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UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

FACULTAD DE FILOSOFÍA

TRABAJO FIN DE GRADO


GRADO EN FILOSOFÍA

DESOBEDIENCIA CIVIL

PRESENTADO POR
Antonio César Flores Carrera

DIRECTOR/A
Carlos Gómez Sánchez

Barcelona, convocatoria septiembre 2018.


Contenido
Introducción ...................................................... 4

Una aproximación de la desobediencia .............................. 6

La desobediencia civil en la historia, desde Sócrates a Mandela .. 6

Rompiendo la ley ............................................... 14

El límite vulnerado, breve fundamentación de la ley .............. 22

¿Qué es la ley? ¿contra qué se enfrenta el disidente? ........... 22

El imperio de la ley, fundamentaciones históricas. .............. 26

La ley de los dioses ........................................... 26

La ley natural ................................................. 28

La ley humana .................................................. 30

La interpretación íntima de la ley ............................... 34

La ley universal es personal ................................... 35

De lo personal a lo universal, Kant y la desobediencia moderna. . 36

La tensión entre derecho y ética ................................. 39

La moralización de la vida social .............................. 42

Disidencia ética y desobediencia civil, la lucha por los derechos . 44

La desobediencia en el marco del estado democrático de derecho .. 44

La obediencia ciega a la ley; Sobre la banalización del Mal de


Hannah Arendt .................................................. 48

Little Rock Nine; La desobediencia a leyes justas. .............. 51

La situación revolucionaria. ................................... 55

Legislar contra la ley; el derecho a la desobediencia ............ 57

Bibliografía ..................................................... 63
Introducción

Desde Rousseau y la ilustración se introduce una nueva forma de entender


y fundamentar las leyes y el estado derecho; el contrato social. Este
contrato presupone un acuerdo entre todos los ciudadanos para garantizar
la estabilidad y la paz social. Paz y acuerdos que debe ser renovadas
constantemente, por ello en los actuales sistemas democráticos
occidentales se deben establecer las bases para que los acuerdos sigan
vivos y poder seguir manteniendo el acuerdo inicial, sin embargo y por
diferentes motivos, en la práctica la renovación de esos acuerdos queda
en muchos casos dinamitada por la propia estructura democrática que
permite la opresión de una mayoría sobre las minorías.

Esto sucedía, y aún podríamos considerar que sigue sucediendo, en los


años 50 y 60 en E.E.U.U. dónde la población negra, pese a tener por ley
los mismos derechos, eran, y aún hoy en día siguen siendo, discriminados.

En España, actualmente, también vivimos una etapa incierta en la que


algunos de los derechos humanos son violados mediante la aplicación de
leyes como la denominada ley mordaza que limita derechos fundamentales
como el de la libertad de expresión, la ley antiterroristas aplicada en
contextos que no forman parte de ningún movimiento terrorista o incluso
la aplicación del delito de odio, pensado para proteger colectivos
desfavorecidos o en peligro, contra aquellos que insultan a
instituciones o algunos cuerpos de seguridad, sin olvidar el delito de
injurias a la corona. Leyes utilizadas y desnaturalizadas por la
ideología imperante en la judicatura para proteger el Estado de aquellos
que pretenden ejercer un derecho que, como intentaré mostrar, es
fundamental en cualquier estado que se pretenda democrático y de
derecho; la desobediencia civil.

Nos aproximaremos al problema en el que una parte de la ciudadanía


decide no suscribir el acuerdo original, aludiendo que, de una manera u
otra, vulnera derechos humanos fundamentales.
El objetivo de este trabajo no será sólo definir el concepto que, desde
Thoreau, se conoce como desobediencia civil, sino también inspeccionar
las causas, la necesidad y posibilidad, teniendo en cuenta las posibles
consecuencias que tendría, tanto positiva como negativamente en la vida
y convivencia social, si fuera incluida como un derecho dentro de los
sistemas democráticos
Una aproximación de la desobediencia
La desobediencia civil en la historia, desde Sócrates a Mandela

Prometeo

Protágoras (Platón, 1871a) defendía ante Sócrates, utilizando la fábula


de Prometeo, que la justicia y la política eran inherentes al ser humano,
de que todos participaban de ella. Esta fábula cuenta la historia de
Prometeo, que al ver que Epimeteo había repartido las cualidades a los
seres de manera desigual y que había dejado al ser humano casi desnudo
y desvalido, decidió enmendar el error de su hermano robando el fuego a
Hefesto y el arte de la ciencia a Atenea, y aunque creyó oportuno también
robar la justicia y la política a Zeus no se atrevió al estar defendidas
por guardias terribles. Cuenta poco Platón del castigo que recibió
Prometeo por entregar la ciencia y el fuego a los hombres, quizás no
quiso mostrar a Zeus, el poseedor de la justicia, como un ser cruel, al
contrario, acaba la fábula mostrándole como un ser benévolo que se
apiada del ser humano y le otorga finalmente la capacidad de establecer
pactos y acuerdos a través de la política.

En el mito explicado en la Biblioteca Mitológica (Apolodoro, 1987), sin


embargo, Prometeo roba el fuego para dárselo a los humanos, en un acto
que se puede entender como piadoso pero que Zeus, abusando de su poder,
le impone un castigo severo; mantenerlo atado para que cada noche un
águila le coma el hígado.

Cualquiera de las dos versiones nos serviría para introducir la


desobediencia en este mito que relata la creación de la propia humanidad,
pero centrándonos en el mito Platónico vemos que Prometeo no duda en
desobedecer para robar la ciencia y el fuego, pero no para beneficio
propio sino como un acto de piedad, y lo hace por un bien superior, la
justicia. Pretende deshacer el error que su hermano Epimeteo había
cometido en la creación al dar dejar a la humanidad sin suficientes
cualidades. Prometeo cometió un delito para evitar una existencia
dolorosa al ser humano, quiso restablecer el equilibrio. Podía haberse
desentendido del sufrimiento de la humanidad, lanzada a los avatares
del destino totalmente desvalida. Sin embargo, decide desobedecer las
leyes del Olimpo, hasta el punto de intentar robar la justicia al
mismísimo Zeus, luchando por los derechos de otros a una existencia
justa.

Sea como sea, Prometeo no nos dio solamente el fuego y la ciencia,


también nos mostró un camino inusual, difícil y, en la mayoría de los
casos, nada agradecido; la desobediencia. No duda en desobedecer la ley
de Zeus, anteponiendo una ley superior, pero ¿Qué ley puede ser superior
al más grande de todos los dioses? El acto de desobediencia de Prometeo
obedece a unas leyes a las que ni siquiera Zeus puede escapar; la
justicia y la piedad. Además, establecer una ley por encima de los
dioses evitando la ausencia de una confrontación violenta, aunque tiene
la opción de enfrentarse a los guardias que custodian la estancia de
Zeus, evita la confrontación, aunque ello suponga no dar a los mortales
el tesoro más preciado, la Justicia.

Prometeo es castigado por su delito y, finalmente, Zeus entiende que


debe dar la justicia a los humanos y perdona a Prometeo. Puede que sin
pretenderlo Platón funda sobre un acto de desobediencia, la justicia en
la humanidad. Como veremos más adelante, existe una inextricable
relación entre justicia y desobediencia, de manera que la primera llega,
casi siempre de la mano de la segunda.

No sólo el mito de Prometeo explica el nacimiento de la civilización


desde la desobediencia, en la Biblia, el Génesis habla de Adán y Eva
(Génesis 3:3-23, Reina Valera 1960), los que serían padres de toda la
humanidad, que desobedecen a Dios y son castigados con el destierro,
por pretender el derecho al conocimiento de la sabiduría y moral, del
bien y del mal.
Sin olvidarnos de la tradición cristiana que se centra en la figura de
Jesús de Nazareth, condenado esta vez a muerte, por desobediencia a la
ley judía (Mateo 27, Reina-Valera 1960), salvando de ese modo a toda la
humanidad asumiendo todos sus pecados.

Después de estos ejemplos sobre la génesis de la humanidad desde la


mitología ya podemos afirmar algunas cosas; primero que la desobediencia
es inherente al ser humano, siendo un acto altruista que busca un bien
común y que, aunque sus causas sean nobles, no los eximen del castigo,
bien al contrario, al atacar los fundamentos del estado y el poder, se
arriesga a los peores castigos por el mero hecho de enfrentarse y
cuestionar el statu quo.

Esta es la visión comúnmente aceptada y arquetípica, pero ¿es la única


correcta?
Si la desobediencia está tan anclada al ser humano y a la civilización,
¿debe ser perseguida y castigada aun cuando pueda en muchos casos
promover avances substanciales e importantes a la humanidad?
Sócrates y Thoreau

Tal y como explica Hannah Arendt (2013), cuando se habla sobre


desobediencia los nombres de Sócrates y Thoreau suelen ser nombrados
como ejemplos, sobre todo en el ámbito del derecho, de que de no acatar
las leyes se sigue un castigo, independientemente de si las leyes que
se han incumplido son justas o no. Tampoco parece en primera instancia
que pretendieran cambiar las leyes, ni que su acto pretendiera ofrecer
una mejora en los derechos y libertades de una comunidad, al contrario
de la pretensión de Prometeo, cuyos actos sólo cobran un sentido como
acto desinteresado que busca el beneficio de una comunidad, en su caso,
o como el otro gran inspirador de la moral occidental, Jesús, que buscan
la salvación de la humanidad entera.

En el juico a Sócrates (Platón, 1871a), Melito le acusa de ultraje a la


religión por no creer en los dioses del estado y haber corrompido a los
jóvenes con sus enseñanzas. Su defensa se basó en explicar que era el
propio Dios que le empuja a la educación de la moral y que sólo se
limitaba a obedecer ese imperativo.

Si bien Sócrates fue encontrado culpable de los delitos también es


cierto que la ley le permitía fijar él mismo el castigo, pero renunció
a ello. Esto fue lo que seguramente llevó al tribunal a condenarlo a
muerte al considerarlo una altanería. ¿Pero que pretendía realmente?
¿Por qué no fijó una pena ridícula para salir ileso y continuar con su
actividad? ¿Buscaba un castigo más severo para de esta manera reforzar
su figura?

La cierto es que Sócrates, a lo largo de su vida, había sido coherente


con sus enseñanzas y aceptar el castigo hubiera significado destruir
todo el andamiaje moral que durante su vida había construido.
Simplemente no aceptó el castigo porque hubiera sido faltar a una única
ley superior, la verdad. Por lo tanto, Sócrates no desobedece las leyes
sino a los jueces, la única manera para mostrarles su injusticia es
aceptando la condena de muerte.

Junto a Sócrates Thoreau es una de las figuras más recurrente cuando


hablamos de desobediencia. El nombre de su libro clave, Desobediencia
Civil, da nombre al acto de negación a cumplir la ley amparándose en
una ley moral superior. Lo cierto es que actualmente el concepto ya no
se adecúa al que inicialmente pensaba su autor; La desobediencia civil
es un acto prometeico, es decir busca el bien, ya sea en forma de más
libertad o igualdad, de una comunidad. Pero para Thoreau; “no es un
deber del hombre dedicarse a la erradicación del mal, por monstruoso
que sea” (Thoreau, 2013) y sigue en la verdadera intención de su
desobediencia; “sí, es su deber al menos, lavarse las manos de él”.
Siendo la disidencia ética un concepto que se aproxima más a las acciones
de Thoreau.

La propuesta no es luchar contra el mal ni siquiera aun siendo una


auténtica aberración, sino negarse a dar su apoyo. Aunque esto implique
no servir a la patria e incumplir las leyes, lo que forzosamente
conducirá a una condena, como la que le llevó a la cárcel por no querer
pagar los impuestos para no sufragar la guerra contra México y para
oponerse a un estado esclavista. Tal y como escribe el autor; “Bajo un
gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar
el justo es también la prisión.” (Thoreau, 2013) Ya que por encima del
respeto a las leyes está la justicia. No era su pretensión contribuir a
hacer un mundo mejor sino en no convertirse en agente de la injusticia
para otro.

Tanto Sócrates como Thoreau incumplieron la ley, pero no pretendían


cambiarla con sus acciones. Si Prometeo hubiera seguido sus pasos,
simplemente se hubiera negado a ser partícipe de las asignaciones y del
error de su hermano, probablemente la humanidad se habría quedado sin
fuego ni ciencia, y, en consecuencia, sin justicia.
Giordano Bruno y Galileo.

En sus investigaciones científicas y filosóficas tanto Giordano Bruno


como Galileo se encontraron con una verdad que a la postre sería
irrefutable, la Tierra giraba alrededor del sol y no al revés y, además,
a propuesta de Bruno, el universo sería infinito y no seríamos únicos
en él.

Estas afirmaciones estaban en contradicción con la doctrina católica de


la Creación, por lo que el tribunal eclesiástico amenazó a los dos con
ser castigados.

En este sentido volvemos a tener el caso de dos desobedientes que


desafían a la ley, ahora bien, la respuesta de ambos y por lo tanto el
resultado de su juicio, es dramáticamente diferente; Mientras Giordano
Bruno se mantiene firme (Solís Santos, C. & Sellés García, M. 2016). y
es por ello condenado a la hoguera, Galileo, 69 años después de la
ignominiosa condena, abjura de la verdad, no sin antes haber
desobedecido varias advertencias previas (López, 2014).

Tanto uno como otro han pasado a la historia como defensores y héroes
de la ciencia ante un estado dogmático y autoritario. No nos
equivocaremos si pensamos que los dos fueron castigados, el primero, al
no retractarse, sufrió la brutalidad de la muerte en la hoguera, el
segundo, condenado en su domicilio, bajo la deshonra pública y al que
sólo le quedó la fuerza para murmullar para sus adentros un mítico “…y
sin embargo se mueve”.

Y aquí encontramos otra variación en cuanto al comportamiento del


desobediente, si hasta ahora siempre ha aceptado el castigo, o incluso
como en el caso de Sócrates, es buscado en su forma desproporcionada,
también sucede, en el caso de Galileo, la retractación y renuncia pública
de sus ideas para eludir la pena y poder seguir manteniéndolas y
promocionándolas en círculos privados, moviéndose en las catacumbas, en
una sociedad oculta, publicitándose y promoviendo la rebeldía en la
clandestinidad.

Gandhi y Mandela.

Otra característica muy arraigada cuando pensamos en la desobediencia


es que ha de ser pacífica. En este sentido, a Mahatma Gandhi se le
reconoce como la figura que mejor representa el pacifismo. También
influyó en otros defensores de los derechos civiles como Martin Luther
King y Nelson Mandela.

Gandhi se erigió líder del movimiento nacionalista indio frente a la


ocupación británica, optando por un modo de lucha que hasta la época no
se había utilizado, al menos ante un país tan poderoso. La no violencia
y la desobediencia fue su máxima. Y de hecho es quizá, uno de los
arquetipos pacifistas más conocidos y que más se utiliza cuando se
requiere una defensa contundente pero exenta de cualquier tipo de
violencia.

Su posición era clara, conseguir la victoria con la mínima sangre


derramada, aunque ello no impidió que acabara en la prisión por sedición
(Žižek, 2014). El éxito de su resistencia pacífica en la india para
conseguir su independencia en gran parte es debido a que su oponente
tenía una base ética, una frontera moral que finalmente respetó y no
estuvo dispuesto a traspasar, bien por motivos éticos, bien por motivos
económicos y geopolíticos. La tesis de Žižek parece ser validada al leer
la carta que Gandhi envió a Hitler para evitar la guerra en Europa
(Ayuso, 2015), al que trata de estimado amigo, aunque posiblemente fuera
sólo una especie de formalismo para apelar a la humanidad del genocida.
Conocida es también su posición cuando se le preguntó por el Holocausto
judío (Ayuso, 2015), desde su visión pacifista los judíos deberían morir
en masa entregándose a los nazis para así remover la conciencia del
mundo. La historia nos deja las pruebas para certificar que la posición
pacifista no fue en absoluto efectiva con los nazis, como sí lo fue con
los británicos. Si para evitar un derramamiento de sangre se hubiera
optado en Europa por una resistencia pacífica el holocausto y el desastre
podría haber llegado a extremos insospechados. La diferencia de moral
entre unos y otros es totalmente determinante.

Es en este punto en el que Mandela se mueve. En un inicio los grupos de


resistencia contra el apartheid en Sudáfrica son pacifistas, limitándose
a manifestaciones y acciones de propaganda, se encontró delante con un
enemigo cuya moral no tenía en cuenta la vida de la población negra, la
moral del gobierno sudafricano estaba más cerca a la de la Alemania nazi
que la del gobierno británico colonial. Esta falta de respuesta, que
incluso llegó a encrudecerse, le llevó a militar y dirigir movimientos
de resistencia violentos y perpetrar atentados terroristas. Acusado
finalmente por alta traición por un supuesto golpe de estado, fue
encarcelado durante más de veinticuatro años. (Nelson Mandela
Foundation)
Rompiendo la ley

Hemos repasado las diferentes posturas ante un ley o estado considerado


injusto, podemos luchar por cambiarlo a un sistema más justo o
simplemente ignorar el cumplimiento de la ley para no ser cómplice de
la injusticia, podemos enfrentarnos ante un tribunal para después
abjurar de nuestra causa públicamente para seguir conspirando en la
clandestinidad o bien llegar hasta las últimas consecuencias por
terribles que puedan ser, podemos ser pacíficos o llevar a cabo actos
violentos.

Sea como sea, para un técnico en leyes, se está quebrantando la ley y


por lo tanto son tratados como delincuentes.

Disidentes, desobedientes y criminales comunes.

Sin embargo, hay algo que diferencia a los disidentes de un criminal


común. El acto cometido por este último no es un acto desinteresado ni
tampoco está basado en ningún tipo de ética, aunque el delito pudiera
ser justificado moralmente, la acción en sí no estaría fundada en la
moral, si así fuera, podría ser considerado un acto de desobediencia.
No consideraríamos nunca un robo a una joyería, una gasolinera o el
asalto como desobediencia, pero sí podríamos discutir si es justificable
que un ladrón robe a los ricos para dárselo a los pobres o forme parte
de un colectivo ocupa y se establezcan en viviendas deshabitadas,
desahuciadas y gestionadas por bancos o fondos de inversión.

En este punto, podemos alcanzar intuitivamente, cuál es la línea que


separa a los delincuentes y los desobedientes. Carlos Gómez, en el
apartado de concepto y justificación de la desobediencia civil, citando
a John Rawls (Gómez, 1998), escribe que la desobediencia civil debe ser
motivada por convicciones políticas y no intereses propios o de grupos
y además se deben respetar los procedimientos legales, es decir, se debe
aceptar el castigo como muestra de que la desobediencia es sincera. Si
bien considero que este último punto, tal y como nos muestra Hanna
Arendt, viene condicionado por la concepción de desobediencia heredada
de Sócrates y H. Thoreau, no debería ser representativo de un acto moral
de disidencia ética en absoluto.

De hecho, aceptar el castigo incondicionalmente como muestra de


desobediencia sincera, podría ser un triunfo del statu quo que
permitiría que la injusticia, contra la que el objetor ha iniciado un
conflicto ético, siga desarrollándose, apuntándose esta, en su haber,
el triunfo de una batalla, que poco beneficiaria a la causa moral que
se intenta defender.

Someterse o no al castigo de la ley debe ser más una estrategia que un


deber, en algunos casos la publicidad dada al recibir un castigo público
ayuda a sumar adeptos a la causa, en otros casos la estrategia puede
ser la contraria, es decir la abjuración, obtener la menor pena posible
y continuar en la clandestinidad. Los ejemplos de Giordano Bruno y
Galileo son grandes ejemplos que ilustrarían este último punto.

Otros ejemplo más actuales y controvertidos los encontramos en la


actualidad en la causa contra políticos catalanes debido al proceso
secesionista, que desarrolló en el referéndum del uno de octubre un
enorme movimiento de desobediencia civil entre la población catalana
(Balcells & Tedó 2017); Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Turull,
Carme Forcadell, Raül Romeva, Josep Rull i Dolors Bassa y miembros de
asociaciones civiles catalanas, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. Que
optaron por enfrentarse a la acción de la justicia aplicando prisiones
preventivas para muchos abusivas y que ha llevado incluso a Amnistía
Internacional a pedir la liberación de los “Jordis”. Mientras que otros
políticos catalanes entre ellos el President de la Generalitat Carles
Puigdemont, Toni Comín, Meritxell Serret, Meritxell Borràs, Clara
Ponsatí, Marta Rovira y Anna Gabriel, han optado por exiliarse en
distintos países europeos eludiendo la acción directa de la justicia
del estado español.

Ante estos hechos, desde mi punto de vista Rawls se equivoca al vincular


la obediencia a la ley y la sumisión al castigo con la desobediencia.
Independientemente de la postura que se adopte ante las previsibles
consecuencias de un acto de desobediencia, no podremos nunca confundirlo
con un acto criminal común, está basado en una actitud ética, en la
defensa de unos derechos comunes exigidos por un determinado grupo
social, derechos que podrían disfrutar no sólo el o los desobedientes,
sino la sociedad en su conjunto, y no en un beneficio económico o de
favor, ni intereses propios ni de grupo.

Los actos de desobediencia pretenden reestablecer la justicia desde la


moral, mientras que el crimen es un acto que en el mejor de los casos
es amoral, cuando se comete sin conciencia de este, o en demasiadas
ocasiones; inmoral.

Diferenciados los delincuentes comunes de los desobedientes, también


encontramos diferencias entre la desobediencia civil y otros términos
equivalentes entre sí, como objetores de conciencia (Arendt, 2013) o
disidentes éticos (C. Gómez, 1998)

Para Arendt (2013) la desobediencia civil va más allá de la actitud


moral individual, es un nuevo establecimiento de normas, la ley del más
débil; “minorías organizadas unidas por una opinión común más que por
un interés común y por la decisión de adoptar una postura contra la
política del Gobierno, aunque tengan razón para suponer que semejante
política goza del apoyo de una mayoría; su acción concertada proviene
de un acuerdo entre ellos, y es este acuerdo lo que presta crédito y
convicción a su opinión, sea cual fuere la forma en que lo hayan
alcanzado. Son inadecuados si se aplican a la desobediencia civil los
argumentos formulados en defensa de la conciencia individual o de los
actos individuales, esto es, los imperativos morales y los recursos a
una «ley más alta», sea secular o trascendente;
en este nivel no sólo será «difícil» sino imposible «velar
por que la desobediencia civil sea una filosofía de la subjetividad…
intensa y exclusivamente personal, de forma tal que, cualquier
individuo, por cualquier razón, pueda desobedecer”.

Muguerza (2007), en cambio piensa de manera diferente;


“El acto de disentir es siempre un acto individual”, sólo a título
individual cabe disentir y no obedecer la ley, igualmente los grupos de
individuos disienten individualmente;
“En algún caso la acción colectiva pudo dar la sensación de parecer la
acción personal” (por ende, moral), pero se puede presumir que todos
fueron movidos por motivaciones morales que deben ser solidarias y
solitarias.

En cualquier caso, y en eso están de acuerdo, nos movemos bajo un


imperativo moral, si bien para Arendt este es acordado con el grupo o
minoría, mientras que para Muguerza es siempre individual. Para la
primera nace en el ser humano en sociedad, para el segundo desde la
moral individual, siendo el grupo disidente una suma de morales
individuales que comparten un objetivo en común.

Por un lado, los disidentes éticos, nacen en la individualidad, y aunque


su pretensión final pueda ser que la ley cambie, su negación a cumplir
una ley injusta está basada en una ética personal que es la que
finalmente rige las relaciones y su posición ante la vida que define el
camino vital elegido que los llevará, sin otra opción, a enfrentarse a
la acción de la ley injusta.

Mientras que, por otro lado, existen grupos que se organizan alrededor
de una idea moral, que puede o no haber sido individual, sino aprehendida
en contacto con ese ser social. Y que no sólo propone la desobediencia
a una determinada ley, sino una lucha por cambiarla activamente.
Podríamos decir que la disidencia, ante la injustica, se sitúa en una
posición negativa, negándose pasivamente a seguir las leyes injustas,
abnegada a recibir el castigo correspondiente, mientras que la
desobediencia es una posición positiva en tanto que persigue cambiar la
ley o su interpretación, pudiéndose valer de todos los medios que
considere oportunos para conseguir su objetivo.

El hombre bueno y el buen ciudadano.

Aristóteles defiende que el tamaño que debe tener el territorio de un


estado debe permitir que un pregonero pueda ser oído de una punta a otra
de la ciudad sin tener que llegar a realizar un esfuerzo estentóreo.
Una vez definido el territorio, son los ciudadanos los elementos que
formaran un estado. Sin embargo, no todos los habitantes de la ciudad
son considerados ciudadanos, en este sentido en su Política, escribe;

“Nuestra definición de ciudadano debe, por tanto, modificarse en este


sentido. Fuera de la democracia, no existe el derecho común ilimitado
de ser miembro de la asamblea pública y juez. […] Luego, evidentemente,
es ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en
el tribunal voz deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el
Estado de que es miembro; y por Estado entiendo positivamente una masa
de hombres de este género, que posee todo lo preciso para satisfacer
las necesidades de la existencia.
En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de padre
ciudadano y de madre ciudadana, no bastando una sola de estas
condiciones.” (Aristóteles, 1988)

Para el estagirita la justicia emana del Estado del cual todos los
ciudadanos son miembros y tienen la capacidad de ser magistrados, ahora
bien; “…muchos creen que se deben dejar de cumplir los tratados
existentes, contraídos, según dicen, no por el Estado, sino por el
tirano”.
Así pues, un hombre bueno sólo puede ser un buen ciudadano en un buen
estado. Y el buen estado es el democrático, aquel en el que los
ciudadanos participan de la justicia; “¿quién podrá entonces reunir esta
doble virtud, la del buen ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he
dicho: el magistrado digno del mando que ejerce, y que es, a la vez
virtuoso y hábil, porque la habilidad no es menos necesaria que la
virtud para el hombre de Estado”.

Aristóteles dedica buena parte de su razonamiento para determinar quien


es y quien no puede ser ciudadano del estado. Hoy en día tampoco todas
las personas que viven en un Estado son considerados ciudadanos, no
todos pueden disfrutar de los mismos derechos y deberes, bien por su
color, su religión o su lugar de nacimiento o sus ideas políticas, son
perseguidos, claro ejemplo fue el apartheid en Sudáfrica, pero ocurre
en todos las naciones-estado actuales, los inmigrantes son perseguidos
en todos ellos por poner sólo un ejemplo, aunque también podríamos
hablar de la persecución policial de los negros en EEUU, dónde no son
poco frecuentes las noticias de personas muertas por disparos
policiales.

En la Ciudad-Estado griega, tal y como indica Muguerza, no se ha separado


la vida social de la vida política. Los gobernantes son a la vez
gobernados.

Siguiendo los modelos de organización política propuestos por Muguerza,


a la Ciudad-Estado le sigue la Nación-Estado, donde sí se da la
diferenciación entre sociedad política y sociedad civil, entre
gobernados y gobernantes, y donde la sociedad civil se identificaría
con el libre mercado, creando la burguesía dentro de la cual se establece
una lucha de todos contra todos. El estado pondría orden en esa lucha
protegiendo a la burguesía de los derechos del proletariado, lo que
fundamenta la crítica de Marx, al considerar que el derecho emanado de
ese Estado excluye, de facto, a una parte de la población, la proletaria,
que quedaría excluida de los derechos que otorga la ciudadanía.
Esta separación crea una inevitable tensión entre el derecho y la moral,
tal y como sentencia Arendt (2013) la conciencia es apolítica y esto
provoca la separación entre el deber oficial y el deseo personal, y no
sólo es apolítica, sino que es, además, subjetiva. Mientras que, por
otro lado, la política es objetiva, la tensión se produce entre el
individuo y la sociedad.

Las normas de conciencia son negativas, no indican lo que hay que hacer
sino lo que no hay que hacer. Afirman: “No hagas mal porque entonces
tendrás que vivir con un malhechor. Platón, en posteriores diálogos (El
Sofista y Teeteto), estudió esta comunicación socrática del yo conmigo
mismo y definió el pensamiento como un diálogo mudo entre el yo y el mí
mismo; existencialmente hablando, este diálogo como todos los diálogos,
requiere que los participantes sean amigos. La validez de las
proposiciones socráticas depende de la clase de hombre que las expresa
y de la clase de hombre a quien se dirigen. Son verdades evidentes por
sí mismas para un hombre en tanto que éste es un ser que reflexiona;
para quienes no reflexionan, para quienes no mantienen comunicación
consigo mismos, no son evidentes en sí ni pueden ser demostradas[23].
Esos hombres —y son «multitudes»— pueden lograr un adecuado interés sólo
en ellos mismos, según Platón, creyendo en un mítico futuro con premios
y castigos” (Arendt, 2013)

Las normas de conciencia dependen del diálogo y el interés por uno


mismo;

“Platón deja a Sócrates hablar como filósofo que ha descubierto que los
hombres no sólo se comunican con sus semejantes sino también consigo
mismos y que la última forma de comunicación —con mi ser y realizada
por mí mismo— prescribe ciertas normas a la primera”

Se insta a resistir a la injusticia por la propia salud y bienestar,


aunque esto plantea dos problemas políticos;
1- No puede ser generalizado
2- No sólo presupone que el hombre distingue entre el bien y el
mal, sino que tiene interés en buscar el diálogo interno.

Por ello, para Arendt, el hombre y bueno y el buen ciudadano son


diferentes. Los primeros se manifiestan en situaciones de emergencia y
surgen de todas las clases sociales. Mientras el buen ciudadano suele
ser brillante, conspicuo, y suele ser dotado de educación y de clase
alta.

El hombre bueno sabe distinguir el mal y la injusticia, priorizando el


sentido de la justicia sobre las leyes. Sin embargo, ¿no sé está
cometiendo un acto de maldad e injusticia cuando no se respetan las
leyes acordadas?

Volviendo sobre nuestros arquetípicos desobedientes, Sócrates y Thoreau,


encontramos que el primero, ciudadano de una ciudad-estado griega, no
desobedece en ningún caso las leyes sino a las jueces, ya que esa era
la única manera para mostrar a los jueces su injusticia; aceptar, y
forzar la condena de muerte.

Por otro lado, Thoreau, al contrario que el maestro, si intenta mostrar


la injustica de las leyes, pero su actitud busca vagamente un mundo
mejor, con el simple hecho de no convertirse en agente de injustica del
estado.

Así, Thoreau evita ser acusado de no ser un hombre bueno al no


considerarse responsable “de la maquinaria”, y, tal y como afirma
Sócrates es mejor sufrir el mal que hacer el mal.

Para el objetor, el mal o la injusticia se ejerce en una dirección, del


Estado hacia los individuos. Ahora bien, la perspectiva cambia
radicalmente vista desde el Estado; sí se ha hecho un mal, se ha
vulnerado la ley.
El límite vulnerado, breve fundamentación de la
ley

¿Qué es la ley? ¿contra qué se enfrenta el disidente?

Cuando Prometeo se dio cuenta del gran error de su hermano, intentó por
todos los medios proporcionar al hombre tres cosas para restablecer el
equilibrio, el fuego, la ciencia y la justicia que, guardada por dos
guardias en las estancias de Zeus, resultó ser inalcanzable.

Para Platón ni el fuego ni la ciencia habían de ser suficientes para


que la escuálida humanidad pudiera tener éxito en su camino por la vida.
En el mito Platónico, no fue Prometeo sino Zeus que, apiadándose de los
humanos, nos otorgó el don de la justicia. Esta nos permitiría a
nosotros, los humanos, llegar a acuerdos, evitar la guerra y construir
sociedades que potenciarían nuestras cualidades.

La justicia es el fundamento de la polis, la que nos permite regular de


algún modo las relaciones entre los humanos. Y este hecho define dos
espacios diferenciados, el privado y el público.

Define, Muguerza (2007), las relaciones de los individuos en un espacio


público, en dos tipos;
1- Las que se dan entre un yo y otro, donde ese otro puede ser un
individuo concreto o generalizado, en este tipo los dos mantienen
una relación directa.
2- Las que se dan entre un yo y una sociedad política, que es el más
generalizado posible (innominado alius) y podría ser tanto el
beneficiario de una beca como de una cama de hospital. Esta
relación es indirecta.
La polarización de estos dos espacios, el público y el privado se
convierte en un foco de tensión. ¿Hasta dónde se debe regular?, ¿dónde
acaba lo público y comienza lo privado? Stuart Mill (2008:Cap. 4), se
hace estas preguntas;
“¿Dónde está, pues, el justo límite de la soberanía del individuo
sobre sí mismo? ¿Dónde comienza la autoridad de la sociedad? ¿Qué parte
de la vida humana debe ser atribuida a la individualidad y qué parte a
la sociedad? Cada una de ellas recibirá su debida parte, si posee la
que le interesa de un modo más particular. La individualidad debe
gobernar aquella parte de la vida que interesa principalmente al
individuo, y la sociedad esa otra parte que interesa principalmente a
la sociedad.
Aunque la sociedad no esté fundada sobre un contrato, y aunque de
nada sirva inventar un contrato para deducir de él las obligaciones
sociales, sin embargo, todos aquellos que reciben la protección de la
sociedad le deben algo por este beneficio. El simple hecho de vivir en
sociedad impone a cada uno una cierta línea de conducta hacia los demás
[..] Desde el momento en que la conducta de una persona es perjudicial
a los intereses de otra, la sociedad tiene el derecho de juzgarla, y la
pregunta sobre si esta intervención favorecerá o no el bienestar general
se convierte en tema de discusión”

Mill, deja claro que debe prevaler el bien común sobre el interés
personal, y si no existe daño sobre otras personas, se debe dejar
libertad.

La posición liberal que representa Mill se aparta de la visión de la


humanidad en conjunto y niega que se deba entrar en criterios morales
para legislar. Explícitamente, sobre el sindicalismo obrero, habla de
“… una policía moral, que llega a ser a veces una policía física, para
impedir que los obreros hábiles reciban, o que los patrones den, una
remuneración mayor por mejores servicios. Si es que el público tiene
alguna jurisdicción sobre los intereses privados, no veo por qué se
considera que estas personas cometen una falta, ni por qué un particular
público individual ha de ser acusado cuando reclama la misma autoridad
sobre su conducta individual que la que el público general reclama sobre
los individuos.”

Para el liberalismo clásico, y para el neoliberalismo, las relaciones


que se deben regular han de ser mínimas y han de garantizar el
complimiento contractual entre individuos. La moral y la ética quedarían
entonces al margen de la regulación y quedan abocadas a la esfera
privada.

El modo liberal de regular la vida social no sólo tiende a aumentar la


desigualdad en la sociedad, sino que además obvia un hecho inalienable
al ser humano, somos seres éticos, morales.
Desde esa visión, ni el estado ni la sociedad tendrían ningún derecho a
imponer restricciones morales a las transacciones individuales, sobre
todo en el ámbito del comercio, mientras no afecten a terceros. Y, sin
embargo, siempre afectan a terceros, cuando se trata del uso de lo común
o cuando afecta al inominado alius.

Ahora bien, no se puede negar que la acumulación de recursos en manos


de unos pocos, acrecentando la desigualdad, afecta a gran parte de la
sociedad, no en su esfera pública, sino en la privada, por ejemplo,
poniendo en peligro su salud al no haber recursos ni camas para hospital.
La conquista de esos derechos sociales fue el objetivo de los movimientos
obreros a principio del S.XIX, que introdujo una moralidad no puritana
en la sociedad, en tanto que la sociedad debe adquirir una obligación
sobre los individuos, estableciendo así una reciprocidad entre la esfera
privada y la pública.

Así pues, la gigantesca y hercúlea tarea del disidente es la de


conquistar y ampliar los derechos que una determinada sociedad histórica
ha cristalizado en una legislación. Digo gigantesca porque el disidente
debe enfrentarse a un contexto histórico, por lo que se arriesga no sólo
a no ser comprendido, sino a ser despreciado y humillado. Y hercúlea
porque se enfrenta a una estructura social y de gobierno, con medios de
represión suficientes como para doblegar su ánimo mediante el castigo y
la coerción judicial.

Tal y como admite Muguerza (2007)


“La historia de la conquista de los derechos humanos admite ser escrita
como una historia protagonizada por grupos de individuos disidentes”
En el siglo XVIII se conquistaron los derechos liberales, en el S.XIX
se inició la lucha por los derechos sociales y el S.XX los derechos
culturales por las colonias.

Y lejos de haber alcanzado el fin de la historia, todavía siguen grupos


de disidentes, algunos en busca de nuevos derechos que conquistar, otros
intentando recuperar los que consideran que se han perdido.

La construcción política es una tarea sin fin, donde los cambios de


paradigmas de gobierno han caracterizado, en no pocas ocasiones, los
momentos más crueles de la historia de la humanidad.

Efectivamente, un solo disidente, como Thoreau, suele enfrentarse a una


determinada ley o leyes del gobierno, sin embargo, cuando los disidentes
se organizan en grupos, los actos de desobediencia buscan un cambio más
profundo, un cambio en la propia fundamentación sobre la que se basan
las leyes y su interpretación.
El imperio de la ley, fundamentaciones históricas.

Es por ello por lo que creo interesante hacer un breve repaso de las
distintas bases sobre las que se han construido las sociedades humanas
en diversas épocas, para mostrar que no sólo no es fácil, sino imposible,
encontrar un criterio universal e inmutable, sobre el que se haya
construido un sistema legal.

La ley de los dioses

Cuando Moisés baja del monte Sinaí con las tablas de la ley de Dios, no
sólo trae un nuevo ordenamiento jurídico, sino que, al estar gravadas
en piedra, muestra que esas leyes son inmutables y eternas, por lo que
el no cumplimiento supone, a su vez, una condena también eterna.
Bajo este marco legal, parece difícil cualquier confrontación o
discrepancia, en tanto que no debería haber nada por encima de la ley
divina, esta no puede ser discutida y las únicas opciones posibles son
la obediencia o la condena.

No es de extrañar en absoluto que los reyes fueran los vicarios de Dios1


y lo fueran por su gracia, así como otros emperadores o más recientemente
en nuestra historia, el propio dictador Francisco Franco se proclamara
Caudillo por la gracia de Dios.

No es quizá el momento, y tampoco es el asunto de este trabajo, el


buscar las causas, pero si recoger las consecuencias de que un sistema
jurídico se base en un ser inmutable e insuperable, siendo Dios mismo
el que ha elegido el legislador, no sólo las leyes de Dios, sino las
del propio legislador son incuestionables. O, mejor dicho, deberían
haber sido, pero nunca lo fueron.

1 Se puede consultar las 7 Partidas de Alfonso X el Sabio, “Ley 5: Vicarios


de Dios son los reyes de cada uno en su reino, puestos sobre las gentes para
mantenerlas en justicia y en verdad en cuanto a lo temporal”
Dentro del ámbito religioso encontramos numerosos actos de
desobediencia, desde la Reforma Luterana a la anglicana. Incluso el
propio Jesús actuó desobedeciendo la ley de los legisladores judíos.

Recurriendo a Arendt (2013) una vez más;


“La voz de la conciencia fue la voz de Dios y anunció la Ley Divina
antes de llegar a ser la lumen naturale que informaba a los hombres de
la existencia de una ley superior. Como voz de Dios formulaba
prescripciones positivas cuya validez descansaba en el mandato:
«Obedecerás a Dios antes que a los hombres —mandato que ligaba
objetivamente sin ninguna referencia a instituciones humanas y que podía
tornarse, como sucedió en la Reforma, incluso contra la institución de
la Iglesia, de la que se había afirmado que estaba inspirada por la
Divinidad—. Para oídos modernos esto debe sonar como una
«autocertificación», que «linda con la blasfemia» “

La propia conciencia es la voz de Dios y por lo tanto no se puede


desobedecer. Es decir que el creyente que disiente de las leyes de una
institución o estado entra en contradicción con su propia fe si desoye
los mandatos de su conciencia, creando una tensión entre la obediencia
a la ley divina impuesta mediante una legislación y otra ley divina. Un
caso de este tipo presenta Kierkegaard en Temor y temblor cuando medita
sobre la decisión de Abraham de seguir los mandatos de Dios, que ordena
su conciencia, y ofrece como sacrificio a su hijo Isaac. Es obvio que
Abraham, a ojos de cualquier persona, tiene intención de cometer un
delito, sin embargo, desde su propia conciencia el crimen no hubiera
existido, ya que la fe en Dios le da la esperanza de que o bien su hijo
le será retornado de los muertos o evitará su sacrificio.
Abraham, es para los ojos de Kierkegaard un caballero de la fe, que
mediante la fuerza del absurdo espera que su sacrificio no será en vano.
(KierKegaard, 2003)

Pero. ¿no es acaso la fe o la esperanza en que algo que consideran malo


se convierta en bueno, la que mueve a los desobedientes en su difícil
camino?
La ley natural

Desde la ilustración la fundamentación de la ley que rige la sociedad


va cambiando a medida que el estamento de la iglesia va perdiendo fuerza,
gracias a las nuevas técnicas y descubrimientos científicos, y otras
causas sociales, el crecimiento económico, el colonialismo, las
revoluciones industriales. La humanidad comienza a mirar hacia otro lado
para fundamentar las leyes sobre las que se apoyan las relaciones
individuales y sociales.
Hobbes en De Cive (2010) utilizará la naturaleza para fundamentar las
leyes y el estado. En el pensamiento hobbesiano, para determinar los
derechos y deberes de los ciudadanos, es necesario recurrir a la
naturaleza del ser humano que, en un estado inicial, antes de
constituirse en sociedad civil, vive en total libertad por lo que todos
tienen el mismo derecho sobre todos los recursos, lo que los lleva a un
estado de guerra de todos contra todos. Ahora bien, también pertenece a
la naturaleza del hombre el instinto de preservación, lo que le llevará
a buscar la paz. Para Hobbes esa ley fundamental de la naturaleza llevará
a la humanidad a ceder derechos, es decir a realizar contratos los unos
con los otros, pero al ser, también por naturaleza, falsos y corruptos,
es necesaria la figura de un garante de esos contratos en la forma de
jefe de estado. Así queda fundado un estado civil.

No es difícil de entrever que, para Hobbes, cualquier tipo de


desobediencia o rebelión son inadmisibles y no tienen ningún tipo de
justificación, aunque el jefe de estado gobierne injustamente, si la
primera ley de la naturaleza era buscar la paz, la segunda es cumplir
los contratos. La desobediencia o la rebelión, para Hobbes nos
devolvería a ese estado de guerra.

A la ley de los dioses se añade ahora la ley natural, pasando esta


última a ser el fundamento del estado civil, quedando la religión como
refuerzo, y que sirve de justificación tanto para la esclavitud como
para la desigualdad en la riqueza.

Las leyes naturales también han servido para justificar sistemas


económicos tan actuales como el capitalismo, el “darwinismo social”
promovido por Herbert Spencer y Joseph Fisher, entiende que la sociedad
se rige directa o indirectamente por las leyes naturales, lo que crearía
un sistema dónde sólo los más aptos evolucionarían.

No me interesa en exceso discutir ahora la falsedad de estos postulados,


que muestran más bien la poca compresión de las teorías
Darwinianas que un conocimiento social, sino resaltar esa búsqueda
incansable de ese marco inmutable sobre el que fundar la
legalidad, primero mediante una ley divina y después mediante una
ley natural, bajo la cual ningún ser humano podría rebelarse ni
desobedecer, ¿quién podría desobedecer una ley natural como por
ejemplo la gravedad?, ¿o un mandamiento de un ser divino?

Sea como sea, la humanidad siempre ha encontrado la manera de


desobedecer, apelando siempre a una ley superior (Gómez, 1998),
demostrando que no existe ningún paradigma ni social ni político
absoluto, resultando ser ambas construcciones creadas con el material
social, económico y tecnológico del que dispone la ciudadanía en un
determinado momento histórico.
La ley humana

El problema de los marcos religiosos o naturales como fundamentación de


la convivencia es la distinta posición que se puede tener frente a
ellos, que, no sólo no los hace absolutos, si no que son incapaces de
mantenerse a menos que exista una fuerza coercitiva que impida cualquier
otra interpretación.
Como hemos visto anteriormente, el marco religioso fundado en la
religión católica acaba siendo superado por la vivencia personal de la
propia religión. De la misma manera la ley natural, tal y como explica
Muguerza, puede ser utilizada tanto para defender la posición de
opresión del más fuerte, como para defender el derecho del más débil a
rebelarse.

En este sentido es dónde se introduce la ley humana, la que surge de


establecer acuerdos, de acercar posiciones y paradigmas distintos.
Recordemos, volviendo al mito del Prometeo platónico, que esta es la
función de la justicia, establecer acuerdos para poder resistir el mundo
hostil y cambiante al que hemos sido lanzados.

Ahora bien, los acuerdos, por su propia naturaleza, en tanto que son
establecidos en un mundo cambiante de relaciones cambiantes, deben ser
a su vez, cambiantes y revisables. Hemos perdido, pues, el valor absoluto
del que disponían las leyes divinas o naturales. Esto significaría que
la rebelión y la desobediencia ya no estarían justificadas en tanto que
esos acuerdos son justificados.

Carlos Gómez (1998), nos describe el neocontractualismo de John Rawls


en Una teoría de la justicia (1971) de esta manera;

“El que la desobediencia civil esté justificada o no depende de la


teoría de la obligación política que se mantenga. Rawls estima que una
teoría apropiada para dar cuenta de esa obligación, en una democracia
constitucional, es la teoría del contrato social, ampliamente entendida.
Los principios de la justicia, según ello, habrán de entenderse como
resultado del acuerdo hipotético al que llegarían los hombres de una
determinada sociedad, colocados en la situación de la posición original—
que es el análogo analítico de la noción tradicional de estado de
naturaleza— y sometidos al velo de la ignorancia”

Subordina, a su vez, lo justo sobre lo bueno, siendo lo justo lo que es


razonable, es decir aquello que está dentro de los límites morales
aceptados en sociedad y lo racional que es la acción que elige los
medios que mejor nos conducen a unos determinados fines.

Situar el Bien por debajo de la Justicia no ayudaría a “hacer posible


la convivencia y la cooperación en sociedades modernas, en las que reina
una pluralidad de concepciones del Bien.”

Por lo que la teoría de la justicia debe atender a “un firme principio


de neutralidad frente a esas diferentes concepciones del bien”.
El acuerdo entre las diferentes concepciones se alcanza mediante el
“consenso por solapamiento” donde las diferentes interpretaciones
morales encuentren “...bases compartidas de los arreglos públicos.”, y
establece lo que para Rawls deberían ser los principios de justicia;

1. Toda persona debe tener un igual derecho al más extenso sistema
total de libertades básicas iguales, compatible con un sistema
similar de libertad para todos.
2. Las desigualdades sociales y económicas deben estar ordenadas de
tal forma que ambas estén:
a. dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado; y
b. vinculadas a cargos y posiciones abiertas a todos bajo las
condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades”

También establece un orden de prioridades según el cual el primer


principio tiene prioridad sobre el segundo y la segunda parte del segundo
principio sobre la primera.
Continua Carlos Gómez afirmando que Rawls, con estos planteamientos,
crea una obligación en cumplir las leyes, aunque sean consideradas
injustas.

Sin embargo, hemos de aceptar que la justicia es imperfecta aún en los


estados constitucionales democráticos, que son los que afirman “la igual
libertad política y haga uso de algún tipo de regla de la mayoría.” Y
es imperfecta en tanto que “aun cuando dispongamos de un criterio de
legislación justa, no queda garantizado que la legislación que se
promulgue lo sea” y continúa, citando a Rawls directamente; “tenemos
entonces una obligación [...] de observar lo que la mayoría estatuye,
aunque pueda ser injusto. De este modo resultamos obligados a observar
leyes injustas, no siempre, por supuesto, pero sí siempre que la
injusticia no sobrepase ciertos límites. Reconocemos que tenemos que
correr el riesgo de sufrir los defectos del sentido de justicia de los
demás”.

A pesar de todo, Rawls no cierra la puerta a la desobediencia al


reconocer que existen límites que no se deben tolerar. Carlos Gómez nos
guía sobre quien marca esos límites y dónde se sitúan en la obra de
Rawls; “quienes marcan esos límites por los que preguntábamos no son
otros que cada uno de los ciudadanos, cuando así lo estimen en
conciencia. O, como indica explícitamente más adelante: «Cada uno tiene
que decidir la cuestión por sí mismo, aunque, por supuesto, puede que
decida erróneamente»”.

Desde mi punto de vista, Rawls no es capaz de resolver la tensión entre


el buen ciudadano y el buen hombre, al final son los particulares los
que determinan la validez de una norma, acuerdo, ley o constitución. De
esa manera llegamos a la incongruencia de que las buenas personas, si
en un momento determinado deciden comportarse éticamente contra la
aplicación de una ley, pierden, en la mayoría de los casos, la condición
de ciudadano.
Hemos encontrado al final de este punto que, independientemente de la
fundamentación moral utilizada, ya sea religiosa, natural o contractual,
existe un ámbito que la sociedad no puede traspasar, este es, la propia
conciencia individual de los ciudadanos que firman el contrato.

Así pues, toda fundamentación sobre la justicia debería tener en cuenta


el hecho de que la realidad sobre el bien y el mal y, en definitiva, la
interpretación del mundo en el que vivimos nace en la intimidad de
nuestra propia conciencia.
La interpretación íntima de la ley

Hemos visto como a lo largo de la historia el absoluto se ha ido


devaluando, situado en un principio en la divinidad, cae más tarde en
la esfera natural, de la cual el ser humano era el señor para, por
último, culminando en la época renacentista, llegar a percatarse de su
soledad y su disposición a la merced de la eventualidad y la causalidad.

Los jueces habían pasado de ser seres escogidos por los dioses o por la
selección natural, con una visión directa del absoluto, a ser uno más,
con una visión mundanizada de la ley, jueces con las mismas pasiones
que los demás seres humanos, el error en su juicio es el fundamento para
dudar de cualquier consenso.

Las crisis suceden siempre en los periodos en los que ocurren cambios
de paradigmas, donde el surgimiento de una nueva interpretación del
mundo y las relaciones interpersonales dinamita lo anterior, no para
destruirlo, sino para crear un nuevo espacio donde situarse.
En las crisis surgen también grandes personas que construirán en ese
espacio lo necesario para restablecer el orden en el caos, Kant es
nuestro hombre.

Habiendo perdido la universalidad, donde los juicios quedan en la esfera


privada, creando infinitas interpretaciones, donde la desobediencia no
sería una excepción sino casi un deber, Kant busca un nuevo absoluto,
una nueva ancla, un nuevo punto de referencia bajo el cual se volviera
a construir el consenso humano.
La ley universal es personal
¿Es necesario encontrar un nuevo camino que nos lleve desde ese
particular al universal? Y sobre todo ¿Es posible?

Como ya hemos visto, la desobediencia siempre encuentra resquicios por


donde hacer mella y aparecer, amparándose siempre en una ley superior;
la ley de Dios es universal, pero el mismo Dios nos dota de una
conciencia que puede impedirnos actuar conforme a la ley; del mismo modo
las leyes que pretenden una justificación en la naturaleza, el
iusnaturalismo, son fácilmente rebatidas, el mismo relato nos vale para
afirmar una cosa y su contraria como afirma Muguerza o sólo se tiene en
cuenta una determinada configuración humana como escribe Gómez. Tampoco
nos deja en mejor situación la imperfección de la democracia que propone
Rawls, en tanto que, como las anteriores opciones, se sustentan en
priorizar el buen ciudadano sobre el buen hombre.

Esta situación, en la que se prioriza el buen ciudadano, convierte al


individuo en un medio para mantener el estado, y este sería el fin.
Siendo el deber de las personas el cumplir con sus obligaciones por
encima de sus derechos. Sin embargo, las personas tienen un poder y un
deber superior, el de velar por el dictamen de la conciencia moral.
De lo personal a lo universal, Kant y la desobediencia moderna.

Sospechar que la conciencia moral de cada individuo pueda no ser adecuada


o ética es del todo razonable. ¿En qué se puede basar nuestra ética
personal para dictaminar lo bueno? ¿cómo evitar caer en un relativismo
ético o en un caos en el que sea la moral del más fuerte la que se acabe
imponiendo?

Sin ningún ente superior sobre el que fundamentar la ley mas que nuestra
propia conciencia, es necesario encontrar un faro que evitara caer en
el relativismo moral. Kant se ocupó de este problema en su obra
“fundamentación de la metafísica de las costumbres”, en ella describe
el camino para ir desde lo personal a lo universal, el imperativo
categórico “Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se
convierta, al mismo tiempo, en universal”.

Sin embargo, llegar a él no es un camino fácil, primero hemos de


encontrar la buena voluntad, una voluntad que es buena en sí misma,
desnuda de vicios y de inclinaciones instintivas. Para Kant (2007) la
desobediencia no es justificable ante un imperativo categórico, pero sí
ante uno hipotético, en tanto que “tanto mayores serán la grandeza y la
dignidad interior de un mandato cuanto menores sean las causas
subjetivas favorables y mayores las contrarias, sin debilitar por ello
en lo más mínimo la constricción de la ley ni disminuir ni un ápice su
validez.” Sin embargo, los principios “son dictados por la razón y han
de tener su origen completamente a priori, y con ello, su autoridad
imperativa. En suma: no esperar nada de la inclinación humana sino de
la suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro
caso, condenar al hombre a autodespreciarse y execrarse en su interior.”

Ante una máxima universal que contradiga una ley terrenal, se debe
seguir la máxima de la razón, esta determina la voluntad que “es pensada
como la facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la
representación de ciertas leyes”.

Es el pensamiento de Kant el precursor de la desobediencia promovida


por Thoreau, consciente o no de ello, es el imperativo categórico la
construcción racional sobre la que se justifican sus actos.

La diferenciación y la determinación correcta entre los fines y los


medios, es el fundamento de la moral. Y sólo la buena voluntad es capaz
de realizar ese acto mediante la razón, y establecerse como fundamento
objetivo de su autodeterminación, es un bien en sí misma.

Es pues quizá un signo de los tiempos, pero Kant no solo creó el edificio
epistemológico para entender la física de Newton, también creó el
edificio moral para entender
Es pues quizá un signo de los tiempos, pero Kant no solo creó el edificio
epistemológico para entender la física de Newton, también creó el
edificio moral que justifica la desobediencia, ya que el hombre nace
libre, siendo un fin sí mismo, siendo el fin el fundamento objetivo de
la voluntad y el medio el fundamento de posibilidad de acción;
“el hombre, y, en general, todo ser racional, existe como fin en sí
mismo y no sólo como medio para cualesquiera usos de esta o aquella
voluntad”, por lo tanto; “No son éstos, pues, fines subjetivos cuya
existencia tiene un valor para nosotros como efecto de nuestra acción,
sino que son fines objetivos, es decir, seres cuya existencia es un fin
en sí misma” y concluye que “El imperativo práctico será entonces como
sigue: obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo
como un medio”.

“El objetivo de toda legislación práctica se encuentra objetivamente en


la regla y en aquella forma de universalidad que la capacita para ser
una ley”, según el primer principio, mientras que, subjetivamente tal
fundamento se encuentra en el fin de la acción; “El sujeto de todos los
fines es todo ser racional con fin en sí mismo”
De este ser racional, capaz de alcanzar la buena voluntad, se deriva un
tercer principio; “la voluntad de todo ser racional como una voluntad
universalmente legisladora.”

Divide el deber entre el necesario y el contingente o meritorio y


establece que “la voluntad no está sometida sin más a la ley, sino que
lo está de manera que pueda ser considerada autolegisladora”, esta
voluntad no puede depender de ningún interés ni necesidad particular
humana;
“Si nos limitamos a observar al hombre atado sin más a leyes por medio
de su deber, podemos no caer en la cuenta de que es posible que esté
sujeto a su propia legislación, que a la vez es universal, y de que
puede estar obligado a obrar sólo en conformidad con su propia voluntad
legisladora, que además es, por un cierto fin natural, universalmente
legisladora.”

No existe un fundamento supremo del deber, ya que degeneraría en un


deber orientado a una necesidad, a un condicionamiento. El principio de
voluntad legisladora es el de la autonomía de la voluntad, y esta
autonomía se guía por el imperativo categórico que tiene carácter
universal, tiene como fundamento una cosa que es un fin en sí mismo, y
tiene un valor absoluto, esa cosa es la humanidad y por extensión todo
ser racional.

Así es como Kant encuentra el camino para llegar de nuevo a una ley
universal mediante el ser particular, en tanto que somos humanos todos
compartimos el mismo ser, siglos más tarde el imperativo categórico se
verá plasmado en una ley suprema, la carta universal de los derechos
humanos.
La tensión entre derecho y ética

Las cuatro preguntas Kantianas; ¿Qué puedo saber?, ¿Qué debo hacer?,
¿Qué me cabe esperar? y ¿Qué es el hombre? se pueden responden
contestando a la última de ellas. En la referente a la moral, ¿Qué debo
hacer? la definición de ser humano como ser social, en relación con
otros, le otorga unos derechos inherentes, sin los cuales, quedaría
excluido de la condición humana.

Ahora bien, estos derechos no son derechos reales hasta que no se


materializan dentro de un aparato legislativo. Al menos no son derechos
que puedan ser reclamados dentro de la legalidad. La lucha por
defenderlos nos sitúa, no pocas veces, en una posición de enfrentamiento
y fuera del marco legal si este no tiene en cuenta la condición humana.

Condición humana que no fue tenida en la sociedad esclavistas ni en las


teocéntricas y no es hasta después de Kant, en la modernidad, que los
derechos humanos entran dentro de nuestro imaginario.

Siguiendo a Muguerza, para demostrar que el Derecho y la Justicia no


son la misma cosa, recurrimos a la ética;
“Las exigencias morales”, (en referencia a los derechos humanos), en
cuanto previas al Derecho se hacen en nombre de la justicia y con vistas
a materializarse en derecho justo, a diferencia del derecho injusto que,
pese a ser legal, consideramos moralmente aberrante.”
A diferencia del Derecho, la Justicia es utópica. Las utopías son
horizontes inalcanzables, pero que os hacen caminar hacia adelante, de
igual modo, la Justicia hace avanzar al Derecho.

Por otro lado, Gómez (1998) sitúa la tensión entre el derecho y la ética
entre dos puntos; el sentido de legalizar la moral o moralizar el
derecho.
Carlos Gómez plantea la tesis de González Vicén en la que se pregunta
qué imperativo moral nos exige la obediencia al derecho. Habitualmente
se intenta cimentar la inviolabilidad del Derecho en la seguridad
jurídica que proporciona. La seguridad jurídica hace posibles ciertos
valores que son tomados como esenciales para la vida en sociedad, de
esta manera el derecho implementa un sistema de valores en la sociedad.
Sin embargo, Vicén no considera el Derecho como algo permanente sino
histórico y social, y por lo tanto mutable.
Concluye Vicén, siguiendo a Kant, que el Derecho no puede ser un
imperativo categórico o incondicionado, es decir, ético, por lo que sólo
nos queda la conciencia individual y por tanto no hay obligación de
obedecer al Derecho. El derecho es un imperativo hipotético,
condicionado, la coacción de una voluntad ajena.

Así pues, obedecer al Derecho sólo tiene sentido como convención para
establecer reglas de convivencia para obtener ventajas sociales, ahora
bien;
“Si un derecho entra en colisión con la exigencia absoluta de la
obligación moral, este Derecho carece de vinculatoriedad y debe ser
desobedecido. O dicho con otras palabras: mientras que no hay un
fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí hay un fundamento
ético absoluto para su desobediencia”

En este sentido Javier Mugerza (2007) sigue la línea de González Vicén


sobre la falta de fundamento ético de la obediencia a derecho, criticando
la falta de fundamentación de la teoría neocontractualista, ahora bien,
la moral debe tener unos límites en los cuales la disidencia ya no sería
ética. Muguerza situa los limites en la condición humana y la conciencia
ética individual que debe aspirar a la universalidad, pero desde lo que
hay en común entre los seres humanos. Desde este punto de vista quedaría
legitimada el poder decir “no”, es decir no tratar de imponer la propia
voluntad a una colectividad, sino el negarse a que la mayoría pase por
encima del individuo. La disidencia es el límite que se debe respetar
entre la esfera privada y la pública, pero no representa la desobediencia
civil que, como ya hemos comentado anteriormente si busca un fin
concreto, un cambio en el marco del derecho.
La moralización de la vida social

En su Política, Aristóteles describía una sociedad donde la separación


de entre el gobierno de la polis y la ciudadanía no existía. De la misma
manera Muguerza propone volver a recuperar esa distancia que sistemas
de gobierno en general, incluyendo la democracia representativa, han
impuesto entre los gobernantes y los gobernados.
Para esta tarea es necesario seguir una doble vía de moralización
institucionalización de dos especies o variedades de derechos humanos;
los relativos a la libertad, los propios del liberalismo, y los relativos
a la igualdad, que son los que defiende el socialismo. Aunque estos
derechos deberían ser complementarios, lo cierto es que acostumbran a
estar implementados de manera desigual, donde se instala el liberalismo
crece la desigualdad y donde instaura un socialismo crece la falta de
libertad, si bien es cierto que esto es discutible, Muguerza propone
una tercera vía, una “propuesta libertaria”, entendiendo libertario como
sinónimo de anarquista que superaría lo antisocial del liberalismo y lo
antiliberal del socialismo.

Desde mi punto de vista, gracias a los cambios que las nuevas


tecnologías, hoy en día, estamos atravesando una crisis política, no
sólo en España, sino una crisis global, de la que o bien podría surgir
la propuesta libertaria, que pondría el gobierno en manos de los
gobernados, gracias a esa ágora global que son las redes sociales aunque
tengamos poca experiencia en su uso y no hayan sido pensadas para el
uso político, o por el contrario, como estamos observando desde unos
años atrás, los estados pueden virar hacia formas totalitarias
ejerciendo una censura y unos recortes de derechos como nunca se había
visto antes ante el miedo a destruir el statu quo actual, eliminando
derechos humanos, tanto liberales, como podría ser el derecho a la libre
expresión, o los sociales, como el de igualdad ante la ley o de
manifestación.
Ahora bien, ese statu quo, en las sociedades occidentales democráticas,
no es sino un contrato anterior, heredado, que en muchas ocasiones es
utilizado como legitimador de la vulneración de los derechos humanos.
Disidencia ética y desobediencia civil, la lucha
por los derechos

Si bien antes de que se plasmaran en la carta de los derechos humanos,


estos fueron invocados como justificación del acto de desobediencia
desde hace más de tres siglos, lo cierto es que el primero en pensar
los derechos humanos fue Prometeo, que, sin ser humano, desafió la ley
de Zeus para otorgar a los seres humanos aquello sin lo cual no podrían
vivir con dignidad, es la lucha por los derechos humanos un acto
prometeico de desobediencia en el que peor que el peor castigo que se
pueda sufrir está el castigo de la propia conciencia y si esta conciencia
es escuchada por otros la desobediencia a la ley se convierte en un
fenómeno de masas, es un “Mane, Thecel, Phares” un fin último fatal que
puede llevar al fin del marco jurídico o incluso al fin del propio
estado.

Ahora bien, ¿Cuál es el límite de un consenso, cuando está justificada


la desobediencia? ¿Cuándo y cómo se debe cambiar? y, por otro último,
¿Es posible ejercer la desobediencia sin invocar a la condición humana?

La desobediencia en el marco del estado democrático de derecho

Para Carlos Gómez, la desobediencia está justificada dependiendo de la


teoría de la obligación política que se mantenga, y, dentro de los
neocontractualistas, recoge la teoría del contrato social dentro de una
democracia constitucional.

La teoría Rawlsiana presupone que los individuos de una determinada


sociedad en situación original, es decir sin tener en cuenta sus recursos
y su posición en la estructura social, llegan a determinados acuerdos.
Estos acuerdos son alcanzables si se actúa bajo dos premisas;
racionalmente, eligiendo los medios adecuados para alcanzar determinados
fines y razonablemente, estos fines deben de estar justificados por
otros.

Siguiendo estos principios se debe además acordar que el proceso


constitucional es un caso que se denomina justicia imperfecta, por lo
que nos vemos obligados a observar las leyes, hasta ciertos límites.

Límites que estable la conciencia individual. Y este sería el margen


que deja Rawls para ejercer la disidencia, que lejos de ser un derecho
sería un acto de responsabilidad exclusiva del objetor. Rawls intenta
evitar la contradicción de su pensamiento liberal con el sometimiento
al sentido de justicia de otros, aunque esta sea una “autoridad
democrática”

Javier Muguerza sitúa a Rawls dentro de una visión consensualista en el


que el modelo de consenso gira en torno a la razón pública, que, tiene
como objetivo el bien público, lo que podría ser bueno para todos,
además tiene prioridad sobre razones no públicas (particulares) mediante
el consenso por superposición, este consenso es un acuerdo razonable
sobre una concepción de lo justo que se superpone a las diversas
concepciones de lo bueno.

Así el poder público que los ciudadanos ejercen entre si es justificado


en un principio de legalidad; “nuestro ejercicio de tal poder sólo es
justificable cuando se realiza de acuerdo a una Constitución cuya
aceptación se pueda razonablemente presumir de todos los ciudadanos”
estos derechos fundamentales “habrán de ser respetados en cualquier caso
por las mayorías si se trata de regímenes democráticos sometidos al
imperio de la ley”, de esta manera Rawls sitúa las instituciones como
principales garantes de ese acuerdo y entre ellas da preeminencia al
poder judicial sobre el poder legislativo y ejecutivo.
Finalmente, Muguerza (2007) señala la deficiencia del modelo Rawlsiano;
“Lejos de poder fiarlo todo a las instituciones como en nuestro caso,
[…] los individuos o grupos de individuos han tenido que enfrentarse
con demasiada frecuencia a tales instituciones, haciendo suyo ese ideal
de la lucha por el derecho”.

La lucha por el derecho que menciona Muguerza y que sitúa dentro del
conflictivismo, se refiere a la que Ihering propugnaba; Rudolf von
Ihering establece que la voluntad jurídica de un sujeto de derecho se
transforma en un derecho subjetivo es decir en un interés jurídicamente
protegido, esto sitúa el derecho ante un conflicto de interés. Ya no se
trata sólo de como el derecho defiende esos derechos, sino una lucha
por el derecho en sí. Para Ihering “Sólo luchando alcanzaremos nuestros
derechos”, eso sí, supeditando nuestro propio interés en la defensa de
esos derechos.

La lucha por el Derecho no se constriñe sólo a la defensa del derecho


subjetivo, sino que se universalizaría y sería derecho objetivo. Es
incuestionable que la evolución del derecho es fruto de la revolución,
desde el reconocimiento de la libertad hasta la abolición de la
esclavitud.

No importa lo amplio que ha sido el consenso y los textos


constitucionales; la historia de la conquista de los derechos humanos
es una historia protagonizada por individuos y grupos de individuos
disidentes.

En una línea intermedia, aunque más cercana a Rawls en tanto que se


mantiene dentro del consensualismo, se establece Habermas que defiende
la resolución de conflictos mediante consensos que prioricen la
racionalidad intersubjetiva a la razón por interés. Este consenso se
alcanzaría estableciendo un proceso de comunicación para llegar a
entender la parte contraria. En este sentido, el sometimiento a la ley
será una expresión de la propia libertad, y ya que esta ley surge de
uno mismo, y no sería un razonamiento bajo ningún interés, se convertiría
en un imperativo categórico. Sin embargo, tal y como indica Carlos
Gómez; la variación que Habermas hace del imperativo categórico está
basado en la transposición de la racionalidad metafísica a la
dialéctica, así que se debe someter la ley que queremos que se convierta
en ley universal al análisis de los otros para determinar
discursivamente su carácter universal. (Muguerza, 2007; pag 397)

Habermas concede que la desobediencia civil no es algo anormal, al


contrario “son experimientos de base moral sin los cuales una democracia
no puede obtener ni la fe ni la legitimación”, afirmando que el estado
de derecho “no basa su legitimidad en una pura legalidad”, Rawls y
Habermas estiman que se debe ejercer para llamar la atención de la
mayoría para renovar el consenso, el cual no debe ser reemplazado por
aspiraciones personales (ibid, pag 398)

Desde mi posición, creo que tanto Habermas como Rawls presuponen que el
conflicto previo al consenso, las partes están abiertas al diálogo y a
un comportamiento ético, sin embargo, tal y como hemos visto
anteriormente y como intentaré mostrar a continuación, esto no siempre
ocurre. Los derechos pocas veces se han conseguido por consenso sin
atravesar previamente una lucha. Lucha que debe continuar si no queremos
perderlos, en ningún caso el sistema democrático es garante de derechos
tal y como sucedió en la Alemania nazi o sucede en otros países
actualmente, como Turquía, en los que se utiliza la mayoría social para
disfrazar una dictadura de democracia.

Podríamos concluir que sin la lucha y la desobediencia las democracias


acabarían degenerando en sistemas más o menos autoritarios,
convirtiéndose, paradójicamente en los garantes del propio sistema
democrático.

Ahora bien, aun siendo los desobedientes los garantes de la democracia


y los derechos como la libertad y la igualdad, Rawls no duda en
sentenciar que el desobediente debe someterse al castigo de la ley por
su acto. Extraño premio que intentaré demostrar que, en la mayoría de
los casos, sólo sirve para eliminar la disidencia y no para llamar la
atención a la renovación del consenso.

La obediencia ciega a la ley; Sobre la banalización del Mal de


Hannah Arendt

En 1961 se inició en Jerusalén el juicio contra Adolf Eichmann (Arendt


1999), teniente coronel de la SS en la Alemania nazi. Dentro de la
maquinaria destinada a aplicar la solución final al problema judío, sus
tareas se basaban en organizar las deportaciones y el exterminio de las
comunidades judías. En ese contexto, Hannah Arendt, se plantea la
relación entre legalidad y justicia.

Eichmann fue secuestrado en Argentina y llevado ante un tribunal en


Jerusalén para ser juzgado por los crimines cometidos durante la segunda
guerra mundial.

No quiero dejar pasar el hecho de que para que se hiciera justicia


contra un cargo de las S.S. responsable de genocidio, se debió cometer
a su vez un acto de desobediencia, un delito según la ley en Argentina;
el secuestro. Pero no es este hecho el que me gustaría analizar, sino
sobre el que Hannah Arendt apuntó; ¿Se está juzgando a una persona o se
está juzgando el nazismo? Que nos lleva a la cuestión que realmente nos
interesa en este trabajo, la tensión entre legalidad y legitimidad.

Si bien es cierto que Arendt estaba de acuerdo con la condena a muerte


de Eichmann, también da por cierto que Eichmann sólo se dedicó a seguir
las órdenes, leyes y directrices de un estado que, siendo en un inicio
democrático, acabó derivando en un estado totalitario y criminal. Sea
como sea, se da la paradoja de que se estaba juzgando a hombre, no por
ser un monstruo, sino por cumplir las leyes del estado al que pertenecía.
El verdadero crimen de Eichmann fue no haber sido un desobediente ante
leyes que eran manifiestamente injustas e inhumanas.
El hecho de que no Arendt no presente pruebas de castigos severos para
los desobedientes en la Alemania nazi, más allá de traslados o de impedir
el ascenso laboral, nos indica también que la obediencia fue ciega,
totalmente acrítica, él era sólo un eslabón en una maquinaria
burocrática, en la que en un principio nadie, excepto quizás las altas
esferas, tenían en mente un desastre de tales proporciones en las que
la responsabilidad aumentaba a medida que uno se alejaba de los verdugos,
en la mayoría formados por los propios judíos, seleccionados por los
alemanes en comités; los Judenrats.

Causa sorpresa la habilidad que tuvieron los nazis de hacer caer tal
responsabilidad sobre los propios judíos, sin una colaboración tan
diligente, no habría sido posible, o hubiera sido mucho más difícil la
aplicación de la Solución Final, colaboración que los nazis supieron
ganarse dando favores, como evitar la deportación.

La maquinaria estatal, que no olvidemos, había llegado al poder


democráticamente y que poco a poco transformó la democracia en el régimen
totalitario y criminal en el que se convirtió. La aniquilación de los
derechos, (y la dignidad), humanas sólo hizo posible mediante tres
pilares; alimentando la maquinaria burocrática de personas como
Eichmann, obedientes del deber y la ley, persiguiendo y exterminando a
todo aquel que fuera declarado enemigo del estado y por último, pieza
clave para poder conseguir el segundo punto, conseguir responsabilizar
del segundo punto a los propios grupos de personas que estaban siendo
perseguidas. En el caso de los Judenrats, prometiendo liberarlos del
exterminio, o en el caso de los comunistas o gitanos, mediante propaganda
estatal

La historia actual de nuestros días no parece muy esperanzadora, algunos


países como Turquía están siguiendo la misma vía que iniciaron en su
momento los nazis. Mientras en Europa varios países están experimentando
un auge de la extrema derecha que encuentra en los colectivos más
desfavorecidos, como los migrantes, el objetivo de sus ataques, para
crear un clima de odio que crea el caldo de cultivo perfecto para
alcanzar sus aspiraciones ultranacionalistas.

O incluso en España, podemos ver como se acusa a colectivos, ya sean


artistas, tuiteros o políticos de ser enemigos del estado, con graves
acusaciones como enaltecer el terrorismo o rebelión. Cuando ya no existe
terrorismo en nuestro país, ni mucho menos ha ocurrido ningún asalto
armado a ninguna institución estatal.

El gran dilema de la democracia surge ante el desobediente, perseguirlo


y condenarlo ponen en cuestión la verdadera naturaleza democrática de
derecho, pero no castigarlo supondría también un fraude de ley.

La cosa se complica aún más si pensamos que el disidente o grupos de


desobedientes pueden estar intentando quebrantar leyes justas o derechos
fundamentales de igualdad o libertad.
Little Rock Nine; La desobediencia a leyes justas.

Asociada a la idea de desobediencia civil está la idea de que el


disidente está luchando amparado por una ética y una moral que refuerza
la dignidad y los derechos humanos, al menos, es lo que hemos visto en
este ensayo desde Prometeo a Thoreau. Pero la realidad no es así, y
también entrarían dentro del grupo de desobedientes aquellos cuyas
intenciones incluyeran la segregación o la persecución por motivos
políticos, étnicos o religiosos. Los alzamientos violentos como los
golpes de estado de dictadores también entrarían, desde mi punto de
vista, dentro de la definición de desobediencia; aunque se podría
considerar que la condición de que no debe ser un acto movido por
intereses egoístas podría ser puesta en duda, lo cierto es que, por
ejemplo, nadie consideraría que el alzamiento franquista fuera un acto
en interés personal del dictador, sino de un movimiento, de un grupo de
gente que consideraba inadmisible la situación social y política.

Creo interesante aproximarnos a actos de desobediencia movidos por una


moral que es muy cuestionable, cuando no, intolerable y repudiable por
completo. En cualquier caso, para hacerlo encajar en el concepto de
desobediencia en una democracia dentro de un estado de derecho, y poner
un poco en cuestión el punto de vista de Rawls, me he querido referir a
un hecho, aunque no sería ni mucho menos el único, ocurrido en una de
las democracias considerada modélica, cuando no autoproclamada garante
de la democracia en el mundo occidental; la democracia estado-unidense.

Los hechos ocurren tres años después de que la corte suprema de los
estados unidos declarara que la segregación en la escuela no era
constitucional (Bates, 1957); nueve estudiantes Minnijean Brown,
Terrance Roberts, Elizabeth Eckford, Ernest Green, Thelma Mothershed,
Melba Patillo, Gloria Ray, Jefferson Thomas y Carlotta Walls, intentaron
integrarse en el instituto Little Rock de Arkansas ante las protestas y
la oposición del Gobernador y buena parte de la población. Martin Luther
King llegó a escribir al presidente Eisenhower para que diera una pronta
resolución al problema.

Sin embargo, el 4 de septiembre de 1957, el primer día de colegio, una


multitud blanca se aglomeró en frente de la escuela, mientras el
gobernador Orval Faubus ordenó a la guardia nacional de Arkansas que
impidiera el acceso de los estudiantes negros. Ante este hecho un grupo
de abogados de la NAACP (Asociación Nacional por el Avance de la Gente
de Color) a la que los estudiantes pertenecían obtuvieron una sentencia
favorable de la corte del distrito federal para impedir que el gobernador
bloqueara el acceso de los estudiantes. Finalmente, aunque los
estudiantes pudieron entrar, la multitud que se aglutinaba frente al
colegio fue escalando su actitud violenta. Temiendo por la integridad
de los estudiantes, pronto fueron devueltos a casa.

Luther King volvió a comunicarse con el presidente Eisenhower, que


decidió en última instancia enviar tropas de la 101 división de las
fuerzas aéreas para proteger a los estudiantes, apoyados por las tropas
federales y la guardia nacional de Arkansas por el resto del año.

Lejos rendirse, al año siguiente, Faubus intentó cerrar los cuatro


colegios públicos de Little Rock, sin embargo, su acción tuvo poco
recorrido cuando la Corte Suprema sentenció que se debían reabrir y
continuar con el proceso para eliminar por completo la segregación
racial.

La causa de los nueve de Little Rock se convirtió en asunto de estado,


que acabó desplegando todos los recursos necesarios para acabar con la
segregación racial que apestaba ciertos estados. Se convirtieron en un
símbolo de la lucha por la dignificación e integración de la población
negra; Luther King quiso honrarles asistiendo a su graduación.

Pero no es la lucha contra el racismo y el odio sobre la que quiero


poner la atención en este apartado, sino sobre Faubus.

El gobernador Faubus no sólo desobedeció leyes federales, sino incluso


ordenes judiciales, y movió masas violentas de gente para evitar la
integración de la población negra. Pero este tipo de desobediencia no
tiene nada que ver con el que promovía Thoreau, Mandela, Ghandi o tantos
otros que habían luchado por la consecución de unos derechos. Y esta es
la diferencia radical con la desobediencia ejercida por Faubus, no
luchaba por alcanzar unos derechos que pudieran ser ejercidos por la
humanidad; Faubus luchaba por eliminarlos, luchaba por mantener la
estructura social entre opresores y oprimidos, luchaba al fin y al cabo
por eliminar cualquier rastro de ciudadanía de una parte de la sociedad.

La desobediencia civil no está exenta de peligros, es necesario


discernir que tipo de desobediencia lleva al progreso social y derechos
de la que nos envía directamente a las épocas más oscuras de represión
y odio. En muchos casos el éxito de la desobediencia que lucha por
conquistar derechos hace surgir con fuerza y rabia la segunda, una
desobediencia reaccionaria; el éxito en la lucha de Luther King provocó
la reacción opuesta en Faubus, y si no hubiera sido por la acción del
gobierno que escogió apoyar a King, atendiendo a la carta que envió y
que advertía de que “se podrían perder 50 años de integración” quizá
Faubus hubiera triunfado.
La situación revolucionaria.

La ley y el gobierno protegieron a los nueve de Little Rock, pero no


siempre ocurre, y cuando no ocurre, sucede que una parte de la población
queda desahuciada y sin los derechos que otorga la ciudadanía, se
convierten en Homo Sacer (Žižek, 2014), seres humanos desposeídos de
sus derechos, de la dignidad, situados en una posición en la que sólo
cabe ser explotado y sometido. Esa “posición proletaria” nos lleva a
una situación revolucionaria que sucede en “tiempos de pobreza y cuando
la justicia se derrumba” Pero la justicia es un hecho que se da en la
conciencia y sólo cuando somos conscientes de la injusticia es cuando
se dan las condiciones necesarias para una revolución; “"El movimiento
feminista empezó no con un intento por liberar a la mujer, sino con las
mujeres volviéndose conscientes de que lo que tradicionalmente se
experimentaba como una situación normal —estar limitadas a la familia y
a servir a los maridos— no era una jerarquía natural, sino más bien una
violación de la justicia"

Pero las revoluciones no son al margen de la ley y del orden, al


contrario, las revoluciones suceden en el momento en que las leyes y el
orden anterior han desembocado en un desequilibrio que no han podido
gestionar, adaptándose a los nuevos cambios, a las nuevas demandas. Las
revoluciones proponen un nuevo marco legal y un nuevo orden, un nuevo
plano de convivencia y acuerdo en la que una parte abandona la “posición
proletaria” y adquiere nuevos derechos.

El éxito de las revoluciones, en cualquier caso, dependen


fundamentalmente, del grado de fortaleza del Estado que mantiene el
anterior marco legal que, al fin y al cabo, es gobernado por las fuerzas
situadas en la situación de poder y privilegio, contra el grado de
resistencia y fuerza de los que luchan por restablecer sus derechos
plasmada fundamentalmente en actos de desobediencia civil, ya sea
pacífica o violenta. Pero, sobre todo, el éxito de una revolución es
que no acabe fuera de la ley, es decir que no acabe en el caos social.
La pregunta que deberíamos hacernos es ¿es posible evitar que una
revolución acabe en el caos? La respuesta es obvia; evitando la propia
revolución. Esto se consigue de dos maneras, o bien reprimiendo con más
dureza, lo que podría actuar como catalizador de una revolución aún más
brutal si aumenta la base que la apoya, o bien estableciendo mecanismos
legales que puedan ser recorridos por aquellos que sienten que sus
derechos han sido quebrantados, o incluso, ni siquiera están recogidos
dentro del marco legal vigente.
Legislar contra la ley; el derecho a la
desobediencia

El derecho es un tipo de tecnología (Muguerza, 2007), cuyo objetivo es


aplicar la justicia en sociedad, pero como toda tecnología, el derecho
no es completamente eficiente, es esa falta de eficiencia la brecha que
separa el derecho de la justicia; la justicia es una utopía, un ideal
perfecto mientras que el derecho es la realidad imperfecta que tenemos.

Sin embargo, como cualquier tecnología, el derecho debería perfeccionar


su eficiencia, permitiendo de esta manera el desarrollo humano y social
en ámbitos cada vez más amplios en igualdad y libertad, ser en definitiva
cada vez más justos.

Ahora bien, como ya hemos comentado anteriormente, el primer problema


que nos encontramos es, que a diferencia de otras tecnologías
científicas no existen elementos objetivos sobre los que poder
fundamentar el derecho. El sentido de la justicia puede cambiar de una
determinada sociedad a otra, o incluso en la misma sociedad en diferentes
momentos históricos. El problema surge cuando la justicia evoluciona a
un ritmo que el derecho no puede alcanzar, el conflicto, en estos casos
está servido; sucedió en la revolución industrial en la que las huelgas
eran perseguidas y castigadas, hasta que la socialdemocracia del siglo
XX la transformó en derecho, sucedió también a mediados del siglo XX
con el auge del nacionalismo, también perseguido y castigado en las
colonias, hasta que las naciones unidas establecieron el derecho de
autodeterminación en la Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, de obligado cumplimiento para todos los países firmantes.

Pero, aunque existen el derecho a la huelga y a la libre determinación,


son los estados y por ende los que sufren el paro laboral o la secesión
de uno de sus territorios los que han de interpretar la ley e implementar
la aplicación de estos derechos, y no en pocas ocasiones, aún hoy en
día también en España, nos encontramos con persecuciones a
sindicalistas, como el caso de Alfon en Vallecas, los políticos
independentistas catalanes, o incluso acusaciones de terrorismo por
ejercer el derecho a la manifestación en el caso de Tamara Carrasco, o
el de la libre expresión como en los casos del cantante Valtonyc o Pablo
Hasel. España se sitúa en la cabeza de artistas encarcelados, 13, por
encima de c según la organización no gubernamental Freemuse (Plipat,
2018)

Podríamos hacer una larga lista sólo en España, y seguramente podríamos


continuar con otros países incluidos en las llamadas democracias
modernas para encontrar casos similares.

A menudo se producen hechos en los que un estado difícilmente puede


administrar justicia, llegando a interpretar el derecho de una manera
en exceso politizada, y que en algunos casos se llega a doblegar la ley
mediante cabriolas semánticas, como por ejemplo en el caso de la
interpretación de violencia por el juez Pablo Llarena en el caso de los
independentistas catalanes, o la acusación de sedición a 84
controladores aéreos de Palma de Mallorca, acusaciones de terrorismo a
unos jóvenes de Altsasu y podríamos seguir y en todos encontraríamos un
elemento en común, el Estado se erige como víctima y verdugo.

Parece probado que en los casos en los que el Estado se ve afectado se


deja de administrar justicia para administrar escarmientos.

Y es en este sentido donde considero quese vuelve a probar que las tesis
de los consensualistas como Habermas y especialmente Rawls, no pueden
llevar más que a una claudicación ante la injusticia o una persecución
política del disidente.

Y esto es así porque, tanto Habermas como Rawls consideran la


desobediencia como un mal aceptable que, aunque puede ser útil para la
renovación de los contratos, también debe ser perseguido y castigado,
si bien no es dicho explícitamente el hecho de que se entienda que el
desobediente deba aceptar el castigo como prueba de autenticidad,
también da a entender que si el desobediente no se somete voluntariamente
se convierte en un falso desobediente o en un delincuente común. Pero
como creo haber demostrado en los capítulos anteriores, aceptar o no un
castigo no es una exigencia sino un recurso que el desobediente puede
utilizar o no para dar visibilidad a su causa. El castigo sólo puede
ser aceptable si el disidente tiene la certeza o la capacidad de recurrir
a una administración de justicia superior que ampare sus derechos, de
esta manera la desobediencia establecería una batalla legal que como
resultado podría convertir en derecho legal lo que en un principio era
un derecho no materializado.

Aunque es en el avance en de los consensos donde tanto Habermas como


Rawls apoyan la desobediencia como un medio para llamar la atención de
la mayoría y reestablecer los acuerdos sociales. Pero, si la mayoría
tiene el poder y la fuerza para imponer su ley sólo nos queda una
motivación ética, de compromiso y responsabilidad social de parte de la
mayoría que ostenta el poder para reestablecer un nuevo orden y mantener
la paz evitando métodos violentos o represivos, contra la minoría que
reclama nuevos derechos.

Tampoco deja de llamar la atención que aquello que pueda hacer avanzar
una sociedad en derechos sea perseguido y castigado

Por otro lado, y este creo que es uno de los pecados mas graves que
comete el consensualismo, es la exigencia de una confianza plena y la
defensa de las instituciones estatales dentro de una sociedad
democrática. Rawls admite que las democracias son imperfectas y que
cierta injusticia debe ser admitida, por otro lado, Habermas desactiva
el imperativo categórico al someter la ley que queremos que sea universal
al criterio de validación de los otros (Gómez, 1998). Esto nos lleva a
una consecuencia nefasta; la dictadura de la mayoría.

Finalmente, si dirigimos nuestra mirada hacia el totalitarismo y su


historia reciente, vemos que puede llegar de dos maneras; desde fuera y
desde dentro. La primera significa un golpe de estado, un ataque armado
y violento contra las instituciones para substituir una forma de
gobierno por otro. La segunda, desde adentro, se consigue realizando
movimientos dentro de la legalidad que paulatinamente van recortando
derechos y libertades, envuelto siempre dentro de un relato que legitima
esos recortes, es difícil discernir cuando se están produciendo ya que
una de las premisas utilizadas es que se actúa siempre dentro de los
límites de la democracia. Pero si hay siempre un elemento en común; la
persecución de un sector de la población por motivos políticos, étnicos
o religiosos2. Sucedió en la Alemania de Hitler, pero también sucede hoy
en día en el entorno europeo, en gobiernos como el de Turquía o Polonia,
y esperemos que no acabe sucediendo lo mismo en nuestro país.

Para que el asalto interno del totalitarismo se consume es necesario


que el poder judicial esté dirigido directa o indirectamente por el
político. Así que el primer paso para su establecimiento es asegurar
que los jueces podrán arbitrar en favor del gobierno cuando este bordee
la ilegalidad y que pueda aplicar condenas exageradas a todo aquel pueda
ser considerado disidente.

Teniendo en cuenta que Rawls otorga al poder judicial prioridad sobre


los otros dos, deja en una situación difícil la lucha por los derechos.
El consensualismo deja pocas armas a la desobediencia para luchar por
derechos; la única manera de no perder derechos sería presuponer las
buenas intenciones y el respeto mutuo de todos los ciudadanos. Algo que
parece difícil en los tiempos que corren donde las redes sociales suelen
actuar, en no pocas ocasiones, como gasolina para el incendio.

No cabe duda de que los derechos no sólo se consiguen luchando, sino


que se debe seguir luchando para mantenerlos. Es en este sentido donde

2 El capítulo de Kill All Others de la serie Electric Dreams basada en una


historia corta de Philip K. Dick es un gran ejemplo. En él se justifica que
las elecciones en las que participa un único partido es una gran forma de
democracia, mientras, se ejecutan en la plaza pública y se exponen los
cuerpos de aquellos que ponen en duda el sistema, ante la aprobación o
indiferencia de la mayoría.
entiendo que la protección del derecho a la desobediencia y la disidencia
son esenciales, si queremos vivir en un sistema democrático de derechos
y libertades.

Pero ¿de qué manera se podría legalizar el derecho a la desobediencia?


No tenemos que ir muy lejos para encontrar un buen ejemplo; En 2015 el
Tribunal Constitucional consideró correcta la sentencia por la que se
condenaba a dos independentistas por quemar fotos del Rey a 15 meses de
prisión, denegando el amparo alegando que la libertad de expresión no
incluía las injurias (Romero, 2015). Tres años más tarde el Tribunal
Europeo de Derechos humanos condenó al Estado español al considerar que
se había vulnerado el derecho a la libertad de expresión. (Ayuso S.,
2018)

Efectivamente, para garantizar el derecho a la protesta y la


desobediencia, en este caso a la ley que condena por injurias a la
corona, ha sido necesario recurrir a otro órgano judicial, en este caso
de carácter internacional y, por lo tanto, no forma parte del conflicto.
La existencia de una doble legislación es la que nos da la capacidad de
defender el derecho a la desobediencia, en tanto que un tribunal superior
en este caso el TEDH, ampara el cumplimiento de los tratados europeos.

En este caso que el TEDH sea el que garantizara tal derecho eliminaría
la cobertura legal aquellos casos inadmisibles en los que la
desobediencia está dirigida a restringir el disfrute de cualquiera de
los derechos humanos, acciones como las de Faubus no estarían permitidas

Recordemos que cuando el estado acusa por desobediencia es, por


definición del propio acto de desobediencia, a la vez víctima y árbitro,
ya que la ofensa se ha realizado contra el propio estado. Es en ese
sentido en la que la idea de cosmopolitismo de Muguerza encontraría
campo de desarrollo.

El problema que nos encontramos con el TEDH es que el recorrido es lento


y se deben agotar todas las vías del propio estado, otro problema es
que, utilizando subterfugios y estratagemas también se podría llegar a
politizar.

Quizá evitaríamos estos problemas adecuando un sistema judicial


internacional descentralizado que diera cobertura a los desobedientes
en casos de ofensas contra el estado. De modo parecido a como Habermas
somete el imperativo categórico a la crítica de los otros, los sistemas
judiciales deberían someter su legalidad al escrutinio de otros estados.
De hecho, el juzgado de Schleswig-Holstein vino a hacer esa función en
el caso de la extradición de Puigdemont, sin embargo, el alcance de su
sentencia no es ni mucho menos el que podría tener el del TEDH, ya que
sólo debía resolver sobre un caso de extradición.

Siguiendo este ejemplo y con la voluntad de evitar derivas autoritarias,


la solución podría pasar por implementar un sistema judicial en cada
estado que velera por el cumplimiento de los derechos humanos en otros
países asociados. Un sistema judicial universal, como se intentó en
España, y que más tarde se dejó sin efecto, o como el que ha llevado a
algunos franquistas a enfrentarse a juicios en Argentina, que protegiera
los derechos humanos de manera efectiva, una justicia cosmopolita que
nos convirtiera de facto y de jure en ciudadanos del mundo.

No olvidemos a Prometeo, no olvidemos que la justicia nace de un acto


desobediente y si no protegemos ese tesoro, no existirá justicia, sólo
leyes.

Es por eso que la democracia, el derecho y la libertad sólo se pueden


garantizar desde el derecho a la desobediencia.
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