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DISTINCIONES Y CARACTERÍSTICAS DE LA PRÁCTICA

DEL COACHING ONTOLÓGICO

Lic. Oscar Anzorena


MCOA de la FICOP
Director de DPO Consulting
Escuela de Liderazgo y Coaching
oscar@dpoconsulting.com

En un artículo anterior sostuve que la profesión del Coaching Ontológico se sustenta en tres grandes pilares
que se relacionan e interconectan entre sí: el marco conceptual, las características de la práctica profesional y
las competencias profesionales que se requieren para desempeñar dicha práctica. En ese artículo desarrollé el
tema de las competencias profesionales y en éste me planteo el desafío de abordar las principales
distinciones conceptuales y las característica específicas de nuestra práctica profesional

La distinción de “quiebre”

El concepto de “quiebre” ha sido acuñado en el marco conceptual del Coaching Ontológico y posee una
trascendente incidencia en nuestra práctica profesional, desde el momento en que sostenemos que toda
sesión de coaching se inicia con una declaración de quiebre y que ella es condición necesaria para que el
proceso transcurra. El quiebre es lo que el coachee trae para trabajar en la sesión de coaching, es el motivo
de la consulta. Es decir: sin quiebre, no hay coaching.

Analizaremos los distintos aspectos que conforman el concepto de “quiebre”:


 El quiebre como ruptura de la habitualidad de nuestros comportamientos

Existe la creencia generalizada de que es la atención consciente la que posibilita ejecutar una acción en
forma efectiva. Sin embargo, basta con que analicemos nuestros comportamientos cotidianos para darnos
cuenta de que diariamente realizamos un conjunto de conductas en forma automática y efectiva, ya que ellas
forman parte de nuestros hábitos. Cuando actuamos en forma habitual, todas estas acciones las realizamos
sin prestarles mayor atención, en “piloto automático” (competencia inconsciente[1]). Tenemos una forma y
un estilo de comportamiento que hemos internalizado y esto nos indica lo que tenemos que hacer ante cada
circunstancia. Estos hábitos ejercen una gran influencia en nuestro accionar.

Podemos decir que poseemos nuestros hábitos, pero también que nuestros hábitos nos poseen a nosotros.
Gran parte de las conductas que desplegamos a diario están basadas en hábitos profundamente arraigados
que se constituyen como parte de nuestra particular forma de ser y que, por lo tanto, no los revisamos ni los
analizamos, simplemente los actuamos.

Cuando operamos desde este nivel de efectividad e inconsciencia decimos que actuamos en
transparencia, ya que nuestro accionar resulta invisible a nuestra observación. Es por esto que planteamos
que nuestros hábitos pueden constituir un arma de doble filo. Dado su nivel de inconsciencia, cuando se
transforman en un accionar inefectivo generalmente no nos damos cuenta o negamos que algo que siempre
hemos realizado de una determinada manera, hoy sea el motivo de nuestras dificultades (ceguera cognitiva).
Es por esto que la declaración de un quiebre implica considerar que hay alguna situación de la que no
podemos hacernos cargo desde nuestros comportamientos habituales. Es decir, que se produjo un quiebre,
una ruptura de nuestro “actuar en transparencia”.
 El quiebre no siempre está relacionado con un hecho exterior

Muchas veces el quiebre se vincula con alguna situación imprevista que nos plantea desafíos fuera de nuestra
cotidianeidad o nos sitúa en un campo de acción no contemplado por nuestras expectativas. Otras veces se
puede tratar de situaciones rutinarias que estamos acostumbrados a resolver de determinada manera, pero
que por algún factor externo o interno en este momento no podemos hacerlo en forma efectiva.

Pero también puede suceder que un quiebre no esté relacionado con una situación que se produzca en el
afuera, sino con lo que sucede adentro nuestro. Puede haber situaciones que siempre consideramos
agradables o funcionales a nuestra forma de ser y que en algún momento dejaron de serlo. No porque haya
cambiado nada en el afuera, sino porque cambiamos nosotros y ahora sentimos que ese aspecto nuestro, esa
relación, esa conducta, esa forma de relacionarnos ya no nos gusta y queremos cambiarla. En ese momento
podemos declarar un quiebre.

Asimismoes posible que no tengamos tan claro lo que queremos cambiar. Por ejemplo, que sintamos que la
profesión que ejercimos hasta este momento ya no nos satisface, pero que no tengamos idea a qué nos
queremos dedicar. En este caso también podemos declarar un quiebre y pedir una sesión de coaching con el
objetivo de aclarar cuál es el camino que queremos emprender.
 El quiebre como declaración

Hemos mencionado la declaración de quiebre y queremos detenernos en el análisis del alcance de este
concepto. Cuando mencionamos hechos y situaciones que acontecen en el mundo exterior, o sensaciones y
emociones que transcurren en el mundo interior, nos puede parecer que son ellos los que constituyen el
quiebre, y en realidad no es así. Estos elementos, internos o externos, sólo se constituyen en quiebre cuando
alguien los declara como tales. Es la acción lingüística de la declaración la que los saca del transcurrir
transparente y los sitúa en el lugar donde pueden ser observados como quiebres.

De hecho, hay conductas que realizamos durante años y en algún momento las declaramos como quiebre.
Puede suceder que hasta ese momento la conducta no nos haya resultado disfuncional y que por alguna
circunstancia haya comenzado a serlo, o que la disfuncionalidad haya iniciado hace tiempo, pero que por
distintos motivos no la hayamos declarado como quiebre. Muchas veces esto se debe a que la declaración de
quiebre implica una decisión de salir de nuestra “zona de confort” y de hacernos cargo de la situación
disfuncional, y por lo tanto, determina un compromiso de actuar en forma consistente.
 Toda declaración de quiebre implica dos juicios previos

Antes de la declaración del quiebre siempre existe una ponderación, un análisis sobre la situación y sobre
nosotros mismos frente a ella. Por un lado, supone el juicio de que consideramos que la situación no nos es
funcional, no nos gusta o intercede en forma negativa en nuestros proyectos u objetivos y, por otro lado,
supone el juicio de que desde nuestra actual forma de ser, desde nuestros comportamientos habituales, no
nos estamos pudiendo hacer cargo de manera efectiva de la situación planteada.
 El quiebre como manifestación del observador

Es justamente por esto que, en la escucha del coach, el quiebre habla más del tipo de observador que está
siendo el coachee, que de la situación en sí. Y esto es así porque no son los hechos sino las interpretaciones
que el coachee hace de ellos lo que lo lleva a declararlos como quiebre. Es por esto que la misma situación
que a uno lo aflige a otro lo alegra; la misma circunstancia que alguien ve como problema y lo angustia,
puede ser que otra persona también lo vea como problema, pero que no le preocupe porque piense que puede
hacerse cargo fácilmente.
Es decir, que el quiebre surge de la manera de hacer sentido de lo que sucede en nuestro acontecer. Son
nuestras interpretaciones acerca de los hechos, las personas y de nosotros mismos, las que nos hacen
observar la situación como un quiebre. Y es por esto que en la declaración del quiebre subyace la
estructura interpretativa del observador que lo declara. Esto es fundamental para el trabajo del coach, ya
que partimos de la base de que la forma de observar o de asignar sentido a la situación como quiebre, es
parte del quiebre.
 La diferencia entre problema y quiebre

Por lo expresado hasta el momento podemos fundamentar por qué, en nuestro marco conceptual, nos parece
conveniente utilizar el concepto de “quiebre” y no el de “problema”, pese a que en ocasiones podrían ser
sinónimos.

Al considerar el lenguaje como una construcción social, partimos de la base de que las palabras van
adquiriendo su significado en el uso cotidiano de una comunidad lingüística. En tal sentido, advertimos que
la palabra “problema” tiene una doble connotación que la diferencia significativamente del concepto
“quiebre”. En primer lugar, el concepto de problema siempre da cuenta de algo que la persona valora en
forma negativa; nadie habla de problema cuando está relatando alguna circunstancia que considera positiva.
Y, por otro lado, cuando hablamos de algún problema estamos dando cuenta de algún suceso que altera o
afecta nuestra vida. Siempre el foco está en el hecho y no en la valoración que hacemos del mismo.
Suponemos que el problema existe por sí mismo, independientemente del observador que somos. Es decir, la
connotación social del concepto problema opaca el hecho de que hay un observador que está declarando esa
situación como problema.

En función de esto podemos señalar algunas diferencias fundamentales entre problema y quiebre. Primero, el
quiebre no siempre implica que algo suceda en el afuera; podemos diseñar la declaración de quiebre como
una forma de ir construyendo la vida que queremos vivir. Segundo, la declaración del quiebre nos permite
advertir que no es lo que sucedió, sino la forma en que le damos sentido a lo sucedido lo que nos hace
declararlo de ese modo. Tercero, el quiebre no necesariamente tiene una connotación negativa. Cuarto, el
concepto de problema trae aparejado consigo el paradigma de “resolución del problemas” y nos conduce en
forma automática a pensar en acciones que puedan resolver la situación problemática, sin considerar que la
situación no es problemática en sí, sino que hay alguien que la está declarando como tal.

Por el contrario, el concepto de quiebre trae implícita la idea de que hay un observador que está declarando
esta situación como quiebre y, por lo tanto, también presupone separar los hechos de su interpretación, es
decir, entender que los hechos pertenecen al dominio de la experiencia mientras que la interpretación
incumbe al observador que la realiza.

Desde esta lógica, la primera pregunta ya no es ¿cómo resuelvo el problema?, sino ¿de qué manera le estoy
dando sentido a esta situación, de modo tal que la estoy observando como problema? La diferencia entre
estas preguntas no es menor, ya que cualquiera de ellas nos conduce por caminos diferentes. Tan es así que,
cuando desde el Coaching Ontológico nos dirigimos por el segundo camino y analizamos cuáles son las
interpretaciones que hacen que el coachee esté declarando esa situación como quiebre, muchas veces
advertimos que al modificar la interpretación desaparece aquello que era observado como problema, sin
necesidad de realizar ninguna acción posterior al respecto. Es por esto que Rafael Echeverría[2] afirma que:
“Muchos problemas no requieren ser ‘resueltos’, sino más bien ‘disueltos’.”
 Quiebres positivos y negativos

Son los juicios que tenemos sobre lo que acontece y sobre nosotros mismos los que nos hacen observar las
situaciones como positivas o negativas, en función de considerar si nos abren o nos cierran posibilidades. Lo
positivo o lo negativo no son características intrínsecas del acontecimiento, sino un juicio que hace un
observador acerca de cómo afecta su horizonte de posibilidades.
Decíamos que el mismo hecho puede ser ponderado en forma muy diferente de acuerdo con las
circunstancias, los juicios y los valores del observador. Si dos personas son despedidas de su trabajo, puede
ser que uno considere este hecho una tragedia porque no sabe cómo hacerse cargo de su reinserción laboral y
que el otro lo valore como una oportunidad para empezar un nuevo emprendimiento con el dinero de la
indemnización. Pero más allá de que uno juzgue el hecho en forma negativa y el otro en forma positiva,
puede ser que ambos declaren un quiebre y lo trabajen en una sesión de coaching. Es factible que para el
primero el quiebre lo constituya la nueva situación de estar desocupado y en cambio para el segundo el
quiebre esté en el desafío que implica el nuevo emprendimiento.
 El quiebre como herramienta de desarrollo personal y construcción de futuro

Tomar conciencia de que el quiebre no depende de lo que ocurra en el mundo exterior, sino que podemos
diseñar la declaración de nuestros quiebres en función de lo que queremos que nos suceda en la vida, es lo
que hace que la distinción de “quiebre” sea una herramienta poderosa en el contexto de nuestro enfoque
conceptual.

Es en este sentido que el concepto de quiebre se relaciona con la posibilidad de ser creadores de nuestro
devenir como personas, con la idea de desplegar nuestra potencialidad y con el paradigma del diseño y
construcción de nuestro futuro. Fundamentalmente se vincula con la decisión de hacernos responsables de lo
que queremos ser y hacer, de la forma en que queremos vivir nuestra vida y de que ésta tenga un sentido que
valga la pena vivirla.

Estructura interpretativa y estructura de coherencia

Decíamos que toda sesión de coaching comienza con una declaración de quiebre y que el rol del coach es
indagar para entender cuáles son las interpretaciones del coachee que hacen que declare como quiebre la
situación planteada. También mencionábamos que todo quiebre implica el juicio de disconformidad o
desagrado con la situación o circunstancia y a su vez el juicio de no saber cómo hacerse cargo de manera
efectiva con los comportamientos habituales. Es decir, que para que una situación sea declarada como
quiebre, se conjugan e interrelacionan un conjunto de juicios con los cuales se está asignando sentido a la
misma. A este conjunto de diferentes tipos de juicios le llamamos “estructura interpretativa”:
 Juicios sobre la situación y las circunstancias que la rodean
 Juicios sobre la gente involucrada en la situación planteada
 Juicios sobre el sistema en el que se desarrolla la situación
 Juicios acerca de uno mismo
 Juicios acerca de los vínculos con las personas y el sistema
 Juicios acerca del futuro y de lo que puede acontecer
 Juicios sobre hechos del pasado que inciden en la forma de observar el presente

En cada situación específica estos diferentes tipos de juicios se interrelacionan de alguna manera particular
para asignarle significado a lo acontecido y por consiguiente para generar una determinada emocionalidad.
En tal sentido, es importante advertir que ambos elementos (juicios y emoción) interactúan en forma
recurrente: los juicios disparan la emocionalidad y a su vez la emocionalidad condiciona los juicios que
podamos hacer en ese estado emocional.

También podemos decir que no todos los juicios tienen la misma importancia o gravitación en una estructura
interpretativa. Las creencias profundamente arraigadas y los “juicios maestros” cumplen una función
estructurante del resto de los juicios y, por lo tanto, condicionan fuertemente la forma de ser de la persona y
establecen una coherencia y una impronta en la manera de observar y de actuar.

Las creencias son juicios arraigados a los cuales le adjudicamos categoría de verdad y difícilmente los
sometemos a análisis. Muchas veces estas creencias proceden de la tradición familiar o de la cultura social y,
por lo tanto, están “naturalizadas”, pertenecen al “sentido común” de la comunidad de pertenencia. Nos
proveen la sensación de que “así son las cosas”. Por ejemplo, una creencia podría ser: “sólo se puede
progresar trabajando”, o la contraria: “nadie hace una fortuna trabajando”. Estas creencias, que muchas
veces no somos conscientes de que las tenemos y mucho menos de cómo las adquirimos, trascienden la
significación de un hecho puntual y condicionan nuestro posicionamiento en la vida.

Los juicios maestros cumplen una función importante en la manera en que estructuramos nuestras
interpretaciones. Por ejemplo, puede ser que ante un nuevo emprendimiento el coachee declare el quiebre de
que se siente inseguro y que no sabe si va a estar a la altura de las circunstancias, y esto le genera ansiedad y
angustia, y le dificulta su accionar. Muchas veces, luego de analizar toda la situación, el coachee llega a la
conclusión de que sus juicios son infundados y, sin embargo, la emocionalidad persiste. En estos casos es
necesario acompañar al coachee a bucear más profundo dentro de sí mismo y a descubrir qué es lo que está
generando estas interpretaciones y emociones. Es ahí donde generalmente nos encontramos con los juicios
maestros. Puede ser que en este caso el juicio maestro esté relacionado con la baja autoestima o la poca
confianza en sí mismo. Es decir, son juicios que trascienden la situación particular y dan cuenta del tipo de
observador que está siendo el coachee.

Sacar a luz y cambiar estas creencias y juicios maestros implica un trabajo más complejo y un proceso más
largo y profundo. A estos procesos los denominamos de Aprendizaje Transformacional y es justamente en
estos casos donde cobra relevancia el concepto de “estructura de coherencia”.Rafael
Echeverría[3] sostiene que: “La práctica del coaching ontológico se dirige a detectar (en rigor, a
interpretar) la particular estructura de coherencia del coachado y a intervenir en ella con el objetivo de
modificarla”.

Denominamos estructura de coherencia a la relación de interdependencia que se establece entre los dominios
del observador y es por esto que en los procesos de cambio más profundos no basta con modificar la
interpretación para que la persona esté en condiciones de llevar a la práctica las nuevas acciones, sino que es
necesario que se produzca una transformación en la estructura de coherencia, es decir, que podamos producir
un desplazamiento en el mismo sentido tanto en la emoción como en la corporalidad, para así poder articular
una nueva coherencia en el observador. Este es un proceso que muchas veces lleva tiempo y donde el
objetivo es la “in-corporación” del aprendizaje realizado. Tomamos el concepto de incorporación como
“meter en el cuerpo”, para que el cambio en el dominio del pensamiento encuentre sustento en la emoción y
en el cuerpo, de modo de hacer viable y sustentable el proceso de transformación.

El vínculo en el Coaching Ontológico

El tipo de vínculo que establece el coach con su coachee es un elemento distintivo de la práctica del
Coaching Ontológico y un componente central del proceso, a punto tal que sostenemos que el vínculo no es
sólo un “medio” para que pueda transcurrir el proceso, sino que es parte central de la intervención que
realiza el coach.

El vínculo y el tipo de relación que establece y construye el coach con su coachee, es parte de la explicación
del poder transformador del Coaching Ontológico. Su capacidad de acompañar al coachee a alcanzar
resultados más allá de los límites habituales, no sólo reside en las distinciones conceptuales, en las técnicas
de intervención y en la comprensión de los procesos de cambio, sino también y fundamentalmente en el tipo
de relación que se establece.
Se trata de un tipo particular de relación, en donde la maestría del coach consiste en la capacidad de construir
un espacio ético emocional, un contexto de libertad, respeto, confianza y compromiso mutuo, donde sea
factible que se produzca el proceso de aprendizaje y cambio. En tal sentido, Rafael Echeverría[4] nos señala
que: “No hay nada más importante en la práctica del coaching ontológico que propiciamos, que el carácter
del espacio ético-emocional desde el cual la interacción de coaching requiere realizarse”.

Si bien es parte del rol del coach y va a su entera responsabilidad establecer este tipo de vínculo, en realidad
éste surge como una co-construcción basada en la potencia de la relación intersubjetiva. Coach y coachee
trabajan juntos para establecer una alianza que sea efectiva para el logro de los objetivos acordados. El
diseño y la construcción de esta relación de trabajo comienzan en el primer encuentro, donde se consensua el
acuerdo del proceso y se establece el encuadre de la relación.

En este poderoso vínculo, el coach manifiesta un profundo respeto por las preferencias, los valores y las
decisiones del coachee. De esta manera coloca a éste en un lugar de responsabilidad sobre el proceso y
autonomía en sus decisiones. En este camino, que se transita en forma conjunta, se establece una relación
horizontal, de igual a igual, donde el coachee le confiere autoridad al coach, pero no le otorga una
asimetría de poder.

Ambos están en el mismo nivel, son co-autores, socios involucrados en el proceso, aunque con distintos
roles y responsabilidades. El coachee asume un rol activo en la interacción del coaching desde un espacio de
total libertad: propone los temas, establece objetivos, trabaja para alcanzar resultados y pone límites si hay
algún tema en donde no quiere introducirse. Por su parte, el coach trabaja con el material que provee el
coachee: indaga en busca de nuevas interpretaciones, alienta la expresión emocional, lo desafía a ir más allá
de sus propios límites, lo sostiene cuando lo ve vacilar, lo anima cuando avanza hacia sus objetivos y lo
requiere en el cumplimiento de sus compromisos.

Es en esta ida y vuelta donde se va construyendo el vínculo en el que el coachee va a apoyarse para recorrer
su camino. Esta dialéctica circular de la interacción va aportando una gran solidez en la relación y a su vez
posibilita una importante plasticidad en la intervención. Esta relación establece una dinámica paradojal,
donde el coach conduce el proceso de coaching, pero para hacerlo debe dejarse conducir por el proceso del
coachee.

La emocionalidad distintiva del vínculo de coaching es la mutua confianza. Esta confianza se construye en
la medida que transcurre el proceso y está determinada por distintos tipos de juicios que el coachee va
realizando en función de cómo observa la conducta y el desempeño de su coach. Pero hay que tener en
cuenta que en todo vínculo la confianza es un camino de doble mano. Es improbable que el coachee sienta
confianza en su coach, si a su vez no siente que su coach le tiene absoluta confianza. La relación también se
construye cuando el coach le demuestra y le transmite al coachee su incondicional confianza en que posee
los recursos internos y la potencialidad para lograr todo lo que se propone. Confianza en que va a tener el
valor para enfrentar los desafíos y la entereza para superar las dificultades y sobreponerse a los intentos
fallidos.

El coach ontológico parte de la convicción de que toda persona es un sujeto en crecimiento, un ser en un
permanente devenir en el despliegue de su propia potencialidad, y es por esto que tiene una profunda
confianza en que posee todos los recursos que necesita para avanzar en el camino de ser más potente y más
pleno. En este proceso lo acompaña a buscar en lo más profundo de sí mismo, con la convicción de que las
respuestas más valiosas, más relevantes y significativas se encuentran en su interior, en lo más profundo de
su corazón.

La eficacia de esta alianza relacional también está sustentada en una actitud de apertura y aceptación
incondicional por parte del coach. Esta actitud, que se manifiesta principalmente en la forma de escuchar del
coach, posibilita que el coachee se vaya abriendo y que se exprese libremente sin temor a ser juzgado.
En el proceso de construcción de este tipo de vínculo se va desarrollando un cierto afecto, en el que el
coachee percibe que su coach lo aprecia y lo valora. Se trata del mutuo afecto que dos personas sienten
cuando se reconocen en el camino del crecimiento y la transformación personal; cuando identifican al otro
como un igual, como un compañero de ruta comprometido en su proceso de desarrollo, trabajando sobre sí
mismo, enfrentando cada uno sus propias dificultades, superando sus propios límites y con la alegría de
poder ser personas más plenas y felices.

Por último, podemos señalar que el vínculo de coaching encierra en sí mismo una paradoja. El coach trabaja
para consolidar el vínculo sabiendo que en éste reside gran parte del éxito del proceso, pero a su vez
teniendo conciencia de que este éxito va a devenir en el fin del vínculo, ya que uno de los pilares del
coaching ontológico reside en afianzar la autonomía de las personas y, en este sentido, crear un vínculo de
dependencia sería en sí mismo una contradicción y una transgresión ética.

El coaching como proceso orientado a la acción

Una de las características del Coaching Ontológico es que está centrado en la acción humana, con todo lo
que esto implica. Acción que procura resultados efectivos en relación con los objetivos propuestos. Acción
en busca de logros extra-ordinarios, es decir, más allá de los habituales de la persona. Acción para incidir en
la mejora de nuestros sistemas de pertenencia. Acción que se vincula con la posibilidad de producir cambios
en el mundo exterior, pero también acción que está relacionada con el dominio de nuestro ser y con la
posibilidad de incidir en el devenir de nuestra vida y en la construcción de la persona que queremos ser.

La gran mayoría de las sesiones de coaching concluyen con un compromiso del coachee para la realización
de alguna acción concreta. Esta acción es la expresión en el ámbito de la vida cotidiana, de los cambios
producidos en el ámbito de la sesión de coaching. Ella a su vez apunta a lograr los resultados que el coachee
está comprometido a alcanzar, pero que hasta ese momento no está pudiendo. Es también una forma de
poner a prueba la estructura de coherencia del coachee, para comprobar si aquello que se propone realizar y
tiene claro en forma racional, su cuerpo y su emoción lo acompañan para llevarlo a cabo. Y, por último, la
acción es terreno de experimentación, aprendizaje y retroalimentación del proceso de coaching, ya que de lo
que le suceda al coachee cuando implemente la acción comprometida, surgirá un nuevo material de trabajo
para el proceso de coaching.

La emocionalidad en el proceso de coaching

Desarrollaremos dos aspectos vinculados con el rol que debe desempeñar el coach en relación a la
emocionalidad en los procesos de coaching:
 El acompañamiento emocional
 La facilitación del proceso de “sanar” la memoria emocional

Iremos analizando algunas características de estos aspectos.


 El acompañamiento emocional

Decíamos que el rol del coach es acompañar y facilitar la expansión del potencial del coachee en su proceso
de desarrollo y evolución. Este camino de autorrealización implica transitar momentos de cambio donde el
individuo se enfrenta a sus propias dificultades, supera sus trabas y obstáculos internos y se anima a
trasponer su propia “frontera” e incursionar por territorios desconocidos.
Todos sabemos que cambiar nuestra forma de pensar o de actuar no es tarea sencilla. Modificar nuestras
opiniones, nuestros juicios o nuestros prejuicios y abandonar las certezas que nos acompañaron buena parte
de nuestra vida, nos sitúa en un lugar desconocido, en una zona de “riesgo” y como tal, nos produce
emociones tales como temor, inseguridad o ansiedad. Y si esto nos sucede cuando se trata de cambiar
nuestra forma de pensar, dicho fenómeno se agrava cuando pretendemos llevar estos pensamientos a
acciones concretas y transformar nuestros comportamientos habituales.

Es por esto que el factor emocional adquiere absoluta relevancia en todo proceso de coaching y cuanto más
profundo es el nivel de cambio que queremos producir, más implicancia emocional tendremos. Es el coach
quien tiene que trabajar con el coachee para generar el contexto emocional donde el cambio pueda acontecer.
Es aquí donde surge con claridad la importancia de la construcción de un vínculo poderoso que le brinde al
coachee el apoyo para enfrentar la incertidumbre del proceso de transformación.

Generalmente el quiebre implica cerrar la brecha de efectividad que se da entre lo que queremos y lo que
estamos pudiendo, es decir, entre nuestros objetivos y nuestros actuales resultados. Tal brecha produce una
“tensión emocional” entre dos tipos de emocionalidades: el entusiasmo y el temor. De acuerdo a cómo
encaremos y resolvamos esta tensión emocional, podremos avanzar en el proceso de aprendizaje y cambio.

Por un lado están nuestras ganas de lograr los resultados que queremos y necesitamos. Esta aspiración a
obtener nuestros objetivos y conseguir lo que nos proponemos y deseamos es la que nos impulsa a avanzar y
nos proporciona la emocionalidad de entusiasmo y autoconfianza. Pero también, emprender el camino hacia
el logro de un nuevo objetivo muchas veces puede generar temor. Esto puede ser por el desafío que implica
enfrentarnos a lo desconocido y a la incertidumbre del resultado que podamos obtener. También cuando
tomamos conciencia de que para el logro de ese objetivo tenemos que realizar un proceso de cambio en
nosotros mismos. Por lo tanto, esta “tensión emocional” se produce entre la atracción y la energía que
produce el objetivo deseado, y la ansiedad e incomodidad de abandonar lo conocido y familiar, de salir de
nuestra zona de confort, de la comodidad que representan los hábitos, las costumbres y las acciones que
tenemos aprendidas y realizamos en forma automática.

El coach acompaña a transitar la tensión emocional y a superar la ansiedad y la incertidumbre del cambio.
Trabaja con el coachee a los efectos de que pueda generar el estado anímico y la disposición corporal
necesaria para afrontar el nuevo desafío, realizar el proceso de cambio y pasar a la acción. Apuntala la
confianza en sus propias capacidades y reafirma el sentido de seguridad en sí mismo para realizar las
acciones que conduzcan a los resultados requeridos.
 La facilitación del proceso de “sanar” la memoria emocional

En diversas oportunidades a lo largo de nuestra vida pasamos por situaciones difíciles o traumáticas que nos
generan una emocionalidad de tal intensidad que dejan una profunda marca en nuestra memoria emocional.
En muchas de estas circunstancias no sabemos cómo afrontarlas ni cómo hacernos cargo de nuestras
emociones, ya que conectarnos con ellas en ese momento nos produce un dolor, un miedo o una vergüenza
que se nos torna insoportable. Para estos momentos tan complejos y traumáticos de nuestra vida, la psiquis
humana ha desarrollado un mecanismo de autoprotección que genera un encapsulamiento de esas emociones
y las remite al inconsciente… a la espera de que estemos en condiciones de lidiar con ellas.

Este mecanismo, sumamente útil para sobrellevar circunstancias complejas o dolorosas, tiene una
contrapartida que puede resultar perjudicial a largo plazo para nuestra salud física, psíquica y emocional. Y
esto es así porque generalmente pensamos que superados estos momentos, nuestras emociones quedan en el
pasado y dejan de tener vigencia.

De hecho esto no es lo que sucede, ya que estas emociones “encapsuladas” perviven dentro nuestro y
mantienen la misma vigencia e intensidad que en el momento en que se generaron. Nuestra biografía va
generando nuestra biología. Nuestra historia habita en nuestro cuerpo y es constitutiva del ser en el que
devenimos. Aunque pensemos que el pasado ya no existe, estamos profundamente marcados por él y somos
su resultado. De esta manera, nuestra memoria emocional incide en forma inconsciente en nuestra forma de
emocionar y actuar, y con el tiempo puede manifestarse como disfuncionalidades psicológicas o
enfermedades físicas.

En algunas oportunidades el proceso de coaching está relacionado con ir sanando esta memoria emocional,
de manera tal que nos permita liberar nuestra energía y nuestro potencial. Muchas veces pensamos que los
hechos dolorosos o traumáticos de nuestra historia personal ya no tienen importancia. Decimos frases como:
“eso ya pasó” o “yo ya lo olvidé´” y, sin embargo, cuando conectamos nuestro pensamiento con esos
acontecimientos, podemos percibir con claridad que ellos siguen teniendo vigencia dentro nuestro y nos
remiten a la misma sensación emocional que cuando los vivimos.

Muchas veces los estados emocionales disfuncionales de tristeza, resentimiento, bronca, culpa o angustia,
están relacionados con situaciones que no hemos elaborado y que tratamos de olvidar o ignorar, que
intentamos “dejar atrás”, pero lo cierto es que siguen teniendo presencia y la seguirán teniendo hasta que
elaboremos y superemos esas situaciones.

Estas emociones “encapsuladas” no sólo emergen a través del recuerdo, sino que se manifiestan en nuestros
comportamientos del presente. Es así como esa escena de la infancia que nos produjo tanto dolor, también
nos llevó a generar el mecanismo automático por el cual sentimos miedo ante cualquier situación novedosa o
nos paralizamos ante lo desconocido. O esa situación con esa pareja a la que consideramos que nos traicionó
y que nos generó tanto bronca, también nos condujo a establecer una armadura emocional con el fin de
preservarnos de nuevas heridas. Y si bien puede ser que nos haya preservado, también nos convirtió en una
persona desconfiada, con temor a abrirse y conectarse emocionalmente con otras personas. Es así como las
emociones del pasado emergen como comportamientos del presente que condicionan el futuro que estamos
construyendo.

Los procesos de Aprendizaje Transformacional que se transitan en el Coaching Ontológico muchas veces
suponen disolver las corazas y las armaduras que fuimos creando a lo largo de nuestra vida y que, si bien
fueron funcionales durante algún período ya que nos permitieron sentirnos “protegidos” dentro de ellas, en
algún momento comenzamos a sentir que nos pesan, nos asfixian y no nos permiten desplegar nuestro
potencial. Es este proceso de autoconocimiento y sanación emocional el que nos va a posibilitar accionar
desde un lugar de mayor conciencia y de esta manera establecer vínculos sanos y funcionales, mejorar
nuestra calidad de vida y desplegar nuestra capacidad de acción hacia el logro de nuestros objetivos.

La corporalidad en la intervención del coaching

Así como nuestra historia de vida va configurando el tipo de observador que somos y cómo le asignamos
sentido a nuestro acontecer en el mundo, también es la encargada de imprimir su huella a nivel de la
corporalidad. Nuestro cuerpo es el resultado de nuestro devenir y del ser que estamos siendo. Nuestras
estructuras cognitiva, emocional y psicológica tienen su correlato en nuestra corporalidad y la misma
expresa de una forma vívida los patrones de comportamiento aprendidos en el pasado. Es por esto que
muchas veces nuestro cuerpo manifiesta rigideces, contracturas o corazas que establecen los límites de
nuestros comportamientos.

Pensamos y sentimos con todo el cuerpo: nuestra mente y nuestra emoción no tienen vida escindida de
nuestra corporalidad. Somos como nos movemos y nos movemos como somos. El vínculo de
interdependencia que se establece entre los dominios de nuestra estructura de coherencia, hace que
indefectiblemente nuestras emociones tengan un necesario correlato corporal. Es por esto que la observación
y correcta interpretación de las expresiones corporales del coachee se constituyen en una imprescindible
competencia que el coach debe adquirir y desarrollar[5]. Pero también es factible que la corporalidad no sea
únicamente el territorio de la observación, sino el de la intervención.

En sesiones de coaching, muchas veces el dominio de lo corporal es la vía de intervención para explorar y
rearticular la observación que genera el quiebre del coachee. Trabajando desde el cuerpo podemos acceder a
lo que subyace. El cuerpo nos indica el camino más directo al darse cuenta y a la toma de conciencia. Nos
ayuda a develar lo estructurado en su interior. Lo que un individuo piensa y siente indefectiblemente se
manifiesta en la expresión de su cuerpo.

Al trabajar desde lo corporal emerge información que nos permite descubrir aspectos ocultos que antes no
percibíamos. Las intervenciones corporales muchas veces son la puerta de acceso para que la persona pueda
ampliar o modificar su manera de observación, posibilitando la apertura de nuevos mundos interpretativos a
partir de estas experiencias.

En las situaciones en que el proceso conversacional puede resultar exiguo para el logro del cambio de
observador, una dinámica corporal puede funcionar como un acelerador del proceso de aprendizaje. Utilizar
técnicas donde el coachee “ponga el cuerpo”, puede ser un camino apropiado a los efectos de que pueda
vivenciar y darse cuenta de aspectos a los que no arribaba por el recorrido cognitivo. Si es cierto que las
interpretaciones disparan la emocionalidad y ésta incide automáticamente en la corporalidad, también es
cierto que este circuito se verifica en sentido inverso y que cuando movemos la corporalidad se modifica la
emocionalidad y a través de ésta podemos acceder a nuestras interpretaciones.

Es importante tener en cuenta que cuando hablamos de la corporalidad en la práctica del coaching, no sólo
hacemos referencia al cuerpo del coachee sino también al del coach, ya que el cuerpo del coach es su
instrumento de trabajo en la práctica del coaching. El coach toma en cuenta las sensaciones corporales que
va registrando en su interacción con el coachee. En el intercambio emocional energético que se va dando en
el proceso de coaching, el coach va teniendo un registro interno de lo que va sintiendo en ese proceso, va
reconociendo cómo resuena en él la narrativa y la emocionalidad del coachee, y esto se constituye en una
guía ineludible en la etapa de la intervención.

La necesidad de que el coach se despoje de sus juicios personales

Cuando abordamos las características del vínculo que se establece en el Coaching Ontológico, planteamos
que el coach manifiesta un profundo respeto por las creencias, las preferencias y los valores del coachee, y
que esta actitud de aceptación incondicional posibilita la apertura del coachee y que éste se exprese
libremente sin el temor a ser juzgado.

Generar este espacio de confianza y de apertura implica que la intervención del coach no debe estar
mediatizada por ningún tipo de juicio moral acerca de las conductas y las decisiones del coachee. En este
sentido el coach, en su práctica profesional, debe despojarse de su propio ego, de sus creencias personales,
de sus preconceptos y preferencias en pos de validar la libertad y la autodeterminación del coachee y
respetarlo en su legitimidad de ser otro diferente a él.

El Coaching Ontológico se sustenta en la aceptación de la diversidad y en el profundo respeto a la


legitimidad del otro, más allá de cualquier tipo de diferencias. La noción de “observador” nos conduce a
validar interpretaciones, formas de pensar y actuar diferentes a la nuestra.

Es desde esta concepción y desde estos valores que sostenemos que el coach debe dejar de lado no sólo sus
juicios valorativos y morales, sino también sus ideas acerca de lo que considera que es lo mejor para su
coachee, aceptando que éste tome sus decisiones y asuma su propia determinación y responsabilidad sobre
sus actos y conductas.
En función de esto decimos que el coach debe estar alerta y darse cuenta rápidamente cuando percibe que
algún aspecto del coachee activa su juicio crítico y dispara su emocionalidad. Si está atento a esa señal de
alerta interna que le está indicando que se está apartando de su rol de coach, podrá desactivar su juicio y
retornar a su rol. Cuando esto no puede hacerlo y no le resulta factible obviar su juicio en relación con su
coachee, el coach tiene dos caminos posibles: una posibilidad es declarar este hecho como quiebre y solicitar
la supervisión del caso con un coach de mayor experiencia. Estas instancias de supervisión generalmente son
muy enriquecedoras para el coach, tanto en lo personal como en lo profesional. Otra posibilidad es derivar al
coachee a otro colega de su confianza.

En función de evitar confusión en relación con el planteo realizado, nos parece importante hacer la distinción
entre “juicios morales” y “valores éticos”, ya que una cosa es no juzgar las preferencias o las decisiones del
coachee y otra muy distinta es cuando consideramos que algún planteo o conducta suya vulnera nuestros
valores o principios éticos. En estas circunstancias debemos plantear y problematizar el tema en el contexto
de la sesión de coaching y en caso de que el coachee persista en su posición nuestra opción es finalizar el
vínculo de coaching.

No hay coaching estandarizado

Uno de los aspectos que caracterizan la práctica del Coaching Ontológico es que todas las sesiones son
diferentes, ninguna es igual a otra y, por lo tanto, no es un proceso que pueda estandarizarse. El coach debe
poder aceptar la incertidumbre que esto implica y ser consciente de que en cada sesión se abre al misterio del
alma humana. Que por más que tenga una vasta experiencia y haya transitado cientos de horas de práctica
como coach, cuando una persona se sienta frente a él y le plantea su problemática, en realidad lo que está
haciendo es permitirle entrar en el misterio insondable de su ser, y es por eso que el coach sabe que esa
sesión va a ser única e irrepetible. Y aun cuando un coach trabaje durante meses con la misma persona,
puede experimentar que en cada sesión se van hilvanando distintos aspectos y se va construyendo un proceso
que tiene vida propia, que es impredecible de la manera en que se manifiesta y que no se puede planificar de
antemano como en otras disciplinas.

Este carácter particular de cada sesión y la imposibilidad de estandarizar la práctica del coaching, hace que
ella no se desarrolle a partir de un camino preestablecido y que la planificación previa sea una herramienta
inexistente. Esta característica hace que se deba encarnar la disciplina más como un arte que como una
técnica y que se deba evaluar por el resultado y no por el cumplimiento de pasos predeterminados. Lo
cual no quiere decir que los pasos de la estructura de una sesión de Coaching Ontológico no sean un soporte
importante para la práctica profesional, sino que ellos constituyen una herramienta y no un objetivo en sí
mismo, y que el foco del coach debe ser facilitar el avance del coachee en el logro de los objetivos
propuestos y no la formalidad del proceso de coaching. El coach debe guiar al coachee de la particular
manera que el mismo lo requiera, confiando en el proceso que están co-construyendo y sin adelantarse al
mismo ni inferir con anterioridad los caminos a recorrer para arribar al destino propuesto.

Los instrumentos de navegación que guían al coach en estas travesías por aguas desconocidas son: un marco
conceptual sólido y profundo, un conjunto de competencias profesionales y una estructura que establece una
serie de pasos a realizar. También podría añadirse que estas herramientas teóricas y prácticas que definen el
hacer profesional de un coach ontológico, cada uno las desarrolla de una manera particular sobre la base de
su historia personal y su experiencia profesional. También influye su capacidad de apertura al coachee, su
intuición, su capacidad de guiar a través de la indagación y de otras técnicas de intervención. Julio
Olalla[6] plantea que: “Cuando hacemos coaching, no lo hacemos desde nuestra gran sabiduría, lo hacemos
desde nuestras heridas”. Son estos desgarramientos personales por los que hemos transitado a lo largo de
nuestra vida, los que nos posibilitan acompañar con humildad y comprensión los procesos de otras personas.
La formación profesional de un coach ontológico debe garantizar la adquisición de las distinciones
conceptuales y de las competencias profesionales, como así también debe suministrarle un conocimiento de
los pasos del proceso de intervención, pero una vez que todos estos elementos hayan sido incorporados a
través de un entrenamiento adecuado, el coach debe ser consciente de que en su práctica profesional, en su
cara a cara con su coachee, todas estas herramientas y procedimientos quedan en un trasfondo, y que lo que
guía el accionar y la intervención del coach es la particularidad de esa sesión, con ese coachee, en ese
momento concreto. Esto es difícil de lograr en la etapa de formación o en el inicio de la práctica de un coach
novato, pero constituye el objetivo a alcanzar por un coach ontológico profesional.

LA FUERZA DE LA TRANSFORMACIÓN

Por Alicia Pizarro


Socia Fundadora de NewfieldConsulting y
Directora de la Escuela de Coaching Ontológico
de Rafael Echeverría

“Cuando confío, doy lo mejor de mi” ¿Cómo conseguir ese hábitat donde personas y equipos se expanden en las
mejores versiones de sí mismos? Desde la Ontología del Lenguaje, discurso filosófico y empresarial desarrollado por
Rafael Echeverría, sostenemos que la confianza es la fórmula emocional base de ese tipo de espacio de trabajo.

Utilizando el Modelo OSAR, estructura reflexiva que nos caracteriza, partimos preguntándonos por los resultados,
tanto los que esperamos, como los que hemos logrado. Luego hacemos conscientes las acciones que nos conducen a
ellos. Hasta aquí vamos bien, sin embargo, nos damos cuenta que es insuficiente, y al querer ir más allá, nos
encontramos de frente con dos determinantes ocultos del comportamiento humano: observador y sistema.

Ocultos porque no los vemos espontáneamente. Percibir los resultados nos es más fácil, sobre todo cuando duelen.
Encontrar las acciones tras los resultados puede ser sencillo, tenemos un cerebro apto para escudriñar el pasado. Sin
embargo nos es difícil detectar el tipo de observador que hemos sido, que “vamos siendo”. Dicho distinto: el
observador que somos es la forma como hicimos sentido de la situación, sentido desde el que operamos hasta lograr
esos resultados. Y aún más complejo es comprender las fuerzas sistémicas que influyeron en lo que hoy vemos, en el
presente, como un resultado.

Coloquemos la confianza como un resultado deseable. ¿Qué acciones la construyen? ¿Qué acciones la destruyen?
Conscientes de que la respuesta es compleja, hemos aislado un conjunto de competencias conversacionales de carácter
genérico que nos permiten llegar a ella.

Decimos que las organizaciones en general y las empresas en particular, son una red de conversaciones, en
conversación con un entorno, cada vez más complejo y desafiante. Predecimos, que la efectividad de esa
empresa/organización depende de la calidad de sus redes conversacionales. Dime como conversas y te diré cuáles son
tus posibilidades y limitaciones. Las competencias conversacionales de los miembros de un equipo, y de forma central
las de su líder, determinan la “salud conversacional” de ese sistema humano.

Algunas de esas competencias conversacionales operan en el nivel de la acción. Sin embargo, su ámbito de influencia
más poderoso está en los dos determinantes ocultos de nuestro comportamiento: el observador y el sistema.
Por ejemplo, a partir del aprendizaje de una forma de escuchar cualitativamente diferente, modificamos la forma
como los “observadores” que conforman un equipo se conciben entre sí. Al invertir cierto tiempo en comprender en
profundidad lo que le pasa a un “otro” con el que tengo un desencuentro, logro mover mis posiciones iniciales, abro
las opciones, nuevas oportunidades surgen, construimos la confianza. A la inversa, dedicar un cierto tiempo en mostrar
al otro mis inquietudes, le permiten acercarse a lo que me importa, comprender decisiones que eran inexplicables antes
de esa escucha profunda, construimos confianza.

Por ejemplo, una decisión unilateral, tomada a la otra orilla del río, en apariencia amenazante e incomprensible, tras
una conversación de posibilidades, se conceptualiza de manera diferente. Aparecen alternativas, antes invisibles.
Surgen buenas ideas, se genera conectividad, construimos confianza.

Las metáforas nos revelan y nos ocultan. Bien lo saben los poetas. Al decir que la confianza es una taza de porcelana
que una vez rota nada la puede reparar, estamos condenando relaciones, equipos, personas, oportunidades de negocio.
No es simple, sin embargo preferimos ver la confianza como una masa de arcilla, en la que las manos dedicadas de
todos los involucrados pueden trabajar, función de hacerla fuerte, elástica, consistente con los desafíos a los que se
enfrenta el equipo.

Sentada en un avión al lado del gerente general de una empresa con la que iniciábamos un proceso de Coaching
Ontológico, escuché con sorpresa que me decía “estoy muy contento de que ustedes vayan a trabajar con la gente de
mi equipo, así por fin tendré tiempo para hacer mi trabajo” Era fuerte la separación que hacía entre su trabajo y la
atención a los problemas de su equipo. Fue fuerte el cambio dado por este líder durante el proceso, al darse cuenta que
parte central de su labor gerencial era habilitar las condiciones necesarias para que el equipo lograra sus mejores tasas
de desempeño. Parte de su aprendizaje fue incorporar competencias conversacionales constructoras de confianza.
Elevar el nivel de cumplimiento colectivo de compromisos, instalar momentos de intercambio de juicios críticos,
disminuir rutinas defensivas del callar, enriquecer las instancias conversacionales para abrir territorio a la innovación,
fueron algunos de sus logros.

Hoy en día, donde nos preguntamos por las relaciones que sostenemos con el planeta, donde parece derrumbarse todas
las confianzas, es más importante que nunca recuperar la fuerza de la transformación a través del aprendizaje.
Podemos aprender a desarrollar confianza, como personas y como equipo. Podemos aprender a preservar la confianza
conquistada. Es clave si queremos empresas productivas, organizaciones eficientes, y personas que crecen juntas
alrededor de una misión común.

LA GRATITUD, LA TRSITEZA, LA TERNURA Y LA


AUDACIA.

Julio Olalla Mayor, Master Coach.


Newfield Network
Escuela Internacional de Coaching Ontológico
Pte. Honorario de la FICOP
2017

A continuación, presentamos algunos escritos de Julio Olalla en relación a 4 emociones presentes en la vida
de los seres humanos: la gratitud, la tristeza, la ternura y la audacia. En sus reflexiones acerca del mundo
emocional en los últimos años, Julio ha estudiado y descifrado el propósito y el rol de muchas emociones
en la vida de las personas, facilitando la comprensión de este fascinante mundo a los coaches formados en
la Escuela Internacional de Coaching Ontologico de Newfield Network.

La Gratitud

En 1967 mi padre y yo viajamos a España juntos por primera vez. Aunque ya había estado allí algunas veces
por mi cuenta, mi padre regresaba a su país después de treinta años de exilio. Rentamos un pequeño Seat
600, la versión española del Fiat 600 italiano, y recorrimos el país parando en cualquier lugar donde mi
padre sintiera la necesidad de hacerlo. Fue un gran encuentro con la tierra de su niñez y parecíamos toparnos
en cada rincón con un recuerdo suyo. Mientras manejábamos, me contó una y otra vez las muchas historias
del tiempo que pasó ahí, especialmente sus experiencias de la guerra que eventualmente lo condujeron a
dejar España para siempre.

Cuando niño, me sumergí en los relatos de su época como soldado de la resistencia en la Guerra Civil
Española, luchando contra Franco y su dictadura. Con el tiempo sus historias se convirtieron en parte de mí,
como si de alguna forma también las hubiera vivido en carne propia.

Hay una historia que siempre me emocionó de manera especial. Sucedió en la costa norte de España, cerca
de la ciudad de Llanes, donde mi padre estaba a cargo de distribuir las provisiones para las tropas
republicanas que luchaban en el frente. En ese tiempo, el ejército franquista había sitiado esa región,
bloqueando todas las provisiones y comida tanto para el personal militar como para los civiles. La situación
era tan desesperada, había tal hambruna, que la gente comía cualquier cosa, incluso ratas.

Una tarde, mi padre llegó a la oficina de distribución en que servía y se encontró a una vecina esperándolo.
“Por favor”, le rogó la mujer. “Mi padre está muriendo de hambre. ¿Puede darme algo, lo que sea, para darle
de comer?”.

Mi padre conocía demasiado bien la angustia que esta mujer sentía. Aunque él estaba a cargo de la
distribución de comida para las tropas, paradójicamente el único alimento que tenía para él mismo era un
pequeño trozo de pan duro que había guardado cuidadosamente en un cajón de su escritorio. Para él, era más
precioso que el oro.

Ahora, enfrentado al dolor de esta mujer, se encontró en un horrendo dilema. Por un lado estaba su propia
hambre, tan fuerte que se preguntaba cuánto tiempo más podía sobrevivir, y por otro lado, la compasión por
esta mujer llamaba a su corazón con la misma fuerza que el hambre aquejaba su estómago. ¿Podría dejarlos
morir de hambre? Finalmente ganó su compasión. Le dio a esa mujer su último pedazo de pan.

Esto había sucedido en 1937. Ahora, treinta años después, manejábamos desde Santander hasta Llanes, lugar
en donde transcurrió esta historia. Inicialmente mi padre se sorprendió al encontrar en pie la pequeña casa en
donde había servido como oficial del ejército republicano. Nos detuvimos en frente de ella mientras mi padre
me relataba con gran emoción cuánto había significado para él ese lugar.

Para mí, la experiencia parecía irreal. Estaba parado frente a un lugar real de las historias de mi padre. Hasta
ese momento esa casa solo había existido como parte de un paisaje imaginario de mi niñez. ¡Qué extraño se
sentía ver cómo cobraba vida esa historia que había llegado a conocer tan bien!

Justo en ese momento, la puerta de una casa vecina se abrió lentamente con un crujido. Una mujer de edad
similar a la de mi padre salió a la calle y se nos acercó con interés, casi con familiaridad. Entonces se detuvo
de pronto, como dudando de sí misma un instante. Finalmente, se decidió a continuar hacia nosotros.
“¿Gregorio? Tu eres Gregorio, ¿verdad?”, le preguntó a mi padre. “¿Te acuerdas de mí?” Por un momento el
rostro de mi padre permaneció en blanco. La mujer continuó: “No lo puedo creer, ¿recuerdas cuando me
diste aquel pedazo de pan durante la guerra?”.

Los dos mantuvieron una mirada larga y significativa, sus dos mentes perdidas en una memoria compartida.
Entonces, la pausa que yacía sostenida en el aire se derritió en un largo y tierno abrazo. Entre lágrimas y
murmullos los dos se fundieron en un momento en que las palabras simplemente no eran suficientes para lo
que querían y necesitaban decirse.

Este fue mi primer encuentro con la verdadera gratitud. En el momento de su abrazo, vi a dos almas
transformarse en una. ¿Por qué? Porque mi padre le había dado algo precioso a esta mujer sin esperar nada
de ella a cambio. Su generosidad pudo incluso haber salvado su vida, o la vida de su padre. Y la gratitud de
la mujer hacia él surgía con una fuerza y una dulzura que me estremeció.

Mi padre temblaba mientras recibía la gratitud y el amor gigantesco que le daba aquella mujer. La decisión
que tomó tantos años antes le había costado un gran sacrificio personal. Cuando entregó ese pan, no tenía
idea de cuándo o si volvería a comer. Pero aún ante la posibilidad de morir de hambre, había elegido la
compasión. Su acto lleno de coraje le había dado una oportunidad de experimentar la mejor faceta de sí
mismo. Por el resto de su vida estaría agradecido por esa experiencia, tan agradecido que la historia nunca lo
abandonaría. El reencuentro de esa mujer con mi padre me mostró una gran verdad: lo único que tenemos es
lo que damos, como dijo Nelson Mandela alguna vez.

La palabra gratitud viene del latín gratis. La experimentamos cuando aprendemos a recibir de la vida, de la
Tierra, de otros; cuando escuchamos la música de las olas o el canto de los pájaros, cuando sentimos la
calidez de la mano de un niño, cuando el agua nos calma la sed, cuando miramos la belleza de la danza de
una abeja frente a una flor.

El agradecimiento es ligeramente distinto a la gratitud. Cuando coordinamos una acción —un pedido, un
favor, una transacción—, la expresión de agradecimiento le da un cierre a nuestro intercambio. Yo digo
“gracias” y en esencia manifiesto que estoy satisfecho con la transacción, que se han cumplido las
condiciones de satisfacción y declaro que las promesas que me hicieron están cumplidas. El agradecimiento
juega un papel crucial en las relaciones humanas. Lubrica los mecanismos de nuestras transacciones,
permitiéndonos terminar con gracia un intercambio.

La gratitud, por su parte, no involucra ninguna forma de transacción o cumplimiento de obligaciones


mutuas. El aire que respiro, la belleza de nuestra conversación, el encantamiento frente a la belleza de la
montaña. En la gratitud apreciamos profundamente el valor de algo a lo que no tiene sentido ponerle un
precio. En la gratitud, el cierre nunca llega. Es, más bien, un estado de permanente comenzar.

En mi trabajo, estoy regularmente en contacto con el mundo del aprendizaje emocional. He presenciado
tristeza, alegría, audacia, coraje, resentimiento, esperanza, desencanto, agobio —un caleidoscopio de estados
emocionales— en miles de personas de distintos países y culturas. Con los años, he recibido innumerables
cartas de esos estudiantes, y en casi todos estos mensajes me han expresado que uno de sus más preciosos
aprendizajes ha sido experimentar gratitud.

Por todo ello, hoy no dudo de que la gratitud es una de las emociones más transformadoras que podemos
experimentar como seres humanos.

***

Algunos años después de la poderosa experiencia en España con mi padre, me encontré en Puerto Williams,
en el canal del Beagle, en el extremo sur de Sudamérica. Mientras estaba allí, supe que el último
sobreviviente de los indios Ona vivía en el área. Por supuesto tenía que conocerlo; él era historia viviente.
La gente lo llamaba el abuelo Felipe. Todos parecían conocerlo así que no tuve problema en encontrarlo.
Tenía más de 70 años, su piel estaba arrugada y agrietada por los rigores del clima, y sus palabras y
movimientos eran lentos. Le expliqué que estaba muy honrado de conocerlo y le pregunté si estaría
dispuesto a compartir conmigo un tiempo para hablar acerca de su vida y de su pueblo.

Juntos comenzamos a caminar por la costa. Al comienzo el Abuelo Felipe me respondía solo en
monosílabos, estudiándome atentamente con su mirada. Después de un rato nos sentamos juntos en un viejo
muelle a descansar. Nuestra vacilante conversación, llena de silencios, se seguía arrastrando con cierta
dificultad.

Pero entonces, no muy lejos de nosotros, notamos un grupo de personas lanzando basura al mar. Ante esto,
el tono de Felipe cambió completamente. Con una mezcla de desesperación e indignación, comenzó:
“¡Ustedes! Julio —tu nombre es Julio, ¿verdad?—, ustedes no respetan nada. No tienen idea de lo que
significa la gratitud. ¡Mira a esa gente, lanzando basura al mar!”, exclamó, mientras gesticulaba hacia los
hombres de la basura. “El océano les ha dado tantos regalos, tan generosamente, y mira cómo le responden”.

En ese momento, su expresión cambió. Una dignidad antigua llenó su rostro. “Nosotros los Onas siempre
convivimos con el océano”, explicó, como enseñándole a su pupilo la lección más importante. “El océano es
nuestra vida. El océano es nuestro padre, nuestra madre. Cada día le dábamos gracias al océano por sus
regalos. Yo aún lo hago; nunca podría vivir de otra manera”.

Algo en la forma en que dijo esto me inspiró un inmediato respeto. Al mismo tiempo, me sentí
desconcertado. Después de todo, ¿cómo podría un ser humano darle gracias al océano? Nunca había
considerado siquiera algo como eso. Si iba a estar agradecido sería por el pescador que me trajo comida del
océano, pero ¿gratitud por el océano mismo? El océano no es un ser, no tiene consciencia ni sentimientos, no
le puede importar si alguien siente gratitud o no hacia él. Es solo agua con condiciones para que exista vida.

A pesar de mi respeto por el abuelo Felipe, lo juzgué como mi tradición lo había hecho por mucho tiempo,
como un hombre primitivo, animista, de buenas intenciones pero finalmente inculto, sin capacidad de ejercer
la razón.

El no poder entender esa mirada del abuelo Felipe era una expresión del híper-racionalismo de nuestra era,
en el que obviamente crecí. El universo en que vivimos no tiene un propósito intrínseco, ni sentimientos, ni
consciencia. Está hecho de materia que simplemente sigue las leyes de la física que determinan su curso. En
esencia, el mundo lo entendemos como una proyección de nuestras máquinas.

En esa visión del mundo, estamos rodeados de una inmensa soledad. En un universo completamente
indiferente a nosotros, tenemos que luchar para conseguir del mundo cada cosa que obtenemos, compitiendo
en contra de todo y de todos los que nos rodean. Como dijo Jaques Monod refiriéndose a la ciencia: “El
hombre debe despertar de su sueño milenario; y hacer esto es darse cuenta de su soledad fundamental, su
total aislamiento. Debe darse cuenta finalmente de que, como un gitano, vive en el límite de un mundo
ajeno. Un mundo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, su sufrimiento y sus crímenes”.

En presencia de esta sombría cosmología, tenemos que preguntarnos, ¿por qué gratitud? La vida parece más
una carga que una bendición, un lastre que no pedimos pero que debemos llevar. Y sin embargo esta visión
del mundo impregna nuestra cultura, nuestra civilización, nuestra actitud general hacia la vida. Nos
entendemos a nosotros mismos como el “hombre económico” de Adam Smith, situados en la jerarquía
darwiniana de las especies, con necesidades ilimitadas compitiendo por recursos limitados. Podemos
entender el agradecimiento, basado en el intercambio, pero la verdadera gratitud no tiene lugar.

Expresar gratitud por el aire que respiramos, por el agua que sacia nuestra sed o por los regalos del océano,
las montañas y los ríos no es más que un trillado animismo, seres humanos proyectando cualidades
puramente humanas en objetos inanimados que no tienen alma en sí mismos.
Sí, esta es la explicación que me di a mí mismo cuando caminaba con el Ona. No era educado, ni capaz de
entender como yo entendía que el mundo es una serie de objetos materiales. Esta explicación me permitía
poner alguna distancia entre mi ser racional y mi intuición que me decía, en algún lugar muy en el fondo de
mí mismo, que Felipe estaba en lo correcto. No estaba preparado aún para admitirme esto a mí mismo y
renunciar a mi papel de hombre educado. Con paternalismo, consideraba inferiores a seres “primitivos”
como Felipe e impulsaba a mi ego a falsas alturas.

Irónicamente, la tribu Ona de Felipe mantuvo su ecosistema impecable mientras que nosotros, en nuestra
impecable racionalidad, nos hemos enredado en una crisis ecológica que abarca a todos los continentes.

***

Hace algunos años, estaba enseñando en Chile cuando el hijo de un narcotraficante famoso y rico, por
entonces ya fallecido, me fue a visitar a mi oficina. Este hombre había vivido escondiéndose, cambiando su
identidad a causa del extremo odio que muchos sintieron por su padre y que ahora dirigían contra él. Se
había convertido en un profesional, vivía una vida honesta y sentía profundo dolor por los innumerables
crímenes cometidos por su padre. Aun así cada día temía por su propia vida. Su novia había tomado un curso
conmigo que la había impactado profundamente. Mientras estuvo en nuestro programa nunca supe de la
relación entre ellos.

“Mi novia ha experimentado una hermosa transformación desde que hizo este trabajo contigo”, me dijo el
hombre. “Quiero entender qué le ha pasado y cómo ello puede contribuir a sanar tantas heridas que causó mi
padre, no solo en mí sino en tantos otros.”

Él ansiaba que cuando lo vieran, lo distanciaran de las acciones de su padre. Desde estas ansias, relató una
historia de su niñez. En algún punto, cuando él era muy joven, se encontró en una oscura cueva en las
montañas. Su padre estaba huyendo de la ley. Para escaparse, lo había tomado a él y a su madre y se había
adentrado en las montañas. Arrastraba consigo varias pesadas maletas llenas de billetes, millones de dólares,
a través de un rocoso campo.

“Nos escondió en una cueva,” explicó mi amigo. “Teníamos estas maletas enormes llenas de dinero, pero no
teníamos comida ni agua. Estuvimos días enteros en esa situación. Estábamos rodeados de millones en
efectivo pero nos moríamos de hambre. Por poco nos morimos ahí dentro”.

Los dos intercambiamos una sonrisa amarga sabiendo la lección que dejaba esta historia. Sintió que la
pobreza de su vida era innombrable. Pero ser capaz de hablar de ella en un espacio de compasión significó
mucho tanto para él como para mí.

Comparto esta historia aquí porque creo que es también la historia de nuestro mundo moderno. En los
últimos 70 años, la producción de bienes ha alcanzado el mayor nivel de su historia. La humanidad se
compró la idea de que tener más es la fórmula de una buena vida. Sin embargo, la vida nos dice
porfiadamente que estamos encerrados en un profundo sinsentido. La depresión psicológica es hoy 11 veces
más alta en el mundo que antes de la II Guerra Mundial. Las estadísticas muestran que hoy tenemos las tasas
más altas de suicidio juvenil en la historia, especialmente entre jóvenes de países desarrollados, donde este
“sueño” de crecimiento constante está tan arraigado.

Hemos llenado la cueva oscura de nuestro mundo materialista con dispositivos, oro y artefactos. Nuevos
inventos emergen a diario. Y, sin embargo, parece que nada nos satisface y tenemos que seguir corriendo
con la ilusión, podemos llamarla insatisfacción, de que cualquier cosa que tenemos es inferior a lo que
podríamos tener. Es una intrínseca escasez. Luchamos y nos angustiamos, pero nunca llegamos a ese lugar
prometido. ¡Es inalcanzable!

La avaricia, ese afán de acumular, es la reacción inmediata frente a esta “obvia” escasez.
Aún puedo recordar una conversación que tuve con un viejo hombre quechua de los andes peruanos.
“¡Ustedes andan corriendo y corriendo, siempre corriendo!”, me dijo. “Persiguen una vida mejor, pero en
este correr, destruyen todo”. Entonces se me acercó como para decirme un secreto. “A nosotros no nos
importa una mejor vida, nos importa una buena vida”. Por algún tiempo no entendí sus palabras. Después
comprendí que detrás de ese permanente mejor, lo que tenemos es siempre menos de lo que podríamos tener,
y por lo tanto la gratitud no tiene lugar.

Una buena vida. ¿Somos capaces de entender si quiera lo que eso es? En nuestro afán, hemos sacrificado el
bienestar emocional de tanta gente… Hoy, países como Costa Rica y Panamá, con niveles de ingreso mucho
más bajos que el de Estados Unidos, reportan niveles de satisfacción mucho mayores que el de la población
de este país. De hecho, Estados Unidos se encuentra muy abajo en esa lista, en el puesto 28 o 29 en términos
de los lugares más felices para vivir del mundo. Incluso ha emergido la depresión infantil, un fenómeno sin
precedentes.

Cuando pienso en la historia del abuelo Felipe y de cómo llegué a pensar “¡qué poco sabe este hombre!”,
comprendo que no era realmente paternalismo lo que sentía hacia él. Ahora me doy cuenta de que era la
arrogancia de nuestros tiempos, la arrogancia del saber de la Modernidad.

***

La gratitud le devuelve el encanto al universo y la voz a cada ser en la Tierra, expulsa el egoísmo que
pudiera generarse cuando decimos ‘yo lo merezco’, nos permite dialogar con el misterio, abre las puertas al
asombro y rescata la poesía de lo cotidiano. La gratitud nos permite habitar la satisfacción al mismo tiempo
que nos llena de un dulce aprecio por lo que somos y por lo que tenemos. En estos tiempos hemos
abandonado esta satisfacción y vivimos arrinconados en la insuficiencia, en la búsqueda de un más que
nunca llega.

Aprender la gratitud y mirar el mundo a través de ella es un acto que genera transformación en nuestro
entorno. Vivirla nos lleva al servicio, a la entrega y a la generosidad. Es una emoción esencial para lograr
una vida sencilla, inspiradora y solidaria.

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La Ternura

¿Recuerdas esos momentos dulces en brazos de tu madre en que te sentías reconfortado cuando sus manos
acariciaban tu pelo y lentamente te llenaba la cara de besos? ¿Recuerdas que seguro te sentías? Allí no había
fuerza que pudiera amenazarte, estabas acogido y protegido por la Tierra misma, su calor, su textura, sus
susurros eran invocaciones inexplicables, misteriosas y profundamente bellas.

Fue allí donde la ternura realizó su tarea, su inconmensurable tarea de hacer que cada célula, que cada
rincón de tu cuerpo, aprendiese a sentirse seguro, a sentir que este mundo es tu hogar. Fue allí donde le
enseñó a tu piel a descubrir los placeres del viento, los besos de la lluvia y el embrujo de las distintas caras
del sol.

La ternura nos predispone a las caricias, a la expresión de nuestro amor y también a proteger dulcemente al
que amamos. Cuando danzamos en ella, canalizamos poderes primordiales que nos enseñan a ser parte de un
todo misterioso. Ella nos permite experimentar la fuerza vital de nuestra pertenencia a la vida, y la bullente
energía de ser amados, de ser simplemente partes de algo mayor y de estar constituidos en ello.
Un niño privado de ternura es un niño privado del hogar universal, privado de la seguridad vital. Ese niño, si
no la aprende más tarde en la vida, corre el riesgo de vivir en el desapego y en la ausencia de un lugar
compartido. Sin conocerla, su cuerpo no reconocerá el abrazo que funde, su piel no identificará el calor de la
acogida y sus besos naufragarán en aguas ceremoniales. La soledad lo rondará incluso en presencia de otros
y le dirá que no merece ser amado.

La ternura no está limitada a nuestras relaciones con otros humanos. Ella se alimenta en nuestras relaciones
con lo no-humano también. Es más, allí se agranda, allí descubrimos lo que nos importa y en su embrujo
sentimos el asomo de nuestro don. ¿O no has sentido la ternura de la brisa y las caricias del zumbido de una
abeja? ¿O la ternura de la arena en tus pies o la luz de la luna jugando en el pelo de tus hijos?

La ternura es también impulso prodigios que nos posibilita ciertas conversaciones de gran importancia. Es
precisamente en el espacio de seguridad que ella crea en donde podemos tener las conversaciones más
íntimas, más trascendentes, más sanadoras. Cuando recibimos ternura sabemos que somos amados, cuando
la entregamos sabemos que podemos amar. Allí podemos mencionar lo que de otro modo sería innombrable,
pedir la ayuda que necesitamos desesperadamente, abrir el alma al amigo, escucharlo en paz.

A menudo no sabemos distinguir la ternura del erotismo. Ambas emociones manifiestan amor, pero son
claramente diferentes.

Una cultura que le teme al erotismo y que no lo sabe distinguir de la ternura, corre el riesgo de terminar
reprimiendo a ambas y pagando por ello un tremendo costo colectivo.

Si bien la ternura nos predispone a la caricia, a manifestar nuestro cariño, ella está desprovista del impulso
sexual. El erotismo, en cambio es aquella emoción maravillosa que contiene ese impulso, además de
hacernos sensibles a la belleza. Su rol es claramente distinto al de la ternura.

Es precisamente esa diferencia lo que hace tan brutal el delito de abuso sexual de los niños. El delincuente
actúa una falsa ternura para aprovecharse de la seguridad que crea y actuar entonces en su propio beneficio.

La ternura es un regalo que nos han hecho los dioses. Es un soplo vital, una manifestación de nuestra mutua
permanencia. Es una ofrenda, un don, una luz maravillosa en medio del misterio de la vida. Es una fuerza
central, una manifestación universal, un mensaje eterno. Mira a tu alrededor, re-descubre la dulzura de la piel
de las manos de tu hijo, la magia de los árboles, del mar, de la montaña y déjalos que te acaricien; recuerda
que esa ternura viene más allá de todos los tiempos.

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La Tristeza

La tristeza es una de las más importantes, bellas y fructíferas emociones que experimentamos los seres
humanos. Es la mensajera de lo que hemos perdido, de lo que nos importa, de lo que nos da sentido. Es la
invitación a la reflexión frente al misterio de la vida y la muerte, es el llamado a valorar lo que tuvimos, a
inclinarnos frente a los que nos dieron tanto y ya no están.

La tristeza es compañera indispensable, junto a otras emociones, de los procesos de aprendizaje profundos,
de los ascensos de nuestros niveles de conciencia. ¿Cómo podríamos darnos cuenta, sin experimentarla, de
lo que no apreciamos en otros tiempos cuando no teníamos ojos para ello?

Ella viene cuando experimentamos la pérdida de algo que nos importa o cuando agrandamos el mundo de lo
que nos importa. También viene como un susurro espiritual, haciéndonos saber de pérdidas que los seres
humanos hemos experimentado como especie, viejas heridas sque pertenecen a tiempos anteriores a nuestra
existencia personal, y que debemos sanar colectivamente.

Desafortunadamente, hemos dejado de escucharla, de poner atención a su mensaje, de permitirle que haga su
trabajo. Esto se debe al temor de que se transforme en un estado de ánimo, es decir, de que se haga
permanente, que estemos tristes no cuando enfrentamos determinadas circunstancias, sino que
"independientemente" de las circunstancias, recurrentemente. Generalmente caemos en estados de ese tipo
cuando se apoderan de nosotros ciertos juicios de la vida o de nosotros mismos. Eso ya es todo un tema de
coaching.

Como lo he dicho muchas veces, la tristeza tiene mala prensa. Por ello, cuando nos visita recurrimos a la
entretención, a la distracción, a cualquier otro quehacer menos al que ella nos invita. El resultado está a la
vista, tenemos una epidemia de depresión, el resultado precisamente de negarnos a escuchar la emoción que
nos orienta hacia el sentido de la vida.

La tristeza busca el silencio, nos aleja del mundo por un rato para mirarlo con cierta distancia, con una nueva
perspectiva, invitándonos a valorar lo que tenemos y lo que hemos perdido.

La tristeza nos llama a los pasos lentos, sugiriéndonos mirarlo todo como si por primera vez. Nos inclina
para que apreciemos la Tierra, y nos llena de lágrimas para limpiar la mirada. Nos invade, nos aprieta la
garganta, nos estremece misteriosamente. Nos hace visitar el sinsentido, la desesperanza, la pequeñez de
nuestra existencia, sólo para que podamos apreciar más tarde nuestra grandeza, el propósito de la vida y el
calor de la esperanza. Y nos lleva al llanto, y con él humildemente tocamos nuestra impotencia, sólo para
agradecer más tarde que nos ha llenado de una voluntad fresca, misteriosa, espiritual.

Cuando tengo el privilegio de trabajar con mis estudiantes, uno de los primeros pasos que damos consiste en
legitimar la tristeza, en aceptarla como un regalo. Sólo entonces ella tiene lugar para realizar su trabajo y una
vez que lo ha hecho, graciosamente se retira dejando el terreno para que la alegría haga el suyo.

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Audacia

Existe un grupo de emociones que tienen un “sabor” parecido: indican el carácter de nuestra relación con el
miedo cuando nos toca actuar. Piensa por ejemplo en el coraje, la valentía, la audacia, el arrojo, la timidez, la
cobardía, la temeridad y la prudencia.

Todas ellas evocan significados levemente distintos, sensaciones distintas, y un sentido de valor diferente en
nosotros. Simplemente al leer los nombres de esas emociones puedes haber sentido su sabor, y tal vez
puedes recordar momentos de tu vida donde las experimentaste. Puede ser también que reflexiones acerca de
tu tendencia a vivir en algunas de estas emociones mucho más frecuentemente que en otras. Exploremos
algunas de estas diferencias a través de nuevas distinciones.

Es fácil pensar en algunas de estas emociones como valores: coraje, audacia, y prudencia, por ejemplo; y en
otras como vicios: cobardía o timidez. ¿Qué las hace tan diferentes en nuestros juicios? ¿Por qué le
atribuimos tan alto valor al coraje y la audacia? ¿Por qué es tan vil la cobardía?

Claramente, nuestra capacidad de actuar es una parte esencial de nuestra capacidad de vivir. Nuestra
dificultad para tomar acciones es fuente central de nuestro sufrimiento. Sin capacidad de acción es difícil
encontrar satisfacción y autosuficiencia. Perdemos el entusiasmo y la auto-crítica se perpetúa, alimentándose
a sí misma.
Si consideramos también que servimos a otros a través de nuestra capacidad de actuar, cualquier fuerza
emocional que restrinja esa posibilidad afecta nuestras relaciones con otros de múltiples maneras. Lo que es
más importante, nos priva de la posibilidad de manifestar el amor de manera real, concreta y terrenal. El
amor privado de la oportunidad de servir se convierte en frustración.

Entonces, consideremos qué es lo que nos detiene a la hora de tomar acciones. Puedo pensar por lo menos en
dos grandes obstáculos: el miedo y la falta de confianza en uno mismo.

Es importante observar que puede ser que vivamos en el temor. El temor puede ser tu estado de ánimo
habitual. Imagínate en un estado permanente de temor. Esta es una de las maneras en que el temor se
manifiesta y nos detiene a la hora de tomar acciones. En algunos casos nuestro temor es más específico, por
ejemplo el temor de ser evaluado negativamente por otros, o el temor a fracasar, o el temor a un resultado
particular de la acción que estamos considerando.

Es crítico distinguir lo anterior. Si no vivimos poseídos por el temor, y el temor es algo que se gatilla
cuando consideramos un resultado posible de la acción que planeamos tomar, entonces debemos
considerarlo y escucharlo. Así podemos optar por continuar en nuestro camino hacia la acción en presencia
de un temor que hemos considerado, o podemos decidir no actuar.

La falta de confianza en uno mismo significa estar poseído por el juicio de ser fundamentalmente
incompetente, y por lo tanto estar controlado por el temor al fracaso. Cuando carecemos de confianza en
nosotros mismos el fracaso no es uno de los posibles resultados de tomar acciones, es algo seguro.

Es una condición de quién yo soy. Una vez mi acción no ha producido el resultado que yo buscaba, lo
considero un fracaso. En vez de considerar el intentarlo de nuevo, lo viviré como una razón más para no
tomar acciones en el futuro. Entonces mi cuerpo tiembla y tengo una sensación de vacío en el estomago.
Estas sensaciones corporales me son familiares, dolorosamente familiares. Son casi insoportables.

El temor es una emoción importante, y no tenerla puede destruir nuestra capacidad de sobrevivir. Por lo
tanto, la tarea no es hacer desaparecer el temor, sino poder actuar en su presencia si así optamos. Esa virtud
se llama coraje. El coraje se asocia con valores éticos; habla de nuestro compromiso a actuar si consideramos
que está en juego algo importante. Esto lo hace diferente del ser temerario, que es actuar sin considerar
nuestros valores o los valores de otros.

La audacia, aunque comparte con el coraje la virtud de optar por actuar en la presencia del temor, tiene un
ingrediente adicional: iniciativa. Podemos ser corajudos y no tener iniciativa. No podemos ser audaces sin
iniciativa.

La audacia no espera. Nos movemos hacia el peligro, el riesgo, la dificultad. La audacia es tomar acción
valiente para que algo ocurra. Es cuando algo nos importa tanto que tomamos acciones en presencia de
posibilidades claras de fracaso, arriesgando la vergüenza o el rechazo. Contiene la voluntad de doblegar
reglas de etiqueta o modales. La audacia detesta a la pequeñez. La audacia te requiere que estés enamorado
de las posibilidades que ella misma te puede desplegar.

Pero la audacia no sólo significa actuar en la presencia del temor, también significa escuchar el temor como
una guía, como una voz de sabiduría. Sin ese escuchar, estamos ante la temeridad, el descuido.

Por todas esas razones, la audacia es la emoción del emprendimiento. Es inimaginable sin la capacidad de
soñar. La esencia de la audacia es la capacidad de enfrentarse al riesgo. ¿Podemos ser audaces si no tenemos
sueños? ¿Podemos ser audaces si no nos invade la pasión? ¿Para qué vale la pena asumir riesgos si no te
impulsa un deseo ardiente, una pasión devoradora de algún tipo?
En nuestros tiempos somos testigo de aspectos culturales que destruyen el surgimiento de la audacia. Uno de
éstos es la búsqueda desesperada de seguridad, y la otra es vivir como si la vida te debiera todo lo que
quieres. Una, obviamente, es el temor a cualquier tipo de riesgo; la otra es la incapacidad de tomar la
iniciativa. Es presumir que ya deberías tener algo, y si no lo tienes otro es responsable de que te falte. En
esos casos no eres audaz, tan solo eres agresivo. Seguramente la vitalidad te abandonó, y una red de
relaciones utilitarias ha reemplazado el poder del amor y la magia. Pronto reinará el aburrimiento y los
recuerdos no te empoderarán. Una vida sin audacia es un camino seguro al arrepentimiento.

Entonces, ¿existe el aprendizaje emocional? Sin duda alguna. ¿Se puede aprender la audacia? ¡Sí! No sé si
podemos afirmar que se puede aprender en todos los casos, pero estoy seguro, porque he sido testigo de ello,
que está disponible en la mayoría de los casos.

¿Cómo aprendemos la audacia?

El primer paso es un proceso reflexivo de develar nuestros temores, de ser conscientes de ellos.

Segundo, empezamos a distinguir declaraciones (opiniones y juicios) de afirmaciones (hechos medibles y


que se pueden probar), y empezamos a reconocer que nuestras declaraciones no son hechos o verdades. (Por
ejemplo, es una afirmación que Juan mide un metro noventa, y es una declaración que él es buen mozo.)
Recuerda, la mayoría de las personas viven declaraciones como si fueran afirmaciones, es decir, como si
fueran aspectos permanentes de su personalidad, atributos tan arraigados como el color de su pelo.

Tercero, trabajamos a nivel del cuerpo. Probablemente el cuerpo estará cerrado al movimiento de avanzar,
no tendrá la disposición de resolución. Esto se puede desarrollar con ejercicios frecuentes durante un periodo
de tiempo que varía de individuo a individuo. Un aspecto importante de esta práctica son los ejercicios de
respiración.

Todo esto requiere de consistencia, y la mejor manera de desarrollar dicha consistencia es con el apoyo del
un coach en sesiones periódicas. Al identificar las áreas de tu vida donde deseas ser más audaz, y siguiendo
los pasos que se describen, empezarás a desarrollar la audacia que buscas.

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