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LA COMUNIDAD IMPROVISADA

CONDESA Y ROMA

Fue cruzando Benjamin Franklin, entrando a Condesa, que mi rostro debió cambiar y haberse
quedado como aún lo sigo cargando cuando me veo al espejo. Los escombros abarcaban
demasiadas calles de Condesa y una multitud improvisaba organizaciones en varias esquinas, la
mayoría eran jóvenes – los mismos que el Estado y sus mediciones erróneas habían contabilizado
como apolíticos -, ocupaban su lugar en cuadrillas improvisadas, creando cadenas para remover
escombros aquí y allá. Sobre el camellón que da a la calle Amsterdam, una chica me pidió apagar el
celular: “!Hay fuga de gas, puedes provocar una explosión!”. Entre la incredulidad y una profunda
sensación de ignorancia sentí ganas de echar a correr imaginando una escena digna de Metinides,
el célebre fotógrafo de catástrofes, pero giré, ya al borde de una suerte de caos civilizado, y vi un
grupo de gente acarreando víveres de un Superama y a otros cargando garrafones de agua desde
un camión. Corrían en dirección a la zona cero, al fondo del camellón, donde asomaban las ruinas
del edificio de Amsterdam, ahora una mole desparramada de fierros y concreto. Creo que nunca
había sentido algo así, un umbral de urgencia humana donde ya no hay individuo ni límite con la
comunidad; apagué el teléfono y corrí hasta el camión, me eché un garrafón al hombro y seguí a
quienes iban rumbo al edificio destruido sobre el cual se veía a rescatistas y civiles. Recuerdo haber
pensado en una explosión pero también algo así como “si toda esta gente trabaja junta aquí, nada
de esto puede salir peor”.

El 19 fue un día de ayudar en edificios destruidos, eufóricamente, en comunidad. Pasé por tres en
Condesa y Roma, colonias acomodadas en donde ya no valía distinción de clase alguna. La
comunidad se articulaba espontánea y urgente entre palas, cascos y miles de manos conformando
incontables cadenas humanas, unidas y en vilo a la expectativa de lo más importante: la aparición
de la vida entre los escombros, la conservación de la vida frente a la naturaleza, pero también frente
a la depredación de la máquina capitalista. Aquel día conocí a Yaheli, pachuqueña cuyo padre nos
llevaría, dos días después, hasta Jojutla, epicentro del terremoto.

TEQUIO

Es un concepto acuñado por el intelectual mixe Floriberto Díaz, un modo de servir tan antiguo como
su práctica en comunidades indígenas: “Tequio es, precisamente, la forma de trabajar de un
individuo para la comunidad, la que da respetabilidad frente a los demás comuneros. Trabajo físico
directo para realizar obras públicas. La ayuda recíproca, el trabajo de mano vuelta. También es
trabajo intelectual, esto es, poner al servicio de la comunidad los conocimientos adquiridos en las
escuelas ubicadas fuera de ella”.

UN DÍA DESPUÉS
Al día siguiente la guerra informal mostraba sus contornos. El gobierno estorbaba la eficacia de la
sociedad civil. Acordonó áreas, limitó el acceso e impuso estrategias de rescate criticadas por los
Topos, que ya contaban con la experiencia del terremoto anterior; la clase política intentó replicar
eso que Monsiváis criticó el año 85, el “váyanse a sus casas y déjennos trabajar”, pero los medios
virtuales y Zello, una app que hace de walkie talkie en tiempo real, permitieron exponer las
ineptitudes del gran problema de este país: su clase política, el narcoestado, sobrepasado en la
emergencia por la sociedad civil. Así comenzaron los desalojos en la colonia Obrera, con militares y
policía para luego dejar en abandono una fábrica derrumbada que tardó dos segundos en caer y en
donde trabajaban inmigrantes indocumentadas. ¿Cómo puede un edificio tardar dos segundos en
caer? ¿Por qué a las inmobiliarias y sus agentes en el gobierno les urgió tanto pasar maquinaria
pesada sobre edificios donde las cámaras termométricas aún detectaban vida?

LA GUERRA

Esto es una guerra informal. De un lado el modelo neoliberal, su despojo e incapacidad de preservar
y cuidar la vida humana y no humana, sus militares y policías, desalojos violentos y máquinas que
apuran el paso sobre cuerpos vivos y muertos a fin de borrar pruebas que responsabilicen a las
inmobiliarias corruptas; del otro la sociedad civil, con todas sus contradicciones, subsanando la
inoperancia vergonzosa del Estado mexicano y rebasando por mucho su comedia lacrimógena
barata coordinada con Televisa. Del lado del tequio, la sociedad civil, resguardando en improvisada
comunidad la preservación de la vida en cada ser vivo salvado, en cada comida entregada a las
brigadas, en cada mensaje de aliento escrito con plumón sobre los alimentos enlatados, a fin de que
instituciones como el DIF o los gobernadores no los acaparen para usarlos a nombre suyo o
revenderlos.

La ciudad desbordaba de ayuda. Había que salir a provincia, donde iba la mayoría de los acopios
acumulados en la ciudad.

EL CHÁCHARAS

Se llama Rolando Pérez Pérez, pero todo Pachuca lo conoce como El Chácharas. Las chácharas son
los cachureos y Rolando ha pasado décadas vendiéndolos de aquí para allá haciendo fortuna, por
los mismos pueblos donde ahora, con sus hijas y su yerno, conduce una van repleta de comida y
medicinas que ellas han recolectado. Es un comerciante que comprende el tequio sin haber oído
jamás de él. Nos lleva a Jojutla, el epicentro del terremoto en Morelos. Tras cuatro horas en
carretera llegamos. Jojutla está en el suelo y casi toda su población en las calles. Conducimos entre
el caos y nos detenemos a entregar los víveres mientras la gente se amontona. Es difícil mantener
un orden. La gente se pelea, pide pañales, comida, lo que sea. Rolando ruega no se repitan y en tres
o cuatro paradas, ya no queda mucho. El vehículo se ha vaciado. Y es entonces, entre la agitación
de la multitud, que me asombra ver a Rolando: está pidiendo disculpas por no traer más, saca dinero
de su billetera y se lo entrega a la gente. La masa y la devastación dan angustia y desconsuelo, pero
el Chácharas promete que va a regresar la próxima semana y yo apenas lo conozco, pero le creo
todo lo que dice.

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