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A RG E NT I NA .

P RENDA S T RA DI CIO NA L E S

En el principio era el poncho


Una manta de viajero, con una sencilla abertura para la cabeza, es la prenda más
emblemática de la Sudamérica andina y también de la Argentina cordillerana. Fruto de un
paciente trabajo en los telares, el poncho nació como prenda única de viaje y de abrigo, hecha
con simple lana de oveja o valiosa fibra de vicuña, para protegerse del frío y de la lluvia, pero
también para reivindicar pertenencia e identidad.

Por Graciela Cutuli

El delicado proceso de convertir la lana, preciosa materia prima,

en hilos destinados al telar.

El origen misterioso de la palabra no impidió su difusión en medio mundo: “poncho”, sin traducción,
aparece textualmente en diccionarios de inglés, francés o italiano asociado con el nombre de esa
prenda tan sencilla como multifuncional que distingue a los pueblos andinos de Sudamérica. En
estas tierras, donde no necesita explicación alguna, excedió sus orígenes ancestrales para
transformarse incluso en una prenda de moda reinterpretada por diseñadores y tejedoras de las
nuevas generaciones. Pero ¿de dónde viene el poncho como palabra? No resulta tan sencillo
ponerse de acuerdo: mientras algunos investigadores relacionan su origen con vocablos quechuas
o de otros orígenes indígenas, hay quienes aseguran que aparecía con significados semejantes ya
en crónicas previas a la colonización española en Sudamérica. Lo cierto es que el poncho puede
enorgullecerse de ser la única prenda que cuenta con una fiesta nacional, todo un hito del
calendario turístico que se organiza anualmente en Catamarca, donde a los telares se les suman la
gastronomía típica y la música y danzas folklóricas. Los memoriosos recuerdan el desfile de Norma
Nolan en 1962, cuando eligió un poncho blanco con guardas como prenda típica argentina en el
desfile de Miss Universo y se llevó el título. Varios años más tarde, el papa Juan Pablo II se calzó
un poncho salteño punzó durante su visita a Salta, en 1987, y la imagen dio la vuelta el mundo.
Mientras tanto, para muchos jóvenes los “ponchos al viento” de Soledad marcaron el comienzo de
una renovación folklórica que se impuso con fuerza desde mediados de los ’90.

Catamarca, donde esta tejedora trabaja con su telar, celebra anualmente al

poncho con una Fiesta Nacional.

INDIGENA Y CRIOLLO La sencillez y practicidad del poncho le valieron rápida popularidad entre
los criollos, de modo que hoy sigue siendo la prenda típica de los campesinos peruanos y
bolivianos, en tanto en la Argentina es indisociable de la vestimenta del gaucho, tal como ocurre en
Chile, Uruguay y el sur de Brasil. Las crónicas también recuerdan que, después de la batalla de
Caseros, un Urquiza victorioso entró en Buenos Aires vistiendo poncho blanco en señal de
pacificación. Y hasta el guerrero Giuseppe Garibaldi, que anduvo por tierras sudamericanas, lo
adoptó durante las guerras por la unificación italiana a mediados del siglo XIX.

Tradicionalmente, el poncho se teje en lana de oveja, llama, alpaca, vicuña o guanaco, además de
los hilados industriales que fueron apareciendo con el tiempo. Con una trama muy ajustada, el
poncho de hilo de algodón y seda se utilizaba también como impermeable de viaje. En materia de
colores generalmente las tinturas naturales abarcan todas las gamas del ocre y el terracota, pero
incluyen también el rojo granate que ya se veía en los ponchos coloniales, a veces entretejidos con
hilos de oro y plata. En los talleres artesanales del Noroeste, sigue siendo una práctica habitual la
salida estacional de las tejedoras en busca de las hierbas silvestres y plantas tintóreas que darán
sus matices a las hábiles expertas del telar: el molle dará una coloración verde, la mora violácea, la
hediondilla celeste, el añil un tono azulado, la mikuma amarillo y el ruibarbo el dorado.

Sin duda, el poncho salteño con su característico color rojo “sangre de toro” y su guarda negra se
distingue entre los diseños autóctonos. Según se cuenta, la costumbre de teñir los ponchos era
imprescindible en los tiempos de las guerras de Independencia, sobre todo por la necesidad de
distinguir a los miembros de los distintos bandos, que muchas veces estaban lejos de disponer de
verdaderos uniformes. Se dice que en Salta un cura realista llamado Zerda llamó a sus tropas,
defensoras de la Corona, con el nombre de Los Angélicos, a lo que el general Güemes retrucó con
el regimiento de Los Infernales, a quienes atavió con uniformes color rojo punzó. Según
documentos de 1819, el uniforme incluía numerosos ponchos solicitados por Güemes a las
autoridades encargadas de suministrar los bienes a las tropas independentistas. El poncho en
cuestión era un simple rectángulo de lana o de lana mezclada con vicuña, tejido en telar a pala, y
más tarde con un agregado de bandas negras. Aunque las medidas pueden variar, generalmente
oscila entre 1,5 y dos metros de largo. Y además de usarlo como sobretodo, los gauchos lo
utilizaban como improvisada cama a la intemperie o, enrollado en el antebrazo, para parar las
cuchilladas de algún enemigo enardecido en las frecuentes peleas. El “corbatín” del poncho
salteño fue añadido luego por los gauchos de Güemes en señal de luto por la muerte de su
caudillo. Según se cuenta, en ocasiones el poncho se teñía con las tierras rojizas propias de la
región o con cinabarita, un mineral de color bermellón compuesto por mercurio y azufre. Otras
fuentes atribuyen el color al colorante de una planta llamada “rocú”, habitual en el norte argentino y
usada desde mucho antes de los tiempos de Güemes.

Prendas tejidas por hábiles tucumanas, en variedad de colores pero respetando

el formato tradicional del poncho.

GUARDAS Y COLORES El color rojo del poncho estaba relacionado con la vinculación a las
fuerzas federales, que tenían ese color como distintivo. Los unitarios, en cambio, solían distinguirse
por un poncho celeste con guarda blanca. Celeste y blanco son también actualmente los colores
del “poncho patrio” o “poncho tucumano”, que replica los colores de la bandera y solía tejerse en
lana, aunque hoy se encuentra generalmente de algodón.
El problema del poncho rojo federal era que facilitaba la visión del gaucho a lo lejos: por eso en
algunos lugares del Noroeste se impuso el poncho de vicuña o llama en color ocre o sepia, que
junto con un pasamontañas permitía mimetizarse más fácilmente con los colores de la tierra
durante las típicas “guerras de guerrillas” en las que los combatientes necesitaban pasar
desapercibidos. Este tono marrón más natural también era el típico de los ponchos pampas,
generalmente confeccionados en telares oblicuos con guardas de ángulos rectos y en cruz.

Sin duda el más valioso de los ponchos es el de vicuña, típico de Catamarca: sus colores se deben
al color ocre del pelo del lomo de ese camélido que vive en las alturas de la Puna, en tanto las
guardas blancas se realizan con pelo del pecho, el vientre y las patas. Tan grandes que pueden
llegar a los dos metros, son sin embargo increíblemente livianos (a veces unos pocos cientos de
gramos) y resistentes. En cuanto al costo, baten cualquier record: la vicuña es una especie escasa
y protegida, que los aborígenes consideraban sagrada y que hoy se encuentra en el centro del
“chaku”, un antiguo ritual de encierro que permite capturarlas y esquilarlas sin daño alguno.

A la difusión del poncho contribuyeron los jesuitas, que encontraron en este rectángulo de tela de
los pueblos indígenas una prenda sencilla y práctica para satisfacer las necesidades de
vestimenta: incluso establecieron un circuito comercial de intercambio que iba desde los Andes
centrales hasta la pampa y el sur de Chile. En general, los ponchos de este origen se distinguían
por estar tejidos con bandas de unos 20 centímetros y mostraban algunas influencias hispanas. En
particular, desaparecieron en estas prendas las alusiones a la cosmogonía indígena que solían
estar presentes en los ponchos originales.

Hoy día, un circuito turístico del poncho debe pasar sí o sí por localidades catamarqueñas como
Belén y Londres, además de los pequeños pueblitos de la Puna en Salta o escondidos en los
valles tucumanos, donde trabajan anónimamente algunas tejedoras. Otra parte del itinerario se
encuentra en el Camino de los Artesanos que sigue el trazado del río Calchaquí, en Salta, y pasa
por Seclantás, la “cuna del poncho salteño”. Allí los ponchos se elaboran sobre todo con lana de
llama y oveja, y cada prenda puede llevar hasta 20 días de trabajo, incluyendo el teñido de las
lanas con materias primas naturales.

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