… despertó en aquel, su primer amanecer en la Ciudad de México, -distante a menos de un centenar de varas- y con la difusa luz de la madrugada que se colaba por la ventana, llegaron también los pregones, latidos de una ciudad repleta de vida. Era tal vez el 13 de abril de1803 y tal vez el viajero se llamaba Frederic Heinrich Alexander Von Humboldt, de origen alemán.
Pendientes de su atención, los dueños de la casa donde se
alojaba, enviaron a la servidumbre a ofrecerle el recado del chocolate que él agradeció sin aceptarlo, y se lanzó a las afueras. De la calle de San Agustín, a un tiro de piedra, estaba la plaza del Volador, centro de abasto de la capital. Como buen andador del mundo, intuía que para conocer el alma del pueblo, debía saber de qué se alimentaba. Ya en Acapulco, puerto de su desembarco y en el camino a la capital, se había ido acostumbrando a ciertas preparaciones, hechas de una gran cantidad de materias primas, pero el mercado que le abría los brazos y el apetito, superaba la más colorida de las imaginaciones. Las manos y las palabras se extendían a su paso ofreciéndole una probada que él aceptaba complacido: aguamiel, atole, hojas con piquete, chocolate en agua, aguas frescas de frutas y de flores, pozol, caldillos picosos de tres carnes, pulque, cerveza o vino, todo aquello que se acostumbra para iniciar una jornada productiva. Con la curiosidad y la expectación de un niño que recibe un regalo, abrió las hojas de maíz y de plátano, para encontrar la sorpresa tamalera, probó un taco de esto o lo otro con tortillas apenas salidas del comal, otras doradas o quizá ahogadas en chiles diversos. Chichicuilotes, patos de la laguna cercana, pescados diversos, algunos llegados incluso del mar lejano, traídos como en tiempo de Moctezuma, a la carrera. Barbacoa, pozoles, moles de tantos colores como tantos picores y dulzores, gusanos y chapulines, otros insectos que buscaban escaparse de su mordida, hormigas cargando su ámbar de miel. Vio cascadas de maíz blanco, amarillo, rojo o negro que en laúd se convertían en tlacoyos, sopes, pellizcadas, tlayudas, gordas, pacholas y otras preparaciones inusitadas para acompañar los guisos de aves, cuadrúpedos o reptiles. Grande era también la variedad de chiles, desde los diminutos que concentraban su bravura o los grandes, frescos o secos, a veces dulces y cariciosos. Y muchas eran las variedades de ayocotes o frijoles y las calabazas de formas nunca vistas. Y allá las frutas, mameyes, zapotes varios, guanábanas, tunas, capulines, tejocotes, piñas… A otro tiro de piedra estaban las acequias; a sus embarcaderos llegaban flores nunca por él vistas: dalias, orquídeas, cempasúchiles, de cocohuite, de sábila, de colorín, de calabaza, de cactus y las ya olorosas tlilxóchitl antes de hacerse vainillas. Un pueblo que come flores y las convierte en poesía debe ser mágico, pensó quizá el Barón de Humboldt. De las trajineras o lanchas salían también las legumbres y hierbas, las naturales y las ya aclimatadas de Europa y el aire se adornaba con el olor del epazote. Tan variados como los productos, los hombres: llegados de todo el ámbito que hoy se llama México, pero también de diversas regiones de España y de toda Europa, de África esclavizada y de Asia vía la Nao de China. Cuatro puntos cardinales en este remolino del mercado del Volador. Cuando el científico alemán regresó a la casa que lo alojaba, esa primera mañana, sabía mucho del reino de la Nueva España (México) y pudo saborear la cocina mestiza, producto del orbe hasta entonces conocido, y de miles de años de existencia, por la vía de los sabores comprendía la esencia de un pueblo ... el mexicano... “in xóchitl in cuicatl” , flor y canto, arte y poesía, espíritu y destino.