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31 de mayo

LA VISITACIÓN DE NTRA. SRA.

A SANTA ISABEL

"He aquí la esclava del Señor..." Imaginad a María. En el pequeño


cuarto de su casa nazarena, donde aún queda el aire removido por las alas
del ángel. Fuera, en la calle, seguirían los ruidos mínimos y familiares. El
zurear de las palomas en el alero, el grito de los pájaros, el chorro de una
fuente, el sol sobre la hierba —misterioso ruido de alegría vital que sólo
escuchan los ángeles—... La estancia, ya vacía. Pero el corazón de la
Doncella lleno de cosas que empiezan. Ella, en la penumbra, bajo la sombra
del Espíritu Santo que la cubre como unas alas. Ella, aún con los ojos
cerrados, apretados fuertemente para que no se le escape el misterio. Ella,
aún con las manos sobre el regazo, junto a la artesa, la tinaja o la masa que
enleudar.

—Y mira —ha dicho el ángel—, también Isabel, tu pariente, ha


concebido un hijo en edad avanzada, y éste es ya el sexto mes para ella, que
es considerada como estéril. Porque para Dios no hay imposibles.

¡Qué lluvia de prodigios, Señor!, suspirará María desde dentro.


Isabel, anciana, esperando un hijo. Cuando María abra los ojos y vuelva así
la luz a la sala, y entre el sol por la ventana hasta su cuerpo reclinado;
cuando María vuelva de su lejanía, allá donde ha dicho “sí” sencillamente, la
vida estará esperando para reanudarse. María tendrá un primer suspiro, una
primera ternura para Aquello que está en Ella. ¿Imagináis este despertar
especial de esa ternura, cómo llenaría el corazón de la Doncella? Luego, al
volver a la casa, al trabajo, a la pieza de hilo o al abrevar de los corderos,
María pensaría en Isabel.

Por aquellos días —dice el santo cronista Lucas— partió María y se


dirigió aceleradamente a la montaña, a una ciudad de Judá..."

Por aquellos días... ¡Lástima de parquedad del evangelista!


¡Lástima de no poder asomarnos a lo que pasaba en el corazón de la Señora
"por aquellos días"! ¡Lástima de quedarnos a obscuras sin la luz de aquel
tiempo! Por aquellos días la Doncella sentiría un renovarse del espíritu y de
la sangre. Lo hemos visto en nuestro hogar de seglares, de padres de familia.
Pasada la alegría algo inconsciente de las primeras fechas del matrimonio,
llega un día lleno de temblores y de júbilos. Es, ya, la certeza de ese hijo del
amor que viene a santificar el amor. Y empieza para nosotros, hombres
vulgares, una etapa nueva, incomprensible hasta entonces: sabernos padres,
saber en camino al fruto de la ternura santificada, nos va a dar una nueva
dimensión, la de la gravedad, la de la hondura, la de una madurez que sólo
nos trae la plenitud de la vida. Pues si esto es en nosotros, hombres de hoy,
hombres del mundo, ¿qué ocurriría en el corazón de la Señora, de aquella
que fue elegida para ser corredentora, de aquella en cuya casa se
hospedaría el Señor? Esta nueva gracia sobre María, ¡qué hermosa luz daría
a su rostro! Sus ojos serían más suaves y como más ausentes, su paso más
ingrávido, sus manos más palomas, su amor tan ancho y tan alto, que las
dimensiones del universo no podrían contenerlo. No es ya la madurez
comenzada de la eternidad. Es que ese hijo es Dios mismo, es el Mesías
prometido. Casi pienso que el corazón le dolería a la Doncella, incapaz de
contener tanto amor. Y ya entonces tendría que empezar a amarnos a
nosotros, incluso a los hombres que aún no existíamos, porque Ella no podría
guardar dentro toda aquella necesidad de darse.

Sí. Por aquellos días. María tendría pronto preparada su ropa, el


hatillo y el velo que cubriría su rostro del sol de la montaña. Quizá marcharía
con un grupo de peregrinos, de los que iban para la Pascua en Jerusalén.
Una tierna teoría antigua nos quiere pintar a María marchando por los
caminos de Judea con una escolta de ángeles. Como si los ángeles fuesen
cuidando de su paso, quitándole las piedrecillas hirientes, los guijos
puntiagudos, el calor y la sed, los cardos y la arena ardiente. Es una tierna
teoría antigua. ¿Para qué iba a necesitar María del oficio de los ángeles, si
Ella llevaba en su corazón, dentro de sí misma, a Aquel que era ya la alegría
del mundo a través de la alegría de la Señora? ¿Para que más compañía y
más amparo que los del mismo Dios? ¿Y acaso María iba a renunciar a la
sed y al calor, a la fatiga y a las piedras? ¿Acaso podemos comprenderla a
Ella hurtándose de los dolores de este mundo, Ella que va a ser la Señora del
Dolor más intenso? Imaginemos mejor a María caminando hacia la casa de
Isabel, a ratos en soledad —aparente— del camino, a ratos marchando con
Samuel, el carpintero, o Jacob, el herrero, o Felipe, el labrador de Nazaret.

"También Isabel", ha dicho el ángel. ¿También? La Doncella


pensaría, sin duda, todas aquellas palabras, y no dejaría de ver que el
"también" suponía alguna relación entre lo ocurrido en Isabel y lo ocurrido en
Ella misma. Y tal vez por eso María va "aceleradamente". ¡Qué pocas veces
se rompe la sobriedad narrativa de los evangelistas para darnos esta
matización de la circunstancia! Aceleradamente, con prisa, María hace el
camino hasta la casa de su prima. Por un lado, para expresar a Isabel su
alegría de pariente. Pero, sobre todo, para dar cauce a esta alegría inmensa
que la llena. ¿Cómo era posible tener esto guardado en el corazón sin
compartirlo con nadie? Esto es amor: compartir, dar sobre todo, sin pedir
nada o muy poco a cambio. Ama más quien más da. Son así las matemáticas
de Dios, que hacen más rico a aquel que se empobrece dando que al que se
ha enriquecido recibiendo. Habría, sin duda, cierto temor de María a
comunicar, sin más ni más, la razón de su júbilo a Isabel. Pero algo le haría
esperar —aquel "también"— que la comunicación sería fácil. Isabel, en mes
sexto de su buena esperanza, quizá supiese comprender sólo con ver el brillo
sobrenatural de los ojos de María. En tanto, María sigue su camino, dejando
atrás la llanura de Esdrelón, amasando en su espíritu todas aquellas cosas
extraordinarias. Cuatro o cinco días de viaje. Dormir, quizá, mirando a las
estrellas, sobre la paja de una era, al lado de un camino, resguardada de la
brisa fresca por unas rocas, escuchando el gran silencio de la noche que Ella
llenaría con el eco misterioso de sus dos corazones, el propio y el de su Hijo,
que María ya estaría escuchando en sus ansias. Días y noches para acunar
su alegría, para asomarse a sí misma como a un pozo que escondiera toda la
frescura del mundo. Un pozo donde el mundo podrá calmar pronto toda su
sed.

Y, al fin, en casa de Isabel. Quizá alguna vecina la viese llegar por la ladera.
"¿No es aquélla María, tu pariente?" Quizá Isabel sentiría una súbita necesidad de
salir bajo el emparrado y colocar su mano como visera sobre sus ojos y sonreír luego
con el júbilo del reconocimiento.

María "entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel", sigue San


Lucas. Sería un saludo respetuoso, por los años de Isabel y por el afecto, el
viejo saludo tradicional de Palestina: "La paz sea contigo, Isabel". Pero ya,
aquí, en este momento, el prodigio. Isabel siente algo. Algo que no le dicen la
sangre ni la carne, sino Aquel que está en los cielos y para el cual nada es
imposible. Por primera vez el Mesías va a ser reconocido. Isabel siente que
aquel hijo que va en el sexto mes y que, según la profecía del ángel a
Zacarías, está lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, salta en
su vientre, como un niño que brinca de alegría. Y "ella misma —dice San
Lucas— se sintió llena del Espíritu Santo". Isabel ve a María, se mira en sus
ojos anchos y prodigiosos, entra por ellos hasta el misterio que trae
escondido la Doncella. Y exclama en alta voz

"¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu


vientre! ¿De dónde se me concede que la Madre de mi Señor venga a mí?
He aquí que tan pronto como tu voz ha resonado en mis oídos, ha saltado el
niño en mi seno. Bienaventurada tú, que has creído que se cumplirán las
cosas que se te han dicho de parte del Señor!"

Hay un desatarse del júbilo de Isabel. ¿Qué ha visto la anciana en


aquella muchacha para bendecirla "entre todas las mujeres"? ¿Qué luz llevan
los ojos de María? ¿Qué misterioso mensaje ha recibido Isabel, en
inspiración súbita del Espíritu Santo? Esta es, sin duda, la fuente de su
conocimiento. Sólo así pudo Isabel saber que su prima María esperaba un
Hijo, y que ese Hijo no era un niño como los demás. Hay, en este acontecer
de las cosas, una fulgurante dilación poética, que va encajándolas en una
sorprendente armonía. Dios no sólo escribe la historia, no sólo la inventa,
sino que, además —y es lógico que así sea—, lo hace con una delicadísima
belleza, mezclando las encantadoras cosas cotidianas con las cosas
celestes. Y, así, las personas que van cruzando por esa realista pantalla
cinematográfica que es el Evangelio son seres suspendidos entre el cielo y la
tierra, con sus ventanas abiertas siempre al prodigio.

¿Veis cómo Isabel rinde homenaje a María, su jovencísima prima?


Los saltos de Juan el Bautista en el seno de su madre son el primer signo de
una expectación humana ante el Mesías que ya viene, que necesitará que
sus caminos sean allanados para que la Verdad camine fácilmente y
encuentre eco en los corazones endurecidos de los hombres.

Pero ved cómo Dios mismo quiere, además, evitar a la Señora la


explicación de algo inexplicable. ¿Qué palabras podría usar María para
decirle a Isabel que el Mesías estaba ya en su seno? ¿Podía tal prodigio ser
explicado con las pequeñas palabras humanas, las que nos sirven para
pesar, contar y medir, para dar razón apenas de los actos humanos? Dios se
adelanta al rubor de María y hace conocer a Isabel, portentosamente, lo
ocurrido. Como un ángel llegará a José más tarde para detenerle en su
angustiado proyecto de abandonar a la Doncella, para decirle: "No tengas
recelo en recibir a María, tu esposa, en tu casa, porque lo que ha concebido
es obra del Espíritu Santo". Dios mismo va delante de María, abriendo
también ante ella los caminos.

Y viene ahora el más largo párrafo que conocemos de María. Nunca


más recogerá el Evangelio tantas palabras suyas, Casi siempre, María va
junto a Jesús como una sombra silenciosa. Imaginamos que hablaría poco,
porque Ella y Jesús se entenderían fácilmente sin necesidad de largos
parlamentos. ¿Recordáis la súplica tan breve, tan concisa, en las bodas de
Caná? Ella siempre irá así, como un árbol deseando extender el cobijo de
sus brazos para dar a Jesús un poquito de sombra fresca, como una ánfora
en un rincón, como una sonrisa de infinito amor a la que, más de una vez,
habrá de volverse Jesús.

Pero ahora, no. Ahora el santo cronista va a recogernos para


siempre una de las páginas mas hermosas del Evangelio. El cántico del
Magnificat:

"—Mi alma glorifica al Señor —dice María—, y mi espíritu está


transportado de gozo en Dios, mi Salvador.

—Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso,


desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

—Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso y cuyo nombre es


Santo.

—Su misericordia perdura de generación en generación para los


que le temen.

—Muestra su brazo potente, desbarata a los soberbios en los


deseos de su corazón.

—A los poderosos los derriba del trono, a los humildes los ensalza,
a los hambrientos los sacia de bienes, a los ricos los despide sin nada.

—Ha tomado bajo su amparo a Israel, su siervo, acordándose en su


misericordia, según lo prometió a nuestros padres, Abraham y su progenie,
por siempre jamás.

Es una hora nueva en el reloj que mide la existencia humana de la


Señora. Una existencia que va a estar apretada de tantas y tantas horas
densas. Porque María ha conocido la hora de la aceptación en la visita del
ángel a su humilde casa nazarena; y aceptación será ya toda su existencia,
dedicada tan sólo a Jesús: a atenderle de niño, a verle crecer, a verle sonreír
y abstraerse, a verle prosperar en sabiduría y gracia, a seguirle luego
humildemente por los caminos de toda Palestina... María conocerá la hora de
la soledad cuando el Hijo alguna vez esté distante, en país tan hostil que
recibe mal a sus propios profetas; y la soledad, sobre todo; cuando Jesús
ascienda a los cielos finalmente y Ella aún pase años de existencia humana
suspirando por volver junto a su Hijo, esperando con ansias la hora de la
Dormición. María conocerá la hora tremenda del dolor cuando todos menos
Ella abandonen a Cristo, cuando todos le nieguen, cuando el mundo se
vuelva enloquecido, furioso, bárbaro, criminal, contra Aquel que no venía sino
a dar liberación eterna a los hombres pecadores; la terrible hora en que
María llorará con el Hijo, en el huerto, y estará a su lado, junto a los salivazos
y las blasfemias, junto a la negación y el máximo horror de este mundo.
María conocerá la hora de la felicidad cuando, ante sus lágrimas sonrientes,
respetando milagrosamente su virginidad, tenga ante sí el cuerpecillo
desvalido del Niño, aquella noche honda y misteriosa de Belén, aquella
noche en que también habrá dolor —dolor por la ignorancia del mundo—,
pero sobre todo la alegría de que el Mesías esté entre nosotros, y de que ese
Mesías haya dado a la Doncella el honor de alimentarse en su seno.

Pero ahora es un momento distinto. Hora para el júbilo, para la


alegría que desata la lengua y parece rodear a la Señora de una luz que no
es de este mundo. Ahora necesita decir con palabras, con las más hermosas
palabras, que Ella acepta, junto al dolor, junto a la soledad, junto a tantas
cosas, también la gloria de esta Maternidad.

Y véase que lo primero que hace María es dar gracias —"Mi alma
glorifica al Señor..."— en un perfecto modo de decir "gracias", que es
reconociendo, al mismo tiempo, la grandeza del Señor y dándole alabanza.
"Mi espíritu está transportado de gozo". ¿Veis cómo era imposible que el
corazón de María guardase tanta alegría para sí? ¿Veis cómo era necesario
dejar al viento aquel júbilo, para que el viento lo llevase sobre los caminos
secos del mundo? ¿Es tan imposible pensar que, en aquel momento, todos
los hombres que existían sobre la tierra debieron sentir un escalofrío de
alegría incomprensible?

Pero apenas ha dado gracias, al tiempo que da la razón de su


cántico. María dice algo maravilloso: "porque ha puesto sus ojos en la bajeza
de su esclava". ¡Señor, Señor! ¡Si esta criatura puede llamarse a sí misma
"esclava", si puede hablar de su "bajeza", qué locos, qué ciegos, qué sordos
somos los hombres cuando la vanidad se nos sube a la cabeza como un vino
fácil, cuando creemos ser lo que no somos, cuando no sentimos a cada
instante humillado el espíritu por el conocimiento de nuestra limitación
humana!

Apunta Williams con acierto que muchas personas conciben la


humildad como una especie de modestia, que se traduce, en último término,
en un estado de encogimiento ante los hombres. Y otros toman como
humildad un como estar avergonzados ante Dios. Pero la esencia de la
humildad no es eso: es doblegarse en las cosas de la vida a lo que se
reconoce como voluntad del Altísimo. Por eso, dice Williams, la mirada de los
humildes está dirigida siempre en primer término a Dios.

María no es humilde porque se considere más baja que los


restantes hombres. Sino porque, como ser humano, se reconoce tan
pequeña al lado del Creador. Y al aceptar su gloria, al aceptar esta hora del
júbilo, no pierde su perspectiva humana. Se sigue sabiendo mujer, sigue
diciendo que todo el mérito de su actual grandeza está en la voluntad del
Señor. Esta es la perfecta humildad.

Ni se confunda humildad con ignorancia. Que María sabe


exactamente lo que le ocurre está bien claro. "Algo grande ha hecho conmigo
el Poderoso", dice. Y aún añade: "Desde ahora me llamarán
bienaventurada..." María sabe, pues, que ese Hijo que lleva en sí es el
Mesías. El Evangelio no nos cuenta "todo" de la vida de María. Deja largos
espacios de tiempo y muchos sucesos posibles sin narrar. Y es natural que
María, que tenía a Dios en sí misma, tuviese una fácil comunicación con el
Padre, obrase siempre inspirada por Él. Lo mismo que por Él fue preservada
de pecado original, preparada así para su Maternidad desde el principio de
los tiempos.

Tras expresar, tan humildemente, su alegría y su aceptación, junto


al conocimiento perfecto del prodigio que en Ella se ha obrado, las palabras
siguientes de María son para la confianza. Reconoce que la misericordia de
Dios "perdura de generación en generación para los que le temen". ¿Verdad
que María parece hablar, a veces, en nombre de todos nosotros, sus hijos,
especialmente de los justos? ¿Acaso no es lo mismo que dice el salmista y
que dirán los santos, al expresar su confianza en que su amor a Dios, la
verdad de sus vidas, les llevarán a las puertas de la misericordia divina? La
virtud, ciertamente, tendrá siempre el premio de Dios.

Y en María esta esperanza está madurada. No sólo por la pureza de


su propia vida, sin posibilidad de pecado. Por el conocimiento de su virtud.
Sino también porque esa madurez espiritual, que está en María desde su
origen, viene reforzada por la voluntad divina: "Ha puesto sus ojos en mí",
dice la Doncella. ¿Veis los ojos del Padre, tan capaces —seguro— de
sonreír, complaciéndose en la belleza, en la gracia, en la santidad de aquella
muchachita judía? ¡Con qué amor habría preparado Dios el nacimiento de
esta criatura! ¡Con qué infinita delicadeza pensaría su alma y su cuerpo!
Pensad en los orfebres españoles, en Arfe y en tantos otros, tallando durante
años aquellas portentosas custodias. Fundiendo la plata y el oro, y
encargando las más hermosas perlas y los diamantes más limpios. Y
soñando con formas esbeltas, con gracia de campanillas, con brillos
cegadores para hacer las custodias. Pues Ella, María, primera custodia, la
más grande Custodia de nuestro Dios.

Cuando se escribe de María, de la vida de María, de los dolores o


los gozos de María, los hombres nos sabemos pobres e incapaces. Todo en
Ella es distinto. Ella es única. Sólo Ella puede decir sus palabras, y, cuando
los labios humanos las repiten —como en esa piadosa costumbre de recitar
el Magnificat tras la comunión de los fieles—, los labios humanos se
sonrojan. Sólo Ella, la más perfecta criatura que haya existido, puede hacer
ese tremendo balance de la misericordia de Dios que nos presenta el final del
cántico. Sólo Ella, la que no podía temer por su salvación. Sólo Ella podría
decir cómo Dios muestra la fortaleza de su brazo, la potencia de sus
músculos, el ancho abarcar de su mano ante los hombres.

Sólo Ella podía decir cómo Dios derrumba los castillos de los
soberbios y arroja a tierra sus sueños de ambición y de mandato. Sólo Ella
podría decir que Dios derriba del trono a los poderosos, sin que ninguna
gloria humana prospere, porque todo en este mundo es fugaz y las criaturas
humanas nacen muertas, nacen con el sello de la muerte, sin que su vida sea
otra cosa que un acercarse, cada vez más, hacia el fin inevitable de la
humana existencia. Y, por contra, cómo Dios busca a los humildes en sus
rincones de silencio y los ensalza, como en aquella parábola de Cristo,
cuando los que se colocan en los últimos puestos son llamados a sentarse en
la cabecera de la mesa de bodas. Hay un admirable reconocimiento de la
justicia humana en los versos del Magnificat: a los ricos, a los que viven
como ricos, a los que no se empobrecen en el amor de Cristo, Dios los
despide sin nada, sin decirles una palabra tan sólo. Y a los pobres, a los que
viven como pobres y acomodan su existencia a las normas de la evangélica
pobreza, Dios los sacia de bienes.

¿Verdad que sólo Ella podía decir tales cosas? Porque sólo Ella
estaba libre de pecado.

Pero aún dice algo María. Nadie como Ella podría hablar, como Ella
lo hace, en nombre de Israel, del pueblo elegido, de la futura cristiandad.
Dios, viene a decir María, ha sabido cumplir su promesa. He aquí que por mi
camino nos manda al Señor, al Mesías, al esperado, al que soñaron ver los
profetas, mientras se morían de ansias y de años en la espera inútil. Este es
el día, como recordará Cristo, que los profetas hubiesen querido ver. ¡Qué
bien sonarían estas palabras en los oídos del Padre! Mejor que los elogios de
todos los ángeles y bienaventurados.

Cuando sonasen las últimas palabras del Magnificat —yo imagino a


María, de pie, inclinada, cogida la mano de Isabel y los ojos cerrados—,
cuando siguiese un tenso y expectante silencio donde los suspiros fuesen
como vientos..., Dios pondría música a la letra de María, a aquella letra que
evidencia tan hondo conocimiento de los Santos Libros, tanta familiaridad con
la Escritura. María, hoy, junto al Padre, seguirá diciendo su Magnificat. Y en
ese cántico, y en los labios que lo modulan, nosotros, los hombres, tenemos
hoy la esperanza. En María, mediadora del género humano.

JOSÉ MARÍA PÉREZ LOZANO

La prueba de José

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La duda de José

María no sólo cumple la voluntad de Dios, se abandona, descansa,


en ella. También en el episodio que se avecina, una prueba más -y
no pequeña-: la duda de José.

Al volver María de la visita a Isabel su estado se hace ya visible, y


José se da cuenta. "La generación de Jesucristo fue así: Estando
desposada su madre María con José, antes de que conviviesen, se
encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu
Santo. José su esposo, como era justo y no quería exponerla a
La prueba de
infamia, pensó repudiarla en secreto"(Mt).
José
José no duda de la integridad de vida moral de María. Es, más bien,
la sorpresa del que se da cuenta de que algo grande ha ocurrido, y él no sabe qué es.
Ha visto el rápido viaje de María a ver a Isabel, el embarazo de la que era estéril; ha
visto la alegría en el rostro de María, su vida de oración. Pero no lo sabe todo, y algo
no cuadra en el conjunto. Es posible que perciba, no sin luz de Dios, que algo santo ha
ocurrido y se sienta indigno de ser partícipe de aquellos sucesos. Y decide retirarse,
asumiendo un repudio que, a los ojos de tantos, le hace culpable de un abandonar a la
que debía ser su esposa y a su hijo. Acepta la infamia y se angustia en su corazón;
pero no ve otra solución.

Misión de José

"Estando él considerando estas cosas, he aquí que un ángel del Señor se la apareció
en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo
que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados"(Mt).

Y, de este modo sorprendente se le introduce más en los planes de Dios, se le da a


conocer que El Verbo se ha hecho carne, que María va ser Madre del Hijo de Dios, del
Salvador del mundo y de Israel. Isabel da a luz en su ancianidad un hijo que será el
Precursor del Mesías Salvador. Y José va ser ante los hombres, y en su corazón, el
padre de ese Hijo que sólo es Hijo de Dios. Él va a ser el que guarde la honra de María
y de Jesús. Él les va alimentar. Él le va a dar nombre y con él la descendencia legal
que le conecta con el rey David. Él va a cuidar a los dos en los diversos avatares de la
vida, como se verá en la huída a Egipto. Él les va a hacer partícipes de su vida de
trabajo. A cambio, se le va dar una intimidad con Dios a un nivel más alto de la justicia
hasta entonces vivida, y se le va ofrecer una vida de familia insuperable: convivir con la
Esposa del Espíritu Santo, también esposa suya, y con el Hijo de Dios. Más no se
puede pedir en esta vida. Dios no se deja ganar en generosidad. Y José se introduce
en los planes de Dios

La obediencia de José

"Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del
Profeta: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien llamarán
Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros.

Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su
esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio ella a luz un hijo; y le puso por nombre
Jesús"(Mt).

Nacimiento en Belén

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El censo

Los seis meses que siguen a estos sucesos son de


gran gozo, para María y José. Su vida bien puede
llamarse un cielo en la tierra. Cierto que los profetas
dicen que el Mesías debe nacer en Belén, la ciudad de
David; pero ya están acostumbrados a abandonarse
en las manos de Dios, que dirige todo con su paternal
providencia.
Cuando llega la noticia del empadronamiento en la
ciudad de origen que es Belén, está a punto de nacer
Nacimiento en Belén el Niño, y se dirigen a la ciudad de David. Se están
cumpliendo las Escrituras.

"En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase
todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho cuando Quirino era
gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de
la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de
David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba
encinta. Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo
primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar
para ellos en el aposento"(Lc)

El nacimiento

La llegada a Belén antes del nacimiento no debió ser fácil. No había lugar en una casa
cualquiera para la que va a dar a luz. Es normal inquietarse. Ya están acostumbrados a
caminar con libertad en los planes de Dios; pero José busca hasta que encuentra una
gruta reservada a los animales. Entran. La arregla. Y allí, aquella noche bendita, ve la
luz del mundo el que es la Luz de los hombres.

María está gozosa. El nacimiento fue como una luz que atraviesa un cristal. Sin dolor,
sin menoscabo físico, con el máximo gozo. Y abraza a aquel Niño, pequeño como
todos los niños, sin palabras cuando es la Palabra que viene a este mundo. Y lo besa y
lo envuelve en pañales bordados por Ella misma. José se acerca después del
nacimiento, y también lo adora. El mundo está en la noche, nada sabe de lo que acaba
de ocurrir. Ya se enterará. De momento, inerme en sus manos, necesitado de todo,
llora, respira y vive el que trae al mundo la Vida que no pasa, la victoria sobre las
tinieblas y el pecado.

Los testigos

Dios quiere que haya algunos sean testigos de lo sucedido y, en esta onda de
humildad, se manifiesta a unos que difícilmente podrían ser testigos entre los hombres
por ser incultos y pobres: unos pastores.

"Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al


raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De
improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del
Señor los rodeó de luz y se llenaron de un gran temor. El ángel
les dijo: No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría,
que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad
de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os
servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y
reclinado en un pesebre. De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la
milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la
tierra a los hombres de buena voluntad.

Luego que los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos
a otros: Vayamos hasta Belén, y veamos este hecho que acaba de suceder y que el
Señor nos ha manifestado. Y vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al
niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido
anunciadas acerca de este niño. Y todos los que escucharon se maravillaron de cuanto
los pastores les habían dicho. María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su
corazón.

Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y
visto, según les fue dicho"(Lc).

Luz y alegría

Una nueva lógica acaba de entrar en el mundo. La lógica de un amor tan grande que
se anonada. El Hijo se hace Niño inerme para abrir los caminos divinos de la tierra. Los
pastores son sus testigos y responden con fe a la luz que les viene de fuera. Y los ojos,
acostumbrados a la noche y a la vida sin esperanza, se abren a la luz y a la alegría que
viene del cielo y les llega hasta lo más profundo de sus vidas. María contempla, se
alegra y medita en oración lo que está pasando.

Otras visitas

No se queda en los pastores la noticia del nacimiento. Al poco llegarán más


personajes: los Magos de Oriente. "Nacido Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey
Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el
Rey de los Judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido
a adorarle. Al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén. Y, reuniendo a
todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les interrogaba dónde
había de nacer el Mesías. En Belén de Judá, le dijeron, pues así está escrito por medio
del Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la menor entre las
principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo,
Israel"(Lc)

La noticia del Nacimiento de Jesús llega también a los intelectuales, y, a través de


ellos, a toda Jerusalén. Los doctores de la Ley son informados e informan bien a
Herodes, pero no van a Belén, se ve que les importa poco, o no se lo acaban de creer.
Herodes urde violencias en su duro corazón. Hasta ahora todo ha sido un rosario de
respuestas generosas y llenas de fe -María, José, Isabel, los pastores-: Y los ángeles
se gozan en ellos. Pero ya se deja ver que el poder del pecado es fuerte y ha echado
raíces hondas en muchos.

Los regalos de Jesús

"Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó cuidadosamente por


ellos del tiempo en que había aparecido la estrella; y les envió a Belén, diciéndoles: Id
e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también
a adorarle. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha. Y he aquí que la
estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio
donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Y entrando en la
casa, vieron al niño con María, su madre, y postrados le adoraron; luego, abrieron sus
cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños
aviso de no volver a Herodes, regresaron a su país por otro camino"(Mt).

Oro como rey, incienso como sacerdote y mirra, signo de la inmortalidad. Los Magos
saben mucho acerca de quién es Aquel que buscan. Por eso, emprenden un viaje tan
largo y atraviesan caminos complicados. No importa el cansancio, si de verdad ha
nacido el Rey de los judíos, que viene a salvar al mundo de sus pecados. La estrella es
la luz que camina en la noche. Cuando se oculta se acude a los que guardan la palabra
de Dios. Y se llenan de inmensa alegría al reencontrar la estrella, y más aún, ante el
sol que se les presenta en brazos de su Madre, y le adoran, volverán a su país con la
luz en sus almas.

La purificación en el Templo

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José y María acuden al Templo para la purificación


ritual de la Madre. Un anciano movido por el Espíritu
Santo habla y da la clave para entender a Jesús
cuando se manifieste en su vida pública

"Y cumplidos los días de su purificación según la Ley


de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al
Señor, como está mandado en la Ley del Señor. Todo
varón primogénito será consagrado al Señor; y para
presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos
pichones, según lo mandado en la Ley del Señor.

La purificación en el Templo
Un hombre llamado Simeón y la profetisa Ana
Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y
temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba con él.
Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo
del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar con el niño Jesús sus
padres, para cumplir lo que prescribía la Ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo
a Dios diciendo:

Ahora Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra:

porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado ante la faz de todos los
pueblos: luz que ilumine a los gentiles y gloria a tu pueblo Israel. Su padre y su madre
estaban admirados por las cosas que se decían acerca de él.

Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: Mira, éste ha sido puesto para ruina y
resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción -y a tu misma alma le
traspasará una espada-, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos
corazones.

Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de
edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años casada, y había
permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo,
sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando aquel momento alababa a
Dios, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén"(Lc).

Signo de contradicción

Jesús será luz de las gentes, luz para los pueblos de toda la tierra. Será gloria de
Israel. Pero también será signo de contradicción. Bandera discutida. Y María escucha
que una espada le atravesará el corazón. Y los corazones de los hombres quedarán al
descubierto hasta lo más íntimo.

La muerte de los inocentes

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Herodes
La malicia de Herodes se desborda al saberse burlado
por los Magos y ordena una masacre:

"Después que se marcharon, un ángel del Señor se


apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al
niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que
yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para
matarlo. El se levantó, tomó de noche al niño y a su
La muerte de los inocentes
madre, y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte
de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: ´De
Egipto llamé a mi hijo´.

Entonces Herodes, al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en extremo, y
mandó matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años
para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos.
Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías:
Una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande:

Es Raquel que llora a sus hijos,

y no admite consuelo, porque ya no existen"(Lc).

El olvido de sí

José ha puesto toda su vida al servicio de los planes de Dios. Pero ahora se le va a
pedir que proteja con toda su hombría al Salvador indefenso y a su Madre. Y toma las
decisiones con rapidez; obedece al ángel que le habla en sueños. No discute. No se
queja de tener que abandonar Nazaret, ni de tener que vivir como un exiliado, ni de
tener que aprender lenguas nuevas, ni se lamenta de las muchas incomodidades que
lleva consigo la marcha apresurada. ya sabe moverse en sintonía con la Providencia
divina. Se olvida de sí, se entrega, pone todo su ser en ayudar al Niño inerme. Habla
con María, que secunda totalmente sus decisiones y, sin decir nada a nadie, huyen en
la noche como unos perseguidos.

La muerte rondará a Belén. Los niños asesinados entran en el gozo de Dios sin
conocer los sinsabores de la vida; pero sus madres lloran. El pecado de Herodes lleva
a esas lágrimas inocentes.

La vida oculta en Nazaret


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Ida a Nazaret

"Muerto Herodes, un ángel del Señor se apareció en


sueños a José en Egipto, y le dijo: Levántate, toma al niño
y a su madre y vete a la tierra de Israel; pues han muerto
ya los que atentaban contra la vida del niño. Levantándose,
tomó al niño y a su madre y vino a la tierra de Israel. Pero
al oír que Arquelao había sucedido a su padre Herodes en
el trono de Judea, temió ir allá; y avisado en sueños
La vida oculta en Nazaret
marchó a la región de Galilea. Y se fue a vivir a una ciudad
llamada Nazaret, para que cumpliera lo dicho por medio de los Profetas: ´Será llamado
nazareno´"(Mt).

De regreso en Nazaret

En Nazaret transcurrirá lo que llamamos la vida oculta del Señor. Nada saben sus
habitantes de los sucesos ocurridos. Quizá los vecinos preguntaron con curiosidad que
había pasado desde que fueron a Belén a empadronarse. De hecho, ellos regresan a
su pueblo, a su casa de siempre. Se alegran al verlos de nuevo, y ven un matrimonio
con un Niño precioso. Los admiten. José se establece como artesano. Y viven una vida
familia y de trabajo como la de los demás del pueblo, como la mayoría de los hombres.
Cristo santifica el trabajo humano herido por el pecado en el taller de José. Allí,
convierte el trabajo y la vida ordinaria en camino de salvación y de colaboración con
Dios. Allí santifica la vida de familia.

El Niño perdido y hallado en el Templo

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Durante la vida oculta "el niño iba creciendo y
fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios
estaba en Él"(Lc).

Subida a Jerusalén

El Niño perdido y hallado en


María y José subían todos los años por Pascua al
el Templo
Templo de Jerusalén. El Niño iba con ellos
habitualmente. Lo sucedido cuando el Niño tenía doce años tiene gran importancia.
Esta edad era aquella en la que se considera que los niños pasaban a ser
adolescentes, o "hijos de la Ley", debiendo asumir las obligaciones de la misma. Jesús
asume este paso con conciencia de su filiación divina. Y va a dar un paso discreto,
pero importante.

El Niño se pierde

"Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo
doce años, subieron a la fiesta, como era costumbre. Pasados aquellos días, al
regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo advirtiesen sus padres.
Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los
parientes y conocidos, y como no lo encontrasen, retornaron a Jerusalén en busca
suya. Y ocurrió que, al cabo de tres días, lo encontraron en el Templo, sentado en
medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban
admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron, y le dijo su
madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te
buscábamos. Y él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que
yo esté en las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les dijo"(Lc).

Ante los doctores dela Ley

No convenía que María y José estuviesen presentes en lo que iba a realizar el Niño, ya
adulto ante la Ley. Eran cosas del Padre celestial. Se trata de algo ante los doctores de
la Ley, y Jesús, con mayoría de edad religiosa, puede intervenir, y lo hace: habla,
pregunta, escucha. Los doctores de la Ley se admiran de su sabiduría. Le preguntan y
constatan que su saber va más allá de una lección aprendida de memoria. La
admiración crece. Convenía que Jesús dejase claro en aquellos momentos algo de
interés. Desconocemos el contenido de aquellas conversaciones. Pero un motivo
podemos intuir: Dios quiere que el Unigénito hable en su Templo en un momento
importante en la vida de un israelita.

La angustia y la alegría de María y José

María y José sufren. No saben nada del motivo de su ausencia. Lo buscan un día con
su noche, otro día y otra noche, enteros. Están extenuados y angustiados, hasta que
acuden al Templo sin saber qué hacer. Allí le encuentran y se admiran. La Madre
manifiesta su angustia, José calla sin saber qué decir. Jesús les explica con seguridad
manifiesta que debe ocuparse de las cosas de su Padre, y se sorprende de su
búsqueda angustiada. María y José saben mucho, pero no lo saben todo; también ellos
deben hacer su peregrinación en la fe que tiene mucho de luz y algo de oscuridad.

La muerte de José y la fe de María

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Tras este episodio Jesús vuelve a Nazaret con


María y José. "Y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y
les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas
estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en
sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y
de los hombres"(Lc).

La vida de Nazaret

En Nazaret la vida oculta sigue su curso, ocultando


la realidad de aquel hogar lleno de oración, de
santidad y de trabajo. La maduración humana de
La muerte de José y la fe de Jesús va unida a una plenitud interior que tendrá
María un desbordamiento en la vida pública.

No se sabe cuando murió José. Pero el hecho de no mencionarle para nada en el


ministerio público de Jesús, indica que ya había pasado al seno de Abraham. Ha
experimentado la santidad en la vida ordinaria. No vio la vida pública de Jesús, ni sus
milagros, ni el aplauso de muchos; pero tampoco vio la malicia de los hombres que
perseguirán al que todos en Nazaret creían su hijo. Su vida es una vida plena, no
evidente a los ojos de los hombres, pero sí a los ojos de Dios.
La fe de María

María también ha crecido interiormente en estos treinta años. En su infancia


vivió la unión con el Padre de la que es inmune al Pecado de origen como
llena de gracia. Ella será la nueva Eva cuando el ángel le anuncie la voluntad
de Dios y su aceptación libre –un acto de fe soberano- hace posible la
Encarnación del Verbo en sus entrañas virginales. Es parte activa de la Redención que
va a realizar su divino Hijo. En los años siguientes ama a su Jesús, el Hijo de Dios.
Habla con Él, le enseña lo que sabe. Profundiza con luces del cielo en la misión de
Jesús, entregándose libremente como colaboradora de ella. Y Jesús se hace hombre
maduro, preparado para la misión que comenzará en el Jordán. María santísima
también está preparada.

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