentados en
esta serie de artículos pertenecen al diálogo juvenil escrito en su retiro de
Casiciaco previo a la recepción del bautismo, en el que convivió con sus
familiares y amigos íntimos y que constituyó un primer ensayo para sus
fundaciones monásticas posteriores.

Entre estos familiares estaba su madre, que participaba en las reuniones, por
expresa invitación de su hijo, y cuyo diálogo transcribió en cuatro libros.
Ante la excusa de santa Mónica de que las mujeres no deben participar en
discusiones filosóficas, le decía san Agustín: «Te excluiría, pues, a ti de este
escrito sino amases la sabiduría; te admitiría en él aun cuando sólo
tibiamente la amases; mucho más al ver que la amas tanto como yo».
En este hermoso pasaje, se advierte lo que significaba su madre para él. Incluso
termina con esta, pregunta, que revela la influencia discreta, sin que se
impusiera jamás, de santa Mónica: «Por ello, ¿no tengo acaso motivos para
ser discípulo de tu escuela?» (El orden, l. 11, 32).
Y comenta seguidamente Agustín: «Aquí ella, acariciante y piadosa, dijo que
nunca había yo mentido tanto» (Ibíd., 33).
Es evidente que, en aquellos momentos, el amor maternal de la madre
encontraba respuesta total en la del hijo. Con frecuencia su madre hacía
desembocar en oraciones e himnos aquellos diálogos llenos de alegría juvenil y
esperanzador optimismo a los que era invitada. Se lee en uno de ellos: «Aquí a
la madre le saltaron a la memoria las palabras que tenía profundamente
grabadas, y como despertando a su fe, llena de gozo, recitó los versos de
nuestro sacerdote: "Guarda en tu regazo, ¡oh Trinidad!, a los que te ruegan" (san
Ambrosio, Himno 11, 32» (La vida feliz, IV, 35).

La mansedumbre y la paciencia en la familia


Gracias a su madre, san Agustín pudo descubrir la comunidad de amor que es
esencialmente la familia. Las relaciones interpersonales propias de la familia,
profundas e intensas, como lo son las conyugales, las paterno-filiales, las
fraternas y hasta las de los sirvientes, las tomó como modelo ejemplar de las
relaciones basadas en la autoridad. Santa Mónica fue el alma de su familia,
constituida por su esposo Patricio, un pagano tolerante con las creencias
cristianas, sus dos hijos, Agustín y Navigio, y una hija de la que no conocemos el
nombre. De su madre san Agustín aprendió la afabilidad y la paciencia.
En Las confesiones, explica san Agustín que su madre, que había sido
«educada honesta y sobriamente» en una familia cristiana, con su
mansedumbre, ternura y paciente espera pudo vencer la rudeza de carácter de
su esposo.

A unas amigas, que «sabiendo lo feroz que era el marido que tenía, de que jamás
se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que ni siquiera un día hubiesen
estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno
de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta» (Confesiones IX,
9,19).

Con su mansedumbre y su saber esperar, cuenta también san Agustín, que su


madre Mónica «consiguió también ganar para Dios a su marido al fin de su vida,
no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel»
(Confesiones IX, 9, 22).

En su matrimonio con este funcionario de Tagaste, pequeña ciudad de la


Numidia, hoy Suk-Ahras, en Argelia, Mónica «le sirvió como a señor y se esforzó
por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías
hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró
las injurias de sus infidelidades, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor
riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y que, creyendo en ti,
se haría casto» (Confesiones IX, 9,19).

La siembra de la paz y el servicio


Santa Mónica procuró vivir en paz y armonía con todos sus familiares y
amistades. Cuenta con justa admiración san Agustín que «también a su
suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas
criadas, logró vencerla de tal modo con obsequios y continua tolerancia
y mansedumbre, que ella misma espontáneamente manifestó a su hijo
qué lenguas chismosas de las criadas eran las que turbaban la paz
doméstica entre ella y su nuera, y pidió se las castigase» (Confesiones IX,
9, 20).

La cualidad de saber vivir en paz la extendía a la de sembrar paz a todo su


alrededor. Santa Mónica era pacífica y pacificadora.

Sobre esta otra virtud materna, explica san Agustín que «siempre que podía,
entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen,
oyendo muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen
vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando la amiga presente
desahogaba la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la
enemiga ausente, ella no delataba nada a la una de la otra, sino aquello
que podía servir para reconciliarlas» (Confesiones IX, 9, 21).
Por último, otra cualidad, que destaca de su madre, al igual que la
mansedumbre, la paciencia y la siembra de la paz, es su espíritu de
servicio que vivió en la familia y fuera de ella.

Finaliza este breve retrato de su madre con estas palabras: «De tal manera
cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos,
recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal
modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros»
(Confesiones IX, 9,22), constituyendo un ejemplo, tal como se exhorta en este
undécimo consejo a la juventud, de cómo vivir las relaciones de autoridad.

11º Consejo: Servir a los demás


El undécimo consejo de san Agustín a los jóvenes de todos los tiempos podría
considerarse una concreción del anterior, dedicado al modo de considerar y de
conducirse con los subordinados.
De entre las virtudes ya tratadas de la mansedumbre, la paciencia, la paz y el
servicio, en este nuevo consejo san Agustín insiste en la última de ellas, el servicio, a
través de un consejo que comienza y termina con el término «servir»:
«Sirve a todos de tal modo que te avergüence dominar, y domina de modo que
te agrade servir».

Dominio y servicio
Toda autoridad implica poder, dominio o tener a otros bajo la propia voluntad. El poder
que otorga la autoridad implica un dominio jurídico o la capacidad de hacerse obedecer
por mandato.
Este poder impositivo, que necesita de la obediencia, es legítimo siempre que
con ello busque el bien del subordinado.
Sin embargo, la autoridad sobre las personas no puede ejecutarse ni confundirse con el
dominio que se tiene sobre las cosas, pues, mientras que la persona es un fin en sí
misma, las cosas no disfrutan de este carácter.
A veces, en la persona que ejerce la autoridad se verifica una pérdida de
respeto hacia el subordinado al olvidar que la autoridad se justifica por la
bondad de a finalidad del servicio.
En el mero dominio, el que ejerce la autoridad busca su propio bien y considera
a los demás como servidores del mismo, como si fueran cosas o seres no
personales, sin inteligencia ni voluntad libre y amorosa. En cambio, en la
auténtica autoridad queda dignificado y justificado el dominio, porque es un medio para
lograr el bien de los subordinados, que no son cosas, sino personas.

Canibalismo espiritual
El escritor inglés del siglo XX, C. S. Lewis, denomina «canibalismo espiritual» a la
utilización del poder de mandar que confiere la autoridad -incluso la meramente moral,
como la que se da en la amistad- para poseer a las personas de un modo parecido a
como se tienen las cosas o a los seres no personales.
El poder se emplea entonces para «dirigir al prójimo, hacer de toda su vida
intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios
propios, sentir rencor por los agravios y satisfacer el propio egoísmo, además
de a través de uno mismo, por medio del prójimo» (Cartas del diablo a su sobrino,
prefacio).
Con este dominio, que verdaderamente es vergonzoso, el «tirano», tal como denominan
los griegos a quien lo ejerce, pretende «imponer perpetuamente su propio ser a la
individualidad atropellada del más débil». No quiere desinteresadamente a la otra
persona. No la quiere servir para que sea feliz, sino que quiere servirse de ella. Aunque
a este deseo se le llama muchas veces «amor», no lo es en sentido estricto, porque es
un amor posesivo, propio de las cosas, y no es el amor de donación que exigen las
personas. Podría decirse que se considera a la otra persona como «alimento», porque se
desea «absorber su voluntad» y así, como con la comida en el orden físico, conseguir «a
sus expensas el aumento de la propia personalidad» (Ibíd., VIII).

El servicio en la familia
Unos treinta años más tarde, en su famosa obra La Ciudad de Dios, san Agustín sintetizó
esta doctrina: «En casa del justo, cuya vida es según la fe y que todavía es lejano
peregrino de aquella ciudad celeste, hasta los que mandan están al servicio de quienes,
según las apariencias, son mandados. Y no les mandan por afán de dominio, sino por su
obligación de mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un servicio lleno de
bondad» (Ciudad de Dios XIX, 15).

San Agustín no sólo aprendió de su madre a servir al mandar, sino también de toda su
familia. Santa Mónica había impregnado de su espíritu de servicio a los otros miembros
de la familia. Las relaciones del joven Agustín con su padre no tuvieron ni la intimidad ni
la intensidad que con su madre, pero le agradeció el esfuerzo económico que hizo
Patricio para que pudiera iniciar los estudios que hoy denominaríamos universitarios en
la ciudad de Madaura, cerca de la actual Mdaouroch (Argelia). Sintió hondamente su
temprana muerte y confesó que fue para él un gran consuelo que su padre se hubiera
convertido al cristianismo antes de morir (Confesiones 11,3,5; IX, 9, 19 Y 22).
Se desconoce, por falta de textos, la relación que tuvo san Agustín con su hermano
Navigio y con su hermana. Las relaciones debieron de ser las normales en una familia.
Además, su hermano participó en las discusiones en el retiro de Casiciaco realizado
inmediatamente después de su conversión.

Servir al mandar
También san Agustín educó a su hijo siguiendo este undécimo consejo. Cuenta en los
Diálogos de Casiciaco: «Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido
carnalmente de mi pecado (....) Tenía unos quince años; mas por su ingenio adelantaba
a muchos graves y doctos varones» (Confesiones IX, 6).
Dice Agustín humildemente que Adeodato es hijo de su pecado. Se refiere a que había
nacido de su unión con una joven que había conocido en Cartago y con la que convivió
catorce años hasta poco antes de su conversión.
Cuenta también que le fue arrancada de su lado» (Confesiones VI, 15), porque santa
Mónica le aconsejaba que se casase, e incluso le había buscado a una joven cristiana
como futura esposa.
Puede parecer extraño que no le hiciera casar con la mujer con la que mantenía una
unión de hecho. Este suceso, sobre el que se ha escrito mucho, se puede explicar
sencillamente, porque su madre pensaba que si se casaba con una mujer cristiana le
sería más fácil su conversión. Aconsejó a la pareja de su hijo a que le abandonara para
su bien, ya que ella no podía ayudarle en las inquietudes y luchas interiores que vivía.

Con Adeodato, plena compenetración intelectual y afectiva


Podía decirse que la compañera de san Agustín, de la que también se desconoce el
hombre, era una mujer digna de él, porque por cariño hizo un gran sacrificio: regresó a
Cartago. Además, cuenta san Agustín que «vuelta a África, hizo voto de no conocer a
otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella»
(Confesiones VI, 15, 25). Con su renuncia, le prestó un gran servicio, porque san
Agustín no sólo se convirtió y terminó su afanosa búsqueda de la verdad y de la
felicidad, sino que además se consagró totalmente a Dios.

Con Adeodato, al servirle y enseñarle a servir, su padre consiguió una plena


compenetración intelectual y afectiva. Confiesa que en su libro-diálogo El maestro «él es
quien habla allí conmigo (...) y son de Adeodato los conceptos todos que allí se insertan
en la persona de mi interlocutor, siendo de edad de dieciséis años (Confesiones IX, 6,
14).

En uno de los diálogos de los días Casiciaco, a la pregunta de san Agustín: «¿Quién tiene
a Dios?», se dan estas respuestas: «"Tiene a Dios el que vive bien", opinó Licencio.
"Posee a Dios el que cumple su voluntad en todo", dijo Trigecio, con aplauso de
Lastidiano. El más joven de todos dijo: "A Dios posee el que tiene el alma limpia del
espíritu impuro". La madre aplaudió a todos, pero sobre todo al joven. Navigio callaba, y
preguntándole yo qué opinaba, respondió que le placía la respuesta de Adeodato» (La
vida feliz, II, 12). El joven siguió a su padre como monje en la comunidad de Tagaste,
pero murió al año siguiente. Fue un golpe muy fuerte para san Agustín, pero el recuerdo
de su vida ejemplar le sirvió de consuelo y satisfacción (cf. Confesiones IX, 6).
12º Consejo: La corrección a los demás
Muchos de los consejos de san Agustín a los jóvenes pueden entenderse como modos
concretos de vivir la caridad. Claramente es una especificación de esta virtud cristiana el
duodécimo consejo, que dice:

«No insistas ni molestes a los que no quieran corregirse».


A pesar de su brevedad, en el consejo se incluyen tres contenidos:
El primero, que debe corregirse a los demás; se matiza únicamente que no se haga
repetidamente ni se agobie al corregido para asegurar el resultado de la corrección.
El segundo matiz es que hay personas que, aunque avisadas de sus yerros, no quieren
abandonar su falta o defecto. Sin embargo, tercer matiz, el no asediar al otro con la
corrección no implica que deba dejarse de actuar para que mejore.

La corrección al prójimo
La corrección o advertencia que se hace al prójimo para apartarle de una falta o
pecado, o del peligro de caer en él, es una obra de misericordia espiritual.
De este deber moral de amar al prójimo se sigue la obligación de corregirle, que incluso
prima sobre la obligación de socorrerle en sus necesidades materiales o corporales.

San Agustín le da tanta importancia a la corrección que llega a considerar que, junto con
los que obran mal, la omisión de este deber es una de las causas por la que los hombres
sufren justos castigos.
Escribe: «No es despreciable la razón por la que pasan penalidades malos y buenos
juntamente, cuando a Dios le parece bien castigar incluso con penas temporales la
corrompida conducta de los hombres. Sufren juntos no porque juntamente lleven una
vida depravada, sino porque juntos aman la vida presente. No con la misma intensidad
pero sí juntos. Y los buenos deberían menospreciarla para que los otros, enmendados
con la reprensión, alcanzasen la vida eterna» (Ciudad de Dios, 1, 9, 3).

También comentando las palabras del Evangelio «si tu hermano comete un pecado, vete
y corrígele a solas tú con él» (Mt 18, 15), nota que «nuestro Señor nos previene contra
la indiferencia hacia las faltas recíprocas y, sin andamos a buscar materia de censura,
quiere nos reprendamos aquellas de que fuéremos testigos» (Sermón 82,1).

Por el contrario, respecto al posible espíritu de discordia y de crítica al que alude al final
de este pasaje, indica: «Debemos reprender por amor; no con ganas de hacer
sangre, sino con delicada intención de lograr enmienda. ¡Qué bien
cumpliríamos, de hacerlo así, el precepto! ... ¿Por qué le reprendes? ¿Te apena
el haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si por amor propio lo haces,
nada es lo que haces; si lo haces por él, obras excelentemente» (Sermón 82, 4).

El juicio temerario
También hay que evitar los juicios temerarios o precipitados. Se entienden por tales el
juzgar mal al prójimo sin suficiente fundamento. En la Sagrada Escritura se exhorta:
«No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará,
y con la media con que midáis se os medirá» (Mt 7,1-2).
Explica san Agustín que «el Señor nos amonesta aquí acerca del juicio temerario e
injusto, porque quiere que hagamos todas las cosas con un corazón sencillo y atento a
Dios solo, y porque es desconocida la intención de muchas acciones de las cuales es
temerario juzgar. Y juzgan temerariamente de las cosas dudosas y las reprenden
principalmente aquellos que aman más censurar y condenar que corregir y enmendar, lo
cual es vicio de orgullo o de envidia» (Sobre el Sermón de la Montaña, II, 19,63).
Por eso, al texto evangélico sigue esta pregunta: «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de
tu hermano y no reparas en la viga que hay en el tuyo?» (Mt 7, 3).

No está prohibido juzgar -ni hacer la correspondiente corrección-, pero ha de


realizarse con motivos serios y fundamentos suficientes para no quebrantar la
justicia, ni tampoco la caridad.

Por tanto: «Debemos proceder con piedad y prudencia, de modo que cuando la
necesidad nos obligue a censurar o corregir a alguno, examinemos primeramente si ese
vicio es de tal naturaleza que nunca lo tuvimos nosotros, o si es de aquellos de los que
ya nos hemos librado; y, si nunca lo tuvimos, pensemos que somos hombres y pudimos
tenerlos; mas si lo hemos tenido y ahora estamos libres de él, acordémonos con
indulgencia de la común debilidad, a fin de que nuestra reprensión o nuestro castigo no
sean inspirados por el odio, sino por la compasión» (Sobre el Sermón de la Montaña, II,
19,64)

Aunque el juicio no sea temerario o poco fundamentado y pueda ser calificado de


razonable y prudente, siempre debemos emplear la misericordia. Así, si nos
equivocamos en el juicio, el error redundará en beneficio nuestro, porque Dios empleará
entonces con nosotros el mismo procedimiento.

Otras alternativas

A pesar de la corrección, puede que nuestro prójimo no haga caso y persevere en su


«malvivir», De una manera directa y sencilla, san Agustín le dirige entonces estas
palabras: «No quieres llevar sandalias malas, ¿y quieres llevar mala vida? ¡Como si
causaran más daño las sandalias malas que la mala vida! Si tus malas sandalias te
hacen daño porque te aprietan, te sientas, te descalzas, las tiras, las reparas o las
cambias para no dañar el dedo, y luego vuelves a calzarte. Pero no te preocupas de
corregir tu mala vida, que te hace perder el alma. Veo claramente dónde está el origen
de tu error: las sandalias que te hacen daño te producen dolor, mientras la vida que te
hace daño te causa placer. En un caso hay dolor y en otro satisfacción; mas lo que de
momento produce satisfacción, después causa un dolor más intenso; mientras que lo
que de momento produce un dolor saludable, luego causa alegría con placer infinito y
gozo inagotable» (Sermón 339, 4).

Si bien en este caso, como se indica en el consejo, no hay que insistir, no por ello debe
abandonarse al que obra mal. «Si lo dejas estar, peor eres tú. Él se ha inferido a sí
mismo una herida, un agravio; ¿no te importan las heridas de tu hermano? Le ves
perecer o que ha perecido, ¿y te encoges de hombros? Peor eres tú callando que él
faltando» (Sermón 82, 7). Faltamos no sólo si no corregimos, sino también si, después
de avisar al hermano y éste no reacciona, no le damos ejemplo y rezamos por él.

La oración es la ayuda que debe prestársele entonces, acompañada de la penitencia,


porque, si los corregidos por los que hacen el bien «se niegan a acompañarles en la
consecución de la vida eterna, deberían ser soportados y amados por aquellos, ya que,
mientras vivan, nunca se sabe si cambiarán en su voluntad para hacerse mejores»
(Ciudad de Dios, I, 9, 3).

El que corrige, en definitiva, debe mostrar comprensión ante la respuesta que provoca
su corrección y quedarse en paz: «De suerte que, ya sea que nuestro aviso
aproveche para la enmienda del culpable, ya sea que con ello se pervierta más,
pues el resultado es incierto, nosotros estemos seguros de la sencillez de
nuestro ojo y de la rectitud de nuestra intención».
En el caso de que, después de corregir con resultado negativo, «reflexionando
encontremos que nosotros tenemos el mismo defecto», ni debemos insistir ni tenemos
que dejar de prestarle ayuda directa: «Gimamos con el culpable e invitémosle, no a
ceder a nuestras amonestaciones, sino a emprender juntamente con nosotros la
enmienda» (Sobre el Sermón de la Montaña, II, 19,64).

13º Consejo: La Enemistad


Antes y después de su conversión, san Agustín dio una importancia extraordinaria a la
amistad, tanta que incluso quiso que se mantuviese en la vida monástica que fundó.
En uno de sus escritos se lee: «De entre los bienes de este mundo, unos son
superfluos, otros necesarios (...) Hablemos de los necesarios; todos los
restantes serán superfluos. En este mundo son necesarias estas dos cosas: la
salud y el amigo; dos cosas que son de gran valor y que no debemos
despreciar. La salud y el amigo son bienes naturales. Dios hizo al hombre para
que existiera y viviera: es la salud; mas, para que no estuviera solo, se buscó la
amistad. La amistad, pues, comienza por el propio cónyuge y los hijos y se
alarga hasta los extraños» (Sermón 299 D, 1).
Desde esta posición privilegiada que san Agustín da a la amistad, se comprende el
consejo decimotercero que da a los jóvenes: «Evita cuidadosamente las enemistades,
sopórtalas alegremente, termínalas inmediatamente».

Los auténticos enemigos


Se entiende por enemistad la relación entre dos personas que no tienen amistad, en la
que por lo menos una de ellas es enemiga de la otra porque ésta le manifiesta antipatía,
la ha injuriado, o le muestra odio. Debe procurarse no tener enemistades, porque hay
que amar a todos nuestros semejantes, sean más o menos allegados. «Pero si
consideramos que todos hemos tenido un único padre y una única madre,
¿quién puede considerarse extraño? Todo hombre es prójimo de todos los
hombres. Interroga a su naturaleza. ¿Es un desconocido? Pero es un hombre.
¿Es un enemigo? Pero es un hombre. ¿Es un amigo? Siga siéndolo. ¿Es un
enemigo? Hágase amigo» (Sermón 299 D 1).

Para hacer amigo al enemigo, para que vuelva a aparecer la amistad natural que debe
reinar entre todos los hombres porque hemos nacido para ser amigos, conviene ante
todo asegurarse de su enemistad. «Prestad atención a lo que dice el apóstol Pablo: "Por
tanto, no juzguéis nada antes de tiempo" ¿Cuándo será el tiempo? "Hasta que llegue el
Señor e ilumine lo escondido de las tinieblas y manifieste los pensamientos del corazón,
y entonces recibirá cada uno la alabanza de parte de Dios"(1 Cor 4, 5) ( ... ) Entonces
estarán abiertos los corazones que ahora, en cambio, se nos ocultan. Sospechas que
alguien es tu enemigo y tal vez es tu amigo» (Sermón 49, 4).

Después, si su enemistad es clara y manifiesta, debe dejar de sentirse todo tipo de odio
de enemistad y deseo de venganza. La malquerencia a una persona, a la que se
considera mala en sí misma, se opone al amor natural de benevolencia que debe reinar
entre todos los hombres -además de oponerse a la caridad o amor sobrenatural por Dios
y en Dios- y es intrínsecamente mala. Si bien cuando no hay odio interior y exterior se
puede desear el justo castigo del culpable de un mal y exigir la justicia por parte de la
autoridad legítima para que sean reparados los derechos infringidos, debería, por el
contrario, renunciarse a ello si se cae en la enemistad o el odio.

Hay otro tipo de peligro que es el odiar por amistad. Nuestros amigos pueden querer que
seamos también enemigos de sus propios enemigos. En este caso, san Agustín da esta
respuesta dictada por la razón natural: «Di a tu amigo que quiere hacerte enemigo de tu
amigo; háblale y trátale con la suavidad de la medicina, como a un enfermo en el alma;
dile: -"¿Por qué quieres que sea enemigo de él?" Te responderá: - "Porque es mi
enemigo': -"¿Deseas, pues, que yo sea enemigo de tu enemigo? Debo ser enemigo de tu
vicio. Ese de quien quieres que me haga enemigo es un hombre. Hay otro enemigo tuyo,
de quien tengo que ser enemigo si soy amigo tuyo': Replicará: -"¿Quién es ese otro
enemigo mío?" -"Tu vicio'” - ''¿Qué vicio?”-"El odio con que odiaste a tu amigo”.
Sé semejante al médico. El médico no ama al enfermo si no odia su enfermedad. Para
librar al enfermo, persigue la fiebre. No améis los vicios de vuestros amigos si en verdad
amáis a vuestros amigos» (Sermón 49,7).

Los verdaderos enemigos nuestros, y que en este sentido merecen odio, son, en primer
lugar, nuestros vicios o pecados. Dirá claramente san Agustín: «Vuestros pecados son
vuestros enemigos; van dentro de vosotros» (Sermón 213, 9).
En segundo lugar, debe odiarse al diablo, nuestro enemigo externo: «Vemos al
hombre, no vemos al diablo. Amemos al hombre, odiemos al diablo; roguemos
por el hombre, maldigamos al diablo y digamos a Dios: ''Apiádate de mí, ¡oh
Señor!, porque me pisoteó el hombre" (Sal 56, 2). No temas porque te oprimió el
hombre, piensa en el vino; fuiste hecho uva para ser estrujado» (Enarraciones sobre los
salmos 55, 4).

Por último, no solamente debemos tolerar, sin odio, a nuestros enemigos y soportar las
injurias y males que recibimos de ellos, no gozando nunca del mal que les pueda
sobrevenir, sino que:

El amor a los enemigos


Hay que amarlos con amor de caridad sobrenatural. Advierte san Agustín sobre esta ley
fundamental establecida por Cristo: «Cuando dice: "Amarás a tu prójimo", ahí están
incluidos todos los hombres, aunque sean enemigos, porque pensando en la
proximidad espiritual no sabes lo que en la presencia de Dios es para ti aquel hombre
que temporalmente te parece enemigo. Dado que la paciencia de Dios lo lleva a la
penitencia, quizá llegue a conocer y seguir a quien le lleva» (Sermón 149, 18).

Hay que amar a los enemigos pero no en cuanto que enemigos, sino en cuanto
que son hombres y que son capaces de salvarse; y no hay que amarlos porque
son enemigos, sino a pesar de ello.
Como indica san Agustín, no es lícito amar los defectos o vicios del prójimo. Ni tampoco
es preciso amar con afecto sensible como amamos al amigo, porque es un amor
estrictamente sobrenatural. Menos aún es necesario sentir este afecto: basta que se
encuentre en la voluntad y se manifieste también exteriormente, aunque no
necesariamente con signos de amistad, sino con aquellos que, si faltan, cualquier
persona consideraría que existe una enemistad.

La reconciliación
El amor a los enemigos, en cualquier caso, pasa por la reconciliación y se debe dar de la
forma más pronta posible. La reconciliación interior debe ser inmediata. En cambio, la
exterior puede diferirse para buscar el momento más oportuno, ya que a veces puede
ser contraproducente, porque empeoraría la situación de enemistad.
Hay que tener siempre presente que «obrar contra el amor es obrar contra Dios. Que
nadie diga: «"Cuando no amo a mi hermano, peco contra un hombre; y pecar contra un
hombre es cosa ligera; basta que no peque contra Dios" ¿Cómo no pecas contra Dios
cuando pecas contra el amor? "Dios es amor" (1 Jn 4, 7) » (Comentario a la I carta de
san Juan, 7, 8).

La vida de san Agustín es un verdadero ejemplo no sólo de querer evitar la enemistad,


sino de procurar siempre la amistad. San Posidio, que fue discípulo y amigo de san
Agustín además de su primer biógrafo, cuenta: «Cuando Agustín era requerido por
los cristianos o personas de otras sectas, oía con diligencia la causa, sin perder
de vista lo que decía cada uno; más quería resolver los pleitos de desconocidos
que de amigos, pues entre los primeros es más fácil un arbitraje de justicia y la
ganancia de algún amigo nuevo; en cambio, en el juicio de amigos se perdía
ciertamente al amigo que recibía el fallo contrario» (Vida de san Agustín, IX).
14º Consejo:
Lo que no quieras para ti, no lo quieras para nadie
La «regla de oro» del comportamiento moral humano, «lo que no quieras para ti no
lo quieras para nadie», es asumida por san Agustín en la serie de consejos que da a
los jóvenes. En el decimocuarto leemos: «En el trato y en la conversación con los
demás, sigue siempre el viejo proverbio: "No hagas a nadie lo que no quieras que
te hagan a ti"» (Sobre el orden, II, 8).

La ley interior
Considera esta célebre máxima como un «proverbio», porque efectivamente expresa un
pensamiento de la sabiduría popular. Es igualmente cierto que, como la mayoría de
proverbios, este aviso es muy antiguo. Era ya conocido en la antigüedad clásica y
aparece expuesto en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, Tobit, al despedir a su joven
hijo Tobías, que va a emprender un largo viaje, le dice entre otras exhortaciones: « Lo
que no quieras para ti no lo hagas a nadie» (Tob 4, 15).

Además de ser la regla de oro de la caridad, es, precisamente por ello, un principio
primario de la ley natural. Evidente en sí mismo, este precepto queda contenido en el
principio «Hay que hacer el bien y evitar el mal», al que se reduce.

San Agustín afirma la existencia de una ley natural que es reflejo de lo que denomina
«ley eterna», que se encuentra en Dios porque es «la razón o la voluntad de Dios, que
manda respetar el orden natural y prohíbe alterado (Contra Fausto, 22, 27). La ley
natural, conocida por todos los hombres de todos los lugares y tiempos, ha sido
insertada por Dios en el interior del hombre.

Está de tal manera en cada uno de nosotros que ni con nuestra maldad desaparece.
Contando su infancia, confiesa el santo que, además de no obedecer y mentir, cometía
pequeños hurtos. Escribe: «Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal
modo escrita en el corazón de los hombres que ni la misma iniquidad puede borrar».
Esto lo confirma el hecho de que nadie quiere que le roben: «¿Qué ladrón hay que sufra
con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera el robo al forzado por la indigencia»
(Confesiones II, 4, 9).
Lo mismo que se conoce el precepto de no robar, el cual se deduce claramente sin
ningún esfuerzo o razonamiento de los preceptos primeros, igualmente ocurre con el
principio de ser justos. En un sermón, preguntaba san Agustín a sus fieles: «¿A qué
perverso no le es fácil hablar de la justicia? ¿O quién habiendo sido preguntado por la
justicia ( ... ) no responde fácilmente lo que es justo? Es así ya que la verdad se esculpió
en nuestros corazones por la mano de nuestro Creador: "Lo que no quieres que te hagan
no lo hagas tú a otro"».

El contenido de la ley natural, que, además de universal, es inmutable -razón por la cual
no puede cambiar intrínsecamente ni admite variaciones en el espacio ni el tiempo- y
para siempre, está en el interior del hombre. De ahí que pueda preguntar san Agustín:
«¿Quién te enseñó a no querer que nadie te robe? ¿Quién te enseñó a no querer
padecer injurias y todo lo que en particular y aun en general puede decirse de
esto? Pues hay muchas cosas sobre las que, preguntados los hombres por cada
una en particular, responden sin titubeos que no las quieren padecer».
Se descubre también así el principio primario de esta ley que ratifica a su vez la
existencia de la misma ley, porque, como concluye seguidamente: «Muy bien que no
quieras sufrir esas cosas; pero ¿acaso eres tú el único hombre? ¿No vives en la sociedad
del género humano? El que fue hecho contigo es tu compañero y todos fuimos hechos a
imagen de Dios ( ... ) Por el mero hecho de no querer padecerlo, juzgas que es malo, y
esto te obliga a reconocer la ley íntima que se halla escrita en ti mismo» (Enarraciones
sobre los Salmos, 57, 1).

La ley de Moisés
El que se haya puesto en duda la existencia de esta ley o se haya ignorado su contenido
obedece a que los hombres, «apeteciendo las cosas externas, se apartaron de sí
mismos» (Ibíd.). Volver a sí mismo no sólo sirve al hombre para conocerse y reconocerse
como imagen de Dios, sino también para conocer la ley natural, que prohíbe la injusticia
con los demás. Exclama san Agustín en otro lugar: «Tú que me eres más interior que
mis cosas más íntimas; tú dentro, en mi corazón, grabaste con tu espíritu, como con tu
dedo, la ley, para que no la temiese como siervo, sin amor, sino que la amase como hijo
con el casto temor y la temiera con el casto amor» (Enarraciones sobre los Salmos,
18,22,6).

Para facilitar el conocimiento de la ley natural, Dios promulgó el Decálogo, escrito en las
tablas de la ley entregadas a Moisés en el monte Sinaí, que expresan los grandes
principios de la ley natural. «Para que los hombres no tratasen de obtener algo que les
faltaba, se escribió en tablas lo que no leían en los corazones. Tenían escrita la ley, pero
no querían leer. Era contrario a sus ojos lo que se veían obligados a ver en su
conciencia; por tanto, oyendo el hombre exteriormente la voz de Dios, fue impelido a
penetrar en su interior» (Enarraciones sobre los Salmos, 57, 1).

La ley del Evangelio


Antes de su conversión, san Agustín había pertenecido durante casi diez años a una
secta: el maniqueísmo. Explica que, desde una concepción seudorreligiosa, que encubría
una concepción materialista, racionalista y determinista, «los maniqueos afirman que la
ley fue dada por Moisés, no por Dios, y se empeñan en que contradice el Evangelio»
(Sermón 153,2). Por ello, precisó las relaciones de la ley mosaica con la ley evangélica.

También en el Nuevo Testamento se encuentra el principio de la ley natural citado por


san Agustín en este consejo. En el evangelio de san Lucas, tiene esta forma positiva:
«Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos»
(Le 6, 31). Sin embargo, esta leyes perfeccionada por la ley del amor. No la sustituye,
sino que le añade «un mandamiento nuevo»: que nos amemos unos a otros como Cristo
nos amó Un 13, 34).

Este perfeccionamiento implica, por una parte, que la ley cristiana pone en práctica lo
que la ley mosaica prescribía, porque es también una ley de gracia, de manera que «se
dio la ley para que fuera buscada la gracia; se dio la gracia para que se cumpliera la ley.
Ésta no se cumplía por la malicia del hombre y no por culpa de la ley, mal que había de
ser manifestado por la ley y curado por la gracia» (Espíritu y letra, 19,34)

Por otra parte, con la ley del amor y de la gracia se añade algo que faltaba a la antigua.
Hay una mayor exigencia, porque se pide la pureza del corazón. Así, por ejemplo:
«Aquel que enseña que no nos irritemos no abolió de manera alguna la ley de que no
matemos, sino que más bien la perfeccionó, a fin de que, absteniéndonos externamente
del homicidio e internamente de la cólera, conservemos nuestra inocencia» (Sobre el
Sermón de la Montaña,!, 9, 21).

Podría añadirse que la ley evangélica pide extender la caridad a todos para llevarlos a
Dios: «Abrazad con vuestro amor no sólo a vuestras mujeres e hijos, porque un
amor así aun en las bestias y pájaros se halla ( ... ) Ensanchad este afecto,
ampliad este amor ( ... ) Que vuestra fe lo vea todo en relación con Dios; amad
a Dios sobre todo, elevaos hacia Dios, y arrastrad hacia Dios a cuantos podáis.
Si es un forastero, llevadle hacia Dios. Al enemigo, llevadle hacia Dios.
Arrastradle, arrastradle hacia Dios; que si hacia Dios le arrastras, ya no será
enemigo tuyo» (Sermón 90, 10).
15º Consejo: El Poder y el Amor
Al igual que en uno de los consejos anteriores que da san Agustín a los jóvenes, en el
decimoquinto vuelve a presentar el ejercicio de la autoridad como un servicio. Si en
el anterior se refería directamente a este poder, ahora lo hace a los que creen que
tienen aptitudes para gobernar a los demás.
En este nuevo consejo su exhortación a los que desean y persiguen el poder es:

«No busques puestos de mando si no estás dispuesto a servir».


Las virtudes del poder
El joven que ambicione el poder no lo hará para disponer de los demás a su
agrado. Como en la época de san Agustín, también en la nuestra existe lo que se
denomina hambre o sed de poder con las que se quiere subyugar a otros hombres.
Incluso un pensador como Nietzsche creía que, en su sentido profundo, la vida humana,
al igual que la vida animal, era afán o voluntad de poder.

También es posible codiciar el poder por las ventajas y facilidades de todo tipo que
comporta, a pesar de que, en realidad, dichas ventajas no son una compensación a la
actividad de quien lo ejerce, sino que sólo se dan como ayuda para actuar con mayor
facilidad y eficacia. Así, por ejemplo, si a un gobernante se le evita que tenga que sufrir
los atascos del tráfico poniéndole medios extraordinarios para ello, no es sino para que
pueda cumplir con eficacia su misión, que afecta al bien de todos los demás. Se le
favorece no para su bien personal, sino para el bien común.

Dirá, por ello, san Agustín al que tenga vocación de mandar que deberá estar dispuesto
a servir a los que están bajo su autoridad, a serles útil, a querer su bien y, en definitiva,
a amarles. El amor a los gobernados, que exige la práctica de la justicia, el respeto a los
otros y a sus derechos supone una vida de entrega de uno mismo.

San Agustín había tenido la autoridad de profesor en Tagaste, Cartago, Roma y Milán
-donde ocupó una cátedra oficial-;después la autoridad de superior de los monasterios
que fundó en Tagaste e Hipona, y, por último, tuvo la autoridad episcopal, porque sin
pretenderlo fue obispo de Hipona.

Conocía muy bien, por tanto, los peligros que conlleva la voluntad de servicio que
comporta necesariamente el mandar. Decía a sus fieles en uno de sus sermones: «Más
felices son los que oyen que los que hablan; el que aprende es humilde, el que
enseña trabaja para no ensoberbecerse, no sea que quizá se introduzca el
afecto de agradar malamente, no sea que desagrade a Dios queriendo agradar
a los hombres. Gran temor hay en el que enseña, hermanos míos; gran miedo
hay en mí al hablaros»(Sal SO l3).

El oficio de amor
Para san Agustín, el oficio de la autoridad es un oficio de amor. En el capítulo VII
de su Regla para los siervos de Dios, que tuvo una importancia excepcional en la historia de
la vida religiosa occidental, se indica: «El que os preside no se considere feliz por la
potestad con que manda, sino por la caridad con que sirve» (Regla, VII, 3).
Seguidamente dice a los monjes sobre «el que preside ( ... ) o el que sirve a los
hermanos en aquellos lugares que se llaman monasterios» (Enarraciones sobre los Salmos,
99, 11): «Entre vosotros os preceda en el honor, ante Dios esté postrado a vuestros
pies con temor» (Regla, VII, 3).

Poco después de su consagración episcopal como obispo auxiliar de Hipona tras la


muerte del obispo Valerio, dice san Agustín en una de sus predicaciones sobre los
Salmos a los fieles de Cartago, entonces una de las ciudades más importantes del
Imperio semejante a Roma, verdadera capital de aquel mundo:
«Desde este sitio os hablo como desde un lugar más elevado; pero Dios, que se
hizo indulgente con los humildes, sabe cómo estoy por el temor a vuestros
pies, porque no me deleitan tanto las aclamaciones de los que alaban cuanto el
fervor de los que confiesan y los hechos de los que gobiernan. Únicamente me
deleito en vuestro aprovechamiento. De estas alabanzas que me tributáis, por
las que me ponéis en peligro, sepa librarme quien nos libra de todos los
peligros. El que a vosotros y a mí nos salva de toda prueba o tentación se digne
reconocernos y coronarnos en su reino» (Enarraciones sobre los Salmos, 66, 10).

La obediencia como caridad


Si las relaciones del gobernante con sus súbditos son de servicio del amor o
caridad, igualmente la obediencia de los gobernados a los que gobiernan está
motivada por la caridad.
El paradigma que ofrece san Agustín de la obediencia en el monasterio, y que se puede
extender a toda sociedad porque es la que posibilita el funcionamiento de todas las
instituciones, es el de la paternidad.
El capítulo VII de la Regla comienza con esta norma: «Obedeced al superior como a
padre, con el debido respeto» (Regla, VII, 1). Todas las relaciones que se dan en la
autoridad quedan transformadas no sólo en relaciones humanas, sino también en
personales, como las que se dan en la paternidad y filiación. Relaciones que deben
entenderse en sentido genérico. En la versión femenina de la Regla, se pide que se
obedezca a la superiora como «madre». El amor bilateral del superior hacia sus súbditos
y de la respuesta de éstos con más amor es el que debe regir como norma suprema en
el ámbito de la autoridad y de la obediencia. Afirma, por ello, san Agustín: «Un superior
ejerce más fuerza rogando que mandando» (Sermón 11, 11).

El peso del amor

En realidad, al poner el servicio de todo mando en el contexto de la caridad, lo que hace


san Agustín es aplicar su principio ético fundamental, citado en uno de sermones
hablando de la autoridad paterna: «y si levantas la voz, haya amor interiormente. Si
exhortas, si favoreces, si corriges, si te muestras duro: ama y haz lo que quieras»
(Sermón 163 B, 3).

No quiere decirse con este mandamiento que el amor justifique cualquier acto, como el
basado en el propio capricho o en el egoísmo, causa de todos los pecados, pues éstos
brotan del amor desordenado a uno mismo que puede llevar «hasta el desprecio de
Dios» (Ciudad de Dios, XIV, 28). El amor al que se refiere san Agustín es al buen amor, al
amor de donación, al amor ordenado en el que ocupan un lugar adecuado el amor a Dios
y el amor a los demás. Lo expresa claramente en otro lugar al escribir: «Te doy un
breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas,
grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor;
ten dentro la raíz del amor, de la cual no puede brotar sino el bien» (Exposición
sobre la 1 a epístola de san Juan, 7, 8)

La raíz del verdadero amor, que está en lo más profundo de mi corazón, me impulsa y
me guía hacia el bien. Por eso, dirá san Agustín: «Mi peso es mi amor; él me lleva
donde quiera que soy llevado» (Confesiones, XIII, 9,10).
Así como los cuerpos físicos son atraídos hacia al suelo por su peso, el hombre es atraído
por lo que ama, debiendo ser éste un amor o querer de «buena voluntad» (Ibíd).
La vida no es voluntad de poder, sino voluntad de amar con amor de donación,
de querer el bien, en definitiva, de servir.
16º Consejo: Canta y Camina
Todos los consejos que da san Agustín a los jóvenes son muy concretos y aptos para
seguir en nuestra propia vida. Sin embargo, quizá el más práctico de ellos sea el
decimosexto, que dice: «Procura progresar siempre, no importa la edad ni las
circunstancias en las que te encuentres».
Reconoce así san Agustín que el hombre es un ser que se encuentra en camino y que
debe avanzar siempre por él.

Las tentaciones
En el camino de la vida en el que nos hallamos todos podemos quedamos quietos o
avanzar. La primera actitud se considera la más cómoda; incluso parece que en estamos
quietos, deteniéndonos en los bienes que se encuentran al borde del camino, es donde
está nuestra felicidad, que es el fin para el que hemos sido creados.
Sin embargo, lo que estos bienes prometen es falso, no porque dejen de ser
bienes, sino porque éstos son medios y no fines. Nuestro egoísmo, el desordenado
amor que se cierra sobre uno mismo, que pone la primacía del amor en el propio yo, los
convierte en destructivos.

El amor egoísta, o repliegue sobre sí mismo, en cuanto principio y fundamento de todos


los amores desordenados a los bienes temporales, o de volcarse en ellos, es la gran
tentación y causa de las diversas tentaciones. Podría decirse que la vida es una continua
tentación: «¿Acaso no es tentación sin interrupción la vida del hombre sobre la tierra?»
(Confesiones, X, 28, 39).
De la tentación del egoísmo, del amor prioritario a uno mismo que lleva hasta la
exclusión de Dios y de los demás, surgen como efectos directos otros tres amores
desordenados, tal como indica san Juan: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el
mundo. Si alguno ama al mundo, no está en la caridad del Padre; porque todo lo que
hay en el mundo es o concupiscencia de la carne o concupiscencia de los ojos o la
ambición del siglo, y no viene del Padre, sino que viene del mundo» (1 Jn 2, 16).

Nota san Agustín que en esta epístola se entiende por «mundo» a los que lo aman
desordenadamente: «Se denomina mundo no sólo esta obra que hizo Dios, a saber, el
cielo, la tierra, el mar, las cosas visibles e invisibles, sino también a los habitantes de
este mundo; al estilo que llaman "casa" a las paredes ya sus habitantes».
Todos los hombres del mundo aman. Unos «tienen puesto el corazón arriba, aunque
vivan con el cuerpo en la tierra». Otros son «amadores del mundo» y a ellos se les
«llama mundo». Los mundanos en este sentido, como se dice en el pasaje bíblico,
«no tienen más que estas tres cosas: la codicia de la carne, el deseo de los ojos
y la ambición del siglo».

Los tres amores


Con el primer amor, el de concupiscencia o deseo desordenado de la carne, aman
los mundanos: «Desean comer, beber, la unión sexual, usar de estos placeres.
Pero ¿no hay medida en ellos? ¿Cuándo se dice que no améis estas cosas;
cuándo se dice que no comáis, no bebáis, no engendréis hijos? No se dice esto,
sino que se guarde la medida en todo ello por causa del Creador, para que no
os encadenen estas cosas por el amor, no sea que las améis para gozarlas
cuando debéis poseerlas para usarlas» (Exposición sobre la 1º epístola de san Juan,2,2).
Respecto a la segunda concupiscencia descrita por san Juan, aclara san Agustín que
«llama deseo de los ojos a toda curiosidad. ¡Cuánto abarca la curiosidad! Se da la
curiosidad en los espectáculos, en los teatros, en los secretos diabólicos, en las artes
mágicas, en las hechicerías» (Ibíd., 2, 13). Dicha «curiosidad, como radica en el apetito
de conocer y los ojos ocupan el primer puesto entre los sentidos cuyo fin es conocer, es
llamada en el lenguaje divino concupiscencia de los ojos» (Confesiones, X, 35, 54). La
concupiscencia de los ojos es un deseo desordenado de tipo cultural, a
diferencia de la de la carne, que es un desorden de algo natural, como es la
conservación del individuo o de la especie. Es un afán de conocer lo que no debería
tener interés para uno mismo sólo por vanidad o vanagloria.
Por el tercer deseo, la «ambición del siglo», apasionadamente deseada por el
mundo, hay que entender la soberbia. «El hombre se jacta con los honores: se cree
grande, ya por las riquezas, ya por algún poder» (Exposición sobre la 1 a epístola de san
Juan, 2, 12).
El hombre mundano ambiciona la soberbia, el amor desordenado a su propia excelencia.
Llega a ella por la ambición de las riquezas y del poder, por los honores por la vanidad,
que le permiten alardear de su superioridad máxima grandeza. La soberbia le hace
asimismo sobresalir y despreciar a los demás, a ser orgulloso.

El camino de la alegría
Del egoísmo procedente del pecado original, que sembró el desorden en las inclinaciones
humanas, brotan directamente los tres grandes deseos y por ellos sufrimos siempre
tentaciones. Exclama san Agustín:
“Diariamente somos tentados, Señor, con semejantes tentaciones, y somos
tentados sin cesar. Nuestro horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos
mandas que seamos también en este orden continentes; da lo que mandas y
manda lo que quieras. Tú conoces en este punto los gemidos de mi corazón
dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos. Porque no puedo fácilmente saber
cuánto me he limpiado de esta lepra, y temo mucho mis delitos ocultos,
patentes a tus ojos» (Confesiones, X, 37, 60).
Los mandatos de Dios piden la continencia o el orden de estos deseos, pero al mismo
tiempo Dios «da» su gracia para que puedan cumplirse. Con la gracia de Dios, nadie
debe atemorizarse ya por lo mandado, sea lo que sea. «Toda mi esperanza no estriba
sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda lo que quieras»
(Confesiones, X, 29, 40).
Ni en los bienes desordenados, ni en el egoísmo y en sus efectos se encuentra la alegría,
sino muy al contrario lo que san Pablo llama la «tristeza de este mundo» (2 Cor 7,10),
porque los bienes del mundo son limitados y el ansia de infinito del hombre nunca se
apaga con ellos. Por el contrario, cuando se avanza por el camino sin detenerse en la
falsa felicidad terrena, surge la auténtica alegría. Como nos exhorta san Agustín:
«Canta pero camina; consuela con el canto tu trabajo, no ames la pereza; canta
pero camina. ¿Qué significa "camina"? Progresa, progresa en el bien. Según el
Apóstol, hay algunos que progresan para peor. Tú, si progresas, caminas; pero
progresa en el bien, en la recta fe, en las buenas obras: canta y camina. No te
salgas del camino, no vuelvas atrás, no te quedes parado» (Sermón 256, 3).
El progreso está en el camino hacia la perfección cristiana, que es el camino de Cristo, el
único camino para la perfecta unión con Dios por el amor. «Sólo él (Cristo) es camino
defendísimo contra los errores, por ser él mismo Dios y hombre: Dios a donde
se va, hombre por donde se va» (La Ciudad de Dios,XI,2). En cambio, los que no lo
siguen, nota san Agustín, sufrirán un progreso inverso, un retroceso, según las palabras
de san Pablo a las que alude: «Los hombres malvados y embaucadores irán de mal
en peor, engañando a otros y a la vez engañándose a sí mismos» (2 Tim 3, 13).
Contra estos engaños y autoengaños con los que se presentan las tentaciones hay que
luchar durante toda la vida, en las sucesivas edades y en todas las situaciones
personales, con el impulso y la fuerza de la gracia de Dios que se obtiene en los
sacramentos. Puede que la pelea sea más fuerte en los años de la juventud y que con la
madurez los ataques de las tentaciones tengan ya menores fuerzas, pero la batalla dura
hasta el final. Siempre hay que luchar y siempre se puede progresar en todas las
perfecciones. El precepto primero y fundamental es el del amor, es el de
progresar en el amor. La santidad está en el cumplimiento del mandamiento del amor.
Pregunta, por ello, san Agustín: «¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame
y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya
pequeña miseria la de no amarte?» (Confesiones, 1, 5).

17º Consejo: Los amigos


En todas las etapas de la vida de san Agustín, desde su infancia hasta su vida de monje
y obispo, antes y después de su conversión, fue permanente su aprecio por la amistad, a
la que consideró siempre como un gran bien. Siempre tuvo amigos.
Los primeros recuerdos que tiene de su niñez son precisamente de sus amigos de
juegos y de la escuela. «Me deleitaba -confiesa-la amistad» (Confesiones, 1, 20,31). Al
principio de su famosa Regla monástica prescribe la amistad entre los monjes. Les pide
que tengan «un solo corazón y una sola alma» (Regla, 1, 2), tal como habían definido la
amistad autores clásicos como Cicerón. Es lógico, por tanto, que uno de los consejos de
san Agustín a los jóvenes esté dedicado directamente a la amistad. En el decimoséptimo
manda categóricamente:
«Durante toda tu vida, en todo tiempo y lugar, ten amigos de verdad o búscalos»
La verdadera amistad
En la definición de amistad que da al principio de su Regla, y que era la noción de
amistad más lograda del pensamiento pagano, san Agustín le añade el término «hacia
Dios» (in Deum). Quiere distinguir la «amistad verdadera», la que se da entre los
«amigos de verdad» -de los que habla en el consecuencia de la amistad natural que él
mismo había vivido antes de su conversión, que no es falsa o mala, sino incompleta.
San Agustín, que tuvo siempre el deseo vital de hacer amigos y de ser amigo, de «amar
y ser amado» (Confesiones, II, 2, 2), había tenido grandes amigos. Cuenta en las
Confesiones, tuvo en su juventud un amigo en Tagaste, un «amigo del alma» pero que se
lo arrebató inesperadamente la muerte.
«Me maravillaba de que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo
había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que,
habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su amigo era "la mitad
de su alma" (Horacio, Carmen, 1,3). Porque yo sentí que mi alma y la suya no eran más
que una en dos cuerpos, y por eso me causaba horror la vida, por que no quería vivir a
medias, y al mismo tiempo temía mucho morir, porque no muriese del todo aquel a
quien había amado tanto» (Ibíd., VI, 11).
Junto con las expresiones que indican la unión anímica «la mitad de su alma» y «yo
sentí que mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos»-, nota san Agustín
que el consuelo que tenía era que de algún modo su amigo continuaba viviendo en su
recuerdo. Después, en su libro Las retractaciones, en el que repasa todas sus obras, indicó
con un admirable amor a la verdad, honradez intelectual y humildad que quizá no tenía
que haber explicado lo que sentía en aquél momento en el que todavía no se había
convertido, por considerarlo una «declaración ligera más que una confesión seria»
(Retractaciones, II, 5,6).
En este mismo lugar de las Confesiones, muestra que, sin embargo, esta amistad no llegó a
la plenitud, como consiguió después de convertido con otros amigos, porque «no hay
amistad verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas entre sí por medio de la
caridad, derramada en "nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado"
(Rom 5, 5)>> (Confesiones, IV, 4).
Según la definición agustiniana de la verdadera amistad, ésta sólo puede darse cuando
es Dios el que une el afecto de los que se dicen amigos por medio de la caridad. Desde
este nivel de la gracia, afirma: «Ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en el
amigo o porque ya está o para que esté en él. Éste es el verdadero amor» (Sermón 336,
2). Dios, en quien se ama y que se ama en el amigo, une de un modo más intenso que
en la mera amistad humana, porque une entre sí a los amigos y a éstos con él mismo.
La amistad adquiere así el carácter de eternidad, «pues qué otra cosa es la amistad, que
trae su nombre de amor y que nunca es fiel sino en Cristo, en quien únicamente además
puede ser eterna y feliz»(Contra dos epístolas pelagianas,I,1,1).
La caridad
La amistad verdadera entre los amigos, afirma san Agustín, está fundamentada en Dios,
«porque nuestro amor mutuo no sería verdadero sin el amor de Dios» (Comentario al
evangelio de san Juan, 87, 1). Este amor de Dios es la caridad, la cual, según su definición
de amistad en la que cita a san Pablo, se nos da como don del Espíritu Santo: «La
caridad de Dios se ha dicho que fue derramada en nuestros corazones; no aquella con la
que Dios nos ama a nosotros, sino aquella por la cual él nos hace amadores suyos ». Nos
hace que lea memos «mediante su gracia», la cual «también nos la otorga a través de
los dones del Espíritu Santo» (Sobre el Espíritu y la letra, c. 32).
El amor de Dios, que es creador, crea en el hombre el amor divino, que es el que
permite amar a Dios. El primer amor con que Dios ama a los hombres es el mismo con
que éstos le corresponden. Por ello dice san Agustín: «Llamo caridad al movimiento del
alma que nos conduce a gozar de Dios por el mismo y de nosotros y del prójimo por
Dios» (D. Cristiana, III,10,16). Aunque a lo que se dirige el amor de caridad sea distinto,
no lo es lo que lo determina o caracteriza: Dios en cuanto amigo del hombre, o en
cuanto le comunica su mismo amor divino. Con el mismo movimiento y, por tanto, a la
vez, el hombre ama a Dios más que todo, se ama así mismo, aunque con un amor
subordinado al amor de Dios, y ama a los demás.
En esta definición del amor de caridad o amistad suprema se muestra que el hombre
ama a Dios por sí mismo, pero también para «gozar» o para su felicidad propia. El amor
a Dios hace que se le quiera por ser sumo bien en sí mismo y además para el hombre.
Dios no sólo es infinitamente amable en sí mismo, sino que también se ha querido
proponer al hombre. Se ama a Dios con amor de donación y con amor de deseo para mí.
Puedo así decir verdaderamente: «Dios mío». El hombre ama a Dios porque, por un
lado, él ha tomado la iniciativa y, de un modo absolutamente gratuito, ha infundido en
nosotros la correspondencia a su amor, aunque respetando la libertad humana, para
hacer posible este mismo amor. Por otro lado, Dios es objeto del amor humano no sólo
por ser el bien infinito, sino porque siéndolo hace feliz al hombre al hacer que su propio
bien sea también el del hombre.
La falsa amistad
El consejo de san Agustín es vivir la amistad, don especialísimo de Dios, en todas
sus formas, de amor a Dios y también de amor a uno mismo y al prójimo, pero siempre
por Dios. Igualmente, deben evitarse las falsas amistades, porque «mucho, valen los
buenos amigos para lo bueno y los malos para lo malo»
La peor amistad falsa o enemiga es la del mundo, o de todo lo mundano en cuanto que
apartado y opuesto a Dios. Hay que aprender a “desligarse” de él. « ¿Qué significa
desligarse de él? No amarle interiormente». Aunque se viva en el mundo, nos pide san
Agustín: «Deslígate de sus hechizos ahora; apercíbete para seguir la voluntad divina,
vive colgado de Dios. Arrímate a él, a quien no perderás sino queriendo». Al mismo
tiempo, añade: «Da de lado al amor del siglo, cuya amistad es mala y engañosa y
enemista con Dios. En un abrir y cerrar de ojos una tentación logra que el
hombre ofenda a Dios y que lo haga su enemigo. O mejor dicho, no es entonces
cuando se hace enemigo suyo, sino que entonces aparece que ya era su
enemigo. Ya lo era cuando le alababa y creía, aunque ni lo sabía él ni lo sabían
los demás». El mundo en este sentido es nuestro enemigo, porque «el mundo nunca
da lo que promete; es un embustero, un tramposo. ¿Es por conseguir siempre
uno lo que del mundo espera el motivo de no cansarse los hombres de poner su
confianza en el mundo? Y aun cuando lo consiga todo, ¿no empieza el
afortunado conseguidor a cansarse de lo conseguido para dar cobijo a otros
deseos y esperar otras cosas? Y, en llegando que llegan éstas, ¿no se las
desestimas» El verdadero amigo es Dios: «Arrímate, pues, a Dios; ése sí que no
desmerece, porque no hay nada más hermoso. Si las cosas de acá nos aburren,
es debido a su inestabilidad, pues no son ellas Dios. ¡Oh alma! Ninguna cosa
puede bastarte si no es quien te ha creado. Dondequiera que pongas la mano,
hallarás miseria; sólo puede bastarte quien te hizo a su imagen» Sermón 125, 11.

18º Consejo: La Autoridad y sus peligros


A toda autoridad, ya sea paterna, educativa, política, militar o religiosa, le compete la
obligación de conducir a quienes están sujetos a ella hacia un fin, hacia un bien. Los que
están bajo la autoridad apetecen este bien, porque lo reclama su misma naturaleza y les
va a permitir alcanzar su plenitud o perfección en el orden de aquel bien. El hecho de
realizar el servicio de proporcionar el bien de los subordinados implica que la autoridad
ha de poseer este bien que difunde o comunica a los demás y, por tanto, que dicha
autoridad tiende a la excelencia. Al considerar su superior bien o excelencia, los regidos
por la autoridad le deben honor.
Estas nociones surgen de la consideración de las relaciones que expresa la palabra
«autoridad», no sobre talo cual autoridad y sus características accidentales y diferentes
circunstancias. Sin ellas, no es fácil comprender que a las personas constituidas en
autoridad se las deba honrar por su estado de mayor dignidad o excelencia. Por ello, en
su decimoctavo consejo a la juventud san Agustín pide a los jóvenes -no siempre
educados en estos conceptos-: «Da honor a quien se lo merece aunque él no lo
desee».

El principio de la autoridad
El honor que se hace a una persona revestida de autoridad es el reconocimiento del bien
que posee y de que merece la consideración de los demás. Con el honor se testimonia o
reconoce su excelencia. A esta misma cualidad de la persona honrada con la admiración,
respeto y estima de los demás se le puede también denominar honor u honra. Debe
rendirse honor al que lo merece o es digno de ello, tal como indica en su consejo san
Agustín. La obligación deriva de la misma relación de autoridad. La autoridad, y el poder
coercitivo o moral que supone, es querida por Dios.

San Agustín mantiene esta importante afirmación cristiana apoyándose en la Escritura.


Comentando las palabras de Cristo ante Pilato: «No tendrías ningún poder sobre mí
si no te hubiese sido dado de arriba» Un 19,11), concluye Agustín: «Aprendamos su
enseñanza, transmitida también por el apóstol, de que "no hay poder que no venga
de Dios" (Rom 13, 1)» (Comentario al evangelio de san Juan, 116,8).
En La Ciudad de Dios, en la que juzga desde la sabiduría cristiana la política pagana,
profundizando en la premisa de que toda autoridad viene de Dios, san Agustín señala:
«No atribuyamos la potestad de distribuir reinos e imperios más que al Dios
verdadero. Él es quien da la felicidad, propia del reino de los cielos, a sólo los
hombres religiosos. En cambio, el reino de la tierra lo distribuye a los religiosos
y a los impíos, según le place, él, que en ninguna injusticia se complace».
Los imperios políticos no quedan sacralizados, se les critica sus insuficiencias y sus
vicios; pero tampoco son condenados, porque tienen también valores, como el
reconocimiento y mantenimiento de la autoridad. Son vistos desde la perspectiva
cristiana providencialista. En los distintos hechos históricos hay un designio de Dios,
muchas veces incomprensible para nosotros, pero que siempre es para bien: «Sin lugar
a dudas, es el Dios único y verdadero quien regula y gobierna todos estos avatares de la
historia, según le place. Quizá los sean ocultos, ¿Pero serán por ello menos justos?» (La
Ciudad de Dios, V.21).
La potestad de la autoridad no es, sin embargo, absolu ta, Su poder está limitado por la
ley de Dios. Los cristianos obedecen a la autoridad, en conciencia y con responsabilidad
ante Dios. Así, si el poder terreno contradice la ley de Dios, argumenta el santo: «Pero
¿qué hacer si manda lo que no debes hacer? Aquí no hay que dudado:
Desprecia ese poder por temor al Poder sumo. Examinad los grados de las
jerarquías humanas. Si algo mandase un pretor, ¿no se ha de hacer? Pero si
ordena contra el pro cónsul, cierto no es despreciar su autoridad, sino preferir
una obediencia a otra mayor. Ni tiene aquí razón alguna para llevarlo a mal; el
mayor está delante» (Sermón 62,13). El cristiano no puede faltar nunca a la ley de
Aquel que dijo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» Mt 22,21
El peligro de los honores
Puede sorprender que al final de este consejo de san Agustín sobre la honra y la
alabanza, que es un modo externo de manifestarla, advierta que puede que la persona n
honrada y alabada no quiera ser objeto de ello. Se comprende si se tiene en cuenta el
peligro que conllevan los honores. Es innegable que «a muchos les aprovechó la vida
privada y les hizo daño el encumbramiento de los honores».
Los honores son bienes temporales que, como todos los beneficios no eternos, también
se pueden pedir a Dios, aunque del modo que explica san Agustín:
«Pidamos también estos bienes temporales discretamente, ytengamos la
seguridad, si los recibimos, de que nos vienen de quien sabe lo que nos
conviene. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre: si te conviniera, te lo habría
dado. Juzga por ti mismo. Tú eres, delante de Dios, por tu inexperiencia de las
cosas divinas, como tu hijo para ti con su inexperiencia de las cosas humanas.
Ahí tienes a ese hijo llorando un día entero por que le des un cuchillo o una
espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de sus lloros por no tener que
llorarle muerto (..) y para que vaya creciendo y posea sin peligro la fortuna, le
niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas» (Sermón 80, 7).

Como los otros bienes temporales, los honores deben ordenarse a su verdadero fin, que
es el bien del prójimo y la gloria de Dios. «Quieres honores: cosa buena son, bajo
condición de usar bien de ellos. ¡Para cuántos fueron los honores principio de ruina!
¡Para cuántos fueron ocasión de buenas obras!» (Sermón 72, 4). Si se desean las
cosas temporales desordenadamente, se usan mal y llevan al mal.

En cambio: «También nosotros usamos de ellas según la necesidad de nuestra


peregrinación, pero no fijamos ahí nuestro gozo, para que al derrumbarse no
nos sepulten; nosotros "usamos de este mundo como si no usáramos" (1 Cor
7,31) para llegar a quien hizo este mundo y permanecer en él, gozando de su
eternidad» (Sermón 157, 5).

Además, pregunta san Agustín sobre la alabanza humana:«¿Es todo más que humo y
viento? ¿No pasa y se va todo en veloz carrera? Y ¡ay de aquellos que se
adhieren a lo que así pasa, porque pasan junto con ello! ¿No es todo como un
río que va en su carrera a precipitarse en el mar? ¡Ay de aquel que se caiga en
ese río: será arrastrado al mar!. (Comentario al evangelio de san Juan, 10,6).

Al buscar la alabanza entre los hombres, se cae en el pecado de la vanidad, el deseo de


la excelencia de honor desordenado. De la tentación de la vanidad se puede pasar a la
soberbia, al deseo desordenado de la propia excelencia.
De ahí que: «En mayor peligro nos ponen quienes nos honran que quienes nos
maldicen. La honra humana hace cosquillas a nuestra soberbia, mientras que
las maldiciones de los hombres nos ejercitan en la paciencia» (Sermón 340 A, 8).

San Agustín incluso pone el origen de estas graves tentaciones no sólo en el propio
egoísmo, sino también en el demonio, que incita con ellas al mal.
«Como quiera que por ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario
ser amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de nuestra
verdadera felicidad en esparcir en todas partes como lazos estas palabras:
"¡Bien,bien!': para que, mientras las recogemos con avidez, caigamos
incautamente y dejemos de poner en tu verdad nuestro gozo, poniéndolo en la
falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo
tuyo, sino en tu lugar; y de esta manera, hechos semejantes a nuestro
adversario, nos tenga consigo no para concordia de la caridad, sino para ser
consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede en el aquilón (Polo
Norte), a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por caminos
perversos y torcidos» (Confesiones, X, 36, 59)

19º Consejo: La Soberbia y la Humildad


Se lee en la Escritura, en un pasaje del Eclesiástico: «El principio de todo pecado es la
soberbia» iEclo 0, 15). Al explicar estas palabras, san Agustín define el pecado de la
soberbia: «Y, ¿qué es la soberbia sino el apetito de un perverso encumbramiento? El
encumbramiento perverso no es otra cosa que dejar el principio al que el espíritu debe
estar unido y hacerse y ser, en cierto modo, principio para sí mismo. Tiene esto lugar
cuando se complace uno demasiado en sí mismo. Y se complace así cuando se aparta de
aquel bien inmutable que debió agradarle más que él a sí mismo» (La Ciudad de Dios,
XlV, 13, 1). El querer la propia excelencia, la máxima perfección, no es un mal, sino el
hacerlo de un modo desordenado o desmesurado, porque está por encima de nuestras
posibilidades naturales, tal como nos muestra nuestra misma razón.
San Agustín quiere prevenir sobre todo a los jóvenes de este peligroso pecado, al
escribir el siguiente consejo, el que ocupa el lugar diecinueve de los que da a la
juventud: «Aléjate de los soberbios, esfuérzate tú por no serlo»,
Gravedad de la soberbia
Esta advertencia es comprensible por la gravedad del pecado de soberbia.
En primer lugar, porque, a diferencia de los otros pecados, impide la petición de
perdón y de ayuda. San Agustín recuerda que, tentado por el diablo, el primer pecado
del hombre fue de soberbia, que llevó al otro pecado de hacer lo que Dios le había
prohibido: «De ahí que el diablo le halagara con aquel "seréis como dioses" (Gén
3, 5). Y hubieran podido ser mejores uniéndose por la obediencia al supremo y soberano
principio, no constituyéndose a sí mismos en principio por soberbia».
Al igual que a la primera pareja humana, siempre ocurre que «apeteciendo ser más, se
es menos, y al querer bastarse uno a sí mismo, se aparta de aquel que verdaderamente
le basta. De suerte que, al complacerse el hombre a sí mismo como si él fuera luz, aquel
mal le aparta de la luz que, al agradarle, le hace a sí mismo luz» (La Ciudad de Dios,
XIV, 13).
El pecado de soberbia, que llevó a nuestros primeros padres al pecado de la
desobediencia del precepto divino, «busca la excusa del subterfugio como la buscaron
aquellos primeros. Así, dijo la mujer: "La serpiente me engañó y comí"; y el hombre: "La
mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto y comí". No se oye aquí la
petición de perdón, ni la solicitud por la medicina».
Nota además san Agustín que, según el relato del Génesis del pecado original de Adán y
Eva, «aunque (éstos) no nieguen, como Caín, lo que cometieron, todavía la soberbia
trata de cargar sobre el otro el mal que hizo; la soberbia de la mujer sobre la serpiente,
la soberbia del hombre sobre la mujer. Pero cuando hay una transgresión clara del
mandamiento divino, la excusa es más bien una acusación. No dejaron de cometer esa
transgresión porque la cometiera la mujer aconsejada por la serpiente, y el hombre por
dárselo la mujer; como si se pudiera anteponer algo a Dios, a quien se debe creer y
obedecer» (La Ciudad de Dios, XIV, 14).
En segundo lugar, se manifiesta la gravedad de la soberbia porque todo pecado
tiene su origen en ella, se accede a ella desde otros pecados y es el fin de todos ellos:
«y si la soberbia es el principio del pecado, la soberbia es la puerta de los
infiernos. Considerad ya qué es lo que ha engendrado todas las herejías; no
hallaréis ninguna otra madre a no ser la soberbia. Pues cuando los hombres
presumen mucho de sí mismos, llamándose santos y queriendo arrastrar a las
masas tras de sí, sólo por soberbia dieron origen a las herejías y a los cismas,
útiles ambos» (Sermón, 346 B,3).
Generalidad de la soberbia
En este decimonoveno consejo, san Agustín pide al joven que se esfuerce en no ser
soberbio. Se necesita luchar para librarse de la soberbia y del orgullo, una
modalidad suya que nos hace sentimos superiores a los demás y mostrarles desprecio,
alejándonos de su trato.
Ambos vicios, orgullo y soberbia, son como una especie de serpiente que nos envuelve y
se enrosca por todos lados aprisionándonos y de la que es muy difícil desembarazarse:
«Los demás vicios prevalecen en la maldad, pero el orgullo se desarrolla a
expensas de las buenas obras».
Los que realizan buenas obras, y precisamente por ellas, pueden acabar
«atribuyéndose a sí mismos los dones de Dios y ensoberbeciéndose perecerán
con más grave caída que si nada hiciesen, [ ... ] pues Dios es el que obra en
vosotros el querer y el ejecutar según su beneplácito (Flp 2, 12-l3)»(Naturaleza y
gracia, 27, 31). Apostilla el santo obispo que «nunca el enemigo nos derriba más
fácilmente que cuando le imitamos en la soberbia, ni le infligimos dolores más
intensos que cuando sanamos las heridas de nuestros pecados mediante la
confesión y la penitencia» (Sermón 351,1).
La soberbia y la envidia
En primer lugar, en este consejo san Agustín pide al joven que se aparte de la gente
soberbia. Se comprende porque, además del peligro de caer en la soberbia, padecerá
también la amenaza de los soberbios, que por envidia le podrán quitar los bienes que
posee: «El soberbio no puede carecer de envidia que es hija de la soberbia. Esta
madre no conoce la esterilidad, allí donde se halla, pare inmediatamente»
(Sermón 354,5).
Por dolerse y entristecerse de los bienes de los demás, el envidioso los ve como males
para sí mismo. Se debería alegrar, ya los posea o carezca de ellos, de que los demás
tengan bienes y de que, por tanto, en el mundo haya más bien. No es la alegría lo que le
embarga, sino la tristeza, y además la falsedad le acompaña siempre. El soberbio y
envidioso es siempre un peligro. No hay que olvidar que «la soberbia fue el pecado
del diablo, a la cual juntó después una malvada envidia que le llevó a infundir
en el hombre esta misma soberbia, por la cual reconocía haber sido el
condenado» (Libre albedrío, III, 25, 76).
La humildad
Dada la situación humana de inclinación a la soberbia, al deseo desordenado a la
excelencia o hacia la grandeza de una manera des proporcionada a la naturaleza
humana o a la propia naturaleza individual, «dificultoso por demás habría de sernos
seguir el camino medio, verdadero y derecho, como si dijésemos entre la izquierda de la
desesperación y la derecha de la presunción, si Cristo no dijese "Yo soy el camino, la
verdad y la vida" (Un 14, 6). O en palabras semejantes: "¿Por dónde quieres ir? Yo soy el
camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres detenerte? Yo soy la
vida"» (Sermón 142, 1).
Sobre este camino, que debe seguirse para vencer el desorden o exceso de soberbia,
precisa seguidamente: «Aunque sea Cristo la verdad y la vida, el excelso, Dios, el
camino es Cristo humilde. Andando sobre las huellas de Cristo humilde,
llegarás a la cumbre; si tu flaqueza no desprecia sus humillaciones, llegarás a
la cima, donde serás inexpugnable».
La humildad modera el peligroso desorden de la soberbia, comparable a una enfermedad
muy grave, «porque si tu enfermedad fuese tal que, al menos, pudieras ir por tu propio
pie al médico, aún se podría decir que no era intolerable; mas como tú no pudiste ir a
él, vino él a ti, y vino enseñándonos la humildad por la que volveremos a la vida, porque
la soberbia era obstáculo invencible para ello; como que había sido ella la que había
hecho apartarse de la vida el corazón humano levantado contra Dios» (Sermón 142,2).
La puerta del cielo la pueden atravesar sólo los humildes porque es pequeña:
« ¿Quién entra por la puerta? Quien entra por Cristo. ¿Y quién es éste? Quien imita la
pasión de Cristo, quien conoce la humildad de Cristo y, pues Dios se hizo por nosotros
hombre, bien claro está que no es Dios el hombre, sino hombre. Quien, en efecto,
quiere dárselas de Dios no siendo más que hombre no imita ciertamente al que, siendo
Dios, se hizo hombre.
A ti no se te dice: "Sé algo menos de lo que eres", sino: "Sé lo que eres':
Conócete enfermo, conócete hombre, conócete pecador, conoce ser Dios quien
justifica, conócete manchado» (Sermón 137,4). Puede decirse, por ello, que «la
humildad habla de la verdad y la verdad de la humildad; es decir, la humildad,
de la verdad de Dios, y la verdad, de la humildad del hombre» (Sermón 183,4)

20º Consejo: El Orden y la Paz


Los veintitrés consejos que da san Agustín a los jóvenes se encuentran en su libro El
orden. El vigésimo trata del modo de vivir en orden, porque dice:
«Vive con dignidad y en armonía con todo y con todos».
El joven, que está en una etapa de preparación y organización de su vida para otras de
mayor plenitud, debe aprender a vivir con dignidad, o de manera conveniente y
apropiada, mereciendo el respeto de los demás y de sí mismo. También, para ello, debe
vivir de manera armónica o justa, estar en completo acuerdo con la toda la realidad, y,
por tanto, con una vida ordenada.

El orden universal
El universo ha sido creado por Dios con admirable sabiduría' bondad y grandísimo poder.
También lo ha provisto amorosamente de un orden para que alcance el fin para el que
ha sido creado. La ordenación de la realidad es una consecuencia de su finalidad o
sentido. Igualmente lo es que unos seres manden sobre otros para encaminarles a su fin
y así los pongan en orden. Concluye san Agustín: «En consecuencia, la causa primera y
suprema de todas las formas y mociones corpóreas es siempre la voluntad de Dios».
Haciendo una comparación con el sistema político del Imperio romano en el que vivía,
precisa seguidamente: «Nada acontece visible y sensiblemente en esta inmensa y
dilatada república de la creación que no sea o permitido o imperado desde el invisible e
inteligible alcázar del supremo Emperador» (De Trinitate, 111, 4, 9).
Además, Dios respeta siempre la naturaleza de las criaturas que ha creado. Las
irracionales se encaminan necesariamente hacia su fin, las racionales lo deben hacer
libremente.
Todo está así regido por la ley eterna divina, que hace que «todas las cosas estén
perfectísimamente ordenadas» (Sobre el libre albedrío, 1, 6, 15).
Puede darse así esta definición del orden: «Orden es la regla con que Dios dirige
todas las cosas. Pero ninguna cosa hay que no la haga él; por eso nada puede
hallarse fuera del orden» (Sobre el orden, 11, 7, 21). El orden es universal.

El orden en el Hombre
El orden universal debe realizarlo también el hombre. El cuerpo debe estar gobernado
por el alma; la vida no racional, como las pasiones, deben estar regidas por la razón; y
la misma razón debe estar bajo la ley beneficiosa de su Hacedor:
«El alma sometida a Dios es con pleno derecho dueña del cuerpo; y en el alma
misma, la razón sometida a Dios, el Señor, es dueña con pleno derecho de la
pasión y demás vicios. Por lo tanto, cuando el hombre no se somete a Dios,
¿qué justicia queda en él? Si el alma no está sometida a Dios, por ningún
derecho puede ella dominar el cuerpo, ni la razón los vicios» (La Ciudad de Dios,
XIX, 21, 2).
Sin embargo, Dios dejó al hombre en manos de su libertad el poder vivir rectamente o
conforme a su razón siguiendo la ley de Dios: «Cuando la razón, mente o espíritu
gobierna los movimientos irracionales del alma, entonces, y sólo entonces' es cuando se
puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar, y domina en virtud de
aquella ley que es la ley eterna». También dice: «Entonces es cuando se dice que el
hombre está perfectamente ordenado» (Sobre el libre albedrío, 1, 9, 19).

Para vivir ordenadamente se necesita la salud del alma, de su entendimiento, de su


voluntad y de su libertad. Salud de la que carece por el pecado original y los propios
pecados personales, pero que le da Dios con su gracia. Con el orden de la gracia, « el
Omnipotente imprime en el corazón de los hombres un movimiento de sus
propias voluntades, de manera que por ellos hace cuanto quiere quien jamás
supo querer injusticia» (Gracia y libre albedrío, c. 21). Finalmente, con el juicio de Dios
queda reparado y completado el orden en el hombre «según la inefable justicia de
los premios y castigos, de las gracias y de las retribuciones»(La Trinidad,III, 4,9).
Para vivir de acuerdo con el orden universal querido por Dios o «en armonía con todo»,
como se indica en este consejo a los jóvenes, es bueno «mirar las postrimerías», las
realidades últimas que sucederán en el orden del mundo, ya en el más allá:
«Pero ahora camina en la fe, ordena tu vida. Él está muy en lo alto, fortalece
tus alas. Cree lo que aún no puedes ver para merecer ver lo que crees. Vivamos
como peregrinos, pensemos que estamos de paso, y no pecaremos. Antes bien,
demos gracias al Señor Dios nuestro, que quiso que el último día de esta vida
esté cercano y sea incierto. Corto es el tiempo que va desde la tierna infancia
hasta la ancianidad decrépita» (Sermón 301, 9).

La tranquilidad del orden


Si el orden es una característica del obrar de Dios, también lo es su efecto, que es la
paz. En todos los tipos de orden se encuentra siempre la paz:
«La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma
irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es
el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el
cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del hombre
mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna»
(La Ciudad de Dios, XIX, 13).
Del orden del hombre consigo mismo y sobre lo que tiene dominio, procede su paz
interior, una paz del entendimiento, de su voluntad, de sus apetencias sensibles y de sus
acciones. Del orden con respecto a las disposiciones divinas surge la paz con Dios.
También en el orden relativo al prójimo aparece la paz:
«La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es
la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven
juntos. La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en
la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad
perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el
mutuo gozo en Dios con todos los demás» (La Ciudad de Dios, XIX, 13).
De las relaciones ordenadas con el prójimo resulta la paz externa por la que se tiene paz
con todos o, como dice san Agustín en este vigésimo consejo a la juventud, se vive en
«armonía con todos». La paz social es así efecto del amor.
Esta paz pide la eliminación de toda enemistad. Para ello, no sólo hay que destruir
todo rencor y odio desde que empieza a surgir en nuestro corazón, sino que también
deben olvidarse las ofensas recibidas, muchas veces imaginarias; hay que apartar todo
resentimiento contra los demás, aunque parezca e incluso pueda considerarse justo; no
proferir ninguna palabra contra nadie, ni contra los más próximos ni contra los más
lejanos; ni tan siquiera hay que consentir cualquier pensamiento hostil o crítico hacia los
demás, pues son sentimientos que pueden hacerse extensivos a toda criatura existente.
El procurar la armonía y la paz con los otros hombres no se limita a realizar esta tarea
en la propia vida personal, sino también a ayudar a las personas que no están en paz.
Hay que poner paz donde no hay paz externa, donde hay discordia, y procurar que se
logre la reconciliación. Igualmente hay que sembrar la paz interna, con el ejemplo, con
la palabra, con el consejo o con la confidencia. El «construir paz» es una forma de
amor al prójimo; es una obra de misericordia (Mt 5, 9), porque se le ayuda a
conseguir «el gran bien que se llama paz» (Enarraciones sobre los Salmos, 127, 16).

Del examen de estas tres formas de paz, conmigo mismo, con Dios y con el prójimo, san
Agustín obtiene la conocida definición de paz que se manifiesta y realiza en todas ellas:
«La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la
distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar»
(La Ciudad de Dios, XIX, 13).
El enemigo de la paz, «el gran bien» (Sermón 357, 2), es el pecado. «De ahí que la
paz de los malvados, al lado de la de los justos, no merezca el nombre de paz a
los ojos de quien sabe anteponer la rectitud a la perversión y el orden al caos»
(La Ciudad de Dios, XIX, 12,3).

21º Consejo: La búsqueda de Dios


San Agustín, que comparte con santo Tomás de Aquino, el primer puesto entre los
pensadores cristianos de todas las épocas, da este consejo, el número veintiuno de los
veintitrés que dedica a los jóvenes: «Busca a Dios, que su conocimiento llene tu
existencia y su amor colme tu corazón».

El ansia de Dios
Dios es el fin último, bien supremo o felicidad máxima del hombre. Las facultades
superiores de su espíritu, el entendimiento y la voluntad, tienden a Dios por su misma
naturaleza. El entendimiento quiere conocer a Dios, la misma Verdad, y su voluntad lo
quiere como el supremo Bien. El ser humano desea contemplar a Dios, conocerlo en su
naturaleza y quererlo en su individualidad o personalidad. Dirá también san Agustín:
«Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión, la felicidad
misma. Con el amor se le sigue y se le posee, no identificándose con él, sino
uniéndose a él con un modo de contacto admirable e inteligible, totalmente
iluminado el ser y preso con los dulces lazos de la verdad y de la santidad»
(Costumbres de la Iglesia Católica, 1,11,18).
El ansia más profunda del hombre, la que explica todos sus deseos e inquietudes por no
satisfacerlos, no es por los bienes materiales, ni por las riquezas, ni por el sexo, ni por el
poder, o por el éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo
XIX, y muchas veces el hombre actual así lo cree todavía. Su deseo y anhelo más
básico, fundamental y radical es la posesión intelectual y amorosa de Dios.
Sólo Dios infinito puede satisfacer el ansia infinita del hombre. De tal manera que san
Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me
hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios. ¿Qué vale toda la tierra?
¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué
vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo
tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de
él» (Sermón 158,7).

La ayuda de Dios
En el primer párrafo de las Confesiones, san Agustín, dirigiéndose a Dios mismo, a modo
de oración o de diálogo, escribe «nos has hecho para ti», y, por ello, « muestro
corazón está inquieto»; además que nuestro yo en lo más profundo de mí
mismo está con intranquilidad y con desasosiego «hasta que descanse en ti»
(Confesiones, 1, 1, 1). Para encontrar este reposo y tranquilidad que proporciona el
encuentro de Dios se necesita, sin embargo, su ayuda.

San Agustín nos exhorta, en consecuencia, a que «alcemos los ojos del alma y
busquemos a Dios ayudados por él» (Comentario al evangelio de san Juan, 63,1). Si
nuestro entendimiento y nuestro corazón, «ojos» que permiten unirnos intelectual y
afectivamente con lo que queremos «ver» o contemplar, buscan a Dios, lo hallan. «Es
imposible, por especial providencia divina, que a las almas religiosas que
piadosa, casta y diligentemente buscan ( ... ) a su Dios, es decir, la verdad, les
falten los medios suficientes para conseguirlo» (De quantitate animae, 14,24).

Con nuestros ojos corporales no podemos ver a Dios, que es esencialmente invisible.
Sólo podemos ver con ellos lo que no es Dios. Al elevar el alma, se descubre que Dios
mismo sale a nuestro encuentro con su ayuda, que ha comenzado al hacer que le
buscáramos. «Se dice en los salmos: "Buscad a Dios, y vuestra alma vivirá" (Sal
68, 33). Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que le busquemos; y
es inmenso, para que, después de hallado, le sigamos buscando. Por eso está
escrito en otro lugar: "Buscad siempre su faz" (Sal 104, 4). Porque llena la
capacidad de quien le busca y hace más capaz a quien le halla, para que,
cuando pueda recibir más, torne a buscarle para verse lleno» (Comentario al
evangelio de san Juan, 63, 1).
Las cosas de este mundo, desde los bienes sensibles hasta los culturales e incluso
espirituales, nos atraen y nos llaman, aunque su posesión nunca es suficiente para
nosotros. Incluso cuanto más se poseen más se acrecienta nuestra insatisfacción,
porque su finitud no llena nuestra ansia de verdad, de bien, de belleza. Advierte san
Agustín que, por una parte, «todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son
buenas», siempre que no se busquen desordenadamente. Por otra, señala que, por su
insuficiencia, nos llevan a seguir esta recomendación: «Busca quién las hizo: él es tu
esperanza». El encuentro de su autor no es completo, pero confiamos en que el
hallazgo ahora iniciado vaya aumentando. «Él es ahora tu esperanza y él será luego
tu posesión. La esperanza es propia de quien cree; la posesión, de quien ve.
Dile: "Tú eres mi esperanza”: Con razón dices ahora: "Tú eres mi esperanza":
crees en él, aún no lo ves; se te promete, pero aún no lo posees. Mientras estás
en el cuerpo, eres peregrino lejos del Señor; estás de camino, aún no en la
patria» (Sermón 313 F, 3).

El camino hacia Dios


Podría pensarse con el poeta de Castilla que para el caminante «no hay camino», o a la
inversa, como escribió otro poeta, para una sardana: «Todo es camino, todo es
atajo». San Agustín expresa claramente la verdad cristiana al escribir: «Dios-Cristo es
la patria adonde vamos; Cristo-hombre, el camino por donde vamos; vamos a
él, vamos por él» (Sermón 123,3). Cristo es el camino. «El mismo que gobierna y
creó la patria se ha hecho camino para llevarte a él, dile, pues, ahora: "Tú eres
mi esperanza"» (Sermón 313 F, 3). Según el evangelio de san Juan, el mismo Cristo
contesta al apóstol Tomás sobre cuál es el camino: «Yo soy el camino, y la verdad y
la vida» (In 14, 9). Y sobre esta respuesta comenta san Agustín: «Si vas en busca de
la verdad, él es el término adonde vas y por donde vas. No vas por una cosa a
otra distinta; no vas a Cristo por medio de una cosa distinta de él; vas a Cristo
por Cristo mismo. ¿Cómo por Cristo a Cristo? Por Cristo hombre a Cristo Dios,
por el Verbo hecho carne al Verbo que en el principio era Dios en Dios»
(Comentario al evangelio de san Juan, 13,4).

La humanidad de Cristo es el camino para ir a Dios. Su naturaleza humana, unida a la


divina, es la fuente de todas las gracias. «Verdad eterna y Vida en el Padre, se hizo
hombre para sernos camino. Siguiendo el camino de su humanidad, llegarás a
la divinidad. Él te conduce a sí mismo. No andes buscando por dónde ir a él
fuera de él». Cristo, al asumir la naturaleza humana, es el camino hacia Dios, que hay
que seguir imitándole; es la verdad porque manifiesta la verdad divina; y es la vida
porque, por su gracia, nos hace partícipes de la vida divina, que tiene desde toda la
eternidad.

La desgracia del hombre


La verdadera desgracia del hombre es, por consiguiente, no conocer ni amar a Cristo.
«Si él no hubiera tenido voluntad de ser camino, andaríamos siempre
extraviados. Se hizo, pues, camino por donde ir. No te diré, por ende: "Busca el
camino". El camino mismo es quien viene a ti» (Sermón 141,4).
El hombre debe aceptado y con la actitud de recibido, dirá san Agustín, pedido. «A ti
vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú abandonas, luego
la muerte se cierne sobre mí; pero tú no abandonas, porque eres el sumo Bien,
y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y debidamente te buscó el que
recibió de ti el don de buscarte como se debe. Que te busque, Padre mío, sin
caer en ningún error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez
de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi alcance, te ruego, Padre
mío; y si ves en mí algún apetito superfluo, límpiame para que pueda verte»
(Soliloquios,1,6).

En definitiva, puede concluirse que «para la criatura racional o intelectual, no hay


bien posible que le haga feliz más que Dios ( ... ) Poseerlo es su felicidad;
perderlo, su desgracia» (La Ciudad de Dios, XII, 1,2). Confesará san Agustín, después
de haber encontrado y aceptado el verdadero y vital camino: «Ahora te amo a ti sólo,
a ti sólo sigo y busco, a ti sólo estoy dispuesto a servir, porque sólo tú
justamente señoreas; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te
ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos
para ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a ti.
Dime adónde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que
mandes. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, flamantísimo Padre; basta ya con
lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus
pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces» (Soliloquios, 1, 5)

22º Consejo: El estudio y la verdad


Cuando san Agustín dio la serie de veintitrés consejos a la juventud todavía era profesor,
aunque acababa de dejar su cátedra de retórica en Milán, después de las vacaciones del
verano del año 386 y de su conversión, alegando una dolencia que sufría en el pecho
(Confesiones, IX, 2, 2). En realidad, siempre continuó enseñando, como cristiano,
monje, sacerdote y obispo. Toda su vida, antes y después de la conversión, fue la de un
pedagogo. Todos sus numerosos escritos están dirigidos a enseñar. No sorprende, por
tanto, que uno de los consejos, el penúltimo, se refiera directamente al estudio. En este
consejo número veintidós, se dice: «Desea la tranquilidad y el orden para
desarrollar tu estudio y el de tus compañeros»

El conocimiento de la verdad
San Agustín dio una gran importancia a la educación, la formación integral, primero a la
de sus alumnos y después a la de sus fieles. Era especialmente necesaria en una época
como la suya en la que, de modo sorprendentemente parecido a la actual, no se creía
que el hombre fuese capaz de la verdad y, sin ella, carecía de sentido transmitida y
enseñada a vivir por la educación. La enseñanza se limitaba a un adiestramiento en el
lenguaje puramente utilitarista, para conseguir dinero y poder.
Frente al relativismo de la verdad, a san Agustín le interesaba transmitir la verdad, tanto
mediante el lenguaje oral como por el escrito, y además enseñar a conseguir y vivir la
verdad, que es el auténtico bien del hombre, El que enseña hace que sus palabras sean
un instrumento para que el que aprende lo haga por sí mismo. Así, por ejemplo, si se
comprende una definición de cualquier cosa dada por un profesor o encontrada en un
libro, es porque de algún modo ya se conocían los componentes de esta idea. Quizá ya
se conocían con otras definiciones, pero es imposible proceder indefinidamente. Hay que
admitir que «de todas las cosas que entendemos no consultamos la voz externa que nos
habla, sino que consultamos la verdad interior que preside la misma mente y que las
palabras nos mueven a consultar»(El Maestro, XI, 38)

En último término, la verdad se conoce por 'el «maestro interior» y de una forma
misteriosa, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. La conclusión de san
Agustín que pone en boca de su hijo en El Maestro -obra que transcribe las
conversaciones entre san Agustín y su hijo Adeodato, escritas en Tagaste, tres años más
tarde que este consejo sobre el estudio- es la siguiente:
«Yo he aprendido con el estímulo de tus palabras que las palabras no hacen
otra cosa que incitar al hombre a que aprenda y que cualquiera que sea el
pensamiento de quien habla muy poco puede aparecer a través del lenguaje,
Por otra parte, si hay algo de verdadero, sólo puede enseñarlo aquel que,
cuando exteriormente hablaba, nos advirtió que habita dentro de nosotros, a
quien, con su ayuda, tanto más ardientemente amaré cuanto más aprovecho en
el estudio» (El Maestro, XIV, 46).

La pereza, la curiosidad y la mentira


El estudio tiene principalmente dos peligros. El primero, como en general toda actividad
humana, es el de la pereza. El estudio requiere luchar contra la tendencia a la
comodidad propia del cuerpo, que parece como si no se quisiera someter a las
demandas del espíritu. Para vencer la pereza, como en todo lo demás vicios, se cuenta
con la gracia de Cristo. San Agustín lo recuerda al comenzar un sermón:
«Hermanos, somos cristianos y todos queremos hacer el camino y, aunque no
queramos, lo hacemos. A nadie le está permitido el permanecer aquí; la
volubilidad del tiempo obliga a no detenerse a cuantos vienen a esta vida. No
haya lugar alguno para la pereza; camina tú, no te dejes arrastrar. Haciendo el
camino, en una encrucijada nos ha salido al encuentro un hombre; no un
hombre sin más, sino Dios hecho hombre por los hombres» (Sermón, 346 A, 1).
Otro peligro, en otro sentido, de la tendencia humana que es contrario al estudio, a
seguir este laborioso camino para hallar la verdad, es la curiosidad. «El término "curioso"
tiene carácter peyorativo y la palabra estudioso tiene significado laudatorio ( ..) Si el
curioso desea saber lo que no le atañe, el estudioso, en cambio, quiere conocer lo que le
interesa» (Utilidad de creer, IX, 22). Un tipo de curiosidad muy peligroso es el que se
tiene por cosas no sólo inútiles, sino también falsas.

«Nos hallamos sumergidos en tantas frivolidades y torpezas, que, preguntados


qué es lo mejor, si lo verdadero o lo falso, unánimemente respondemos que lo
primero es preferible; con todo, somos más propensos a entretenernos con
chanzas y juegos donde nos seducen no la verdad, sino las ficciones, que con
los preceptos para unimos a ella. Así, por nuestra boca y juicio nos condenamos
a nosotros mismos, aprobando una cosa con la razón y siguiendo otra con
nuestra vanidad». (La verdadera religión, 49, 94).
Esta incoherencia entre lo que se piensa y lo que se vive, hace que se pierda la verdad o
que ella nos abandone. En realidad, más que poseer la verdad, somos poseídos por ella y
«no permanecen en ella los que no son capaces de sustentada. «Harás perecer a todos
los que hablan mentira" (Sal 5,7), lo contrario de la verdad. Pero para que nadie piense
que existe alguna sustancia o naturaleza contraria a la verdad, entienda que la mentira
pertenece a las cosas que no existen. Si se dice lo que es, se dice verdad; si se dice lo
que no es, se dice mentira. Por esa razón dice: «Harás perecer a todos los que hablan
mentira", porque, apartándose de lo que es, se encaminan a lo que no es» (Enarraciones
sobre los Salmos, 5, 7).
La difusión de la falsedad
El estudio de lo falso conlleva también al peligro de difundido incluso siendo conscientes
de su no verdad. Escribe san Agustín:
«Dice el Señor: «Enseñaron a su lengua a decir mentira" (Jer 9, 5). [Ensefiaron!
El decir mentiras constituye ya una costumbre; y aunque no lo quieras, la
misma lengua habla falazmente. Así como cuando das una vuelta a una rueda
gira por sí misma en virtud de su forma redonda, así tampoco hace falta
enseñar a la lengua a hablar falazmente. Una vez suelta se dirige
espontáneamente hacia aquello que le resulta más fácil» (Sermón 16 A, 2).
La «lengua» habituada a mentir, que es como la rueda que gira por su mismo impulso,
tiene que ser frenada, o mejor, dirigida por la razón, «facultad que se mueve a sí misma
y a los órganos a ella sometidos. Es del todo necesario que sea bueno el que gobierna
para que, ayudado por la gracia, consiga vencer cualquier mala inclinación. El soldado
tiene en su mano las armas, pero, si no las usa, las armas son inútiles. Así también la
lengua es entre nuestros miembros el armamento de nuestra alma. De ella se ha
dicho que es un "mal inquieto" (Sant 3, 8) » (Sermón 16 A 3).
La facultad del habla en sí misma es buena. «Tenemos gran necesidad de la lengua; o
para responder a lo que te preguntan o para decir lo que tienes que enseñan». Además,
y lo que es más importante, «con la lengua rogamos a Dios, le satisfacemos, le
alabamos, le cantamos a coro, hacemos diariamente las obras de misericordia:
hablando a los demás o dándoles consejo» (Sermón 16 A 3).
El orden del estudio
Los peligros del estudio revelan que debe estar regido por el orden.
En primer lugar, en las propias facultades superiores, que requieren su orientación hacia
la verdad y el bien y el combate contra la falsedad y el mal.
«El conocimiento y la acción son los que dan la felicidad al hombre; y así como
en el conocimiento hay que evitar el error, así en la conducta hay que evitar la
maldad. Yerra quien piensa que se puede comprender la verdad viviendo
inicuamente. Iniquidad llamo a amar este mundo y estimar en mucho lo que
nace y pasa, deseado y trabajar para adquirido, regocijarse cuando abunda,
temer que perezca, contristarse cuando perece. Una vida tal no puede
contemplar aquella pura, auténtica e inalterable verdad, adherirse a ella y
permanecer adherida a ella para siempre» (Combate cristiano, 13, 14).
En segundo lugar, y como consecuencia, el que quiera estudiar con verdadera eficacia
debe gozar de plena tranquilidad interior. Necesita de la paz interna, porque «como está
dotado de un alma racional, todo aquello que de común tiene con las bestias lo somete a
la paz del alma racional, y de esta forma primero percibe algo con su inteligencia, y
luego obra en consecuencia con ello, de manera que haya un orden armónico entre
pensamiento y acción, que es lo que se llama paz del alma racional ( ... ) Así, cuando
haya conocido algo conveniente, sabrá adaptar su vida y su conducta a este
conocimiento». No obstante, para ello necesita la gracia de Dios:
«Dada la limitación de la inteligencia humana, para evitar que en su misma
investigación de la verdad caiga en algún error detestable, el hombre necesita
que Dios le enseñe. De esta forma, al acatar su enseñanza estará en lo cierto, y
con su ayuda se sentirá libre» (La Ciudad de Dios, XIX, 14).

23º Consejo: La oración


En el último de los consejos de san Agustín a la juventud, el vigésimo tercero, hace esta
exhortación a los jóvenes: «Pide para ti y para todos una mente sana, un espíritu
sosegado y una vida llena de paz».

Necesidad de la oración
Puede considerarse este consejo como la síntesis conclusiva de todos los anteriores,
porque, en primer lugar, comienza invitando a la petición a Dios, a la oración, a la
elevación de la mente a Dios para conversar con él. «Tu oración es una locución con
Dios. Cuando lees las santas Escrituras, te habla Dios; cuando oras, hablas tú a
Dios» (Enarraciones sobre los Salmos, 83, 7).

La oración surge del corazón, desde el interior más profundo del hombre. «Orar es
llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha»
(Carta 130,10,20). La oración se identifica con el deseo. «Si no quieres dejar de orar, no
interrumpas el deseo; tu deseo continuo es tu voz, o sea, tu oración continua. Callas si
dejas de amar ( ... ) El frío de la caridad es el silencio del corazón, y el fuego del amor,
el clamor del corazón. Si la caridad permanece continuamente, siempre clamas»
(Enarraciones sobre los Salmos,37, 14). El corazón que permanece en silencio, que no
clama y no ora, es que le falta calor, es un corazón que no ama.

El consejo más importante que se puede dar es el de orar.


Siempre y también en la edad juvenil, muchas veces llena de «tinieblas», es
imprescindible la oración. «Por muchos consuelos humanos que rodeen a la vida,
por muchos compañeros de camino que tenga, por mucha abundancia de cosas
que la llenen, cuán inciertas son todas estas realidades. Y en comparación de
aquella felicidad prometida, ¿qué podrían ser aunque no fuesen inciertas?» En
esta «vida moribunda», por ello «debe el alma cristiana considerarse desolada,
para que no cese de orar» (Carta 130,2,5).

Para los jóvenes, y para todos, lo más útil o lo más práctico es orar:
«Ninguna obra mayor, ninguna ocupación mejor hay en la tribulación como alejarse de
aquel bullicio que se halla fuera, dirigirse al interior del aposento de la mente e invocar a
Dios allí donde nadie ve al que gime y al que socorre; nada como cerrar la puerta de
aquel recinto a toda molestia venida de fuera, como humillarse a sí mismo con la
confesión de los pecados y alabar y engrandecer a Dios, que corrige y consuela; esto es
lo que de todas formas ha de procurarse hacen» (Enarraciones sobre los Salmos, 34, 2, 3)

Como peregrinos gimientes en el mundo, por la oración hay que pedir de corazón el
auxilio divino. Debe tenerse en cuenta, por una parte, que «cuando el hombre cree
acabar, entonces comienza» (La Trinidad, IX, 11). Por otra, que lo esencial es llegar a la
«vida verdadera, en cuya comparación esta que tanto se ama, por muy alegre y
larga que sea, no merece el nombre de vida» (Carta 0,2,3), Y encontrarse con Cristo.

La oración, «por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad» (Carta 130,9,18), es el


remedio de los problemas y preocupaciones. Pero la inquietud profunda del cristiano o
está motivada por los sufrimientos mundanos.
«Todo amor o sube o baja. Por el buen deseo nos elevamos a Dios y por el malo nos
precipitamos al abismo ( ... ) Se angustia nuestro corazón y clamamos. ¿Por qué se
angustia nuestro corazón? No por las cosas que también padecen aquí los malos, es
decir, porque padecen daños, puesto que, si nace de aquí la angustia del corazón es
nada. Pues, ¿qué hay de extraordinario en que se angustie el corazón por haber perdido,
queriéndolo Dios, a alguno de sus seres queridos? Por esto se angustian también los
corazones de los infieles. Esto lo padecen también quienes aún no creyeron en Cristo
( ... ) ¿Por qué se angustia el corazón cristiano? Porque peregrina y anhela la patria. Si
por esto se angustia tu corazón, aun cuando seas feliz en cuanto al siglo, gimes. Y si
afluyen a ti todas las cosas prósperas y por todas partes te sonríe el mundo, con todo
gimes, porque te ves colocado en la peregrinación; y si percibes que tienes la felicidad a
los ojos de los necios, mas no lo es según la promesa de Cristo, buscándola gimes; y
buscándola la deseas, y deseándola subes» (Carta 122, 1-2).
El sano espíritu
En segundo lugar, este consejo dedicado a la oración es un resumen de los veintidós
anteriores por la precisión de los dos objetos de la petición. Primero, debe pedirse para
lograr la «vida verdadera y dichosa» (Carta 130,8,15), la purificación de la mente o
espíritu. Todo hombre tiene un conocimiento directo existencial de su espíritu -aunque
puede que no entienda que es inmaterial-, que le hace consciente de su propio yo, de su
interioridad, individual y cerrada a los demás, si no se comunica. Una identidad que
permanece a través del tiempo y de todos los cambios de la persona, que siempre la
conoce, o tiene experiencia individual de su vida interior y de sus actos, y que la ama en
su ser y en su conocimiento. Para la sanación o purificación del alma espiritual del
hombre es necesario vivir conforme a la voluntad amorosa y beneficiosa de Dios:
«Cuando el hombre vive según el hombre, y no según Dios, es semejante al
diablo. Ni siquiera el ángel debió vivir según el ángel, sino según Dios, para
mantenerse en la verdad y hablar la verdad que procede de Dios, no la mentira,
que nace de su propia cosecha (..) y así, cuando el hombre vive según la
verdad, no vive según él mismo, sino según Dios, pues es Dios quien dijo: "Yo
soy la verdad" Un 14,6)».

En cambio, «cuando vive según él mismo según el hombre, no según Dios, vive según la
mentira. No se trata de que el hombre mismo sea la mentira, puesto que tiene por autor
y creador a Dios, quien no es autor ni creador de la mentira. La realidad es que el
hombre ha sido creado recto no para vivir según él mismo, sino según el que lo creó. Es
decir, para hacer la voluntad de aquél con preferencia a la suya. Y el no vivir como lo
exigía su creación constituye la mentira» (La Ciudad de Dios, XlV, 4,1).
Vivir según Dios es vivir justa o santamente:
«La justicia de cada uno consiste en que el hombre esté sometido a Dios con docilidad,
el cuerpo lo esté al alma y las inclinaciones viciosas a la razón, incluso cuando éstas se
rebelan, sometiéndolas, o sea, oponiéndoles resistencia; consiste, además en pedirle al
mismo Dios la gracia para hacer méritos, el perdón de las faltas, así como el darle
gracias por los bienes recibidos» (La Ciudad de Dios, XIX, 27).

La vida en paz
La segunda petición para todos es una consecuencia de la anterior: la paz y la
tranquilidad. La purificación de la mente necesaria para encontrar la verdad, que «no se
capta con los ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma con su
posesión se hace dichosa y perfecta; que a su conocimiento nada se opone tanto como
la corrupción de las costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante los
sentidos externos se imprimen en nosotros, originadas del mundo sensible, y engendran
diversas opiniones y errores; que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma» (La
verdadera Religión, I1I, 3).
Sin verdad, no hay bien, ni hay justicia, ni tampoco hay sosiego ni paz. Todas ellas
deben pedirse a Dios, tal como indica san Agustín al finalizar sus Confesiones: «A ti es a
quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a quien se debe llamar:
así; así se recibirá, así se hallará y así se abrirá» (Confesiones, XIII, 38, 53).

La paz es un don Cristo, la paz terrena en este mundo y la paz eterna, en el otro. «En él
y de él tenemos nosotros la paz, sea la que nos deja al irse al Padre, sea la que nos dará
cuando nos conduzca al Padre». El mismo Cristo nos dijo:
«"La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). Esto mismo leemos en el profeta: "Paz
sobre la paz" (Is 9, 7). Nos deja la paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando
venga en el fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo, nos dará su paz en el otro.
Nos deja su paz para que, permaneciendo en ella, podamos vencer al enemigo; nos dará
su paz cuando reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz para que aquí nos amemos
unos a otros; nos dará su paz allí donde no podamos tener diferencias. Nos deja su paz
para que no nos juzguemos unos a otros acerca de lo que nos es desconocido mientras
vivimos en este mundo; nos dará su paz cuando nos manifieste los pensamientos del
corazón, y cada cual recibirá entonces de Dios la alabanza» (Comentario al evangelio de
san Juan, 77, 4).
En la vida eterna, la paz será perfecta, por, según las palabras de san Agustín, con las
que termina La Ciudad de Dios, «el eterno descanso no sólo del espíritu, sino
también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y
amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, pero sin fin.
Pues, ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?»(La
Ciudad de Dios,XXII,30,5)

UN MODELO DE CONVERSIÓN CRITIANA: SAN AGUSTÍN


Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona

Cuando san Agustín dio a los jóvenes los veintitrés consejos -que aquí se han
examinado y comentado acudiendo a sus muchos escritos posteriores-, hacía tres meses
que se había convertido. Puede concluirse que los consejos son el resultado de su
inicio en la posesión gozosa de Dios, después de una dificultosa aproximación a
él, desde una experiencia de un largo alejamiento.
Modelo de conversión cristiana
La conversión de san Agustín, después de la de san Pablo, es un modelo de
conversión cristiana, o del encuentro con Cristo por la fe y, como consecuencia, de un
cambio radical de vida. En los primeros días de agosto del año 386, en Milán, cuando
contaba treinta y un años de edad, el joven Agustín terminó su larga búsqueda de la
verdad y del bien que se había iniciado en los primeros años de su juventud.
En su Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud del año 2011, Benedicto XVI
expresó muy bien la inquietud que siente el joven de todas las épocas:
«La juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande ( ... ) ¿Se
trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el
hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra
cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: "Nuestro corazón está inquieto hasta
que no descansa en ti”: El deseo de la vida más grande es un signo de que él nos ha
creado, de que llevamos su "huella': Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en
un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al
amor, a la alegría ya la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido
pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida;
eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la
plenitud y la alegría» (Mensaje para la JM! 2011, 1).

En la juventud, puede decirse que comienza verdaderamente la búsqueda de la


conversión. El joven, en su interior, no quiere la mediocridad, sino la vida en su
novedad, su grandeza su belleza. Como en la época de san Agustín, también hoy este
anhelo puede ser sofocado por el conformismo que impone la mundanidad, y las
corrientes de pensamiento de moda que la expresan al negar toda verdad, toda
referencia segura en el orden moral y, en definitiva, al exigir la renuncia de la propia
libertad.
El proceso de la conversión
Antes de su conversión, tal como cuenta en las Confesiones, san Agustín había vivido
en una tremenda confusión intelectual. Buscando la verdad había pasado por varias
etapas filosóficas: racionalista, propia de los filósofos estoicos y eclécticos, materialista y
determinista, que siguió cuando permaneció en una peligrosa secta, la de los maniqueos,
escéptica, propia de la Academia de entonces; y espiritualista, que aprendió en el
estudio de los filósofos platónicos. Además, vivía en el desorden moral, que era la causa
profunda y última de su alejamiento de Dios. Así lo declara, años más tarde, al dirigirse
a Dios: «y todo, Dios mío -a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí
cuando aún no te confesaba-, todo por buscarte no con la inteligencia, con la que
quisiste que yo aventajase a los brutos, sino con los sentidos de la carne»
(Confesiones,VIII, 6, 11).
Gracias al platonismo, se había liberado de sus muchos errores filosóficos, pero no le
había quitado la soberbia. Con la verdad racional platónica, declara: «Me hinchaba con la
ciencia» (Confesiones, VII, 20,26). En la lectura de san Pablo, él la que acudió un día,
recordando la enseñanza religiosa de su madre, que «me había sido impresa
profundamente», se le mostró el «radiante semblante» de la verdad, centrada en Cristo,
y pudo curarse de su soberbia. Había comprendido que el camino de la verdad es el de
la humildad y de la gracia de Dios conseguida por Cristo. «Ya había hallado yo finalmente
la perla preciosa que debía comprar con la venta de todo lo que tenía. Pero vacilaba»
(Confesiones, VIII, 1,2). Era como si se hubiera convertido intelectualmente, pero no era
una conversión suficiente o auténtica. Le faltaba lo que podría llamarse la conversión
moral.
Los titubeos y dudas que le impedían la plena conversión no versaban en los
contenidos de la fe, sino en la decisión de vivida. El motivo era porque se sentía atraído
por la fama, los honores, el dinero y la lujuria especialmente. Recuerda Agustín:

«Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una cadena con la que me tenía
aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido
procede la costumbre, y de la costumbre no contradicha proviene la necesidad; y con
estos a modo de anillos enlazados entre sí -por lo que antes lo llamé cadena-, me
tenía aherrojado en dura esclavitud» (Confesiones, VIII, 5, 10).

La gracia de la conversión

San Agustín presenta su conversión, y con ella lo que implica toda conversión cristiana,
como un encontrar a Dios, pero que requiere también volverse a él, y para ello hay que
dejar lo que nos encadena el entendimiento y la voluntad.
Como se indica en la parábola de la perla, a la que alude san Agustín, el buscador de
perlas no vende todo lo que tiene y se pone a buscar la perla de gran valor, sino que
encuentra la perla y por eso lo vende todo (cf. Mt 13, 45-46). Una vez se ha encontrado
a Dios y su reino de los cielos, hay que dejar lo que comparado con ello ya no tiene
valor.
La conversión es una gracia de Dios, que toma la iniciativa; el hombre debe aceptarla y
vivir conforme a su acogida y Dios le continúa dando nuevas gracias para ello: «No es
tal el hombre que una vez creado pueda ejecutar algo bueno como propio suyo, si
abandona a quien le hizo, pues toda su acción buena consiste en convertirse hacia aquel
por quien fue hecho, y sólo por esto se hace justo, piadoso, sabio, y eternamente
bienaventurado» (Comentario a la letra del Génesis, 8,12,25).
La conversión moral de san Agustín fue también claramente obra de la gracia. Cuenta
que, como consecuencia de su debilidad, estaba indignado consigo mismo. En aquel
estado de lucha interna, en un atardecer de aquel verano, en el huerto de su casa,
acompañado de su amigo Alipio:
«Se quedó él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; pero
yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas,
brotando dos ríos de mis ojos ( ... ) Me sentía aún cautivo de mis iniquidades y
lanzaba voces lastimeras: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por
qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?» (Confesiones,
VIII, 12, 28).
Sin decidirse a tomar ninguna determinación, y sin disminuir su angustia, explica:
«He aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía
cantando y repetía muchas veces: "Toma y lee, toma y lee". De repente, cambiando
de semblante, me puse con toda la atención a considerar, si por ventura, había
alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no
recordaba haber oído jamás cosa semejante. Y reprimiendo el ímpetu de las
lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el
códice y leyese el primer capítulo que hallase» (Confesiones, VIII, 12,29).
Regresó al lugar donde todavía estaba Alipio sentado y, obedeciendo la voz infantil, abrió
al azar el libro, que antes había dejado allí, que era de las epístolas de san Pablo, y leyó:
«No en comilonas y embriagueces, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en
contiendas y envidias, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no hagáis caso de
la carne con sus deseos» (Rom 13, 13). Estas palabras, encontradas de modo tan
misterioso, y que se adaptaban perfectamente a su situación fueron el instrumento
final de la gracia: «No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di
fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad,
se disiparon todas las tinieblas de mis dudas» (Confesiones, VIII, 12,29).
Al no resistirse a la gracia de la conversión, comprobaba que con ella ya le había
desparecido el miedo de la falta de aquello a lo que tenía que renunciar, y que además
no representaba una verdadera renuncia, sino una liberación y un enriquecimiento.
Los consejos a la juventud de san Agustín son fruto de su comprensión de que la
conversión y la misma inclinación hacia ella dependen de la iniciativa divina, son una
don libre de Dios e independiente de todo mérito del hombre:
«Por lo mismo que es gracia, el Evangelio no se debe al mérito de las obras, pues "de
otro modo la gracia no es gracia" (Rom 11, 6). Este pensamiento se repite en muchos
lugares, anteponiéndose la gracia de la fe a las obras, no para anular éstas, sino para
mostrar que ellas no se adelantan a la gracia, sino la siguen, para que nadie se gloríe
de haber recibido la gracia por las buenas obras que hizo, sino que sepa que no
podría obrar bien si no hubiera recibido por la fe la gracia. Y comienza el hombre a
recibir la gracia desde que comienza a creer en Dios, movido a abrazar la fe por un
aviso interno o externo» (Cuestión a Simpliciano, 1, 2, 3).

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