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ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

INAH SEP

ETNOGRAFÍA Y LUCHA LIBRE: UN EJERCICIO DE


ESCRITURA ANTROPOLÓGICA

TESIS

QUE PARA OPTAR POR EL TITULO DE

LICENCIADO EN ETNOLOGÍA

PRESENTA

ISKAR DJATMIKO WALUYO MORENO

DIRECTOR DE TESIS:
LIC. ABEYAMÍ ORTEGA DOMÍNGUEZ

MEXICO, D.F. 2012


Tabla de Contenidos

Agradecimientos

Prólogo: Viernes en la Arena ..…………………………………………………….… 1

Introducción ………………………………………………………………………….. 4
- La realidad enfrentada: mi primera salida de trabajo de campo ………………… 7
- Etnografía: ¿una escritura de datos objetivos? …………………….……………. 9
- De la experiencia etnográfica a la escritura de la etnografía …………………... 14

Lucha, Escritura y Etnografía …………..…………………………………………. 18


- Etnografía: la recreación literaria de una realidad …………………………….. 21
- La lucha libre y la etnografía en primera persona ……………………………… 23
- Etnografía: un proceso de ficción y mímesis ………………………………….. 24
- Realidad y Ficción: un problema de legitimidad ……………………………… 29
- La antropología como una interfaz de la realidad ……………………………... 33
- Conclusiones …………………………………………………………………… 37

Primera Parte ……………………………………………………………………….. 40


- Paso uno: el reencuentro con la lucha libre ……………………………………. 43
- Paso dos: decisión ……………………………………………………………… 47
- La Arena México ………………………………………………………………. 49
- Paso tres: día uno, primer entrenamiento ……………………………………… 52
- Mi memoria de la lucha libre ………………………………………………….. 53
- Encuentro con mi profesor, Ringo Mendoza ………………………………….. 53
Segunda Parte ………..……………………………………………………………… 57
- Clase con el Hijo del Gladiador, Arturo Beristain …………………………….. 58
- Los orígenes de la lucha libre ………………………………………………….. 62
- La construcción de un luchador vs. la construcción de una etnografía ………… 72
- El gimnasio Miguel Hidalgo …………………………………………………… 78
- Entrenando con Angus ………………………………………………………… 81
- Del combate al espectáculo: el Murciélago Velázques, la televisión y el cine … 84
- De una sociología carnal a los diálogos de la lucha libre ……………………… 92
- El diálogo a ras de lona ………………………………………………………… 95

Tercera Parte ...……………………………………………………………………… 98


- Subirse al ring ………………………………………………………………….. 99
- Examen profesional de lucha libre …………………………………………… 111
- Conclusión ……………………………………………………………………. 119

Anexo ………………………………………………………………………………. 126

Bibliografía ………..……………………………………………………………….. 128


Agradecimientos

Le doy gracias primeramente a Dios por permitirme subir y bajar del ring sin mayor
consecuencia y después a mi familia que me ha apoyado en este proyecto que por mucho
rebasa un texto académico: mis padres, Djoko y Nora y mis hermanos Iskar y Héctor.

Sin el apoyo de la comunidad de la lucha libre en la Ciudad de México, mi desarrollo como


persona, estudiante y luchador hubiese sido imposible. Le doy especial agradecimiento a
Angus quien me acompañó a lo largo de mi camino dentro del cuadrilátero, obligándome a
entrenar más fuerte y mejorar todos los días; también a su familia y sus hermanos, el
Celestial, el Extraño y Alma Infernal; al profesor Arturo Beristain “el hijo del Gladiador,”
Ringo Mendoza, Hugo Monroy y todos los luchadores de la Arena México.

Un agradecimiento a mi directora de tesis, Abeyamí Ortega, mi asesor Dr. Francisco de la


Peña y todos mis compañeros de la ENAH, en especial a Hugo Chávez, Nicolás Granada,
Kin Sánchez y Alfonso Castellanos; así como a profesores y asesores que me apoyaron
durante mi desarrollo como luchador y de esta tesis, Heather Levi, Elisa Lipkau y Löic
Wacquant.
Prólogo: Viernes en la Arena

Cada viernes, sin falta, sin excusa, sin huelga, sin sindicatos, sin días feriados… cada
viernes el mundo, su realidad y todos sus elementos se ven transformados en fantasía, en
imaginación, en lo que uno quiera. Cada viernes, la Ciudad de México sigue
construyendo palacios y bases religiosas para sus dioses. Las pirámides, los templos, las
iglesias, los estadios y las arenas son los espacios sagrados que el hombre ha creado en
honor a sus dioses. El cuadrilátero centrado en medio de la Arena México es el máximo
altar para cualquier luchador mexicano… y para cualquier fiel seguidor de la lucha libre.

A unas cuadras de la Arena México, tal vez desde la salida de la estación del metro
Balderas o Cuauhtémoc, desde que uno se aproxima a la Arena México, la realidad
comienza a transformarse. Los sonidos, el olor, el panorama comienza a ser distinto.
Seguramente se le acerque algún revendedor de boletos, por supuesto para el evento de la
lucha libre, le ofrezca distintos asientos y distintos precios; la mayoría de los
revendedores se aproximan a la gente en la fila de la taquilla, ofreciendo los boletos para
que no esperen y aseguren su asiento. Muchos son niños que no alteran el precio del
boleto, esperando cualquier propina. El acercamiento progresivo hacia la Arena México
implica una transformación progresiva de la realidad, comienzan a aparecer las máscaras,
los colores, las capas, las camisetas, la euforia y la ansiedad del aficionado, la insistencia
de los comerciantes ambulantes ofreciendo playeras, películas, juguetes, llaveros,
calcomanías y por supuesto, máscaras.

Con los boletos en la mano, la ansiedad parece crecer más. Comienzan a pasar a la gente;
los elementos de seguridad y su imperceptible esfuerzo de mantener el orden mínimo
necesario para revisar y catear a la gente, quitarles las cámaras, señalarles la entrada o
negarles el paso, dan la primera bienvenida. Una vez adentro, algún acomodador con una
bata blanca, como las que usan los químicos y farmaceutas, con el logotipo de la
cervecería Corona impreso en su espalda, se acercará, mostrándoles el asiento y
ofreciendo alguna bebida. Adultos, adolescentes, niños, extranjeros, todos de distintas
colonias, ciudades, estados, países, todos representando algún género sexual, social y

1
cultural, se presentan, buscando la experiencia religiosa, el milagro, buscando la frontera
entre la realidad y la fantasía, buscando confundir los espacios, burlar la mente y los
sentidos perceptuales.

El santuario, desde afuera, presenta una imagen discreta y hasta engañosa. Dentro de los
límites de la colonia Doctores, uno puede pasar por la Avenida Chapultepec que se
convierte en la Avenida Dr. Río de la Loza, pasar por las diversas entradas de la Arena
México y no darse cuenta alguna de su existencia. Unas paredes de concreto, pintura
blanca desgastada, rejas metálicas que dan entrada y salida al estacionamiento, la Arena
México no deslumbra con su superficie ni hace intento de llamar la atención. Sin
embargo, la magnitud de su existencia es asfixiante, te quita el aliento una vez adentro.
Con una capacidad para acomodar alrededor de diecisiete mil personas, la resonancia
acústica que genera su diseño combinado con el ovalado misterio que provoca la
obscuridad semi-iluminada te absorbe, te toma indiscriminadamente, rodeando todos tus
sentidos perceptuales. La transformación de la realidad se culmina. Se escuchan las
eternas voces de las miles de conversaciones de los miles en espera del campanazo que
da señal del inicio del primer combate, de la primera lucha. De dos a tres caídas y sin
límite de tiempo.

Una voz misteriosa que todos conocemos pero que a veces no sabemos de dónde viene
suena, suena fuerte, a veces con poca claridad pero funciona, “muy buenas noches a
todos ustedes y bienvenidos a la catedral de lucha libre, la Arena México”. Los saludos
comienzan, primero a la porra ruda, después la técnica. Todos de pie. Luces, música,
pantallas gigantes, juegos artificiales, humo, edecanes, entran los ídolos; los luchadores
presumen su cuerpo, su fortaleza, su máscara, su imagen, su personalidad. El ambiente
festivo se eleva con la entrada de los luchadores. La tensión entre los rudos y los técnicos
aumenta, el campanazo, la lucha comienza y la gente se tranquiliza. Todos atentos a la
batalla, la fuerza, la garra, la técnica.

Entre la cerveza, los refrescos, la botana y el humo de los cigarrillos, la gente ya no tiene
origen ni lo busca ni le importa, simplemente son rudos o son técnicos. El desahogo es

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general, el ahogo también. La máscara y la cabellera son rudas o técnicas; el escenario
social se simplifica, eliminando cualquier tipo de división social mediante clases
económicas, religiosas, raciales o de cualquier tipo. Sólo existen los rudos y los técnicos,
los malos, los buenos, sus ídolos y nada más. Pero estos dioses no son inmaculados, ni
son vírgenes, ni inalcanzables. Son reales, sangran, sufren, ganan, pierden. Se les grita, se
les da la mano, se les otorga y se les arrebata el honor, el respeto y el prestigio. Aquí los
dioses pueden ser destronados. Sí, son los héroes, superhéroes con poderes alucinantes,
admirados y adorados, pero la palabra es poder y la voz más grande es la de la gente. Son
ellos los que deciden quién es quién.

Al final, nadie gana ni pierde. El hecho de presenciar los guerreros enmascarados


enfrentarse por el bien o por el mal es la motivación de esta peregrinación. El final da
pauta a una experiencia religiosa concluyente. Las fronteras de la realidad comienzan a
retomar forma. El final de la tercera caída de la lucha estelar es un despertar, un regreso a
la normalidad; las multitudes de nuevo son arquitectos, ingenieros, albañiles, zapateros,
empresarios, boleros, estudiantes… ya no son ni rudos ni técnicos. Las conversaciones
poco a poco se van centrando en temas cotidianos, laborales, sociales. Viajan por metro,
toman un camión, un taxi o se suben a su auto y los luchadores hacen lo propio, regresan
a la mortalidad, dejan sus cualidades de superhéroes en el casillero junto con las botas, la
capa y la máscara. La fantasía, como la realidad, es mortal. Todos nacemos, morimos y
soñamos ocasionalmente en ser alguien o algo diferente. No importa, rudo o técnico,
todos queremos una máscara.

3
Introducción

4
Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente.
Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los
matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y
sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la
calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha
cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la
naturaleza de este cambio.

Por ejemplo, ésta es una caja de cartón que contiene la botella


de tinta. Habría que tratar de decir cómo la veía antes y como la
ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se
recorta sobre… es estúpido, no hay nada que decir. Pienso que
éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está
al acecho, forzando continuamente la verdad. Por otra parte, es
cierto que de un momento a otro – precisamente a propósito de
esta caja o de otro objeto cualquiera –, puedo recuperar la
impresión de anteayer. Debo estar siempre preparado, o se
escurrirá una vez más entre los dedos. No nada, sino
anotar con cuidado y prolijo detalle todo lo que se produce.

Naturalmente, ya no puedo escribir nada claro sobre las


cuestiones del miércoles y de anteayer; estoy demasiado lejos
[…]

Jean Paul Sartre, La Náusea

En marzo del 2004 arribé a la Ciudad de México. Era ya un año que había partido hacia
Indonesia y ya era un año que no regresaba al país. Sería mi primer experiencia como
residente en la Ciudad de México. Estaría obligado a hospedarme con mis padres
mientras encontraba orientación, un empleo y un lugar para vivir. Las semanas
rápidamente fueron meses, exactamente cinco y finalmente me establecí contestando
teléfonos en inglés y una semana después estaría dando clases del mismo idioma.

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Recuperaría esos 5 meses de desempleo al trabajar un doble turno, de 8 a.m. a 2 p.m. y de
3 p.m. a 11 p.m. Encontrando estabilidad económica, la vida se centraría en el desarrollo
académico.

Hace aproximadamente 4 años me encontraba haciendo fila en la calle Zapote dentro de


la colonia Isidro Fabela. No recuerdo bien la hora. Recuerdo el llegar a la estación de
metro Universidad, tomar un camión, cruzar una avenida ancha por un puente peatonal e
instalarme detrás del último de una larga fila. Después de unas horas, la mañana aún
seguía obscura. Entre tiendas de campaña y varias hileras de coches estacionados en la
orilla de la calle, me encontraba entre una multitud semi ordenada que se presentaba con
cierta diversidad. Unos acompañados por sus padres, otros habían “acampado” en la
calle, muchos tomados, otros fumados. Habían elementos reiterantes en la vestimenta de
la mayoría, ya sea mediante accesorios o prendas, eran textiles típicos de la cultura
mexicana, bordados, colores fuertes, manta, huarache…. La mayoría con intentos de
manifestar un tipo de izquierdismo revolucionario, un abuso general de la imagen del Ché
y del Subcomandante Marcos, una rebeldía generalizada ante los cánones de la sociedad.
Un perro rondaba alegremente entre las personas, café, no muy grande pero tampoco
pequeño, mantenía una actitud casi eufórica; sería el primero en dar la bienvenida a la
Isidro Fabela, colonia que presume un centro cultural importante, el Ollin Yoliztli,
localizado al lado de una institución de gran renombre, la Escuela Nacional de
Antropología e Historia, la ENAH.

Demasiados aspirantes éramos para intentar dar una cifra. Por fin se asomaba el sol y
tomaría mis primeros pasos de este desarrollo académico que la vida me estaba
exigiendo. Pasaron varias horas para un tramite que resultaría en una ficha de inscripción,
misma que me daba acceso a un curso propedéutico y el derecho de presentar un examen
de admisión.

Me encuentro en una situación natural en la vida de un escritor, tal vez de un


antropólogo; hago un recuento de una memoria, la medito, tal vez llegó a mi mente
repentinamente mientras leía un libro, veía una película, caminaba hacia el mercado o

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preparaba la cena, la escribo antes de que se me olvide. Después reviso lo escrito, le
borro, le agrego, recuerdo ciertas cosas, otras no tanto, termina una sesión y el siguiente
día continúo la reconstrucción del suceso. Un ejercicio clásico dentro de la escritura de
una etnografía.

La realidad enfrentada: mi primera salida de trabajo de campo

Parte del programa curricular de la licenciatura en etnología incluye un curso de dos


semestres llamado Métodos y Técnicas Etnográficas. Nos explicarían las bases para
elaborar una etnografía, objetivo final del curso. Conocía la aclamada guía Murdock y
recuerdo la recomendación del profesor, “échenle un ojo al libro Etnografía Métodos de
Investigación” (Hammersley y Atkinson, 1984).

Saldríamos a San Mateo Texcalyacac en el Estado de México para presenciar un par de


días de la fiesta del pueblo que dura aproximadamente dos semanas. El segundo día, en la
tarde, caminaba por la plaza central. Distraído, observando, haciendo notas mentales y de
repente me encontré en frente de tres personas. Se posicionaron hombro a hombro, sus
cuerpos gestaban un reto. Siendo temporada de fiesta, era normal el hecho de que ya
estaban tomados a tempranas horas del día. El que estaba en medio de los tres portaba
una camiseta blanca, un poco arrugada y parecía tener ya varios días de uso. Tenía
impreso un rostro, animado como alguna caricatura política del periódico. “¿Quién es
este cabrón?” me preguntó mientras señalaba su camiseta. Me tensé un poco con su
pregunta y volteé a verlo, tambaleaba en momentos pero mantenía su botella de cerveza
estable en su mano izquierda. Los otros reían mientras intercambiaban miradas, sonreí,
reconociendo su reto pero también reconociendo mi nerviosismo. Bajé la mirada un poco,
vi el rostro en la camiseta y pensé un momento, “¿quién será, será será…?” Por suerte,
era de los pocos rostros que uno podría reconocer, “Julio Cortázar, ¿no?” Sonrieron y
bromeando comentaron, “ahh, muy pinche culto, ¿no?” Risas. Había pasado su prueba, su
filtro y me tomarían del hombro queriendo comenzar una conversación.

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Esta conversación le daría pauta a mi relación de amor y odio con lo que considero
genéricamente la institución académica. Estas tres personas incrementaban su agresividad
gradualmente, construyendo su cuestionamiento general, “vienen aquí cada año”, me
decían, “platican con gente, sacan sus libretitas, escriben, se van y no regresan más, ni la
mirada regresan. ¿Qué tanto pueden escribir? Nosotros les decimos lo que queremos que
escriban y es justamente eso lo que ustedes quieren escuchar y escribir. Nosotros también
sabemos, leemos, también fuimos a la escuela y hemos viajado. Mira,” de su cartera sacó
y me mostró una credencial de una universidad canadiense. “Tómate una cerveza
cabrón.”

Estaba completamente sorprendido, en pocas palabras, con oraciones cortas y concisas,


habían desmantelado mi razonamiento etnográfico, el motivo de mi visita a su
comunidad. Me habían tomado desprevenido, me sentía intimidado; todas sus
observaciones y comentarios eran sensatos, bien construidos y yo tenía pocas
herramientas teóricas para defender y justificar mi existencia antropológica o bien, mi
aparición en su pueblo. Y a pesar de todo, les agradé y querían seguir compartiendo su
tiempo conmigo. En el fondo, sabía que venía desarrollándose una experiencia clave. Una
situación que me mostraría un punto de vista único, del cual iba poder hacer ciertas
conclusiones, marcando mi aprendizaje antropológico.

En ese instante recordé la imagen de mi profesor, aún en el salón, estrictamente


planteando sus reglamentos antes de partir al trabajo de campo; entre ellos, no tomar
alcohol. “No me importa cuál sea la situación,” decía el profesor. “Si los veo tomando, no
consideraré su trabajo.” El salón argumentaba contra este reglamento, planteando
situaciones hipotéticas pero el profesor se mantenía firme en su postura. Esas situaciones
hipotéticas se habían convertido en mi realidad.

Con el temor de reprobar la materia, me encontré con un dilema y me vi obligado a tomar


una decisión complicada y en el momento, rechacé la invitación, una cerveza.
Consecuentemente, me perdí de una conversación, una convivencia, una experiencia
importante. Los muchachos insistían, “no mames, es sólo una cerveza. ¿Qué te va hacer

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una?” A pesar de estar pensando exactamente lo mismo, respondía con un, “no, no
puedo.” “¡Ándale! Siéntate y tómate una con nosotros. Yo invito, cabrón.” Y rechacé.
Explique mi situación académica, mi profesor, sus reglamentos, mi trabajo. Pero sus
reacciones lo decían todo. Los gestos y expresiones faciales que les causó mi respuesta
indicaban que mis palabras eran absurdas. Fui a la fiesta a tomar notas. Pero fui a la fiesta
y no tomé, no bailé, no celebré. Fui a tomar notas para una etnografía y no me senté a
platicar con los informantes. Tuve una resaca antropológica.

Estaba confundido y me encontraba bastante disgustado con lo que hice o con lo que tuve
que hacer. ¿Pero qué hice, qué debí de haber hecho? ¿Debí de haber tomado la cerveza e
ignorar la instrucción académica? No, hice bien, respeté la academia. Sin duda fue el
primer round oficial. Académicamente, tomé la decisión lógica, antropológicamente, fue
completamente absurdo rechazar una cerveza y consecuentemente, una conversación, un
diálogo, un discurso.

Etnografía: ¿una escritura de datos objetivos?

Terminamos nuestra breve estancia en San Mateo. Regresamos a la escuela, nos reunimos
como salón, compartíamos y discutíamos nuestras experiencias. Expuse la mía. La
antropología, como ciencia social, nos explicaban, tiene el compromiso y responsabilidad
no sólo de realizar etnografías a partir del trabajo de campo, sino de llevarlo a cabo de
forma objetiva. Pero la etnografía, esta descripción densa de las cosas parece nunca
definirse. Es un registro de las culturas, el entendimiento que tenemos sobre ellas, un
estudio de los patrones de socialización, un análisis general de las sociedades, una
descripción general de una comunidad, una forma de comprobar teorías… (Ibid.:15).

Semejantes situaciones, como la que había experimentado, parecen ser habituales para un
etnógrafo. Nos encontraremos apoyados y respaldados por instituciones que plantean
reglamentos y requisitos, en este caso, un trabajo escolar, una etnografía objetiva. La
decisión, en última instancia, es del etnógrafo, del antropólogo.

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Hasta la fecha, soy partidario de la academia. Apoyo completamente su función y en
general, la manera en la que labora. Y debo de admitir que tenía todas las intenciones de
realizar mi tarea antropológica, de manera científica y objetiva; así como me lo habían
asignado. Inconscientemente entendía el problema que ocasiona la búsqueda de la
objetividad pero con a penas tres semestres cursados, la carrera aún me proporcionaba
escasas herramientas para hacer cuestionamientos concretos a lo que me explicaban y las
instrucciones en general. Buscando objetividad, escribía ideas como las siguientes:

Referente a la distribución de los arreglos florales del interior de la Iglesia se


destaca el hecho de que la única sección que los presentaba en abundancia era la
parte conformada por el altar y el espacio entre éste y las primeras bancas.
Dichos arreglos consistían en flores naturales principalmente lilis, margarita,
bombón […] Otra característica que se podía notar en cuanto a los colores es que
predominaba el rojo, tanto en flores como en arreglos de diferente tipo.

Y por supuesto, este encuentro fortuito con estas personas que cuestionaban el trabajo de
campo, la etnografía y la ética de nuestra visita fue excluida de la etnografía final. No
ofrecían información concreta. No tenía valor etnográfico. Necesitaba datos, opiniones
no, discursos no. Al menos ese era el pensamiento. Simplemente fue una interacción
casual e informal.

Pero qué hay de la antropología sin la experiencia, sin los dilemas, sin las casualidades,
sin las informalidades y sin los cuestionamientos. Es justamente por esas razones que la
antropología ha tenido éxito. Y es justamente lo que la antropología ha querido eliminar
en sus intentos positivistas de escritura. Vamos al campo, lo trabajamos, lo
experimentamos, lo anotamos y nos vamos. Después, en un lugar más cercano a nuestra
cotidianidad, tal vez nuestro escritorio o en la universidad, nos sentamos, analizamos la
información, la experiencia y comenzamos a escribir nuestro reporte oficial, la etnografía.
Filtramos la información, exaltamos ciertos detalles, disminuimos otros, excluimos
ciertas cosas y exageramos o inventamos otras más. Y ¿cuánto más no queda en el
olvido, en lo desapercibido? Con el intento de ser objetivos, recreamos un discurso. Y si

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le hicimos caso al positivismo, hacemos el mayor esfuerzo por eliminar nuestros puntos
de vista, nuestras experiencias psicológicas, sentimentales y corporales; es decir, todo lo
que pasó por nuestra mente y nuestro cuerpo durante el trabajo de campo se nos “olvida”
y sólo escribimos datos “objetivos”. ¿Y esto es ciencia?

Paul Rabinow (1977: 4) describe una situación semejante que enfrentaba en la


Universidad de Chicago:

Como estudiantes de posgrado nos dicen que “la antropología es igual a la


experiencia;” no eres un antropólogo hasta que tengas la experiencia de haberlo
hecho. Pero cuando uno regresa del campo, lo opuesto inmediatamente aplica: la
antropología no consiste en las experiencias que te hizo un aprendiz, sino los
datos objetivos que has traído contigo.1

A lo largo de su historia, las ciencias sociales han anhelado ser consideradas ciencias
duras. La antropología ha buscado utópicamente su estado de objetividad; busca reunir y
recolectar esos “datos objetivos.” Pero el surgimiento de la crítica posmoderna nos
presenta una crisis en la ciencia y en las ciencias sociales, exponiendo su inconformidad
con los sistemas explicativos tradicionales, las metanarrativas o bien, los metarrelatos
(véase Lyotard, 1984). Esta crítica genera una incredulidad hacia estos metarrelatos que
pretende ofrecer una perspectiva totalizadora, neutral, racional e imparcial que supone
explicar de manera objetiva el funcionamiento general del mundo.

Y es la ciencia y su conocimiento lo que supone posibilitar estos relatos, presentándose


como un fenómeno metacultural, es decir, como un elemento que trasciende toda cultura.
A lo largo de la historia, la ciencia se fue autopostulando como el medio para obtener el
conocimiento del mundo real, intentando de descubrir y poner en evidencia las leyes de la
naturaleza. Pero “el saber científico es una clase de discurso” (Ibíd.: 14). La ciencia no ha
existido desde el comienzo de la historia humana. Se ha construido gradualmente a lo
largo del tiempo y su discurso actual, sus modos de práctica, su metodología y técnica se

1
(traducción mía) As graduate students we are told that “anthropology equals experience”; you

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encuentran asociados a este mundo moderno. Es a partir de Bacon, de Descartes, de
Galilei que podemos identificar esta ciencia que conocemos y que nos es presentada
cotidianamente como el elemento que destapa o descubre la verdad.

Lyotard (Ídem.: 43-44) continúa explicando que:

El saber en general no se reduce a la ciencia, ni siquiera al conocimiento. El


conocimiento sería el conjunto de los enunciados que denotan o describen
objetos, con exclusión de todos los demás enunciados, y susceptibles de ser
declarados verdaderos o falsos. La ciencia sería un subconjunto de
conocimientos. También ella hecha de enunciados denotativos, impondría dos
condiciones suplementarias para su aceptabilidad: que los objetos a los que se
refieren sean accesibles de modo recurrente y, por tanto, en las condiciones de
observación explícitas; que se pueda decidir si cada uno de esos enunciados
pertenece o no pertenece al lenguaje considerado como pertinente por los
expertos.

Esta ciencia que conocemos cotidianamente, por lo tanto, presupone la existencia de


leyes causales, constantes y universales de la naturaleza. Pero ciertamente, lo ha dicho
Lyotard, la ciencia es un discurso. Comprendiendo este concepto, discurso, a partir de la
Real Academia Española, entendemos que es el uso de la razón o bien, una línea de
razonamiento para realizar una exposición sobre un tema específico. Pero aquí, la clave
es asociar el discurso con una línea de razonamiento, que debemos, por su parte, atribuir
a una cultura determinada. Foucault (1973) habla del discurso como un sistema social, de
pensamientos e ideas. De esta manera, podemos observar cómo las culturas han generado
series de discursos para que sus miembros tengan las herramientas necesarias para
enfrentar y comprender los elementos de la realidad. Tanto las leyes causales, constantes
y universales de la naturaleza, como las condiciones de observación explícitas, son
elementos propios de un discurso creado, producido, establecido e impuesto por el
hombre y por una cultura. El discurso científico delimita y aprueba las condiciones
convenidas para determinar lo verdadero y lo falso, el material científico y el material no
científico. No es más que un discurso entre tantos más. “El consenso que permite

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circunscribir tal saber y diferenciar al que sabe del que no sabe es lo que constituye la
cultura de un pueblo” (Lyotard, 1984: 45). En las palabras concisas de Foucault (1999),
“toda ciencia tiene su fundador.”

Pero entre tantas culturas que históricamente han generado discursos y relatos que
definen el origen de las cosas y la manera en la que nos aproximamos a la realidad, ¿por
qué se ha posicionado la ciencia como la máxima autoridad para explicarnos la realidad?

El discurso científico ha pasado por una universalización generalizada, de tal manera que
pareciera ser el lenguaje estandarizado para generar conocimiento. Y la cultura que
principalmente ha promocionado la ciencia como el estándar para alcanzar el saber, la
Occidental, se ha posicionado globalmente de manera dominante. Pero antes de que un
discurso sea considerado, deberá ser legitimado; y la posibilidad de determinar lo que es
ciencia y lo que es verdadero es por completo una manifestación del poder. “Hay un
hermanamiento entre el tipo de lenguaje que se llama ciencia y ese otro que se llama ética
y política: uno y otro proceden de una misma perspectiva o si se prefiere de una misma
‘elección’ y esta se llama Occidente” (Lyotard, 1984: 23)

Entonces, tanto Lyotard como Foucault, relacionan la imposición y la legitimización del


discurso, en este caso, el científico, con el poder. “En toda sociedad la producción del
discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de
procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el
acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” (Foucault, 1973:
14). En distintas obras, Foucault (1968, 1973, 1976) nos presenta la manifestación del
poder mediante lo que considera como tres importantes sistemas de exclusión que afectan
al discurso: el establecimiento de lo prohibido o bien, de la palabra prohibida, la
separación e incluso la oposición que se ha dado entre la razón y la locura y la voluntad
de lo verdadero que se ha opuesto a lo falso. Y así, los discursos terminan por configurar
las formas de clasificación, ordenación, distribución, llegando a dominar la manera en
que interactuamos con la realidad, lo que consideramos que acontece y hasta lo que
vemos como azaroso (Foucault, 1973: 25).

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Pero nuestro enfoque principal no es el poder ni la legitimación de los discursos. Lo que
hacemos es hacer hincapié en el hecho de que la ciencia y el conocimiento científico no
son más que productos de un discurso establecido por una cultura determinada. De tal
manera que la creencia en la condición metacultural de la ciencia, en su capacidad de
proyectarnos la verdad de manera objetiva, es sólo eso, una creencia; es sólo una forma
de conceptualizar la realidad y por lo tanto, suponemos que todo discurso, científico
incluido, esta sujeto a una cultura determinada.

Si es así, entonces, ¿en qué se respalda la supuesta condición objetiva (científica) de la


producción antropológica y la antropología en sí?

De la experiencia etnográfica a la escritura de la etnografía

Cuatro años han pasado desde que comencé esta formación académica; me encuentro
ahora en estado de pasante, escribiendo esta tesis, ya completamente preparado para
obtener un título profesional, el cual me otorgaría esa licencia que me da el derecho de
ejercer oficialmente la etnología. ¿Y cuál es esta formación académica, antropológica?
¿Qué es lo que nos hace antropólogos, científicos o escritores, literatos? ¿Cuál es el
criterio que se utiliza para calificar algo como científico o antropológico? Estos
cuestionamientos me han seguido a lo largo de este proyecto de tesis.

Como etnólogo, etnógrafo, escritor… sólo soy autor, escribo y recreo discursos. Recreo
la realidad que interpreto, en este caso, mediante un texto escrito, mediante una tesis que
no pretende trascender mis limitaciones humanas de la interpretación. No dudo del
hecho: la verdad no está escrita ni la estamos escribiendo con productos antropológicos;
recreamos y reinventamos las realidades. De nuevo remito a Rabinow (1977: 150):

La cultura es interpretación. Los “hechos” de la antropología, el material que el


antropólogo ha ido a buscar, ya son en sí, interpretaciones. Los datos aplicados

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como punto de referencia (baseline data) ya son culturalmente mediados por las
personas, cuya cultura hemos, como antropólogos, venido a explorar. Los hechos
son construidos – la palabra viene del latín factum, “hacer” – y los hechos que
interpretamos son construidos y reconstruidos. Por lo tanto, no pueden ser
recolectados como si fuesen piedras, recogidas, puestas en una caja y enviadas a
casa para ser analizadas en el laboratorio.2

No nos queda más que seguir escribiendo. Clifford Geertz (1989), con el mismo título de
su obra nos lo señala claramente, el antropólogo es autor. De tal forma que como
antropólogos, la manera en la que llegamos a comprender la realidad y la manera en la
que la explicamos, son simplemente formas de escritura y formas de lectura. La realidad,
la cultura y aquello que supone explicarlas son textos, escritos por autores.

Me siento detrás de un escritorio y lo admito deliberadamente, soy autor. La visión


objetiva la he abandonado en los intentos decimonónicos de la antropología e intento ser
claro, transparente y directo en la escritura. Hago un esfuerzo, intento de transcribir una
parte de lo que pude comprender durante mi experiencia, durante mi trabajo de campo y
escribo un texto etnográfico.

El trabajo de campo, la antropología, el conocimiento y la emisión del mismo es ante


todo una experiencia interpretativa. La etnografía puede ser un texto, pero siempre es una
experiencia. La misma escuela antropológica ha trazado contundentemente este ejercicio
como necesario y prácticamente obligatorio y lo ha llamado trabajo de campo. Ciencia o
no, el objetivo es construir nuevas posibilidades de conocimiento y es esencial transmitir
esas experiencias, esas sensaciones, esas percepciones personales que generamos
mientras trabajamos el campo y reconstruimos mientras realizamos o escribimos la
etnografía.

2
(traducción mía) Culture is interpretation. The “facts” of anthropology, the material which the
anthropologist has gone to the field to find, are already themselves interpretations. The baseline
data is already culturally mediated by the people whose culture we, as anthropologists, have come
to explore. Facts are made – the word comes from the Latin factum, “made” – and the facts we
interpret are made and remade. Therfore they cannot be collected as if they were rocks, picked up
and put into cartons and shipped home to be analyzed in the laboratory.

15
En el mes de junio del año 2007, me inserté en las filas de la Arena México, no como
espectador, sino como aspirante. En este texto presento una realidad que comprendí a
partir de mis experiencias, observaciones y las distintas etapas por las cuales he pasado a
lo largo de esta travesía que no culmina con este texto.

En la siguiente parte, nos introducimos brevemente al mundo de la lucha libre, y pasamos


a ver la relación que existe entre la escritura de textos y el proceso de traducir el trabajo
de campo a un trabajo etnográfico, en este caso, un trabajo escrito. Así, revisamos que
toda forma de escritura – incluyendo la etnografía y los textos científicos – es literaria por
ser creada mediante la palabra escrita y revisamos la imposibilidad de marcar una línea
nítida que separa la realidad de la ficción, hecho que se fue haciendo más evidente
durante la escritura de la misma. De esta manera, se explica el inevitable proceso de
ficcionalización por la cual pasa toda elaboración de una etnografía y la manera en la que
la antropología funciona como una interfaz, facilitando la conexión entre dos realidades o
dos sistemas culturales.

De la misma manera, la escritura de una autoetnografía era una respuesta natural al


problema de descifrar la doble vida de un luchador enmascarado. Existen un sinfín de
maneras por las cuales uno se puede aproximar a la lucha libre, pero ser antropólogo y
luchador simultáneamente me presentaba una oportunidad única de explorar en mi propio
trabajo de campo la verdadera experiencia de estar enmascarado y consecuentemente,
desenmascarado. Por otro lado, siendo el sujeto de mi propio trabajo, el autoanálisis
inevitablemente se extendió y no sólo me observaba a mí mismo como luchador, sino
como autor de un texto antropológico. Comencé a observar la manera en la que intentaba
de traducir mi experiencia a un lenguaje de escritura antropológica y en parte, esa
observación se fue convirtiendo en este texto.

El trabajo también consiste en una etnografía literaria de mi reencuentro con la lucha


libre, la forma en la que llegué a ella y la forma en la que me recibió. A lo largo de mi
estancia en este mundo, me encontré con mucha gente y la mayoría termina sin ser

16
mencionada en este texto. Entre gimnasios, compañeros, profesores, cuadriláteros, golpes
y caídas, algunos quedarán en la parte de mi memoria que no recuerdo mucho y otros
quedarán apropiadamente ocultados detrás de sus máscaras.

Al final del camino, me encontraba con el dilema de tener que dejar de pensar como
luchador y comenzar a recordar que estaba haciendo trabajo de campo y una etnografía;
pero como autor de ésta, también me encontraba con la necesidad de dejar de pensar
como antropólogo y continuar siendo un luchador enmascarado. Se pudo y se puede
seguir escribiendo sobre los temas, así como se pudo y se puede eliminar mucho de lo
escrito. Lo que se contiene en este texto no es un retrato de una realidad. Es una
reconstrucción y reinvención de lo que llegué a entender de la lucha libre; siendo éste un
ejercicio de etnografía literaria, también es una reconstrucción y una reinvención de mí
mismo como sujeto, como etnógrafo y como autor.

17
Lucha, Escritura y Etnografía

18
La primera lucha del hombre fue para subsistir.
Posteriormente, se encontraron unas cuevas con
grabados; […] se veían algunos hombres
luchando entre sí, con ciertas técnicas, con
algunas armas y con unos símbolos. Yo pienso
que es el inicio de la máscara, porque los
hombres primitivos enmarcaban y pedían la
fuerza de los animales y se ponían algunas
pieles de animales, inclusive semejándolos.

Jorge Gómez Garnica, cronista de lucha libre

China. La dinastía Zhou llevaba varias décadas. Confucio escribía unas notas mientras
otros se entretenían enmascarándose con cuernos, intentando tumbarse, punzándose de
vez en cuando, imitando los gestos de algún toro, Jiao Di (cuerno empalmado). Después
aparece el término Shuai Jiao, refiriéndose a una forma de lucha tradicional de hace unos
4,000 años. La lucha libre tiene su origen chino pero también francés, irlandés, inglés,
estadounidense, japonés… Podríamos rastrear un sinfín de leyendas, mitos e historias, el
enfrentamiento entre Bhima y Jarasandha en el Mahabarata o el de Zeus con su padre,
Cronos. No me atrevería a mencionar el origen exacto de la lucha libre, pero sin duda,
como lo menciona Garnica (2008), “la primera lucha del hombre fue para subsistir.”

Las tradiciones griega y romana de lucha son referentes naturales de la lucha libre actual.
Durante los primeros dos siglos antes de Cristo, Grecia cayó bajo el poder del imperio
romano, mezclando sus extensas culturas y la lucha que practicaban respectivamente se
unió para formar la lucha greco-romana, misma que prohíbe cualquier toma o llave
debajo de la cintura (Greenberg, 2000: 11). Es ésta la lucha olímpica y la que es
considerada amateur, reconocida como un deporte oficial, de competencia. La lucha
profesional es la que en México comúnmente llamamos lucha libre. No es mi intención
trazar una detallada línea histórica de la lucha libre, pero en México, su historia tiene
aproximadamente 150 años (Valero Meré, 1977).

19
Esta larga pero moderna historia de la lucha libre ha tenido cíclicos altibajos. Podríamos
señalar su época de oro cuando el Santo y Blue Demon disfrutaban un reconocimiento
internacional, impactando no sólo la lucha, sino el ámbito gráfico y cinematográfico. En
los últimos años, esta práctica ha tenido un nuevo auge, popularizándose y alcanzando las
grandes masas, en parte, debido a la actual tecnología de los medios masivos de
comunicación. Ha causado un impacto renovado en el mundo, nuevamente llamando la
atención con su particular iconografía, generando interés por la dinámica social que se
presenta durante las funciones de lucha libre y por la imagen del luchador, su máscara y
su personaje que algunos han comparado con la de un superhéroe.

De los diversos atributos culturales de México, su lucha libre presume varias


características atractivas no sólo para el aficionado o el turista común, sino para los
estudios sociales. La lucha libre ha sido comparada con ritos religiosos (Ferro Vidal,
1992) al mantener a sus luchadores, o bien, sus dioses, postrados sobre un escenario, en
medio de un combate, mientras sus fieles seguidores les rinden culto: compran sus
imágenes en fotos, posters, muñecos, decoraciones… colocándolos cuidadosamente en
sus hogares. La cuestión de la identidad, la máscara y las costumbres sociales que rodean
este ámbito mexicano pueden ser dignos objetos de estudio para cualquier antropólogo.
No hay duda que la lucha libre mexicana ha destacado por ser única no sólo en el país,
sino en el mundo.

Pero a pesar de tantos años de historia y de reconocimiento mundial, el acercamiento


general hacia la lucha libre mexicana ha sido desde fuera. Las crónicas, las
investigaciones y los estudios normalmente nos hablan desde el punto de vista de la
audiencia, del testigo, del entrevistador, del investigador. Existen diversas razones por las
cuales uno puede justificar dicha distancia, pero profundizar hasta estar detrás de la
máscara permanecerá como un reto constante. Dentro de las ciencias sociales se han
realizado estudios significativos que representan esfuerzos importantes, entre ellos, las
tesis de Ferro Vidal (1992) y Torres (2008); y los libros de Möbius (2007) y Levi (2008).
En Barthes (1957) encontramos una crónica del catch (que revisaremos más adelante). Y

20
también podemos encontrar la voz de los mismos luchadores en una compilación de
entrevistas en el libro Sin Máscara ni Cabellera (Miranda, 1992); y la voz de los
cronistas Olvera (1997) y Valero Meré (1977), por nombrar algunos.

La lucha libre tiene un papel importante en el patrimonio cultural de México, reconocida


en el mundo por su forma particular de llevarse a cabo. Las prácticas sociales que se han
generado alrededor de las luchas, ya sea en arenas importantes o en circuitos pequeños, se
han convertido en una forma tradicional de socialización, propia de México, como
veremos a lo largo del texto. La tradición de practicar la lucha libre se ha heredado de
generación en generación, tal como el hijo del Santo, heredero directo del emblemático
luchador el Santo o Dr. Wagner y Dr. Wagner Jr., el Perro Aguayo y el hijo del Perro
Aguayo, por nombrar algunos. Pero la herencia también se encuentra en las tribunas,
padres aficionados que llevan a sus hijos, sobrinos, nietos…, nunca ausentes en las
funciones, inculcando a futuras generaciones la afición por esta práctica social. La lucha
libre mexicana se ha desarrollado formalmente durante casi cien años, pasando por
arenas, salas cinematográficas, libretos de cómic, exposiciones artísticas, escenarios
internacionales, generando espacios únicos de socialización donde las clases sociales, las
creencias religiosas, los géneros sexuales y todos las formas de segregación social se
neutralizan, congregando aficionados de lucha libre que sólo se diferencian entre sí por
ser rudos o por ser técnicos. La lucha libre mexicana y su historia han producido los
suficientes méritos sociohistóricos para sostener una investigación profunda.

Etnografía: la recreación literaria de una realidad

El problema en torno a la realidad y la representación de la misma ha provocado un sinfín


de cuestionamientos filosóficos. En el caso de las ciencias sociales, ¿qué tan posible es
representar la realidad mediante una herramienta antropológica, la etnografía? Y por lo
tanto, ¿hasta qué medida podemos considerar los productos antropológicos como obras
que retratan y explican eficazmente la realidad? Si bien la problematización filosófica y
antropológica de la realidad ha producido una larga cadena de discusiones (véase

21
Lyotard, 1979, Marcus y Fischer, 1986, Geertz, 1991), este trabajo tiene como enfoque el
cuestionamiento de la práctica etnográfica en su intento de representar la realidad como
tal, de forma objetiva o bien, científica.

La estructura del presente texto, en sí, manifiesta este cuestionamiento, siendo éste un
texto literario, un relato de experiencias personales, pero también una etnografía. La
etnografía, según Agar (1986: 12), es el tipo de investigación social que busca demostrar
el sentido lógico de mundos ajenos. Agar acierta en señalar que la etnografía es, además
de un producto, un proceso. Como producto lo podemos encontrar en forma de un texto,
un libro, una fotografía, etcétera. Y como proceso, es la manera en que el etnógrafo
intenta aprender o entender un grupo de individuos, lo cual lo denomina trabajo de
campo. Pero las experiencias del etnógrafo, del trabajador de campo, también pasan por
procesos intelectuales y reflexivos que posteriormente son traducidos a un texto, en este
caso, un texto antropológico. Además, los estudios etnográficos tienden a delimitarse a
un grupo de individuos que comparten algo en común, aunque en las etnografías actuales,
los factores en común o compartidos pueden ser delimitados a un espacio de trabajo, un
estilo de vida, un hogar o una filosofía (Morse, 1994: 161).

Pero hemos revisado en la parte introductoria de este trabajo que la etnografía también es
un texto autoral que depende de las experiencias personales del etnógrafo y su relación
con la realidad descrita, además de su capacidad y el estilo expresivo de descripción. En
algunos casos, se les puede denominar como etnoficciones. Martín Lienhard, define la
etnoficción como, “la recreación ‘literaria’ del discurso del otro, la fabricación de un
discurso étnico artificial, destinado exclusivamente a público ajeno a la cultura
‘exótica’”(1990: 290). Y me pregunto si es posible no hacer una recreación literaria de un
discurso. Si la etnoficción es la recreación – literaria si es escrita – del discurso, ¿qué
otras opciones tengo como escritor, como antropólogo? El trabajo de los investigadores
no sólo es recopilar información mediante grabaciones de audio, transcripciones de
entrevistas y testimonios, registros audiovisuales y escritos de los sucesos, sino editar el
material reunido, seleccionar y segmentar la información para recrear un discurso.

22
Nosotros mismos somos recreaciones de nuestros propios discursos, intentamos ser el
ejemplar viviente de nuestras aspiraciones discursivas, hacemos el esfuerzo por manejar
una postura, una opinión, mantenernos dentro de círculos sociales determinados y
eventos sociales, recreándonos una y otra vez, según la ocasión. ¿Cómo poder evitar la
recreación de un discurso al querer hacer una transcripción del mismo? ¿O para qué
querer evitarlo? Es una tarea imposible e incluso sin sentido. Pero tampoco quisiera
limitarme al discurso del otro, el ajeno al propio, al que Lienhard denomina “exótico”.
Esta tesis tiene el objetivo de combinar el discurso propio, autoral y personal,
reconociendo y considerando no sólo al antropólogo como el autor, sino también como
un miembro auténtico de esa cultura “exótica.”

La lucha libre y la etnografía en primera persona

Reitero mi inclusión al ámbito de la lucha libre, observando y participando, desde junio


del 2007. Pero mi entrada primero fue como aprendiz, como aspirante a ser un
representante de la lucha libre como luchador profesional. Y después como antropólogo,
con el ambicioso objetivo de producir una representación de la lucha libre que pueda
satisfacer tanto la perspectiva y la audiencia antropológica, como la de un luchador. Es
una recreación literaria de mi propia experiencia, traduciendo mis experiencias a formas
textuales.

Esta representación, un texto y una reflexión en primera persona, presenta descripciones


detalladas de la lucha libre a partir de la experiencia propia dentro del ámbito. La
estructura del texto se basa en el proceso personal que se llevó a cabo para llegar a luchar
profesionalmente, un relato personal que recrea las diferentes etapas de un luchador
profesional, retomando momentos importantes: las primeras etapas del proceso, los
entrenamientos, el recorrido de diferentes gimnasios, las lesiones, la obtención de la
licencia profesional y el debut profesional. El texto, una etnografía que consideraré
literaria, que además de lo anterior mencionado, también es un recorrido gradual por la
lucha libre que implica la descripción de los espacios generales de este ámbito, las formas

23
de relaciones sociales que se desarrollan dentro de ella, el tema de la identidad con la
utilización de una máscara o de una identidad alterna, el lenguaje corporal y distintas
cuestiones en torno a la visión popular de la lucha libre. Es además necesario abordar de
forma mínima la manera en la que considero se formula una representación de la realidad
dentro de la antropología, lo cual abarca las categorías de ficción y realidad.

Tomando en cuenta los cuestionamientos anteriormente expuestos, podemos señalar que


la antropología no puede ofrecer una visión de la realidad – como ya lo han señalado
Geertz (1989) y Clifford (1995) por mencionar a unos – sino una interpretación de la
misma, hecha por un investigador o un grupo de investigadores sobre un tema
determinado, presentando, lo que se consideraría, una recreación literaria de un discurso
o bien, extendiendo el contenido un poco más, una recreación literaria de una realidad. La
literatura, según la Real Academia Española, es el “arte que emplea como medio de
expresión una lengua”. Sin embargo, “[…] se define esencialmente en términos de lo que
alguna clase social y algunas instituciones (las escuelas, las universidades, los libros de
texto, los críticos, etc.) llaman y deciden usar como literatura” (Van Dijk, 1980: 118). Lo
mismo diría de una etnografía o una obra antropológica. ¿Quién o quiénes definen qué
cosas y para quiénes? Es decir, ¿cuales son los factores determinantes para denominar
una obra como etnográfica o antropológica? No soy una clase social, tampoco una
institución o una autoridad académica, pero sí soy miembro de alguna clase y alguna
institución y el texto que se presenta, es literario por usar una lengua como la herramienta
para expresarse y es etnográfica por presentar datos concretos de una comunidad,
experimentados en primera persona y escribiéndolos de la misma forma. En esta tesis,
hago un esfuerzo por aprovechar mi condición de autor, como recreador de un discurso,
al escribir una etnografía literaria.

Etnografía: un proceso de ficción y mímesis

24
Me parece acertado pensar al antropólogo como un autor, un escritor condicionado por
las limitaciones de su propio lenguaje y sus experiencias empíricas. Al respecto, Clifford
Geertz (1988: 14) explica:

La habilidad de los antropólogos para hacernos tomar en serio lo que dicen tiene
menos que ver con su aspecto factual o aire de elegancia conceptual, que con su
capacidad para convencernos de que lo que dicen es resultado de haber podido
penetrar (o, si se prefiere, haber sido penetrados por) otra forma de vida de haber,
de uno u otro modo, realmente ‘estado allí’. Y en la persuasión de que este
milagro invisible ha ocurrido, es donde interviene la escritura.

Es mediante este texto y estas palabras que me convierto en autor y que me convierto en
etnógrafo. Es por este medio que presento otra forma de vida, y como autor, intento
transmitir mi experiencia de haber estado allí. Pero esta recreación literaria de la realidad
no sólo abarca lo observado. El antropólogo en cuestión está obligado a recrear las
impresiones que ha tenido, las sensaciones y experiencias por las cuales ha pasado y
presentarlos según la perspectiva que desea mostrar. En última instancia, el investigador
se recrea a sí mismo, presentándose mediante un texto.

Este inevitable procedimiento tiene que pasar por lo que llamaría el proceso de
ficcionalización de la etnografía. La ficción puede ser considerada como un género
literario o cinematográfico que basan sus narrativas en situaciones y personajes
inventados. Y si revisamos la definición de este concepto, la ficción comúnmente se
relaciona con el acto de inventar, simular o fingir. Y si bien son ciertas y tomo en
consideración esas concepciones de ficción, consideramos en este texto que cualquier
forma de filtrar la realidad es una forma de crear ficción. Es decir, en el momento que
proceso intelectualmente mis experiencias, las interpreto y apropio elementos de la
realidad para reconstruir o bien, recrear e inventar, una realidad propia, creo ficción. Es
aún más notorio en el momento que decido externar estas apropiaciones mediante un
texto, un diálogo o cualquier forma expresiva. La forma en que plasmamos la realidad no
equivale a la realidad que interpretamos y mucho menos a la realidad en sí. Al expresar
nuestras conclusiones antropológicas o nuestros reportes etnográficos, forzosamente

25
deben ser traducidas a otro orden lógico, el del lenguaje. En este caso, me delimito al
lenguaje escrito, el literario. Por lo tanto, el proceso de ficcionalización de la etnografía,
es inevitable.

Los componentes básicos del mundo real adquieren en la obra su propia


organización y alcanzan una especial significación. Desde el instante en que el
creador literario opera con su pluma sobre la realidad, allí mismo nace el mundo
ficticio […] Aunque éste puede asemejarse al mundo real, su única condición de
obra literaria reside en la organización de su material lingüístico. Mediante el
lenguaje empleado en ella se ha creado un mundo autónomo […]
(Rubio, 1970: 11-12)

Paul Ricoeur (1985: 114) habla de la ciencia del texto, señalando que, “puede tener en
cuenta únicamente las leyes internas de la obra literaria, sin considerar el antes y el
después del texto.” Vale la pena reiterar mi percepción de textos antropológicos como
textos literarios, considerando que utiliza una lengua escrita como medio de expresión.
¿Pero acaso este mundo ficticio es mentira, es un mundo falso, es la oposición de la
realidad? La práctica de la ficción no es necesariamente una resistencia ante la realidad y
de la misma forma, la verdad tampoco es lo opuesto de la ficción. Si bien la ficción es
incierta, podemos decir que la verdad también lo es (Saer, 1997). ¿Hasta qué punto el
etnógrafo puede mantener una escritura de verdades puras? ¿Acaso alguna vez no
escuché que hasta los productos puros enloquecían? (Clifford, 1995) Y si bien pueda
existir una intención sincera de escribir la verdadera realidad, “sigue existiendo el
obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las
turbulencias de sentido propias a toda construcción verbal” (Saer, 1997).

La ficción en el ámbito de los textos escritos es la recreación de sucesos y acciones,


configurados según la creatividad textual de un autor. La autonomía del texto posibilita la
ficción, el texto en sí configura otra realidad. La ficcionalización de la etnografía no
descarta ni descalifica los hechos y los datos presentados en el texto, más bien es un
proceso inevitable que pone en evidencia la condición humana que tiene el autor,
implicando relaciones interpretativas con las fuentes, las vivencias experienciales y los

26
procesos de escritura y lectura de la obra final, la etnografía.

Ricoeur (1985: 130) es más cuidadoso, no haciendo referencia al mundo de la ficción,


sino al reino del como si:

Hubiera podido decir el reino de la ficción, según el uso corriente en crítica


literaria. Me privo, sin embargo, de las ventajas de esta expresión […] para evitar
el equívoco que crearía el uso del mismo término en dos acepciones diferentes:
en la primera, como sinónimo de las configuraciones narrativas; en la segunda,
como antónimo de la pretensión de la narración histórica de construir una
narración “verdadera”.

La propuesta de Ricoeur en Tiempo y Narración (1985) sobre la triple mímesis resulta de


utilidad para explicar lo que considero como el proceso de ficcionalización. El concepto
de mímesis fue introducido, como lo señala el propio Ricoeur, por Aristóteles y lo
consideramos, en un primer momento, como una forma de imitación. A diferencia de una
representación, el acto de imitar implica el hecho de que se considera equivalente a
aquello que imita. En este sentido, la representación reconoce su fuente, mientras que la
mímesis, o la imitación, no. Sin embargo, entendemos, en un segundo momento, que la
actividad mimética implica una operación o una acción que genera una obra. Y ésta, si
bien “imita” la realidad, logra desarrollar una condición de autonomía puesto que no
depende, en sí, de la realidad. Así, Ricoeur divide este proceso en tres etapas distintas:

El mundo antropológico parece haber establecido el trabajo de campo como la parte


fundamental para realizar antropología. Haciendo hincapié en la empatía y en la
objetividad, el trabajo de campo ha sido un procedimiento casi obligatorio en la
elaboración de una etnografía; sin embargo, hasta el momento, la preparación
antropológica no ha podido eliminar o evitar lo que Ricoeur llama pre-comprensión – y lo
que algunos llamarían ethos – del mundo con la cual cargamos como individuos. Es
imposible sacudirnos de la sociedad y de la cultura a la que pertenecemos, es imposible
encontrar esa aclamada objetividad y evadir nuestra configuración cultural. Es entonces
que Ricoeur establece la etapa mímesis I. Al enfrentar la realidad que queremos retratar,

27
el campo que queremos etnografiar o bien, las acciones que queremos imitar o
representar, debemos “comprender previamente en qué consiste el obrar humano: su
semántica, su realidad simbólica, su temporalidad. Sobre esta pre-comprensión […] se
levanta la construcción de la trama y, con ella, la mimética textual y literaria” (Ricoeur,
1985: 129). Es así que como antropólogos, como etnógrafos o como observadores
casuales, identificamos los hechos, a partir de nuestra pre-comprensión del mundo.

Y es mediante esta visión que tenemos como individuos con la que empezamos a trabajar
el campo y a formular las ideas que deseamos expresar en una etnografía. La objetividad
la hemos revisado; es una meta inalcanzable y en mi opinión, inservible. Como
antropólogos, etnógrafos y escritores, debemos entender nuestra condición humana que
no difiere a la de aquellos que etnografiamos. Tenemos formas de entender la realidad
que interpretamos gracias a la cultura que nos formó como individuos, como miembros
de una sociedad. Como antropólogos, escritores de textos etnográficos, es indispensable
tener en cuenta esta realidad al comenzar el trabajo de campo, entendiendo que nuestra
forma de observar y hacer apuntes de lo observado, no es más que la visión que nos
posibilitó la sociedad a la que pertenecemos; no es objetiva y no es la realidad, sino una
realidad de las tantas que se puede formular e interpretar de un mismo hecho, un mismo
espacio y de un mismo momento.

La construcción de la trama de la que habla Ricoeur, el acto configurante, es la segunda


etapa, mímesis II. Una vez decidido a escribir, a formular una etnografía, la traducción es
ineludible. Lo observado, lo encontrado en el campo, los hechos que se representarán en
un texto deben pasar a un lenguaje, en el caso de la etnografía tradicional, deben ser
traducidos a un lenguaje escrito. Se crea una historia coherente a partir de una cadena de
sucesos o incidentes o bien, se transforman estos sucesos o incidentes en una historia. Es
una transcripción de lo concebido. Mímesis II tiene una función de mediación: “Lo que
está en juego, pues, es el proceso concreto por el cual la configuración textual media
entre la prefiguración del campo práctico y su refiguración por la recepción de la obra.”
(Ídem, 1985: 114).

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En el momento que decidimos realizar un texto etnográfico, decidimos crear otra
realidad, una escrita, una compuesta por nuestras palabras, nuestras formas de transmitir
la experiencia en el campo, la investigación y la interpretación de esa realidad que
decidimos observar y trabajar. Es una trama lo que construimos. Traducimos aquello que
experimentamos durante el trabajo de campo a un texto antropológico, etnográfico.

Esto nos lleva a la última parte de la triple mímesis y es la aceptación de la obra lo que
cierra el proceso pues, “… el recorrido de la mímesis tiene su cumplimiento, sin duda, en
el oyente o en el lector” (Ibíd., 1985: 140). Mímesis III es el momento interactivo en el
cual el texto configurado llega a ser recibido por el oyente o el lector. Es parte esencial en
la producción de las obras en general. Sin la recepción de la obra, no tiene razón de ser. Y
la recepción misma de ésta implica una reconceptualización de lo presentado. El oyente o
el lector, considerará la obra a partir de sus formas interpretativas.

La producción etnográfica no escapa de este proceso mimético que engloba por completo
lo que considero como el proceso de ficcionalización. Pero la ficción no es mentira ni
falsedad, simplemente existe. Y es parte de nuestra cotidianidad, tan es así, que parece
estar tomando la rienda de la realidad (lo cual veremos más adelante). El proceso de
ficcionalización es inevitable, se lleva a cabo en todo contacto que tenemos con la
realidad, desde nuestras formas interpretativas de ésta, hasta nuestras formas expresivas
para representarla. Tal vez es la intención en la escritura del texto lo que pueda
diferenciar una etnografía de una ficción. El género literario de la ficción presume una
intencionalidad de invención, que si bien es clave al diferenciarlo del inevitable proceso
de ficcionalización, también tiene una tendencia de representar ciertos elementos
auténticos de la realidad. De la antropología presume una intencionalidad de representar
ciertos elementos auténticos de la realidad, pero tiene una tendencia de invención.

Realidad y ficción: un problema de legitimidad

Me parece de suma importancia hacer una reflexión de las formas en la que hemos

29
intentado representar la realidad en las ciencias sociales. Y si bien la literatura no se ha
considerado como una ciencia social, mucho menos una ciencia dura, podemos encontrar
en ella grandes retratos de la sociedad y acercarnos a sus distintas etapas históricas.
Podemos observar las corrientes políticas y la confusión social que provocaba el ejercicio
de la libertad en los Estados Unidos durante las décadas de los 60s y 70s en las crónicas
que nos escribe el Dr. Gonzo, Hunter S. Thompson. En La Región más Transparente de
Carlos Fuentes (1958) nos encontramos con un retrato de la Ciudad de México en los
años 50 y exploramos un pintoresco y complejo collage de sectores sociales que nos
presenta sus extremidades urbanas de aristocracia y pobreza.

Pero las sensaciones, las angustias, los placeres, las torturas, las opiniones abiertas, las
deliberadas interpretaciones y las sugerencias directas, hasta hace relativamente poco
tiempo, no eran del todo bien recibidas en las ciencias sociales (salvo escuelas más
recientes como la antropología de las emociones y la afectividad). No es válido
determinar si consideramos algo como bien o mal, no es válido si un encuentro o una
experiencia nos hizo brincar de alegría o retorcer de sufrimiento, tampoco es válido
expresar si pasé un mal rato o celebré con excesos algún ritual o alguna ceremonia. No es
válido pero lo hacemos. No es válido porque la tradición etnográfica lo establece así.
Pero sin duda, lo hacemos. La antropología, en su forma científica, requiere que la
experiencia personal del etnógrafo desaparezca. Geertz (1989: 12) incluso menciona que,
“concentrar nuestra atención en el modo en que se presentan los enunciados
cognoscitivos mina nuestra capacidad para tomarlos en serio.”

Pero ¿cómo es aquello que le llamamos antropología, etnografía? ¿Cuáles son esas clases
sociales o instituciones de las que habla Van Dijk que las definen? ¿Qué es lo que lo hace
tal, ciencia, antropología, literatura? ¿Las propuestas antropológicas realmente ofrecen
una representación de la realidad legítima?

La época en la que vivimos exige un replanteamiento de la percepción. En un mundo que


cada vez se encuentra más mediado por pantallas (computadoras, televisión, cine…),
nuestra forma de considerar la realidad y la ficción se ha visto fuertemente alterada.

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Estamos desconociendo las fronteras entre nuestra realidad y nuestra ficción. La ficción
ha invadido todo, nos dice Marc Augé (1997: 117), “… la ficción […] ya no parece
constituir un género particular, sino que parece unirse a la realidad hasta el punto de
confundirse con ella.”

La cuestión rebasa el problema de representar la realidad de forma legítima, puesto que el


problema también radica en la noción de una legítima realidad. Con el transcurso de la
historia, han surgido distintos movimientos epistemológicos; y si en una época
determinada dominaba el concepto de la razón y la metodología científica como las bases
para formular los modelos teóricos y la frontera entre lo real y lo ficticio, en los últimos
años, los discursos contemporáneos están siendo transformados cada vez más por un
escepticismo generalizado, un sentimiento de desencanto, hablan del fin de los grandes
relatos, hablan de posmodernidad o dice Augé, de sobremodernidad, de ficcionalización.
Pero ni la realidad ni la ficción son hechos puros. Como sociedad, hemos llegado a crear
ambas, institucionalizándolas, catalogando sus características particulares. Los mitos
religiosos, los relatos de modernidad, los discursos posmodernos, todos coexisten, todos
posibilitan distintos modelos para determinar la realidad y la ficción; pero el problema
surge cuando seleccionamos un modelo específico para realizar dicha catalogación,
elegimos una serie de conceptos para entender la realidad. Sea cual sea nuestra forma
particular de establecer la realidad y ficción, “remiten a modelos que son visiones
parciales de una realidad que los autoriza pero que no se confunde con ninguno de esos
modelos” (Ídem.: 155). “Pues el error no puede surgir y ser decidido mas que en el
interior de una práctica definida” y antes de considerar un elemento como verdadero o
falso, “debe estar, como diría Canguilhen, ‘en la verdad’” (Foucault, 1973: 36). Es decir,
elegimos una serie de conceptos, o bien, un modelo específico, que delimita y determina
la forma en la que se define la realidad mediante sus propios parámetros, sus propios
estatutos, aislados de otros modelos, otras formas de concebir el mundo y que no
consideran (1), el hecho de que definen conceptos sólo dentro de sus propias condiciones
y (2), las condiciones elaboradas por modelos ajenos y sus determinadas formas de
concebir la realidad. De tal manera que, como nos indica Foucault, no se considera un
elemento como verdadero o falso hasta que se determine estar “dentro” de la verdad o

31
bien, legitimado y reconocido dentro de un modelo, o bien un discurso.

La realidad supone presentar todo lo que existe o bien, aquello que parece ser. Pero se
requiere de un consentimiento común; las comunidades, a partir de un modelo, reconocen
lo percibido mediante los conductos sensoriales, lo catalogan, lo clasifican, lo nombran.
Como dice Foucault (1968), pasan a ser parte de un “sistema de nombres.” Pero las obras
concebidas como creaciones o ficciones, también pretenden presentar la cotidianidad,
evocando un tiempo, un espacio, un lenguaje, una historia, un punto de vista, una forma
de concebir el mundo. La realidad es un hecho, pero la ficción también. Por lo tanto, no
se trata de diferenciar enteramente la realidad de la ficción. Provocaría establecer
nuevamente condiciones específicas y parámetros de percepción para definir estos
conceptos. El objetivo no es establecer firmemente lo que es realidad y lo que es ficción,
es estar consciente de que la perspectiva, ajena o propia, es condicionada por una cultura
y por modelos específicos; lo que existe son distintas perspectivas que ofrecen formas
particulares para definirlas y por lo tanto, percibirlas. “En efecto, si la ficción puede
definirse como un régimen de percepción socialmente regulado, síguese de ello, por una
parte, que la ficción tiene una existencia histórica que se traduce en instituciones, técnicas
y prácticas y, por otra parte, que la ficción constituye un hecho sociocultural en el que
entran en juego relaciones de alteridad, relaciones de diversos tipos” (Augé, 1997: 126).

Pero estamos experimentando una época en la cual se está procesando la “suplantación de


lo real por los signos de lo real, es decir, una operación de disuasión.” (Baudrillard, 1978:
11). La realidad como tal, está siendo sustituida por las representaciones de esta realidad.
De tal manera que nuestra perspectiva no ejerce sobre la realidad o la ficción, sino sobre
los signos de éstos. Comúnmente podemos escuchar a alguien, mientras contempla un
atardecer, decir, “es como una postal” o “es como una foto.” ¿Acaso no es el atardecer lo
que posibilitó esa postal o esa foto? El problema aquí es que estas representaciones de la
realidad (la postal, la foto) llegan a anteceder la realidad que representan (el atardecer) y
en muchas ocasiones, las están definiendo. Se espera de un atardecer ofrecer la imagen
que conocemos por medio de una postal o una foto. Y se vuelve cada vez más complejo
poder diferenciar las representaciones de lo que se supone representa, la realidad.

32
¿Y ahora? La realidad es creada, la ficción también. Ambas son institucionalizadas e
interpretadas; la realidad nos es explicada mediante un modelo que es una visión parcial
de la realidad, la ficción, también. Y surge otro problema, tanto la realidad como la
ficción están siendo suplantadas por los signos de éstas y después, hacemos un intento de
interpretarlas. Como antropólogo, cargo con esta discusión, con esta problemática; voy al
campo, hago mi trabajo y ahora tengo la tarea de representar, mediante un texto
antropológico, tal vez científico, sin duda autoral, la realidad de una comunidad
determinada. No encuentro una solución clara, por lo menos no permanente, en
replantear, reconfigurar y redefinir los conceptos de realidad, ficción y los relacionados
con éstos. Una tarea inconcebible. Si los mismos elementos de lo real pueden evocar
distintas realidades, podríamos, más bien, hacer un replanteamiento de la percepción o la
forma en la que consideramos lo percibido, sea esto una obra científica, antropológica,
literaria, etcétera.

La antropología como una interfaz de la realidad

En 1950, Robert Doisneau, fotógrafo francés, es asignado para ilustrar un artículo en la


revista Life y produce una fotografía que le traería fama y renombre, Le Baiser de l'Hotel
de Ville, un retrato de una pareja besándose.

Le Baiser de l'Hotel de Ville, 1950, Robert Doisneau.

33
Sin entrar a una valoración artística de la obra, Doisneau parece haber capturado un
momento idóneo y espontáneo en el cual una pareja se besa apasionadamente en las
calles de París. A primera vista, nos encontramos con una obra, al parecer, representativa
de una cierta cotidianidad parisina en una época determinada. La foto nos presenta
distintos detalles de la época en París. Vemos a la pareja, la vestimenta, boina, sombrero,
saco, gabardina, peinados…. En primer plano, muy a la parisina, observamos un hombre,
fuera de foco, sentado, seguramente tomándose un café sobre la banqueta. En el fondo,
coches de la época. Sin duda, contiene material etnográfico, o no. ¿Es o no es
etnográfico? ¿Es un acercamiento auténtico a la realidad, la realidad parisina? ¿O es la
creación ficticia de un supuesto París, de una supuesta realidad? ¿Cuál es la forma en la
que nos acercamos a la fotografía? Como científicos sociales, tenemos una doble labor.
Fotografía o no, tenemos la responsabilidad de establecer nuestro punto de vista antes de
llevar a cabo cualquier análisis: idealmente, esclarecemos un cuadro teórico, estudios
previos que se han hecho sobre el tema o el hecho en cuestión, la forma en la que nos
acercamos a ello, el objetivo del estudio, etcétera. Pero también nos encontramos con la
necesidad de entender los detalles de lo estudiado: su historia, su contexto, su
funcionamiento, mejor aún, la complicada descripción del punto de vista que tiene ante la
realidad. Después podemos partir y presentar nuestra obra antropológica, o bien, el
desarrollo de la misma presentaría a lo largo de sus párrafos, ambas realidades, la del
antropólogo y la del objeto en cuestión.

Un estudio de esta fotografía en 1970, entonces, partiría explicando la condición de ésta,


un momento espontáneo tal vez, París, 1950, tal vez una realidad pura, sincera, auténtica,
sin duda, un documento etnográfico. Varias décadas después de su producción, Doisneau
revela que se le acercó a la pareja, Françoise Bornet y Jacques Carteaud, proponiéndoles
posar para la foto. Incluso posan en tres distintos lugares, Place de la Concorde, Rue de la
Rivoli y Hôtel de Ville (Chelminski, 2005). Este último es el definitivo y el conocido
retrato. La revelación de esta información, el hecho de que la pareja posó, que es una
puesta en escena, ¿despoja cualquier valor etnográfico que haya tenido la fotografía? ¿Se
vuelve meramente una creación artística? ¿Se descartaría cualquier estudio previo de esta
fotografía? El cuestionamiento, nuevamente, no encontrará solución en el análisis de la

34
información, de los elementos en cuestión, en este caso, de la fotografía, sino en la forma
en la que se concibe.

James Clifford (1986: 98) nos habla de la etnografía como una alegoría y la Real
Academia Española define ésta como “una representación simbólica de ideas abstractas
por medio de figuras, grupos de éstas o atributos.” Lo que hacemos como etnógrafos,
entonces, es valer de elementos de nuestra cotidianidad para representar lo trabajado en el
campo: las etnografías son representaciones simbólicas. Como lectores y escritores de
etnografías, luchamos para enfrentar y tomar la responsabilidad de nuestras
construcciones sistemáticas de otros y de nosotros mismos mediante otros (Ídem.: 121).

Aceptando la condición alegórica de la etnografía es fundamental y cambiaría la manera


en la que se pueden escribir y leer (Ibíd..: 99). Siguiendo los señalamientos de Clifford,
por muchos años, la visión personal o íntima del etnógrafo fue marginalizada de textos
científicos, encontrando esta perspectiva dentro de prefacios, memorias, anécdotas,
confesiones… Pero la autoridad etnográfica es constantemente cuestionada por la voz de
los mismo informantes y en los mismos textos antropológicos es cada vez más común
encontrar la voz de dichos informantes. El diálogo intersubjetivo, la traducción y la
proyección resultan en etnografías problemáticas. Clifford (Ibíd..: 109) termina la idea
puntualizando: “Pero como versiones escritas basadas en el trabajo de campo, estos
sucesos claramente ya no son la historia, sino una historia entre otras.” Y es a lo que
podemos aspirar como etnógrafos. Escribir una etnografía, pues, es crear una
representación y no es sólo poner en escena – dentro de dicha representación – lo
estudiado, el campo y sus temas, es poner en escena la historia que nosotros concebimos,
lo que escribimos, pues, es nuestra historia. Un escrito etnográfico traduce nuestra
experiencia al texto.

De esta manera, consideramos la antropología y la etnografía como una interfaz para


interpretar la realidad, al fungir como un elemento que conecta dos realidades, facilitando
el intercambio de datos e información.

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El formato de exposición de un documento no altera su valor etnográfico. Hemos visto
que existen y podemos encontrar obras literarias que contienen valor antropológico. Pero
incluso en la antropología nos encontramos con textos que asemejan más la literatura que
la antropología. Leemos a Los Hijos de Sánchez de Oscar Lewis (1961) como si nos lo
hubiesen escrito los propios miembros de la familia Sánchez. Augé (1998), en Travesía
por los Jardines de Luxemburgo, nos cuenta y nos describe un día, una jornada
cualquiera en París en forma de relato. En México tenemos el gran ejemplo de Ricardo
Pozas (1952); pareciera ser una autobiografía, leemos las anécdotas y los caminos que
toma su protagonista, Juan Pérez Jolote. Lo leemos y escuchamos su voz cuando en
realidad el autor toma el lugar de Pérez Jolote y decide hablar por él. Y Pozas (Ídem.: 7)
se introduce diciendo que el texto “es el relato de un hombre en quien se refleja la cultura
de un grupo […]” Lo cual me remite a Prelorán (2006: 22) y en su obra encontramos una
técnica de registro denominada etnobiografía que aunque esté enfocada al cine
documental, nos ofrece una forma de realizar etnografías al estructurar la descripción de
una cultura alrededor de la biografía de un individuo que pertenece a la misma. Si
describimos a Jesús Sánchez para introducirnos a una parte de la Ciudad de México o
tomamos las calles y hablamos del deporte con Augé para encontrarnos en París o si
escuchamos a Pérez Jolote para acercarnos a un punto de vista de un chamula, como
etnógrafos, sólo escribimos, nuevamente, nuestra experiencia, sólo contamos nuestra
historia. Hasta cierto punto, la etnografía es biográfica; es mediante nuestra vida o la vida
de alguien más que nos acercamos a una cultura.

La fotografía de Doisneau es la misma, si nos encontramos con ella en 1960, en 1970, en


el 2000 u hoy mismo, nos presenta la misma información. Lo retratado es lo mismo. La
fotografía no ha cambiado y por sí misma, no determinará si es un documento etnográfico
o una obra de arte, una puesta en escena o cualquier otra cosa. Es la forma en la que
concebimos un documento lo que lo define; ¿será una alegoría, una representación
simbólica, será un documento etnográfico? Pues las etnografías, hemos visto, son
justamente eso, alegorías y representaciones simbólicas.

36
Pero no malentendamos esta situación. Las obras etnográficas son, efectivamente,
representaciones, ficcionalizaciones de lo que se supone es la realidad pero no eliminan la
realidad que representan. La recreación de un beso en Le Baiser de l'Hotel de Ville
tampoco elimina la realidad que representa. Sin duda reapropiamos, como antropólogos,
esa realidad y en sus distintos contextos, la transformamos al traducirlas en obras escritas.
Y así, dentro de la antropología, nos volvemos interfaces; conectamos dos realidades, tal
vez dos culturas o dos sociedades, facilitando el intercambio de datos e información. En
la actualidad, el término interfaz nos refiere a un programa, un software por el cual se
logra una interactividad entre un usuario y una computadora, o bien, un puerto
electrónico por el cual se envían y reciben señales de un sistema a otro. La antropología,
como interfaz, comúnmente tiene justamente esa función; la de un mediador que
posibilita la interacción, el diálogo y el intercambio de información entre sistemas
culturales. Como antropólogos o científicos sociales, somos receptores y emisores de
realidades, las interpretamos y las representamos; somos elementos activos del interfaz
antropológico.

Conclusiones

Habría que preguntarnos, ¿dónde comienza y dónde termina la participación e


intervención del escritor, del antropólogo? ¿En qué forma nos está mostrando la realidad?
¿Qué realidad nos está mostrando? La intervención creativa por parte del antropólogo, al
producir una obra, es inevitable; hay que asumirla justamente como eso, una obra. Hay
que ponernos dispuestos a dialogar con ella e interpretarla. Como antropólogos, sólo
podemos enfrentar la realidad que concebimos; como lectores, sólo podemos enfrentar la
realidad que nos puede ofrecer el antropólogo, el autor.

Las obras científicas serán distantes de las obras literarias por su metodología y su
intención, pero ambas serán creaciones autorales. Ambas recurren a la capacidad
interpretativa y expresiva de un autor. Reitero mi condición de autor y mi intención
literaria, me propongo defender la idea de recrear discursos de forma literaria, utilizando

37
las formas expresivas que permiten la lengua. Creo un mundo textual y autónomo a partir
de mi experiencia y de la forma en la que concibo la realidad. Éste es un texto que si se le
considera científico, literario, etnográfico… sólo serán esas clases sociales o esas
instituciones que deciden hacerlo así. Si se lee como realidad o como ficción, sólo serán
esas perspectivas que permitan hacerlo así. Como autor, no pretendo presentar la realidad
en un texto, tampoco los hechos ni las verdades en sus formas más puras e inmaculadas.
Escribo experiencias que a mi juicio y mi experiencia son las más relevantes para
entender cierta realidad, pero entiendo que esa realidad es una que sólo yo pude concebir.
Presento un acercamiento etnográfico de una comunidad, de una realidad. Y no estoy
para definir la realidad, mucho menos la ficción de una comunidad.

Pretendo ofrecer un texto, un ejercicio, una etnografía literaria de la lucha libre; una
realidad retratada, una realidad etnografiada, concebida y expresada dentro de mi
capacidad autoral. La etnografía comienza desde que pasó por mi mente integrarme a esta
comunidad de lucha libre. Y después de experimentar dicha realidad, la proceso, la
registro de alguna manera y finalmente la traduzco a este lenguaje escrito. Aspiro a
presentar mi perspectiva de la realidad, mi punto de vista de la lucha libre, porque es lo
único a lo que podría aspirar a presentar como antropólogo, como etnógrafo y como
autor.

Ha pasado más de un año desde que comencé mi incursión dentro de la lucha libre,
habiendo entrenado principalmente en la Arena México con el Profesor Arturo Beristain
“El hijo del Gladiador,” recurriendo a otros gimnasios como el de la delegación Miguel
Hidalgo, el Juan de la Barrera y el Gimnasio Ham Lee. Hasta la fecha sigo participando
en entrenamientos, luchas y distintos eventos como la exposición Katharsis en el Museo
de la Ciudad de México que organizó el Consejo Mundial de Lucha Libre, celebrando sus
75 años de existencia y el evento Lucha Libre Experiencia, realizada en el Centro
Banamex.

Con esta tesis, amplío mis posibilidades de reflexión, de creación antropológica, de


creación autoral y de escritura científica para expresar una realidad etnográfica. La que

38
experimenté como antropólogo y la que comparto como antropólogo, pero también es la
que experimenté como individuo y como miembro de una sociedad; la comparto como
autor y como creador de un texto literario. Una etnografía literaria de la lucha libre.

39
Primera Parte

40
El encanto de la Ciudad de México siempre es distinto; por variables razones, a veces es
por el tipo de estancia que uno tiene en la ciudad. Como visitante temporal, ya sea por
cuestiones de ocio, trabajo o compromisos sociales, uno llega por primera vez y
encuentra un inmenso laberinto, sin lógica de orden o dirección, lleno de personas que no
fijan la mirada en una sola cosa y rondan el espacio con una prisa constante. Nos
encontramos sorprendidos por la infinidad de posibilidades de entretenimiento y tal vez
nos fascine el hecho de que los rostros no se repitan. Encontramos la evidencia mística
del mundo prehispánico en cada esquina, en su forma comestible, huitlacoche,
chapulines, jumiles; en las estructuras vemos rastros de Quetzalcóatl o Tláloc y al llegar
al zócalo escuchamos tambores, presenciamos danzantes y observamos limpias. La era
colonial es aún latente con sus vestigios arquitectónicos que parecen hundirse cada vez
más al encontrarse sobre un concreto inestable y hasta surreal al pensar que la ciudad fue
puesta por encima de un lago y varios templos. Desde los edificios gubernamentales
como el Palacio Nacional hasta las clásicas viviendas que han sido poco cuidadas y la
iconografía religiosa mezclada entre la Virgen de Guadalupe y los dioses prehispánicos,
podemos presenciar el esplendor de la colonia, su imponente forma de gobernar y su
huella permanente. Pero las líneas infinitas de coches, los rascacielos, las corbatas y los
portafolios nos recuerdan que también es una metrópolis moderna. El visitante parece no
tener tiempo suficiente, sin importar la duración de su estancia, para disfrutar y realmente
llegar a conocer el Distrito Federal.

Después, si uno se queda más tiempo, el agotamiento gradual va dominando el ritmo de


nuestros días, semanas, meses, años. Sin darnos cuenta, somos aquellos que una ves
observamos, no fijamos la mirada en una sola cosa, parecemos llegar tarde a todos
nuestros destinos a pesar de invertir varias horas del día en transportarnos de un lugar a
otro. Corremos, tenemos prisa. El ocio y entretenimiento ya no es atractivo ni llamativo
porque al final del día, de la semana y del mes, nuestro destino final es el reposo y el
descanso para poder continuar con nuestras vidas laborales, académicas o de cualquier
tipo. Hay una ironía de vivir entre tanta gente. El rodeo constante de miradas, roces y
movimiento nos aísla cada vez más; la fortuna e infortunio de ser permanentemente
anónimos, deteriora nuestra capacidad de socialización pero cuando menos nos lo

41
esperamos, nos damos cuenta de que los círculos sociales a los cuales pertenecemos son
mucho más pequeños que lo imaginado, simplemente tienen varias vueltas que tomar
dentro del laberinto para cerrarse.

En ambos casos, visitante o residente, las ideas preconcebidas de la Ciudad de México


han sido regidas por los medios masivos de comunicación, mismos que nos presentan una
realidad cuasi apocalíptica, sobreabundante en los puntos negativos para el bienestar del
ser humano: contaminación, sobrepoblación, escasez de agua, crimen. Llegamos a la
ciudad temerosos del encuentro desafortunado que marque un destino fatal o algún
trauma permanente: robo, asalto, secuestro.

Dentro de este anonimato constante, la Ciudad de México nos ofrece aproximarnos a un


mundo que para muchos es surreal, kitsch y parte del colorido folclor mexicano pero para
otros forma parte de la cotidianidad, la costumbre y la tradición. En 1929, el señor
Salvador Lutteroth González viaja a El Paso, Texas como inspector de hacienda y
presencia un encuentro de lucha libre en Liberty Hall. Inquietado e intrigado por el
evento, el Sr. Lutteroth decide ofrecer el mismo tipo de función en México y el 21 de
septiembre de 1933, hace posible el estreno de la Empresa de Lucha Libre Mexicana
(EMLL) con un espectáculo de lucha libre en el cual se presentaron figuras como el
Chino Achiu, el estadounidense Bobby Sampson, el irlandés Cyclone Mackey y el
mexicano Yaqui Joe.

Casi 80 años después, la afición en general y los mismos luchadores consideran la lucha
libre mexicana como uno de los tres mejores del mundo, consagrándose junto con la
japonesa y la estadounidense. La lucha libre en México ha sido particular en su forma de
ser por la utilización de máscaras, el desarrollo mítico del personaje, la técnica luchística,
el llaveo a ras de lona y la utilización de vuelos y mortales acrobáticos. En los Estados
Unidos de América, se ha privilegiado el cuerpo, presentando luchadores colosales
portando imponentes masas musculares pero descuidando la técnica que determina en sí,
el ser o no un luchador. En Japón, parece poder encontrarse un balance entre estas dos,
poniendo énfasis tanto la presencia física del luchador como su técnica; además,

42
presentan a los luchadores con sus nombres reales, intentando de relacionarlos más con la
vida cotidiana. El diálogo entre estos países y el proceso de globalización han
posibilitado una influencia triangular entre dichas regiones y es inevitable notar
elementos de cada una de estas “escuelas” de lucha libre en cada país.

Paso uno: el reencuentro con la lucha libre

Un domingo familiar cualquiera, mayo 2007, me encontraba bastante aburrido en casa de


mis padres. Acompañado por mi hermano, pasaba por todos los canales televisivos sin
cesar: la televisión pareciera haberse convertido en el último miembro de la familia
ordinaria. Augé (1998) escribe sobre el estado televisual, considerándolo tan cotidiano
que las personas televisadas parecen participar en el hogar como quienes viven ahí. Nos
ubicamos en el tiempo por la programación televisiva, nos referimos a los personajes
televisados como viejos conocidos mientras nos presentan elementos de nuestra realidad:
acontecimientos de la actualidad, sucesos importantes, clima, política, deportes… Pero yo
no frecuento ver la tele, desconocía la programación, me encontraba perdido en el
tiempo, un letargo dominguero, pasaba por uno de esos lapsos que parecen no registrarse
en la memoria aunque uno llega a recordarlo justo cuando se repite la misma sensación.
¿Acaso eso no es recordar o es sólo la sensación? Lapsos perdidos… no recuerdo bien.
Atontados por la imagen en la pantalla, de pronto me di cuenta que estábamos viendo un
ser enmascarado dentro de un cuadrilátero encordado, rodeado de otros más, postrados
entre sí, confrontándose. El reto era evidente. “¡Voy a ser luchador!” le dije a mi hermano
con un tono exagerado, casi infantil por la forma de broma. “Pues vas, ¿por qué no?” me
respondió.

Surgía media sonrisa en mi rostro como si realmente se me había ocurrido una grandiosa
idea o tal vez una tonta travesura. Lo contemplé seriamente por un instante. Sin hablar,
levanté la mirada hacia mi hermano, pasó otro instante y seguramente compartimos la
misma idea. “A ver, vamos a buscar,” le dije. Nos sentamos enfrente de la computadora,
sonreía mientras digería la idea y recorría el camino en mi imaginación. En un navegador

43
de internet escribí, “escuela de lucha libre,” ENTER. Comenzó la búsqueda y pronto
aparecieron los resultados. El quinto decía:

Tu Espacio en Satánico Manson Lucha Libre


La empresa con más tradición luchística en México, el CMLL, brinda sus
instalaciones para todos aquellos aspirantes a luchador en su Escuela de
Lucha Libre…

Arrastré el cursor hasta pasar por encima del titulado, la flecha negra del cursor se
transformó en esa pequeña mano blanca, como la de Mickey Mouse pero con cinco dedos
y el índice apuntando hacia arriba. Presioné el botón del mouse, justamente, e ingresé a
una página horriblemente diseñada. Un fondo negro con pixeles blancos esparcidos
matemáticamente, intentando asemejar el brillo de las estrellas con un mosaico de
imágenes de luchadores repetidas. Encima, aparecían varias publicidades que suponen
llamar la atención, los malditos pop-up windows que aparecen en las páginas de internet
tan vulgarmente como aparecen los espectaculares sobre el Anillo Periférico, burlándose
del tráfico. Un obstáculo más para los navegantes distraídos.

Había ingresado directamente a un foro en el cual se estaba discutiendo la existencia de


gimnasios de lucha libre. Los miembros del foro, naturalmente, comentaban y hacían
recomendaciones. Las tipografías chillantes, rojas y amarillas con un fondo negro me era
realmente encandilante, nunca lo he entendido pero resistí y leía:

“TU ESPACIO”

Ahora tu nueva sección:

Esta sección será Tu Espacio porque estará dedicada exclusivamente para ti,
publicaremos tus fotos y tus comentarios sobre la Lucha Libre, pero si quieres
opinar sobre la página firma el Libro de Visitas. En caso de que desees que tu
comentario sea publicado en tiempo Real visita el Foro.

44
¿Tienes alguna foto con algún luchador y quieres que sea publicada?
¿Has tenido alguna experiencia en el mundo de la Lucha Libre que nos quieras
contar?
¿Deseas alguna de las fotos de los luchadores en esta página?
¿Quieres que tu opinión sea publicada?

Escríbenos.

Continué y leí rápidamente en búsqueda de información útil, apareció lo siguiente:

“CORRESPONDENCIA RECIBIDA”

A quien corresponda:

Tengo la inquietud de practicar y aprender lucha libre, quisiera saber si puedo


aprender y practicar con ustedes, si es así, en dónde, cómo y con quién. Podrían
ustedes darme informes.

Sin más comentarios por el momento se despide su seguro servidor:

Omar Alejandro Arellano Corona

Resp.: Hola amigo Omar a continuación te informamos sobre una publicación


que hizo el CMLL para los que deseen incorporarse al mismo, en la Arena
México por si te interesa entrenar ahí, te darán fechas de inscripciones entre
otros datos:

La empresa con más tradición luchística en México, el CMLL, brinda sus


instalaciones para todos aquellos aspirantes a luchador en su Escuela de Lucha
Libre.

45
Los maestros más capacitados en el Arte de Gotch transmiten sus enseñanzas a
los jóvenes con deseos de brillar en el pancracio nacional. Con este fin, el CMLL
ha designado a los maestros Guillermo Díaz, participante olímpico en Atlanta
´96; Arturo Beristain, “el Hijo del Gladiador”, Tony Salazar y Daniel López “el
Satánico” para preparar a las nueva generaciones de luchadores.

Los requisitos para ingresar a la Escuela de Lucha Libre del CMLL son:
- Presentar un examen médico.
- 2 fotografías tamaño infantil.
- Tener más de 14 años (sin distinción de sexo)
- Pagar una cuota de 300 pesos mensuales (sin inscripción).

Todos los aspirantes, además de cumplir con los requisitos antes mencionados,
deberán tomar un curso de acondicionamiento físico con el Prof. Guillermo
Díaz, de 5 a 7 p.m. para posteriormente ingresar al grupo del Hijo del Gladiador
con horarios de 8 a 10 a.m. y los sábados de 11 a 1 p.m., o bien con Tony Salazar
de 7 a 9 de la mañana.

En el caso de los aspirantes que ya sean luchadores profesionales, las


enseñanzas las recibirán también del maestro Tony Salazar, de 3 a 5 p.m. y de
Daniel López “el Satánico”.

Cabe destacar que todos los novatos que incursionan actualmente en el CMLL
han pasado por este proceso de preparación, y no sólo ellos sino los que ahora
también son firmes aspirantes al estrellato como Ultimo Guerrero, Rey
Bucanero, Mephisto, Averno, Dr. “X”, Virus, Sangre Azteca y Tony Rivera entre
otros, han sido pulidos en sus conocimientos luchísticos por ese selecto grupo de
maestros.

No lo pienses más. Si quieres ser parte de la familia luchística y con la mejor


empresa de lucha libre en México, inscríbete a la Escuela de Lucha Libre del
CMLL.

¡Lucha Libre del CMLL!

46
Para mayores informes, comunicarse en horarios y días hábiles con el Sr. Jesús
Alcántara al 55 88 15 69 en la Ciudad de México.

Apunté la información necesaria, pensé, “no pierdo nada en llamar.” Fueron varias las
que les hice, me proporcionarían la misma información en cada llamada y era la misma
que había encontrado en el internet. Los requisitos eran básicos y la mensualidad me
parecía bastante accesible. Pero la desidia me ganaba. Inseguro de entrar a un terreno
desconocido, un mundo completamente ajeno y abandonar mi zona de confort.

De pronto aparece un nerviosismo, una respuesta natural que nos proporciona el cuerpo
para avisarnos de posibles escenarios de vulnerabilidad. Pero finalmente tomé el primer
paso y decidí visitar la Arena México; a pesar de conocer todos los requisitos, sólo acudí
personalmente al lugar para confirmar lo mismo que había leído y lo mismo que me
habían explicado por teléfono. En realidad hacemos esto. Nos acercamos al dilema en
cuestión de forma lenta, tomando descansos innecesarios entre cada paso, deseando en el
fondo que se nos atraviese un inconveniente cualquiera para colgarnos de él y utilizarlo
como escape, como excusa, formas ordinarias para desafanarnos del enfrentamiento, del
reto.

Paso dos: decisión

Fui con un doctor de una farmacia similar que ofrece consultas a 25 pesos, solicité un
certificado médico que manifieste normalidad en mi presión sanguínea y mi capacidad
respiratoria. Así, el gimnasio se deslindaría de la responsabilidad de un ataque cardiaco o
respiratorio repentino; no habría antecedentes médicos, no sería su culpa. Entré al
consultorio y al solicitar un examen médico porque quería probarme en la lucha libre, la
doctora levantó su mirada y bajó sus anteojos con la mano, sonrió sutilmente para
concretar el cliché y me contó alguna anécdota suya en la cual había visto luchar a
Pierroth. Hasta lo había conocido, me dijo. “Cuidado, eh, hay unos rudos que son bien

47
cabrones,” me advirtió. Aunque no recuerdo bien su frase, tal vez me había dicho “hay
unos cabrones que son bien rudos.” Pero la idea era esa. Ya tenía unas fotos que me había
tomado por algún tramite pasado y tenía 25 años. Requisitos cumplidos.

Llegué a la Arena México y esa sensación de nerviosismo reaparecía, naturalmente;


entraba a un espacio desconocido. Mi entrada a la Arena México no fue como espectador
ni aficionado, tampoco como turista con esa curiosidad que provoca la lucha libre y la
mexicana en particular; llegué como aspirante, como uno más que fantasea, sueña, divaga
e intenta en convertirse en un luchador, un gladiador enmascarado. Un poco confundido,
pero más que nada nervioso, me acerqué a las taquillas a preguntar por la entrada, venía a
la escuela, a tomar clase, a aprender. Era mi obligación portar mi condición de aspirante,
pero más importante, mi condición de no ser un curioso turista o un visitante cualquiera.
Voy a ser luchador. En realidad, lo que necesitaba en ese momento era convencerme a mí
mismo. Voy a ser luchador. Había un señor sentado en una silla de plástico, blanca, a un
lado de la taquilla y platicando con un par de personas, me señalaron la entrada del
estacionamiento, “por ahí, ve y pregunta.” Bien, voy a ser luchador.

Caminé por toda la orilla de la arena, llegando a unas rejas de metal, un alambre delgado,
entrelazado en patrón de diamantes. La reja estaba abierta y había una caseta que le daba
entrada y salida a los autos. Hay dos entradas al estacionamiento y dos casetas, una sobre
la calle Dr. Río de la Loza y otra sobre Dr. Rafael Lucio. “¿El gimnasio?” pregunté. “Más
adentro,” señalando hacia los pocos coches dentro del estacionamiento que tenía una
iluminación escasa.

Hecho de ladrillo y concreto, el estacionamiento, por la temporada, estaba tapizada de


charcos. El gris frío de la estructura, la poca luz y el agua generaba un ambiente tenue.
Bien me podría imaginar a Sherlock Holmes con su gabardina, sombrero y pipa,
caminando lentamente, buscando rastros y evidencia de un crimen, un misterio. Pero por
qué Sherlock y no mejor el propio Héctor Belascoarán Shayne, cigarrillo en mano.
Caminé un poco más, observando las paredes frías, sus goteras y noté unas lámparas de
alógeno, delgadas, un neón rosa fosforescente colocadas arriba de una puerta de lámina,

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grande, también gris, tipo garaje. En frente de ella, un señor ya grande, pasados los 50
años de edad, con una cabellera blanca, Don Peter. Me le acerqué y le pregunté lo mismo,
“¿el gimnasio?” Me preguntó por mi recibo. Me confundí con la pregunta, evidentemente
era nuevo y me orientó hacia la oficina donde debía hacer el pago, entregar las fotos y mi
certificado médico. Una vez finalizado todo, recibiría un recibo que debía mostrar cada
vez que llegaba a entrenar. Regresé con Don Peter y me dio instrucción para llegar al
gimnasio mientras me daba paso por la puerta.

La Arena México

Mucho antes de la existencia de la Arena México, Salvador Lutteroth González se había


aliado con don Francisco Ahumada para realizar esa primera lucha en 1933 pero para
llevarla acabo, hacía falta un recinto adecuado. Se reunieron con los señores Lavergne y
Fitten, importantes empresarios de boxeo para negociar el préstamo de la Arena Nacional
(hoy el Palacio Chino), sin embargo, se encontraron con una respuesta negativa. La
solución la encontró en el señor Víctor Manuel Castillo, propietario de la Arena Modelo
que en ese momento se encontraba prácticamente desmantelada. Un artículo en el número
2837 de la revista Box y Lucha lo relata:

Corría la primera semana de septiembre de 1933. Don Salvador Lutteroth miraba


extasiado la lona que cubría todavía la Arena Modelo (Colonia Doctores). Le
había costado 5 mil pesos. Era de un material plegable, por lo cual podía
desmontarse para evitar daños por las inclemencias del clima. Lutteroth no quería
fracasar, sabía que para tener pajarones primero debía tener una buena jaula. No
deseaba correr la suerte de quienes en 1931 construyeron el coso en el que estaba
parado: Alberto Monteverde y Juan Volrath que anhelaban erigir una sólida
empresa de box pero quienes vieron como a sus sueños se los llevaba el viento y
el agua; y es justo que el día de la inauguración un torrencial aguacero y
ventarrones se llevaron la lona y los maderos que construyeron el escenario.

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Por tal situación fueron suspendidos por una semana. La pérdida económica fue
muy fuerte por lo que los empresarios abandonaron el negocio. Lutteroth remozó
las gradas puso puertas para evitar que las corrientes de aire deterioraran el
interior del recinto. La Arena Modelo que desde el 21 de septiembre de 1993 se
llamaría México estaba lista para recibir a la Lucha Libre... y hasta ahora sigue
siendo la gran Arena México.

La decisión estaba hecha, había entrado ya y el nerviosismo se transformaba en emoción.


Subí los escalones que me había indicado Don Peter. Me llevaron hasta la parte más alta
de la arena, había una puerta abierta que me daba acceso a la sección de gradas (me di
cuenta después que no era la forma más rápida para entrar al gimnasio). Entré y vi poca
vida o tal vez vi una distinta.

La Arena México, vacía, obscura y silenciosa, me mostró su lado íntimo. No había


iluminación más que unos escasos rayos del sol, filtrados por la humedad y las nubes
lluviosas, que llegaban a penetrar por las ventanas localizadas entre el techo y las gradas,
un espacio relativamente angosto considerando el tamaño del recinto. Eran las tres de la
tarde pero daba la impresión que el sol estaba ya descansando y la noche estaba a escasos
minutos por aparecer. La luz sólo iluminaba lo suficiente para hacer sombra en cada
escalón y cada asiento, caminaba lentamente, era un espacio desconocido. Esa entrada
fue abrumadora; emocionado, sonreí inevitablemente. Abandonado, frío, contenedor de
infinitas historias y anécdotas, me sentí diminuto dentro de sus muros. Me presenté a la
Arena México. Pareciera poder escuchar las voces, los gritos y los golpes. Respiré
profundo. El diseño arquitectónico, ovalado, provoca que toda atención se dirija hacia
abajo, hacia el cuadrilátero. Un santuario digno de haber sostenido a las grandes figuras
de la lucha libre como el Murciélago Velásquez, el Cavernario Galindo, el Santo, Blue
Demon, Canek, Mil Máscaras…. Todos los asientos, azules, verdes, rojos voltean en
dirección al cuadrilátero que no pudo resistir las tentaciones publicitarias, luciendo una
lona azul estampada con el logotipo de la Cerveza Corona.

La arena disfrutaba de una tranquilidad eterna. Descansaba. Reposaba. Y de repente


escuché pasos, volteé y vi una figura obscura trotando por la orilla de las gradas, la

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misma orilla en la cual me encontraba. La México descansaba pero no dormía, el otro
extremo de la arena aún latía. La rodeé por completo, la orilla también llena de charcos.
Llegué a unas escaleras como me lo había comentado Don Peter, bajé y me encontré con
una puerta angosta de fierro que tenía a su lado una ventana de azulejos de cristal,
gruesos y rotos.

La puerta estaba semiabierta y bajando las escaleras uno podía ver el piso de concreto,
pintado de amarillo. Entrando, inmediatamente me enfrenté con un cuadrilátero, un poco
más pequeño y más bajo que uno de tamaño oficial. Las cuerdas, tan amortiguadoras en
televisión, en persona uno se da cuenta que son cables, tensionados en cada esquina y en
este caso, envueltos dentro de una manguera de hule verde. Cuando vi el ring, respiré, me
gesté a mí mismo, voy a ser luchador. Acepté el reto formalmente, mi actitud había
pasado de nerviosismo a impresionado y ahora comenzaba a mentalizarse para un
enfrentamiento.

Un enfrentamiento que ahora entiendo es con uno mismo. No hay obstrucción, no hay
trabas. Somos nosotros mismos quienes decidimos quitar o poner obstáculos. Son los
propios temores que enfrentamos. Es nuestro cansancio, es nuestro dolor, es nuestro
cuerpo, es nuestra la decisión, Todas las situaciones y personas con las cuales nos
encontramos a lo largo del camino sólo refleja el reto de enfrentarnos con nosotros
mismos. Los retos nos reflejan esa parte de nosotros que rara vez aparece porque desde
chicos hemos aprendido que el dolor no es bueno, tampoco el cansancio, tampoco el
temor. Y entonces lo evitamos, nos rodeamos de situaciones cómodas y rutinarias.
Construimos lo que le denominamos cotidianidad. Pero hoy prefiero enfrentar mis
propios miedos, mis propios obstáculos. Descubro nuevas formas de tranquilidad y
encuentro la misma satisfacción en sentir un poco de dolor que un poco de placer.

Continué caminando, pasé el ring y sentí las miradas de unas cuantas personas que hacían
levantamiento de pesas, abdominales o barras. Intenté caminar con seguridad y mostrar
indiferencia ante las miradas. Me acerqué a uno y le pregunté por el profesor Ringo
Mendoza con quién me habían asignado. Señalaron el vestidor. Las paredes presumían

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cuadros de luchadores famosos, la mayoría autografiados. Me sentí un poco incomodo,
sentí una hostilidad por parte de los presentes, pero seguramente yo mismo me generaba
ese sentimiento. Inseguridad, vulnerabilidad tal vez, adelante.

Paso tres: día uno, primer entrenamiento

Ringo Mendoza es un luchador celebrado, originario de Mezcala de Asunción, Jalisco y


cerca de cumplir los 60 años. Sus mejores tiempos han pasado pero esporádicamente
vuelve a subir al ring. A las tres semanas de haber comenzado mi entrenamiento, me
invitaron a una de esas ocasiones esporádicas. Un mercado en el norte de la ciudad, no
recuerdo bien el barrio, celebraba su aniversario y entre todos los dueños de los puestos
de fruta, verduras, carne, etcétera, organizaron una función de lucha libre. Las funciones
de este tipo, pequeñas e informales, presentan luchadores desconocidos, locales y son
oportunidades que los novatos deben de tomar para irse formando. Pero la informalidad
no disminuye la aceptación o el rechazo de la gente y de los mismos luchadores. Es la
oportunidad para mostrarse como luchador, ya sea la capacidad o la incapacidad. El
diálogo con la gente que se presenta en este tipo de función es mucho más intimo en
comparación con las funciones que se llevan a cabo en la Arena México o en la Arena
Coliseo. La gente rodea a los luchadores y al ring, guardando poca distancia,
aprovechando la inexistencia de vallas de seguridad. La salida de los luchadores, de un
casillero improvisado, normalmente un pequeño cuarto prestado por algún vecino o
conocido de los organizadores, al ring, puede ser en sí un reto, un camino difícil. El
trayecto al ring se convierte en el desfile personal del luchador. Muestra su personalidad,
su cuerpo y su rostro, su máscara. La gente lo mide, le aplaude, le abuchea y tiene su
primera impresión del luchador. Esos breves segundos, tal vez medio minuto, pueden ser
tan importantes como los 20 o 30 minutos que uno pasa sobre el ring. Pero aquí no hay
rejas ni cuerpos de seguridad que defiendan al luchador. Si bien hay un respeto general
ante él, la gente le puede empujar, jalar y por supuesto, gritar. Si el carácter del luchador
es débil, la gente pierde la fe en él y probablemente lo rechace inmediatamente.

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Se escucha el sonido de los Tigres del Norte y la gente comienza a aplaudir y gritar con
más entusiasmo. Se puede ver a distancia un Ringo Mendoza pasando entre la gente,
recibiendo palmadas, gritos de apoyo y muchas sonrisas. Después de tantos años en la
lucha, Ringo aún muestra la gratitud que le tiene a la gente y al recibimiento que le dan.
Sube al cuadrilátero y su sonrisa en imborrable, levanta su mano, saluda la gente y les
agradece una y otra vez. La gente, no cesa los aplausos hasta el anuncio del comienzo de
la lucha. Cuatro décadas han pasado desde que comenzó a ganarse la gente, ya no es
necesario comprobarse ante el público, todos sus movimientos son celebrados.

Mi memoria de la lucha libre

Desde mis primeros recuerdos, puedo encontrar la imagen de luchadores en la televisión.


Siempre fui un fiel seguidor. Recuerdo haber pasado incontables horas de mi niñez con
mi hermano mayor, Iskar, viendo luchas televisadas. Nacido en Monterrey, tuvimos la
oportunidad de migrar a los Estados Unidos, pero siempre viví en la frontera y nunca nos
alejamos de la cultura mexicana. De igual manera, crecí admirando a los luchadores
americanos, figuras como Rick y Scott Steiner, Hawk, Animal, Rick Flair, el japonés
Great Muta… Los veranos los pasaba en Monterrey y los pueblos aledaños, General
Treviño, Agualeguas… Esos veranos me permitían conocer la lucha libre mexicana.
Recuerdo mi bisabuela maniobrando con su vieja televisora en blanco y negro, cerrando
el puño y haciendo corajes contra esos rudos. La época presumía a gladiadores como el
Vampiro Canadiense, Fishman, el Perro Aguayo, el japonés Último Dragón, los
hermanos Brazo…

Encuentro con mi profesor, Ringo Mendoza

Pregunté por el profesor Ringo Mendoza y me señalaron el vestidor del gimnasio. Entré,
todas las miradas hacia mí y la incomodidad inevitable me invadía mientras me le
acerqué a un individuo para preguntarle dónde podía encontrar al profe Ringo Mendoza,

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volteó a su izquierda, contestando, “es él.” Las miradas que ya tenía encima se volvieron
más penetrantes, todos sorprendidos, tal vez ofendidos, por mi desconocimiento de este
gran luchador con incontables batallas épicas sobre el ring. Me sentí apenado, mi primer
día y no fue la mejor impresión que pude haber dado.

Al presentarme con el profesor Ringo, se mostró indiferente, me dio instrucciones poco


claras y sólo pude entender que debía esperar. Habían pasado alrededor de 10 años que
había perdido el fanatismo por la lucha libre, estaba mucho más familiarizado con las
figuras históricas de la lucha libre estadounidense y mi falta de conocimiento
probablemente fue una falta de respeto.

Salí del vestidor y caminé hacia el ring. Nervioso y a su vez ansioso, me senté sobre la
orilla del cuadrilátero donde vi a varias personas esperando. Me senté a lado de un
muchacho joven, unos 16 años, “¿entrenas con Ringo?” “Sí,” me contestó. “¿A qué hora
empiezan?” “A las cinco.” Cosa que ya sabía, pero ¡ya eran las 5:20! No sé si me ganaba
la impaciencia, la ansiedad o el nerviosismo; o estaba olvidando la costumbre mexicana
de la puntualidad pero yo estaba listo para entrenar, ya eran pasadas las cinco y tenía
demasiados nervios por encima para estar esperando más tiempo. Por fin salió el profe
Ringo Mendoza a darnos instrucción.

Corrimos unas vueltas por la orilla de la sección gradas de la arena y después subimos y
bajamos cada uno de los escalones de la misma sección. Subir, bajar, subir, bajar, del 1 al
27. Empezamos formados en una fila ordenada pero a menos de la mitad del recorrido, la
fila estaba descompuesta. Unos con las manos en la cintura o entrelazadas atrás de la
nuca, respirando fuerte, intentando de oxigenar sus pulmones, limpiándose el sudor con
sus camisetas ya empapadas. La mayoría trotando en una velocidad moderada, unos
cuantos estaban por terminar el recorrido y otros más caminaban hasta atrás, intentando
de seguir adelante a pesar del agotamiento. Sin condición física, con la humedad y la falta
de circulación de oxígeno en la arena, estaba ya empapado en sudor y físicamente
acabado. Por cada escalón que subía, sentía cada músculo de mi pierna apretarse cada vez
más. Sentía mis piernas hinchadas del esfuerzo pero seguía. Y al terminar me di cuenta

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que no fui de los últimos en acabar. Corrí con la suerte de poder descansar unos 5
minutos mientras terminaban los demás ya que continuamos con el acondicionamiento.
Lagartijas, sentadillas, ejercicios de salto y potencia. Una vez finalizado, pasamos al
cuadrilátero para hacer ejercicios de tumbling: maromas de frente, de reversa, tres
cuartos, saltos, resortes hacia delante, hacia atrás y mortales de diferentes ángulos,
alturas, fuerza, de frente y de reversa… Estos ejercicios, sin duda acrobáticos, me
presentaban distintos retos, entre ellos, el miedo de caer mal y romperme el cuello.

De niño en el juego por supuesto que me daba mis vueltas en el suelo. Pero no encontraba
la forma y maroma tras maroma mal hecha, mi cuello estaba completamente tenso y
torcido: torticolis.

La falta de metodologías pedagógicas fue evidente; sin instrucción alguna, por referencia
visual e imitación, debí hacer todos los ejercicios. Naturalmente, encontraba dificultades
en muchos de los ejercicios y sin la técnica adecuada para rodar y caer, experimenté los
primeros golpes ante la lona. Un poco frustrado, nervioso y terco, decidí que tenía que
intentar hacer todos los ejercicios. ¿Cómo podría demostrar temor si yo era un aspirante a
ser un espectacular luchador? Podría exhibir mi estado de novato y la inexperiencia
evidente en la ejecución de los ejercicios, pero miedo no.

Fueron varios los días que pasé con dolores de espalda, cuello, muñeca y coyunturas en
general; mi cuerpo y en especial mi sistema muscular se fue acostumbrando poco a poco,
pero no pasaba el día que contemplaba faltar. Me frustraba mucho, llevaba dos, tres
semanas entrenando, día tras día, integrándome a la fila, intentando de hacer los
ejercicios, de hacer una maroma bien hecha pero lo único que conseguía era torcer el
cuerpo. Supervisando lo mínimo, el profe me daba poca instrucción y mi expresión de
frustración probablemente era bastante notable cuando un luchador se me acercó y me
dijo que me tranquilizara. “Apóyate con las manos, pon todo tu peso en ellas, mete la
barbilla al pecho, aviéntate hacia adelante y deja que te lleve el impulso,” me dijo.
Fueron las primeras instrucciones reales que recibí. Sí, claro. Las maromas son sencillas
y lógicas pero necesitaba esa instrucción, ese apoyo.

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Después de un mes, la fatiga se redujo considerablemente, cada vez mejoraba mi tiempo
en recorrer las gradas y los ejercicios de tumbling eran cada vez más sencillos. Los
ejecutaba de manera más adecuada y con relativa facilidad. Por un cambio de horario
necesario de mi parte, sólo fui alumno de Ringo Mendoza durante un mes, quien me
introdujo a la base necesaria de la lucha libre, el tumbling, aunque con una pedagogía
casi nula. De esta manera, el cambio de horario me llevó a conocer y a tomar clases con
el Hijo del Gladiador, Arturo Beristain. De nuevo novato, pero pensé, ya no tanto.

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Segunda Parte

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El tumbling, como lo había mencionado, consiste en una serie de maromas, saltos,
resortes y mortales de diferentes ángulos, alturas, fuerza, de frente y de reversa…
Pareciera una serie de ejercicios extraños y sin sentido pero la mayoría de las artes
marciales y muchos deportes de contacto, aunque varían en su técnica y forma de
ejecución, realizan este tipo de ejercicio que normalmente se utiliza para el
calentamiento. Pero la importancia de desarrollar esta habilidad y concretar todo el
tumbling es incuestionable. Estamos acostumbrados a sentarnos, pararnos, caminar,
acostarnos y ocasionalmente un trote o un ejercicio leve. Movimientos bruscos, un
tropezón, un choque o un desbalance genera confusión en el cuerpo y normalmente
reaccionamos tapando nuestro rostro con los brazos y las manos o extendiéndolas hacia la
masa que genera el impacto o hacia la dirección de la caída. Nada recomendable. Es así
como normalmente se ocasionan las fracturas, brazos rotos, muñecas torcidas… El
tumbling es educación corporal, le muestra al cuerpo posiciones fuera de nuestras
actividades comunes, haciendo cotidiano la sensación de estar “desbalanceado” o bien,
estar parados de cabeza o con una inclinación hacia una extremidad de nuestro cuerpo,
etcétera. Poco a poco vamos desarrollando reacciones más lógicas que no intentan
detener los impactos, sino utilizar la fuerza de los mismos para fluir corporalmente con
esa energía, evitando colisiones y por lo tanto, golpes y lesiones. Aprender a caer y
reaccionar ante posiciones poco ortodoxas es el primer paso, el aprendizaje básico y la
única forma de comenzar el entrenamiento de la lucha libre profesional: tumbling.

Clase con el Hijo del Gladiador, Arturo Beristain

Estaba ya familiarizado con la Arena México, había conocido varias personas y con un
mes de entrenamiento, me sentía mejor acondicionado y apto para hacer un tumbling
básico. Había aprovechado la temporada vacacional para comenzar a entrenar pero la
escuela comenzaba de nuevo y mi horario académico, vespertino, me obligó a cambiar mi
horario de entrenamiento. Las clases con Ringo Mendoza eran de las cinco de la tarde
hasta las siete de la noche. Con Arturo Beristain, entrenábamos de tres a cinco de la tarde.

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Llegué a mi primer entrenamiento bastante relajado y poco nervioso. Me presenté con el
profesor, le avisé de mi mes de entrenamiento y mi cambio de horario. Su instrucción fue
breve y concisa, “sigue a los demás,” señalando a sus alumnos con su mirada.

El entrenamiento era bastante diferente. El tumbling fue poco en relación al tiempo que le
invertíamos en las clases del profe Ringo. De hecho, prácticamente toda la clase de Ringo
consistía en eso. Con el profesor Beristain, también trabajábamos con las cuerdas.
Saltábamos sobre las cuerdas, de la primera a la segunda para salir con un salto de tigre.
Veíamos salidas de bandera (salir del ring por encima de las cuerdas, colocando la cintura
sobre la tercera cuerda, girar y terminar de pie pero afuera del ring). Y por semana
veíamos distintas formas de trabajar con las cuerdas. El acondicionamiento también
variaba. Había días que corríamos las gradas, a veces los escalones de caracol que subían
y bajaban entre las gradas y la planta baja, pero también hacíamos la baraja. La baraja
consiste en lagartijas, sentadillas y una baraja inglesa, conformada de los cuatro palos:
picas, corazones, diamantes y tréboles. Cada carta, seleccionada azarosamente, indica el
número de repeticiones, considerando el as, la jota, la reina, el rey y los comodines con
un valor de diez. Se intercalan los ejercicios, una carta es de lagartijas, la siguiente de
sentadillas y así, hasta terminar las 52 cartas que equivaldrían a 360 repeticiones totales.
También hacíamos ejercicios de salto y potencia. El más común era el salto de burro.
Haciendo largas filas en la posición de burro (los pies al ancho de los hombros, nos
agachamos cabizbajos, doblando rodilla y recargando los antebrazos sobre los muslos),
saltábamos uno por uno, apoyando las manos sobre la espalda del compañero y abriendo
las piernas. También nos colocábamos en cuatro (rodillas y manos en el piso) brincando
con los pies juntos uno por uno. El último de la fila comenzaba a brincar hasta terminar la
fila, agregándose a ella mientras continuaba la persona de atrás. Repetíamos, repetíamos
y repetíamos. Estos saltos con los que de niños jugábamos se volvían un ejercicio fuerte y
cansado.

Sin embargo, la lucha era lo primordial. Con el profe Beristain, empecé a ver y hacer
cosas que no había hecho con Ringo. Después del acondicionamiento, reunía a los
principiantes, los que aún no teníamos la licencia profesional de lucha y nos tocaba hacer

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lucha olímpica, con el objetivo de poner al contrincante de espaldas o lo que le
denominan comúnmente como lucha intercolegial, intentando de rendir al contrincante
mediante una llave.

Antes de comenzar, el profe Beristain le llamaba a aquellos que nunca habíamos luchado
para introducirnos a las técnicas básicas. Mi primer día tocaba la lucha intercolegial, a
rendir. Nos enseñaba llaves, candados y puntos de presión útiles para rendir al
contrincante. Uno por uno, sin detenimiento alguno, nos mostraba lo doloroso que era
cada técnica con la aplicación real de cada una. Cuello torcido, hombro forzado, nariz
aplanada, pantorrilla tensionada… auténtico dolor. Después lo practicábamos con los
compañeros novatos hasta poder rendirlos. Claro que esto era un ensayo y no una lucha.
Y así, comenzaba a llamarnos uno por uno para luchar con alguien de un tamaño y peso
semejante. Siendo el primer día, nos daba la opción de no participar.

Pero por fin el enfrentamiento. Este tipo de lucha reanimaba mi espíritu de competencia y
no estaba en la condición para dejarlo a un lado. Llego mi turno y me encontraba frente a
frente con un compañero de 90 kilos pero la certidumbre de mis movimientos no existía.
No sabía de qué se trataba esto. El instinto violento de la sobrevivencia despertaba y sin
aviso previo me lancé con todo el ímpetu posible pero sin lógica alguna. De pronto
estábamos los dos amarrados entre sí. Como un nudo azaroso, mis brazos intentaban de
configurar un agarre en su cintura para derribarlo mientras su brazo buscaba cerrarse
alrededor de mi cuello. La presión abrumaba mi cuerpo, cada centímetro posible de mi
ser enteramente tenso y en unos escasos segundos todo ese mes de acondicionamiento se
había exprimido completamente. Seguí trabajando mi agarre hasta que pude sujetar una
de mis muñecas alrededor de su cintura, lo levanté y lo llevé al piso terminando encima
de él pero no soltaba y cada vez apretaba más mi cuello. Había demasiado orgullo para
rendirme en mi primer día y él no encontraba razón alguna para que lo pudiese rendir. Su
brazo enredado alrededor de mi cuello, sentía que mi cabeza se inflamaba, una punzada
general en mi cerebro. Buscaba salida, presioné su rostro con mi antebrazo, intenté girar
y mi cuerpo entero se había agotado después de 30 segundos. Cada músculo lo sentía
hinchado y mis brazos estaban a punto de desintegrarse. No encontraba fuerza en ningún

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lado y de pronto nos paró el profe Beristain. Nada para nadie y comenzábamos de pie
nuevamente. Ya cansados, nuestros intentos eran más una rutina formal que un esfuerzo y
terminamos por empatar.

Así, pasaban uno por uno hasta que sólo quedaban los más avanzados. Después de
trabajar la lucha intercolegial o en su caso olímpica, el profe Beristain despedía a los
novatos y principiantes como yo. Hasta ahí llegaba nuestro entrenamiento. Los
luchadores profesionales o los que estaban cerca de obtener su licencia profesional se
quedaban con el profe, trabajando diferentes llaves y corrigiendo detalles. Los demás
estábamos libres de ir al vestidor y terminar el día o levantar pesas y seguir con el
ejercicio; pero no podíamos quedarnos a ver el entrenamiento de los profesionales. Había
que seguir el orden de la enseñanza. Si bien los métodos pedagógicos no están
exactamente establecidos, la lucha profesional sólo es compartido entre los profesionales.
La mayoría de nosotros continuábamos con las pesas hasta que terminara nuestro horario
de clase.

Las semanas continuaban, me acoplaba al ritmo del entrenamiento, me acostumbraba al


entrelazado humano que son la lucha intercolegial y olímpica y me había puesto la meta
de no perder ninguna caída, no rendirme.

La lucha intercolegial se le denomina así por su desarrollo en el Reino Unido a finales del
siglo XIX y a principios del siglo XX (Garnica, 2008). En esa época, los estudiantes de
los colegios luchaban entre sí y la práctica del catch (estilo de lucha que revisaremos en
el siguiente apartado), entre otras técnicas, era habitual. En estas luchas intercolegiales, se
obtenía la victoria cuando el contrincante se rendía. Si bien no existe formalmente la
lucha intercolegial como una disciplina reconocida, el argot que se usa dentro de la
comunidad de lucha libre en México ha adoptado este término para nombrar lo que
considero como la lucha de rendición.

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Los orígenes de la lucha libre

Esta lucha que se le nombra comúnmente amateur (olímpica, greco-romana,


intercolegial), por muchos años fue la base principal para la lucha libre. Uno, en primer
lugar, debía entrenar este tipo de lucha, desarrollar este conocimiento y habilidad y luchar
de forma amateur durante un tiempo. Una vez dominado el estilo, uno podía aspirar a
luchar profesionalmente. Pero los tiempos no son los mismos y la lucha tampoco. En las
últimas décadas se ha visto el desarrollo de una lucha mucho más espectacular, más
teatral, que enfatiza la lucha aérea, vuelos, saltos y mortales. Y si bien la lucha amateur,
sigue siendo una base fundamental, poco a poco se han dejado a un lado estas técnicas y
las batallas que se daban a ras de lona.

La importancia de la lucha greco-romana como parte del desarrollo de la lucha libre es


innegable, pero también sabemos que varias formas de combate, semejantes a la lucha, se
han formado en distintas regiones del mundo con técnicas particulares y efectivas. En
Inglaterra se encuentran registros desde 1824 de la Sociedad de Lucha de Cumberland y
Westmoreland (The Cumberland and Westmoreland Wrestling Society) que incluso el
mismo Charles Dickens visitó alguna vez, inspirándose para escribir fragmentos de
Household Words (Armstrong, 1870: xi). En Irlanda se llevaba a cabo lo que se le
denominaba collar and elbow (cuello y codo), por la posición que se tomaba al inicio de
la lucha, una mano forcejeaba con el cuello del contrincante y la otra tomaba el codo; en
México, comúnmente se le llama a esa posición, toma de réferi. El Yagli-Gures de
Turquía es un estilo luchístico que cuenta con varios centenarios de tradición (Green,
2001: 340) en la cual los competidores se untan de aceite de oliva e intentan ganar con
agarres específicos. Y así, podríamos recorrer mundialmente las formas de combate, sus
distintas raíces y las formas que se han entrelazado a lo largo de la historia para formar
una discusión interminable sobre los orígenes de la lucha libre actual.

No obstante, dentro de los orígenes más importantes, encontramos a los trabajadores de


las minas en Lancashire, Inglaterra en el siglo XIX, quienes terminando sus jornadas
laborales, buscaban ganarse unas libras más luchando y haciendo apuestas entre sí.

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Desarrollaron un estilo de lucha conocido como catch-as-catch-can, agarre lo que se
pueda. Al igual que el estilo de cuello y codo irlandés y otro estilo regional denominado
rough and tumble (dureza y caída), el catch, a diferencia de la lucha greco-romana,
permitía tomas, agarres y llaves debajo de la cintura, incluyendo llaves de talón, tobillo y
rodilla, por nombrar algunas (Leen, 2009: 34). La dureza de estos estilos probablemente
llego a los Estados Unidos junto los miles de inmigrantes que se trasladaron a ese país
para unirse a las tropas durante la Guerra Civil en los 1860s. La introducción de estas
técnicas en el continente Americano marcaba un giro importante para el desarrollo de la
lucha libre profesional, ya que hasta ese entonces, las reglas de lucha se basaban
principalmente en el estilo greco-romano.

Estas técnicas del catch y del cuello y codo se fueron practicando y compartiendo en los
campos de la Guerra Civil estadounidense pero al término de la guerra, los veteranos
regresaban a sus hogares, llevando y difundiendo esta lucha a diferentes regiones del país
(Beekman, 2006: 17). Comenzaron a surgir competencias de lucha que generaban
adicional interés con los juegos de apuestas y cantidades de luchadores se presentaban
para competir por medallas y premios, además del dinero que les correspondía por las
apuestas. Las multitudes en esa época encontraban entretenimiento en los circos, carpas,
museos y espectáculos teatrales como el burlesque que realizaban giras por el país,
antecediendo lo que se llegara a conocer como vaudeville. Los luchadores se unían a
estas giras y mientras unos se presentaban como “hombres fuertes,” las competencias de
lucha empezaban a aparecer en los eventos.

En México, lo mismo sucedía en los circos, carpas y plazas de toros. Durante la


intervención francesa, nos explica Valero Meré (1977), Antonio Pérez de Prian,
considerado el primer luchador mexicano, derrota al estadounidense Henry Buckler en su
debut profesional. Habiendo aprendido a luchar con un francés, de Prian trabaja en
diversas plazas de toros y circos, presentando números acrobáticos y de fuerza.
Continuaría su camino hacia Europa, haciéndose conocer internacionalmente como “El
Alcides Mexicano.” No obstante, hasta ese entonces, el estilo dominante seguía siendo el
greco-romano.

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Una de las figuras históricas fue William Muldoon, conocido como “El Hombre Sólido
del Deporte” (Solid Man of Sport), quien empezó a luchar como miembro de las fuerzas
militares en los 1870s. Decidió retirarse de las fuerzas armadas en 1881, convirtiéndose
en el campeón mundial de lucha greco-romana al derrotar al inglés Edwin Bibby en 1883.
A pesar de que Muldoon aparentaba ser imbatible, era menos apto en los estilos libre de
lucha como el catch y el cuello y codo. En enero de 1880, Muldoon se había convertido
en el campeón nacional de lucha en los Estados Unidos al derrotar a Thiebaud Bauer en
el Madison Square Garden de Nueva York (Beekman, 2006: 23). Pero al ganar la
competencia que reunió a más de tres mil aficionados, un luchador de catch hizo público
su reto. Los promotores y organizadores estaban obligados a establecer un estilo de lucha
estandarizado para futuros eventos (Whittebols, 2004: 46). Y el catch se volvía cada vez
más popular; unos años antes incluso llegó a reunir a 1,200 competidores en un evento
llamado GAR, llevado a cabo en 1876 en Great Brethel (Morton y O’Brien, 1985: 28).

Pero sin un organismo oficial que estableciera un reglamento estandarizado, los mismos
luchadores, junto con sus respectivas esquinas y réferis, determinaban la forma del
encuentro cada vez que competían en las giras de circo y entretenimiento que realizaban
(Ibíd.: 31). Pero con el desarrollo de las técnicas del catch que posibilitaban a luchadores
de menor tamaño poder controlar y derrotar a individuos de mayor estatura, peso y fuerza
al dominar el uso de las llaves con rapidez y eficacia, la naturaleza de los encuentros
comenzaban a transformarse. Los carnavales presentaban a individuos que aparentaban
ser pequeños, débiles y vulnerables e invitaban a la audiencia a competir ante ellos. A
finales de los 1880s, el Circo Barnum and Bailey, conocido como el “Espectáculo más
Grande del Mundo,” contrata a Ed Decker, un campeón de catch que medía 1.67 metros y
pesaba 68 kilos, para que retara al público: $50 dólares para aquél que dure 3 minutos
con él y $100 dólares al que lo derrote (Leen, 2009: 35). Este tipo de espectáculo sería un
giro importante para la lucha libre que comenzaba a acercarse cada vez más a ser un
espectáculo más que una competencia deportiva. Los promotores y organizadores de
pronto contrataban a otros luchadores para que fingieran ser parte del público, retando al
luchador y saliendo victoriosos. Esto no sólo provocaba que el público asistente pensara
en sus probabilidades de ganar, también representaba un momento de transición

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importante. Los promotores empezaban a “arreglar,” es decir, predeterminar los
resultados de las luchas y tener mayor control de la forma del espectáculo.

A principios de los 1900s seguían existiendo competencias legítimas. En México se


seguían presentando competencias de lucha estilo greco-romana y en 1900, el francés
Michaud Planchet se enfrentó a José Espino Barro en la plaza de toros, lo que para
Valero Meré (1977), sería la introducción de la lucha en México. Pero no es hasta la
aparición de Enrique Ugartechea que México establece su primera figura luchística. El 28
de junio de 1903, Ugartechea tendría su primer encuentro en la plaza de toros Circo
Taurino Chapultepec, enfrentando a Rómulus (Ibíd.); un encuentro que marcaría la
historia de México pero también la historia de Ugartechea. En 1894, con tan sólo 13 años,
Ugartechea disfrutaba una noche en el Circo Orrín en la Ciudad de México. Entretenido
por el payaso Ricardo Bell y los hermanos Cornaya y Bannack, de pronto apareció “la
Balanza Humana,” un atleta italiano conocido como Rómulos, quién estaba por realizar
una hazaña jamás vista por el joven Ugartechea. Rómulus levanta una viga que sostenía
un caballo y un jinete de cada lado y estirando bien los brazos, “la Balanza Humana,”
hacía honor a su nombre, recibía aplausos y cambiaría el destino de un joven mexicano
(Díaz, 2004). Tan sólo nueve años después, Ugartechea tendría la oportunidad de
enfrentar al mismo hombre quien lo había inspirado en convertirse en luchador y hombre
fuerte.

En 1904, Albert Goodwill Spalding, fundador de la marca deportiva que lleva como
nombre su apellido, fungía como comisionado de los juegos olímpicos que se llevarían
acabo ese verano en la ciudad de San Luis, Missouri. Ese mismo año, Ugartechea, quien
representaba a México en la Feria del Mundo, también llevado a cabo en San Luis, sería
contactado e invitado por Spalding a formar parte del cuerpo de jueces en el torneo
olímpico de lucha (Ibíd.). Se convertía en el primer mexicano en participar en los juegos
olímpicos y como juez, presenció una muestra de técnicas y estrategias de lucha greco-
romana que posteriormente serían vitales para la evolución de la lucha en México.

65
En su regreso, repetía las hazañas de Rómulus en el Teatro Nacional, “Ugartechea
levantará a dos caballos con todo y jinete; más de mil 500 kilogramos sobre su pecho,”
decían los carteles en 1906. En el Palacio de Mármol establecía el primer gimnasio de
Cultura Física mientras actuaba y luchaba alrededor de la República. Después de haber
perdido su primer combate ante Rómulus, superaría al hombre que lo inspiró en eventos
posteriores realizados en Puebla y Guadalajara. Incluso derrotó al Campeón Mundial de
box de peso completo y primer campeón afroamericano Jack Johnson en un encuentro
realizado en Buenos Aires, Argentina. Enrique Ugartechea sería considerado el primer
Campeón Nacional y sin duda, la primera figura importante en la lucha libre mexicana.

La fama de Ugartechea llegó a tal grado que el productor cinematográfico Gonzalo


Álvarez Arrondo lo contrató para protagonizar en 1917 la cinta Maciste Turista (Narváez,
2004: 75-76). Y si bien no forma propiamente parte del subgénero del cine mexicano de
lucha libre, su aparición en la pantalla grande sería la primera de un luchador.

Pero la lucha comenzaba a tomar su forma de espectáculo y los promotores buscaban


tener más control de las funciones. No obstante, el luchador más hábil, más fuerte, y en
general más apto, seguía obteniendo el triunfo. Los luchadores de las primeras décadas
del siglo XX eran genuinos y estaban realmente entrenados; y por las mismas razones,
podían llevar a cabo luchas arregladas de tal forma que parecieran ser auténticas (Furey,
2000). Dado los pocos luchadores de esa época y considerando que las llaves del catch
están diseñadas para romper huesos e incluso lesionar al oponente permanentemente,
arreglar los resultados era prácticamente necesario. De lo contrario, la lucha y los
luchadores hubiesen quedado extintos desde hace muchos años.

Con la llegada del japonés Mitsuyo Maeda a México, se presentó el formato que había
utilizado Barnum and Bailey. Según el periódico Mexican Herald, el 14 de julio de 1909,
el judoca Maeda se presento ante un grupo de cadetes militares en el Teatro Virginia
Fábregas de la Ciudad de México y después, en el Teatro Principal, retó al público: 100
pesos a quién Maeda no pudiese derribar y 500 pesos a quien lo pudiese derribar a él.

66
Maeda, quien además fue una figura principal para la creación del jiu-jitsu brasileño y
consecuentemente las artes marciales mixtas, previamente había adoptado el nombre de
Conde Koma (Conde de Combate) en España. Después de haber luchado en Bélgica,
Escocia, España y supuestamente haciendo alrededor de 400 presentaciones en Cuba,
Maeda arribó a México, impresionando a las multitudes desde julio de 1909 hasta enero
de 1910 (Green y Svinth, 2003: 66).

Durante el último mes de su tiempo en el país, Conde Koma participó en un torneo de


lucha que duró varias semanas en el Teatro Colón de la Ciudad de México organizado
por Antonio Fournier quien además trajo a otro luchador japonés, Satake Nabutaka
(Consejo Mundial de Lucha Libre [CMLL], 2008). Durante ese tiempo, los esfuerzos de
Fournier competían con otra compañía en la cual figuraba el campeón italiano Giovanni
Relesevitch que se comenzaba a presentar en el Teatro Principal (Valero Meré, 1977).
Entre los participantes del torneo, los cuales eran mayormente europeos, se encontraba el
sueco Hjalmar Lundin, campeón de Nueva York que por muchos años se mantuvo
invicto. Lundin (1937: 90-92), quien enfrentaría a Conde Koma en el sexto día del
torneo, describe al japonés en su lucha contra el francés Auvray antes de hablar de su
enfrentamiento con él.

Su primera aparición durante la última semana fue con un enorme francés


llamado Auvray quien pesó 118 kilos. El japonés pesaba unos 75 kilos pero la
manera con la que aventaba al francés, uno pensaría que los ojos de uno, y no
Konde, eran los que estafaban. A pesar de la diferencia de pesos, Auvray volaba
de un lado a otro por el escenario durante cuatro minutos hasta que el japonés fue
declarado el vencedor, para el alivio del francés. Después de la lucha le pregunté
a Auvray, quien sé que tiene la fuerza de un toro, por qué no había tomado al
japonés para detenerlo. (Debo de mencionar para quienes nunca han presenciado
una competencia de jiu-jitsu que los participantes en el viejo deporte oriental
siempre usan un saco). Auvray respondió que siempre que lo intentó, el japonés
le tomaba sus mangas, se tiraba al suelo de espaldas y subía sus pies hasta llegar
al abdomen del francés y con un fuerte y rápido empujón, mandaba al francés
volando!

67
El japonés continuó derrotando a sus oponentes hasta que llegó mi turno en la
sexta noche. Claro que había tenido un poco de ventaja al ver a los demás, pero
de cualquier manera, admito que estaba un poco nervioso. No quería que me
hiciera ver como un tonto como lo había hecho con los demás.

Sabía que mi entrenamiento previo en cuello, codo y los métodos cornish3 me


ayudarían porque consistían primordialmente en formas de tropezar y llaves a la
cintura. El cornish en particular había sido muy popular entre los irlandeses y
escoceses y fue mediante un número de ellos que aprendí lo que sabía de ese
estilo. Esas tácticas y los tropiezos veloces que había practicado eran lo que
primero tuve en mente cuando me subí a la lona con Koma.

Acostumbrado a controlar los grandes luchadores greco-romanos con facilidad, el


japonés pensó que podía hacer lo mismo conmigo pero en la primera toma lo
pude controlar, lo cual me hizo retomar mi confianza. De ahí en adelante no tuve
más problemas para ganar el encuentro. Fue una sorpresa para el público y para
Koma, un paso para atrás. Él había sido el héroe toda la semana pero en cuanto
había sido derrotado, los aficionados, como es de costumbre, lo consideraron un
fracaso. Los mexicanos pensaban que le podía ganar a cualquiera pero no habían
tomado en consideración el hecho de que yo estaba entrenado en el estilo catch-
as-catch-can y el greco-romano.4

El recuento de Lundin nos presenta una versión íntima del torneo. The Hartford Courant
(4 de febrero 1910), un periódico del estado de Connecticut en los Estados Unidos,
explica que Lundin y Koma lucharon durante cuatro rounds de cinco minutos cada uno,
empatando en cada episodio, aunque al final acreditan a Lundin como el campeón del
torneo. Otro registro (Mexican Herald, 23 de enero 1910) explica que el resultado final
del encuentro terminó en empate. La historia de la lucha libre en México, y en general, no
es clara. Y si bien podemos encontrar registros desde los 1860s en los cuales
encontramos carnavales y eventos de lucha girando por la frontera mexicana como El

3
Estilo de lucha regional de Cornwall, Gran Bretaña
4
(traducción mía) véase anexo 1 para el texto original

68
Paso, Texas y Ciudad Juárez, este torneo de 1910 marca uno de los primeros encuentros
registrados en México en el cual se comienzan a presentar luchadores con estilos mixtos
como el catch, cuello y codo y jiu-jitsu, además del greco-romano, asemejando más a un
estilo libre de lucha.

Me parece importante señalar que el término lucha libre no sólo implica una expansión
de las limitaciones que implican las competencias greco-romanas, también debe ser
entendida como una forma de combate libre de todo reglamento. En el catch, además de
derribes, posiciones y llaves de sumisión, también se abarcan técnicas de golpeo y pateo e
incluso a lo que le llaman gauging o gauge (Hustmyre, 2003). Gouge se refiere al acto de
enganchar al contrincante al meter los dedos en la boca o cualquier orificio, incluyendo
cortadas y heridas. Lo que para algunos esto pareciera ser un poco salvaje, estas técnicas
evidencian una disciplina con intenciones reales de combate. De esta manera, a pesar de
que la lucha libre con el tiempo fue generando un aspecto de espectáculo, los luchadores
realizaban entrenamientos que los preparaba para el combate y hasta la fecha, es una
práctica común, mezclar un combate real con elementos de espectáculo, así como
luchadores que participan en combates completamente reales y espectáculos
completamente para el entretenimiento.

Es imposible diferenciar un combate real de un espectáculo llevado a cabo en el siglo


XIX y a principios del siglo XX dado el tipo de registro que existe de esos encuentros.
Además, figuras importantes de esa época como Maeda, Lundin, Muldoon y otros como
Frank Gotch y el “Estrangulador” Lewis, por nombrar a algunos, llegaron a participar en
ambos: combates y espectáculos. De cualquier forma, con la mezcla de estilos
provenientes de distintas regiones del mundo, México ya estaba desarrollando su propia
lucha libre. Incluso antes del torneo descrito, encontramos el registro de un luchador
mexicano llamado Neromus que llega hasta tierras canadienses para hacer gala de su
entrenamiento luchístico. The Montreal Gazette (5 de mayo 1904) destaca el poderío de
Neromus, explicando que luchaba contra dos hombres al día por una semana entera y a
pesar de haber enfrentado a catorce de los mejores luchadores, no perdió ninguna caída.
La nota periodística sirve para promocionar un evento en el que Neromus lucharía ante

69
un toro salvaje. ¿Espectáculo o combate? No lo sabemos con certidumbre pero la nota
también nos sirve para indicar que México, en efecto, ya tenía su lucha libre.

El movimiento de la lucha libre en México que comienza a formalizarse con ese torneo
en 1910, también es obstaculizado ese mismo año por otro movimiento, el
revolucionario. Maeda sale de la Ciudad de México e incursiona hacia otras regiones,
luchando en plazas de toros en León, Guanajuato antes de partir nuevamente a Cuba
(Green y Svinth, 2003: 66). Nabutaka se mantiene en el país y forma parte del equipo de
instructores de la Escuela Nacional de Maestros, entrenando incluso a Eduardo “Dientes”
Hernández (Valero Meré, 1977) quién después se convertiría en el subcampeón nacional
de pesos ligeros al perder contra Jack O’Brien el 27 de junio de 1937 en la antigua Arena
México. La Revolución Mexicana al parecer causa un receso general incluyendo
actividades relacionadas con la lucha libre. Bertaccini (2002: 78) incluso dice que no es
hasta 1930 que se reanudan las luchas. Sin embargo, el luchador G. H. Huskinson dice
haber realizado una gira en México durante la primavera de 1912. Y en una entrevista
con el periódico Meriden Morning Record, publicado el 5 de septiembre de 1913,
Huskinson habla de su tiempo en el país.

Al mexicano común le gusta presenciar encuentros de lucha y box pero no es


bien pagado al menos si uno de los competidores termina medio muerto y una
buena cantidad de sangre es derramada. Además del combate físico, a los
mexicanos les gusta cualquier cosa que este relacionado con el juego de apuestas
y no hay nada mejor que tener una apuesta en algo, aún en lo más trivial.

La nota continúa, explicando que Huskinson se presentaba de pueblo en pueblo dando


exhibiciones y tomando el reto de enfrentar seis luchadores mexicanos de peso ligero y
vencerlos en menos de una hora. Llama la atención que Huskinson explica que en
México, como luchador uno puede tener mayores ingresos que en los Estados Unidos.
Además, destaca el hecho de que muchos mexicanos estaban familiarizados y entrenados
para luchar, especialmente en el jiu-jitsu, evidenciando la influencia que tuvo Maeda
durante su tiempo en el país.

70
Constand le Marin llega a México en 1921 para traer un espectáculo, presentando al que
una vez fue campeón de Europa, León Navarro, junto con un rumano llamado Sond, entre
otros más. En 1923, le Marin aparece en otro evento en el Frontón México en el cual
lucharon el japonés Kawamula y Hércules Sampson (CMLL, 2008). Curiosamente, ya
que en México aún no se establecía formalmente la lucha libre, el luchador sonorense
José Francisco, mejor conocido como “Yaqui Joe,” le arrebataría en 1927 el campeonato
de peso medio ligero a Conde Rumanoff después de haber debutado previamente en El
Paso, Texas (Valero Meré, 1977). El 3 de enero de 1930 comenzó un nuevo torneo; esta
vez en la Arena Nacional (hoy en día el cine Palacio Chino) y la llamada “Pandilla de
Desesperados” que lideraba Erby Swift se presentaba. En esa ocasión, ocho luchadores,
ninguno mexicano, participaban para determinar un campeón. El estadounidense Cow-
Boy Russell terminaría campeón a pesar de enfrentar grandes adversidades, incluyendo el
intento de la afición por lincharlo durante su combate con el español Carlos Henríquez.
Un público enfurecido se trepó al ring en defensa del español y la policía tuvo que
intervenir, encarcelando el primer aficionado de la historia, un carpintero llamado Sergio
(Ibíd.).

Y así, los primeros esfuerzos por organizar y establecer la lucha libre aparecían. El
episodio en el cual Salvador Lutteroth viaja a El Paso y presencia esa lucha en Liberty
Hall, es sin lugar a dudas de los momentos más importantes para la formalización de la
lucha libre en México con la creación de la EMLL, nuevamente, Empresa Mexicana de
Lucha Libre. Pero contrario a la creencia común del aficionado mexicano, la lucha libre
en el país tenía ya más de 70 años de actividad cuando el evento que organiza Lutteroth
en 1933 se lleva a cabo y por lo tanto, en términos históricos, es importante entender que
no es precisamente el origen de la lucha libre mexicana.

Sin embargo, una de las aportaciones más importantes de Lutteroth a la lucha libre, a raíz
de su visión empresarial, es la regulación de la manera en que se llevan a cabo los
encuentros de lucha libre. El impacto de la EMLL – estableciéndose como una empresa y
no como el organizador de un solo evento – en la historia de la lucha libre es
fundamental. Esta estandarización del formato marca un fin de discusiones de

71
reglamentos y estilos. Esto ya era lucha libre, independientemente de las disciplinas y el
entrenamiento de cada luchador y participante. Hoy en día, bajo su nombre de CMLL, la
empresa sigue siendo reconocida internacionalmente como la empresa de lucha libre con
más antigüedad en el mundo.

La construcción de un luchador vs. la construcción de una etnografía

Con el paso del tiempo, fui aprendiendo más y me daba cuenta lo lejos que estaba de la
meta. Cada vez que sentía que estaba entendiendo la lógica de un movimiento o el por
qué de un ejercicio, se ampliaba mi conocimiento pero al mismo tiempo me costaba más
imaginarme encima de un ring, enmascarado y luchando. Se me dificultaba porque estaba
entendiendo la complejidad de la lucha libre y de ser un luchador; la complejidad de
conjuntar la infinita serie de movimientos, articulaciones corporales y elementos de su
lenguaje para configurarlos y convertirlos en un combate que también es un espectáculo.
Con cada día de entrenamiento, la realidad del luchador me era más clara y me era más
lejana.

Sería mentira decir que el enfrentamiento que se da entre luchadores durante una función
es el mismo al que se da entre boxeadores. Sería mentira decir que el objetivo principal es
aún infligir dolor al contrincante para obtener la victoria. Pero también sería mentira decir
que el combate no es real. Si bien la lucha libre en su actualidad es un espectáculo, el box
y los deportes combativos en general también lo son. No podemos negar lo real que eran
los gladiadores y los combates que se daban en los juegos públicos de la Antigua Roma
pero tampoco podemos negar el espectáculo que eran. Los tiempos son distintos y las
formas de entretenimiento también. La evolución de la lucha libre mexicana ha producido
gladiadores enmascarados que detrás de sus espectáculos, conservan un misterioso
lenguaje que posibilita y configura ese simultáneo combate. Las funciones de lucha libre
consisten de lenguajes paralelos.

72
Cada día de entrenamiento me representaba un paso más en el fortalecimiento de mi
cuerpo, de mi conocimiento y de mi desarrollo como luchador. Pero no hay plan de
estudios. Pasaban días, semanas, meses y realmente no entendía bien el camino.

La tarea se ha simplificado. Busco mi escritura en la reimaginación de una visión pasada


y borrosa cuando todo se ha vuelto claro en el presente. Pero esas primeras etapas de
entrenamiento habían transformado la manera en la que inicialmente visualizaba mi
camino. Antes de comenzar era sencillo: entreno, aprendo, máscara y lucho. Pero el
extenso recorrido de aprendizaje que ahora iba entendiendo complicaba poder visualizar
el futuro. No estaba seguro hasta dónde tenía que seguir ni cuánto tiempo me tardaría. En
esos momentos, simplemente estaba perdido. Asimilaba los movimientos, ejecutaba
distintos ejercicios, seguía entrenando.

Hablo de lenguajes paralelos porque en una lucha, se presentan dos niveles de diálogo. El
primero es un lenguaje interno que se da entre luchadores y réferis. Es aquél lenguaje
misterioso que se encuentra detrás de la máscara y consiste en una extensa serie de
movimientos y manifestaciones corporales combinados con un lenguaje hablado que a
veces consiste en gritos y exclamaciones hacia el público. Y esto nos introduce al
segundo nivel de diálogo, uno externo que se da entre los luchadores y réferis con el
público y la afición. Entre aplausos, gritos, risas y reclamos, este lenguaje no tiene nada
de misterioso. Al contrario, es un elemento básico para que la lucha, como espectáculo,
funcione. Este diálogo es el más notorio, sobresaliente y en esencia, es el que posibilita
que la lucha libre mexicana sea un espectáculo. Así, nos encontramos con dos niveles
dialógicos que abordaré detalladamente más adelante.

Como audiencia, la perspectiva es un poco más sencilla y uno capta la lucha libre como
un producto terminado sin tener que considerar dos niveles de diálogo. La estructura esta
completa y estos lenguajes paralelos que integran la lucha libre como espectáculo están
completamente configurados. La lucha libre es comúnmente descrita como circo, maroma
y teatro. Estoy de acuerdo con Olvera (1999: 20), quien argumenta que también es drama,
poesía, deporte y espectáculo. El hecho es que hay maneras de entender las cosas y hay

73
maneras de entender la lucha libre; pero tal vez habrá sido una crisis existencial lo que
me invadía al estar entrenando, intentando de formarme como luchador y
simultáneamente intentando de fabricar un estudio antropológico de lo que estaba
experimentando.

El hecho es que mi posible crisis existencial probablemente no ha puesto en apuros a la


perspectiva de la afición y de la mayoría de los trabajos que se han producido acerca de la
lucha libre mexicana; y han podido transcribir la experiencia y el análisis de su
acercamiento. No obstante, esa condición ha producido, a mí parecer, textos que manejan
una perspectiva ajena y observacional.

Con un habla excesivamente decorado, Carlos Monsiváis, si bien tiene apuntes


interesantes acerca de la lucha libre mexicana, su punto de vista, aunque siempre extenso,
lo mantiene distante. Habla de la lucha libre como un fenómeno popular que se define por
ser un deporte-espectáculo y que ha resurgido recientemente como parte del kitsch. Sin
duda un auténtico aficionado, Monsiváis destaca el dialogo verbal que se presenta en las
funciones entre el público y los luchadores. Y también señala acertadamente el impacto
que tiene la televisora sobre la lucha libre (lo cual se abordará más adelante), marcando la
gran distancia que hay entre una función de lucha libre televisada y una presenciada.
Dentro de su juego de palabras (2005:7), describe bien la teatralidad de la lucha libre
como “el proceso donde las emociones se interpretan y el cuerpo disciplina las tensiones
anímicas.”

Pero la misma afición ha acogido obras que no son propiamente académicas (como las de
Möbius, 2007 y Levi, 2008) pero que en sí manifiestan una voz íntima de la lucha libre.
Miranda (1992), de hecho, mantiene las palabras auténticas de los luchadores al
transcribir una serie de entrevistas con luchadores, réferis, aficionados y figuras publicas.
El cronista conocido como El Árbitro, Rafael Olivera Figueroa (1997) nos ofrece una
serie de anécdotas personales de sus años que compartió con los luchadores mientras
trabajaba a sus lados. Y lo que se ha considerado como la “biblia de lucha libre,” el libro
de Valero Meré (1977), a mí consideración, nos presenta el mejor esfuerzo por retratar

74
los detalles históricos que han marcado el desarrollo de la lucha libre en México.
Además, vale la perna mencionar la importancia del libro de Andy González – también
conocido como Impala y Blackman II – que en sus páginas se presentan los recorridos
que realizó este luchador durante su carrera de 30 años.

Roland Barthes (1957), habla del mundo del catch en el primer capítulo de Mitologías y
más de medio siglo después de su primera publicación, las observaciones de Barthes
siguen siendo acertadas y siguen siendo compatibles con la lucha libre mexicana en su
actualidad.

La virtud del catch consiste en ser un espectáculo excesivo. En él encontramos un


énfasis semejante al que tenían, seguramente, los teatros antiguos […] Hay
personas que creen que el catch es un deporte innoble. El catch no es un deporte,
es un espectáculo: y no es más innoble asistir a una representación del dolor en
catch, que a los sufrimientos de Arnolfo o de Andrómaca […] el público
espontáneamente se pone de acuerdo con la naturaleza espectacular del combate,
como el público de un cine de barrio… Al público no le importa para nada saber
si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del
espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo
que cree, sino lo que ve […] en el catch […] lo inteligible es cada momento y no
la continuidad. El espectador no se interesa por el ascenso hacia el triunfo;
espera la imagen momentánea de determinadas pasiones… cada momento
impone el conocimiento total de una pasión que surge directa y sola, sin
extenderse nunca hacia el coronamiento de un resultado […]

La función del luchador de catch no consiste en ganar, sino en realizar


exactamente los gestos que se espera de él […] propone gestos excesivos,
explotados hasta el paroxismo de su significación […] Esta función enfática es
igual a la del teatro antiguo […] El gesto del luchador de catch vencido, al
significar al mundo una derrota, que lejos de disimular, acentúa y sostiene a la
manera de un calderón, corresponde a la máscara antigua encargada de significar
el tono trágico del espectáculo.

75
El catch es como una escritura diacrítica: por encima de la significación
fundamental de su cuerpo, el luchador de catch dispone de explicaciones
episódicas pero siempre oportunas, que ayudan permanentemente a la lectura del
combate por medio de gestos, actitudes y mímicas, que llevan la intención al
máximo de evidencia […] Se comprende que, a esta altura, no importa que la
pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no
la pasión misma. Nadie le pide al catch más verdad que al teatro.

[…] lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela


el sufrimiento real del combatiente, se complace en la perfección de una
iconografía. El catch no es un espectáculo sádico: es, solamente un espectáculo
inteligible […] En el catch, nada existe si no es totalmente, no hay ningún
símbolo, ninguna alusión, todo se ofrece exhaustivamente; sin dejar nada en la
sombra, el gesto elimina todos los sentidos parásitos y presenta ceremonialmente
al público una significación pura y plena, redonda, a la manera de una naturaleza.
Este énfasis es, justamente, la imagen popular y ancestral de la inteligibilidad
perfecta de lo real.

El deporte no existiría sin el concepto de competencia pero la competencia tampoco


define el concepto de deporte. Insertarse en un escenario específico, accionar bajo reglas
determinadas y aceptar la objetividad de una supervisión mediante un árbitro o juez
forma parte primordial de lo que se considera como un deporte. ¿Pero qué es la lucha
libre? La incansable pregunta más escuchada por el luchador: ¿la lucha libre es un
deporte o un espectáculo?

Y la eterna respuesta que parece no satisfacer la duda: ambos.

Pero en esta dicotomía luchística, precisamente me encontraba en ambos lados de la


moneda. Y no hablo del deporte ni del espectáculo. Hablo del interrogador y del
interrogado; del investigador y del sujeto en cuestión. Si bien, como luchador, estaba
pasando por una etapa de confusión, de cuestionamientos constantes, de incertidumbres
acerca de mi entrenamiento, mi futuro y camino dentro del mundo de la lucha libre,
enfrentaba la crisis con la resolución de mi existencia. ¿Cuál es el propósito de mi

76
objetivo final: encontrarme detrás de la máscara? ¿Estaba aquí para satisfacer el
incumplido deseo de convertirme en un luchador enmascarado? ¿De concretar esa
fantasía heroica de mi infancia? ¿O estoy buscando satisfacer el buen camino
antropológico? ¿Encarnar enteramente esa observación participante?

En un enfrentamiento surreal, me encontraba en un dilema que tenía en su solución un


inevitable diagnóstico de bipolaridad: ponerme una máscara. Sí. La máscara respondería
por completo la duda interrogatoria y también cumplía con mi sueño luchístico. Pero la
máscara era también el origen de una crisis existencial que sobrepasaba el primer
problema. Si bien la máscara me daría claridad en las respuestas, también me estaría
dando la razón del misterio oculto en ella y la responsabilidad que implica traerla puesta.

Dentro de la jerga luchística, la máscara es también referida como la tapa. Ambos


términos refieren a un objeto que cubre, oculta, envuelve, mantiene y guarda. Un
contenido tapado es desconocido y se le protege por alguna razón.

Hablamos de ponernos la máscara porque hablamos de ser un luchador. Y ya puesta, su


contenido real es revelado; el conocimiento físico, el entendimiento mental y el manejo
de esos lenguajes paralelos son ya una realidad. Una realidad acompañada por una
responsabilidad de cubrir, ocultar, envolver, mantener y guardar lo enmascarado… lo
tapado. ¿Qué posibilidad tenía yo de cargar con la responsabilidad de esas dos tareas: la
de un investigador antropológico y la de un luchador enmascarado? ¿Cómo podía
encontrar el balance entre mis preguntas y mis respuestas? Yo ante yo. Me sentía
espasmado en la Ventana de Johari.

Pero tomémoslo con calma. Me estaba dando un lujo a priori. El tiempo me daría
respuesta y aún no había logrado el objetivo. Tal vez la ansiedad me ganaba y mi
inconsciente ya estaba jugando un poco con la posibilidad de convertirme en un otro yo
enmascarado.

77
Pero la crisis persistía. En momentos me plantaba completamente del lado antropológico
pero algo me seguía molestando mientras hacía reflexión sobre mi trabajo antropológico.
Este estado utópico de observación participante me era cada vez menos lógico y con el
tiempo dejaba de tener credibilidad. No era cierto. El antropólogo no puede observar y
participar. Mi bipolarismo insistía, el antropólogo u observa o participa. Y después de
constantes intentos estaba completamente convencido que era cierto y quienes hacen o
dicen que hacen ambas sólo se quedan a medio camino. El sabio refrán lo resume bien,
“el que mucho abarca poco aprieta.” Crisis persistente. Mejor me pongo a entrenar y
después escribo. ¡Exacto! Hacemos eso.

Y esta idea me hace recordar la razón del desvío inicial de mi escritura. Tenía ya un
régimen de entrenamiento. Habían diferencias en los entrenamientos entre el profe Ringo
y el profe Beristain. La lucha libre en su actualidad no es la misma que la que se
practicaba en un principio. Y por lo tanto, el entrenamiento y la preparación se ha ido
adaptando según la evolución de la misma.

El gimnasio Miguel Hidalgo

A lo largo de los meses, veía como la gente aparecía y desaparecía. Ya ni recordaba bien
la gente que conocía y que jamás veía otra vez. Cada semana, nuevos rostros, nuevos
intentos, nuevos deseos. A las clases del profe Beristain, siempre se integraban personas,
algunos jóvenes haciendo el intento de la lucha libre por primera vez u otros luchadores
ya experimentados, veteranos buscando la oportunidad que nunca tuvieron o estrellas en
busca de nuevas técnicas y estilos.

Normalmente los ejercicios se llevan a cabo en fila. Correr, tumbling o luchar; Uno por
uno o en parejas. Y es práctica común que en los entrenamientos, el luchador más
experimentado y más ágil llevara la cabecera de la fila, siguiendo las instrucciones del
profesor, poniendo el ejemplo de cada ejercicio. Sucesivamente nos encarrilábamos todos
detrás hasta finalizar la fila con los más novatos.

78
En las clases que tomaba con el profe Beristain siempre estaba Angus en la cabecera.
Siempre que llegaba, ya estaba ahí, calentando, trotando, levantando pesas. Siempre
temprano, constante y disciplinado, Angus llevaba más de 15 años practicando lucha libre
y a pesar de no haber contado con esa fortuna o esa oportunidad que le diera el momento
decisivo que disparara su carrera, no perdía fe y seguía entrenando con el mismo
entusiasmo, con el mismo deseo con el que comenzó su primer día. Alguna vez se
incorporó a las filas del Ejército Nacional y del futbol pero su llamado a la lucha libre ha
persistido. Hasta que lo conocí bien, pude entender verdaderamente el esfuerzo que hacía.
Lo que tal vez nunca llegué a entender fue el origen de su voluntad y su incansable
determinación.

Después de varias semanas con el Hijo del Gladiador, comencé a acercarme a Angus,
pidiéndole consejos y que me aclarara algunas dudas. Poco después de haber notado mi
interés, me invitó a entrenar con él en el gimnasio de la delegación Miguel Hidalgo. En
las orillas de la Ciudad de México, el gimnasio se encuentra cerca del histórico Toreo de
Cuatro Caminos y a un lado de las oficinas de la AFI (Agencia Federal de Investigación).
Curiosamente, ambas existían cuando comencé a entrenar allá, pero meses después,
habían desmantelado el Toreo después de haberlo vendido para el desarrollo de un
proyecto de un centro comercial y el proyecto de la AFI ha dejado de existir.

Varias veces a la semana, bajaba del metro, caminaba hacia el gimnasio y a veces
volteaba, a veces veía ese domo que alcanzaba los sesenta metros de altura y a veces
pasaban por mi mente algunas figuras que llegaron a combatir ahí. Entre ellos, el
luchador mexicano con mayor reconocimiento a nivel mundial, también conocido como
el enmascarado de plata, El Santo. En su último combate, el 12 de septiembre 1982, el
Santo se juntó con el Huracán Ramírez, el Solitario y Gori Guerrero para enfrentar al
Signo, el Perro Aguayo, Negro Navarro y el Texano. Sería el Toreo de Cuatro Camino
que presenciaría estas grandes figuras luchísticas para despedir al legendario Santo.
También fue ahí donde Canek, el príncipe maya, intercambiara llaves y golpes con el
colosal André el Gigante para convertirse en 1984 en uno de los tres luchadores que
llegaran a derrotar al legendario francés. (Las otras dos derrotas registradas de André el

79
Gigante fueron ante otras dos leyendas, el japonés Antonio Inoki en 1986 y el americano
Hulk Hogan en 1987.)

Y así, el Toreo de Cuatro Caminos, nombrado así por encontrarse en el punto de


intersección donde se entrelazaban los cuatro caminos que comunicaban a la Ciudad de
México con Cuautitlán, Tacuba y Huixquilucan, desaparecía. Tan sólo quince personas
fueron suficientes para desmantelar más de mil 800 toneladas de construcción,
inaugurada el 23 de noviembre 1947. Conocía un poco de su historia pero en ese tiempo
no le daba mucha importancia pasar por ahí. Ahora no está, nunca me acerqué más de lo
necesario para llegar al gimnasio, nunca entré ni conocí sus gradas y el espacio que dio
vida a innumerables combates que marcaron historia en la lucha libre.

El gimnasio Miguel Hidalgo es un aporte de la delegación del mismo nombre y si bien


hay que pagar una mensualidad, es meramente simbólica – 60 pesos al mes. Con espacios
para practicar actividades aeróbicas y artes marciales y un área de pesas, el gimnasio
también contaba con dos rings, uno de box y otro de lucha libre. Hay dos grandes
diferencias entre un ring de box y uno de lucha libre, las cuerdas y la lona. Un
cuadrilátero de box suele contar con cuatro cuerdas y normalmente están poco tensadas;
los de lucha libre tienen tres y bastante tensas, posibilitando rebotar y brincar sobre ellas.
Los rings, básicamente, son unas estructuras metálicas que forman una plataforma hecha
de tablas de madera o de entarimado. Por ende, además de cuadrilátero y ring, también se
le conoce como el entarimado. Tanto los de box como los de lucha se forman igual pero
los primeros son cubiertos con una lona mientras los de lucha suelen tener una esponja
como de 3 centímetros entre la madera y la lona.

También hay cuadriláteros que tienen un poco de resorte que no asiste los saltos pero sí
amortiguan las caídas. Sólo las arenas importantes o las producciones grandes instalan
cuadriláteros de éste tipo. Pero la realidad del luchador común se encontrará encima de
un ring desgastado, a veces mal armado con cuerdas flojas y con un entarimado
desnivelado y con mínimo soporte.

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Entrenando con Angus

Recargo los antebrazos sobre las cuerdas y me inclino hacia ellas en búsqueda de apoyo;
mi propio peso ya es carga demasiada para mí. Cabizbajo en todos los sentidos, abrí los
ojos para ver tres cuerdas cubiertas de un hule negro, viejo y pegajoso por la combinación
de sudor y polvo. Ahogado en sudor y fatiga, no encontraba ya mi aliento. Sólo para
escuchar la voz de Angus, “¡échale!” No recuerdo bien ese día. Sólo tengo esa imagen y
otra más. El primer día entrenamos tres horas. Habrán pasado años desde que no llegaba
a tal grado de cansancio. Tan es así que creo que mi mente bloqueó la memoria de ese
día.

La segunda imagen aparece desde una de las esquinas del ring. Estoy sentado,
nuevamente cabizbajo y ahora veo una lona blanca, sucia y marcada por las suelas que la
han pisado todo el día. El sudor comienza hacer un pequeño charco. Levanto la cabeza
para ver a Angus. Respiro con la boca abierta para ver si entra el aire suficiente pero no
tengo aliento para lo que le quiero decir. Con la mirada intento hacerle entender mi
agotamiento, mi necesidad de un descanso. Angus responde con una media sonrisa. Uno
de sus dientes esta roto por algún golpe en alguna lucha. “¡Échale!” Tal vez sólo en esos
instantes mi mente se reoxigenaba y tomaba registros conscientes. No recuerdo más.

El gimnasio tiene un techo de lámina y la sensación era la de un invernadero. A la misma


hora que entrenaba con Angus había una clase de box. El entrenador traía con él un
reproductor pequeño de radio y casete, noventera, negra y sin la tapa de las pilas. La
radio sonaba distorsionada en parte por la frecuencia y en parte por las bocinas
reventadas. Banda duranguense, noticieros en a.m., un poco de cumbia… Entrenábamos
solo Angus y yo. En el fondo de repente captaba la voz del entrenador de box, “¡diez!”
Exhalaciones en cada golpe. Los guantes chocaban con los costales. Más fuerte y más
rápido para esos últimos diez segundos de cada round. Encerrados dentro de un
encordado de seis metros por seis, el tamaño oficial de un ring, el ambiente muchas veces
se tensaba.

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Las cuerdas duras y rígidas marcaban el cuerpo de rojo cada vez que rebotaba. Lo más
desgastante eran las caídas. Cada vez que sentía la lona en mi espalda sentía mis
pulmones vaciarse. Dolor en cada respiro. Con la espalda recta, la barbilla en el pecho y
las rodillas un poco flexionadas – lo suficiente para poder impactar la lona con las plantas
de los pies y la espalda simultáneamente – era la forma del cuerpo en cada caída. Una y
otra vez, espalda a la lona. Sentado y después parado, empieza uno por dejarse caer hacia
atrás. Después el salto mortal – saltar, girar en el aire hasta caer con la espalda. Parado,
corriendo, de la primera cuerda, de la segunda cuerda.

El día después de que entrené por primera vez en la Arena México, amanecí tieso,
adolorido, con el cuello y la espalda especialmente envaradas. Con el tiempo uno se
acostumbra y la sensación de las caídas se vuelve cotidiano. El cuerpo reacciona más
rápido y recupera la respiración sin problema.

Pero en el Miguel Hidalgo, pareciera nunca volverse cotidiano. Cada caída era como si
una pared cayera sobre mi espalda. Día tras día, caída tras caída. Con el tiempo bloqueas
el dolor, lo toleras más o simplemente se te olvida. Sí, lo hice cotidiano, desarrolle un
callo. Pero las caídas siguen siendo caídas y la familiaridad con el dolor no eliminaba el
impacto. No confundamos esta caída con la otra caída que se refiere a lo que es
equivalente a un round o un asalto en el box.

Cada oficio tiene su callo: el pescador se acostumbra al sol, el buzo a la presión del mar,
el médico a la presión de las enfermedades, el boxeador a los golpes, el luchador a las
caídas... Sol, presión, enfermedades, golpes, caídas, ninguna de éstas nos impide seguir
adelante.

Las cuerdas y el entarimado estaban tensos, el cuerpo resultaba que también y era
inevitable que entre Angus y yo, encerrados en seis metros cuadrados de tensión, se
generara más de lo mismo. Después de largas y arduas horas de entrenamiento, volteaba
al reloj para darme cuenta que unos escasos minutos habían pasado, veinte, tal vez

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treinta. Lo que hacía en dos horas en la Arena México lo hacíamos en veinte minutos. No
había fila, no había cabecera ni espera de turno. Cada minuto de cada hora era exigencia.
Era Angus diciendo, “échale; otra vez; otra vuelta más.”

Angus me hacía rehacer ejercicios una y otra vez cuando a mi juicio ya lo había
dominado, entendido y repetido las suficientes veces. “¿Y de qué sirve esto?”, preguntaba
después de incontables repeticiones. Sus respuestas nunca me convencían, “coordinación
corporal, acondicionamiento físico, técnica…” ¿Qué no habían explicaciones más
elaboradas?

Mi frustración bloqueaba cualquier respuesta de Angus. Nunca reclamé mucho pero mis
gestos y mis expresiones eran lo suficientemente evidentes. En ocasiones lo único que
quería hacer era responder con algún tipo de violencia. No era nada en específico. Era
repetir, repetir y repetir. Era la misma confusión que tenía en los entrenamientos en la
Arena México. Asimilaba los ejercicios, ejecutaba los movimientos, pero ¿a dónde iba
con todo esto? Y cuando pedía una respuesta, una explicación lógica del movimiento,
simplemente era “coordinación corporal, acondicionamiento físico, técnica…”

Pero aquí solamente estaba yo. No había una fila de monos repitiendo las mismas
maromas, los mismos saltos, las mismas posiciones. Era yo. Yo debajo de un techo de
lámina, ahogado en sudor, con pulmones vacíos e incertidumbre en cada repetición. Yo
escuchando un zumbido en el fondo, escuchando el “¡diez!” del box y enfrentando un
Angus que me exigía cada día más, “¡échale!”

En el clímax de mi coraje, en esa penúltima repetición que me haría explotar, Angus


tomaba pasos agresivos, se me acercaba, me confrontaba y ya enfrente de mí, “¿¡qué!?”
Seguía sin aliento y no podía más que verlo a los ojos. Los míos rojos tal vez de mi
irritación o de mi deshidratación. “¿Me quieres dar un madrazo?” me decía Angus.
“Encabrónate, puto. Tú solito vales madre, tú te jodes.” Se daba media vuelta, “¡Échale
otra vez!”

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Tengo seis metros cuadrados para deshacer mi coraje. No pareciera mucho pero es
espacio suficiente para perderse. Entre la llave, el salto, el giro y la caída, definitivamente
no es lugar para perder la orientación. Y mucho menos un lugar para perder la
compostura. Necesitaba entender las formas de un luchador que por mucho rebasan las
técnicas físicas. El luchador es una figura pública que con su máscara encarna
representaciones de distintas emociones y lo menos que tenemos que hacer es confundir
nuestra condición anímica y nuestro estado físico con las que estamos representando. El
gimnasio, el cuadrilátero y la situación era tensa pero como anteriormente se había dicho,
estaba confundido. El momento no me era claro. Pero lo que me estaba enseñando Angus
comenzaba a inculcar en mí lo que después llegué a entender era parte esencial de un
luchador.

Del combate al espectáculo: el Murciélago Velázquez, la televisión y el cine

Merced se veía acerado, eléctrico, era un verdadero remolino.


Te digo que yo apenas empezaba, sin embargo cuando logré
ganarle la segunda caída, perdí el miedo. Porque hay que ser
humano para tener miedo; el miedo no lo sienten sólo los
cobardes.

Cuando dio principio la tercera caída, Merced se fue encima de


mí y a golpe limpio hundió sus puños en mis costados. Yo sentí
que algo se me abría por dentro, fueron tres costillas
fracturadas pero aguanté el dolor; sin embargo sus puños se
estrellaron en mi rostro, sentí que un pómulo se me había
abierto y los labios los tenía partidos, arrojaba bocanadas de
sangre. Fue cuando le envié un derechazo a la barbilla y lo
tumbé a la lona; cuando se levantó vi en sus retinas a la muerte.
Sabía que tenía que terminarlo, de lo contrario él acabaría
conmigo. Lo recibí con otro golpe a la quijada, Merced cayó
casi noqueado; pero al quererse levantar tenía que hacer algo
para protegerme, ¡y solté la patada que se le estrelló en la cara!

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Fue cuando vi que el ojo botaba y se le quedaba colgando; la
sangre tiñó su rostro, todo el mundo gritaba, pero yo estaba
ciego de rabia. ¡El otro ojo de Merced brillaba con luces de
asesinato…! Y el asesinado iba a ser yo si se levantaba.

Don Chucho Lomelín intervino; lo arrojé a un lado y me fui


sobre Merced hasta acabarlo. Dos golpes más y él se quedó en
la lona inconsciente, mientras el ojo que le había sacado estaba
ahí… colgando sobre su rostro.

Yo no lo había querido hacer pero Merced era algo único, algo


temible, el más temible de todos los rudos que ha tenido la
Lucha Libre en México… Si se hubiera quedado en la lona con
los golpes que le propiné, nada hubiera sucedido; pero él tenía
un amor propio único… ¡Él sabía que la Lucha Libre es la
guerra trasladada a un ring…!

Por eso lo hice, no quedaba más remedio, o él…¡o yo…!

Jesús “el Murciélago” Velázquez en Valero Meré (1977)

Muchos años han pasado desde que el Murciélago Velázquez con su famosa patada
giratoria, “la filomena,” le sacara el ojo a Merced Gómez en 1938. Y aún más años desde
que William Muldoon enfrentó a William Miller durante nueve horas y media para
terminar en un empate (Greenberg, 2000: 15). Los inicios de la lucha libre como
espectáculo, como revisamos anteriormente, se desarrollaba desde las últimas décadas del
siglo XIX y desde ese entonces, es difícil ubicar la línea que separa el combate del
espectáculo. Esta transición de competencia a espectáculo fue gradual, no fue general y
no podemos marcar algún suceso particular que lo haya iniciado. Sin embargo, algunos
(Mortensen, 1998; Beekman, 2006) marcan la serie de luchas que se dieron entre Georg

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Hackenschmidt y Frank Gotch a partir de 1908 como el clímax y a su vez, el comienzo
del descenso de la lucha libre como un deporte competitivo.

El estoniano Hackenschmidt era de los primeros luchadores con reconocimiento y fama


internacional, incluso se presentó en el Reino Unido, llenando la Real Ópera de Londres
en 1904 (Mortensen, 1998). Para 1901, Hackenschmidt, el “León Ruso,” había obtenido
victorias alrededor de Europa y se le consideraba como el campeón europeo de lucha.
Con la victoria ante el americano Tom Jenkins en el mes de mayo de 1905, se le
consideró como el primer “Campeón Mundial” (Beekman, 2006: 46). Durante su tiempo
en el país norteamericano, enfrentó constantes retos por parte del estadounidense Gotch –
quien en ese tiempo era poco conocido fuera de su país – pero negó enfrentarlo.

Finalmente se dio el encuentro entre Hackenschmidt y Gotch el 3 de abril de 1908 en la


ciudad de Chicago después de que el promotor William Wittig con $10,000 dólares
convenció al León Ruso. Inició el combate y había pasado una hora y media, ante seis mil
aficionados en Dexter Park Pavilion, cuando Hackenschmidt propuso terminar el
enfrentamiento como empate, Gotch negó (Ibíd.: 47). Pasadas las dos horas, Gotch se
convertiría en el nuevo campeón al rendir al León Ruso. No es claro si fue a causa de una
llave al pie, cansancio o frustración por parte de Hackenschmidt lo que determinara el
combate; pero al término del encuentro, el europeo comenzó a hacer reclamos de que
Gotch se había untado aceite sobre el cuerpo para evitar un agarre y que en varias
ocasiones había recurrido a técnicas ilegales como piquete de ojos (Roberts, 2008: x).
Gotch sería el nuevo campeón pero la controversia rodeaba el encuentro.

Gotch tuvo éxito defendiendo su título en los años sucesivos y Hackenschmidt seguía
acumulando respeto en sus presentaciones alrededor de Europa. A finales de 1910 (meses
después del torneo que se dio en la Ciudad de México en el cual participaron Maeda y
Lundin), Hackenschmidt regresó a los Estados Unidos para la revancha. El 11 de
septiembre de 1911, nuevamente en Chicago, el segundo encuentro entre Gotch y
Hackenschmidt reunió a un histórico público de treinta mil en Comiskey Park,
recaudando una taquilla de $44,000 dólares (Beekman, 2006: 49). Pero el entusiasmo que

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envolvía este segundo encuentro decayó rápidamente. En menos de veinte minutos,
Gotch derrotó a Hackenschmidt con dos toques de espalda consecutivos.

Momentos antes del combate, el promotor Jack Curley anunció la cancelación de todas
las apuestos, lo cual despertaría el sospecho del público de alguna artimaña. Gotch le
había pagado a Ad Santell $5,000 dólares (Thesz, 2001; Greenberg, 2000; Cohen, 1999),
un luchador de catch, para que se instalara en los entrenamientos de Hackenschmidt y
lesionara su rodilla, misma que había sido lesionada en 1904. Ante la lesión, Curley
obligó Hackenschmidt a participar quien le había propuesto posponer el encuentro. No
obstante, los luchadores acordaron y Gotch permitiría a Hackenschmidt ganar una de las
tres caídas. Gotch fue rápido en romper el acuerdo verbal y algunos aficionados
(Beekman, 2006: 50) incluso llegaron a escuchar a Hackenschmidt decirle al réferi Ed
Smith que se dejaría caer de espaldas para entregar la segunda caída.

Años de cuestionamientos sobre la legitimidad de los combates de lucha libre antecedían


el combate que culminó con la decepción que sería esta anticipada revancha – en la que
además se disputaba el campeonato mundial. El debacle terminó por deshacer la ya
quebrantada visión de la lucha como una competencia legítima. El público y los medios
enfurecidos describían los hechos como sucios, engaños y traición. La imagen y
popularidad de la lucha libre en los Estados Unidos decayó drásticamente durante los
siguientes años. Su legitimidad estaba en cuestión y el público no estaba dispuesto a
presenciar un espectáculo o un evento atlético entre dos luchadores que duraba dos, tres o
cuatro horas.

Si bien el concepto de la lucha como espectáculo había comenzado desde las giras de
carnavales y circos – las cuales contaban con operadores ágiles que presentaban
luchadores con elaborados trajes y biografías ficcionales que llamarían más la atención –
la misma época seguía atestiguando auténticos combates entre legítimos atletas. No
obstante, para 1929, la lucha que presenció Salvador Lutteroth en Liberty Hall era sin
duda un espectáculo.

87
La habilidad, capacidad y entrenamiento de los luchadores los hacía atletas
indudablemente legítimos pero los promotores estaban más interesados en el espectáculo
lucrativo que podían dar que la naturaleza competitiva de los mismos. Aparecían
funciones y eventos de espectáculo que presentaban series de luchas más cortas y más
emocionantes.

Con la estandarización de la lucha libre mexicana que posibilito la EMLL de Salvador


Lutteroth, esta disciplina se presentaba alrededor de la República Mexicana y grandes
luchadores pasarían a marcar historia. Desde las tempranas edades de la EMLL, apareció
este luchador, legendario sin duda, el Murciélago Enmascarado – y después de perder su
máscara, Jesús “el Murciélago” Velázquez – que brindaría elementos fundamentales para
que México transformara el concepto de espectáculo dentro de la lucha libre. Tal vez su
aparición fue adelantada y la época que presenció su inventiva no estaba aún preparada
para entender la magnitud de sus actos; pero tal vez su aparición fue justa y en el
momento indicado. Un pionero en la lucha libre y en las artes escénicas, el Murciélago
Velázquez debutó el 3 de abril de 1938 en la antigua Arena México para presentar nuevas
formas de lucha libre y nuevas formas de concebirla.

La calidad de Velázquez como luchador fue evidente desde ese primer combate ante el
experimentado Jack O’Brien, en la cual perdió por rudeza excesiva. Su popularidad tuvo
un crecimiento inmediato y gozó del seguimiento del público aficionado en parte gracias
a su desempeño como luchador, derrotando dentro de su primer mes a leyendas como
Dientes Hernández y Bobby Bonales (King, 2008). Su marca luchística la dejo con la
creación de esa patada giratoria conocida como “la filomena” y una llave de rendición,
“la suástica.” También es acreditado con ser el primer luchador en perder su máscara
cuando el 18 de julio de 1940 en una lucha de apuestas ante Octavio Gaona encontrara la
derrota. Encajado en la memoria de muchos, el Murciélago Velázquez es comúnmente
recordado por ese sangriento incidente con Merced Gómez a tan sólo catorce días de su
debut, pero su calidad como luchador y persona rebasaba ese singular incidente; su
dominio escénico de las arenas y sus múltiples facetas también trazaban caminos propios
e históricos.

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Convertido en uno de los primeros luchadores enmascarados y el segundo mexicano –
teniendo como precursores a el Enmascarado Núñez (Luis Núñez), la Maravilla
Enmascarada (el irlandés el Ciclón Mackey), el Enmascarado de Chicago y el primer
enmascarado quien apareció por primera vez en 1873 simplemente como el Enmascarado
de Paris – el Murciélago Enmascarado perturbaba la afición con su oscura imagen
encapuchada. Antecediendo actos del Teatro Pánico de Alejandro Jodorowsky, el
Murciélago, aparecía lentamente en las arenas bajo una capucha y una capa negra y al
llegar al cuadrilátero, en un movimiento espontáneo abría su capa, dejando libre sus
“mascotas voladoras.” El público se aterrorizaba ante la decena de murciélagos que
dejaba libre (Ibíd.) y de los otros animales que soltaba fuera del ring como bichos,
víboras y tarántulas.

Los actos del Murciélago Velázquez le generaba más misterio a su oscura presencia; y su
calidad luchística combinada con su rudeza innovaban el concepto de espectáculo de la
lucha libre. Su figura inspiraría a futuras leyendas, incluyendo el Santo, quien comenzaría
su carrera luchística como el Murciélago II hasta que Velázquez disputara los derechos
de su nombre. Pocos años después de la aparición del Murciélago, las máscaras eran
predominantes en la lucha libre mexicana y el rudo buscaba aterrorizar al público con su
carácter antagónico. Con el tiempo, naturalmente, el Murciélago Velázquez fue
perdiendo habilidad física y popularidad pero dejaría la lucha libre en las manos de otras
leyendas: Blue Demon, Black Shadow, El Espanto I y II, por nombrar algunos.

No obstante, el gusto literario del Murciélago Velázquez – que incluso en ocasiones


compartía con el público, recitando poemas y prosas filosóficas desde el cuadrilátero – lo
llevaría a la escritura de argumentos cinematográficos. Llegó a escribir veintidós
argumentos, entre los cuales podemos destacar Tlayucan (1962), premiada en los
festivales de cine Karlovy Vary (República Checa), San Francisco (E.U.) y nominada en
1963 al Oscar como mejor película extranjera. De esta manera, Jesús Velázquez se
insertaría en el ámbito cinematográfico también haciendo numerosas apariciones como

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actor en una época en la cual el luchador mexicano comenzaba a disfrutar de un nuevo
tipo de fama.

La televisión en México se inaugura oficialmente el 31 de agosto de 1950 cuando el


Canal 4 transmite un programa “artístico musical” desde el Jockey Club del Hipódromo
de las Américas (Mejía Barquera, 2007). A menos de dos años de dicho acontecimiento,
se lleva a cabo la inauguración oficial de Televicentro cuando el 12 de enero de 1952 se
transmite por primera vez en la historia de la televisión mexicana, una función de lucha
libre (Ibíd.).

Nuevamente se presenta un giro importante para esta disciplina que ya se había


consagrado en el público mexicano. La televisión genera un nuevo escenario para el
luchador y una nueva relación con el público. A diferencia de otros deportes que
encuadraban una cancha de tamaño considerable y una serie de jugadores, las
transmisiones de la lucha libre permitían hacer acercamientos a los luchadores. La
atracción de transmitir la lucha libre no sólo incremento su popularidad, también
posibilitó que el público reconociera a los luchadores como figuras públicas y
celebridades. La relación televisión-lucha presentaba beneficios recíprocos.

La industria televisiva exigiría más acción, movimientos repentinos, inesperados, vaya,


entretenimiento puro. Y con la capacidad mediática de la televisión, a la industria de la
lucha libre le convenía ceder a sus exigencias. En México, la época de la lucha libre que
considero dorada, coincidió con la etapa final de la época de oro del cine mexicano. El
director de cine, Chano Urueta, presumió figuras importantes como Miroslava Stern,
Crox Alvarado, Wolf Ruvinskis – quien encontraría éxito tanto en la pantalla grande
como en el escenario entarimado – y uno de los rudos más clásicos, el Cavernario
Galindo, para dar inicio a un subgénero de cine, el de la lucha libre. La Bestia Magnífica
de Urueta daba un paso determinante, consagrando el camino que desarrollaba un nuevo
luchador o bien, un luchador renovado.

90
Durante las próximas tres décadas, el cine de lucha libre no parecía detenerse, estrenando
películas constantemente. Santo contra el cerebro del mal sería la primera de más de 50
películas en las que participó el Santo, filmando hasta al año de su muerte en 1982. La
imagen del luchador y la lucha libre mexicana cambiaría para siempre. Surrealista para
los franceses, máscaras que inspiraron a los japoneses y una nueva dimensión que los
luchadores mexicanos comenzaban a entender y visualizar. Se presentaba una
oportunidad distinta, una nueva forma de luchar, una nueva forma de tener fama, éxito y
reconocimiento. La lucha ya no sólo era luchar y combatir, era una imagen, una figura
pública, un espectáculo sin lugar a dudas.

El desarrollo de una lucha espectacular con luchadores que además de combatir vendían
su imagen, su carisma y su condición de estrella, impactaron su forma clásica y los duros
y largos combates que alguna vez generaban. Con una necesidad mayor de espectáculo y
menor de combate, se fue desprestigiando, dentro del ámbito de la lucha libre, el
aprendizaje de las originales formas de lucha, la greco-romana, la olímpica, la
intercolegial y las técnicas del catch. El nuevo luchador desde hace mucho ya no
combatía durante nueve horas. Las luchas se volvían más cortas y más rápidas en todos
los aspectos. Los movimientos constantes y la acción incesante eran necesarias.

Si bien el arte combativo de la lucha libre no aparece hoy en día de la misma manera en
la que generó tensas rivalidades décadas atrás, la competencia y la lucha en sí se siguen
presentando sobre el cuadrilátero y entre los luchadores. Para esto regresamos a esa
incansable pregunta más escuchada por el luchador: ¿la lucha libre es un deporte o un
espectáculo?

Lo hemos dicho todos: ambos. Pero para entender esta dinámica existencial de la lucha
libre y su condición de deporte de combate dentro de su renovada naturaleza de
espectáculo, también es necesario regresar a los lenguajes paralelos – anteriormente
mencionados – propios de la lucha libre.

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De una sociología carnal a los diálogos de la lucha libre

El hecho de que hagamos bien o mal los numerosos papeles que


nos tocan en el reparto a lo largo de nuestra vida depende de
cómo conozcamos y dominemos nuestro instrumento: el cuerpo.

Günther Rebel, El Lenguaje Corporal (2000)

No fue hasta muchos meses después que entendí lo que estaba haciendo o lo que tenía
que hacer sobre el cuadrilátero. Entrenaba y como aprender una nueva lengua, iba
entendiendo las posibles respuestas para cada situación y para cada movimiento. Es un
diálogo constante – primordialmente corporal – con la lógica de llamada y respuesta
entre los luchadores y en la cual una fallida contestación genera confusión,
desorientación, desentendimiento y desconexión. Pero el contexto y el lenguaje que
englobaban mi cuerpo sobre el ring durante mis primeros meses rebasaban cualquier
entendimiento que tenía sobre mis respuestas y mi accionar luchístico. Ante el
movimiento A, tenía las posibles respuestas B, C y D, pero más allá de ese intercambio
corporal, estaba por entender los diálogos de la lucha libre.

La incorporación total de la lucha libre, es decir, el proceso en la cual mi cuerpo


asimilaba la naturaleza de ésta como la propia, me proporcionaba la aclaración de esta
dialógica luchística sobre el ring. Mijaíl Bajtín (1982: 261) explica el diálogo como una
forma de comunicación discursiva en el cual cada réplica, es decir, cada enunciado o
respuesta, establece una posición de cada participante, “la que puede ser contestada y con
respecto a la que se puede adoptar otra posición.” Si bien el enfoque de Bajtín se orienta
hacia la literatura escrita, la lógica del diálogo de la lucha libre mantiene los mismos
principios, considerando que la posición de cada participante, o luchador, es establecido
principalmente con el cuerpo, con el manejo del espacio del ring y el intercambio de
llaves y contrallaves. Cada una de estas posiciones se relacionan entre sí, continúa Bajtín
(Ídem.), pero requieren de diferentes sujetos discursivos (hablantes, participantes o
luchadores), pues “presuponen la existencia de otros (en relación con el hablante)

92
miembros de una comunicación discursiva.” La esencia de los diálogos de la lucha libre
lo resume Bajtín (1986: 371-372), describiendo éstos como “la acción misma,” señalando
que “cuando se acaba el diálogo se acaba todo.”

Así, el aprendizaje (de esta dialógica luchística), como lo señala Löic Wacquant (2005a),
se convertirían en el objeto y el medio del estudio, siendo el aprendizaje una de las
formas más acertadas para la aceptación etnográfica y que posibilita tener un dominio
adecuado de una cultura.

Wacquant (2009) además destaca el papel del cuerpo dentro del aprendizaje –
integralmente representado en su libro Entre las Cuerdas: Cuadernos de un Aprendiz de
Boxeador (2001) – el cual el propio autor describe como “una demostración en acción de
las distintas posibilidades y virtudes de una sociología carnal que muestra plenamente el
hecho de que el agente social es un animal que sufre, un ser de carne y hueso, nervios y
vísceras, habitado por pasiones y dotado con conocimientos y habilidades incorporados
(traducción mía).” El cuerpo, continúa el autor, debe ser integrado a las investigaciones
sociales, considerándolo como un “organismo inteligente,” y no como un obstáculo del
entendimiento – tal como lo consideraría nuestra concepción tradicional de la práctica
intelectual – sino como un portador de conocimiento del mundo social. De esta manera,
el investigador se convierte en uno de los cuerpos socializados y el aprendizaje es el
medio por el cual se obtiene el conocimiento práctico, el “conocimiento visceral” de la
comunidad en cuestión que además, aclara la praxeología de sus miembros – y no la
subjetividad del investigador (Wacquant 2008 y 2009).

En su propia sociología carnal, Levi (2008) es acertada en señalar que la revelación de


los “secretos” de la lucha libre – a los cuales yo les denomino diálogos – se presenta
como procesos incorporados, inscribiéndose la lucha libre en el cuerpo como el resultado
de un entrenamiento corporal y cambios graduales del habitus, concepto que tanto Levi
como Wacquant lo relacionan con la obra de Marcel Mauss y Pierre Bourdieu. Mauss
(1979: 340), por su parte, se refiere al habitus como técnicas corporales que son
socialmente adquiridas mediante un proceso educativo y por lo tanto, también son

93
socialmente determinadas, ya que encuentran su funcionalidad en su “razón práctica
colectiva e individual.” Bourdieu (1988 y 1991) extiende el concepto de habitus para
abordar las formas en las que se establece la estructura social; sin embargo, nos interesa
el sentido práctico que Bourdieu le otorga al habitus, definiéndolo como una estructura
que genera y organiza prácticas y representaciones, además de los esquemas con los que
éstas se perciben y se aprecian a través de su aprehensión, o bien, asimilación. Wacquant
(2005b), sin embargo, hace un arraigo del concepto desde el hexis aristotélico, un carácter
moral adquirido que se establece para orientar las emociones y los deseos dentro de una
situación y por ende, las acciones. De esta manera, Wacquant (2009) caracteriza el
habitus por (1) ser una serie de disposiciones adquiridas, (2) que operan de manera
práctica por debajo del nivel de la consciencia y el discurso, (3) que varían según el
espacio y el trayecto social y (4) que mantiene una estructura maleable y transmisible al
ser un producto pedagógico.

El habitus de la lucha libre, entonces, consiste en una serie de esquemas de acción o de


respuestas incorporadas, propias de su ámbito, adquiridas con el tiempo y la práctica de
las mismas y que varían según el espacio y el desarrollo de la misma. Los diálogos que se
llegan a formular a partir del aprendizaje de este habitus, como bien apunta Wacquant,
son reacciones instintivas pues llegan a inculcarse por debajo del consciente de los
luchadores. Como bien puntualizó Bajtín (1986: 371-372), el diálogo es “la
contraposición del hombre al hombre en tanto que contraposición del yo al otro.”

Y si bien su carácter dialógico no es único – en el sentido de que lo mismo se le puede


decir al boxeo o al baile popular, por ejemplo – esta propiedad es fundamental; y su
lenguaje particular que estructura estos diálogos generalmente se mantiene en lo oculto,
caracterizando la lucha libre por ser misteriosa y generando lo que popularmente se le
conoce como sus “secretos.”

Pero el orden pedagógico de la lucha libre – por lo menos en mi experiencia – no existe


con certeza y como bien lo apunta Levi, se presenta de manera gradual después de largas
y repetidas horas de entrenamiento a lo largo de los meses en incluso años.

94
El diálogo a ras de lona

El profe Beristain me llama, tomo un paso para subir y entre las cuerdas hago mi entrada
al cuadrilátero. La lucha comienza antes de que empecemos a luchar. La entrada debe ser
tan contundente como la lucha. Circulamos un poco alrededor del ring, entendiendo el
espacio, buscando el momento para derribar o hacer una entrada y también haciéndonos
notar, mostrando en cada movimiento, paso y articulación que somos luchadores. De
repente entro buscando la toma de réferi pero reacciona rápido y en cuanto tomo el paso
para acercarme se mueve y me derriba. Anticipando cada uno de mis movimientos, soy
incapaz de manejar la lucha. Llave tras llave, no me da tiempo para buscar una contra
hasta que me suelta y el profe Beristain termina la lucha, llamando a otros dos.

Así de rápido lo recuerdo. Me siento un poco derrotado la verdad pero no tengo más que
seguir entrenando y aprender. La realidad es que una lucha no se maneja con tanta
rapidez y los tiempos entre cada llave son más prolongados. Pero como novato,
simplemente me estaba dando entender que seguía siendo justamente eso, un novato.

En medio del entrenamiento, se acerca Sangre Azteca, campeón y reconocido luchador


del CMLL. El profe Beristain al final lo llama para que luche con el Bombero Infernal –
un luchador de la IWRG (International Wrestling Revolución Group) con base en la
Arena Naucalpan en el Estado de México – pero que por mucho tiempo seguía
entrenando en la Arena México. Durante varios largos minutos que no recuerdo contar,
intercambian un sinnúmero de llaves y posiciones sin repetir alguna. Manejan todo el
espacio del ring, se mueven con una cadencia adecuada para no perder el aliento,
mantener el público en suspenso y mostrar que son capaces de enfrentar a cualquier
luchador. Ambos con el cabello largo, de tez morena y el cuerpo tosco que se desarrolla
después de tantos años sobre el ring, recuerdo escuchar sus exhalaciones y ver sus gestos
en cada movimiento, llave, contrallave. Sin máscara su presencia es distinta. Siguen
siendo fulano y mengano pero también siguen siendo luchadores, entrenando, sudando y

95
aprendiendo como cada uno de nosotros. Ambos trabajan en conjunto para estilizar cada
llave pero siguen siendo oponentes en busca de una oportunidad para rendir al otro y
mostrarse superior. Sin embargo, ninguno parece tener una falla o un desconocimiento de
las técnicas del otro. Seguirían luchando pero Beristain nuevamente interviene y detiene
la lucha. Todos no tenemos más que aplaudir. Se termina la clase y por primera vez
entendí un diálogo de lucha a ras de lona.

Yo no fui capaz de seguir con la misma rapidez las llaves que me marcaban, mis
reacciones y contrallaves no me abastaban para darle forma a la lucha y poder mostrar
que soy capaz de dialogar y por ende, luchar. Al soltarme en su última llave, mi
contrincante da por finalizada la lucha y le muestra al público que no soy apto.
Afortunadamente esto es entrenar. Si hubiese sido un espectáculo en vivo, sin importar el
resultado final de la lucha, la derrota la llevaría yo. El público no me aprobaría y no
estaría dejando buena impresión ante algún promotor en búsqueda de nuevo talento o
luchadores para un próximo evento.

Durante la lucha entre Sangre Azteca y el Bombero Infernal, se mostraron uno al otro el
respeto luchístico que merecieron. Ninguno fue capaz de dominar al otro. Marcar una
contrallave debe de ser suficiente para que el otro permita que se lleve a cabo el
movimiento sin resistencia, dándole a la lucha fluidez, estilo y entretenimiento. Si en una
llave uno de los luchadores se queda inmóvil y no marca una contrallave, seguramente ha
perdido el paso, su técnica no le fue suficiente para seguir luchando y es posible que el
contrincante apriete con más fuerza, agregándole presión para mostrar su superioridad y
dominio. También lo puede soltar como lo fue en mi caso. O bien, le podría indicar con
su cuerpo por dónde tendría que moverse para marcar la contra, manteniendo el
espectáculos de la lucha fluyendo.

La lucha a ras de lona es el abecedario de los diálogos de la lucha libre y es el inició


básico para adquirir el habitus de la lucha libre. Sin embargo, este intercambio de llaves y
contrallaves que a su vez permite al luchador introducir su técnica y condición física ante
el contrincante y el público aficionado, es hoy en día cada vez más escaso y cada vez

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menos visto en las funciones de lucha libre. La afición se ha vuelto más impaciente ante
este tipo de encuentro o ha perdido el entendimiento de ese tipo de lucha, deseando ver
vuelos espectaculares, llaves elaboradas y en general, una función de entretenimiento.

Hoy en día la lucha libre mexicana – además de haberse caracterizado a lo largo de los
años por el uso de la máscara y el misterio que genera en cada luchador – es reconocida
internacionalmente por haber desarrollado e innovado una lucha aérea con sus topes
suicidas, mortales, tornillos y un sin fin de movimientos acrobáticos.

Los nuevos detalles que han adquirido la lucha libre han creado un lenguaje más
elaborado y el dialogo rebasa el ras de la lona. Basado en la improvisación dialógica entre
los luchadores, cada movimiento, paso y gesto marca pautas para el desarrollo de cada
lucha, sus momentos, sus llaves, contrallaves, saltos, mortales, finalizaciones,
rendiciones, indicando los momentos para un relevo de luchadores, una interacción con la
gente por medio de gritos y gestos, que a su vez pueden estar indicando otros momentos,
tal vez climáticos de la caída y que normalmente precede una llave final o un toque de
espaldas. El réferi que regula el combate también es clave y puede funcionar como un
intermediario entre los luchadores y sus diálogos. Y dada la naturaleza de la lucha libre,
los accidentes, errores, malentendimientos de diálogo son comunes pero es el
adiestramiento que tiene cada luchador en el lenguaje y el diálogo que hace posible la
lucha libre.

97
Tercera Parte

98
Subirse al ring

La lucha libre existe desde hace mucho y creo que a uno le nace.
Estamos en una civilización muy adelantada y la lucha se ha ido
depurando, existe, no podemos menospreciarla; simplemente
arriba de un ring debemos demostrar nuestros sentimientos sin
destruir al contrario, porque entonces ¿cómo podríamos
continuar con el espectáculo?

Blue Demon en Miranda (1992)

Seguía entrenando en la Arena México y en el Miguel Hidalgo con Angus. Frecuentaban


los hermanos de Angus, el Extraño y Alma Infernal. El hermano menor, que en ese
tiempo luchaba con el nombre de Celestial estaba teniendo un poco más de éxito que sus
hermanos. Había heredado los años de experiencia de sus hermanos y tenía un talento
natural para luchar. Desde pequeño, en forma de juego, comenzaba a entrenar con sus
hermanos y poco a poco se fue integrando con más formalidad. La rapidez, agilidad y
gracia con la que cuenta Celestial llama la atención pero el “problema” de todos ellos es
el tamaño pues son de estatura baja y el más bajo es Celestial.

Cuando en una época el que luchaba bien luchaba bien, hoy en día, es más común que los
promotores se fijen en los cuerpos y la imagen que puedan proyectar,
independientemente de sus cualidades como luchadores. He visto cómo contratan a
muchos luchadores altos y fuertes pero con poca técnica, sin habilidad, sin experiencia y
sin gracia. Muchos aficionados les agrada ver cuerpos grandes, músculos y fuerza. El
reflejo lógico de esta naturaleza hoy en día es la lucha libre americana en la cual se
promociona más la figura y la imagen del luchador que su habilidad. La empresa más
importante es la WWE (World Wrestling Entertainment), en la cual los luchadores llevan
a cabo funciones teatrales que tiene gran base en el desarrollo de personajes, rivalidades,
diálogos y un poco de lucha para resolver los conflictos.

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Angus y sus hermanos seguían su entrenamiento, buscando y esperando esa oportunidad
para mostrarse en eventos importantes y me seguían ayudando con el entrenamiento que
se iba enfocando cada vez más en la preparación para mi examen profesional de lucha
libre. En total, llevaba unos seis meses entrenando pero iba progresando bien.

Un día comenzando el entrenamiento normal en el Miguel Hidalgo se me acerca Angus


cuando calentábamos y me pregunta, “¿quieres luchar?”

“¿Cómo?” respondí.

“¿¡Quieres luchar o no!?”, contestó bruscamente.

“Pues sí,” le dije.

“Ah va, pa’ programarte el domingo en Atizapán.”

Se volteó inmediatamente y comenzó con el entrenamiento. Después del calentamiento,


un poco de tumbling, lucha y demás, como si no me hubiese dicho nada, como si hubiera
respetado el entrenamiento rutinario del día. Al principio estaba un poco confundido y
con el paso de los minutos estaba más bien consternado con ese breve diálogo que
tuvimos. Él seguía como si nada hubiera pasado pero definitivamente había pasado algo.
Entendía bien su tono de reto e inquietado, comencé a indagarlo incesantemente durante
el entrenamiento.

“¿Cómo que si quiero luchar?” le preguntaba. ¿Ya quieres que luche? ¿Este fin de
semana? ¿Crees que ya estoy listo? ¿De verdad es en serio o me estás jodiendo?”

“Bueno qué chingados,” me contestó de repente. “¿Para que estas entrenando? ¿Querías
luchar no o para qué estás entrenando?”

“No, pues sí,” le dije.

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“Pues ya está, prepárate este domingo para ir a luchar.”

Por un momento continué entrenando y dejé de hacerle preguntas. No nos decíamos nada.
Se escuchaban los golpes a los costales de los boxeadores, el noticiero, el respiro del
cansancio y de vez en cuando el choque de metal desde el área de pesas. Tenía la mente
en blanco. Sin pensamiento alguno, la mezcla de nerviosismo y emociones encontradas
me revolvían el estómago. Sus preguntas y comentarios me ocasionaban incertidumbre
porque no me lo había dejado claro; al menos así es como lo estaba aceptando pero el que
no tenía la mente clara era yo y no terminaba de captar porque seguramente no quería
aceptar la realidad de subirse al ring.

“No manches, está bien lejos, ¿cómo voy a llegar hasta a Atizapán?” le cuestionaba.
“Nunca he ido ni sé cómo llegar.”

“Tú no te preocupes,” me contestó con más tranquilidad, viendo que estaba


contemplando con seriedad la posibilidad de luchar pero que me ocasionaba inseguridad.
“Eso es lo de menos, piensa en la lucha.”

Estaba nervioso y mi mente recorría todas las razones imaginables que imposibilitara que
fuera a luchar el domingo. Compromisos, tarea, trabajo, distancia… No tenía nada
razonable. Sólo nerviosismo, miedo. Después me comentó que irían dos compañeros
conocidos míos, unos amigos con quienes entrenaba en la Arena México. Uno de ellos
era el Bombero Infernal y el otro era otro luchador de Naucalpan que le decíamos el Tata.
La idea de poder ver caras conocidas me confortaba algo y seguro me ayudarían, pensé.

En realidad, Angus ya lo tenía todo preparado. Le había dicho ya al promotor que iba a
llevar un chavo nuevo con quien entrenaba y había aceptado. Si decidía no ir a luchar,
Angus quedaría mal ante el promotor y los demás luchadores. No tenía mucha opción de
no aceptar la lucha. Tampoco tenía una excusa razonable. Me sentí obligado. Tenía que
ir. Tenía que luchar. No había una decisión por tomar pues Angus la tenía bien tomada.

101
Estaba tres pasos atrás. Terminamos de entrenar y ante la prueba y el reto, Angus también
me había puesto mucha confianza.

El próximo día llegué a entrenar más nervioso de lo común. Hace mucho que no llegaba
nervioso a entrenar, tal vez desde la primera vez que llegué a la Arena México y era una
sensación rara. Comenzamos a calentar y Angus me pregunta que cómo me sentía, que si
estoy nervioso, que si estoy listo, que si tengo dudas.

Ante mi obvio nerviosismo, nuestra conversación también puso en evidencia mi


inseguridad.

“No mames cabrón, ¡pues claro que ya estás!” me animaba. Que estoy listo, que estoy
bien, que no puedo aprender más sólo entrenando. Necesito luchar para mejorar, para
entender verdaderamente lo que es la lucha libre. Me plantea posibles escenarios. Me dijo
que subiría como rudo a lado del Bombero Infernal y el Tata en una lucha contra él y sus
hermanos el Extraño y el Celestial. Continuamos entrenando, puliendo detalles, revisando
situaciones que podrían surgir a lo largo de la lucha. También me tranquilizó un poco
saber que lucharía con gente que conocía y que entendía mi posición de novato.

El sábado en la noche me es imposible dormir. Como siempre entra un poco de luz por la
ventana; mi recámara es obscura pero la luz le da un tono azul, me acuesto bocarriba, los
ojos bien abiertos, cambio de posición, ahora sobre mi costado izquierdo. Inquieto,
nervioso, comienzo a visualizar la lucha, primera caída, llaveo… no duermo, cambio de
posición, veo la hora, 2 a.m.; segunda caída, pienso en la gente, me grita, les grito;
intento de hacerme entender que no hay problema, que mañana será sencillo, que es fácil,
que todo va a salir bien. 3 a.m.; cambio de posición, mis pensamientos comienzan a ser
poco nítidos, no recuerdo bien, comienza a ganarme el sueño, cambio de posición y son
las cuatro de la mañana. Duermo.

Domingo, 20 de abril 2008, no es gran fecha, no es gran día, no pasa nada fuera de lo
común pero no creo poder olvidar la fecha. Quisiera poder dormir pero me levanto

102
temprano, son las siete de la mañana y estoy desayunando. Repaso lo que entrené, lo que
revisé con Angus. Quiero que sea un día tranquilo, normal, no tiene caso estar así,
dándole vueltas a mi inestabilidad nerviosa y pensar en esa lucha todo el día. Aún faltan
muchas horas. Enciendo la televisión, es domingo, Chabelo, lucha libre, fútbol. Salgo a
caminar, el tiempo es lento, tengo mucho y no logro hacer nada más que estar nervioso.

Quedé de ver a Tata a medio camino. Salí de la Ciudad de México, llego a Naucalpan,
sigo por el camino hasta Tlalnepantla, me encuentro con el Tata como habíamos
acordado y continuamos con el camino hasta Ciudad López Mateos y finalmente hasta
Atizapán, Nicolás Romero. Pero seguimos. Hace más de una hora que dejé de ver los
trazos urbanos de la ciudad. La sobrepoblación se fue disminuyendo hasta al grado de
haber una falta de población. Cada vez es menos gente, menos casas, menos transporte
pero la carretera seguía y seguimos. El camino se volvía más estrecho. A los lados hay un
pasto rocoso donde aparecen perros callejeros esparcidos en cada kilómetro cuadrado. A
lo lejos se veían unas casas y el terreno se volvía más bien terracería.

El estrecho camino llegó a su fin después de más de dos horas con un par de coches
estacionados en la orilla sobre el pasto y nos detenemos justo atrás de ellos. Aún no
contaba con mi propio equipo para luchar que esencialmente consiste en un par de botas,
mallas y comúnmente una máscara. Había acordado con el Tata y me prestaría una
máscara suya que ya no usaba mucho. Le tenía bastante cariño y me contó sobre ella y de
unas batallas que había pasado con esa máscara. Me imaginé el número de caídas, luchas,
cuadriláteros, golpes, triunfos, derrotas, compañeros y contrincantes. Una máscara
camuflada de tono verde y lleno de memorias.

Usaría unos pantalones camuflados que tenía desde mi tiempo en la escuela militar, unos
tenis negros y la máscara. No tenía nombre ni idea de lo que estaba haciendo. Nos
bajamos del coche, abrió la cajuela y de su maleta sacó la tapa.

“Ahí está, cabrón,” me dijo. “Es una chingonería de máscara, eh. Póntela.”

103
El Bombas traía ya puesto su pasa montañas y el Tata después de entregarme la máscara
de su maleta sacó otra de color negro con la letra “F” en un costado de color plateado y se
la puso. Después me puse la máscara y en la abertura de los ojos tenía puesto una malla
de color naranja. Me sentía raro y no sé si me quedaba chica, no me ajustaba bien en ella
o simplemente era la costumbre de traer máscara pero sentía que se estiraba mucho y no
lograba ver muy bien. Mi vista estaba nublado por ese tono naranja que me daba la malla.
Caminamos y aparecieron unos cuantos niños que se nos acercaban, guardando cierta
distancia y se nos quedaban viendo con curiosidad. Llegamos a una tienda donde compré
una botella de agua. Me sentí un poco incómodo pues no lograba sacar el dinero del
pantalón y cuando pude, no veía cuánto era con la vista nublada y el rostro estirado. A un
costado de la tienda, entramos por una puerta de lámina y comenzamos a bajar unos
escalones.

Los escalones daban vuelta y bajaban a un reducido pasillo donde se encontraban unas
sillas plegables de metal acomodados por toda la orilla de las paredes. Éstas, de concreto
gris sin acabado ni pintura alguna, les daba fondo a la serie de luchadores que llenaban
los dos angostos pasillos. Bajando la escalera, seguía los pasos del Bombero y me quité la
máscara. Sentía que los luchadores seguían cada uno de mis pasos con sus miradas.
Sentados con sus maletas en frente, algunos ya traían sus mallas puestas, otros sólo
comenzaban a sacar su equipo y unos platicaban y reían. Volteé discretamente a ver si
reconocía alguien, intentando de mostrarme tranquilo pero no había caras familiares. No
estaba Angus ni sus hermanos.

En ningún lado los vi y en el reducido espacio sólo veía caras desconocidas. Con la
mirada busqué una silla pero no encontré, lo cual me hacía sentir más incomodo. El
Bombero y Tata saludaban a algunos, yo les extendía la mano a otros pero el nerviosismo
me ahogaba. Me sentía en un inframundo gris obscuro y claustrofóbico, rodeado de
rostros que fijaban sus miradas en mí y que estaban en un proceso liminal entre la
persona normal que tenía familia y trabajo y el luchador enmascarado que preparaba su
cuerpo y mente para luchar. Intentaba mostrar tranquilidad pero creo que no lo lograba.

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En una esquina coloqué mis cosas y comencé a sacarlas de mi mochila lentamente. Uno
de los luchadores me dijo que me sentara mientras me cambiara. Platicamos un poco
acerca de nuestros profesores, gimnasios y cómo habíamos llegado ahí. Después de
ponerme el pantalón camuflado vi al Tata parado a unos pasos de mí, haciendo unos
estiramientos. Me acerqué y comencé a estirar también

“¿Qué pasó cabrón? Estás todo verde,” me dijo con una risa. “¿Así vas a luchar?
Relájate.” Luego me ofreció una camiseta de licra para que luchara con ella puesta.

El Tata es un luchador como de 40 años de edad. Además de la lucha libre, es dueño de


un microbús que normalmente maneja todos los días pero en ocasiones lo llega a rentar
por una cuota diaria que oscila entre los 250 y 300 pesos. Como casi todos los
luchadores, la lucha libre no es una fuente económica estable ni suficiente y la mayoría
tiene otros oficios y actividades laborales.

Salí por una puerta al final del pasillo. Habían unos escalones que bajaban a un patio
terroso con unas piedras esparcidas y en medio estaba montado un ring desgastado con un
entarimado chueco y rodeado por una serie de sillas metálicas y de plástico y unas
pequeñas gradas. En una esquina estaba colgado a lo alto una lona que decía: Clínica
Medica Santa Cruz, Partos-Cesáreas-Cirugías, Servicio Médico Las 24 Horas, Análisis
Clínicos.

La gente comenzaba a llegar y ya se veían algunos niños sentados con sus padres
mientras otros corrían alrededor del ring y otros intentaban de subirse. De pronto llegó un
señor con lentes y camisa blanca al pasillo que servía de vestidor y contó el número de
luchadores que habían llegado y apuntó los nombres en un pedazo de papel arrugado que
llevaba en su mano. Me preguntó qué nombre tenía de luchador y el Tata respondió
inmediatamente, “es el mismísimo Comando.”

Aún no aparecían Angus ni sus hermanos y el señor desapareció. Pero unos momentos
después vi bajar por los escalones a Angus con una gran sonrisa, saludando

105
afectuosamente a los demás. Al final me saludó y me sentía un poco aliviado por su
llegada tardía. Le dije de mis evidentes nervios. Me respondió con poca importancia y se
fue a platicar con otros luchadores y el señor de lentes para que lo incluyera en la
programación.

Unos minutos después regresó el señor con otro papel y nos dictó el orden de las luchas y
los equipos. Después de ser nombrados, veía cómo cada uno de los luchadores cambiaban
de actitud, comenzaban a concentrarse y platicar con los otros nombrados en su misma
lucha. Algunos celebraban el anuncio de la lucha moderadamente con un “a huevo” o un
“bien” acompañado con una palmada en la espalda para animar al compañero.

De repente escuché el nombre de Angus y junto a su nombre escuché otros desconocidos.


El señor de lentes continuó, “en la lucha semifinal van Último Vampiro, Lobo I y
Comando como técnicos contra Cráneo (el Bombero), Blasfemia y Sepulturero de rudos.”

En la lucha estelar, nombraron al Celestial que lucharía por el campeonato del recinto
contra uno de los Oficiales que son un trío de luchadores de la IWRG en Naucalpan. No
recuerdo cual de ellos era, Oficial AK-47, Oficial Fierro u Oficial 911. Sí recuerdo que
llegó a penas unos minutos antes de su lucha, se cambió y salió de inmediato.

“Se preparan las primeras dos luchas,” finalizó el señor de lentes y se fue para no verlo
otra vez hasta el final de la función. En ese momento sólo recuerdo sentir cómo mi boca
se comenzaba a secar y mi cuerpo sentirse debilitado por un nerviosismo que no recuerdo
haber sentido antes.

Me acerqué a Angus inmediatamente en búsqueda de calma. No conocía a mis


compañeros ni a mis contrincantes, con la excepción del Bombero y el plan inicial había
cambiado por completo. Tenía que subir de técnico cuando había entrenado de rudo y ni
Angus ni sus hermanos estarían en la misma lucha que yo. Había perdido el único factor
que me daba un poco de calma mental. A pesar de no tener mi licencia profesional, éste
era mi debut y saldría en la lucha semifinal, en la cual se espera de las mejores luchas de

106
la función pues antecede la última lucha conocida comúnmente como la estelar. Mi
cabeza daba vueltas y mi cuerpo si no temblaba era porque no encontraba fuerza para
hacerlo.

La función comenzaba y salieron los primeros luchadores. En unos escasos minutos


terminaron y salieron otros más para realizar la segunda lucha. En ese momento vi otros
reunirse para comenzar y preparar la tercera y así de rápido seguiría la lucha de Angus y
después la semifinal pero yo veía que ni mis compañeros ni mis contrincantes tenían la
menor preocupación. Unos ni habían comenzado a cambiarse y le pregunté sobre la
situación al Bombero mientras comenzaba a cambiarse pero sólo me respondió con una
sonrisa, “cálmate, ahorita vemos qué pasa.”

Faltaban pocos minutos y le pedí a uno de los luchadores que me amarrara la máscara por
atrás. El atardecer estaba por comenzar y sentía que desaparecía junto con el sol. Me
reuní con los demás luchadores y decidimos el orden en que saldríamos a luchar.

De repente anuncian el final de la lucha y el comienzo de la lucha semifinal. No sabía ni


por dónde tenía que tomar mi primer paso. Presentaron a los rudos. Me acerqué a la
puerta para salir y me dijo un compañero que saliera ya. Con un equipo improvisado de
camuflaje, anuncian del bando de los técnicos con una voz amplificada y descompuesta a
Comando. Mi cuerpo se asoma y me paro alto y fuerte para ver un cuadrilátero
completamente rodeado de gente. De inmediato hay una niña que me pide un autógrafo.
Llevaba menos de un minuto siendo este luchador de nombre Comando y no tenía idea
cómo era su firma. Tomé su libreta y pluma, improvisando un autógrafo. Bajo los
escalones y saludo unos cuantos aficionados para rodear el cuadrilátero y enfrentar los
rudos que ya estaban encima del entarimado, gritando y retando tanto a la gente como a
nosotros, los técnicos.

Buscaba fuerza y valentía pero sólo encontraba nervios y me acomodaba detrás de mis
compañeros, siguiendo la naturaleza de sus acciones e intentando de verme relajado y
normal. Nos subimos al ring y después de unos enfrentamientos previo al inicio de la

107
lucha que valían de unos empujones, tropiezos e insultos, la voz amplificada introduce
oficialmente a los luchadores. Al escuchar el nombre de Comando, corro hacia una de las
esquinas y brinco sobre la segunda cuerda y levanto los brazos, escuchando algunos
aplausos. El desgaste del ring es notorio y sus cuerdas están muy flojas. Encima de la
segunda cuerda, inmediatamente doy un salto de regreso a la lona pues sentía que me
resbalaba por la falta de tensión de las cuerdas. Le dan campana a la primera caída y así
como lo había pedido, entré primero al cuadrilátero, esperando sacudir los nervios. De
frente tengo a Cráneo. Rodeo el ring una vez y me toma rápido. Empezamos a llavear.
Buscaba ciertos movimientos pero no me entendí con él y me saca de suplex, voy de
espaldas a la lona y choco con las cuerdas. Trabajando la gente, el Cráneo grita y lo
abuchean un poco mientras otros le aplauden a su favor. La boca la tengo seca de nervios
y seca por el polvo que se levanta en cada golpe y cada grito. Me levanto, busco
nuevamente a mi contrincante, lo derribo y llaveamos de nuevo rápidamente; después de
un suplex termino poniéndolo de espaldas con un puente pero me bota antes del tercer
conteo. Le pido aplausos al público a favor de los técnicos y termina mis primeros pasos
como luchador.

Le doy la mano al compañero para darme relevo. Salgo y me paro en la esquina técnica,
agotado, sin aire y buscando recuperar energía. Volteaba a los alrededores, intentando de
entender el escenario y lo que estaba haciendo ahí arriba. El nerviosismo seguía. La vista
se me nublaba en parte por la malla anaranjada de la máscara y en parte por el estado
mental en el que uno entra al subirse al ring. El yo persona se escondía detrás de la
máscara y por unos minutos no existía más. El yo luchador me tomaba control y si bien
estaba perdido, confundido, agotado y nervioso, luchaba. De pronto se va terminando la
primera caída pero los rudos comienzan a tomar control de la caída, logrando una serie de
golpes, patadas y castigos. Al final nos rinden y se van arriba ganando la primera caída.

La segunda caída empieza y los rudos siguen arriba, golpeando y castigando. Dentro del
ring, el Sepulturero toma al Último Vampiro y lo avienta a la otra esquina pero logra
revertir el movimiento y termina por planchar a Blasfemia quien había entrado al ring. El
Lobo I después entra y concretiza el dominio de los técnicos. Habían sacado a los rudos

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del cuadrilátero y entro al ring para encararme nuevamente con Cráneo. Después de una
serie de golpes al pecho, tomo una posición dominante y lo llevo hacia las cuerdas. Tomo
unos pasos largos y corriendo salto hacia las cuerdas, buscando impulsarme de ellas para
tomar mayor elevación y fuerza y jalarlo hacia fuera del ring; pero en cuanto mis pies
tocan la segunda cuerda, el rebote es inexistente y la cuerda se hunde casi hasta la lona
pues la tensión de las cuerdas se fue aflojando aún más con el paso de la lucha. Me
resbalo y escucho algunos suspiros entre el público por temor de algún golpe
accidentado. Sin embargo, sigo el movimiento y logro terminar la acción, sacando a
Cráneo del ring. No hay tiempo de lamentaciones ni más razones para seguir mi
nerviosismo. Observo a Cráneo abajo del ring y después de un rebote amago un tope
suicida. El Sepulturero jala a Cráneo para quitarlo de mi camino pero me deslizo sobre la
lona y mientras se agachan, logro alcanzarlo y golpear su espalda. Enfurecido, comienzan
a pelear entre sí mientras el público técnico me celebra un poco.

Vamos arriba y mis compañeros están rindiendo a sus contrincantes, veo a Cráneo entrar
al cuadrilátero en búsqueda de interrumpir las llaves y ayudar a sus compañeros pero
entro justo a tiempo para interceptarlo. Lo derribo, lo amarro y lo pongo de espaldas
esperando las tres palmadas del réferi sobre la lona y triunfamos en la segunda caída.

Cuando las cosas parecían encaminar con normalidad, en medio de la tercera caída, los
rudos de repente deciden elevar su rudeza y comienzan a tirar golpes, patadas, agarrones,
pisotones, jalones de máscara y demás. Me tocan unos golpes y en un jalón Cráneo me
avienta un rodillazo al rostro que me impacta justo en la mandíbula, sacudiendo la última
gota de sudor. Siento cómo el dolor recorre mi cuerpo hasta llegar a mis pies. Mi cuerpo
contagia la vista nublada de mis ojos y ya no siento claridad en mis movimientos. Caigo a
la lona y no estoy seguro si alguien se da cuenta de mi confusión pero recibo una patada
que me permite rodar fuera del ring para caer sobre la tierra. Ahí intento de recuperar aire
pero sólo trago tierra y polvo que se levantan cada vez más. Me quedo tirado unos
momentos cabizbajo, buscando el sentido del asunto y me doy cuenta que no puedo
cerrar la boca por causa de una mandíbula dislocada.

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Siento una palmada en la espalda y la voz de un niño decir, “vamos, levántate, pégales.”
Subo una rodilla y después la mirada en búsqueda de los otros luchadores pero sólo veo
un bulto de aficionados gritando, enloquecidos y pidiendo más violencia, “¡queremos
sangre!” escucho de una voz lejana, “¡mátalo!” Me pongo de pie y tambaleando escucho
el aliento de unos aficionados y del otro lado del ring veo una nube de tierra que intenta
esconder unos enmascarados, poseídos por la violencia con sillas en las manos, gritos en
las voces, coraje en los ojos y cuerpos efusivos luchando por terminar con los demás.
Volteo y a medio metro veo a Blasfemia mirarme en los ojos, “¿a dónde vas cabrón?” me
gritó y antes de poder reaccionar me tenía agarrado de la máscara, arrastrándome a la otra
esquina para que entre él y Cráneo me tumbaran de nuevo con unas patadas.

El cuadrilátero era mera decoración con los seis luchadores a su alrededor generando un
caos que no entendía y con dos réferis corriendo de lado a lado en búsqueda de un orden.
La afición se volvió frenética y yo percibía más violencia de su parte que por parte de los
demás luchadores. Estáticos y de pie, habían dejado sus lugares para rodearnos como en
una pelea de barrio, gritando y apoyando a su bando. Unos se acercaron con sus sillas en
la mano para que las utilizáramos para golpear a los contrincantes. Los golpes me seguían
abrumando y en algún momento, me perdí de una serie de acciones pues de repente vi a
Lobo I tirado en el suelo con el rostro ensangrentado, escupiendo coágulos de tierra de su
boca, manchada de rojo. La sangre ya corría por todo su rostro, bajando por su cuello,
pecho y torso. No me di cuenta que la situación se había salido de nuestras manos hasta
que vi un señor como de sesenta años cargando una tabla desgastada con unos clavos
flojos que la unían con otra tabla. Medía como metro y medio y con una pintura
desgastada, el señor, un aficionado rudo por supuesto, caminaba hacia nosotros. Comencé
a caminar hacia la esquina opuesta, huyendo de cualquier posibilidad de que mi debut
extraoficial como luchador profesional incluyera un encuentro con esa tabla.

De repente dos personas trabajando para los organizadores le arrebataron la tabla y


escuché la voz de Blasfemia nuevamente preguntándome que a dónde iba. Mientras se
recuperaba Lobo I e intercambiaba una serie de golpes con el Sepulturero. Se acercaba
Cráneo con un pedazo de lámina que parecía haberse caído del techo. Entre los dos me

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arrancaron la licra que me había prestado el Tata y comenzaron a golpearme la espalda
con el pedazo de lámina. Intenté alejarme y vino Último Vampiro en mi ayuda para salir
del embate. Voltee a mis alrededores y veía cómo el círculo de gente fluía según los
movimientos de cada luchador, asegurándose unos pasos de distancia entre su fanatismo
y los golpes. Lobo I seguía sangrando pero la golpiza que le propinaban también seguía.
Último Vampiro y yo nos unimos en defensa de Lobo I y en eso nos subimos al ring.
Voltee a los alrededores, intentando de reconocer dónde había terminado. Mi nublada
vista anaranjada se confundía con la nube de tierra que cada vez era más grande y el
surrealismo de mi realidad luchística parecía una foto antigua en sepia. El orden de la
afición intentaba regresar mientras unos lamentaban la golpiza de Lobo I. Los rudos
celebraban sus actos mientras le pedía orientación a Último Vampiro quien me había
dado otro pedazo de lámina para emparejar las cosas. De repente se nos acercó el réferi
que parecía igual de confundido. De pronto nos otorgaron la victoria de la tercera caída
por descalificación: exceso de rudeza.

Los gritos de la afición resurgieron y el coraje de unos enfurecidos rudos regresó. Se


llevaban a Lobo I en una camilla mientras los rudos seguían golpeándolo. Último
Vampiro y yo intentábamos defenderlos y terminamos por agarrarnos a golpes
nuevamente. La gente se indignaba cada vez más y sin Lobo I, terminamos los dos
enfrentando a los tres rudos. Entre los golpes, en un momento terminé tirado sobre la
tierra, Blasfemia me había desenmascarado y con las manos en el rostro, intentaba cubrir
mi identidad. Un aficionado me acercó la licra que me habían quitado para taparme la
cara. Me envolví la cara con la licra antes de pararme en búsqueda de los vestidores y un
niño se me acercó, ofreciéndome su máscara de Rey Misterio Jr. Me la puse y busqué la
entrada al vestidor pues los demás ya habían entrado. Entré y vi a Celestial haciendo su
salida al escenario para realizar su lucha estelar.

Examen profesional de lucha libre

111
Después de unas semanas de entrenamiento enfocadas en mi examen profesional de lucha
libre, llegaba el sábado 30 de mayo 2008; la cita del examen era a las 8 a.m. en la Arena
Coliseo, localizada en la calle República de Perú 77 en el Centro Histórico de la Ciudad
de México.

Desde la colonia Tabacalera, muy cerca del Monumento de la Revolución, salí a las 7:30
a.m., pedaleando mi bici por un solitario Paseo de la Reforma hasta llegar a la Alameda
Central y cruzar unas calles del Centro Histórico que descansaban antes de la llegada de
las multitudes sabatinas. Llegué a la Coliseo en unos quince minutos y en el lado opuesto
de la callé, encadené mi bici y crucé la calle. El recinto estaba cerrada con las láminas
desenrolladas que tapaban sus entradas. Me asomé entre los espacios de la lámina para
ver una arena obscura y vacía. La expectativa y la incertidumbre me generaba más
nerviosismo y el estar solo me generaba un poco de inseguridad. Sin saber que hacer,
crucé la calle nuevamente y me senté en la banqueta junto a la bici. La pedaleada me
había quitado el sueño y después de unos largos minutos comenzaron a llegar otros
luchadores, la mayoría en pants y sudadera, unos acompañados, otros solos y un pequeño
círculo de gente se generaba. Crucé la calle otra vez para unirme al grupo y conocer
algunos de los otros aspirantes.

Por fin llegó Luis Alcántar “el Fantasma,” Presidente de la Comisión de Lucha Libre
Profesional del Distrito Federal y junto con otros profesores de lucha libre, abrieron una
puerta de la lámina y la entrada a la arena estaba abierta. Entré junto a los demás y nos
reunieron a todos. En voz alta nos informaron que nos registraríamos antes de entrar al
vestidor. Con el pago del examen – unos trecientos pesos – en una libreta apuntamos
nuestros nombres, el nombre de nuestro profesor y nuestro peso. Después del registro,
nos cambiamos y nos enfilamos por orden de nuestro peso, los más ligeros alineados
hasta adelante. El médico de la comisión, el Dr. Gustavo Zavaleta, pasaba con cada uno
de los aspirantes y finalmente se me acercó, me tomó la presión y el ritmo cardiaco,
revisando mi estado médico general. Uno de los comisionado pasaba después y con un
marcador negro escribió a la altura de mi pecho un número correspondiente a mi nombre
y peso, era el numero 62.

112
Además del Presidente de la Comisión, el Fantasma, en el examen se presentaron los
comisionados Felipe Ham Lee, el Greco, Rafael Núñez “Scorpio” y Jorge Gómez
Garnica como sinodales. A cargo de las diferentes etapas del examen también se
encontraban mi profe Arturo Beristain y mi anterior profe Ringo Mendoza para revisar la
parte del acondicionamiento físico y tumbling.

Cada estado tiene una comisión de lucha libre pero la licencia que otorga la comisión de
la Ciudad de México es la más prestigiada y organizadores alrededor de la república la
validan. En el examen se presentaron luchadores de diferentes partes del país como
Puebla, Acapulco, Tlaxcala, Cuernavaca, Querétaro y Pachuca, por nombrar algunos.
Amigos y familiares que acompañaron a algunos de los aspirantes se acomodaron en los
asientos de la Coliseo mientras se llevaba a cabo el examen que califica cinco diferentes
pruebas: condición física, tumbling, lucha olímpica, lucha intercolegial (de sumisión o a
rendir) y lucha profesional.

Después de unas dos horas de espera, empezamos con la prueba de condición física.
Trotamos en fila por las hileras de la Coliseo y seguimos subiendo y bajando los
escalones y gradas, recorriendo todo el recinto hasta llegar a un descanso detrás de las
gradas. Nos acomodaron en fila nuevamente y comenzamos con la ejecución de la baraja:
lagartijas, sentadillas, lagartijas, sentadillas… Los profes nos revisaban las repeticiones.
Atentos, de repente escuchaba una advertencia por parte de los profes cuando alguno se
atrasaba en los ejercicios, simultáneamente animándonos, “vamos, sigan, ya van a
terminar,” decían.

Terminando la baraja, nos pasaron al ring. Mostrando el fortalecimiento del cuello, nos
ponían en la posición de arco y columpiábamos nuestro cuerpo que se sostenía por un
lado con las puntas de los pies y por el otro con la coronilla. Luego se colocaba un
compañero sobre nuestras piernas y seguíamos columpiando con el cuello, soportando el
peso del otro. Seguimos por pararnos de cabeza y sosteniéndonos y cambiando el peso de
lado a lado y de enfrente y atrás.

113
Con las largas horas de entrenamiento con Angus bajo ese techo de lámina en el Miguel
Hidalgo, la condición física del examen me pasó de manera ligera. Después, en la prueba
de tumbling pasé sin inconvenientes las rodadas básicas – de frente, de reversa y de tres
cuartos – además de los resortes hacia al frente y atrás. Luego comenzamos a hacer
entradas con resorte desde la tercera cuerda. Jamás había intentado dicha entrada.

Comencé a observar detalladamente a cada uno de los que iban pasando para analizar las
formas y técnicas para llevarlo a cabo pero la fila pasaba rápido y comenzaba a ponerme
muy nervioso. Cuando llegó mi turno, subí en una esquina por fuera del ring, tomé las
cuerdas con mi manos y en un saltó levanté mis piernas para quedar sostenido de cabeza
con mis manos sobre la tercera cuerda y mi cabeza colgando por dentro del ring. En un
impulso me empujé con los brazos y pateé hacia el ring intentando de caer de pie, cosa
que logré pero el impulso que di fue demasiado fuerte y me ganó el propio peso de mi
cuerpo y seguí tambaleando hacia el frente hasta rodar nuevamente para detener la fuerza.
Me decepcioné mucho y me preocupé por no haber podido caer de pie y uno de los profes
me dijo, “no te preocupes, así pasa.” Salí del ring y me formé nuevamente para la
siguiente prueba.

Las salidas de bandera las habíamos entrenado tanto con el profe Beristain como con
Angus, lo cual me tranquilizaba un poco aunque el nerviosismo parecía quedarse. Nos
pusieron unas cuantas variaciones en las cuales uno buscaba salir del ring por encima de
la tercera cuerda. Una de las más complicadas es salir de espalda, colocando la parte baja
de la espalda sobre la tercera cuerda y dejarse caer hacia de espaldas y hacia fuera,
provocando un giro que lleva al cuerpo estar de cabeza momentáneamente, como en un
mortal de reversa, colocar las manos sobre el ring y terminar de pie en el piso.

Aunque estas pruebas requieren de condición física, el manejo de las técnicas facilitan el
cuerpo llevar a cabo el tumbling.

114
Durante las dos primeras etapas tuve dos fallas menores, incluyendo la entrada con
resorte de la tercera cuerda y un pequeño resbalón en otro resorte, pero en general me
sentí bastante bien con mi desempeño hasta ese momento. Después nos emparejaron con
un compañero de un peso semejante y a lo largo de las siguientes y últimas tres pruebas –
lucha olímpica, intercolegial y profesional – estaríamos enfrentando a dicho compañero.
Dado el número de aspirantes, los sinodales nos informaron que tendríamos un minuto
para cada una de las luchas.

Comenzaron a pasar los luchadores mientras los demás veíamos en espera de nuestro
turno. El minuto parecía extenderse mucho más pero en cuanto iban pasando los primeros
diez, veinte, treinta y cuarenta, los sinodales comenzaban a impacientarse y cada vez les
daban menos tiempo para luchar. La espera era larga y el momento sobre el ring era
instantáneo. Pero por fin éramos los siguientes. A un lado del cuadrilátero, veía como
intentaban los luchadores ponerse de espalda pero con sólo un minuto para llevarlo a
cabo, la mayoría de las luchas terminaban por empatar y no sabía cómo estarían
calificando la lucha. Por esa razón pensé en ser el agresor y mantenerme activo durante
todo el tiempo. Llamaron a los siguientes dos. Subí al ring y jalé mi playera hacia abajo
para que los sinodales pudiesen ver el número sobre mi pecho. Hicieron su anotación y
comenzó mi prueba de lucha olímpica con el Greco como réferi. Ante mi compañero y
contrincante, tenía unos diez centímetros de ventaja en cuanto la altura pero tendría más
dificultad buscar el derribe y el control por la misma razón. Nos dimos la mano y busqué
mantenerme en el centro del ring mientras circulábamos, buscando el momento para
entrar. Intentaba tomarlo del cuello, controlar su muñeca, entrar a la toma de réferi pero
se separaba inmediatamente y mantenía buena posición. Decidí entrar rápido y en tres
pasos entré y logré abrazar su cintura, empujándolo hasta una de las esquinas. Me
esforzaba por bajar mi nivel y levantarlo para el derribe pero tenía buen balance y nos
quedamos forcejeando en la esquina. Por fin pude cargarlo y en mi intento de suplex, mi
contrincante logró cambiar su peso al otro lado para contrarrestar mi fuerza y caímos los
dos sobre los hombros. Ambos nos buscamos incorporarnos rápidamente y logre tomarlo
del cuello antes de que se pudiese levantar. Seguí trabajando, jalando sus brazos,

115
empujando mi peso, intentando de voltearlo y ponerlo de espalda pero marcaron el fin del
minuto que pasó como aire y nos dieron el empate.

Pasaría otra hora hasta pasar nuevamente en la prueba de lucha intercolegial. Sin la
preocupación de poner mis hombros y espalda sobre la lona, repasaba posibles escenarios
y llaves que había aprendido tanto en las clases de lucha libre como en unos
entrenamientos de lucha de sumisión que había tomado. Ya eran como las dos de la tarde
y todos comenzaban a fastidiarse de estar encerrados en la arena esperando su turno por
pasar a las pruebas o estar calificando los luchadores. Comenzó otro forcejeo contra mi
contrincante y en esta ocasión me derribó y rápidamente entrelacé mis piernas alrededor
de la suyas, amarrando una llave a su pantorrilla. En cuanto apreté lo escuché suspirar
con dolor y seguí apretando pero a pesar del dolor, me di cuenta que no lo rendiría con
eso. Seguía encima de mí y manejaba bien su peso y equilibrio pero parecía no encontrar
una llave y sólo buscaba encajar mi cuello con su brazo. Me defendí y sin soltar el agarre
en sus piernas logré meter un cuatro al brazo y comencé a jalar. Nuevamente lo
escuchaba suspirar con dolor y se tomaba de su brazo en defensa. Seguía jalando y
apretando cuando el Greco detuvo la lucha a instrucción de los sinodales pues la
brevedad del minuto había pasado. Nos otorgarían el empate de nuevo pero bajando del
ring el comisionado Felipe Ham Lee me llamó y me pidió mi número. Sin comentario
alguno, el profe Ham Lee sólo me dio las gracias y me quedé pensando que posiblemente
me darían unos puntos más dado que había intentado unas llaves.

Con un desempeño satisfactorio en las primeras dos pruebas y dos empates en las
primeras dos luchas, la última prueba de lucha profesional sería la más importante y
posiblemente definitiva. Además, es la prueba que tiene más interés y consideración por
parte de la comisión. Platicando con mi compañero, decidimos llavear al principio,
procurando que ambos luciéramos, sin buscar cerrar una llave con fuerza para evitar una
lesión, una sumisión o el estancamiento de la lucha. Comenzaron los primeros luchadores
en subir e igual que en las pruebas anteriores, se les daba más tiempo. Conforme iban
pasando más luchadores, la paciencia de los sinodales iba terminando y en muchas
ocasiones interrumpían la lucha, la detenían y bajaban a los luchadores antes de que

116
terminaran de luchar. Este acto prácticamente aseguraba la reprobación y el rechazo de la
licencia.

El llaveo comenzó suave. Toma de réferi, nos marcamos unos derribes, llaves,
contrallaves y de pronto comencé a sentir que mi compañero, probablemente en su
esfuerzo por asegurar su licencia, buscaba lucirse un poco más. Incrementando su fuerza
y resistencia, hizo la lucha a ras de lona más dura y rígida. Antes de que se escalara más
la situación le marqué una salida con suplex. Se levantó rápidamente, me derribó y metió
unas llaves con un poco más de fuerza. Los sinodales creo se dieron cuenta y nos gritaron
que hiciéramos la lucha más fluida. Sería una primera advertencia pues habían pasado
unos sesenta luchadores antes de nosotros. Estaban igual o más cansados que todos
nosotros de estar encerrados en la Coliseo y comenzaban a desesperarse y detener las
luchas de manera rápida. Ahora fue mi compañero quien me marcó una salida y con un
jalón salí volando al otro lado del ring, cayendo de espaldas sobre la lona. Me paré y salí
corriendo con un antebrazo, se agachó, reboté sobre las cuerdas y en cuanto venía
impulsado ante él, me señaló unas tijeras por lo que tuve que dar un salto rápidamente,
enredar mis piernas sobre su cuello y logré sacarlo con unas tijeras voladoras. En ese
momento todo estaba saliendo bien. Nos marcamos los detalles y en un movimiento que
se llama la jarocha – en la cual un luchador corre hacia el contrincante, brinca y gira en el
aire antes de topar con él para terminar girando espalda con espalda hasta llegar al otro
lado del contrincante, tomarlo del brazo y jalarlo con el impulso del movimiento para
sacarlo y llevarlo hasta la lona – nos malentendimos y cuando intentamos de recuperar el
momento, los sinodales pararon la lucha y nos bajaron del cuadrilátero.

Salí del ring y cabizbajo lamenté la falla que tuvimos. Un pie mal posicionado, un cuerpo
demasiado cerca de las cuerdas, otro demasiado lejos, un paso antes de tiempo, un jalón
que debió ser empujón, un momento perdido, un movimiento equivocado… el
malentendimiento es el desequilibrio y una lucha descompuesta. Esas fallas ponen en
riesgo a los luchadores y al espectáculo. Esas fallas en un escenario en vivo requieren de
una capacidad y calidad de improvisación precisa para encontrar el balance de nuevo y de
manera rápida sin que la afición se dé cuenta. Me sentí aliviado de haber terminado las

117
pruebas pero también derrotado y comencé a pensar en la posibilidad de que la comisión
me rechazara la licencia. Repasaba en mi mente cada una de las pruebas que había
llevado a cabo y también pensé que mi desempeño pudo haber sido suficiente para haber
pasado el examen.

Salí de una desmañanada, fría y obscura Arena Coliseo para encontrarme con una
calurosa calle República de Perú bajo los rayos del sol primaveral de la Ciudad de
México que son permanentemente filtradas por esa capa de smog que diariamente me
recuerda del encantador desencanto del D.F. La calle ya estaba transitada y los autos
circulaban el Centro Histórico, aportando a esa penetrante capa de smog. Con todo y sus
efectos secundarios, la luz del día me dio un acogedor regreso a la realidad de la ciudad.
Me tomé un momento sobre la banqueta, dándole mi espalda a la arena. En una esquina
vendían unos pambazos, en otra unos tacos de trompo que aquí les dicen al pastor.
Después de unas seis o siete horas, crucé la calle de nuevo, desencadené mi bici, fui por
algo de comer y regresé a mi casa.

Nos citaron dos semanas después en las oficinas de la Comisión de Box y Lucha Libre de
México D.F. que se encuentran justo en la salida de la estación de metro Velódromo de la
línea nueve. Los comisionados reunieron a los que nos encontrábamos ahí y de unas
hojas comenzaron a leer los nombres de los aspirantes, el número que le correspondía, su
calificación y si había obtenido la licencia o no. Después de unos nombres se escuchaba
algún aplauso solitario o un pequeño grito de felicidad aunque también la noticia de no
haber pasado el examen resultaba en lamentaciones. Uno por uno se iban retirando del
círculo que se había formado alrededor de los comisionados después del nombramiento
gradual de los aspirantes. Cada vez éramos menos aunque la mayoría se quedaba en las
oficinas, esperando el final de la lista y cualquier otro anuncio. Mi ansiedad se seguía
acumulando al escuchar los nombres de la lista. Esperé a que me nombraran después del
número sesenta y uno. Volteó la hoja el comisionado y prosiguió con el número sesenta y
tres.

118
La ansiedad se combinó con la confusión que me ocasionó la situación. Los
comisionados dieron instrucciones para quienes habían obtenido su licencia,
agradecimientos y se despidieron. Mientras la pequeña multitud salía de las oficinas, me
le acerqué al comisionado Jorge Gómez Garnica quien me quedaba más cerca para
explicarle lo sucedido. Me llamó la atención diciendo que no había estado atento a los
nombres pero tomó la lista y pudimos confirmar que mi número no se encontraba en la
lista. La primera hoja terminaba con el número sesenta y uno y mi nombré se perdió en la
impresión de la hoja pues no alcanzó espacio en la parte alta de la hoja. Mientras se
reunían los demás comisionados en la oficina del Fantasma, el señor Gómez Garnica me
hizo pasar y tomé asiento en medio de todos. Me sentí un poco intimidado mientras me
cuestionaban sobre el gimnasio dónde entrenaba y mi profesor. A instrucción de Angus,
sólo nombre a el profe Arturo Beristain. El Dr. Zavaleta revisaba la lista en su
computadora y con dificultad leyó mi nombró, cosa que irremediablemente causó más
preguntas en relación a mi nombre y su origen.

Finalmente encontró el archivo digital y el Dr. Zavaleta me felicitó pues había pasado el
examen con una calificación de ochenta en escala de cien. Con mi siguiente respiro por
fin pude deshacer de mi ansiedad, nervios y confusión. Mantenía mi cara firme ante tanta
comisionada seriedad y luchaba contra una sonrisa que forzaba su salida. Antes de
despedirme, me advirtieron que a partir de ese día comenzaba a entrenar como luchador
profesional, es decir, más fuerte, más seguido, más constante, mas intenso y mejorando
día con día mi técnica y condición, pues la licencia significaba más responsabilidad. Me
levanté, salí y regresé a la realidad de la Ciudad de México nuevamente. Tomé los
contaminados rayos del sol mientras caminaba a la estación de metro, pero mi realidad
ahora era otra. Detrás de mí había un luchador y detrás de esa máscara estaba yo.

Conclusión

Es en la escritura donde he podido encontrar el equilibrio que buscaba entre la etnografía


y la máscara; entre yo antropólogo interrogador y yo luchador interrogado. Como

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antropólogos, encontramos en la etnografía una forma de encubrir nuestras experiencias
en el campo; y el antropólogo o etnógrafo como persona, como ese agente social que
describe Wacquant – un animal que sufre, un ser de carne y hueso, nervios y vísceras,
habitado por pasiones y dotado con conocimientos y habilidades incorporados – se
esconde detrás de la escritura para no ser visto. La etnografía, pues, es sin duda un
ejercicio de escritura y narración que si bien se basa en largas estancias en el campo,
también se basa en largas estancias detrás de un escritorio, organizando, editando y
elaborando una recreación (literaria) de una realidad. Y es así, mediante este ejercicio de
escritura que también he podido desenmascararme como luchador sin sentirme expuesto
y arriesgado por destapar los detalles detrás de las largas horas de cada entrenamiento. El
luchador también sufre, también es de carne y hueso, nervios y vísceras, revuelto en
pasiones, conocimientos y habilidades incorporadas que al final del día, montado sobre
un cuadrilátero, es visto simplemente como un rudo o como un técnico. Pero es a través
de este texto que he recreado literariamente mi realidad como luchador; y es a través del
mismo que logro esconderme detrás de su escritura, detrás del escritorio para mostrarme
ni como etnógrafo ni como luchador, sino como un autor de un texto antropológico.

Es así, como antropólogo y como autor, que debemos entender que la importancia de
establecer el trabajo de campo es tan importante como reconocer que como etnógrafo,
existe un proceso sucesivo de escritura que consiste en seleccionar y editar material para
eventualmente hacer una recreación literaria de una realidad. Como hemos revisado, la
intención científica detrás de la etnografía ya no es lo que buscamos; y el hecho de
establecernos simultáneamente como antropólogos y autores no es una condena, sino una
posición que nos ofrece herramientas más amplias tanto para la creación de etnografías
como la interpretación y reinterpretación de las mismas. De esta manera, como lector o
receptor del producto etnográfico, es esencial entender que los trabajos antropológicos
son obras autorales y si bien nos pueden ofrecer un acercamiento auténtico de una
comunidad, su lectura debe considerar que el texto también nos ofrece un acercamiento a
la realidad del autor. Esta doble labor de antropólogo y autor no es más que reconocer el
constante proceso hermenéutico de reinterpretaciones y reinvenciones de la realidad.

120
Después de la desenmascarada que me dio Blasfemia en San Juan Atizapán, regresé al
vestidor con una sensación amarga. Durante la lucha me sentí ahogado detrás de la
máscara, hundido por la presencia de los otros luchadores, de la pasión de cada uno de lo
fanáticos y asfixiado por un nerviosismo que no me dejaba respirar. No tenía más que
entrar al vestidor cabizbajo. Sentía que no logré tener el desempeño que realmente
reflejara las largas horas de mi entrenamiento. Me quité la licra que me iba tapando la
cara y cuando alcé la mirada me felicitaron los demás luchadores.

El saludo previo y posterior de la lucha, he notado, es clave para mantener el


compañerismo antes y después de cualquier función. Pero más allá de ese cordial saludo,
me animaban dentro de mis primeros pasos como luchador. Mientras lamentaba algunos
errores míos o falta de comprensión luchística, tanto el Último Vampiro, como el
Bombero y Sepulturero me alentaban con buenas palabras. Al parecer, habíamos dejado
al público de pie y ansiosos por ver la lucha estelar. Habíamos tapizado el ring con
nuestro sudor, sangre y el violento drama que la gente busca en estos recintos. Había
entrado con luchadores que llevaban entre seis y quince años luchando para participar en
una lucha semifinal.

Angus se me acercó y como buen hermano mayor, lo primero que me preguntó fue que si
se habían “manchado” conmigo o que si traía un golpe. Después de corregirme algunos
detalles, me felicitó orgullosamente y si bien esa amarga sensación que traía no se fue
hasta en los próximos días, el aliento que me daban fue bien recibido.

Antes de irnos, el Bombero me dio un billete de cien pesos por parte del organizador de
las luchas. Para mí, ese billete, si bien fue recibido con alegría, siendo mi primera lucha y
mi primera ‘paga,’ sé que no representaba ni recompensaba el largo viaje que realizamos
ni la golpiza que nos pusimos ni el sacrificio general que uno hace para llegar a las
alturas de un cuadrilátero. Al contrario – y lo menciono con las únicas palabras que se me
ocurren apropiadas – ese billete de cien pesos me parece un insulto o una gran falta de
respeto a los luchadores que sacrifican su cuerpo, su mente, sus horas, días, meses, años,
su estabilidad física y a final de cuentas, también su estabilidad económica. Pero la

121
realidad es esa y también sé que como me dijo Angus, no me fue nada mal. Un luchador
en búsqueda de su carrera con sus primeras luchas a veces es recompensado con una torta
y un refresco. A veces uno hace el sacrificio sin paga alguna para probar la suerte dentro
del cuadrilátero. Saber que luchadores siguen recibiendo ese tipo de paga – a veces
menor, a veces mayor – después de años de sacrificios, entrenamiento y luchas, es difícil
de aceptar. Pero la realidad es esa.

Mi intención o mi visión sobre la lucha libre y la aproximación que he tenido a ella,


seguramente difiere por mucho a la de un luchador común, pero el cuestionamiento sobre
el significado de la vida que uno se hace en distintas etapas de la vida es igual de
complicada para cualquiera. Yo mismo me preguntaba a lo largo de los meses sobre el
rumbo de ese camino que tomaba como luchador. ¿Cuántos sacrificios estamos
dispuestos a hacer no para cumplir un sueño, si no sólo para tener la oportunidad de
cumplirlo? En decenas de conversaciones con luchadores que llevan diez o quince años
entrenando y luchando, todos hablan de esa oportunidad que alguna vez tuvieron o
anhelan tener: una lucha en la Arena Coliseo o en la Arena México. No importaba ni
importaron esos largos años de caídas, la gran mayoría coincidirá que nadie les quitará el
gozo, la experiencia y la realidad de haberse subido a dicho escenario. Y seguirán
luchando para volver a ella. La paga y la realidad económica de un luchador tal vez no
basta para suplir la realidad de tener que vivir en la Ciudad de México y todos los gastos
que implica. Con la recompensa monetaria que recibíamos en cada función, era obvio que
nadie vivía de esto pero todos vivíamos para eso. Vivimos en función de las
oportunidades que nos ofrece la vida, pero también vivimos en función de las
oportunidades que nosotros nos creamos. Cada luchador trabaja su sueño y no hay
recompensa monetaria que pueda recuperar esas largas horas de trabajo, de sudor, de
sangre y de fortalecimiento en todos sus sentidos. Y si bien el éxito económico es
ensoñado y bienvenido, la decisión de subirse al ring tiene recompensas que no pueden
ser cuantificadas por un billete. Antes de subirme al ring, Angus me hablaba de la
invalorable sensación que uno recibe con los aplausos, los gritos, las risas, las palmadas y
las felicitaciones de los aficionados, así como lo gratificante que es que un niño o una
niña le pida a uno una fotografía o un autógrafo. Y el día que me pidieron esa foto y

122
después otra y ese autógrafo y después otro, entendí las palabras de Angus y dicha
sensación, en efecto, no tiene forma de describir. Son contados los luchadores que
obtienen fama y éxito a nivel nacional e internacional. Quisiera decir que los luchadores
son conscientes de que las oportunidades son escasas y que los casos de éxito lo son aún
más; pero no sé si es justamente por eso que están dispuestos a sacrificar tanto o si el
sacrificio les es natural por ser un luchador en búsqueda de esa recompensa de poder ser
el héroe o el villano de la noche. El luchador siempre será luchador.

En los próximos meses seguiría entrenando y llegué a luchar en un par de ocasiones más,
en la feria de la Ciudad de México, en la delegación de Azcapotzalco y también en una
función en Tulancingo, Hidalgo, pueblo natal del legendario enmascarado de plata, el
Santo. A lo largo del tiempo, sin embargo, mi inquietud corporal y competitiva se fue
apuntando hacia las artes marciales mixtas y mi involucración en ellas eventualmente
señaló mi completo abandono de la lucha libre. No era difícil visualizarme enmascarado
y postrado en victoria sobre el ring; pero francamente, sí me era difícil visualizarme
completamente sumergido dentro de este mundo durante varios años con la incertidumbre
que significa enmascararse y los sacrificios que implica para obtener esa escasa
oportunidad.

La vida enmascarada requiere una pasión incondicional y una disposición entera de largas
horas, largas noches e impensable sacrificios. El espacio que existe entre la máscara y el
rostro a veces pareciera ser inexistente, pero un profesional debe de trazar la línea de
separación con una contundente claridad. Aún así, me pregunto, ¿hasta dónde llega el
trabajo del luchador y su profesión y dónde comienza la pasión del individuo detrás de la
máscara, el sincero coraje de un rudo o la gracia inscrita de un técnico? En algún
momento yo mismo me preguntaba dónde terminaba mi lucha y dónde comenzaba mi
etnografía. Y la vida antropológica aparece con el mismo cuestionamiento, ¿en qué
momento logramos separarnos de nosotros mismos para sólo ser etnógrafos trabajando el
campo?

123
La respuesta no es sencilla y tal vez no exista; mi respuesta, sin embargo, no busca una
solución pues la cuestión tampoco es un problema, sino una realidad. Mi tarea como
antropólogo nunca fue buscar y reunir hechos. Como apuntó Rabinow, los hechos son
construidos y reconstruidos; no pueden ser recolectados como piedras para ser analizados
en un laboratorio. Mi reinterpretación de los hechos encontrados en un campo tendrían
que ser nuevamente reconstruidos bajo la tutela de un texto antropológico. De esta
manera, el yo antropólogo y el yo luchador, en sus formas de etnografía y máscara, han
sido descompuestos por cada una de estas palabras para recomponer o reinventar un
cuento de un etnógrafo enmascarado.

La respuesta racional del por qué decidí estar detrás de la máscara tampoco existe y no la
estoy buscando pero si me pregunto del por qué decidí intentar hacer antropología, puede
que encuentre el razonamiento de ambos. Si bien se encuentran en lo que parecieran dos
mundos lejanos, tanto la antropología como la lucha libre me han permitido reinventarme
en una realidad ajena: en la etnografía y en el cuadrilátero. Así, mi naturaleza de
reinvención me ha llevado a responder de manera lógica y en el inevitable resultado de la
escritura, me reinvento otra vez.

124
125
Anexo 1

Texto original de Hjalmar Lundin. On the Mat-and Off: Memoirs of a Wrestler. Argos
Classic Reprints. 1937. 2007. Páginas 90-91

His first apearance during the final week was with a huge Frenchman named Auvray who
tipped the scales at 265 pounds. The Jap weighed about 170, but the way he tossed the
Frenchman around, one would have thought one's eyes, and not Konde, were doing the
tricks. Despite the difference in their avoirdupois, Auvray went sailing back and forth
across the stage for almost four minutes before the Jap was declared the winner, much to
the Frenchman's relief. After the match I asked Auvray, whom I knew to be strong as an
ox, why he didn't grab the Jap and hold him. (I might mention here for those who have
never witnessed a Jiu-jitsu match, that contestants in the famous old Oriental sport
always wear a jacket.) Auvray replied that everytime he tried, the Jap would grasp the
former's sleeves, go down upon his back and put his feet up until they met the
Frenchman's middle, and, with a quick but hard shove, would send the French contestant
flying!

The Jap continued to beat his opponents until the sixth night, when my turn came. Of
course I had profited a little by watching the others, but nevertheless I admit I was a bit
nervous. I didn't want him to make a monkey out of me as he had done the others.
My early training in the collar, elbow and Cornish methods I knew would aid me,
because they consisted mostly of tripping and hip-locking. The Cornish wrestling in
particular had been very popular among the Irish and Scotch and it was through a few of
them I learned what I did of the style. Those tactics and the quick-tripping which I had
often practiced were foremost in my mind when I went on the mat with Koma.

Having been accustomed to handling the big Graeco-Roman wrestlers with ease, the Jap
thought he could do likewise with me, but in the first mix-up I got the better of him, after
which my confidence returned. I had no trouble then in winning the match. It was a

126
surprise to the crowd and a set-back for Koma. He had been the hero all week, but as
soon as he was beaten the fans, true to form, called him a bum. The Mexicans had
thought he could beat anyone, but they had not taken into consideration the fact that I was
trained in the catch-as-catch-can style as well as the Graeco-Roman.

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Bibliografía

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