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FUNDAMENTOS DE

LA HISTORIA Y LA
HISTORIOGRAFIA
2018

CUADERNILLO DE TEXTOS
HERÓDOTO

I. La publicación que Herodoto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige


principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos
de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos, como
de los bárbaros]. Con este objeto refiere una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone
con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros.
La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia, pretende que los fenicios fueron los
autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entre los griegos y las demás naciones.
Habiendo aquellos venido del mar Eritreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy
ocupan, y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de
géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron
traficando fue la ciudad de Argos, la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces
aquella región que ahora llamamos Hélade.
II. Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a
pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven Io,
hija de Inacho, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre que los griegos. Al quinto o
sexto día de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose
las mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus
deseos, concibieron y ejecutaron los fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose
unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no
cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada después
al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela.
III. Así dicen los persas que lo fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos, y
que este fue el principio de los atentados públicos entre asiáticos y europeos, más que después
ciertos griegos (serían a la cuenta los Cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre),
habiendo aportado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por
nombre Europa, pagando a los fenicios la injuria recibida con otra equivalente.
IV. Hasta aquí, pues, según dicen los persas, no hubo más hostilidades que las de estos
raptos mutuos, siendo los griegos los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la
discordia, por haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los persas
en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que
repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el
tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las
arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo
quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los persas, los pueblos del
Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de los griegos,
quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia
destruyeron el reino de Príamo; época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo
perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la
pueblan, las miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha
particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio.
V. Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales están persuadidos de que el
origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de Troya. Mas, por lo que
hace al robo de lo, no van con ellos acordes los fenicios, porque éstos niegan haberla conducido al
Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato
nimiamente familiar con el patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre,
por el rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los

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fenicios, a da de evitar de este modo su pública deshonra. Sea de esto lo que se quiera, así nos lo
cuentan al menos los persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la
cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién
fue el primero que injurió a los griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo
modo por los sucesos de los estados grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente
fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes
pequeños los que se han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la
instabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes
en el mismo ser, próspero ni adverso, hará, como digo, mención igualmente de unos estados y de
otros, grandes y pequeños.

XXXII. A estos daba Solón el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual Creso, exclamó
conmovido: —«¿Conque apreciáis en tan poco, amigo ateniense, la prosperidad que disfruto, que
ni siquiera me contáis por feliz al lado de esos hombres vulgares? —¿Y a mí, replicó Solón, me
hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de
trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no
quisiera, y sufra lo que no temía. »Supongamos setenta años el término de la vida humana. La
suma de sus días será de veinticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pero
si uno quiere añadir un mes cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido
tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en
todos estos días de que constan los setenta años, y que ascienden al número de veintiséis mil
doscientos y cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente
parecido a otro. La vida del hombre ¡oh Creso! es una serie de calamidades. En el día sois un
monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese
nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida. Un
hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que sólo cuenta con la subsistencia diaria, si la
fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre
los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la
felicidad? »El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero
no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para
hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que
su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos, tiene
hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se añade
que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin,
conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele, entretanto, si se quiere, el nombre de
afortunado. »Pero es imposible que ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como
ningún país produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y
teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno
que de todo lo bueno se halla provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor
parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste, señor, es para
mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el
fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna da los hombres a quienes Dios
había ensalzado más.»
XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos, desagradó a
Creso, el cual despidió a Solón, teniéndolo por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes
presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas.
XXXIV. Después de la partida de Solón, la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso, en
castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales.

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Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se lo presentaron las desgracias que amenazaban
a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro, llamado Atis, el más sobresaliente
de los jóvenes de su edad. Este perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se
verificaba. Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo
casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que
solía conducir los lidios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas
sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres, y se llevasen a los
cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su
hijo.

XLVII: Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que contasen bien los
días, desde que saliesen de Sardes y a los 100 días consultasen el oráculo en estos términos: «¿En
qué se está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que le
trajesen la respuesta de cada oráculo por escrito. No sabemos lo que respondieron los demás
oráculos, pero en Delfos, tras entrar los lidios en el templo y preguntar lo que se les había
mandado, respondió la Pitia con estos versos:
Sé del mar la medida, y de su arena
el número contar. No hay sordo alguno
a quien no entienda; y oigo al que no habla.
Percibo el olor que despide
la tortuga cocida en vasija
de bronce, con la carne de cordero,
con bronce abajo y bronce arriba.

Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, libro I.

III. Que pasase en estos términos el acontecimiento, yo mismo allá en Menfis lo oía de boca
de los sacerdotes de Vulcano, si bien los griegos, entre otras muchas fábulas y vaciedades, añaden
que Psamético, mandando cortar la lengua a ciertas mujeres, ordenó después que a cuenta de
ellas corriese la educación de las dos criaturas; mas lo que llevo arriba referido es cuanto sobre el
punto se me decía. Otras noticias no leves ni escasas recogí en Menfis conferenciando con los
sacerdotes de Vulcano; pero no satisfecho con ellas, hice mis viajes a Tebas y a Heliópolis con la
mira de ser mejor informado y ver si iban acordes las tradiciones de aquellos lugares con las de los
sacerdotes de Menfis, mayormente siendo tenidos los de Heliópolis, como en efecto lo son, por
los más eruditos y letrados del Egipto. Mas respecto a los arcanos religiosos, cuales allí los oía,
protesto desde ahora no ser mi ánimo dar de ellos una historia, sino sólo publicar sus nombres,
tanto más, cuanto imagino que acerca de ellos todos nos sabemos lo mismo. Añado, que cuanto
en este punto voy a indicar, lo haré únicamente a más no poder, forzado por el hilo mismo de la
narración.

IV. Explicábanse, pues, con mucha uniformidad aquellos sacerdotes, por lo que toca a las
cosas públicas y civiles. Decían haber sido los egipcios los primeros en la tierra que inventaron la
descripción del año, cuyas estaciones dividieron en doce partes o espacios de tiempo,
gobernándose en esta economía por las estrellas. Y en mi concepto, ellos aciertan en esto mejor
que los griegos, pues los últimos, por razón de las estaciones, acostumbran intercalar el sobrante
de los días al principio de cada tercer año; al paso que los egipcios, ordenando doce meses por
año, y treinta días por mes, añaden a este cómputo cinco días cada año, logrando así un perfecto
círculo anual con las mismas estaciones que vuelven siempre constantes y uniformes.

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XIX. No es sólo la Delta la que en sus avenidas inunda el Nilo, pues que de él nos toca hablar,
sino también el país que reparten algunos entre la Libia y la Arabia ora más, ora menos, por el
espacio de dos jornadas. De la naturaleza y propiedad de aquel río nada pude averiguar, ni de los
sacerdotes, ni de nacido alguno, por más que me deshacía en preguntarles: ¿por qué el Nilo sale
de madre en el solsticio del verano? ¿por qué dura cien días en su inundación? ¿por qué
menguado otra vez se retira al antiguo cauce, y mantiene bajo su corriente por todo el invierno,
hasta el solsticio del estío venidero? En vano procuré, pues, indagar por medio de los naturales la
causa de propiedad tan admirable que tanto distingue a su Nilo de los demás ríos. Ni menos
hubiera deseado también el descubrimiento de la razón por qué es el único aquel río que ningún
soplo o vientecillo despide.
XX. No ignoro que algunos griegos, echándola de físicos insignes, discurrieron tres
explicaciones de los fenómenos del Nilo; dos de las cuales creo más dignas de apuntarse que de
ser explanadas y discutidas. El primero de estos sistemas atribuye la plenitud e inundaciones del
río a los vientos Etésias, que cierran el paso a sus corrientes para que no desagüen en el mar. Falso
es este supuesto, pues que el Nilo cumple muchas veces con su oficio sin aguardar a que soplen
los Etésias. El mismo fenómeno debiera además suceder con otros ríos, cuyas aguas corren en
oposición con el soplo de aquellos vientos, y en mayor grado aun, por ser más lánguidas sus
corrientes como menores que las del Nilo. Muchos hay de estos ríos en la Siria; muchos en la Libia,
y en ninguno sucede lo que en aquel.
XXI. La otra opinión, aunque más ridícula y extraña que la primera, presenta en sí un no sé
qué de grande y maravilloso, pues supone que el Nilo procede del Océano, como razón de sus
prodigios, y que el Océano gira fluyendo alrededor de la tierra.
XXII. La tercera, finalmente, a primera vista la más probable, es de todas las más desatinada;
pues atribuir las avenidas del Nilo a la nieve derretida, son palabras que nada dicen. El río nace en
la Libia, atraviesa el país de los etíopes, y va a difundirse por el Egipto; ¿cómo cabo, pues, que
desde climas ardorosos, pasando a otros más templados, pueda nacer jamás de la nieve deshecha
y liquidada? Un hombre hábil y capaz de observación profunda hallará motivos en abundancia que
lo presenten como improbable el origen que se supone al río en la nieve derretida. El testimonio
principal será el ardor mismo de los vientos al soplar desde aquellas regiones; segunda, falta de
lluvias o de nevadas, a las cuales siguen siempre aquellas con cinco días de intervalo; por fin, el
observar que los naturales son de color negro de puro tostados, que no faltan de allí en todo el
año los milanos y las golondrinas, y que las grullas arrojadas de la Escitia por el rigor de la estación
acuden a aquel clima para tomar cuarteles de invierno. Nada en verdad de todo esto sucediera,
por poco que nevase en aquel país de donde sale y se origina, el Nilo, como convence con
evidencia la razón.
XXIII. El que haga proceder aquel río del Océano, no puede por otra parte ser convencido de
falsedad cubierto con la sombra de la mitología. Protesto a lo menos que ningún río conozco con
el nombre de Océano. Creo, si, que habiendo dado con esta idea el buen Homero o alguno de los
poetas anteriores, se la apropiaron para el adorno de su poesía.
XXIV. Mas si, desaprobando yo tales opiniones, se me preguntare al fin lo que siento en
materia tan oscura, sin hacerme rogar daré la razón por la que entiendo que en verano baja lleno
el Nilo hasta rebosar. Obligado en invierno el sol a fuerza de las tempestades y huracanes a salir de
su antiguo giro y ruta, va retirándose encima de la Libia a lo más alto del cielo. Así todo
lacónicamente se ha dicho, pues sabido es que cualquier región hacia la cual se acerque girando
este dios de fuego, deberá hallarse en breve muy sedienta, agotados y secos los manantiales que
en ella anteriormente brotaban.

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XXV. Lo explicaremos más clara y difusamente. Al girar el sol sobre la Libia, cuyo cielo se ve
en todo tiempo sereno y despejado, y cuyo clima sin soplo de viento refrigerante es siempre
caluroso, obra en ella los mismos efectos que en verano, cuando camina por en medio del cielo.
Entonces atrae el agua para sí; y atraída, la suspende en la región del aire superior, y suspensa la
toman los vientos, y luego la disipan y esparcen; y prueba es el que de allá soplen los vientos entre
todos más lluviosos, el Noto y el Sudoeste. No pretendo por esto que el sol, sin reservar porción de
agua para sí vaya echando y despidiendo cuanta chupa del Nilo en todo el año. Mas declinando en
la primavera el rigor del invierno, y vuelto otra vez el sol al medio del cielo, atrae entonces
igualmente para sí el agua de todos los ríos de la tierra. Crecidos en aquella estación con el agua
de las copiosas lluvias que recogen, empapada ya la tierra hecha casi un torrente, corren entonces
en todo su caudal; mas a la llegada del verano, no alimentados ya por las lluvias, chupados en
parte por el sol, se arrastran lánguidos y menoscabados. Y como las lluvias no alimentan al Nilo, y
siendo el único entre los ríos a quien el sol chupe y atraiga en invierno, natural es que corra
entonces más bajo y menguado que en verano, en la época en que, al par de los demás,
contribuye con su agua a la fuerza del sol, mientras en invierno es el único objeto de su atracción.
El sol, en una palabra, es en mi concepto el autor de tales fenómenos.
XXVIII. Ninguno de cuantos hasta ahora traté, egipcio, Libio o griego, pudo darme
conocimiento alguno de las fuentes del Nilo.

XXIX. Nada más pude indagar sobre el asunto; pero informándome cuan detenidamente fue
posible, he aquí lo que averiguó como testigo ocular hasta la ciudad de Elefantina, y lo que supe de
oídas sobre el país que más adentro se dilata.
LXXXI. Pero en lo que a ninguno de los griegos se parecen aquellos pueblos, es que en vez de
saludarse con corteses palabras, se inclinan profundamente al hallarse en la calle, bajando su
mano hasta la rodilla. Visten túnicas de lino largas hasta las piernas, alrededor de las cuales corren
algunas franjas, y a las que llaman Calasiris.
LXXXV. Por lo que hace al luto y sepultura, es costumbre que al morir algún sujeto de
importancia las mujeres de la familia se emplasten de lodo el rostro y la cabeza. Así desfiguradas y
desceñidas, y con los pechos descubiertos, dejando en casa al difunto, van girando por la ciudad
con gran llanto y golpes de pecho, acompañándolas en comitiva toda la parentela. Los hombres de
la misma familia, quitándose el cíngulo, forman también su coro plañendo y llorando al difunto.
Concluidos los clamores, llevan el cadáver al taller del embalsamador.
LXXXVI. Allí tienen oficiales especialmente destinados a ejercer el arte de embalsamar, los
cuales, apenas es llevado a su casa algún cadáver, presentan desde luego a los conductores unas
figuras de madera, modelos de su arte, las cuales con sus colores remedan al vivo un cadáver
embalsamado. La más primorosa de estas figuras, dicen ellos mismos, es la de un sujeto cuyo
nombre no me atrevo ni juzgo lícito publicar. Enseñan después otra figura inferior en mérito y
menos costosa, y por fin otra tercera más barata y ordinaria, preguntando de qué modo y
conforme a qué modelo desean se les adobe el muerto; y después de entrar en ajuste y cerrado el
contrato, se retiran los conductores. Entonces, quedando a solas los artesanos en su oficina,
ejecutan en esta forma el adobo de primera clase. Empiezan metiendo por las narices del difunto
unos hierros encorvados, y después de sacarle con ellos los sesos, introducen allá sus drogas e
ingredientes. Abiertos después los ijares con piedra de Etiopía aguda y cortante, sacan por ellos los
intestinos, y purgado el vientre, lo lavan con vino de palma y después con aromas molidos,
llenándolo luego de finísima mirra, de casia, y de variedad de aromas, de los cuales exceptúan el
incienso, y cosen últimamente la abertura. Después de estos preparativos adoban secretamente el
cadáver con nitro durante setenta días, único plazo que se concede para guardarle oculto, luego se
le faja, bien lavado, con ciertas vendas cortadas de una pieza de finísimo lino, untándole al mismo

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tiempo con aquella goma de que se sirven comúnmente los egipcios en vez de cola. Vuelven
entonces los parientes por el muerto, toman su momia, y la encierran en un nicho o caja de
madera, cuya parte exterior tiene la forma y apariencia de un cuerpo humano, y así guardada la
depositan en un aposentillo, colocándola en pie y arrimada a la pared. He aquí el modo más
exquisito de embalsamar los muertos.

LXV. Nada más aconteció por entonces; pero unos veinte días después, convocados los
grandes señores de la Persia que cerca de sí tenía, hízoles Cambises este discurso: «persas míos,
vedme al cabo en el lance apretado de confesaros en público lo que más que cosa alguna deseaba
encubriros. Habéis de saber que allá en Egipto tuve entre sueños una fatal visión, que ojalá nunca
hubiera soñado, la cual me figuraba que un mensajero enviado de mi casa me traía el aviso de que
Esmerdis, subido sobre un trono real, se levantaba más allá de las nubes y tocaba al cielo con su
cabeza. Confiésoos, señores, que el miedo que mi sueño me infundió de verme algún día privado
del imperio por mi hermano, me hizo obrar con más presteza que acuerdo; y así debió suceder,
pues no cabe en hombre nacido el poder estorbar el destino fatal de las estrellas. ¿Qué hice
¡insensato! al despertar de mi sueño? Envío luego a Susa a ese mismo Prejaspes con orden de dar
muerte a Esmerdis. Desembarazado ya de mi soñado rival por medio de un hecho impío y atroz,
vivía después seguro y quieto sin imaginar jamás que, muerto una vez mi hermano, persona
alguna pudiera levantarse con mi corona. Mas ¡ay de mí, desventurado! que no afiné con lo que
había de sucederme, porque después de haber sido fratricida y de violar los derechos más
sagrados, me veo con todo destronar ahora de mi imperio. […]
Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, libro III.

LXXVIII. Iban por fin los atenienses libres creciendo en poder de cada día, pues cosa probada
es, no una sino mil veces, por experiencia, que el estado por sí más próspero y conveniente es
aquel en que reina la isegoría o derecho y justicia igual para todos los ciudadanos. Vióse bien esto
en los atenienses, que no siendo antes, cuando vivían bajo el yugo de un señor, superiores en las
armas a ninguna de las naciones, sus vecinas, apenas se vieron libres e independientes en un
gobierno republicano, que se mostraron los más bravos y sobresalientes de todos en sus negocios
y empresas de guerra. De donde aparece bien claro que cuando trabajaban avasallados en pro de
un señor despótico, huían de propósito el hombro a la carga, y que viéndose una vez libres y
señores mismos, se esforzaban todos, cada cual por su parte, en acrecentar sus intereses y
ventajas propias: en una palabra, no podían portarse mejor de lo que lo hacían.
LXXIX. Pero los tebanos, después de aquella pérdida, deseosos de volver el daño a los
atenienses y de tomar de ellos venganza, enviaron consulta al dios Apolo, a la cual respondióles la
Pitia «que no pensasen poder por sí solos tomarse la satisfacción que deseaban, sino que les
encargaba que, consultando primero el asunto con Polifemo, pidiesen ayuda a los más vecinos.»
Luego que los tebanos, a cuya asamblea los consultantes, vueltos ya de Delfos, daban razón de la
citada respuesta, oyeron que era menester acudir a los más vecinos, se pusieron a discurrir de este
modo: «Pues si ello es así, siendo nuestros más inmediatos vecinos los tenagreos, coroneos y
tespienses, pueblos siempre hechos a seguir nuestras banderas y prontos a ser nuestros
compañeros de armas, ¿a qué viene la prevención del oráculo de que les pidamos su asistencia y
ayuda? ¿Quizá no será esto sino otra cosa la que quiere significar el oráculo?»
LXXX. Detenidos en su junta entre tales dudas y razones, uno que las oye, salta con este
discurso: «Pues ahora me parece haber dado con el sentido de nuestro oráculo. Tengo entendido
que fueron dos las hijas de Asopo, Teva y Egina; paréceme, pues, que habiendo sido hermanas las

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dos, nos querrá decir Apolo en su respuesta, que acudamos los tebanos a los eginetas, pidiendo
que quieran ser nuestros vengadores.» Al punto los tebanos de la junta, a quienes pareció que no
cabía interpretación más adecuada del oráculo, enviaron a los eginetas unos diputados que les
pidieran su asistencia, convidándoles a la presa de orden del oráculo, pues que ellos eran sus más
cercanos parientes. La respuesta que a los enviados dieron los eginetas, fue que los Eácidas irían
allá en compañía de ellos.
Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, libro V.

CXVII. Los bárbaros muertos en la batalla de Maratón subieron a 6.400; los atenienses no
fueron sino 192; y este es el número exacto de los que murieron de una y otra parte.
Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, libro VI.

CCXX. Corre, no obstante, por muy válido, que quien les hizo marchar de allí fue Leonidas
mismo, deseoso de impedir la pérdida común de todos; añadiendo que ni él ni sus espartanos allí
presentes podían sin faltar a su honor dejar el puesto para cuya defensa y guarda habían una vez
venido. Esta es la opinión a que mucho más me inclino, que como viese Leonidas que no se
quedaban los aliados de muy buena gana, ni querían en compañía suya acometer aquel peligro, él
mismo les aconsejaría que partiesen de allí, diciendo que su honor no le permitía la retirada, y
haciendo la cuenta de que con quedarse en su puesto moriría cubierto de una gloria inmortal, y
que nunca se borraría la feliz memoria y dicha de Esparta; y así lo pienso por lo que voy a notar.
Consultando los espartanos el oráculo sobre aquella guerra en el momento que la vieron
emprendida por el persa, respondióles la Pitia, que una de dos cosas debía suceder: o que fuese la
Lacedemonia arruinada por los bárbaros, o que pereciese el rey de los lacedemonios; cuyo oráculo
les fue dado en versos hexámetros con el sentido siguiente: —«Sabed, vosotros, colonos de la
opulenta Esparta, que o bien la patria ciudad grande, colmada de gloria, será presa de manos
persas, o bien si dejare de serlo verá no sin llanto la muerte de su rey el país lacedemonio. Ínclita
prole de Hércules, no sufrirá este rey de toros ni de leones el ímpetu duro, sino ímpetu todo del
mismo Jove: ni creo que alce Júpiter la mano fatal, hasta que lleve a su término una de dos
ruinas.» Contando Leonidas, repito, con este oráculo, y queriendo que recayese la gloria toda
sobre los espartanos únicamente, creo más bien que licenciaría a los aliados, que no que le
desamparasen tan feamente por ser de contrario parecer los que de él se separaron.
CCXXVIII. En honor de estos héroes enterrados allí mismo donde cayeron, no menos que de
los otros que murieran antes que partiesen de allí los despachados por Leonidas, pusiéronse estas
inscripciones: «Contra tres millones pelearon solos aquí, en este sitio, cuatro mil peloponesios.»
Cuyo epígrama se puso a todos los combatientes en común, pero a los espartanos se dedicó éste
en particular: «Habla a los lacedemonios, amigo, y diles que yacemos aquí obedientes a sus
mandatos.» Este a los lacedemonios al adivino se puso el siguiente: «He aquí el túmulo de
Megistias, a quien dio esclarecida muerte al pasar el Esperquio el alfanje medo: es túmulo de un
adivino que supo su hado cercano sin saber dejar las banderas del jefe.» Los que honraron a los
muertos con dichas inscripciones y con sus lápidas, excepto la del agorero Megistias, fueron los
Anfictiones, pues la del buen Megistias quien la mandó grabar fue su huésped y amigo Simónides,
hijo de Leoprepes.
CCXXIX. Entre los 300 espartanos de que hablo, dícese que hubo dos, Eurito y Aristodemo,
quienes pudiendo entrambos de común acuerdo o volverse salvos a Esparta, puesto que con
licencia de Leonidas se hallaban ausentes del campo, y por enfermos gravemente de los ojos
estaban en cama en Alpenos, o si no querían volverse a ella, ir juntos a morir con sus compañeros,

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teniendo con todo en su mano elegir uno u otro partido de estos, dícese que no pudieron convenir
en una misma resolución.
Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, libro VII.

CXXII. Y ya que hablé del empalado Artaictes, quiero mencionar un arbitrio que propuso a
los persas su abuelo paterno Artembares, de cuyo arbitrio dieron cuenta a Ciro, referido en estos
términos: —«Ya que el dios Júpiter da a los persas el imperio y a ti, oh Ciro, arruinado el poderío
de Astiages, te concede particularmente el mando con preferencia a todos los hombres, ¿qué
hacemos nosotros que no salimos de nuestro corto y áspero país para trasladarnos a otra tierra
preferible? A nuestra disposición tenemos muchas provincias vecinas, y muchas otras distantes,
mejores todas que nuestro suelo, y está puesto en razón que las mejores sean para los que tienen
el dominio. ¿Y qué ocasión lograremos más oportuna para hacerlo que la que tenemos al
presente, cuando nos hallamos mandando a tantas naciones y al Asia toda?» Ciro, habiendo
escuchado el discurso, sin mostrar que extrañaba el proyecto, aconsejó a los persas que lo hicieran
muy en hora buena; pero les avisó al mismo tiempo que se dispusiesen, desde el punto que tal
hicieran, a no mandar más, sino a ser por otros mandados; que efecto natural de un clima
delicioso era el criar a los hombres delicados, no hallándose en el mundo tierra alguna que
produzca al mismo tiempo frutos regalados y valientes guerreros. Adoptaron luego los persas la
opinión de Ciro, y corrigiendo la suya propia, desistieron de sus intentos, prefiriendo vivir
mandando en un país áspero, que ser mandados disfrutando del más delicioso paraíso.
Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, libro IX.

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TUCÍDIDES

El ateniense Tucídides escribió la guerra que tuvieron entre sí los peloponesios y atenienses,
comenzando desde el principio de ella, por creer que fuese la mayor y más digna de ser escrita,
que ninguna de todas las anteriores, pues unos y otros florecían en prosperidad y tenían todos los
recursos necesarios para ella; y también porque todos los otros pueblos de Grecia se levantaron
en favor y ayuda de la una o la otra parte, unos desde el principio de la guerra, y otros después.
Fue este movimiento de guerra muy grande, no solamente de todos los griegos, sino también en
parte de los bárbaros y extraños de todas naciones. Porque de las guerras anteriores,
especialmente de las más antiguas, es imposible saber lo cierto y verdadero, por el largo tiempo
transcurrido, y a lo que yo he podido alcanzar por varias conjeturas, no las tengo por muy grandes,
ni por los hechos de guerra, ni en cuanto a lo demás.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. I, Cap. I.

21-. Sin embargo, no se equivocará quien, de acuerdo con los indicios expuestos, crea que
los hechos a los que me he referido fueron poco más o menos como he dicho y no dé más fe a lo
que sobre estos hechos, embelleciéndolos para engrandecerlos, han cantado los poetas, ni a lo
que los logógrafos han compuesto, más atentos a cautivar a su auditorio que a la verdad, pues son
hechos sin pruebas y, en su mayor parte, debido al paso del tiempo, increíbles e inmensos en el
mito. Que piense que los resultados de mi investigación obedecen a los indicios más evidentes y
resultan bastante satisfactorios para tratarse de hechos antiguos. 2-. Y esta guerra de ahora,
aunque los hombres siempre suelen creen que aquella en la que se encuentran ellos combatiendo
es la mayor y, una vez acabada, admiran más las antiguas, esta guerra, sin embargo, demostrará a
quien la estudie atendiendo exclusivamente a los hechos que ha sido más importante que las
precedentes.
22-. En cuanto a los discursos que pronunciaron los de cada bando, bien cuando iban a
entrar en guerra bien cuando ya estaban en ella, era difícil recordar la literalidad misma de las
palabras pronunciadas, tanto para mí mismo en los casos en los que los había escuchado como
para mis comunicantes a partir de otras fuentes. Tal como me parecía que cada orador habría
hablado, con las palabras más adecuadas a las circunstancias de cada momento, ciñéndome lo
más posible a la idea global de las palabras verdaderamente pronunciadas, en este sentido están
redactados los discursos de mi obra. 2-. Y en cuanto a los hechos acaecidos en el curso de la
guerra, he considerado que no era conveniente relatarlos a partir de la primera información que
caía en mis manos, ni como a mí me parecía, sino escribiendo sobre aquellos que yo mismo he
presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado caso por caso, con toda la
exactitud posible. 3-. La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas
versiones de los mismos hechos, sino según la simpatía por unos o por otros o según la memoria
de cada uno. 4-. Tal vez la falta del elemento mítico en la narración de estos hechos restará
encanto a mi obra ante un auditorio, pero si cuantos quieren tener un conocimiento exacto de los
hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes
de la naturaleza humana, si éstos la consideran útil, será suficiente. En resumen, mi obra ha sido
compuesta como una adquisición para siempre más que como pieza de concurso para escuchar un
momento.
23-. De los hechos anteriormente el más importante fue la guerra contra los medos, a pesar
de que ésta se decidió rápidamente en dos batallas navales y dos terrestres. La duración de esta
guerra nuestra, por el contrario, ha ido mucho más allá, y ha ocurrido que en su transcurso se han
producido en Grecia desastres sin parangón en un período igual. 2-. Nunca tantas ciudades fueron
tomadas y asoladas, unas por los bárbaros y otras por los mismos griegos luchando unos contra

9
otros (algunas hay incluso que cambiaron de habitantes al ser conquistadas); nunca tampoco
había habido tantos destierros y tanta mortandad, bien en la misma guerra bien a causa de las
luchas civiles. 3-. E historias que antes refería la tradición, pero que raramente encontraban una
confirmación en la realidad, dejaron de resultar inverosímiles: historias acerca de terremotos, que
afectaron a la vez a extensas regiones y que fueron muy violentos; eclipses de sol, que ocurrieron
con mayor frecuencia de lo que se recordaba en tiempos pasados; y grandes sequías en algunas
tierras y hambres como secuela, y en fin, la calamidad que no menos daño causó y que destruyó a
una parte de la población, la peste. 4-. Todos estos males cayeron sobre Grecia junto con esta
guerra la comenzaron los atenienses y los peloponesios al romper el tratado de paz de treinta
años que habían concertado después de la conquista de Eubea. 5-. Para explicar por qué
rompieron he expuesto en primer lugar las razones de esta ruptura y las diferencias que la
ocasionaron, a fin de que nunca nadie se pregunte por qué se produjo entre los griegos 12 una
guerra tan importante. 6-. La causa más verdadera, aunque la que menos se manifiesta en las
declaraciones, pienso que la constituye el hecho de que los atenienses al hacerse poderosos e
inspirar miedo a los lacedemonios les obligaron a luchar. Pero las razones declaradas
públicamente, por las cuales rompieron el tratado y entraron en guerra, fueron las siguientes por
parte de cada bando.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. I, Cap. XXI a XXIII.

Imperialismo:
38. Mas, en verdad, no observan esta manera de proceder ni con los demás ni con nosotros,
sino que, siendo nuestros colonos, han estado siempre alejados de nosotros, y ahora nos hacen la
guerra diciendo que no les enviamos para sufrir malos tratos. Nosotros por nuestra parte
afirmamos que no les establecimos en colonia para que nos ultrajaran, sino para tener la
hegemonía sobre ellos y ser tratados con el respeto conveniente. Pues las demás colonias nos
honran, y son nuestros colonos los que más nos quieren; es claro, pues, que si somos gratos a los
más, no es lógico que a éstos solos no lo seamos, y que no organizamos contra ellos una
expedición insólita sin que nos hayan agraviado en forma también poco común. Y aunque
estuviéramos en un error, sería honroso para ellos ceder ante nuestra cólera, y para nosotros
reprobable usar de la fuerza contra su moderación; mas al contrario, por la insolencia y libertad
que les da su riqueza han cometido contra nosotros muchas otras faltas, y ahora, después que no
se anexionaron Epidamno, que es nuestra, cuando atravesaba dificultades, la conquistan y
retienen por la fuerza cuando vamos nosotros a ayudarla.

69. Y de esto los culpables sois vosotros, que primero les dejasteis fortificar su ciudad al
acabar las Guerras Médicas, después levantar los Muros Largos (55), y desde entonces hasta ahora
habéis estado quitando la independencia no sólo a los que ellos esclavizan, sino también en estos
momentos ya a vuestros aliados; pues no es el que esclaviza el que en realidad lo hace, sino el que
puede impedirlo y no se preocupa de ello, sobre todo si pretende para sí la gloria de ser el
libertador de Grecia. Con dificultad nos hemos reunido ahora, y ni ahora en términos claros. Pues
deberíamos investigar no ya si nos agravian, sino cómo nos defenderemos, puesto que ellos se han
resuelto y actúan, y avanzan ya sin tardarse contra los que aún no hemos tomado una decisión. Y
sabemos de qué manera atacan los atenienses a los demás y cómo lo hacen poco a poco. Tienen
menos audacia ahora que creen que pesan inadvertidos por vuestra falta de perspicacia; mas
cuando se den cuenta de que estando enterados no prestáis atención, se pondrán en acción con
toda energía. Pues sois los únicos de los griegos, ¡oh lacedemonios! que seguís una política de paz
y no defendéis a nadie con vuestro poder, sino con la intención de hacerlo algún día; y vosotros
solos no cortáis el fortalecimiento de los enemigos cuando comienza, sino cuando se duplica. Y sin

10
embargo se decía que merecíais confianza, siendo así que vuestra fama resulta superior a las
obras; pues nosotros mismos sabemos que los medos llegaron- al Peloponeso desde los confines
del mundo antes de que vuestras fuerzas les salieran al encuentro como era justo; y ahora resulta
no hacéis caso de los atenienses, que no están lejos, como aquéllos, sino al lado, y en vez de
atacarles vosotros preferís defenderos de ellos cuando os ataquen y poneros en peligro luchando
contra los que entonces serán mucho más poderosos que vosotros. Y, sin embargo, sabéis que los
bárbaros sufrieron las más de sus derrotas por su propia culpa y que nosotros hemos salido
indemnes frente a los atenienses muchas veces ya más por sus errores que por vuestra ayuda;
pues las esperanzas puestas en vosotros han causado varias veces la ruina de los que no tomaron
sus precauciones por confiar. Y ninguno de vosotros piense que decimos todo esto por enemistad
y no como queja: pues la queja se refiere a los amigos que obran mal por error, y la acusación a los
enemigos que cometen desafueros.
70. Por otra parte, creemos que tenemos tanto derecho como el que más a censurar a
otros, debido principalmente a que están en juego importantes intereses nuestros, de los cuales
parece que no os dais cuenta, como tampoco parecéis reflexionar sobre cuál es el carácter de los
atenienses, contra quienes habéis de luchar, y cuán diferentes, en absoluto, son de vosotros ;
puesto que son amigos de novedades y rápidos en hacer planes y en poner en práctica lo que
deciden, mientras que vosotros lo sois en conservar lo que tenéis, no proyectar nada nuevo y no
hacer ni lo más indispensable. Por otra parte, son audaces hasta por encima de sus fuerzas,
arrostran los peligros hasta contra la prudencia, y en ellos tienen buena esperanza ; mientras que
lo propio de vosotros es hacer cosas inferiores a vuestras fuerzas, no confiar ni en los
razonamientos más firmes y creer que nunca os habéis de ver libres de las dificultades. Y además
son prontos en el obrar, mientras que vosotros siempre lo demoráis, y aficionados a salir de su
país, mientras que vosotros lo sois grandemente a permanecer en él; pues piensan ellos qué
saliendo quizá adquieran algo, y vosotros que con ello perderíais hasta lo que tenéis. Cuando
vencen a los enemigos son los que más explotan el éxito, y, vencidos, los que menos pierden. Y
además utilizan sus cuerpos en la defensa de su patria como si fueran de extraños, y la inteligencia
en hacer algo por ella, considerándola posesión propia como lo que más; y cuando no consiguen lo
que se han propuesto, consideran que pierden una cosa propia, y que en cambio, cuando
poniéndose en acción adquieren algo, realizan poco respecto a lo que ha de ser ; y si acaso
fracasan al intentar alguna cosa, se proponen en cambio otros proyectos y así compensan la
pérdida. Son en verdad los únicos en quienes es lo mismo el tener una cosa y el esperar la
realización de las que proyectan, debido a que ponen rápidamente en práctica sus decisiones. A lo
largo de toda la vida, en medio de trabajos y peligros, se afanan en estas cosas y apenas disfrutan
de lo que tienen por hacer continuamente nuevas adquisiciones y porque no llaman día de fiesta a
ninguna otra, cosa que al cumplimiento del deber, y desgracia al ocio carente de ocupaciones y no
a la actividad laboriosa; de manera que uno diría bien si afirmara resumiendo que han nacido para
no tener paz ellos mismos ni dejar que la tengan los demás.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. I, Cap. LIX a LX.

75. ¿No somos dignos, ¡oh lacedemonios!, de que no se nos envidie tanto por los griegos el
imperio que poseemos, en gracia a nuestro ardor, decisión y lucidez de entonces? Pues en verdad,
lo adquirimos no por la fuerza, sino al no querer vosotros permanecer en lucha contra los restos
de los bárbaros, y venir a nosotros los aliados y convertirnos en sus hegemones a su petición. Por
la fuerza misma de las circunstancias nos vimos obligados en seguida a transformar su
organización hasta llegar al estado de hoy, sobre todo por miedo, luego por la honra que ello nos
daba y, finalmente, por el provecho que obteníamos; y no nos parecía ya ser cosa segura correr
peligro dejándolos en libertad una vez que nos habíamos hecho odiosos a los más, algunos incluso

11
habían sido sometidos después de hacer defección, y vosotros ya no erais amigos-como antes,
sino que estabais llenos de sospechas y divergencias (tanto, que los desertores se hubieran pasado
a vosotros) ; y no se ve mal en nadie que tome las medidas oportunas cuando se trata de peligros
decisivos. 76. De igual modo vosotros, ¡oh lacedemonios !, tenéis la hegemonía de las ciudades del
Peloponeso después que las habéis organizado políticamente según vuestra conveniencia (56); y si
en aquella ocasión hubierais conservado la hegemonía durante todo el tiempo y en ella os
hubieseis atraído odios como nosotros, estamos bien seguros de que hubierais llegado a ser para
los aliados no menor motivo de queja que nosotros, y de que os hubierais visto obligados a
establecer una dominación fuerte o correr peligro vosotros mismos. Por tanto, no hemos hecho
nada digno de extrañeza ni fuera de la naturaleza humana al aceptar un imperio que se nos daba y
no abandonarlo cediendo a los tres motivos más fuertes: la honra, el miedo y el interés; dado, por
otra parte, que en esto no hemos sido los primeros, sino que siempre ha sido normal que el más
débil sea reducido a la obediencia por el más poderoso, y que además creemos ser dignos de ello,
y a vosotros mismos os lo parecíamos hasta que ahora, calculando vuestros intereses, utilizáis el
lenguaje de la justicia, que ninguno, siéndole posible adquirir algo por la fuerza, ha tomado en
consideración rehusando por ello una ventaja. Y son dignos de alabanza los que, llevados por la
humana naturaleza a imperar sobre otros, sean más justos de lo que corresponde a sus fuerzas.
Pues creemos que si otros tomaran nuestro imperio, harían Ver muy bien nuestra moderación,
mientras que a nosotros nos ha envuelto incomprensiblemente la difamación a causa de nuestra
suavidad de gobierno.
77 - Y así, se piensa que somos amigos de pleitos, nosotros que nos hallamos en desventaja
en los juicios relativos a acuerdos comerciales en que somos parte contra nuestros aliados, y que
vemos sus pleitos ante nuestros tribunales con las mismas leyes que usamos para nosotros
mismos. Ninguno de ellos repara en la causa por la cual no se reprocha esto a los que tienen un
imperio en alguna otra parte y son menos moderados que nosotros con sus súbditos: es que los
que pueden usar de la violencia no necesitan ya someterse a juicio. Nuestros aliados, en cambio,
acostumbrados a tratar con nosotros de igual a igual, si resultan perjudicados en algo en contra de
su opinión de que no debía ser así, ya sea a causa de nuestra manera de pensar o de nuestra
fuerza, procedente del imperio, no nos quedan agradecidos de no perder la mayor parte, sino que
llevan más a mal el no tenerlo todo que si haciendo de mano caso omiso de la ley buscáramos por
las claras nuestro interés; pues en ese caso ni ellos mismos negarían que es preciso que el más
débil ceda ante el poderoso. Al parecer, los hombres se indignan más de sufrir injusticias que
malos tratos, pues piensan que lo uno es un abuso en una situación de igualdad y lo otro una
fuerza mayor desde una situación de superioridad. Cosas peores sufrieron de parte de los persas,
por ejemplo, y las soportaron, mientras que nuestro imperio parece difícil de llevar, y con razón:
pues el presente es siempre duro para los sometidos. Así vosotros, si nos vencieseis y tomaseis el
mando, pronto perderíais la buena disposición con que os habéis encontrado debido al miedo que
nos tienen, si es que vais a seguir siendo ahora de la misma manera de pensar que dejasteis
traslucir cuando durante poco tiempo tuvisteis la hegemonía en la lucha contra los persas, pues
vuestras costumbres dentro de vuestro territorio son distintas de las de los demás, y, por si fuera
poco, los que salen fuera no siguen ni éstas ni las que son propias del resto de Grecia.

118. No muchos años después de esto tuvieron lugar los acontecimientos ya citados, o sea
las guerras de Corcira y Potidea y los demás incidentes que vinieron a ser motivos de la guerra del
Peloponeso. Todas estas luchas de los griegos entre sí y contra los bárbaros, se desarrollaron
durante unos cincuenta años que van de k retirada de Jerjes al comienzo de la guerra del
Peloponeso, en los cuales los atenienses consolidaron su imperio y alcanzaron gran fuerza. Y los
lacedemonios, aunque se daban cuenta de ello, no se lo estorbaban sino en corta medida, y

12
permanecieron en paz k mayor parte del tiempo, pues ya antes eran lentos para entrar en guerra,
a no ser que se vieran obligados, y entonces se lo impedían además luchas intestinas (94) ; esto
hasta que la fuerza de los atenienses aumentó visiblemente y comenzaron a subyugar a sus
aliados, pues entonces ya no lo consideraron soportable, sino que decidieron que debían actuar
con decisión y arruinar, a ser posible, la potencia ateniense emprendiendo esta guerra. Habían
votado, pues, los lacedemonios que el tratado de paz había sido violado y que los atenienses
faltaban a sus compromisos, y mandaron enviados a Delfos a preguntar al dios si sería conveniente
para ellos declarar la guerra. Él les respondió, según se dice, que vencerían si luchaban con todo su
poder, y aseguró que él mismo les ayudaría invocado o no invocado.

123. ¿Para qué reprobar lo pasado en mayor medida de lo que es útil para· las
circunstancias presentes? En cambio, es preciso que nos preocupamos por el futuro buscando
salida a la situación actual—pues es herencia de nuestros antepasados el lograr éxitos a fuerza de
trabajos—y que no cambiemos nuestra manera de ser porque ahora les aventajéis un poco en
riqueza y fuerza—porque no es justo que lo que se adquirió con la pobreza se pierda con la
riqueza— , sitio que vayamos a la guerra confiados por muchos motivos, ya que el dios lo ha
mandado y ha prometido que nos ayudará, y el resto de Grecia luchará con nosotros, ya por
miedo, ya por conveniencia […]

1. Comienza aquí ya la guerra entre atenienses y peloponesios y los aliados de cada bando,
durante la cual ya no mantuvieron relaciones sin intervención de heraldos y lucharon sin
interrupción una vez entrados en ella; la he contado por orden cronológico según ocurrían los
sucesos cada verano y cada invierno.

34. En el mismo invierno los atenienses, siguiendo la costumbre tradicional, hicieron las
ceremonias fúnebres en honor de los que primero habían muerto en esta guerra, […] En honor de
estos primeros muertos fue elegido para hablar Pericles, hijo de Jantipo, y una vez que llegó el
momento oportuno, avanzando desde el sepulcro a una tribuna que se había hecho muy elevada,
a fin de que pudiera ser oído por la 'multitud a la mayor distancia posible, habló así :
44. Por ello no os compadezco ahora a vosotros sus padres, cuantos estáis presentes, sino
que intentaré consolaros; pues criados en medio de toda clase de adversidades sabéis que la
buena fortuna pertenece a los que reciben, como éstos ahora, la muerte más hermosa, al tiempo
que vosotros recibís el dolor, y a aquéllos para quienes el destino dispuso que obtuvieran la
felicidad y luego la muerte. Sé que es cosa difícil el persuadiros de ello, ya que mil veces tendréis
ocasión en las venturas de los otros para recordarles, puesto que también vosotros en otro tiempo
os gloriabais de ellos; pues el dolor no surge por las cosas agradables de que uno es privado sin
haberlas probado, sino por aquello que le es arrebatado cuando estaba acostumbrado a ello. Sin
embargo, debéis mostrar valor ante la esperanza de otros hijos, los que aún tenéis edad para
engendrarlos; pues los que nazcan serán para algunos un consuelo por los ya muertos, y además
esto será útil a la ciudad por dos lados, porque no se despoblará y por la seguridad de que serán
causa; pues no es posible que tomen una resolución equitativa y justa los que no corren el peligro
arriesgando sus hijos como los demás. Y los que habéis traspuesto la juventud, pensad que la
parte de vuestra vida en que fuisteis felices es vuestra mayor ganancia, y que esta otra será breve,
y consolaos con la gloria de vuestros hijos. Porque el deseo de honores es la única cosa que no
envejece, y en la parte inútil de la vida no es el lucrarse lo que más gusta, como algunos dicen, sino
el recibir honores.

13
53· -Además, la epidemia fue para la ciudad el comienzo de un mayor desprecio por las
leyes. Pues la gente se atrevía más fácilmente a lo que antes encubría cuando lo hacía para
satisfacer su gusto, ya que veían que era repentina la mudanza de fortuna entre los ricos que
morían de repente y los pobres que nada poseían antes y al punto eran dueños de los bienes de
aquéllos. De esta forma querían lograr el disfrute de las cosas con rapidez y con el máximo placer,
pues consideraban efímeras tanto las riquezas como la vida. Y ninguno tenía decisión para pasar
trabajos por lo que se consideraba una empresa noble, pensando que no se sabía si perecería
antes de lograrlo ; sino que se tuvo por noble y útil lo que era placentero ya de por sí y lo que
resultaba provechoso para su consecución de cualquier modo que fuera. Ningún respeto a los
dioses ni ley humana les retenía, pues por un lado consideraban indiferente el ser o no ser
piadosos, ya que veían que todos sin distinción perecían, y por otro, ninguno esperaba sufrir el
castigo de sus crímenes viviendo hasta que se hiciese justicia, sino que creían que un castigo
mucho mayor, ya votado, estaba suspendido sobre sus cabezas, y que antes de su ejecución era
natural que gozaran un poco de la vida.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. II, Cap.

Esta paz se concertó al finalizar el invierno y comenzar la primavera, inmediatamente


después de las Dionisias urbanas, al cabo de diez años y pocos días más de la invasión al Ática y el
comienzo de esta guerra. Compruébese sino por el cálculo de las estaciones, en vez de contar los
nombres de los que en cada ciudad como magistrados o por algún otro cargo, sirven para fecha
del pasado. Este sistema no es seguro, dado que los acontecimientos ocurrieron ya al comienzo de
sus cargos, ya mediados, ya en otra circunstancia cualquiera. En cambio, el que calcule por
veranos e inviernos, como yo he hecho, contándose cada año por dos partes, encontrará que esta
primera guerra duró diez veranos y diez inviernos.
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. IV, Cap. 20.

14
ALFONSO X EL SABIO

Aquí comienza la Historia de España, que hizo el muy noble rey don Alfonso, hijo del noble
rey don Fernando y de la reina doña Beatriz.
[…]
“Y por ende Nos, Don Alfonso, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de Toledo, de León, de
Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Fférnando y de la Reina Doña Beatriz, mandamos a
juntar cuantos libros pudimos tener de historias en que alguna cosa contasen de los hechos de
España, y tomamos de la Crónica del Arzobispo Don Rodrigo que hizo por mandato del Rey Don
Fernando nuestro padre, y de Pablo Orosio y de Lucano, y de San Isidoro el primero, y de san
Alfonso, y de san Isidoro el Mancebo, y de Idacio obispo de Galicia, y de Sulpicio, obispo de
Gascuña, y de los otros escritos de los concilios de Toledo, y de don Jordán, canciller del Santo
Palacio, y de Claudio Ptolomeo, que departió acerca de la tierra mejor que otro sabio hasta su
época, y de Dión, que escribió verdadera historia de los godos, y de Pompeyo Trago, y de otras
historias de Roma, las que pudimos tener, que contasen algunas cosas de lo acontecido en España,
y compusiésemos este libro de todos los hechos que se pudieron encontrar de ella desde el
tiempo de Noé hasta el nuestro. Y esto hicimos para que fuese sabido el comienzo de los
españoles; y de cuáles gentes fuera España maltratada; y que supiesen las batallas que Hércules
de Grecia hizo contra los españoles, y las mortandades que los romanos hicieron con ellos, y las
destrucciones que igualmente les hicieron los vándalos, y los silingos y los alanos y los suevos que
los condujeron a no ser pocos; y para mostrar la nobleza de los godos y como fueron viniendo de
tierra en tierra, vendiendo en muchas batallas y conquistando muchas tierras, hasta que llegaron a
España, y echaron a todas las otras gentes, y fueron ellos señores de ella, y cómo por el
desacuerdo que tuvieron los godos con su señor el Rey Rodrigo, y por la tradición que urdió el
conde Don Illán y el Arzobispo Oppa, pasaron los de África y ganaron la mayor para de España; y
cómo fueron los cristianos después recobrando la tierra; y del daño que sobrevino en ella por
dividir los reinos, porque no se pudo recobrar tan pronto; y después cómo los juntó Dios, y por
cuales maneras, y en qué tiempo y qué reyes ganaron la tierra hasta el mar Mediterráneo, y qué
obras hizo cada uno, así como vinieron unos en pos de otros hasta nuestro tiempo.”
Alfonso X, Primera Crónica General de España, Prólogo, p. 4.

3. De cómo Europa fue poblada por los hijos de Japhet.


[…] Más el quinto hijo de Japhet, cuyo nombre era Thiras vinieron los españoles del linaje de
aquel anduvieron por muchas tierras buscando un lugar para poblar que hasta que llegaron a la
parte de occidente a los grandes montes que son llamados Pirineos que separan España, la mayor
de la otra, y estos montes comienzan en la gran mar mayor y en la villa que llaman Bayona que
nace en esta mar misma contra el viento y atravesaba toda la tierra hasta el mar mediterráneo y
que acaba allí en una villa que dicen Colibre y estas gentes que dijimos pues que hallaron aquella
tierra comenzaron a poblar todas esas montañas e hicieron muy grandes pueblos que se llamaron
Cetubales que quiere decir que son compañeros de Teobaldo. Estos fueron descendiendo al llano
hasta que llegaron a un rio que se llama Ebro y tuvieron en mente a una estrella que llaman
Espero porque parece más a occidente llamaron aquella tierra Esperia y después se fueron
expandiendo a un rio grande que corre todavía contra el oriente desde que nace hasta que cae en
la mar y le pusieron el nombre de Ebro. Y porque usaron mucha de aquella agua poblaron al cabo
esta e cambiaron el nombre antes habían dado de tierras de Thiras, después la llamaron las tierras
del Ebro, y por eso llamaron a esa tierra Celtiberia y esta tierra tiene un gran mar que es parte del
mar Mediterráneo y ancho hasta los montes pirineos más allá del Ebro.
Alfonso X, Primera Crónica General de España, Prólogo, p. 6.

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23. De cómo el poder de los romanos entró en España.
Las historias antiguas cuentan que por tres cosas fueron los romanos señores de toda la
tierra: La primera por saber, la segunda por ser bien acaudillados, la tercera por su resistencia;
ellos fueron hombres que supieron los grandes saberes y ayudaronse bien de ellos, y tuvieron
sabiduría por lograr aquello que querían y supieron tomar consejo de las cosas antes que
sucedieran, y hicieran sus actos diestramente y con gran seso; además ellos fueron los mejores
caudillos del mundo y los que mejor supieron tener sus gentes acaudilladas y avenidas; y cuando
había guerra sabían sufrir las penurias más que otros hombres, es por esto que conquistaron las
tierras y se apoderaron de ellas. Pero a España no la ganaron desde el comienzo por la fuerza de
las armas sino por amistad que pusieron con algunos de ellos. Y en el año que fue destruida
Sigüenza según se supo es dicho era cónsul en Roma uno llamado Cornelio Scipión padre de
Scipión el joven que llamaron después el africano.
Alfonso X, Primera Crónica General de España, Prólogo, p. 18.

189. De los hechos del quinientos años.


En el año quinientos que fue a ochocientos y veintitrés del pueblo de Roma cuando andaba
la era en el ciento y treinta y cinco del año de nuestro señor y noventa y siete fue cuando el
emperador Domiciano fue acrecentando en tanta soberbia y tanta lozanía que se mandó a llamar
Dios y señor de todo el mundo; de manera que una vez que dando a sus procuradores manera
señalada que hiciesen sus cartas para enviar en sus tierras mandoles que comenzasen así: “en
nuestro señor y nuestro Dios manda que así sea”; y desde que empezaron a usar aquello mandó y
defendió muy claramente que ninguno de ahí en adelante lo llamaran por carta sino Dios y Señor.
Alfonso X, Primera Crónica General de España, Prólogo, p. 4.

Cuando nuestro señor Dios creó en el comienzo el cielo y la tierra y todas las cosas que en
ellos están, según lo cuenta Moises que fue santo y sabio, y otros muchos que concordaron con él,
lo hizo todo en seis días de esta manera:
El primer día creó la luz, y todas las clases de ángeles buenos y malos, que son las criaturas
espirituales; y separó ese día la luz de las tinieblas, y a la luz la llamó día, y las tinieblas noche.
El segundo día hizo el firmamento, y separó con él las aguas de arriba y de abajo.
Al tercer día juntó todas las aguas que están bajo el cielo; los mares y las otras aguas dulces
de ríos y fuentes; y cuando las aguas fueron separadas y reunidas en un lugar, apareció lo seco que
se llama tierra; y creó entonces Dios en la tierra las hierbas y los arboles de todas clases.
El cuarto alumbró los cielos y la tierra con el sol y con la luna y con las estrellas, y l puso en
el firmamento: el sol para el día, y la luna y las estrellas para la noche.
El quinto día hizo los peces y las aves de todas las clases y los bendijo; y dijo que creciesen y
se multiplicasen, y henchiesen las aguas y las tierra.
El sexto día creó las bestias grandes y las pequeñas de todas clases; y ese mismo día formó
el hombre a su imagen y semejanza, para que fuese dueño y señor de todas las otras criaturas que
bajo el cielo están; y haciéndolo a su imagen y semejanza los creó macho y hembra, según lo dicen
Moisés y Jerónimo en el primer capítulo del Génesis, y también Josefo en el primero de la historia
de la Antigüedad de los Judíos, y otros muchos que lo afirman con ellos. Y Dios los bendijo y le dijo
que creciesen, y se multiplicasen, y poblasen la tierra, y que la enseñoreasen bajo u poder; y
bendijo a ellos bendiciendo al mismo tiempo los animales de la tierra, en ellos. Y mando que los

16
hombres y los animales comiesen y se alimentasen de las hierbas de la tierra, y de las semillas de
ella y de las frutas de los árboles.
Después de todo esto, observó nuestro Señor Dios todas las cosas que había hecho y vio
que eran muy buenas. Y todo estuvo terminado de hacer en el sexto día, como oísteis que dijo
Moisés.
Alfonso X, Primera Crónica General de España, Prólogo, p. 5.

151. De los hechos que acontecieron a los cuarenta y dos años


A los cuarenta y dos años que se cumplieron setecientos y cincuenta y uno del pueblo de
Roma, y que nadaba en la era treinta y nueve, y el reino de Herodes en treinta y dos […] Hallamos
en las historias que a aquella hora que nació Cristo, siendo media noche, apareció una nube sobre
España que dio tanta claridad y tan gran resplandor y tanta calentura como el sol al medio día
cuando está sobre la tierra. Y debaten sobre esto los sabios y dicen que se entiende por aquello
que, después de Jesucristo, se mandaría a España a predicar a los gentiles en la ceguera en la que
estaban, y los alumbraría con la fe de Cristo, y este fue san Pablo. Otros dicen que en España
habría de nacer un príncipe cristiano que sería señor de todo el mundo, y valdría más por todo el
linaje de los hombres, por cómo se esclareció toda la tierra por la claridad de aquella nube y
cuanto duró. Y a saber que en este año que nació nuestro señor Jesucristo se acabó la quinta edad
y comenzó la sexta. Mas como hasta aquí no hubo razón de hablar en este libro de las edades, por
ende cuenta aquí la historia de ellas, y muestra cuantas son y qué son. Los santos padres y los
reyes y los grandes sabios, cuando acaecía en el mundo algún gran hecho que nunca había pasado,
hacían una partición del tiempo, y nombraban a la edad pasada y edad al porvenir; y aquellos
tiempos así divididos, no las llamaban edades por que sean iguales de años, porque no lo son, hay
más en unas que en otras; más porque duran un gran tiempo, y por los grandes hechos señalados
que acontecieron en la división de cada una. Y de tales acontecimientos señalados vinieron ya
cinco antes de este año en que naciera el Nuestro Señor, y por ende, eran pasadas cinco edades,
en el comienzo la primera fue creado el mundo y Adán; en la segunda fue el diluvio de Noé y el
gran arca en el que escapó; en la tercera Abraham que se apartó yendo a llamar a Dios y
circuncidó; en la cuarta que hubieron reyes por ungimiento y consagración, y este fue el rey David;
en la quinta, que fue cautivada toda una gente y su tierra se volvió yerma y el reinado perduró,
con el rey Sedecías, y en el comienzo de la sexta, que parió santa María que fue virgen antes que
pariese, que fue una de las mayores maravillas que pudiesen ser.
Alfonso X, Primera Crónica General de España, pp. 108-109.

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18
MAQUIAVELO

“Cuando considero la honra que a la antigüedad se tributa, y cómo muchas veces, prescindiendo
de otros ejemplos, se compra por gran precio un fragmento de estatua antigua para adorno y lujo
de la casa propia y para que sirva de modelo a los artistas, quienes con grande afán procuran
imitarlo; y cuando por otra parte, veo los famosos hechos que nos ofrece la historia realizados en
los reinos y las repúblicas antiguas por reyes, capitanes, ciudadanos, legisladores, y cuantos al
servicio de su patria dedicaban sus esfuerzos, ser más admirados que imitados o de tal suerte
preferidos por todos que apenas queda rastro de la antigua virtud, no puedo menos de
maravillarme y dolerme, sobre todo observando que en las cuestiones y pleitos entre ciudadanos,
o en las enfermedades que las personas sufren, siempre acuden a los preceptos legales o a los
remedios que los antiguos practicaban. Porque las leyes civiles no son sino sentencias de los
antiguos jurisconsultos que, convertidos en preceptos, enseñan cómo han de juzgar los
jurisconsultos modernos, ni la medicina otra cosa que la experiencia de los médicos de la
antigüedad, en la cuan fundan los de ahora su saber.

Más para ordenar las repúblicas, mantener los Estados, gobernar los reinos, organizar los ejércitos,
administrar la guerra, practicar la justicia, engrandecer el imperio, no se encuentran ni soberanos,
ni repúblicas, ni capitanes, ni ciudadanos que acudan a ejemplos de la antigüedad; lo que en mi
opinión procede, no tanto de la debilidad producida por los vicios de nuestra actual educación, ni
de los males que el ocio orgulloso ha ocasionado a muchas naciones y ciudades cristianas, como
de no tener perfecto conocimiento de la historia o de no comprender, al leerla, su verdadero
sentido ni el espíritu de sus enseñanzas.

De aquí nace que a la mayoría de los lectores les agrada enterarse de la variedad de sucesos que
narra, sin parar mientes en imitar las grandes acciones, por juzgar la imitación, no sólo difícil, sino
imposible; como si el cielo, el sol, los elementos, los hombres, no tuvieran hoy el mismo orden,
movimiento y poder que en la antigüedad.

Por deseo de apartar a los hombres de éste error, he juzgado necesario escribir sobre todos
aquellos libros de la historia de Tito Livio que la injuria de los tiempos no ha impedido lleguen a
nosotros, lo que acerca de las cosas antigua y modernas creo necesario para mejor inteligencia, a
fin de que los que lean estos discursos míos puedan sacar la utilidad que en la lectura de la historia
debe buscarse.

Aunque la empresa sea difícil, sin embargo, ayudado por los que me inducen a acometerla, espero
llevarla a punto de que a cualquier otro quede breve camino para realizarla por completo.

Maquiavelo, Nicolás. Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Prólogo, pp.53-55. En: Obras
Políticas.

“Acaso parezca a alguno que he hablado ya mucho de la historia romana sin hacer antes mención
alguna de los fundadores de dicha república, ni de sus instituciones religiosas y militares, y no
queriendo que esperen más los que acerca de esto desean saber algo, diré que muchos

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consideraron malísimo ejemplo que el fundador de la Constitución de un Estado, como lo fue
Rómulo, matara primero a un hermano suyo y consintiera después la muerte de Tito Tacio Sabino,
a quien había elegido por compañero o asociado en el mando supremo, y hasta juzgaran por ello
que los ciudadanos podían, a imitación de la conducta de su príncipe, por ambición o deseo de
mando, ofender a cuantos a su autoridad se opusieran. Esta opinión parecería cierta si no se
considerase el fin que le indujo a cometer tal homicidio. Pero es preciso establecer como regla
general que nunca o rara vez ocurre que una república o reino sea bien organizado en su origen o
completamente reformada su Constitución sino por una sola persona, siendo indispensable que de
uno solo dependa el plan de organización y la forma de realizarla.

El fundador prudente de una república que tenga más en cuenta el Bien Común que su privado
provecho, que atienda más a la patria común que a su propia sucesión, debe, pues, procurar que
el poder esté exclusivamente en sus manos. Ningún hombre sabio censuraré el empleo de algún
procedimiento extraordinario para fundar un reino u organizar una república; pero conviene al
fundador que, cuando el hecho le acuse, el resultado le excuse; y si éste es bueno, como sucedió
en el caso de Rómulo, siempre se le absolverá. Digna de censura es la violencia que destruye, no
la violencia que reconstruye. Debe, sin embargo, el legislador ser prudente y virtuoso para no
dejar como herencia a otro la autoridad que se apoderó, porque, siendo los hombres más
inclinados al mal que al bien, podría el sucesor emplear por ambición los medios a que él apeló por
virtud… Además, si basta un solo hombre para fundar y organizar un Estado, no duraría éste
mucho si el régimen establecido dependiera de un hombre solo, en vez de confiarlo al cuidado de
muchos interesados en mantenerlo. Porque así como una reunión de hombres no es apropiada
para organizar un régimen de gobierno, porque la diversidad de opiniones impide conocer lo más
útil; establecido y aceptado el régimen, tampoco se ponen todos de acuerdo para derribarlo.

Que Rómulo mereciese perdón por la muerte del hermano y del colega y que lo hizo por el Bien
Común y no por propia ambición, lo demuestra el hecho de haber organizado inmediatamente un
Senado que le aconsejara, y a cuhyas opiniones ajustaba sus actos.

Quien examine bien la autoridad que Rómulo se reservó, verá que sólo fue la de mandar el ejército
cuando se declarara la guerra, y la de convocar el Senado. Apareció esto evidente después,
cuando Roma llegó a ser libre por la expulsión de los Tarquinos, porque, de la organización
antigua, sólo se innové que al rey perpetuo sustituyeran dos cónsules anuales, lo cual demuestra
que el primitivo régimen de la ciudad era más conforme a la vida civil y libre de los ciudadanos,
que despótico y tiránico.

En corroboración de lo dicho, podría citar infinitos ejemplos como los de Moisés, Licurgo, Solón y
otros fundadores de reinos y repúblicas, quienes, atribuyéndose autoridad absoluta, hicieron leyes
favorables al Bien Común; pero, por ser bien sabido, prescindirá de ellos, limitándome a aducir
uno que, si no tan célebre, deben tenerlo muy en cuento los que ambicionen ser buenos
legisladores. Es el siguiente: Agis, rey de Esparta, deseaba restablecer la estricta observancia de
las Leyes de Licurgo entre los espartanos, creyendo que, por relajación en su cumplimiento, había
perdido su patria la antigua virtud, y por tanto, la fuerza y el poder; pero los éforos espartanos le

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hicieron matar inmediatamente, acusándole de aspirar a la tiranía. Sucedióle en el trono
Cleómenes, quien concibió igual proyecto, por los recuerdos y escritos que encontró de Agis,
donde se veía claro cuáles eran sus pensamientos e intenciones, comprendió que no podía hacer
este bien a su patria, si no concentraba en su mano toda la autoridad, pues creía que, a causa de la
ambición humana, le era imposible, contrariando el interés de los menos, realizar el Bien
Común; y aprovechando ocasión oportuna, hizo matar a todos los éforos y a cuantos podían
oponérsele, restableciendo después las Leyes de Licurgo. Esta determinación hubiese producido
el renacimiento de Esparta y dado a Cleómenes tanta fama como alcanzó Licurgo, a no ser por el
poder de los macedonios y la debilidad de las demás repúblicas griegas. Atacado después de estas
reformas por los macedonios, siendo inferior en fuerzas y no teniendo a quien recurrir, fue
vencido y su proyecto justo y laudable quedó sin realizar.

En vista de todo lo dicho, deduzco que para fundar una república es preciso que el poder lo ejerza
uno solo, y que Rómulo, por la muerte de Remo y de Tacio, no merece censura, sino absolución.”

Maquiavelo, Nicolás. Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Libro I, Cap.IX, pp. 86-88.
En:Obras Políticas.

“El que estudia las cosas de ahora y las antiguas, conoce fácilmente que en todas las ciudades y en
todos los pueblos han existido y existen los mismos deseos y las mismas pasiones; de suerte que,
examinando con atención los sucesos de la antigüedad, cualquier gobierno republicano prevé lo
que ha de ocurrir, puede aplicar los mismos remedios que usaron los antiguos, y, de no estar en
uso, imaginarlos nuevos, por la semejanza de los acontecimientos. Pero estos estudios se
descuidan; sus consecuencias no las suelen sacar los lectores, y si las sacan, las desconocen los
gobernantes, por lo cual en todos los tiempos ocurren los mismos disturbios.

Perdió la república de Florencia, después del año de 1494, Pisa y otras poblaciones con gran parte
de su territorio, y tuvo que guerrear con los que lo ocupaban; pero siendo éstos poderosos, la
guerra era costosa y sin fruto. El aumento de gastos ocasionaba aumento de tributos, y éstos
infinitas quejas del pueblo. Dirigía la guerra un consejo de diez ciudadanos, llamados los diez de la
guerra, y todo el mundo empezó a demostrarles aversión, cual si fueran la causa de ella y de los
gastos que ocasionaba, persuadiéndose de que, suprimido el Consejo, terminaría la guerra. Para
conseguirlo, dejaron expirar los poderes de los consejeros sin elegir sucesores, y concedieron
dicha autoridad a la señoría. Tan perniciosa fue esta determinación, que no sólo continuó la
guerra contra la creencia del pueblo, sino que aumentó el desorden hasta el punto de perder,
además de Pisa, Arezzo y otra muchas poblaciones, por haber prescindido de los que con
prudencia la dirigían. Advirtió, por fin, el pueblo su error, comprendió que la causa del mal era la
fiebre y no el médico, y restableció el Consejo de los Diez.”

Maquiavelo, Nicolás. Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Libro I. Cap. XXXIX, pp. 155-
156. En: Obras Políticas.

“Suelen decir las personas entendidas, y no sin motivo, que quien desee saber lo porvenir consulte
lo pasado, porque todas las cosas del mundo, en todo tiempo, se parecen a las precedentes. Esto

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depende de que, siendo obras de los hombres, que tienen siempre las mismas pasiones, por
necesidad han de producir los mismos efectos. Verdad es que sus actos son más virtuosos, ora en
un país, ora en otro; pero esto depende de la educación dada a los pueblos y de la influencia que
ésta tiene en las costumbres públicas.

Lo que facilita prever lo venidero por el conocimiento de lo pasado, es observar cuán largo tiempo
conserva una nación las mismas costumbres, siendo constantemente avara o pérfida o mostrando
de continuo algún otro vicio o virtud.

Quien lea la historia de nuestra ciudad de Florencia o examine los sucesos de estos inmediatos
tiempos, encontrará a los pueblos alemán y francés avariciosos, soberbios, crueles y pérfidos,
porque con la práctica de estas cuatro condiciones han ofendido mucho en diversas épocas a
nuestra ciudad. Respecto a la falta de fe, todos saben cuántas veces se ha dado dinero al rey
Carlos VIII, prometiendo él en cambio entregar a Florencia la ciudadela de Pisa, y jamás lo hizo,
mostrando así su mala fe y su avaricia.

Pero dejemos estos sucesos recientes. Todo el mundo habrá oído lo que ocurrió cuando la guerra
entre Florencia y los Visconti, duques de Milán. Privados de recursos los florentinos, pidieron al
emperador que viniera a Italia para que con su reputación y sus fuerzas dominara la Lombardía.
Prometió el emperador venir con numerosas tropas, declarar la guerra al duque de Milán y
defender a los florentinos, a condición de que éstos le dieran cien mil ducados al ponerse en
marcha y otros cien mil cuando entrara en Italia. Aceptaron los florentinos la petición, entregando
inmediatamente el dinero del primer plazo, y después el del segundo; pero dese Verona volvió a
su patria sin intentar ninguna empresa, alegando que los que habían faltado al compromiso eran
los florentinos. Si Florencia no hubiese estado obligada por la necesidad o arrastrada por la
pasión, y hubiera leído y conocido las antiguas costumbres de los bárbaros, ni en ésta, ni en otras
muchas ocasiones de dejará engañar por los que siempre han hecho lo mismo en todas las cosas y
con todos los pueblos.

De igual modo se portaron antiguamente con los etruscos, quienes, no pudiendo resistir con sus
propias fuerzas a los romanos que les habían derrotado varias veces, convinieron con los galos
cisalpinos darles una suma de dinero porque unieran sus ejércitos a los de los etruscos para
combatir a los romanos. Los galos tomaron el dinero y no quisieron después tomar las armas para
defender a los etruscos, diciendo, para excusar su conducta, que no habían convenido hacer la
guerra a los romanos, sino abstenerse en correrías y devastaciones en Etruria. De esta suerte la
avaricia y mala fe de los galos privó a los etruscos de su dinero y del auxilio que de ellos
esperaban.

Estos ejemplos relativos a los antiguos y modernos habitantes de la Toscana prueban que los galos
y franceses se han portado siempre de igual modo, y la ninguna confianza que los príncipes deben
tener en las promesas de Francia.”

Maquiavelo, Nicolás. Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Libro III. Cap. XLIII, pp. 438-
439. En: Obras Políticas.

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“Réstanos tratar de la conducta y procedimientos que debe seguir un príncipe con sus súbditos y
con sus amigos. Sé que muchos han escrito de este asunto y temo que al hacerlo ahora yo,
tratándolo bajo otros aspectos, se me tenga por presuntuoso. Pero mi intento es escribir cosas
útiles a quienes las lean, y juzgo más conveniente decir la verdad tal cual es, que como se imagina;
porque muchos han visto en su imaginación repúblicas y principados que jamás existieron en la
realidad. Tanta es la distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que quien prefiere a lo
que se hace lo que debería hacerse, más camina a su ruina que a su consolidación, y el hombre
que quiere portarse en todo como bueno, por necesidad fracasa entre tantos que no lo son,
necesitando el príncipe que quiere conservar el poder estar dispuesto a ser bueno o no, según las
circunstancias.

Prescindiendo, pues, de príncipes imaginados y teniéndome a los verdaderos, digo que todos los
hombres de quienes se hable, y especialmente los príncipes, por ocupar lugar tan perspicuo,
poseen cualidades dignas de elogio o de censura; unos son liberales, otros míseros (empleo esta
palabra toscana, porque avaro, en nuestra lengua, es el que atesora valiéndose de la rapiña, y
llamamos mísero al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo), unos dan con esplendidez, otros
son rapaces, algunos crueles y otros compasivos; los hay guardadores de sus promesas e
inclinados faltar a su palabra; afeminados y pusilánimes, o animosos y aún feroces; humanos o
soberbios; castos o lascivos; sinceros o astutos; de carácter duro o afable: grave o ligero; religiosos
o incrédulos, etc.

Comprendo que en el concepto general sería por demás laudable encontrar en un príncipe todas
las citadas buenas cualidades; pero no siendo posible ni, si lo fuera, practicarlas, porque no lo
consiente la condición humana, el príncipe debe ser tan prudente que sepa evitar la infamia de
aquellos vicios que le privarían del poder, y aún prescindir, mientras le sea posible, de los que no
acarrean tales consecuencias. No debe tampoco cuidarse de que le censuren aquellos defectos,
sin los cuales le sería difícil conservar el poder, porque considerándolo bien todo, habrá cualidades
que parezcan virtudes y en la aplicación produzcan su ruina, y otras que se asemejen a vicios, y
que, fomentándolas, le proporcionen seguridad y bienestar.”

Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Cap. XV, pp. 501-502. En: Obras Políticas.

“Empezando por las primeras de las cualidades antes referidas, digo que el príncipe hará bien en
ser liberal. Sin embargo, la liberalidad empleada por quien no es temido le perjudica, porque
usada, como debe usarse, de manera que no se sepa, no evitará que se le tenga por miserable.
Para tener y conservar fama de liberal es preciso vivir con lujo y suntuosidad, haciendo cuantiosos
gastos, y el príncipe que lo haga emplearé en esto sus rentas, necesitando al fin, para mantener el
fausto, gravar con impuestos considerables a sus súbditos, apelar a todos los procedimientos
fiscales y echar mano de cuantos recursos pueda valerse para recaudar dinero. Todo esto le
atraerá la malquerencia de los súbditos, la pérdida de la estimación y la del dinero, de suerte que
su liberalidad le habrá servido para ofender a muchos y premiar a pocos, ocasionándole serios
disgustos; y aún se expone, al comprender las consecuencias y querer variar de conducta, a que
entonces se le censure por tacaño.

23
No pudiendo, pues, el príncipe practicar la virtud de la liberalidad de un modo público, sino en su
daño, debe importarle poco, si es prudente, que le califiquen de avaro, pues el tiempo modificará
ésta opinión al saberse que ajusta los gastos a los ingresos y que puede defenderse de quien le
declare la guerra y aún emprender conquistas sin imponer nuevos tributos al pueblo; resultando
liberal para aquellos a quienes nada quita, que son infinitos, y tacaño en concepto de aquellos a
quienes no da, que son pocos.”

Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Cap. XVI, pp. 502-503. En: Obras Políticas.

24
JEAN BODIN

La historia cuenta con numerosos panegiristas que le han otorgado alabanzas tan parecidas
como apropiadas: pero quien la denomino “maestra de la vida” es el que consiguió la gloria. Por
esta expresión que abarca todos los recursos de todas las virtudes y de todas las ciencias él ha
querido significar, muy oportunamente, que toda la vida de los hombres deber ser regida por las
leyes sagradas de la historia como por el canon de Polycléte. Y en efecto, la filosofía, por su parte,
que ha sido llamada a menudo guía de la vida, desde hace mucho tiempo habría cesado de
recordarnos los términos extremos del bien y del mal si ella no reconoce en la historia las
máximas, los hechos y las enseñanzas del pasado. Es gracias a la historia que el presente se explica
fácilmente, se penetra el futuro y se consiguen indicaciones muy certeras sobre lo que conviene
investigar o eludir. También me sorprende ver que entre una cantidad tan grande de autores y en
una época tan sabia no se haya aún encontrado quien compare las historias célebres de nuestros
ancestros ni quien las confronte con las gestas de los antiguos. Pero eso no sería de ningún modo
difícil de realizar si después de haber reunido todas las clases de acciones humanas, se clasificar
convenientemente la variedad de ejemplos. Así serían muy justamente consagradas a las
maldiciones todas aquellas que hubieran sido completamente abandonadas a los vicios
degradantes, mientras que se elogiarían por sus méritos aquellas que hubieran brillado por alguna
virtud: y se extraería de la historia el beneficio más importante puesto que se podría, gracias a
ella, inclinar a algunos para el bien y desviar a los otros del mal.
Y en efecto, aunque los buenos sean absolutamente dignos de elogios, no se encuentra a
nadie para alabarlos, lo cual no es conveniente, además de las recompensas reservadas a la virtud,
fruto de alabanza, estimado sólo por la mayoría de ellos, viene a acompañar a los seres vivos y a
los muertos.
Los malvados soportan menos que los buenos, oprimidos por ellos, ser elevados al
desnudo, y su memoria y sus nombres quedan contaminados de un oprobio eterno: por más que
lo disimulen lo sufren más que un dolor muy agudo. No es posible, pues, creer lo que Trogue-
Pompée nos delata de Eróstrato, y Tito Livio de Manlius Capitolinus, a saber, que ellos se habían
mostrado más ávidos de grande que de buena fama: yo creo más bien que ellos fueron empujados
a imponerse a sus compatriotas, el uno por la desesperación y la locura, el otro por la esperanza
de una carrera más gloriosa; o bien nos sería necesario admitir que los hombres ávidos de gloria
permanecen indiferentes a los peores ultrajes, lo que parecería absolutamente contradictorio. Si
se pudiera, como Platón, descubrir los pensamientos de los impíos, se verían allí igualmente los
golpes, las mordeduras de las varas, de los surcos ensangrentados sobre un cuerpo desgarrado y
las huellas del hierro rojo. En cuanto a los que se colocan en el primer puesto en la búsqueda de
gloria pero que lejos de gustar la alabanza auténtica prefieren buscar la fama vana, uno no sabría
creer hasta qué punto los desgarra y los abruma el temor de la infamia.
Este temor a la infamia en los príncipes pareció demostrar a los ojos de Tácito la utilidad
de la historia que debería bastar para incitar a los hombres a leerla y a escribirla. ¿Pero a nosotros
no nos devuelve acaso ella un servicio más grande aún, revelándonos y conservando para nosotros
todas las ciencias, y en particular las que conciernen a la acción? Todo lo que los antiguos han
sabido descubrir y conocer al término de una larga experiencia, es conservado en el tesoro de la
historia: la posteridad no ha tenido más que unir, a la observación del pasado la previsión del
futuro, para comparar entre ellas las causas de los hechos misteriosos y su razón determinante
para tener así bajo los ojos el fin de todas las cosas. ¿Y dónde encontraríamos nosotros un objeto
más importante para la gloria del Padre Eterno y por nuestro interés autentico, que aquello de lo
cual la historia santa nos revela el secreto, en lo que se refiere a la religión hacia Dios, la piedad
para nuestros padres, la caridad con respecto a cada uno y de la justicia para con todos? ¿De

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dónde hemos sacado las palabras y los oráculos de los profetas, la naturaleza eterna y el poder de
los espíritus, sino de la fuente sagrada de la historia?
Pero fuera de este increíble beneficio, las dos cosas que se tiene por costumbre investigar
en todo saber la facilidad y la diversión, se concertan tan bien en la historia que no se encontrará
ninguna disciplina donde la facilidad sea más grande y el placer equivalente. Esta facilidad es tal
que, sin solicitar el socorro de un arte extraño, la historia por ella misma es accesible a todos.
Mientras que las otras ciencias se encadenan las unas a las otras en una mutua dependencia, de
tal modo se puede poseer una si se conoce la vecina – la historia, al contrario, como si ella ocupara
encima de las otras disciplinas un lugar preeminente, no solicita ningún otro concurso ni siquiera
aquel del escritor puesto que la posteridad la cosecha tanto por tradición oral como por su forma
escrita. Por lo tanto se puede leer en un capítulo de Moisés: “Ustedes relatarán todas estas cosas
a nuestros hijos” pues él había previsto la ruina de su pueblo y de sus libros. Aunque los imperios,
las repúblicas y las ciudades puedan perecer, la historia permanece eternamente joven, y Cicerón
tuvo razón al predecir que Salamina perecería antes que el recuerdo de los altos hechos que se
cumplieron en Salamina – pues esta ciudad está hoy día casi engullida en el mar. No es lo mismo
para Égire, Buras, Hélis, una gran parte de Creta, si bien que esta isla antiguamente denominada
Hecatómpolis considerado el gran número de sus ciudades no puede pretender, en el presente,
más que el título de Trípoli; esto es igualmente así que, en nuestra época, las aguas han invadido
una gran parte de Holanda. En tanto que el género humano no hubiera desaparecido
completamente, la historia sobrevivirá siempre, aunque fuera en la memoria de los rústicos y de
los ignorantes.
Pero la facilidad se añade el placer que se experimenta con el relato de las más bellas
hazañas, y el placer es tan grande que aquel que recibe un día el dulce beso de la historia no debe
ya temer que le arranquen de su tierno abrazo. Si los hombres están, sin duda, animados de
semejante deseo de saber que ellos mismos se deleitan con los relatos fabulosos, ¿qué gozo no
experimentarían delante de los altos hechos auténticos? ¿Y qué hay pues de más agradable que
contemplar en la historia como en un cuadro los actos de los antiguos; qué más agradable que
mirar sus recursos, sus riquezas y sus ejércitos cara a cara? Tal es el placer experimentado que
basta a veces para llevar remedio a los males del alma y del cuerpo; testigos, entre otros miles,
Alfonso y Fernando, reyes de España y de Sicilia quienes recuperaron la salud releyendo uno a Tito
Livio y el otro a Quinte-Curce, mientras que los médicos se habían reconocido impotentes. Es
testigo también Lorenzo de Médicis, apodado el Padre de las Letras, quien sin otra medicina (la
historia, es verdad, es un medicamento saludable), salió, se ha dicho, de la enfermedad
escuchando la historia del emperador Conrado III.
JEAN BODIN, Método para el fácil entendimiento de la historia.

Prólogo
Pero los antiguos, se nos dirá, no por ello dejan de ser los inventores de todas las artes, y por
este título bien han merecido su gloria. Estaremos de acuerdo, de muy buena gana, en que ellos
han descubierto muchas ciencias útiles al género humano, comenzando por la acción de los
cuerpos celestes; ellos han advertido así el curso regular de los astros (de todos o al menos de un
cierto número), las trayectorias admirables de las estrellas y de los planetas; admirados de las
obscuridades de la naturaleza, las han estudiado con cuidado y han encontrado la verdadera
explicación de muchas cosas. Pero han dejado también sin explicar muchas otras que nosotros
transmitimos hoy completamente aclaradas a nuestros descendientes. Y si se mira más de cerca,
no es dudoso que nuestros descubrimientos igualan y a menudo sobrepasan los de los antiguos.
¿Existe por ejemplo alguna cosa más admirable que el imán? Sin embargo los antiguos lo
desconocieron como también su uso maravilloso, y tuvieron que acantonarse en la cuenca

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mediterránea, mientras que nuestros contemporáneos recorren cada año el contorno de la tierra
en sus numerosas travesías y han, por decirlo así, colonizado un nuevo mundo. Así se nos han
abierto los lugares más retirados y escondidos de América, y de ello se ha seguido, no solamente
con el comercio, hasta hoy mezquino y poco desarrollado, ha convertido en próspero y lucrativo,
sino que todos los hombres están unidos entre sí y participan maravillosamente en la pública
universal, como si no formasen más que una misma ciudad. Y el provecho que la geografía una de
las más bellas ciencias que existan, consigue de todo esto se calibra fácilmente por el hecho de
que hoy conocemos con certeza esas Indias cuya existencia parecía en otro tiempo fabulosa a la
mayoría (pues Lactancio y Agustín llegaron hasta tratar de locos a los que creían que las antípodas
eran un continente habitado). Y si pasamos a l movimiento de los astros errantes y a la inclinación
del Gran Círculo, ¿qué cosa hay más admirable que esta abstracción que separa las formas de su
materia? De este modo se han desvelado los secretos de la naturaleza y se han descubierto
medicinas salutíferas. Y no hablo ya que de este método permite determinar la longitud celeste
según la igualdad de la hora, lo que los antiguos no podían establecer sin gran error rigiéndose por
el eclipse. Y dejó aparte Igualmente sus catapultas y todas sus antiguas máquinas de guerra que en
comparación con las nuestras no son más que juguetes de niños. Dejo, en fin, de lado las
innumerables Industrias relativas a los metales o a los vestidos que procuran a los hombres un
alivio tan grande. El arte de la imprenta, por sí solo, podría fácilmente compensar todos los
inventos de los antiguos. Por ello los que pretenden que los antiguos habían comprendido ya todo
no se equivocan menos en su juicio que los que les discuten el Antiguo dominio de numerosas
disciplinas. Pues la naturaleza contiene en su seno tal tesoro de ciencias ocultas que ningún siglo
llegará sin duda a otorgarlo enteramente.
Puesto que es así y que la naturaleza parece sometida a una ley de eterno retorno, en la que
cada cosa es objeto de una revolución circular de manera que el vicio sucede a la virtud, la
ignorancia a la ciencia, el mal a la honestidad, las tinieblas a la luz es pues un grave error creer que
el género humano no cesa de degenerar. Y como los que lo cometen son Generalmente ancianos
es probable que Recuerden el encanto desvanecido de su juventud, fuente siempre renaciente de
alegría y de voluptuosidad, mientras que ahora se ven privados de todo placer, no conociendo de
hecho más delicias que insoportables dolores y en lugar de frescas sensaciones no experimentan
más que la debilidad creciente de sus miembros. Sucede entonces qué abrumado por estos tristes
pensamientos y engañados por una representación inexacta de las cosas, se figuran que la buena
fe y la amistad desaparecido de entre los hombres: y como si regresaran de una larga navegación a
través de los tiempos afortunados, se dedican a cultivar la juventud de la edad de oro. Pero su
ilusión es semejante a la del viajero cuyo navío sale del puerto para ganar el alta mar y que se
imagina que las casas y las ciudades se alejan de él: de este modo se persuaden de que el ocio, la
civilización y la justicia han abandonado la tierra para refugiarse en los cielos.
JEAN BODIN, Método para el fácil entendimiento de la historia, cap. VII pp. 430-431

Habiendo tratado hasta aquí el estado universal de las repúblicas ocupémonos ahora de las
características particulares de cada una de ellas de acuerdo con la diversidad de los pueblos, con el
fin de adaptar la forma de la cosa pública a la naturaleza de los lugares y las ordenanzas humanas
a las leyes naturales. No faltan quienes, por no haber reparado en ello y pretender que la
naturaleza sirva a sus leyes, han alterado y destruido grades estados. Sin embargo, los tratadistas
políticos no se han planteado esta cuestión. Al igual que entre los animales observamos una gran
variedad y, por dentro de cada especie, diferencias notables a causa de la diversidad de la
regiones, podemos, de modo semejante, afirmar que existe tanta variedad de hombres como
países. En un mismo clima, el pueblo oriental es muy diferente del occidental, y, a la misma latitud
y distancia del ecuador, el pueblo septentrional es diferente al meridional. Aún más, en un mismo

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clima, latitud y longitud, son perceptibles las diferencias entre el lugar montañoso y el llano.
Puede, así, ocurrir que en una misma ciudad la variación de altitud produzca variedad caracteres y
costumbres. Por esta razón, las ciudades situadas en distintos niveles son propensas a sediciones y
cambios que las situadas al mismo nivel. La ciudad de Roma, con sus siete colinas, apenas conoció
época sin sedición. Plutarco, sin preocuparse por la causa, se asombraba de que en Atenas hubiese
tres fracciones de carácter diverso; los habitantes de la parte alta de la Ciudad, llamados astu,
querían el estado popular, los de la ciudad baja querían la oligarquía y los habitantes del puerto de
Piero deseaban un estado aristocrático, integrado por nobleza y pueblo… No se puede atribuir el
fenómeno a la mezcla de razas…, pues Plutarco se refería a la épocade Solón, cuando los
atenienses eran tan puros que se podía dudar de su progenie ática…
Es, pues, necesario que el sabio gobernador conozca bien el temperamento y natural de su
pueblo antes de su pueblo antes de intentar ningún cambio en el estado o el las leyes. Uno de los
mayores, y quizá el principal, fundamento de las Repúblicas consiste en adaptar el estado al
natural de los ciudadanos, así como los edictos y ordenanzas a la naturaleza de lugar tiempo y
persona…
Para entender mejor la variedad infinita que se halla entre los pueblos del Norte y del Sur,
dividiremos a los pueblos que habitan la tierra de este lado del Ecuador en tres sectores. El
primero, que ocupa los treinta grados más próximos al Ecuador, corresponde a las regiones
ardientes y a los pueblos meridionales; los treinta grados siguientes, a los pueblos centrales y
regiones templadas, hasta el paralelo sesenta; los treinta grados que se extienden desde allí hasta
el polo, corresponden a los pueblos septentrionales y a las regiones frías. La misma división se
puede hacer de los pueblos que habitan del otro lado del Ecuador, hasta el polo antártico.
Después, dividiremos los treinta primeros grados por la mitad; los quince primeros, más
moderados, entre el ecuador y los trópicos; los otros quince, más ardientes, bajo los trópicos. De
igual modo procedemos con el resto… Ya he explicado estas divisiones en mi libro Método de la
Historia, y aquí no me detendré en ellas. Con estos presupuestos, será más fácil considerar la
naturaleza de los pueblos (...)
Así como en el invierno los lugares subterráneos y las partes internas de los animales
conservan el calor que durante el verano se evaporó, así también los habitantes de las regiones
septentrionales tienen el calor interior más vehemente que los de la región meridional. Tal calor
determina que las fuerzas y energías naturales sean mayores en unos que en otros, y que aquellos
sean más hambrientos y coman y cocinen mejor que éstos, a causa del frío de la región, que
conserva el calor natural. Los soldados que pasan de un país meridional a otro septentrional son
más vigorosos y gallardos, como ocurrió con el ejército de Aníbal cuando pasó a Italia… Por el
contrario, los ejércitos de los pueblos nórdicos se debilitan y languidecen cuanto más al sur… Así
como el español dobla su apetito y fuerzas cuando va a Francia, el francés en España languidece y
Pierde el apetito, y si se trata de comer y beber como en su casa, corre el peligro de no
encontrarlo…
Así como los pueblos nórdicos son superiores en fuerza y los del mediodía en astucia, los
habitantes de las regiones centrales participan de ambas cualidades, siendo más aptos para la
guerra, según Vegecio y Viturvio. Son ellos quienes fundaron los grandes imperios, florecientes
en armas y leyes… Si se examina con atención la historia de todos los pueblos, se verá que los
grandes y poderosos ejércitos proceden de septentrión, las ciencias ocultas, la filosofía, la
matemática y otras ciencias contemplativas, de los pueblos meridionales, y las ciencias políticas,
las leyes, la jurisprudencia, la gracia en el discutir y el bien hablar, de las regiones centrales. Todos
los grandes imperios fueron fundados en ellas; así, los imperios de asirios, medos, persas, partos,
griegos, romanos y celtas... Los romanos ensancharon su poder a costa de los pueblos de mediodía
y de Oriente, pero no lograron gran cosa de los pueblos de occidente y septentrión... pese a

28
emplear todas sus fuerzas, harto hacían en resistir el ímpetu y parar los golpes de pueblos
nórdicos, quienes no poseían ciudades amuralladas, ni fortalezas, ni castillos, como dice Tácito al
hablar de los alemanes.
A mí juicio, Aristóteles se engaña cuando afirma que los pueblos expuestos a temperaturas
extremas son bárbaros. La historia y la experiencia que se tiene de los meridionales, muestran que
son mucho más ingeniosos que los pueblos centrales. Herodoto escribe que los egipcios eran los
hombres más avisados e ingeniosos del mundo... Los llamaban poemos, ya que muchas veces
burlaron a los romanos, imponiéndose a su poderío con la destreza de su Ingenio…, si bien, por no
ser tan meridionales como los egipcios, no son de espíritu tan gentil como ellos. Sin ir tan lejos,
tenemos la prueba en nuestro reino, donde se percibe la diferencia de Ingenio con respecto a los
ingleses. Estos se quejaban a Felipe de Commines, asombrándose de que los franceses casi
siempre derrotados por ellos, les vencieron siempre en los tratados que concertaban con los
ingleses. Lo propio ocurre con los españoles, quienes, desde hace 100 años, no han firmado un
solo tratado con los franceses del que no hayan obtenido ventaja... El natural del español, por ser
mucho más meridional, es más frío y melancólico, más resuelto y contemplativo, y, como
consecuencia, más ingenioso que el francés. Este, debido a su natural, no es contemplativo, sino
inquieto, Por ser bilioso y colérico, lo que le hace tan activo, diligente y rápido que al español le
parece que corre cuándo va a su paso normal. A esto se debe que españoles e italianos gusten
servirse de franceses, por su diligencia y presteza… Sin duda, la mezcla de estos dos pueblos
produciría hombres más perfectos que uno y otro por separado…
De lo dicho puede decirse que el pueblo meridional está sujeto, en cuanto al cuerpo, a las
mayores enfermedades y, en cuanto al Espíritu, a los mayores vicios. Por contra, no hay pueblo
que tenga el cuerpo mejor dispuesto para vivir largos años, ni el ánimo para propició a las grandes
virtudes: Por ello cuando Tito Livio hace el elogio de Aníbal por sus virtudes heroicas añade que
tales virtudes estaban acompañadas de grandísimos vicios, de crueldad inhumana de perfidia, de
impiedad y del desprecio de toda religión. Los grandes espíritus están sujetos a grandes vicios y
virtudes.
Se exceden los antiguos historiadores cuando alaban la virtud la integridad y la bondad de los
escitas y otros pueblos nórdicos porque no merece ser elogiado quién, por carecer de inteligencia
no conocer el mal, no puede ser perverso, sino quién, conociéndolo y pudiendo ser perverso,
decide ser honesto. También se engaña a Maquiavelo cuando asegura que los peores hombres del
mundo son los españoles como italianos y franceses, sin haber leído jamás un buen libro, ni
conocer los otros pueblos. Si comparamos los pueblos meridional, septentrional y central,
comprobaremos que su natural guarda cierta relación con la juventud, con la vejez y la edad
madura del hombre y con las cualidades que se atribuyen a cada edad.
Cada uno de estos tres pueblos usa para el gobierno de la República de los recursos que les
son propios. El pueblo de septentrión de la fuerza, el pueblo central de la justicia, el meridional de
la religión.
El magistrado, dice Tácito, no manda en Alemania como no sea con la espada en la mano...
Los pueblos del centro, que son más razonables y menos fuertes, recurren a la razón, a los jueces y
a los procesos. No hay duda de que las leyes y procedimientos provienen de los pueblos del
centro: del Asia menor - cuyos oradores son famosos-, de Grecia, de Italia, de Francia...No es de
hoy la abundancia de pleitos en Francia; por muchas leyes y ordenanzas que se dicten para
eliminarlos, el natural del pueblo los hará renacer. Además, es preferible resolver las diferencias
mediante pleitos que con puñales. En resumen: todos los grandes oradores, legisladores,
jurisconsultos historiadores, poetas, comediantes, charlatanes y cuantos seducen el ánimo de los
hombres mediante discursos y palabras hermosas, proceden casi todos de las regiones centrales.

29
NICOLÁS DE CONDORCET

El hombre nace con la facultad de recibir sensaciones, de apercibir y de distinguir en las que
recibe, las sensaciones simples de que están compuestas, de retenerlas, de reconocerlas, de
combinarlas, de conservarlas o de evocarlas en su memoria, asociando entre sí estas
combinaciones, de apoderarse de lo que tienen de común y de lo que los distingue, de atribuir
signos a todos estos objetos, para reconocerlos mejor y facilitar nuevas combinaciones con ellos.
Esta facultad se desenvuelve en él por la acción de las cosas exteriores, es decir, por la
presencia de ciertas sensaciones compuestas, cuya constancia, sea en la identidad de su conjunto,
sea en las leyes de su cambio, es independiente de él. La ejercita igualmente por la comunicación
con sus semejantes; en fin: por medios artificiales, que, después del primer desenvolvimiento de
esta misma facultad, han llegado los hombres a inventar.
Las sensaciones van acompañadas de placer y de dolor, y el hombre tiene del mismo modo la
facultad de transformar estas impresiones momentáneas en sentimientos durables, dulces o
penosos; de experimentar estos sentimientos a la vista o al recuerdo de los placeres o los dolores
de los otros seres sensibles. En fin; de esta facultad, unida a la de formar y combinar ideas, nacen
entre él y sus semejantes relaciones de interés y de deber, a las cuales la naturaleza misma ha
querido atribuir la parte más preciosa de nuestra felicidad y los más dolorosos de nuestros males.
Si nos limitamos a observar, a conocer los hechos generales y las leyes constantes que
presenta el desenvolvimiento de estas facultades, en lo que hay de común a los diversos
individuos de la especie humana, esta ciencia lleva el nombre de metafísica.
Pero si se considera este mismo desenvolvimiento en sus resultados, relativamente a la masa
de los individuos que coexisten al mismo tiempo sobre un espacio dado, y si le seguimos de
generación en generación, presenta entonces el cuadro de los progresos del espíritu humano. Este
progreso está sometido a las mismas leyes generales que se observan en el desenvolvimiento
individual de nuestras facultades, puesto que es el resultado de este desenvolvimiento,
considerado al mismo tiempo en un gran número de individuos reunidos en sociedad. Pero los
resultados que cada instante presenta dependen del que ofrecen los instantes precedentes e
influyen sobre los tiempos venideros.
Este cuadro es, pues, histórico, puesto que, sometido a perpetuar variaciones, se forma por la
observación sucesiva de las sociedades humanas en las diferentes épocas que han recorrido. Debe
presentar el orden de los cambios, exponer el influjo que ejerce cada instante sobre el que le
reemplaza, y mostrar así, en las modificaciones que ha recibido la especie humana, renovándose
sin cesar en medio de la inmensidad de los siglos, la marcha que ha seguido y los pasos que ha
dado hacia la verdad o la felicidad. Estas observaciones sobre lo que el hombre ha sido y sobre lo
que hoy es, conducirán inmediatamente a los medios de asegurar y de acelerar los nuevos
progresos que su naturaleza le permite esperar todavía.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 81-
82.

Tal es la bella empresa que he emprendido y cuyo resultado será mostrar por el razonamiento
y por los hechos que no hay marcado ningún término al perfeccionamiento de las facultades
humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta
perfectibilidad, independientes de todo poder que quisiera detenerlos, no tienen ningún otro
término que la duración del globo en que nos ha lanzado la naturaleza. Sin duda, estos progresos
podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero jamás será retrógrada; al menos en tanto
que la tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del universo y que las leyes generales de este
sistema no produzcan sobre este globo un desquiciamiento general, o cambios que no permitan ya

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a la especie humana conservar y desplegar las mismas facultades o encontrar los mismos
recursos…
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 82-
83.

Si existe la ciencia de prever los progresos de la especie humana, de dirigirlos y de acelerarlos,


la historia de los que ha realizado debe ser su base principal…
Si es útil observar las diversas sociedades que existen al mismo tiempo, y estudiar y estudiar
sus relaciones ¿por qué no ha de serlo también él observarlas en la sucesión de los tiempos? Aun
suponiendo que esas observaciones puedan ser descuidadas en la búsqueda de las verdades
especulativas, ¿Deben serlo cuando se trata de aplicar esas verdades a la práctica y de deducir de
la ciencia el arte que debe ser su resultado útil? nuestros prejuicios, los males que de ellos se
derivan, ¿no tienen su fuente en los prejuicios de nuestros antepasados? Uno de los medios más
seguros del es engañar nos de los unos y de evitar a los otros, ¿no es el de revelar su origen y sus
efectos?
¿Hemos llegado al punto en que no tengamos ya que temer ni nuevos errores ni la vuelta de
los antiguos; en que ninguna institución corruptora no pueda ser ya presentada por la hipocresía y
adoptada por la ignorancia o por el entusiasmo, y en que ninguna combinación viciosa no pueda
hacer ya la desgracia de ninguna gran nación? ¿Será acaso inútil saber cómo han sido engañados
los pueblos, corrompidos o sumergidos en la miseria?
Todo nos dice que tocamos la época de una de las grandes revoluciones de la especie
humana. ¿Qué nos podía alumbrar mejor sobre lo que debemos esperar de ella; qué es lo que nos
puede ofrecer una guía más segura para conducirnos en medio de sus movimientos que el cuadro
de las revoluciones que la han precedido y preparado? El estado actual de las luces nos garantiza
que será afortunado; pero no será esto sino a condición de que sepamos utilizar todas nuestras
fuerzas; y para que la dicha que promete sea comprada a menos precio; para que se extienda con
rapidez en un mayor espacio y para que sea más completa en sus efectos, ¿no tenemos necesidad
de estudiar en la historia del espíritu humano qué obstáculos nos quedan que temer y qué medios
tenemos de salvarlos…?
Nosotros trataremos el cuadro del Progreso de estas Artes; discutiremos sus causas,
distinguiremos lo que se puede atribuir a la perfección del arte y lo que no se debe más que al
afortunado Genio del artista, distinción suficiente para obrar la desaparición de esos límites
estrechos, en los que se ha encerrado el perfeccionamiento de las Bellas Artes. Mostraremos la
influencia que sobre sus progresos ejercieron la forma de los gobiernos, el sistema de la
legislación, el espíritu del culto religioso; investigaremos lo que tales progresos debieron a los de la
filosofía, y lo que está haya podido deberles.
Mostraremos cómo la libertad, las artes, las luces, han contribuido a la moderación y al
mejoramiento de las costumbres; pondremos de manifiesto cómo esos vicios, tan frecuentemente
atribuidos a los progresos mismos de la civilización, eran los de los siglos más groseros; que las
luces y el cultivo de las artes y los templaron, cuando no pudieron destruirlos; probaremos que
esas elocuentes peroratas contra las ciencias y las artes están fundadas en una errónea aplicación
de la historia; y qué, por el contrario, los progresos de la virtud han acompañado siempre a los de
las luces, al igual que los de la corrupción han sido siempre la secuela o el anuncio de la
decadencia.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 125.

31
Se ven, pues, aquí tres partes bien distintas del cuadro que yo me he propuesto trazar:
En la primera, dónde los relatos de Los viajeros nos muestran el estado de la especie humana
en los pueblos menos civilizados, nos vemos obligados a adivinar a través de qué escalones el
hombre aislado.
O, más bien, limitado a la asociación necesaria para reproducirse, ha podido adquirir ese
punto de perfeccionamiento cuyo último término es el uso de un lenguaje articulado; es el matiz
más señalado, y juntamente con algunas ideas Morales más extendidas y con un débil comienzo
de orden social, el único en que difiere de los animales que viven en sociedad regular y
duradera. Así, pues, Las observaciones sobre el desarrollo de nuestras facultades son aquí la única
guía.
A continuación, para conducir al hombre hasta el punto en que ejerce unas Artes, en quitar la
luz de la ciencia comienza iluminarle, en que la sociedad se rige por unas leyes fijas, en que el
comercio une a las naciones, en que se inventa, en fin, la escritura alfabética, podemos Añadir a
esa primera guía la historia de las diversas sociedades que han podido observarse en casi todos los
grados intermedios, Aunque no pueda seguirse ninguna a lo largo de todo el espacio que separa
esas dos grandes épocas de la especie humana.
Aquí, el cuadro comienza ser verdaderamente histórico, o, más bien, apoyarse en gran parte
sobre la sucesión de hechos que la historia nos ha transmitido; pero es necesario escoger los de la
historia de diferentes pueblos, acercarlos, combinarlos, para obtener de ellos la historia de un
pueblo único, para formar con ellos los cuadros de sus progresos.
Desde la época en que se conoció la escritura alfabética en Grecia, la historia se enlaza con
nuestro siglo, con el estado actual de la especie humana en los países más ilustrados de Europa,
mediante una sucesión ininterrumpida de hechos y de observaciones; el cuadro del avance y de
los progresos del espíritu humano se ha hecho verdaderamente histórico. la filosofía ya no tiene
nada que adivinar, ya no tiene hipotéticas combinaciones que hacer; ya no le queda más que
reunir y ordenar los hechos, y mostrar las verdades útiles que nacen de su encadenamiento y de
su conjunto.
Ya no faltaría por trazar más que un último cuadro: el de nuestras esperanzas, el de los
progresos que se reservan para las futuras generaciones, y que la constancia de las leyes de la
naturaleza parece asegurarles en él habría que mostrar a través de que escalones los que hoy nos
parecería una esperanza quimérica pasará, sucesivamente, a ser posible, E incluso fácil habría que
Mostrar porque a pesar de los éxitos pasajeros de los prejuicios y del apoyo que reciben de la
corrupción de los gobiernos o de los pueblos, solamente la verdad debe obtener un triunfo
duradero; y habría que Mostrar mediante qué lazos la naturaleza a Unido indisolublemente los
progresos de las luces y los de la virtud, el respeto de los Derechos naturales y la felicidad, como
esos bienes reales, cuyo imperfecto disfrute puede ser aislado o incluso, a veces, opuesto de ven
por el contrario, llegar a ser inseparables en el momento en que las luces alcancen a la vez, un
cierto terminó en un mayor número de naciones y penetren en toda la masa de un gran pueblo,
cuya la lengua se extendería universalmente, cuyas relaciones comerciales abarcarían toda la
amplitud del globo. Desde el momento en que esta revolución se hubiese operado dan en toda la
clase de hombres ilustrados, no se encontraría Ya que ellos más que hombres amigos de la
humanidad, ocupados de con un acuerdo, en acelerar los progresos y la felicidad. Hemos costó a
la razón humana formarse lentamente a través de los progresos naturales de la civilización a la
superstición apoderarse de esa para corromperla y al despotismo degradar y embotar los espíritus
bajo el peso del miedo y la desgracia.
Un solo pueblo escapa a esta doble influencia. En esta tierra feliz donde la libertad acaba de
encender la antorcha del genio, el espíritu humano liberado de Los lazos de su infancia avanza con
pasos firmes hacia la verdad. Pero la conquista recae consigo muy pronto a la tiranía a la que sigue

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la superstición su fiel compañera y toda la humanidad se encuentra nuevamente hundida en unas
tinieblas que parece que van a ser eternas. Sin embargo el día renace poco a poco: los ojos
condenados durante mucho tiempo a la oscuridad lo vislumbran se cierran se acostumbran
lentamente fijan al fin la luz y el genio vuelve a este globo del que le habían desterrado el
fanatismo y la barbarie.
Ya hemos visto a razón levantar sus cadenas, aflojar algunas y, al adquirir incesantemente
fuerzas nuevas apresurar el instante de romperlas todas.
Nos queda por recorrer la época en que acabó de romperlas, en que obligada a ir arrastrando
todavía los restos, se libera de ellas poco a poco, en qué libre al fin ya nada puede detenerla en su
camino hacia el perfeccionamiento o hacia la felicidad de la especie humana de no ser esos
obstáculos inevitables que se reproducen ante cada nuevo progreso (...)
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 86-
87.

“Así el cuadro de los progresos de la filosofía y el de la propagación de las luces, cuyos efectos
más generales y más sensibles hemos expuesto ya nos conducirá a la época en que la influencia de
esos progresos sobre la opinión y de la opinión sobre las naciones o sobre sus jefes al cesar de
pronto de ser lenta e imperceptible ha producido en toda la masa de algunos pueblos una
revolución que presagia otra para la generalidad de la especie humana.
Después de prolongados errores, después de haberse extraviado en teorías incompletas
o vagas los publicistas han llegado a conocer al fin los verdaderos derechos del hombre a
deducirlos de esta única verdad: que el hombre es más un ser sensible, capaz de formar
razonamientos y de adquirir ideas morales”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 188.

“Hasta aquí no hemos expuesto los progresos de la filosofía más que en los hombres que la
han cultivado, profundizado, perfeccionado. Nos queda por mostrar cuáles han sido sus efectos
sobre la opinión general, y como mientras se elevaba finalmente al conocimiento del método
cierto de descubrir y de reconocer la verdad la razón aprendía a preservarse de los errores a qué
tan frecuentemente la habían arrastrado el respeto a la autoridad y la imaginación, y destruir al
propio tiempo, en la masa general de los individuos, los prejuicios que durante tan largo tiempo
han afligido y corrompido a la especie humana.
Se permitió, al fin, proclamar abiertamente ese derecho, desconocido durante tantos siglos, a
someter todas las opiniones a nuestra propia razón, es decir, a emplear para alcanzar la verdad el
único instrumento que nos ha sido dado para reconocerla. Cada hombre aprendió con una especie
de orgullo que la naturaleza no le había destinado en absoluto a creer según la razón ante el
delirio de una fe sobrenatural, desaparecieron tanto de la sociedad como de la filosofía.
en Europa se formó una clase de hombres menos ocupados todavía en descubrir o
profundizar la verdad que en propagarla los cuales, dedicándose a perseguir los prejuicios en los
refugios donde el clero las escuelas los gobiernos las corporaciones antiguas los habían recogido y
protegido, buscaron más la gloria de destruir los errores populares que la de ensanchar los límites
de los conocimientos humanos, manera indirecta de servir a sus progresos que no era ni al menos
peligrosa ni la menos útil”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 194-
195.”
(...)”Y este cuadro de la especie humana, liberada de todas esas cadenas, sustraída al imperio
del azar, así como al de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso firme y seguro por la
ruta de la verdad de la virtud y de la felicidad presenta el filósofo un espectáculo que le consuela

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de los errores de los crímenes de las injusticias que aún ensucian la Tierra y de los que el hombre
es muchas veces víctima. Es con la contemplación de ese cuadro cómo se recibe el premio de sus
esfuerzos por los progresos de la razón, por la defensa de la libertad. Entonces se atreve a unirlos
a la cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde encuentra la verdadera recompensa
de la virtud, el placer de haber hecho un bien duradero que la fatalidad ya no destruirá con una
neutralización funesta restableciendo los prejuicios y la esclavitud”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 249.
Dividiré en nueve grandes épocas el espacio que me propongo recorrer; y, en una décima, me
atrevería a aventurar algunas apreciaciones sobre los futuros destinos de la especie humana.
Me limitaré a presentar a aquí los rasgos principales que caracterizan cada una de las épocas;
no daré más que los conjuntos, sin detenerme en las excepciones ni en los detalles.
Indicaré los objetos y los resultados; será la obra misma la que ofrezca los procesos de
desarrollo y las pruebas.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 89.

Origen de las constituciones y del Derecho


“En Italia se habían formado unas repúblicas algunas de ellas habían imitado las formas de las
repúblicas griegas, mientras las demás trataban de conciliar en un pueblo sometido, la libertad. La
igualdad democrática de un pueblo soberano con la servidumbre. En Alemania, en el norte,
algunas ciudades, tras obtener una Independencia casi total, se gobernaron con sus propias leyes.
En algunas partes de Suiza el pueblo rompió las cadenas del feudalismo, así como las del poder
real. En casi todos los grandes estados nacieron constituciones imperfectas, en las que la
autoridad para cobrar impuestos, para hacer leyes nuevas, fue compartida, o bien entre el rey, los
nobles el clero y el pueblo, o bien entre el rey, los barones y los comunes: en las que el pueblo, sin
salir todavía de la humillación, estaba, por lo menos protegido contra la opresión en las quiénes
verdaderamente componen las naciones participaban, al menos, del derecho a defender sus
intereses y a influir en su destino. En Inglaterra, un acta célebre, solemnemente jurada por rey y
por los grandes, garantizó el derecho de los barones y algunos de los derechos de los hombres.
Otros pueblos, provincias e incluso ciudades obtuvieron también cartas semejantes, menos
célebres y no tan bien defendidas. Son el origen de esas declaraciones de derechos que todos los
hombres cultos consideran hoy como la base de la libertad y cuya idea no habían concebido ni
podían concebir los antiguos porque la esclavitud doméstica mancillaba sus constituciones, porque
no habían conocido la existencia de esos derechos inherentes a la especie humana y que
pertenecen a todos los hombres de un modo enteramente Igual.
En Francia, en Inglaterra en algunas otras grandes naciones, el pueblo parecía querer
recuperar sus verdaderos derechos; pero estaba más ciego por el sentimiento de la opresión que
iluminado por la razón y el único fruto de sus esfuerzos fueron unas violentas expiadas por
venganzas más bárbaras y unos saqueos seguidos de una miseria mayor...”
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 158-
159.

Importancia de la Imprenta
“En fin, ¿no ha sido la imprenta la que ha liberado en la instrucción de los pueblos de todos
los odios políticos y religiosos? en vano uno y otro despotismo se habrían apoderado de todas las
escuelas; en vano había fijado invariablemente mediante severas instrucciones con qué errores
ordenaban con qué sueños emponzoñarse a los espíritus ni que verdades les permitían construir

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en vano unas cátedras consagradas a la instrucción moral del pueblo o a la de la Juventud en la
filosofía y en la ciencia serían condenadas a no transmitir nunca más que una doctrina favorable al
mantenimiento de esa doble tiranía: a la imprenta continuar y haciéndole posible difundir una luz
independiente y pura. esa instrucción que cada hombre puede recibir a través de los libros en el
silencio y en la soledad no puede ser universalmente corrompida basta con que exista un rincón
de tierra libre a dónde la prensa pueda enviar sus hojas ¿cómo en esa multitud de libros diversos,
de ejemplares de un mismo libro de reimpresiones que en unos instantes hacen que renazca de
sus cenizas se pueden cerrar bastante rigurosamente todas las puertas por la que la verdad trata
de introducirse? lo que era difícil incluso cuando se trataba de destruir unos ejemplares de un
manuscrito para aniquilarlo sin remedio, cuando bastaba con condenarla a un eterno olvido ¿no se
ha hecho imposible hoy, cuando sería necesaria una vigilancia siempre renovada, una actividad
que no cesase nunca? aun cuando se llegase apartar esas verdades demasiado palpables, que
hieren directamente los intereses de los inquisidores, ¿Cómo podría impedirse que penetrasen las
otras verdades que las contienen, que las preparan y que un día habrán de conducir a ellas?¿Sería
posible hacerlo sin verse forzado a abandonar la máscara de hipocresía, cuya caída sería casi tan
funesta como la verdad para el predominio del error? así, veremos cómo la razón triunfa de esos
vanos esfuerzos; en esta guerra, siempre renaciente y muchas veces cruel, la veremos triunfar de
la violencia y de la astucia: afrontar las hogueras y resistir a la seducción, fanática que bajo su
mano omnipotente, una tras otra, la hipocresía fanática que exige una adoración sincera para sus
dogmas y la hipocresía política que, de rodillas, súplica que los pueblos padezcan tranquilo
aprovechamiento de los errores, en los que, según afirma los pueblos se encuentra tanta utilidad
como ella misma en seguir sumergidos.”
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 167-
168.

Papel de los Filósofos


“La hipocresía cubrió a Europa de hogueras y de asesinos. El monstruo del fanatismo, irritado
por sus heridas, parece redoblar su ferocidad y apresurarse a amontonar sus víctimas, porque la
razón se las arrancará muy pronto de las manos. Pero se ven reaparecer, al fin, algunas de aquellas
virtudes dulces y valerosas que honran y consuelan a la humanidad. La historia ofrece nombres
que puede pronunciar sin avergonzarse; almas puras y fuertes, grandes caracteres unidos a
talentos superiores se muestran de cuando en cuando a través de esas escenas de perfidia de
corrupción y de matanza. La especie humana indigna todavía al filósofo que contempla el cuadro
que componen; pero ya no le humilla y le ofrece esperanzas más próximas.
El Avance de la ciencia se hace más rápido y brillante. El lenguaje algebraico generalizado se
perfeccionó y se simplificó, o, mejor, no se formó verdaderamente hasta entonces. Se formularon
los primeros pasos de la teoría general de las ecuaciones; se ahonda en la naturaleza de las
soluciones que ofrecen y se resolvieron las de tercero y cuarto grado.”
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 177.

“Se empezaba a sentir la utilidad de la metafísica, de la gramática a conocer al arte de


analizar, de explicar filosóficamente, ya fuesen las reglas ya fuesen los procedimientos
establecidos por el uso en la composición de las palabras y de las frases.
Por todas partes, en aquella época se ve a la razón y a la autoridad disputarse el predominio
combate que preparaba y presagiaba el triunfo de esta última.
Así pues fue entonces cuando debía nacer ese espíritu crítico que es el único que puede hacer
verdaderamente útil a la erudición. Todavía era necesario conocer todo lo que habían hecho los

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antiguos y se comenzaba a saber que si bien se debía rendirles admiración también se tenía
derecho a juzgarlos. La razón, que se apoyaba a veces en la autoridad y contra la que tan
frecuentemente se empleaba, quería apreciar ya fuese el calor de las ayudas que allí empleaba
quería apreciar ya fuese el valor de las ayudas que así esperaba encontrar, ya fuese el motivo del
sacrificio que a ella se le exigía. Los que apodaban sus opiniones por su conducta en la fuerza de
sus armas, y no exponerse a ver cómo éstas se rompían ante los primeros ataques de la razón”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 179.

“Porque Hemos llegado al punto de la civilización en que el pueblo se beneficia de las luces,
no sólo por los servicios que recibe de los hombres ilustrados sino porque ha sabido hacer de ellas
una especie de patrimonio y emplearlas inmediatamente para defenderse contra el error, para
prevenir o para satisfacer sus necesidades, para protegerse contra los males o para
dulcificarlos mediante goces pueblos. (...)
El espíritu humano no se liberó todavía pero supo que estaba formado para ser libre. Los que
trataron de mantenerle envuelto en sus cadenas o de darle otras nuevas se vieron obligados a
demostrarle que debían conservarlas por recibirlas y desde entonces se pudo prever que no
tardarían en romperse”
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 125.

Idea de Progreso
“Por último se vio Cómo se desarrollaba una doctrina nueva que vendría a descargar el último
golpe sobre el edificio ya vacilante de los prejuicios: es la doctrina de la indefinida perfectibilidad
de la especie humana, los primeros y más ilustres Apóstoles fueron Turgot, Price, y Priesteley;
desarrollaremos esta nueva doctrina en el décimo periodo. Pero debemos exponer aquí el orden y
los progresos de esa falsa filosofía contra la cual se hizo necesario el apoyo de esta doctrina para el
triunfo de la razón”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 199.

“Si el hombre puede predecir con una seguridad casi total los fenómenos cuyas leyes conoce;
incluso cuando le son desconocidos, puede por la experiencia del pasado prever con una gran
probabilidad los acontecimientos del Porvenir, ¿Por qué habría de considerarse como una
empresa quimérica la de trazar con una cierta verosimilitud el cuadro de los futuros destinos de la
especie humana por los resultados de la historia? El único fundamento de la creencia en las
Ciencias Naturales consiste en la idea de que las leyes generales, conocidas o ignoradas que rigen
los fenómenos del universo son necesarias y constantes. ¿Y porque razones habría de ser este
principio menos verdadero para el desarrollo de las facultades intelectuales y morales del hombre
que para las otras operaciones de la naturaleza? (...)
Nuestras esperanzas sobre los destinos futuros de la especie humana pueden reducirse a
estas tres cuestiones: la destrucción de la desigualdad entre las naciones, los progresos de la
igualdad en un mismo pueblo y en fin el perfeccionamiento real del hombre (...).
en fin ¿mejorará la especie humana, ya sea mediante nuevos descubrimientos en las Ciencias
y en las artes, y como consecuencia necesaria en los medios de bienestar particular y de
prosperidad común ya sea mediante progresos en los principios de conducta y en la moral práctica
ya sea por último mediante el perfeccionamiento real de las facultades intelectuales, morales y
físicas que puede ser a sí mismo la consecuencia o bien del perfeccionamiento de los instrumentos
que aumentan la intensidad y dirigen el empleo de esas facultades o incluso del
perfeccionamiento de la organización natural?

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Al responder a estas tres cuestiones, encontramos en la experiencia del pasado, en la
observación de los progresos hasta ahora realizados por las ciencias y por la civilización, en el
análisis de la marcha del espíritu humano y del desarrollo de sus facultades los motivos más
sólidos para creer que la naturaleza no ha puesto termino alguno a nuestras esperanzas”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 226-
227.

“Todas estas causas del perfeccionamiento de la especie humana, todos estos medios que lo
aseguran, deben, por su propia naturaleza, ejercer una acción ininterrumpida, y adquirir una
extensión siempre creciente.
Hemos expuesto las pruebas que en la propia obra recibirán, por su desarrollo, una fuerza
mayor podríamos, pues concluir ya que la perfectibilidad del hombre es indefinida y sin embargo
hasta ahora no le hemos supuesto más que las mismas facultades naturales de la misma
organización. Cuáles serían entonces, las certidumbres las extensiones de sus esperanzas, si se
pudiese creer que esas mismas facultades naturales, esa organización son también susceptibles de
mejorarse: esta es la última cuestión que nos queda por examinar.
Esta ley se extiende o la degeneración orgánica de las razas en los vegetales, en los animales,
pueden considerarse como una de las leyes generales de la naturaleza.
Esta ley se extiende a la especie humana, y nadie dudará evidentemente de que los progresos
en la medicina preventiva, el uso de viviendas y alimentos más sanos una manera de vivir que
desarrollar a las fuerzas mediante el ejercicio sin destruirlas con los excesos y en fin la destrucción
de las dos causas más activas de la degradación la miseria y la excesiva riqueza, deben prolongar la
duración de la vida común de los hombres, asegurándoles una salud más constante.
Una constitución más fuerte. Se comprende que los progresos de la medicina profiláctica que
se han hecho más eficaces gracias a los progresos de la razón ya los del orden social, deben hacer
desaparecer a la larga las enfermedades transmisibles o contagiosas y esas enfermedades
generales que deben su origen a los climas, a los alimentos, a la naturaleza de los trabajos. No
sería difícil demostrar que la esperanza debe extenderse a casi todas las demás enfermedades, de
las que es verosímil que algún día lleguen a conocerse las lejanas causas. ¿Sería absurdo suponer
ahora que es el perfeccionamiento de la especie humana debe considerarse como susceptible de
un progreso indefinido, que debe de llegar un tiempo en que la muerte ya no sea más que el
efecto o bien de accidentes extraordinarios o bien de la destrucción cada vez más lenta de las
fuerzas vitales y que en fin la duración del intervalo medio entre el nacimiento y esa destrucción
no tenga tampoco terminó alguno asignable? Indudablemente el hombre no llegar a ser inmortal
pero la distancia entre el momento en que comienza a vivir y la época normal en que de un modo
natural sin enfermedad sin accidente experimenta la dificultad de ser, ¿no puede aumentar
incesantemente? como aquí hablamos de un progreso susceptible de ser representado con
precisión por cantidades numéricas o por líneas, este es el momento en que conviene desarrollar
los dos sentidos que la palabra indefinido puede adoptar”.
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 247.

“Por último, la instrucción bien dirigida corrige la desigualdad natural de las facultades, en
lugar de fortalecerla, de igual modo que las buenas leyes remedian la desigualdad natural de los
medios de subsistencia; de igual modo que, en las sociedades en que las instituciones y
desigualdad, la libertad, aunque sometida a una constitución regular, será más extensa y más
completa que en la independencia de la vida salvaje. Entonces, el arte social habrá cumplido su fin:
el de asegurar y extender a todos el goce de los derechos comunes que por naturaleza les
corresponde.

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las ventajas reales que deben derivarse de los progresos de los que acabamos de mostrar una
esperanza cierta no pueden tener más término que el de perfeccionamiento mismo de la especie
humana, puesto que a medida que diversos géneros de igualdad lo establezcan para unos medios
más amplios de proveer a nuestras necesidades, para una instrucción más extendida, para una
libertad más completa más real será esa igualdad, más cerca estará de abarcar todo lo que
verdaderamente atañe a la felicidad de los hombres.
Así pues sólo examinando la marcha y las leyes de este perfeccionamiento podremos conocer
la extensión o el término de nuestras esperanzas.
(...) por último, al ser esos mismos cambios la consecuencia necesaria del progreso en el
conocimiento de las verdades de detalle, y como la causa que acarrea la necesidad de nuevos
recursos produce, al propio tiempo, los medios para obtenerlos, resulta de ello que la masa real de
las verdades que forma el sistema de las ciencias de observación, de experiencia o de cálculo,
puede aumentar incesantemente, y sin embargo, cada una de las partes de ese mismo sistema no
podría perfeccionarse incesantemente, suponiendo a las facultades del hombre la misma fuerza, la
misma actividad y la misma extensión.”
CONDORCET, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, pp 234-235.

38
JULES MICHELET

En este libro está toda mi vida, qué ha transcurrido con él. Ha sido mi único acontecimiento.
Tal identidad entre el libro y el autor ¿no encierra un peligro? ¿Puede la obra dejar de estar
coloreadas por los sentimientos y la edad de aquel que las escribe?
Siempre es así. Ningún retrato, por exacto y conforme al modelo, que sea, deja de poseer
algo subjetivo que el artista ha introducido en él. Los maestros de la historia no se apartan de esta
ley. Tácito, en su Tiberio, describe (con el tono sofocante de su tiempo)” los quince largos años” de
silencio. Thierry, al hacer el relato de Clodoveo, o de la conquista de Guillermo, Está sintiendo la
onda emoción de la Francia recientemente invadida y su oposición a un reinado que le parece
extranjero.
Si ello constituye un defecto, hay que confesar que nos ha sido útil. El historiador que no cae
en este defecto, qué Procura eclipsarse al escribir, qué pretende no ser que ir detrás de la crónica
contemporánea (Cómo ha hecho Balante para Froissart), No es, en absoluto, un historiador. El
antiguo cronista, extraordinariamente atractivo, es absolutamente incapaz de decir al pobre
criado que va detrás de él lo que es el grandioso, son brillo y terrible siglo XIV. Para alcanzar a
saberlo se necesita toda nuestra capacidad de análisis y toda nuestra erudición. Hace falta un gran
Ingenio para descubrir los misterios, inaccesibles para el narrador. ¿Qué ingenio, qué
instrumento? La personalidad moderna, tan potente y tan amplia.
Al ir penetrando más y más en el tema, se le ama y entonces se le contempla con creciente
interés. El corazón emocionado posee un segundo sentido, 1000 cosas que son invisibles para el
pueblo indiferente. Historiador e historia se unen en esta contemplación.
MICHELET, J., Historia de Francia, Prefacio, p.124

La mayor parte de las federaciones han narrado su historia y las mismas. Escribían a su
madre, la asamblea nacional, fielmente inocentemente, en forma casi siempre tosca, infantil;
decía sus cosas como podían, quién sabía escribir, escribía después. No se encontraba siempre en
los campos escritor hábil que fuese capaz de consignar aquellas cosas. Suplía la buena voluntad…
¡Venerables monumentos de la fraternidad naciente; actas informes pero espontáneas, inspiradas
por Francia: viviréis siempre para testimoniar la grandeza de corazón de nuestros padres cuando
por primera vez vieron la faz, tres veces amada, de la patria!
Al cabo de sesenta años, cuando he comenzado examinar estos papeles, qué tan poca gente
ha leído, he encontrado todo esto vivo, entero, brillante, como ayer. La primera vez que los abrí
me sentí poseído de respeto, de un sentimiento singular y único. Aquellos relatos entusiastas
dirigidos a la patria, representada por la asamblea, son cartas de amor. Términos oficiales ni
oficinescos. Visiblemente el corazón habla allí.
Lo que En aquellos documentos puede encontrarse de arte, de retórica, de declamación, está
allí precisamente por la ausencia del arte; es aquello como el embaraza miento de un joven que no
sabe expresar los sentimientos más sinceros, y a falta de otras emplea palabras de novelas para
narrar su amor verdadero. Pero a cada momento una palabra arrancada del corazón protesta
contra esa impotencia del lenguaje y hace medir la profundidad del Real de sus sentimientos... en
tales circunstancias, ¿Cómo quedar satisfechos de sí mismos?... el detalle material les preocupa
demasiado; ninguna escritura les parece bastante hermosa, ningún papel bastante magnífico, sin
hablar de las suntuosas cintitas tricolores con que arrancaban los legajos…
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, T.I, Lib.III, Cap. XI, p.267.

Defino la Revolución Francesa diciendo que es el advenimiento de la ley, la resurrección del


derecho, la reacción de la justicia.

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Muchos espíritus eminentes, con un loable propósito de conciliación y de paz, han afirmado
en nuestros días que la revolución fue el cumplimiento del cristianismo, Qué vino a continuarlo, a
realizarlo, a dar cuando había prometido.
Si fuera fundada esta afirmación, el siglo XVIII, los filósofos, los precursores de la revolución,
se habrían equivocado, se han hecho una cosa completamente distinta de lo que se propusieron.
Tuvieron otro objeto que el cumplimiento del cristianismo.
La revolución Pues sí nada más que esto, no sería distinta del cristianismo; sería solamente
una edad, su edad viril, su edad de razón. En este caso no habría dos actores, sino uno solo, el
cristianismo, y no existiendo más que un actor no hay drama, no hay crisis.
Pero no, no es así. La luz es demasiado real. No se trata aquí de un combate simulado entre el
mismo. Hay dos combatientes, dos principios, dos espíritus; el Antiguo y el nuevo.
En vano, el nuevo, seguro de vivir, y por tanto más Pacífico, dice dulcemente al antiguo:
vengo a cumplir, no arrasar... el Antiguo no se presta de ningún modo a ser cumplido. Esta palabra
encierra para él algo de fúnebre y siniestro, rechaza aquella bendición filial, no escucha ruegos
mis oraciones.
Es necesario salir de vaguedades si se quiere saber dónde vamos.
La revolución continúa el cristianismo, pero lo contradice. Es a la vez heredero y adversario.
En lo que tienen de general y de humano, o sea en el sentimiento, los dos principios se
unifican. En lo que constituye la vida propia y especial, En la idea madre de cada uno, se rechazan
y son contrarios. Están de acuerdo en el sentimiento de fraternidad humana. Este sentimiento
nacido con el hombre, ácido con el mundo común a toda sociedad, ácido profundizado y
extendido por el cristianismo, lo ha enseñado como única religión por todo el mundo que ilumina
el sol. He aquí toda la semejanza. Y aquí toda la diferencia.
La la revolución Honda la fraternidad sobre el amor del hombre al hombre, sobre el derecho
y la justicia. Esta base fundamental y no necesita otra alguna.
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, T.I, Introducción, p.p.7-8.

¡Oh, Francia, estás salvada!, ¡oh, mundo, estás redimido!... ¡En el cielo se divisa la Ráfaga
luminosa de Juana de Arco!... ¡Qué importa que ahora aparezca en forma de varón joven Hoche,
Mercau, Joubert o Klebert!
¡Gran época, momento Sublime en que los más Guerreros de los hombres son los hombres de
paz; en que el derecho, tanto tiempo deseado y llorado, aparece; en que la gracia, el nombre de la
cual la tiranía nos tortura, se presenta concordante, idéntica la justicia!
¿Qué es el Antiguo régimen, el rey, el sacerdote, el noble, la vieja monarquía? la tiranía en
nombre de la gracia.
¿Qué es la revolución? La reacción de la equidad, el advenimiento tardío de la justicia eterna.
Justicia, madre mía; derecho, padre mío; sois con Dios una sola cosa, un solo ser…
Porque yo, uno de la multitud, uno de aquellos 10 millones de hombres que sin la revolución
no hubieran nacido, ¿de quién sino de vosotros me proclamaré en efecto, heredero?...
perdonadme, ¡oh, justicia!; os Creía austera y dura, sin comprender que sois la gracia y el
amor mismos... por esto era débil con la Edad Media, qué repetía esta palabra del amor Sin hacer
las obras del amor.
Hoy, reconcentrado en mí mismo, con el corazón más ardiente que nunca, te comprendo
entera, hermosa justicia de Dios…
Tú eres verdaderamente el amor, Eres idéntica la gracia…
Y como tú eres la justicia, tú me sostendrás en este libro, donde mi corazón me marca el
camino y donde no alentará mi interés propio, Ni ningún pensamiento de aquí abajo. Se justa

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hacia mí y yo lo seré con todos... porque ¿para quién Y porqué escribo yo todo esto, sino por ti,
justicia eterna?
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, T.I, Introducción, p.p.42-43.

El pueblo salió muy triste de las tullerías. Todos decían: “no hemos conseguido nada...Preciso
ser a volver”.
Los realistas estaban gozosos más bien que indignados. Aquella última afrenta hecha al rey les
daba esperanza: les parecía que la revolución había llegado al fondo del Abismo, y que desde
aquel día la monarquía no podía más que realizarse.
En realidad, el hecho había producido dos resultados graves. Muchos corazones se conmovían
en Francia y en Europa al acuerdo a Qué es la imagen Trágica del Real Ecce homo, con el gorro
Colorado, firme, sin embargo ante los ultrajes, diciendo: “Soy vuestro rey”.
Esto en cuanto al sentimiento. Pero la situación era la misma. El combate de las dos ideas se
había precisado con claridad. La masa revolucionaria, yendo a chocar contra las tullerías, había
creído no encontrar Allí más que al ídolo del despotismo y resultaba que había hallado la vieja fe
de la Edad Media, todavía entera y viva, y bajo la prosaica faz de Luis XVI, hermosa con la poesía
de los mártires.
¡Grande espectáculo, donde desaparecen los hombres! ¡Quedan en frente 2 ideas, dos fes,
dos religiones! ¡Cosa inaudita, espantosa, como siempre no día viéramos dos soles en el cielo!
¡Los dos benditos o blasfemos! ¿Pero negarlo? ¿Quién podía? El Sol de la revolución, nacido
ayer, ya inmenso, inundaba los ojos de luz, las almas de calor y de esperanza; Siempre creciendo,
de hora en hora, anunciaba ya que muy pronto su rival de la Edad Media y día palideciendo en las
obscuras profundidas.
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, T.I, Lib.III, Cap. XXXII, p.72-73.

A medida que la idea de las nacionalidades se fortificaba, precisaba, siendo Sagrada para los
hombres, Los Reyes, no siendo más que una misma raza, una misma sangre formando una sola
familia parte de la humanidad, perdían enteramente de vista la noción de la patria. Marchaban así
al revés de la corriente general de la humanidad; puede decirse sin reparos el juicio apasionado de
Grégoire; hablando, sí, francamente sin acusación personal alguna, calificando a los más honrados
como a los más desleales, Los Reyes se vuelven monstruos.
La originalidad del mundo moderno es que conservándose, aumenta la solidaridad de los
pueblos y fortifica por lo tanto el carácter de cada uno, precisa su nacionalidad, hasta que cada
pueblo obtiene su unidad absoluta, aparece como una persona, un alma consagrada ante Dios.
La idea de la patria francesa, oscura en el siglo X, y como perdida entre la generalidad
Católica, va apareciendo, están en la Guerra de los ingleses y se transfigura en la Púchele. Se
oscurece nuevamente en Las Guerras de la religión del siglo XVI; hay católicos, protestantes.
¿Quedan todavía franceses? sí; las brumas se disipan; hay y habrá una Francia; la nacionalidad se
señala con fuerza Irresistible; la nación no es ya una colección de seres diversos, sino un ser
organizado, aún más, un ser moral; revelase un admirable misterio: la gran alma de Francia.
La persona es cosa Santa. A medida que una nación toma el carácter de una persona y se
convierte en alma, su inviolabilidad aumenta en proporción. El crimen de violar la personalidad de
la nación se convierte en el más grande de los crímenes.
Es esto lo que no comprendieron jamás Los Príncipes ni los grandes señores, aliados como los
reyes con familias extranjeras.
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa., Lic., Cap. I, p.11.

41
Los pueblos desde hace ya muchos siglos debieran haber estudiado profundamente el
problema. ¡Camina tan lentamente la luz! La misma Francia, en el 92, no tenía la convicción, el
concepto del papel que debía representar. Desconocía el profundo misterio que llevaba grabado
en su alma Y que era el juicio de Los Reyes.
¿Lo diremos? Le falta audacia. El proceso de Luis XVI era insignificante. Desde el momento en
que se decretó la guerra con el carácter de revolución en todos los países donde se suspirara por
la libertad, desde el instante en que airadamente se levantó la espada contra los reyes, el proceso
de Luis XVI no era más que un Pequeñísimo incidente, un ligerísimo careo del Gran proceso, quizás
un accesorio. Es necesario dar a este proceso un carácter universal, haciendo de la guerra europea
como una especie de ejecución jurídica. La Francia, por el hecho mismo de la promulgación de los
decretos, el juez universal.
Es como si ella dijera:” el derecho es igual para todos. Yo juzgo a toda la Tierra, mis decisiones
tienen carácter universal.”
“Mis quebrantos no son lo que más me apenan y me conturban. Yo defiendo estos pueblos
pequeños sin voz para quejarse, Para demandar, sin abogado que les defienda. Hablaré, lucharé
por ellos. Soy el juez que, de oficio, demanda en su nombre
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa,T., Lib.V, Cap. X, p.90.

Francia tenía anales, pero no historia. Hombres eminentes la habían estudiado, sobre todo
desde el punto de vista político. Ninguno la había penetrado en los infinitos detalles de los
múltiples desarrollos de su actividad (religiosa, económica, artística, etc.). Ninguno la había
abarcado en la unidad viva de sus elementos naturales y geográficos. Yo fui el primero en verla
como un alma, Cómo una persona.
El ilustre Sismondi, perseverante trabajador, honesto y juicioso, se eleva excepcionalmente,
en sus anales políticos, a concepciones de conjunto. Pero, por otro lado, apenas penetra en las
investigaciones eruditas. Él mismo confiesa lealmente (cuando escribe en Ginebra) que carece de
actas y manuscritos.
Por lo demás, Hasta 1830, incluso hasta 1836, Ninguno de los notables historiadores de esta
época había sentido aún la necesidad de buscar los hechos, más allá de los libros publicados, en las
fuentes primitivas, inéditas la mayoría entonces, que se hallaban en los manuscritos de nuestras
bibliotecas y en los documentos de nuestros archivos.
La Noble pléyade Integrada por los señores de Barante, Guizot , Mignet, Thiers, Thierry, y que
brilla en 1820 y 1830, enfoca la historia desde diversos puntos de vista específicos. Uno se
preocupa por el elemento étnico, otro por las instituciones, etcétera, sin comprender Quizás cuan
difícil es aislar estos elementos y cómo influyen los unos en los otros. La raza Por ejemplo,
¿permanece idénticas sin sufrir la influencia de las costumbres cambiantes? ¿Pueden estudiarse
las instituciones, sin tener en cuenta la historia de las ideas y Las mil circunstancias sociales de las
que emergen? Las especialidades son siempre algo artificiales; pretenden esclarecer aspectos
determinados, pero pueden darnos falsos perfiles y equivocarnos sobre el conjunto, perdiendo de
vista la armonía Superior.
La vida es soberana y muy exigente. No Es verdaderamente vida si no es completa. Sus
órganos son solidarios los unos Respecto a los otros y actúan conjuntamente. Nuestras funciones
están vinculadas y se superponen las unas a las otras. Basta que falte una y las otras dejarán de
vivir. En otro tiempo se creía poder aislar mediante el escalpelo y seguir aisladamente cada uno
de nuestros sistemas, pero no es posible porque todo influye sobre todo.
Por lo tanto, o todo o nada. Para reencontrar la vida histórica, Hay que seguirla
pacientemente en todas sus vías, En todas sus formas, en todos sus elementos. Pero también es

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necesario rehacer y restablecer, con mayor pasión aún, el juego de todo eso, la acción recíproca
de las diversas fuerzas en un poderoso movimiento que volvería a ser la vida misma.
MICHELET, J., Historia de Francia, Prefacio, pp.121-122.

Al llegar aquí, tengo que detenerme y examinar seriamente la sociedad de aquel tiempo.
Dejaría esta historia oscura si recibiera los actos exteriores sin referir sus móviles. Juzgados
solamente por los hechos, al ver la indecisión de los directores de la política, tal como la hemos
visto ahora mismo, ¿quién sospecharía un mundo tan ardiente y tan apasionado?
En buena hora pueden reprocharme lo que alguien juzgara como una digresión, y no es más
que el corazón del asunto y el fondo del fondo. La primera condición de la historia es la verdad. No
sé si la construcción severamente geométrica tan del gusto de nuestros modernos es siempre
compatible con las profundas exigencias de la naturaleza viva. Ellos se emplean siempre la línea
recta y los ángulos rectos; la naturaleza, en el orden orgánico, procede siempre valiéndose de la
curva. Veo también que mis maestros, los hijos primogénitos de la naturaleza, los grandes
historiadores de la antigüedad, en vez de seguir servilmente la vía recta geométrica del Viajero
despreocupado que no tiene más objeto que llegar, en vez de recorrer la ardida superficie, se
detienen a cada momento, y en caso necesario vuelven atrás, para hacer grandes y fecundas
excavaciones en el seno de la Tierra.
También yo penetrar y en el fondo y buscaré las aguas vivas, que al brotar animarán esta
historia.
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, T., Libia, Cap. XVI, p.160-161.

Mi problema histórico era más complicado aún, más pavoroso, porque su objetivo era la
resurrección de la vida integral, no en su superficie aparente, sino en sus organismos internos y
profundos, ningún hombre prudente lo hubiera soñado. Felizmente yo no lo era.
Una brillante mañana del mes de julio mi joven corazón no se espantó ante tal empresa
sobrehumana, ante su enorme esperanza, su potente electricidad. A ciertas horas no existen los
obstáculos. La llama lo simplifica todo. Mil cosas intrincadas se resuelven, 6 AM sus auténticas
relaciones y se iluminan. Muchos resortes, Qué aislados son pesados e inertes, Se mueven por sí
mismos y son emplazados en el conjunto.
Al menos esta fue mi fe, y este acto de fe, fuere cual fuere mi debilidad, dio resultado. Se
agitó ante mis ojos un inmenso movimiento. Las múltiples fuerzas, naturales de artísticas, se
buscaron, se combinaron, con dificultades al principio. Los miembros del Gran cuerpo, pueblos,
razas, comarcas, se recompusieron desde el mar hasta el Rhin, hasta el Ródano, hasta los Alpes, y
desfilaron los siglos por la Galia y la Francia.
Todos, amigos, enemigos, dirán” qué vivo que estaba”. Pero ¿Cuáles son los verdaderos
signos de la vida? Con cierta destreza se puede conseguir la animación, una especie de calor.
Puede parecer que el galvanismo, con sus saltos, sus fuerzas, sus contrastes llamativos, sus
sorpresas y pequeños milagros, va más allá de la propia vida. Pero la verdadera vida tiene un signo
completamente diferente, su continuidad. La vida nace de golpe, dura, crece plácidamente,
lentamente, uno tenore.
Su unidad no es como la de una obra de teatro en cinco actos, sino la armónica identidad del
alma en su desarrollo muchas veces inmenso.
MICHELET, J., Historia de Francia, Prefacio, p.123

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Casi enfrente de las tullerías, en la orilla opuesta del Río, a la vista del pabellón de flora y del
salón realista de Madame Lamballe, está el Palacio de la moneda. Allí hubo otro salón, el de
Condorcet, llamado por un contemporáneo el foco de la república.
En el salón europeo del ilustre secretario de la academia de ciencias, el último de los filósofos,
se concentró, efectivamente, desde todos los países del mundo, la idea republicana de la época.
Allí, Fermento, allí tomó cuerpo y figura y allí encontró sus fórmulas. La iniciativa y la idea primera
pertenecían, Ya lo hemos dicho, desde el 89 a Camilo Desmoulins.
En junio del 91, Bonneville y los cordeleros lanzaron el primer grito. Ahora vamos a ver
madam Roland dotando la idea republicana de la fuerza moral de su alma estoica y de su Encanto
apasionado.
No somos de los que exageran la influencia individual. Para nosotros el fondo esencial de la
historia está en el pensamiento popular. Sin duda alguna la República flotaba en ese pensamiento.
Casi todo el mundo la sentía en Francia en estado negativo, bajo esta fórmula: el rey es imposible.
Muchos lo habían dicho ya en forma positiva: La Francia en adelante debe gobernarse ella misma.
Sin embargo, para que esta idea, general todavía, adquiera su fórmula especial y aplicable, era
preciso que fermentase en un foco reducido, que adquiriera calor y luz, Qué del choque de las
discusiones brotase el Rayo.
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, T.II, Lib.IV, Cap. XVI, p.160.

La asamblea se equivocaba. Las campiñas que creía sumidas en el servilismo, se mostraban


muy al contrario, Generalmente revolucionarias. Casi en todas partes los campesinos se habrían
abrazado a las legítimas esperanzas que hacían concebir el nuevo orden de las cosas .Con las
federaciones las ardillas se habían casado en masa Unas con otras, indicando que no se paraban
las ideas de orden y paz de la Libertad.
Era inmensa la fe de este pueblo: por esto resultaba Injusto no tener fe en él. Necesitaba un
gran caudal de faltas, errores de infidelidades para anular en él ese sentimiento de fe que tenía en
la revolución. El pueblo creía en todo, en las ideas y en los hombres, y se esforzaba siempre por
encarnar las unas en los otros. Un día le parecía que la revolución residía en Mirabeu, al día
siguiente en Bailly o Lafayette. Hasta las figuras secas ingratas de los Lameth y de Barnave le
inspiraban confianza. Engañado siempre, seguía, sin embargo, adelante con sus ídolos, obstinados
en creer.
Los corazones estaban perfectamente abiertos; el alma popular se había agigantado. Jamás
se ha conocido transformación más rápida. La encantadora Circé convertir a los hombres en
bestias: la revolución hizo lo contrario.
Aunque los hombres estaban poco preparados para tal transformación, el rápido instinto de
la Francia sufrió la falta. Una muchedumbre de hombres ignorantes comprendía todos los asuntos
públicos.
Decir a estas masas ardorosas, inteligentes y enérgicas que votaron en 1789 que ya no
tendrían en adelante este derecho, Reservar el nombre de ciudadanos activos a los electores,
haciendo descender a los no electores a la categoría de ciudadanos pasivos, de ciudadanos no
ciudadanos, resultaba como una especie de contrarrevolución.
MICHELET, J., Historia de la revolución francesa, TII, Lib. IV, Cap. V, p.51.

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THOMAS CARLYLE

Nos proponemos la tarea de discurrir acerca de los grandes hombres: su manera de resolver
los asuntos de este mundo, de qué modo formándose en la historia del mismo, qué idea tuvieron
de ellos los demás hombres, cuáles fueron las obras que llevaron a cabo. Hablaremos, pues, de los
héroes, del papel que les tocó representar y del éxito que obtuvieron de aquello que denomino
culto del héroe, y de lo heroico en los humanos asuntos.
La grandeza de este propósito salta a la vista y merece mayor y más concienzudo estudio del
que acaso podamos consagrarle, porque el objeto es en verdad grande e ilimitada, inmensa como
pueda serlo la universal Historia.
A mi modo de ver, la historia universal, lo realizado por el hombre aquí abajo, es, en el fondo,
la historia de los grandes hombres que entre nosotros laboraron. Modelar la vida general grandes
capitanes, ejemplos vivos y creadores en vasto sentido de cuánto la masa humana procuró
alcanzar a llevar a cabo: todo lo que cumplido vemos y atrae nuestra atención es el resultado
material y externo, estación práctica, la forma corpórea, el pensamiento materializado de los
grandes hombres que nos enviaron. Su historia, para decirlo claro, es el alma de la historia del
mundo lo entero. Desconfío de poder tratar semejante asunto con la debida justicia.
Considérese como quiera, consuela pensar que la compañía de los grandes hombres siempre
es provechosa. No es posible fijar la consideración de un grande hombre, Aunque lo hagamos de
un modo imperfecto, sin que de eso beneficia nuestra alma. El grande hombre es foco de vívida
luz, manantial en cuya margen nos extasiamos, claridad que disipó las sombras del mundo, no a
modo de lámpara refulgente, sino como luminaria natural, resplandeciendo como don celeste; es
una cascada fulgida abundante en íntima y nativa originalidad, nobleza, virilidad, egoísmo, a cuyo
contacto no hay alma que deje de sentirse en su elemento.
Sea como fuere, seguro estoy que no vacilaréis en acompañarme para unirnos por breve rato
con tan noble compañía. Escogidos en las más apartadas épocas y regiones, difiriendo por
completo en sus formas externas, trataremos de seis clases de Héroes, y sí los consideramos
fielmente, esclarecerán muchos puntos de gran interés para nosotros.
De examinarlos como corresponde, es indudable que pertenecería hasta la propia esencia de
la mundanal historia. ¡Que dicha la mía si lograse poner de manifiesto la recta significación del
egoísmo; la divina relación - bien puedo llamarla así - que une siempre todo grande hombre a
otros hombres; y así, de esta suerte, no agotar, sino romper algo más que la superficie del terreno!
Aventúrome, pues, y manos a la obra.
Dícese, y creo que está siempre bien dicho, que la religión de un hombre es el hecho de más
importancia con él pueda referirse. Y lo que se dice de un hombre, cabe decirlo de una nación. No
quiero por religión dar a entender el credo eclesiástico que profesa ni lo que considera artículos de
fe, sosteniéndolos con hechos o palabras; no es esto precisamente, ni en muchos casos guarda con
ello relación ninguna. Observamos a muchos hombres de todo género de creencias alcanzar
prestigio o desprestigio bajo la forma de todas o de cualquiera de ellas. A esto no le llamo yo
religión, no lo es para mí semejante profesión o aserto y profesión que parte de lo exterior del
hombre, de su parte argumentativa, si a tanto llega. Pero lo que un hombre cree prácticamente (y
a menudo bástale, aun sin declarárselo a sí mismo, ni mucho menos a los demás), lo que se siente
de corazón y tiene por concerniente a sus relaciones vitales con el universo misterioso, y su deber
o destino en él, y que, sea como fuere, para él lo primordial y determina fundamentalmente todo
lo demás, ésa es la religión de ese hombre, o acaso su mero escepticismo y no religión: la manera
como está y en él se siente estar espiritualmente relacionado con el mundo invisible, o con lo que
no es mundo. Y ahora digo: si sabéis explicarme lo que esto significa, que revelaréis de un modo

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bastante considerable lo que es el hombre y que clase de cosas hará. Así, lo primero que
preguntaré, de un hombre o de una nación, es qué religión profesaron.
¿Fue paganismo, politeísmo, mera representación sensual del misterio de la vida, y como
espíritu evidente del mismo la fuerza de la materia? ¿Acaso fue el cristianismo, la creencia en un
invisible, no solamente como ser real, sino como la realidad única; el Tiempo con su cortejo de
mínimos instantes descansado en la eternidad; el idólatra imperio de la fuerza suplantando por la
más noble supremacía de santidad? ¿Fue el escepticismo, la afanosa incertidumbre que despertó
el afán de investigar sí existía un mundo invisible, un misterio de la vida, ilusión engañosa de los
sentidos, o acaso a la incredulidad y por remate la navegación categórica?
La respuesta a estas preguntas nos dará la clase de la historia del hombre o de la nación. Los
pensamientos surgidos en su mente dieron origen a las acciones por ellos realizadas: lo espiritual
en invisible determinó en ellos lo presente y lo externo, y su mayor hecho fue su religión.
Concentrándonos a los límites que nos hemos propuesto en estas conferencias, trataremos
tan solo de la fase religiosa de la cuestión, conocida la cual, lo conoceremos todo. Escogeremos
como primer héroe de nuestra serie a Odín, figura principal de la mitología escandinava, emblema
para nosotros de un importantísimo orden de cosas, contemplemos breves momentos a ese
héroe como divinidad, la primordial, la más antigua forma del heroísmo.
La extraña forma de aquel paganismo es casi inconcebible y para nosotros y en nuestra
época. Una inextricable balumba de engañosas perspectivas y de falsedad descubre el ancho
campo de la vida amontonando en él absurdos, y nos llena de asombro cuando no de incredulidad,
porque la verdad no es fácil imaginar que hombre alguno dotado de sano juicio, pudiera jamás
creer y vivir serenamente en medio de tan extravagantes doctrinas. Que hayan existido hombres
capaces de adorar a uno de sus semejantes como a Dios mismo, y no sólo a un semejante suyo,
sino a un leño, a una piedra, a toda clase de objetos, animados e inanimados, y que de semejante
caos de alucinaciones entre sacasen, para satisfacción propia, una teoría del universo, todo esto
nos parece hoy increíble, y, sin embargo, el hecho tuvo lugar, no puede ser más claro y evidente.
En este laberinto de insensatez y torpezas agitáronse hombres como nosotros, y, aunque
pueda parecernos extraño, vivieron contentos y satisfechos entre semejantes
irreverencias. Detengámonos con silenciosa tristeza ante los abismos y tinieblas qué interior y
exteriormente rodean al hombre, a la vez que nos regocijaremos desde las alturas contemplando
más espléndidos horizontes creados por sus propios esfuerzos y energías: todo esto
encontraremos en el hombre, en todos los hombres, en nosotros mismos.
Filósofos hay especulativos que resuelven de plano un modo especial y conciso, cuánto se
refieren a las religiones, y no vacilan en calificar de impostura sacerdotales y garrulería cuando
sirve para dominar y extraviar la credulidad de los pueblos. Pero nosotros opinamos que ningún
hombre en su cabal juicio creyó jamás semejante cosa, ni procuró imponer tales creencias a
ningún semejante suyo en el pleno goce de sus naturales facultades.
CARLYLE, Thomas, Los héroes, Conferencia Primera: El hombre considerado como divinidad.,
p. p 31-35.

Sin embargo y en vista de que lo espiritual decide siempre de lo material, a ese héroe de
letras, pensador, poeta, llámesele como se quiera, debe considerársele como a uno de los
hombres más importantes de los tiempos modernos. Cuando el enseña, lo realizará el mundo. La
conducta del mundo para con él será el medio más adecuado para conocer la situación general del
mundo. Observando bien su vida, tendremos perfecto conocimiento, hasta donde esto sea
posible, de los siglos que lo produjeron y en que vivimos también nosotros.

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Así como en el mundo hay cosas sinceras y cosas que no lo son, así existen también escritores
ingenuos y no Ingenuos. Sí Héroes significa sincero, diremos entonces que el Héroe como escritor
desempeñará para nosotros una función siempre honrosa, elevadísima, y que en otros tiempos
pudo juzgarse sublime. De la mejor manera que les es dado expresarlo, declara la Inspiración de
que rebosa su alma. Digo inspiración, porque lo que solemos llamar originalidad, sinceridad, genio,
la cual heroica para la que no existe hombre adecuado, significa eso.
Héroe es aquel que vive dentro de la Esfera íntima de las cosas, en la verdad, en lo divino, en
lo eterno, en lo invisible a los demás, pero cuya existencia es perenne aunque sólo se den cuenta
de sus triviales manifestaciones. En eso está el ser héroe, y él lo hace público por obra o de
palabra, o como mejor juzgue declararse al mundo. Como antes dijimos, su vida es un pedazo del
inmortal corazón de la Naturaleza, de la misma Vida de todos los hombres, por más que la ignara
muchedumbre, desconocedora del hecho, le es infiel infinitas veces. Pero los fuertes, aunque
escasos en números, son muy enérgicos, muy heroicos, porque para ellos no es su vigor su
secreto. Como héroe; ahí está el escritor para proclamarlo en la forma que posible le sea.
Intrínsecamente, su función es la misma que bautizaron las antiguas generaciones con el nombre
de profeta, sacerdote, divinidad; función que todos los héroes, ya de obra, ya de palabra, fueron
enviados a ejercer en el mundo.
Hará cosa de 40 años, dio el filósofo alemán Fichte, en la ciudad de Erlangen, un curso
notabilísimo de conferencias sobre la naturaleza del hombre literario, Ueber das Wesen des
Gelehrten. De conformidad con la filosofía trascendental, en la que era tan gran maestro, el
filósofo teutónico declaraba: Que todas las cosas que vemos o en que nos ocupamos en la tierra,
especialmente nosotros mismos todas las demás personas, son a modo de una vestimenta o
apariencias sensoria; que bajó todo ello está su esencia, o lo que llama él la divina idea del mundo;
esta realidad es la que está en el fondo de toda apariencia.
Para el común de los hombres no existe en el mundo semejante idea divina reconocible;
viven, dice Fichte, tan sólo entre las superficialidades, entre lo practicable y lo ostensible, sin
sospechar siquiera que haga nada divino en el fondo de todo esto. Pero la misión del escritor es
discernir por sí mismo y poner de manifiesto esa divina idea. En las nuevas generaciones se
manifestará bajo forma de un dialecto nuevo: al escritor exclusivamente incumbe hacer este
trabajo.
No hay necesidad de que nos enojemos con esta fraseología de Fichte. Es su manera de
expresar lo que yo procuro explicar aquí imperfectamente con otras palabras: dar idea de una
cosa que no tiene nombre todavía: la inexplicable significación divina, llena de esplendor, de
terror, de asombro que está en el ser de todo hombre, de toda cosa la presencia de Dios, que lo
creó Todo. Mahoma enseñó esto mismo en su dialecto, Odín en el suyo, y es lo que los
pensadores, en uso y otro dialecto, enseñan aquí abajo
Fichte considera al héroe escritor como un profeta, y le llama sacerdote, esto, hombre que
tiene por encargo desenvolver continuamente ante sus semejantes la idea divina. Así, los
escritores desempeñan como un perpetuo sacerdocio, enseñando a los hombres en todo tiempo
que Dios preside siempre en su existencia; que cuanto en mundo vemos, que toda apariencia es
como una vestimenta para la idea divina del mundo, para ello que mora en el fondo de esa
apariencia. Por lo mismo, existe siempre en el escritor verdadero cierta sanidad, reconózcala o no
el mundo: él es la luz, el sacerdote de los pueblos, a los que guía convirtiendo en sacratísima
columna de fuego en su peregrinación tenebrosa por los espacios impalpables del tiempo.
Fichte distingue con notable perspicacia el verdadero hombre literario, lo que llamamos
nosotros el héroe escritor, entre la turbamulta de los falsos y no heroicos. El que no vive del todo
en esta divina idea, o si vive en ella sólo es un modo incompleto, si no lucha y procura vivir
enteramente en ella como único bien, a éste tal déjesele vivir donde mejor le plazca y entre las

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pompas y prosperidades que apetezca. Nunca será hombre literario, sino un chapucero, dice
Fichte, un stümper, y si perteneciese a las regiones de la prosa, sería, a lo sumo un mal peón de
albañil.
CARLYLE, Thomas, Los Héroes, Conferencia-Quinta: El héroe como hombre de letras. Pp. 174-
175.

Este gusto, por lo demás, prima casi universalmente entre los franceses desde los tiempos de
Rousseau. Ni Bernardino de Saint-Pierre, ni aun Madame Stael, están exentos de él; esto sin contar
los terribles estragos que causa en el estado actual de la literatura, que bien podría llamarse de la
desesperación. No son los verdaderos colores eso que contemplamos tan encendidos. Volved la
vista a Shakespeare, a Goethe, a Walter Scott. Quien haya tenido la dicha de penetrar en el
santuario de estos ilustres genios, sabrá la enorme diferencia que existe entre lo que es
legítimamente verdadero y lo que sólo son postizos oropeles; únicamente en este caso podrá
conocerlos, distinguirlos y apreciarlos. Al tratar de Johnson, hemos tenido ocasión de observar lo
mucho bueno que puede ser un profeta llevar a cabo en el mundo, aunque tenga de parte todas
las desventajas. Pero al tratar de Rousseau, vémonos llamados a presenciar el terrible contingente
de males que puede acompañar a bien bajo las mismas circunstancias desventajosas.
Históricamente hablando, la personalidad de Rousseau ofrece altísimo interés. Obligad a cambiar
constantemente de domicilio, por los más oscuros barrios de la capital francesa, sin otra compañía
que la de sus negros pensamientos y necesidades; andando como si dijéramos de Herodes a
Pilatos; irritado acosado hasta la desesperación. Llegó al fin a conocer y sentir amargamente que
ni el mundo ni sus leyes eran amigos suyos. Hubiera sido expeditivo que a un hombre semejante
no se le hubiese forzado a colocarse en abierta hostilidad con el mundo. Pudieron encerrarle en
los más infectos tugurios, mofarse de él tratándole como loco; dejarle perecer de hambre, como a
un animal feroz, caído en una trampa; pero no se pudo evitar que, en justas represalias, prendiera
él, a su vez, fuego al combustible hacinado por las injusticias de los siglos en las esferas más
excelsas de la tierra.
En Rousseau halló la Revolución francesa su evangelista. Sus desatinadas especulaciones
sobre las miserias de la vida civilizada; sus preferencias por el estado incivil, en vez del civilizado, y
otras cosas por ese estilo, produjeron en la pública opinión francesa universal delirio. Y podría
preguntarse; ¿Qué habían de hacer el mundo y sus gobernadores con semejante hombre? Difícil
es, en verdad, imaginarlo. Pero lo que él pudo hacer con ellos sí que, desdicha, nos es asaz
conocido:
¡Guillotinarlos a todos!
CARLYLE, Thomas, Los Héroes, Conferencia-Quinta: El héroe como hombre de letras. Pp. 202-
203.

Había en aquel hombre además de clarividencia, un alma para concebir y un corazón para
ejecutar. Subió, naturalmente, hasta llegar a ser el verdadero soberano. Todos le veían y le
consideraban como tal. Hasta los soldados, durante la marchas, decíanselo unos a otros: “Esos
Avocats charlatanes, en París no hacen nada, fuera de hablar. No es extraño que todo ande mal.
¿Habremos de ir allá nosotros y poner a nuestro Petit Corporal?” Y, en efecto, allí fueron a
ponerle; ellos y Francia conjuntamente. Primer Cónsul, emperador, triunfador de Europa entera, el
pobre teniente de la Fere, sin necesidad de recurrir a ningún artificio de magia, podría
considerarse como el más grande de todos los hombres que durante muchos siglos habían
existido.

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Pero, ya en un punto –así al menos opino-, el tal fatal elemento gárrulo que en él habla
dominóle del todo. Apostató de su antigua fe en los Hechos; llegó a creer en apariencias, a
trabajar por enlazarse nada menos que con las viejas dinastías austríacas, a solicitar el favor de los
pontificados, el de carcomidos y falsos feudalismos que por falsos había tenido siempre, y,
finalmente, llegó a pensar que él también podía fundar su dinastía, y que nunca quiso significar
otra cosa que la revolución francesa. Aun los fantasmas de su propia fantasía tuvieron verdades
inconclusas, entregado en cuerpo y alma las ilusorias perspectivas de un fatal espejismo. ¡Cambio
dolorosísimo, pero no menos cierto! Ya, de allí en adelante, fue incapaz de distinguir lo verdadero
de lo falso al tenerlo ante los ojos. ¡Tremendo Castigo para el hombre que rechaza los nobles
impulsos del corazón para entregarse a las viles y falsas sugestiones del egoísmo!
En este otro período fue su Dios la falsa ambición egoísta, y una vez entregado su propio
engaño, siguiéronse, naturalmente unas a otras las decepciones. ¡ En qué abrigado mantuvo de
envolver aquel hombre su grande y propia realidad, creciendo a crecería con aquella mojiganga
ridícula, que esto fue su aparatoso concordato con el Papa para restaurar el catolicismo, a quien él
creyó destruir por este medio, llamándole la vaccine de la religión, Y su deslumbradoras
coronaciones consagraciones en Notre Dam por la vieja quimera de Roma, donde sólo faltaban, al
decir de Augereau, para coronar todo aquel ceremonial pomposo, los quinientos mil soldados
tendidos por los campos de batalla, para venir a parar en x la vergonzosa farsa!
La inauguración de Olivero Cromwell fue por la espada y la Biblia, y podemos llamar la
inauguración genuinamente verdadera... la espada y la Biblia conducían las delante de su persona
sin acompañamiento de quimera alguna. ¿Acaso no eran éstos los verdaderos, Los Reales
emblemas del puritanismo, su verdadera decoración e insignia? Había usado de ambos de un
modo muy efectivo, y ahora pretendía vivir y Morir con ellos. Pero Napoleón se equivocó
Lamentablemente; precio en exceso en la ligereza y frivolidad de los hombres; en el corazón
humano no acertó a ver otro hecho fundamental que la frivolidad y el hambre. Este fue su error.
Parecido a quien pretendiera edificar sobre una masa de vapores, cayó edificio envuelto en ruinas
Desgraciadamente, es muy cierto que existen todos nosotros ese elemento garrulo, capaz de
adquirir consistencia a poco que la tentación arrecie. “¡no nos induzcas Tentación!” Todo aquello
donde este elemento entraste como ingrediente apreciable está irresistiblemente sentenciado a
ser cosa efímera. Aún con apariencias de extraordinaria, no será sino muy pequeña. Así, pues, ¿a
qué se redujeron todos los trabajos de Napoleón, pese a gran ruido que metieron? Una llamada
de pólvora extensamente desparramada, o bien así como un vasto incendio de secos zarzales.
Durante una hora aparece el universo envuelto en humo y sana, pero tan sólo una hora.
Extínguese, por fin, y el universo, con sus viejos Montes, Con sus ríos, con sus estrellas arriba y su
fértil suelo abajo, aparece de nuevo, y aquí continúa todavía.
El Duque de Weimar decía siempre sus amigos que no se desanimaran; que aquel
napoleonismo era injusto, Y qué, como falso, no podía durar de ningún modo. Esta doctrina es
verdadera. Cuanto más estrecha hace el yugo Napoleón sobre los pueblos, tanto más terrible sería
el rebote contra él cualquier día. Tremendo son los intereses que se pagan por las injusticias.
Atrévome a decir que más le hubiera valido perder su mejor parque de artillería, o ver su mejor
regimiento ahogado en el mar, que haber fusilado a Palmer, aquel pobre librero alemán. No sólo
fue un acto palpable de tiranía, una grande injusticia, sino un asesinato de libertad, y nadie podrá
disculpar ni poniéndose cuatro capas de carmín en el rostro. Aquel acto y otros parecidos
grabáronse en el corazón de todos los hombres; llameaba en sus ojos reprimido fuego cada vez
que lo recordaban, y esperaban un momento propicio...Y ese momento llegó. Levantóse más
Alemania.
La suma total de cuánto Napoleón llevó a cabo quedará reducida a sus actos justos, a lo que
la madre naturaleza sancione con sus propias leyes; a lo que de Real había en él, pero a nada más.

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Todo lo demás fue humo, desolación, ruinas. La carriere ouverte aux talents; ese grande y
verdadero mensaje, qué necesita todavía articularse y cumplirse en todas sus partes, lo dejó él
completamente desarticulado. Fue el corso un grande esbozo, un diseño rudo, sin labrar... pero
¿acaso son otra cosa los grandes hombres? ¡Ah, sí: Son instrumentos dejados en estado harto
imperfecto!
CARLYLE, Thomas, Los Héroes, Conferencia sexta: El Héroe como rey pp. 250-251

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VOLTAIRE

“Se pone gran cuidado en decir en qué día se dio una batalla, y se tiene razón. Se imprimen los
tratados, se describe la pompa de una coronación, la ceremonia de imposición de un birrete, e
incluso la entrada de un embajador, en que no se olvida ni a su ujier ni a sus lacayos. Es bueno que
haya archivos de todo a fin de poderlos consultar en caso necesario; y yo considero hoy en día
todos los gruesos volúmenes como diccionarios. Pero después de haber leído tres o cuatro mil
descripciones de batallas el contenido de varios centenares de tratados, encontré que en el fondo
no estaba mejor informado que antes. Sólo aprendía en ellos acontecimientos. No conozco mejor
a los franceses y a los sarracenos por la batalla de Carlos Martel; que a los Tártaros y a los turcos
por la victoria que obtuvo Tamerlán sobre Bayaceto. Confieso que después de leer las memorias
del cardenal de Retz y de la señora de Monteville, sé todo lo que la reina madre dijo, palabra por
palabra, al señor de Monteville, sé todo lo que la reina madre dijo, palabra por palabra, al señor de
y Jersai; me entero de qué forma el coadjutor contribuyó a las barricadas; puedo hacerme una
idea de los largos discursos que dirigía a la señora de Bouillon: es mucho para mi curiosidad, es,
para mi instrucción, muy poca cosa. Hay libros que me enteran de las anécdotas, auténticas o
falsas, de corte. Todo el que ha visto las cortes, o ha deseado verlas, está tan ansioso de esas
ilustres bagatelas como una provinciana de conocer las noticias de su pequeña ciudad: en el
fondo es la misma cosa, y tiene la misma importancia. Se contaban, bajo Enrique IV, anécdotas del
tiempo de Carlos IX. Todavía se hablaba del duque de Bellegarde en los primeros años del reinado
de Luis XIV. Todas esas pequeñas miniaturas se conservan una o dos generaciones y luego se
olvidan para siempre.
Sin embargo, se descuidan por ellas otros conocimientos de una utilidad más evidente y duradera.
Me gustaría conocer las fuerzas de que disponía un país antes de una guerra, si esa guerra las
aumentó o las mermó. ¿Era España más rica antes de la conquista del Nuevo Mundo que hoy?
¿Qué diferencia de población. tenía en tiempos de Carlos V y en los de Felipe IV? ¿Por qué
Amsterdam contaba apenas veinte mil almas hace doscientos años? ¿Por qué tiene hoy doscientos
cuarenta mil? ¿Y cómo se sabe esto positivamente? ¿En cuánto ha aumentado la población de
Inglaterra con respecto a la que tenía bajo Enrique VIH? ¿Será verdad lo que se dice en las Cartas
persas de que le falta hombres a la tierra y que está despoblada en comparación con los
habitantes que tenía hace dos mil años? Es cierto que Roma tenía entonces más ciudadanos que
hoy. Confieso que Alejandría y Cartago eran grandes ciudades; pero París, Londres,
Constantinopla, el gran Cairo, Amsterdam, Hamburgo, no existían. Había trescientas naciones
como si el espíritu crítico, cansado de perseguir únicamente detalles, hubiese tomado por objeto
el universo.
Se proclama sin cesar que este mundo está degenerado y se quiere; además, que se despueble.
¡Cómo!, ¿Tendremos que echar de menos los tiempos en que no había, camino real de Burdeos a
Orleans y en los que París era- una pequeña ciudad en la que las gentes se degollaban entre sí? Por
mucho que se diga lo contrario Europa tiene hoy más hombres que entonces y esos hombres valen
más que aquellos. Dentro de pocos años se podrá saber a cuánto asciende la población de Europa;
porque en casi todas las grandes ciudades, se publica el número de nacimientos al cabo del año, y
basándonos en la regla exacta y segura que acaba de establecer un holandés tan hábil como
incansable se conoce el número de habitantes por el de nacimientos. Aquí tenemos ya uno de los
objetos de la curiosidad del que quiere leer la historia como ciudadano y como filósofo. Estará
muy lejos de limitarse a este conocimiento; tratará de averiguar cuáles han sido el vicio radical y la
virtud dominante de una nación; por qué ha sido débil o poderosa en el mar; cómo y hasta qué
punto se ha enriquecido desde hace un siglo; los registros de las exportaciones pueden decírnoslo.
Querrá saber cómo se han establecido las artes, las manufacturas; las seguirá en su paso y en su

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vuelta de un país a otro. En fin, los cambios en las costumbres y en las leyes serán su gran tema.
Se sabría así la historia de los hombres en vez de conocer una pequeña parte de la historia de los
reyes y de las cortes.
Leo en vano los anales de Francia: nuestros historiadores callan sobre todo estos detalles. Ninguno
ha tenido por divisa: homo sum, humani nil a me alíenum puto [hombre soy, nada humano juzgo
ajeno a mi]. Sería pues preciso, me parece, incorporar con arte esos acontecimientos útiles a la
trama de los acontecimientos. Creo que es la única manera de escribir la historia como verdadero
filósofo.”
Voltaire. Nuevas consideraciones sobre la historia, pp. 177- 179.

“Así, pues, durante novecientos años, el genio de los franceses se vio casi siempre oprimido por un
gobierno gótico, a merced de las divisiones y las guerras civiles, sin leyes ni costumbres fijas y con
un idioma que no obstante ser renovado cada dos siglos seguía siendo grosero; sus nobles
indisciplínados no conocían más que la guerra y el ocio; los eclesiásticos vivían en relajación y en la
ignorancia; y el pueblo, sin industria, estaba sumido en su miseria.
Los franceses no participaron ni en los grandes descubrimientos ni en los inventos admirables de
Ias demás naciones: la imprenta, la pólvora, los espejos, los telescopios, el compás de proporción,
la máquina neumática, el verdadero sistema del universo, no se les pueden atribuir en lo absoluto;
celebraban torneos, mientras los portugueses y los españoles descubrían y conquistaban nuevos
mundos al oriente y al occidente del mundo conocido. Carlos V prodigaba en Europa los tesoros
de México, antes de que algunos súbditos de Francisco I descubrieran la región inculta del Canadá;
pero incluso por lo poco que realizaron los franceses a comienzos del siglo XVI, se vio de todo lo
que son capaces cuando se les guía.
Nos proponemos mostrar lo que fueron durante el gobierno de Luis XIV. Al igual que en el cuadro
de los siglos anteriores, no debe esperarse encontrar aquí la relación, sin cuento de las guerras, de
los ataques a: ciudades, tomadas y recuperadas, por las armas, entregadas y devueltas por
tratados. Mil circunstancias interesantes para los contemporáneos se pierden a los ojos de la
posteridad, y desaparecen para dejar tan sólo los grandes acontecimientos que han fijado el
destino de los imperios. No todo lo acontecido merece ser escrito. En esta historia me interesaré
sólo por lo que merece la atención de todos. Los tiempos, que puede pintar el genio y las
costumbres de los hombres, servir de ejemplo y fomentar el amor a la virtud, a las artes y a la
patria.
Ya hemos Visto lo que eran Francia y los demás estados de Europa antes del nacimiento de Luis
XIV; describiré ahora los grandes acontecimientos políticos y militares de su reinado. El gobierno
interior del reino, el tema de mayor importancia para el pueblo, será tratado aparte. Hablaré
ampliamente de la vida privada de Luis XIV, las particularidades de su corte y su reinado. Dedicaré
otros capítulos a las artes, las ciencias y los progresos del espíritu humano en ese siglo. Por
último, hablaré de la Iglesia, ligada desde hace tiempo al gobierno, que tan pronto lo inquieta
como lo fortalece, y que instituída para enseñar la moral, se deja arrastrar frecuentemente por la
política y las pasiones humanas.”
Voltaire. Siglo de Luis XIV, cap. I, p. 11,

“El lector atento notará fácilmente que sólo debe prestar fe a los grandes acontecimientos que
tienen cierta verosimilitud, y mirar con lástima todas las fábulas con que el fanatismo, el espíritu
novelesco y la credulidad han cargado en todos los tiempos la escena del mundo.
Constantino triunfó sobre el emperador Majencio: pero con seguridad que no se le apareció en las
nubes un labarum, en Picardía, con una inscripción griega.

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Clodoveo, mancillado de asesinatos, se hace cristiano, y comete otros nuevos; pero ni una paloma
le lleva una ampolla para su bautismo, ni un ángel desciende del cielo para entregarle un
estandarte. ’
Un monje de Clervaux puede predicar una cruzada; pero hay que ser imbécil para escribir que Dios
hizo milagros por mano de ese monje, con el fin de asegurar el éxito de esa cruzada, que fue tan
desgraciada como locamente emprendida y mal conducida.
El rey Luis VIII puede haber muerto de tisis; pero sólo un ignorante fanático puede decir que los
abrazos de una muchacha lo habrían curado, y que murió de su castidad.
En todas las naciones la historia es desfigurada por la fábula, pero al fin llega la filosofía a
esclarecer a los hombres; y cuando finalmente aparece en medio de estas tinieblas, halla a los
espíritus tan cegados por siglos de errores, que le cuesta trabajo desengañarlos; se encuentra con
ceremonias, hechos y monumentos cuyo objeto es el de confirmar mentiras.
¿Cómo podría haber persuadido un filósofo al populacho, por ejemplo, en el templo de Júpiter
Stator, de que aquel dios no había descendido del cielo para detener la fuga de los romanos? ¿Qué
filósofo habría podido negar, en el templo de Cástor y Pólux, que aquellos dos mellizos hubieran
combatido al frente de ejércitos? ¿No se le habría mostrado acaso la impronta de los pies de esos
dioses, conservada en el mármol? ¿Acaso los sacerdotes de Júpiter y de Pólux no habrían dicho a
aquel filósofo: "Criminal incrédulo, estáis obligado a reconocer, a] Ver la columna rostral, que
hemos ganado una batalla naval cuyo monumento ella es; reconoced, pues, que los dioses han
descendido a la tierra para defendemos, y no blasfeméis de nuestros milagros ante los
monumentos que los atestiguan"? Así es cómo razonan en todos los tiempos la pillería y la
imbecilidad.
Una princesa idiota edifica una capilla dedicada a las 11.000 vírgenes; el feligrés de la capilla no
duda en absoluto que las 11.000 vírgenes hayan existido, y hace lapidar al sabio que duda de ello.
Los monumentos no prueban los hechos sino cuando esos hechos verosímiles nos son
transmitidos por contemporáneos ilustrados.”
Voltaire. Ensayo sobre las costumbres, cap. CXCVII, pp. 1154-1155.

“Está, pues, demostrado que la naturaleza nos inspira por sí sola ideas útiles que preceden a todas
nuestras reflexiones. Igual ocurre con la moral. Todos poseemos dos sentimientos que son el
fundamento de la sociedad: la conmiseración y la justicia. Si un niño ve atormentar a su
semejante, experimentará súbitas angustias, de las que dará testimonio con sus gritos y con sus
lágrimas, y socorrerá, si puede, al que sufre.
Preguntad a un niño sin educación, que comienza a razonar y a hablar, si el cereal que un hombre
ha sembrado en su campo le pertenece, y si el ladrón que ha matado al propietario tiene derecho
legítimo sobre ese cultivo; veréis si el niño no responde como todos los legisladores de la tierra.
Dios nos ha dado un principio de razón universal, así como ha dado plumas a las aves y pelaje al
oso; y este principio es tan constante, que subsiste a pesar de cuantas pasiones Io combaten, a
pesar de los tiranos que quieren ahogarlo en sangre, y de los impostores que quieren aniquilarlo
en la superstición. Gracias a él, el pueblo más rudo juzga siempre muy bien, a la larga, acerca de
las leyes que lo gobiernan, porque le es dado sentir si estas leyes están conformes o se oponen a
los principios de conmiseración y de justicia que alberga en su corazón.”
Voltaire. Ensayo sobre las costumbres. Introducción, p. 50.

“Resulta de este cuadro, que cuanto atañe íntimamente a la naturaleza humana se parece desde
un extremo al otro del universo; que cuanto puede depender de la costumbre es diferente, y que
sólo se parece por casualidad. El imperio de la costumbre es mucho más vasto que el de la
naturaleza; se extiende sobre los hábitos y sobre todos los usos; desparrama la variedad sobre el

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escenario del universo; la naturaleza difunde la unidad; establece por doquiera un pequeño
número de principios invariables: así, el terreno es siempre el mismo y el cultivo produce diversos
frutos.
Como la naturaleza ha puesto en los corazones humanos el interés, el orgullo y todas las pasiones,
no es sorprendente que hayamos visto, en un período He unos 10 siglos, una sucesión casi
continua de crímenes y de desastres. Si nos remontamos a los tiempos precedentes, no son
mejores. La costumbre ha hecho que el mal haya sido obrado en distintos lugares de diferentes
maneras.
Fácil es juzgar por el cuadro que nos hemos hecho de Europa, desde los tiempos de Carlomagno
hasta nuestros días, que esta parte del mundo es ahora incomparablemente más populosa, más
civilizada, más rica y más ilustrada que antaño, que hasta es muy superior a lo que fue el Imperio
Romano, con la excepción de Italia.”
Voltaire. Ensayo sobre las costumbres. Cap. CXCVII, p. 1163,

“Todos los tiempos han producido héroes y políticos, todos los pueblos han conocido
revoluciones, todas las historias son casi iguales para busca solamente almacenar hechos en su
memoria: pero para todo aquél que piense y, lo que todavía es más raro, para quien tenga gusto;
sólo cuentan cuatro siglos en la historia del mundo. Esas cuatro edades felices son aquellas en las
que las artes se perfeccionaron, y que, siendo verdaderas épocas de la grandeza del espíritu
humano, sirven de ejemplo a la posteridad.
El primero de esos siglos, al que la verdadera gloria está ligada, es el de Filipo y de Alejandro, o el
de los Pericles, los Demóstenes, los Aristóteles, los Platón, los Apeles, los Fidias, los Praxiteles; y
ese honor no rebasó los límites de Grecia; el resto de la tierra entonces conocida era bárbara.
La segunda edad es la de César y de Augusto, llamada también la de Lucrecio, Cicerón, Tito Livio,
Virgilio, Horacio, Ovidio, Varrón y Vitrubio.
La tercera es la, que siguió a la toma de Constantinopla por Mahomet II. El lector recordará cómo
por aquel entonces, en Italia, una familia de simples ciudadanos hizo lo que debían emprender los
reyes de Europa. Los Médicis llamaron a Florencia a los sabios expulsados de Grecia por los
turcos; eran tiempos gloriosos para Italia: las bellas artes habían cobrado ya nueva Vida; los
italianos las honraron dándoles el nombre de virtud, como los primeros griegos las habían
caracterizado con el nombre de sabiduría. Todo iba hacia la perfección...
El cuarto siglo es el llamado de Luis XIV, y de todos ellos es quizá el que más se acerca a la
perfección. Enriquecido con los descubrimientos de los otros tres, ha hecho más, en ciertos
géneros, que todos ellos juntos. Es cierto que las artes no sobrepasaron el nivel alcanzado en
tiempos de los Médicis, los Augusto y los Alejandro: pero la razón humana, en general, fue
perfeccionada. La sana filosofía no se conoció antes de ese tiempo, y puede decirse que partiendo
de los últimos años del cardenal de Richelieu hasta llegar a los que siguieron a la muerte de Luis
XIV, se efectuó en nuestras artes, en nuestros espíritus, en nuestras costumbres, así como en
nuestro gobierno, una revolución general que será testimonio eterno de la verdadera gloria de
nuestra patria. Esta feliz influencia ni siquiera se detuvo en Francia; se extendió a Inglaterra,
provocó la emulación de que estaba necesitada entonces esa nación espiritual y audaz; llevó el
gusto a Alemania, las ciencias a Rusia; llegó incluso a reanimar a Italia que languidecía, y Europa le
debe su cortesía y el espíritu de sociedad a la corte de Luis XIV.”
Voltaire. El Siglo de Luis XIV. Cap. I, p.p. 7-9.

“Fácil es observar cuánto han cambiado las costumbres’ en casi toda la tierra desde las invasiones
bárbaras hasta nuestros días, Las artes, que endulzan los espíritus y los esclarecen, comenzaron a
renacer en cierta medida en el siglo XII; pero las más cobardes y absurdas supersticiones,

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sofocando, aquel germen, embrutecían a casi todos los espíritus, y tales supersticiones,
difundiéndose en todos los pueblos de Europa, ignorantes feroces, mezclaban por doquier el
ridículo a la barbarie...
Habéis visto ente esas barbaridades ridículas las sangrientas barbaridades de las guerras de
religión.
La querella de los pontífices con los emperadores y los reyes, comenzada en tiempos de Luis el
Débil, o Ludovico Pio, sólo ha cesado enteramente en Alemania bajo Carlos V; en Inglaterra, por la
constancia de Isabel; en Francia, por la forzada sumisión de Enrique IV a la Iglesia romana.
Otro de los factores que tanta sangre ha hecho correr ha sido el furor dogmático; éste ha
trastornado más de un estado, desde las matanzas de los albigenses en el siglo XIII, hasta la
pequeña guerra de los Cevenas a comienzos del XVIII. La sangre ha corrido en los campos de
batalla y en los cadalsos, por argumentos teológicos, ora en un país, e ora en otro, durante 500
años, casi sin interrupción; y ese flagelo ha durado tanto tiempo sólo porque siempre se ha
descuidado la moral por el dogma.
Es preciso, pues, una vez más, reconocer, que en general toda esta historia es un montón de
crímenes, locuras y desgracias, entre los ‘cuales hemos visto algunas virtudes, algunas épocas
felices, tal como en medio de los desiertos se descubren aquí y allá algunos lugares poblados.
Voltaire. Ensayo sobre las costumbres. Cap. CXCVII, p. 1157.

“El ilustre Bossuet, que en su Discurso sobre una parte de la historia universal captó su verdadero
espíritu, al menos en lo que dice del Imperio romano, se detuvo en Carlomagno. Precisamente a
partir de esa época queréis formaros una imagen del mundo; sin embargo habrá que remontarse
con frecuencia a tiempos anteriores. Este elocuente escritor, al decir unas palabras de los árabes,
que fundaron un imperio tan poderoso y una religión tan floreciente, habla de ellos como de un
diluvio de bárbaros. Parece haber escrito únicamente para insinuar que todo ha sido hecho en el
mondo por la nación judía; que Si Dios entregó el imperio del Asia a los babilonios, fue para
castigar a los judíos; que si Dios hizo reinar a Ciro, fue para vengarlos; que si Dios envió a los
romanos, fue nuevamente para castigarlos. Es posible; pero las grandezas de Ciro y de los romanos
tienen también otras causas; y el propio Bossuet no las ha omitido al hablar del espíritu de las
naciones.
Habría sido de desear que no se hubiera olvidado enteramente a los antiguos pueblos del Oriente,
como los indios y los chinos, que tan considerables fueron antes de que se construyeran las demás
naciones.
Nutridos con productos de sus tierras, vestidos de sus telas; divertidos por los juegos que ellos
han inventado, hasta instruidos por sus antiguas fábulas morales, ¿por qué habríamos de
descuidar el conocimiento del espíritu de esas naciones, a las cuales han viajado los comerciantes
de nuestra Europa desde el momento en que pudieron encontrar un camino hasta ellas?”
Voltaire. Ensayo sobre las costumbres. Prólogo, p. 171-172.

56
LEOPOLD VON RANKE

“Todas estas historias de las naciones latinas y germánicas y las demás con que ellas se relacionan
aspiran a ser comprendidas en su unidad por el presente libro. Se ha dicho que la historia tiene por
misión enjuiciar el pasado e instruir al presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en
verdad, que este ensayo nuestro no se arroga, Nuestra pretensión es más modesta: tratamos,
simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad las cosas…
El propósito y la materia determinan la forma. No es posible exigir de una historia ese desarrollo
libre que la teoría, por lo menos, busca en una obra poética, y ni siquiera estamos seguros de que
nadie pueda fundadamente esa libertad en la obra de los maestros griegos y romanos. No cabe
duda de que para el historiador es ley suprema la exposición rigurosa de los hechos, por muy
condicionados y carentes de belleza que éstos sean.”
Ranke, Leopoldo va. Pueblos y Estado en la Historia Moderna, p. 38.

“Y empezamos afirmando que su misión no consiste tanto en reunir y acoplar hechos como
comprenderlos y explicarles. La historia no es, como algunos piensan, obra de la memoria
exclusivamente, sino que requiere ante todo agudeza y claridad de inteligencia. No lo pondrá en
duda quien se dé cuenta de cuán difícil es distinguir lo verdadero de lo falso y escoger entre
muchas referencias la que pueda ser considerada como la mejor, o quien conozca, aunque sea de
oídas aquella parte de la crítica que tiene su asiento en los aledaños de la historiografía.
Y sin embargo, debemos reconocer que no es ésta más que una parte de la’ misión del historiador.
Otra, más grandiosa aún e incomparablemente más difícil, es la que consiste en observar la causa
de los sucesos y sus premisas, así como sus resultados ¿sus efectos, en discernir claramente los
planos de los hombres, los extravíos con los que unos fracasan y la habilidad y la sabiduría con las
que otros triunfan y se imponen, en conocer por qué unos se hunden y otros vencen, por qué unos
estados se fortalecen y otros se acaban; en una palabra, en comprender a fondo y con la misma
minuciosidad las causas ocultas de los acaecimientos y sus manifestaciones exteriores.
Eso es precisamente lo que la historia se propone, a eso es, principalmente a lo que tiende. Ocurre
con la historia exactamente lo mismo que con la ciencia de la naturaleza, que no se contenta con
estudiar cuidadosamente la forma de los seres naturales, sino que aspira a algo más alto, a
conocerlas leyes eternas por las) que se rigen el universo y las diversas partes que lo forman y a
remontarse a la fuente interior de la naturaleza de la que todo brota: por mucho que la historia se
esfuerce en desplegar la sucesión de los acontecimientos con 1a mayor claridad y precisión
posibles, restituyendo a cada uno de ellos su color y su forma primitivos, y aunque conceda a esto
el máximo valor, no se detiene sin embargo aquí, sino que sigue avanzando hasta la investigación
de los mismos comienzos y procura penetrar en las más íntimas palpitaciones de la vida de la
humanidad.
En efecto, como la historia, por su misma naturaleza, se ve obligada a rechazar todo lo que sean
invenciones de la fantasía o sombras fantasmales, para admitir solamente lo absolutamente
seguro y cierto necesita tanto de la mesura como de la audacia de espíritu, el cual deberá, por una
parte, investigar el detalle con el mayor cuidado y procurando rehuir concienzudamente los

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errores, pero sin que, por otra parte, se disipe en la variedad multiforme de las cosas y pierda de
vista la meta final, dela que jamás debe apartar el ojo.
Y, aunque este método veda rigurosamente tratar de abarcarlo y todo de primera intención,
ofrece al historiador, en cada lugar, gozo y deleites infinitos. ¿Qué puede haber más agradable y
más grato para el espíritu humano que penetrar en la médula misma, en el más profundo secreto
de los acontecimientos y observar en éste o en el otro pueblo cómo se sientan los fundamentos de
las cosas humanas, cómo nacen, crecen y prosperan las fuerzas de la historia? Y no digamos,
cuando se logra, poco a poco, intuir con segura confianza en uno mismo o incluso llegar a conocer
perfectamente, gracias a la sagacidad de la mirada, aguzada a fuerza de ver, hacia dónde marcha
la humanidad en cada una de sus épocas, a qué aspira, qué es lo que logra y alcanza en realidad.
¿No es esto, en cierto modo, parte de la sabiduría divina? En ella, precisamente pretendemos
penetrar con ayuda de la historia, y esta ambición es la que constituye el norte de las aspiraciones
de la ciencia histórica; A nadie se le ocurriría preguntarse si esto es o no útil. Basta con saber que
ninguna otra clase de sabiduría puede contribuir tanto como ésta a la perfección del espíritu
humano.”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en la Historia Moderna, pp. 510-512.

“Hay, en efecto, dos caminos para llegar a conocer las cosas humanas; uno es el del conocimiento
de Io concreto, otro es de la abstracción; uno es el camino de la filosofía, otro el de ia historia. No
caben otros, y la misma revelación engloba los dos caminos señalados: el de lo abstracto y el de la
historia. Es, pues, necesario mantener separadas estas dos fuentes de conocimiento.
Pero, sentado esto, hay que decir también que yerran los historiadores que sólo ven en la historia
una inmensa amalgama de hechos retenidos en 1a memoria, enlazados unos con otros y todos
ellos engarzados en una moraleja general. A mí me parece que la historia en el sentido perfecto de
1a palabra, puede y debe remontarse por caminos propios de la investigación y el examen de lo
concreto hasta una concepción general de lo acaecido, hasta el conocimiento de su trabazón
objetiva.

Son dos, a mi modo de ver, las condiciones que han de reunirse para que se dé el verdadero
historiador la primera, el goce y la fruición de lo concreto como tal. Que sienta verdadera simpatía
por esta criatura multiforme que es el hombre y que es la humanidad, por este ser que es siempre
el mismo y siempre otro, a la par bueno y malo, noble y bestial, refinado y tosco, preocupado por
lo eterno y pendiente del instante, feliz y desdichado, contento con poco y lleno de grandes
ambiciones: quien se sienta atraído por la realidad viva del hombre como tal, sentirá siempre una
gran complacencia cómo ha vivido esta criatura en todas y cada una de las épocas, sin
preocuparse para nada del progreso de las cosas; estudiará con concentrada atención las virtudes
de que hace gala y los vicios que en él se manifiestan, su dicha y su infortunio, el desarrollo de su
naturaleza bajo tantas y tan variadas condiciones, su intuición y sus costumbres, observará cuanto
con él se relaciona, los reyes puestos al frente de sus gobiernos, la sucesión de acaecimientos y
sucesos de sus naciones, la trayectoria de sus empresas más salientes; todo ello sin ningún fin
ulterior, simplemente por la alegría que produce el contemplar la vida en sus realidades concretas,
del mismo modo que nos recreamos en la contemplación de las flores sin pensar en la clase de

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Linneo o en el género o la especie de Oken en que pueden catalogarse, en una palabra, sin
preocuparse cómo se manifiesta el todo en el detalle de lo concreto.
Pero esto no basta historiador, y es esta la segunda condición a que aludíamos, tiene que
levantar, además, la mirada a lo general. No cavilándolo de antemano como el filósofo, sino
esforzándose porque a través del estudio del detalle se le revele la imagen del todo a que se ajusta
la marcha del mundo. Pero, bien entendido que esta marcha de las cosas no guarda relación con
los conceptos generales que hayan imperado en esta o la otra época, sino con algo
completamente distinto.
No hay ni ha habido sobre la tierra ningún pueblo ajeno a todo contacto con otros. Se lo impide su
naturaleza peculiar, y esta cualidad es la que manifiestan en la historia universal todos y la que es
necesario destacar en la historia general. Ahora bien, hay algunos pueblos que se destacan por
sobre los otros de la tierra gracias a su poder y que ejercen por esta razón una influencia sobre los
demás. De ellos principalmente irradian las transformaciones que el mundo experimenta para bien
o para mal. Por lo tanto, la atención del historiador deberá enfocarse no hacia los conceptos que
parezcan imperar en algunos, sino hacia los pueblos mismos que representan un papel activo en la
escena de la historia, hacía las influencias que ejercen los unos sobre los otros, hacia las luchas que
entre sí sostienen, hacia la trayectoria que desarrollan dentro de estas relaciones pacíficas o
guerreras.
Nada sería más falso que ver en las luchas de las potencias históricas, pura y simplemente, la
acción de la fuerza brutal, que valdría tanto como no ver más que su aspecto perecedero: jamás
ha existido un estado sobre una base espiritual y un contenido espiritual. El poder de por sí solo no
es otra cosa que la forma de manifestarse un ente espiritual, un genio propio dotado de vida
propia, que se ajusta a condiciones más o menos peculiares y que se crea su órbita propia de
acción. Pues bien, la misión de la historia consiste en percibir, en observar esta vida, que no es
posible señalar por medio de un concepto o de una palabra. El espíritu, tal como se manifiesta en
el mundo, no tiene ese carácter conceptual: llena con su presencia todos los límites de su
existencia, y no hay: en él nada casual, pues sus manifestaciones tienen su fundamento en todo,”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estado en la Historia Moderna, pp. 5 18-520.

“Refiriéndome ahora a una pregunta que Vuestra Majestad tuvo a bien hacerme en
Berehtesgaden sobre la objetividad como posible meta del historiador, he de declarar que en mi
opinión, el historiador debe trazarse, en efecto ese objetivo con tanta mayor razón cuanto que su
limitación personal le impide conseguirlo, pues lo subjetivo se impone por sí mismo, sin necesidad
de proponérselo. El ideal de la historiografía sería que el sujeto pudiera convertirse, simplemente
en órgano del objeto, o sea de la ciencia misma, sin que las limitaciones naturales o fortuitas de la
existencia humana le impidieran conocer y exponer la verdad entera…
La ciencia y la exposición históricas son una misión que sólo puede compararse con la del
sacerdote, por muy terrenales que sean los temas sobre los que verse. Las corrientes del día se
esfuerzan siempre en imponerse al pasado e interpretado con su propio sentido. La misión del
historiador consiste en comprender y hacer que los demás comprendan el sentido de cada época
por la época misma. Tienen que esforzarse, por mucho trabajo que le cueste, en captar con toda
imparcialidad el objeto mismo de sus investigaciones, y nada más. Sobre todo flota el orden divino

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de las cosas, muy difícil por cierto de demostrar, pero que siempre se puede intuir. Dentro de ese
orden divino, idéntico a la sucesión de los tiempos, ocupan su puesto los individuos importantes:
así es como tiene que concebidos el historiador. El método histórico que sólo busca lo auténtico 'y
verdadero, entra así con los más grandes problemas del género humano.”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en lo Historia Moderna, pp. 523-525.

“Los grandes pueblos y estados tienen una doble misión, una nacional y otra histórico-mundial, y
su historia presenta, asimismo, estos dos aspectos. En la medida en que esta historia constituye un
factor esencial en el desarrollo histórico general de la humanidad o interviene en él de un modo
dominante, esa historia una apetencia de saber que trasciende ampliamente de la frontera
nacional y atrae la atención y los estudios de quienes han nacido fuera del país de cuyos hechos se
trata.
Tal vez pueda afirmarse que la más importante diferencia existente entre los historiadores griegos
que narran la historia de la Roma antigua en la época de su esplendor y plenitud de fuerza y los
propios escritores romanos estriba precisamente en que los primeros enfocan los hechos por el
lado que mira a la historia universal, mientras los segundos retienen y desarrollan el aspecto
nacional de los problemas. El objeto es en ambos casos el mismo; sólo el punto de vista separa a
unos y otros escritores, que en conjunto informan del pasado a la posteridad.”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en la Historia Moderna, p. 363.

Nos permitimos recordar aquí, de nuevo, el modo cómo nosotros entendemos la historia
universal. Junto a la historia particular de los distintos pueblos y por encima de esa historia,
reivindicamos como principio específico de la historia general el principio de la vida común de la
humanidad, que une a las naciones y las domina, aunque sin dejarse absorber por ellas. Tal vez
podría definirse este principio Como el de la formación, el mantenimiento y la expansión del
mundo de la cultura; pero no entendiendo por cultura lo que por lo general entienden quienes
circunscriben su horizonte a las ciencias y las artes. No, el mundo cultura abarca también la
religión y el estado, el libre desarrollo de todas las fuerzas, proyectado hacia un ideal; constituye
así entiendo, el más precioso patrimonio de la humanidad que va transmitiéndose y
enriqueciéndose de generación en generación. Abarca todos los conocimientos que, una vez
adquiridos, ya no se pierden, los talentos y aptitudes que un siglo hereda y recibe de otro,
conceptos generales de la moral y el derecho, que, si bien innatos a1 hombre, pueden y quieren
desarrollarse y elevarse a clara conciencia, y, en general, un sentimiento de solidaridad, por todo
lo que honra y enaltece al hombre.
Sólo lo que vive y se mueve dentro de este campo pertenece al mundo de la cultura. Pero sus
aspiraciones no viven una existencia aparte, sino que se hallan inseparablemente enlazadas con la
política y la guerra, con todos los acontecimientos que forman la historia en general. Lo
característico de la historia universal no se presenta bajo formas de validez absoluta, sino a través
de las más diversas modalidades, a tono con la vida específica de las naciones y además, nunca en
un desarrollo pacífico y sin trabas, sino en incesantes conflictos y choques, corno corresponde a la
naturaleza del hombre, nacido para luchar. La historia universal es la historia de una cadena
interminable de luchas en torno a los supremos bienes de la humanidad; el movimiento histórico-

60
universal es un algo vivo que va abriéndose paso y progresando poderosamente gracias a su
propia fuerza.
Y no hay problema más importante en el campo de la historia universal que el de saber cómo este
elemento dela cultura, ya de suyo desarrollado, pero vinculado siempre a una determinada
existencia política, ha podido conservarse y trasplantarse a través de la vicisitudes de los destinos
de los pueblos, sus titulares y exponentes, cómo ha sido capaz de perdurar por sobre todas las
sangrientas destrucciones de estados antiguos y las violentas instauraciones de otros nuevos.
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en la Historia Moderna, p. 474.

La historia es, por naturaleza, universal. No puede negarse que existen historiadores que
consagran todos sus afanes a su patria chica, a su estado, que se limitan a iluminar con sus
estudios un rincón oscuro del planeta. Pero, al obrar así, lo hacen movidos más bien por una
cierta predilección, por un impulso piadoso o por una inclinación, de suyo muy digna de elogio, a
laborar afanosamente, por aquel afán de conocimiento que caracteriza a la ciencia que,
sustentándose sobre la convicción de que nada humano le es ajeno, tiende abarcar la órbita
entera de todos los siglos y de todos los reinos”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en la Historia Moderna, p.516.

“Quien esté dispuesto aceptar, con ciertos filósofos, que la humanidad ha ido desarrollándose
desde su estado primitivo hacia una meta positiva, puede concebir esta evolución de uno o de dos
modos: o dando por supuesta la existencia de una voluntad general que dirige y orienta la
evolución del género humano desde un punto de vista a otro, o entendiendo que la humanidad
está dotada, por decirlo así, de una naturaleza espiritual que hace que las cosas marchen
necesariamente hacia un determinado fin.
A nuestro juicio, ninguna de esta dos concepciones es filosóficamente sostenible ni históricamente
demostrable. En el terreno filosófico, no puede aceptarse ninguno de estos dos puntos de vista: el
primero, porque equivaldría a suprimir en absoluto la libertad humana y a convertir a los hombres
en instrumentos carentes de voluntad; el segundo, porque nos obligaría a admitir que los hombres
son dioses o no son nada.
Pero tampoco en el terreno histórico son susceptibles de demostración estos dos criterios. Por dos
razones. En primer lugar, la mayor parte de la humanidad no ha salido todavía de su estado
primitivo, es decir, del punto de partida. En segundo lugar, habría que preguntarse: ¿qué es el
progreso? ¿En qué se conoce el progreso de la humanidad?
Hay elementos de la gran evolución histórica que aparecen plasmados en la nación romana y en la
germáníca; aquí, manifiéstase desde luego un poder espiritual que va desarrollándose de etapa en
etapa. Más aún, no puede negarse que a través de toda la historia actúa una especie de poder
histórico ejercido por el espíritu humano; es el movimiento que arranca ya desde los tiempos
primitivos y que puede seguirse a lo largo de la historia con ciertas características de continuidad.
Sin embargo, nos encontramos con que sólo un sistema de pueblos de los que forman la
humanidad participan en este movimiento histórico general, del que otros quedan excluidos. E
incluso las nacionalidades inscritas en este movimiento histórico-general distan mucho de recorrer
un camino de progreso constante. Si nos fijamos, por ejemplo, en Asia, vemos que este continente

61
cuna de la cultura, recorre varias épocas culturales. Pero en él, el movimiento es más bien
regresivo que progresivo. La época más antigua de la cultura asiática es, en efecto, la más
floreciente, la segunda época y la tercera, en la que predomina el elemento griego y el romano,
presentan ya un nivel mucho más bajo, y con la irrupción de los bárbaros —de los mongoles-
podemos decir que termina por completo la cultura Asia. Se ha tratado de recurrir, para salir al
paso de este hecho, a la hipótesis del progreso geográfico; pero hemos de condenar de antemano,
como una conjetura vacía de todo sentido la tesis, que sostiene por ejemplo Pedro el Grande, de
que la cultura va dando vuelta a la tierra, de que arranca de oriente para volver a él.

En segundo lugar, conviene evitar, en este punto otro error: el de pensar que la evolución
progresiva de los siglos abarque simultáneamente todas las ramas del saber humano. La historia
nos demuestra, para destacar solamente un punto, que en la época moderna el arte alcanza su
máximo florecimiento en el siglo XV y en la primera mitad del XVI y llega a su más profunda
decadencia en el XVII y en las primeras tres cuartas partes del XVIII. Exactamente lo mismo ocurre
con la poesía: hay también momentos en que este arte refulge, pero sin que ello quiera decir que
vaya elevándose gradualmente en el transcurso de los siglos hasta convertirse en una potencia de
orden superior.
Dejando a un lado, como vemos que es necesario hacer, toda ley geográfica de desarrollo y
admitiendo por otra parte, ya que la historia nos lo enseña, que pueden decaer y morir ciertos
pueblos en que la línea iniciada del progreso no abarca continuamente todas las manifestaciones
de la vida, comprenderemos mucho mejor en qué consiste realmente el desarrollo progresivo del
género humano. Consiste, sencillamente, en que las grandes tendencias espirituales que dominan
la humanidad tan pronto se superan las unas a las otras como se enlazan entre sí. Ahora bien, en
estas tendencias se destaca siempre una determinada dirección particular, que predomina y se
impone, al paso que las demás pasan a segundo plano. Así, por ejemplo, en la segunda mitad del
siglo XVI predominaba de tal modo el elemento religioso, que relegó a segundo término el
elemento literario. Por el contrario, en el siglo XVIII gana terreno el elemento utilitario y hace
retroceder al arte y a las demás actividades afines a éste.
En cada época de la humanidad se manifiesta, por lo tanto, una gran tendencia dominantes, y el
progreso no consiste en otra cosa sino en que cobre cuerpo en cada período histórico un cierto
movimiento del espíritu humano que destaca ora una tendencia ora otra y se manifiesta en ella de
una manera peculiar.
Quienes sostienen, en contradicción con el punto d vista aquí mantenido, que este progreso
consiste en que 1a Vida de la humanidad vaya potenciándose a lo largo de las épocas y en que, por
lo tanto, cada generación sea superior en un todo a la que la precede, lo que vale tanto como decir
que la última sería la privilegiada y que las anteriores no harían otra cosa que prepararle el terreno
y allanarle el camino, atribuyen una gran injusticia a la divinidad. Estas generaciones mediatizadas,
por decirlo así, carecerían de toda importancia sustantiva; sólo valdrían de ser eso cierto, lo que
valiesen como puentes o escalones para la generación siguiente; no mantendrían ningún contacto
directo con la divinidad. Esto no puede admitirse. Toda época tiene un valor propio, sustantivo, un
valor que debe buscarse, no en lo que de ella brote, sino en su propia existencia en su propio ser.
Esto es lo que da a la historia, y concretamente al estudio de la vida intelectual dentro de ella, un

62
encanto especial, lo que hace que cada época deba ser considerada como algo con Validez propia
y que encierra un interés sustantivo innegable para la investigación.
Por consiguiente, el historiador deberá fijarse, fundamentalmente y por encima de todo, en el
modo de vivir y de pensar de los hombres de un determinado periodo; si lo hace así, verá que,
independientemente de las grandes ideas inmutables eternas, por ejemplo de la idea moral, cada
época tiene su tendencia específica y su ideal propio.

Ahora bien, aunque cada época tenga de por sí su propia razón de ser y su propio valor, esto no
quiere decir que haya de poderes de vista lo que de ella brota, lo que lega a la posteridad. Por eso,
en segundo lugar el historiador debe observar también la diferencia existente entre las distintas
épocas, para llegar a comprender la necesidad interior de su entronque y sucesión. Desde este
punto de vista, es innegable la existencia de cierto progreso; pero no nos atreveríamos a afirmar
que este progreso se presente en línea recta; más exacto sería representárselo como un rio que va
abriéndose paso a su modo por entre los obstáculos que tratan de cerrarle el camino. La divinidad
si se nos permite emplear esta expresión, como no conoce el concepto de tiempo, abarca en su
mirada toda la humanidad histórica en conjunto, sin establecer en ella diferencias de valor. No
puede negarse que la idea de la educación del género humano tiene cierta razón de ser; pero ante
Dios, todas las generaciones de la humanidad son iguales, tienen idéntico valor, y ese debe ser
también el punto de vista del historiador,
Si cabe admitir un progreso incondicional, una curva ascendente y clara, hasta nos es dado seguir
el curso de la historia, en lo que teca a los intereses materiales, entre otras razones porque todo
retroceso operado en este terreno lleva aparejada una enorme conmoción. Claro está que
también las ideas morales pueden progresar en extensión: así, por ejemplo, puede afirmarse,
refiriéndonos a lo espiritual, que las grandes obras de la literatura y el arte son conocidas y
gozadas hoy por mucha más gente que en otro tiempo; pero sería ridículo tratar de superar la
personalidad de Homero en la epopeya o la de Sófocles en la tragedia.
Los filósofos, principalmente la escuela hegeliana, han expuesto acerca de esto ciertas ideas según
las cuales la historia de la humanidad va desarrollándose en lo positivo y en lo negativo, como un
proceso lógico hecho de tesis, antítesis y síntesis. Pero la escolástica devora la vida, y así, esta
concepción de la historia, este proceso del espíritu que va desarrollando por sí mismo con arreglo
a diferentes categorías lógicas, vendría a reducirse, en último término, al punto de vista que ya
hemos rechazado. Dentro de esta concepción, sólo la idea tendría vida propia y sustantiva y los
hombres quedarían reducidos a simples sombras o esquemas, a los que la idea infundiría vida. La
teoría según la cual el espíritu universal crea las cosas, en cierto modo, por medio del engaño y se
vale de las pasiones humanas para alcanzar sus fines entraña una idea altamente indigna de Dios y
de la humanidad; además, consecuentemente desarrollada, esta teoría sólo puede conducir al
panteísmo; la humanidad, así concebida, es como el Dios que se engendra a sí mismo por medio
de un proceso espiritual que va implícito en su propia naturaleza.
Por eso, nosotros no podemos entender por ideas directrices otra cosa que las tendencias
dominantes de cada siglo. Ahora bien, estas tendencias sólo puede ser descriptas, pero no
reducidas en última instancia a un concepto; de otro modo, reincidiríamos de nuevo en lo que ya
hemos rechazado como falso.

63
La misión del historiador consiste en ir desentrañar las grandes tendencias de los siglos y en
desenrollar la gran historia de la humanidad, que no es sino el complejo de estas diversas
tendencias. Desde el punto de Vista de las ideas divinas, sólo acertamos a representamos esto de
un modo: concibiendo la humanidad como un tesoro infinito de evoluciones recónditas que, poco
apoco, van saliendo a luz, con arreglo a leyes desconocidas para nosotros, misteriosas y mucho
más grandes de lo que generalmente se piensa.”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en la Historia Moderna, pp. 57-61.

“Siempre es una quimera pensar en restaurar tiempos, estados e instituciones desaparecidos. Las
tierras han sido roturadas, se han fundado ciudades, han sido afianzados los estados en que
vivimos y construidas nuestras iglesias; jamás el presente o el futuro podrán hacer brotar de su
seno algo parecido al pasado. El secreto de la historia reside precisamente en que no toda época
es capaz de todo; Ia vida de la humanidad está formada por todas las épocas, sin que se
manifieste íntegra en ninguna de ellas por separado. Por consiguiente, perdería el tiempo nuestro
siglo si pretendiera reconocerse de cuerpo entero en el espejo de la Edad Media, pero si esto es
verdad, no lo es menos que la época moderna descubrió en el Medioevo más de una de las
mejores raíces de su propia naturaleza, y el hombre de hoy tiene plena conciencia de que sería
imposible llegar a comprender el mundo moderno sin conocer a fondo los tiempos medievales.”
Ranke, Leopoldo von. Pueblos y Estados en la Historia Moderna, p. 474.

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MARC BLOCH
La primera generación de Annales

INTRODUCCIÓN
"Papá, explícame para qué sirve la historia." Así interrogaba, hace algunos años, un
muchachito allegado mío a su padre que era historiador. Me gustaría poder decir que este libro es
mi respuesta. Porque no imagino mejor elogio para un escritor que saber hablar con el mismo
tono a los doctos y a los alumnos. Pero tal sencillez es el privilegio de unos cuantos elegidos.
Cuando menos de buen grado, conservaré aquí, como epígrafe, esta pregunta de un niño cuya sed
de saber quizá no logré apagar en su momento. Probablemente algunos pensarán que la fórmula
es ingenua. Por el contrario, a mí me parece del todo pertinente. El problema que plantea, con la
embarazosa franqueza de esa edad implacable, es ni más ni menos el de la legitimidad de la
historia. He aquí al historiador llamado a rendir cuentas. No se atreverá a hacerlo sin un ligero
temblor interior: ¿qué artesano envejecido en el oficio no se ha preguntado alguna vez, con el
corazón encogido, si ha empleado su vida juiciosamente? Pero el debate rebasa ampliamente los
[pequeños] escrúpulos de una moral corporativa. Toda nuestra civilización occidental se interesa
en él. Porque a diferencia de otros tipos de cultura, la civilización "occidental siempre ha esperado
mucho de su memoria. Todo la llevaba a hacerlo: tanto la herencia cristiana como la herencia
antigua. Los griegos y los latinos, nuestros primeros maestros, eran pueblos historiógrafos. El
cristianismo es una religión de historiadores. Otros sistemas religiosos pudieron fundar sus
creencias y sus ritos sobre una mitología hasta cierto punto fuera del tiempo humano. Por libros
sagrados, los cristianos tienen libros de historia, y sus liturgias conmemoran, junto con los
episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristianismo es
además histórico en otro sentido, tal vez más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el
destino de la humanidad aparece ante sus ojos como una larga aventura, de la que cada vida
individual, cada "peregrinación" particular es a su vez un reflejo. Es en la duración, por lo tanto en
la historia, que se desarrolla el gran drama del pecado y de la redención, eje central de toda
meditación cristiana. Nuestro arte, nuestros monumentos literarios están llenos de los ecos del
pasado; nuestros hombres de acción siempre tienen en los labios sus lecciones, reales o
imaginarias. Probablemente convendría marcar más de un matiz en la psicología de los grupos.
Cournot lo observó hace mucho tiempo: eternamente inclinados a reconstruir el mundo sobre las
líneas de la razón, los franceses, en conjunto, viven sus recuerdos colectivos con mucha menor
intensidad que los alemanes, por ejemplo. También probablemente las civilizaciones pueden
cambiar; no es inconcebible que un día la nuestra se aparte de la historia. Los historiadores harían
bien en reflexionar sobre ello. Si no tenemos cuidado, existe el riesgo de que la historia mal
entendida finalmente ocasione también el descrédito de la historia mejor comprendida. Pero si
algún día hemos de hacerlo, será a costa de una violenta ruptura con nuestras tradiciones
intelectuales más constantes. Por el momento, en esta cuestión no estamos sino en la etapa del
examen de conciencia. Cada vez que nuestras tristes sociedades, en perpetua crisis de
crecimiento, empiezan a dudar de sí mismas, uno la ve preguntándose si han tenido razón en
interrogar al pasado o si lo han interrogado bien. Léase lo que se escribía antes de la guerra, lo que
aún hoy en día se puede escribir: entre las inquietudes difusas del tiempo presente, ustedes oirán,
casi inevitablemente, la voz de esta inquietud mezclándose con las otras. En pleno drama, me tocó
captar el eco [totalmente] espontáneo de ello. Era en junio de 1940, si mal no recuerdo, el día
mismo cuando los alemanes entraron en París. En el jardín normando, donde nuestro estado
mayor, privado de tropas, arrastraba su ocio, rumiábamos sobre las causas del desastre: "¿Habrá
que creer que la historia nos engañó?", murmuró uno de nosotros. Así la angustia del hombre ya
adulto se encontraba, con un acento más amargo, con la simple curiosidad del jovencito. Hay que

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contestar a una y a la otra. Sin embargo, conviene saber qué quiere decir la palabra "servir". En
verdad, aunque se considerara a la historia incapaz de otros servicios, por lo menos se podría
alegar en su favor que distrae. O, para ser más exactos —porque cada quien busca sus
distracciones donde le place—, que indiscutiblemente así lo considera un gran número de
hombres. En lo personal, hasta donde pueden llegar mis recuerdos, siempre me ha divertido
mucho; creo que como a todos los historiadores. De no ser así, ¿por qué otra razón habrían
escogido este oficio? A los ojos de cualquiera que tenga más de tres dedos de cerebro, todas las
ciencias son interesantes. Pero cada estudioso no encuentra sino una, cuya práctica le divierte.
Descubrirla para consagrarse a ella es lo que propiamente se llama vocación. Por lo demás, este
indiscutible atractivo de la historia, por sí mismo, merece ya que nos detengamos a reflexionar.
Como germen y como aguijón, su papel ha sido y sigue siendo capital. Antes del deseo de
conocimiento, el simple gusto; antes de la obra científica plenamente consciente de sus fines, el
instinto que conduce a ella: la evolución de nuestro comportamiento intelectual abunda en
concatenaciones de este tipo. Hasta en el caso de la física, los primeros pasos deben mucho a los
"gabinetes de curiosidades". De manera similar hemos visto cómo los pequeños goces de la
antigualla figuran en la cuna de más de una orientación de estudios que, poco a poco, se han ido
cargando de serie- dad. Tal es la génesis de la arqueología y, más recientemente, del folklore.
Quizá los lectores de Alejandro Dumas no son sino historiadores en potencia, a quienes sólo falta
formación para proporcionarse un placer más puro y, a mi juicio, más agudo: el del color
verdadero. Si por otra parte este encanto dista mucho de acabarse cuando se inicia la
investigación metódica con sus necesarias austeridades, si por el contrario gana en vivacidad y en
plenitud —todos los [verdaderos] historiadores pueden dar cuenta de ello—, no hay en ello, a mi
parecer, nada que no sea propio de cualquier trabajo intelectual.6 Sin embargo, la historia tiene
indudablemente sus propios goces estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina. Y
es que el espectáculo de las actividades humanas, que constituye su objeto particular, más que
ningún otro está hecho para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias a
su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las sutiles seducciones de
lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones
matemáticas o de la teodicea a descifrar antiguas cartas o antiguas crónicas de la Alemania
imperial, experimentaba, igual que nosotros, esa "voluptuosidad de estudiar cosas singulares".
Cuidémonos de no quitarle a nuestra ciencia su parte de poesía. Sobre todo cuidémonos, como he
descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos por su causa. Sería una increíble tontería
creer que, por ejercer semejante atractivo sobre la sensibilidad, es menos capaz de satisfacer
nuestra inteligencia. Pero si la historia, hacia la cual nos conduce un atractivo que casi todo el
mundo siente, sólo contara con ese atractivo para justificarse, si de hecho no fuera más que un
amable pasatiempo, como el bridge o la pesca con anzuelo, ¿merecería todos los esfuerzos que
hacemos por escribirla? Por escribirla como yo lo entiendo, honestamente, verídicamente, yendo,
en la medida de lo posible, hasta los resortes más oscuros; en consecuencia, difícilmente. El juego,
escribió André Gide, ya no nos está permitido hoy en día; ni siquiera el de la inteligencia. Eso se
escribía en 1938. En 1942, fecha en que a mí me toca escribir, ¡las palabras se cargan de un
sentido más grave! De seguro en un mundo que acaba de abordar la química del átomo y que
apenas empieza a sondear el secreto de los espacios estelares, en nuestro pobre mundo,
justamente orgulloso de su ciencia y que sin embargo no logra procurarse un poco de felicidad, las
largas minucias de la erudición histórica, tan capaces de devorar toda una vida, merecerían ser
condenadas como un absurdo derroche de energías casi criminal, si no lograran revestir con un
poco de verdad una de nuestras diversiones. Será preciso desaconsejar la práctica de la historia a
todas las mentes susceptibles para ocuparse de otros campos, o bien la historia tendrá que probar
su buena conciencia como conocimiento. Pero aquí se plantea una nueva pregunta: ¿qué es lo que

66
justa- mente legitima un esfuerzo intelectual? Imagino que hoy en día ya nadie se atrevería a
decir, con los positivistas de estricta observancia, que el valor de una investigación se mide, con
todo y por todo, según su aptitud para servir a la acción. La experiencia no nos ha enseñado
solamente que es imposible decidir de antemano si las especulaciones en apariencia más
desinteresadas no se revelarán algún día asombrosamente provechosas para la práctica. Sería
infligir a la humanidad una extraña mutilación si se le negase el derecho de buscar, fuera de toda
preocupación de bienestar, cómo sosegar su hambre intelectual. Aunque la historia fuera
eternamente indiferente al Homo faber o politicus, para su defensa le bastaría que se reconociera
cuan necesaria es para el pleno desarrollo del Homo sapiens. Sin embargo, aun limitada de este
modo, la cuestión no ha sido resuelta de entrada. Porque la naturaleza de nuestro entendimiento
lo inclina más a querer comprender que a querer saber. De donde resulta que a su parecer, las
únicas ciencias auténticas son las que logran establecer entre los fenómenos vínculos explicativos.
Lo demás sólo es, según la expresión de Malebranche, "polimatía". Ahora bien, la polimatía
fácilmente puede pasar por distracción o por manía; pero ahora menos que en tiempos de
Malebranche puede pasar por una buena obra de la inteligencia. Independientemente incluso de
cualquier eventual aplicación a la conducta, la historia tendrá, pues, el derecho a reivindicar su
lugar entre los conocimientos verdaderamente dignos de esfuerzo, sólo en la medida en que, en
vez de una simple enumeración sin relaciones y casi sin límites, nos permita una clasificación
racional y una progresiva inteligibilidad. No obstante, es innegable que una ciencia siempre nos
parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor. ¿Cómo no sentir
intensamente algo similar por la historia que, al parecer, está destinada a trabajar en provecho del
hombre a causa de tener como tema de estudio al hombre mismo y sus actos? De hecho, una vieja
tendencia, a la que por lo menos se atribuye el valor de un instinto, nos inclina a pedir a la historia
los medios para guiar nuestra acción; y por consiguiente, a indignarnos contra ella, como el
soldado vencido cuyas palabras recordaba yo, si por casualidad, parece manifestar su impotencia
para ofrecerlos. El problema de la utilidad de la historia, en sentido estricto, en el sentido
"pragmático" de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad propiamente intelectual.
Por lo demás es un problema que no puede plantearse sino en segundo término, pues para obrar
razonablemente, ¿acaso se necesita primero comprender? Pero este problema no puede eludirse
sin correr el riesgo de responder tan sólo a medias a las sugestiones más imperiosas del sentido
común. Algunos de nuestros consejeros o que quisieran serlo ya han respondido a estas
preguntas. Lo han hecho para amargar nuestras esperanzas. Los más indulgentes han dicho: la
historia no tiene provecho ni solidez. Otros, cuya severidad no se toma la molestia de las medias
tintas, han dicho: es perniciosa. "El producto más peligroso que la química del intelecto haya
elaborado", así ha dicho uno de ellos [y no de los menos notables]. Estas condenas tienen un
atractivo peligroso: justifican por adelantado la ignorancia. Afortunadamente para lo que todavía
nos queda de curiosidad intelectual, esas censuras quizá no son inapelables.
Pero si el debate ha de volver a considerarse, será preciso hacerlo con base en datos más
seguros. Porque hay una precaución que, al parecer, los detractores comunes de la historia no han
tomado en cuenta. Su palabra no carece ni de elocuencia, ni de chispa. Pero, los más de ellos han
omitido informarse con exactitud sobre lo que hablan. La imagen que se hacen de nuestros
estudios no se ha formado en el taller. Huele más a oratoria y a Academia que a gabinete de
trabajo. Es sobre todo una imagen anticuada. De suerte que a fin de cuentas probablemente toda
esa palabrería no se haya gastado sino para exorcizar un fantasma. Nuestro esfuerzo aquí debe ser
muy diferente. Los métodos con los que trataremos de medir el grado de certeza serán los que
realmente usa la investigación, hasta en el humilde y delicado detalle de sus técnicas. Nuestros
problemas serán los mismos que al historiador le impone cotidianamente su materia.10 En pocas
palabras, quisiéramos, ante todo, decir cómo y por qué un historiador practica su oficio. Después,

67
al lector le tocará decidir si vale la pena ejercerlo o no. Sin embargo, hay que tener mucho
cuidado. La tarea así entendida y limitada sólo puede parecer simple en apariencia. Quizá lo sería
si estuviéramos frente a una de esas artes aplicadas de la que se ha dicho todo, una vez que se han
enumerado, unas tras otras, las habilidades consagradas. Pero la historia no es como la relojería ni
como la ebanistería. Es un esfuerzo encaminado a conocer menor; por consiguiente, algo en
movimiento. Limitarse a describir una ciencia tal como se hace, siempre será traicionarla un poco.
Es aún más importante decir cómo espera progresivamente lograr hacerse. Ahora bien, por parte
del analista, semejante empresa exige forzosamente una gran dosis de elección personal. [En
efecto, toda ciencia, en cualquiera de sus etapas, está constantemente atravesada por sus
tendencias divergentes, las cuales no se pueden privilegiar sin una especie de apuesta al por-
venir.] No tenemos la intención de retroceder ante esta necesidad. En materia intelectual, igual
que en cualquier otra, el horror a las responsabilidades no es un sentimiento muy recomendable.
Sin embargo, nos pareció un asunto de honestidad advertir al lector. Asimismo, las
dificultades a las que inevitablemente se enfrenta todo estudio de los métodos varían mucho
según el punto que cada disciplina ha alcanzado momentáneamente en la curva, siempre irregular,
de su desarrollo. Hace cincuenta años, cuando Newton reinaba como maestro, supongo que era
singularmente más fácil que ahora elaborar, con el rigor de un plano arquitectónico, una
exposición de la mecánica. Pero la historia aún se encuentra en una fase mucho más desfavorable
para las certidumbres. Porque la historia no es sólo una ciencia en movimiento. Es tam- bién una
ciencia en pañales, como todas las que tienen por objeto el espíritu humano, este recién llegado al
campo del conocimiento racional. O, para decirlo mejor, vieja bajo la forma embrionaria del relato,
por mucho tiempo saturada de ficciones y por mucho más tiempo atada a los acontecimientos
más inmediatamente aprehensibles, sigue siendo muy joven como empresa razonada de análisis.
Se esfuerza por penetrar finalmente los hechos de la superficie, por rechazar, después de las
seducciones de la leyenda o de la retórica, los venenos, hoy en día más peligrosos, de la rutina
erudita y del empirismo disfrazado de sentido común. En algunos de los problemas esenciales de
su método, no ha superado los primeros tanteos. Por lo que Fustel de Coulanges y, antes que él,
Bayle, probablemente no estaban totalmente equivocados al llamarla "la más difícil de todas las
ciencias".11 [¿Sin embargo, es ésta una ilusión? Por incierto que nuestro camino siga siendo en
tantos puntos, me parece que en este momento estamos mejor colocados que nuestros
predecesores inmediatos para ver con mayor claridad. En las últimas décadas del siglo xix, las
generaciones inmediatamente anteriores a la nuestra vivieron como alucinadas por una imagen
muy rígida, una imagen realmente comtiana de las ciencias del mundo físico. Extendiendo este
esquema prestigioso al conjunto de las adquisiciones intelectuales, pensaban que no puede haber
conocimiento auténtico que no desemboque en demostraciones, de entrada irrefutables, en
certidumbres formuladas bajo el aspecto de leyes imperiosamente universales. Ésta era una
opinión más o menos unánime. Pero, aplicada a los estudios históricos y de acuerdo con los
diferentes temperamentos, dio lugar a dos tendencias opuestas. De hecho, unos creyeron posible
instituir una ciencia de la evo- lución humana conforme con este ideal de alguna manera pan-
científico y trabajaron con afán para establecerla, con el riesgo, por otra parte, de optar por dejar,
a fin de cuentas, fuera del alcance de ese conocimiento de los hombres muchas realidades muy
huma- nas, pero que les parecían muy rebeldes a un saber racional. Este residuo era lo que con
desdén llamaban el acontecimiento; era también una buena parte de la vida más íntimamente
individual. Tal fue, en suma, la posición de la escuela sociológica fundada por Durkheim, al menos
si no se toma en cuenta la flexibilidad que ante la inicial rigidez de los principios introdujeron, poco
a poco, algunos hombres demasiado inteligentes para no sufrir, incluso a pesar suyo, la presión de
las cosas. Nuestros estudios deben mucho a este gran esfuerzo que nos ha enseñado a analizar
con mayor profundidad, a enfocar más de cerca los problemas, a pensar, me atrevería a decir, de

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manera menos barata. Aquí no hablaremos de él sino con un respeto y un reconocimiento
infinitos. Si hoy nos parece superado, ése es el rescate que, tarde o temprano, tienen que pagar
todos los movimientos intelectuales por su fecundidad. Sin embargo, al mismo tiempo otros
investigadores adoptaron una actitud muy diferente. Al no lograr insertar la historia en los marcos
del legalismo físico y además preocupados en particular —a causa de su primera formación— por
las dificultades, las du das, el frecuente volver a empezar de la crítica documental, ex- trajeron de
la experiencia, ante todo, una lección de humildad decepcionada. La disciplina a la que
consagraban su inteligencia no les pareció, a fin de cuentas, capaz de ofrecer muchas perspectivas
ni en del presente, ni en el futuro. Se inclinaron a ver en ella, más que un conocimiento
verdaderamente científico, una suerte de juego estético o, a lo mucho, un ejercicio de higiene
favorable para la salud mental. En ocasiones se les ha llamado "historiadores historizantes",
sobrenombre injurioso para nuestra corporación, ya que parece considerar la esencia de la historia
en la negación misma de sus posibilidades. Por mi parte, de buena gana les encontraría un signo
de adhesión más expresivo en el momento del pensamiento francés con el que se vinculan. Si uno
se atiene a las fechas que el libro asigna a su actividad, el amable y huidizo Silvestre Bonnard es un
anacronismo, exactamente igual a esos santos antiguos que los escritores de la Edad Media
pintaban con ingenuidad bajo los colores de su propio tiempo. Silvestre Bonnard (por poco que se
quiera reconocer, aunque sea por un instante, una existencia de carne y hueso en esta sombra
inventada), el verdadero Silvestre Bonnard, nacido en el primer Imperio, hubiera sido considerado
por los integrantes de la generación de los grandes historiadores románticos como uno de los
suyos, hubiera compartido con ellos el entusiasmo conmovedor y fecundo, la fe un tanto candida
en el porvenir de la "filosofía" de la historia. Ignoremos la época que se le atribuye y situémoslo en
la que se escribió su vida imaginaria; merecería figurar como el patrón, el santo corporativo de
todo un grupo de historiadores que fueron más o menos los contemporáneos intelectuales de su
biógrafo: trabajadores profundamente honestos, pero de aliento algo corto y de los que a veces se
pensaría que, como esos hijos cuyos padres se han divertido mucho, llevan en sus huesos la fatiga
de las grandes orgías históricas del romanticismo; dispuestos a minimizarse ante sus colegas de
laboratorio; en fin, más deseosos de aconsejarnos prudencia que empuje. ¿Sería muy malicioso
buscar su divisa en estas sorprendentes palabras que un día se le escaparon a ese hombre de
inteligencia tan viva, mi querido maestro Charles Seignobos: "Es muy útil hacer preguntas, pero
muy peligroso responderlas"? Sin duda alguna, ésta no es la expresión de un fanfarrón. Pero si los
físicos no hubieran sido más intrépidos, ¿adónde estaría la física? Ahora bien, nuestra atmósfera
mental ya no es la misma. La teoría cinética de los gases, la mecánica einsteiniana, la teoría de los
quanta han alterado profundamente la idea que aún ayer todo se formaba de la ciencia. Estas
teorías no la han empequeñecido, la han hecho más flexible. En muchos puntos han sustituido lo
cierto por lo infinitamente probable, lo rigurosamente mesurable por la noción de eterna
relatividad de la medida. Su acción se deja sentir incluso sobre las innumerables mentes —debo
¡por desgracia! colocarme entre ellas— a quienes la debilidad de su inteligencia o de su educación
impiden seguir, salvo de muy lejos y en cierta manera por reflejo, esta gran metamorfosis. Así
pues, de aquí en adelante, estamos mucho mejor preparados para admitir que un conocimiento
puede pretender el nombre de científico aunque no se revele capaz de hacer demostraciones
euclidianas o leyes de repetición inmutables. Aceptamos con mucha mayor facilidad hacer de la
certidumbre y del universalismo una cuestión de grados. Ya no sentimos la obligación de tratar de
imponer a todos los objetos del saber un modelo intelectual uniforme, tomado prestado de las
ciencias de la naturaleza física, porque incluso en ellas mismas ese modelo ya no se aplica por
completo. Todavía no sabemos muy bien qué será un día de las ciencias del hombre. Sabemos
muy bien que para ser —por supuesto, siempre obedeciendo a las reglas fundamentales de la
razón— no tendrán necesidad de renunciar a su originalidad, ni de avergonzarse de ella.] Me

69
gustaría que los historiadores de profesión, particularmente los jóvenes, se acostumbraran a
reflexionar sobre estas vacilaciones, estos perpetuos "arrepentimientos" de nuestro oficio. Esa
será para ellos la mejor manera de prepararse, gracias a una elección deliberada, para conducir
razonablemente sus esfuerzos. Sobre todo me gustaría verlos acercarse, cada ocasión en mayor
número, a esta historia ampliada y profundizada a la vez, cuyo diseño concebimos varios —cada
día quienes lo hacemos somos más—. Si mi libro puede servirles para ello, sentiré que no ha sido
[absoluta- mente] inútil. Confieso que hay en él una parte programática. Pero yo no escribo
únicamente, ni sobre todo, para el uso interno del taller. Tampoco pienso que sea necesario
ocultar a los simples curiosos las irresoluciones de nuestra ciencia. Ellas son nuestra excusa; más
aún: la causa de la frescura de nuestros estudios. No sólo tenemos el derecho de reclamar en
favor de la historia la indulgencia que todos los comienzos merecen. Lo inacabado, si tiende
constantemente a superarse, ejerce sobre cualquier mente apasionada una seducción que bien
vale del logro perfecto. Al buen labrador le gustan tanto las labores y la siembra como la cosecha,
ha dicho más o menos Péguy. Conviene que estas palabras introductorias terminen con una
confesión personal. Cada ciencia, tomada de manera aislada, no representa sino un fragmento del
movimiento universal hacia el conocimiento. [Ya tuve la ocasión de dar un ejemplo de ello más
arriba:] Para entender y apreciar bien sus procedimientos de investigación, aunque se trate de los
más particulares en apariencia, resulta indispensable [saber] unirlos [, con un trazo perfecta-
mente seguro,] al conjunto de tendencias que se manifiestan, en el mismo momento, en las otras
disciplinas. Ahora bien, este estudio de los métodos en sí mismos constituye, a su manera, una
especialidad, cuyos técnicos se llaman filósofos. Éste es un título al que me está vedado aspirar. A
causa de esta laguna de mi primera formación, probablemente este ensayo perderá mucho, lo
mismo en precisión de lenguaje que en amplitud de horizonte. No puedo presentarlo sino como lo
que es: el compendio de un artesano a quien siempre le ha gustado meditar sobre su tarea co-
tidiana, la libreta de un obrero que por muchos años ha manejado la toesa y el nivel, sin por ello
creerse matemático.

I. LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO

1. LA ELECCIÓN DEL HISTORIADOR


La palabra historia es una palabra muy vieja, [tan vieja que a veces ha cansado. Cierto es que
rara vez se ha llegado a querer eliminarla del vocabulario.] Hasta los sociólogos de la escuela
durkheimiana le hacen un lugar, pero para relegarla en el último rincón de las ciencias del hombre:
suerte de mazmorras donde arrojan los hechos humanos considerados a la vez como los más
superficiales y los más fortuitos, mientras que reservan a la sociología todo aquello que les parece
susceptible de análisis racional. Por el contrario, aquí conservaremos su significación más amplia.
[De ante- mano la palabra no veda ninguna dirección hacia la cual se pueda orientar la
investigación: sea de preferencia hacia el individuo o hacia la sociedad, sea hacia la descripción de
las crisis momentáneas o hacia la búsqueda de los elementos más durables; no en- cierra en sí
misma ningún credo; no compromete, conforme con su etimología primera, a nada más que a la
"investigación".] Desde que apareció hace más de dos milenios en los labios de los hombres, sin
duda ha cambiado mucho de contenido. En el lenguaje, ése es el destino de todos los términos
que realmente tienen vida. Si las ciencias tuvieran que buscarse una nueva denominación cada vez
que logran una conquista, ¡cuántos bautismos habría y cuánto tiempo se perdería en el reino de
las academias! No obstante, al seguir siendo serenamente fiel a su glorioso nombre helénico,
nuestra historia no será la misma que escribía Recateo de Mileto, como la física de lord Kelvin o de
Langevin no es la de Aristóteles. [Sin embargo, ¿qué es la historia? No tendría ningún interés

70
empezar este libro, centrado en torno a los problemas reales de la investigación, con una larga y
rígida definición. ¿Qué trabajador serio se ha preocupado alguna vez de semejantes artículos de
fe?1] Su meticulosa precisión no sólo deja escapar lo mejor de todo impulso intelectual,
entiéndase: las simples veleidades en el impulso hacia un saber todavía no determinado, el poder
de extensión. Su mayor peligro es definir con tanto cuidado para delimitar mejor. "Este tema o
esta manera de tratarlo", dice el guardián de los dioses términos, "es lo que probablemente puede
seducir. Pero ten cuidado, ¡oh efebo!: eso no es historia". ¿Acaso somos una juraduría de los
tiempos antiguos para codificar las tareas permitidas a las gentes de oficio y, una vez cerrada la
lista, reservar el ejercicio a nuestros maestros con patente? Los físicos y los químicos son más
sabios; hasta donde yo sé, jamás se les ha visto pelear por los derechos respectivos de la física, de
la química, de la química-física o —suponiendo que este término exista— de la física-química. No
es menos cierto que frente a la inmensa y confusa realidad, el historiador necesariamente es
llevado a delimitar el punto particular de aplicación de sus herramientas; por ende, a hacer una
elección, la cual evidentemente no será igual a la del biólogo, por ejemplo; sino que será
propiamente la elección de un historiador. Este es un auténtico problema de acción. Nos
acompañará a lo largo de nuestro estudio.2
1. LA HISTORIA Y LOS HOMBRES
Algunas veces se ha dicho: "La historia es la ciencia del pasado". Lo que [a mi parecer] es una
forma impropia de hablar.3 [Porque, en primer lugar,] la idea misma que el pasado, en tanto tal,
pueda ser objeto de una ciencia es absurda. ¿De qué manera se puede tratar como materia de
conocimiento racional, sin previa delimitación, a una serie de fenómenos cuyo único punto en
común es el no ser contemporáneos? ¿Podemos imaginar, de manera similar, una ciencia total del
Universo en su estado actual?
Probablemente en los orígenes de la historiografía, los viejos analistas no se cohibían con
estos escrúpulos. Narraban acontecimientos diversos, cuyo único vínculo era haber ocurrido
aproximadamente en el mismo momento: los eclipses, las granizadas, la aparición de
impresionantes meteoros mezclados con las batallas, los tratados, las muertes de los héroes y de
los reyes. Pero, en esta primera memoria de la humanidad, confusa como la percepción de un niño
pequeño, un esfuerzo de análisis sostenido poco a poco ha realizado la clasificación necesaria. Es
verdad que el lenguaje, profundamente tradicionalista, con facilidad otorga el nombre de historia
a cualquier estudio de un cambio en la duración. La costumbre no es peligrosa porque no engaña a
nadie. En este sentido hay una historia del sistema solar, ya que los astros que lo componen no
siempre han sido tal como los vemos. Esa historia incumbe a la astronomía. Hay una historia de las
erupciones volcánicas, que estoy seguro es de enorme interés para la física del globo. No
pertenece a la historia de los historiadores. O al menos no le pertenece sino en la medida en que,
de alguna manera, quizá sus observaciones se vendrían a encontrar con las preocupaciones
específicas de nuestra historia de historiadores. ¿Cómo se establece en la práctica la repartición de
las tareas? Probablemente con un ejemplo comprenderemos mejor que con muchos discursos. En
el siglo X de nuestra era, un golfo profundo, el Zwin, encajaba en la costa flamenca. Después se
cegó. ¿A qué campo del conocimiento habría que asignar el estudio de este fenómeno? De
entrada todos responderán que a la geología. ¿Acaso esta ciencia no fue creada y traída al mundo
para tratar asuntos como el mecanismo de los aluviones, el papel de las corrientes marinas, los
cambios en el nivel de los océanos? Indudablemente. Sin embargo, si se examinan de cerca, las
cosas no resultan tan sencillas. ¿Se trata ante todo de escrutar los orígenes de la transformación?
He aquí a nuestro biólogo obligado a hacerse preguntas que ya no son estrictamente de su
competencia. Porque probablemente el fenómeno fue favorecido cuando menos por la
construcción de diques, por la desviación de canales, por desecaciones, todos ellos actos

71
humanos, nacidos de necesidades colectivas y que sólo se hicieron posibles gracias a una
estructura social dada.
En el otro extremo de la cadena hay un nuevo problema: el de las consecuencias. A poca
distancia del fondo del golfo había una ciudad: Brujas, que se comunicaba con él por un corto
trecho de río. Por las aguas del Zwin recibía o expedía la mayor parte de las mercancías que hacían
de ella, guardadas todas las proporciones, el Londres o el Nueva York de aquellos tiempos. Era
notable cómo día a día el terreno se iba cegando. A medida que la superficie inundada se alejaba,
los muelles de Brujas se iban adormeciendo, por más que la ciudad adelantara cada vez más sus
ante- puertos hacia la embocadura. Ciertamente no fue ésa, ni con mucho, la única causa de su
decadencia. ¿Acaso la física incide sobre lo social sin que su acción esté preparada, favorecida o
permitida por otros factores que provienen del hombre mismo? Pero en el movimiento de las
ondas causales, no cabe duda de que esa causa cuenta como una de las más eficaces. Ahora bien,
la obra de una sociedad que modifica el suelo donde vive según sus necesidades es, como todos lo
sentimos por instinto, un hecho "eminentemente histórico". Las vicisitudes de un poderoso centro
de intercambio también lo son. En un ejemplo muy característico de la topografía del saber
tenemos, por una parte, un punto de intersección donde la alianza de dos disciplinas resulta
indispensable para cualquier tentativa de explicación y, por la otra, un punto de tránsito en el que,
una vez que ya se ha dado cuenta de un fenómeno y sólo sus efectos han quedado sin definirse,
una de las disciplinas lo cede definitivamente a la otra. ¿Qué sucedió en cada caso para que la
historia haya aparecido de manera tan imperiosa? Apareció lo humano. En efecto, hace mucho
que nuestros grandes antepasados, un Michelet, un Fustel de Coulanges, nos enseñaron a
reconocerlo: el objeto de la historia es, por naturaleza, el hombre.4 Mejor dicho:los hombres. Más
que el singular que favorece la abstracción, a una ciencia de lo diverso le conviene el plural, modo
gramatical de la relatividad. Tras los rasgos sensibles del paisaje, [las herramientas o las
máquinas,] tras los escritos en apariencia más fríos y las instituciones en apariencia más
distanciadas de quienes las establecieron, la historia quiere captar a los hombres. Quien no lo
logre nunca será, en el mejor de los casos, sino un obrero manual de la erudición. El buen
historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su
presa. Del carácter de la historia como conocimiento de los hombres se desprende su posición
particular frente al problema de la ex- presión. ¿Es "ciencia" o "arte"? Hacia 1800, a nuestros
bisabuelos les gustaba disertar gravemente sobre este punto. Más tarde, al- rededor de 1890,
empapados en un ambiente de positivismo un tanto rudimentario, se pudo ver cuánto se
indignaban los especialistas del método porque en los trabajos históricos la gente daba una
importancia, según ellos excesiva, a lo que llamaban la "forma". [Arte contra ciencia, forma contra
fondo:] una de tantas querellas que bien vale mandar engrosar el expediente de la escolástica. No
hay menos belleza en una ecuación exacta que en una frase precisa. Pero cada ciencia tiene su
propia estética del lenguaje. Los hechos humanos son, por esencia, fenómenos muy delicados y
muchos de ellos escapan a la medición matemática. Para traducirlos bien, y por lo tanto para
penetrar bien en ellos (porque ¿acaso es posible comprender perfectamente lo que no se sabe
decir?), se necesita una gran finura de lenguaje, un color justo en el tono verbal]. Ahí donde
resulta imposible calcular, se impone sugerir. Entre la expresión de las realidades del mundo físico
y la expresión de las realidades del espíritu humano, el con- traste es, considerándolo bien, el
mismo que entre la tarea del obrero que trabaja con una fresadora y la del laudero: ambos
trabajan al milímetro, pero el primero usa instrumentos mecánicos de precisión y el segundo se
guía, ante todo, por la sensibilidad de su oído y sus dedos. No estaría bien que el obrero se
contentara con el empirismo del laudero, ni que el laudero se pusiera a imitar al obrero. ¿Se podrá
negar que así como existe un tacto de la mano, existe un tacto de las palabras?

72
3. EL TIEMPO HISTÓRICO
"Ciencia de los hombres", hemos dicho. Todavía es algo demasiado vago. Hay que añadir: "de
los hombres en el tiempo". El historiador no sólo piensa lo "humano". La atmósfera donde su
pensamiento respira naturalmente es la categoría de la duración. En verdad no es fácil imaginar
una ciencia, cualquiera que sea, que pueda hacer abstracción del tiempo. Sin embargo, para mu-
chas de ellas, que por convención lo dividen en fragmentos artificialmente homogéneos, el tiempo
no representa más que una medida. Realidad concreta y viva, entregada a la irreversibilidad de su
impulso, el tiempo de la historia, por el contrario, es el plasma mismo donde están sumergidos los
fenómenos y es como el lugar de su inteligibilidad. El número de segundos, de años o de siglos que
un cuerpo radioactivo necesita para convertirse en otros cuerpos es un dato fundamental para la
atomística. Pero el hecho de que tal o cual de esas metamorfosis haya tenido lugar hace mil años,
ayer u hoy, o bien que se deba producir mañana, probablemente interesaría al geólogo, porque la
geología es, a su manera, una disciplina histórica; pero al físico lo deja perfectamente impávido.
Por el contrario, ningún historiador se conformará con constatar que César tardó ocho años en
conquistar Galia y que Lutero necesitó quince años para que del novicio ortodoxo de Erfurt saliera
el reformador de Wittemberg. Le interesará mucho más señalar el lugar cronológico exacto de la
conquista de Galia dentro de las vicisitudes de las sociedades europeas; y sin negar en modo
alguno lo que una crisis del alma como la del hermano Martín pudo haber tenido de absoluto, no
creerá haber rendido cuenta exacta de ella sino después de haber fijado con precisión el momento
en la curva de los destinos tanto del hombre que fue su héroe como de la civilización que tuvo por
clima. Ahora bien, este tiempo verdadero es, por naturaleza, un continuo. También es cambio
perpetuo. De la antítesis de estos dos atributos provienen los grandes problemas de la
investigación histórica. Esto, antes que nada, cuestiona hasta la razón de ser de nuestros trabajos.
En el caso de dos periodos consecutivos extraídos de la sucesión interrumpida de los tiempos —el
vínculo establecido por el flujo de la duración puede ser más fuerte o más débil que la
desemejanza entre ambos— ¿habrá que considerar el conocimiento del periodo más antiguo
como algo necesario o como algo superfluo para el conocimiento del más reciente?]
Bloch, Marc, Apología para la Historia o el oficio del historiador, Bs. As.; F.C.E.; 1982.
Fragmentos escogidos: Introducción y capítulo I

Para los primeros Annales, no hay entonces historia posible que sea verdaderamente
científica, que no sea al mismo tiempo una historia comparatista. Pues retomando en este punto
tanto el célebre discurso de Henri Pirenne pronunciado en Bruselas en 1923, sobre el tema "De la
Méthode Comparative en Histoire", como las experiencias de otras ciencias sociales como la
sociología, la etnología, la lingüística o la literatura que en estas mismas épocas "aclimatan" y
refuncionalizan dentro de sus distintos espacios a este mismo método comparativo, esos primeros
Annales en general, y muy en particular Marc Bloch, van a profundizar y a recuperar
creativamente a este primer paradigma metodológico de todo su proyecto intelectual. Y entonces,
Bloch va a darnos la más clara y hasta hoy no superada definición de lo que es comparar
históricamente, en su artículo célebre de 1928 titulado "Pour une histoire comparée des sociétés
européennes" donde dice: "¿qué es, para comenzar, comparar dentro de nuestro dominio de
historiadores?: comparar es incontestablemente lo siguiente: elegir, dentro de uno o varios
medios sociales diferentes, dos o más fenómenos que aparenten a primera vista, mostrar entre
ellos ciertas analogías, describir luego las curvas de su evolución, comprobar sus similitudes y sus
diferencias y, en la medida de lo posible, explicar tanto las unas como las otras" Es decir, que
comparar implica eludir tanto la "falsa comparación", en donde se intenta confrontar fenómenos
que no poseen entre sí ninguna analogía o similitud evidente -lo que implica que no todo es

73
comparable con todo-, como también el simple "razonamiento por analogía", en donde las
similitudes brotan de la pertenencia de los dos o más fenómenos comparados al mismo medio
social -y en donde la comparación es estéril, pues las similitudes obedecen al simple hecho de ser
fenómenos que expresan una misma y única realidad-. Entonces, si comparar es establecer ese
inventario fundamental tanto de las similitudes como de las diferencias entre distintos fenómenos
históricos, a la vez que buscar su explicación, es claro que el resultado más global de esta
aplicación sistemática del método comparativo en historia es el de delimitar nítidamente los
elementos generales, comunes o universales de los hechos, fenómenos y procesos históricos,
distinguiéndolos de sus aspectos más particulares, singulares o individuales. Una distinción que
como sabemos resulta crucial para cualquier historiador. Ya que, por ejemplo, de ella depende la
construcción de modelos y explicaciones generales dentro de la historia. Y si tanto Henri Berr
como Henri Pirenne han repetido que "no hay ciencia más que de lo general", es claro que hacer
de la historia una empresa científica sólo será posible con el concurso y apoyo de ese método
comparativo. Porque ¿cómo podría Marc Bloch haber construido su modelo global de explicación
de la sociedad feudal europea, sino a partir del juego comparativo permanente entre las curvas de
los desarrollos medievales de los distintos reinos y regiones de Francia, Italia, España, Alemania, e
Inglaterra, entre otros?. Pero también, es del fino trabajo de delimitación de esa dialéctica entre lo
particular y lo general que parte la solución de esas grandes cuestiones que son los temas de la
causalidad o no dentro de la historia, la búsqueda de regularidades y de recurrencias, así como el
gran debate sobre los determinismos históricos diversos. Pues es sólo a partir de la repetición de
procesos eficaces y comprobables de causalidad o de determinación histórica que será posible
detectar tendencias y postular posibles leyes del acontecer histórico, acotando al mismo tiempo la
vigencia de su curva evolutiva general. Temas estos que Marc Bloch ha abordado en su inconclusa
Apologie pour l'Histoire, y Lucien Febvre en sus compi- : l’aciones de Combáis pour l'Histoire y Pour
une histoire a part entiére, y que se conectan directamente con esta puesta en acción del
comparatismo histórico. Comparar en historia, es entonces proyectar siempre una nueva luz sobre
la realidad histórica estudiada, nueva luz que en muchas ocasiones permite detectar como
esenciales, fenómenos que antes sólo parecían anecdóticos o insignificantes, develando trazos
que parecían originales y únicos como trazos comunes y más ampliamente difundidos, o
transfigurando situaciones y hechos que aparentaban ser raros y exóticos en cosas perfectamente
explicables y lógicas. Efectos importantes sobre el trabajo histórico, que se ejemplifican muy bien,
por mencionar sólo este caso, en el libro de Marc Bloch, sobre Los Reyes Taumaturgos.
Así, de comparación en comparación pueden ir fijándose las áreas o regiones de vigencia de
un fenómeno, igual que sus curvas temporales de existencia. Con lo cual y desde estos límites
tanto espaciales como temporales, será mucho más fácil conectar a ese hecho o proceso analizado
con los procesos más globales que le corresponden. Pues un segundo paradigma de estos Annales
de los años 1929-1941 es el del horizonte de la historia concebida como historia global o total.
Historia globalizante o totalizante, que ha sido muchas veces mal interpretada, como si fuese
equivalente a la simple historia general, o en otra i vertiente a la propia historia universal Y ello
porque este carácter global o total alude en verdad a dos posibles especificaciones, íntimamente
¿conectadas, pero al mismo tiempo claramente diferenciadas. Porque la historia de estos primeros
Annales es global, en primer lugar, por las dimensiones del objeto de estudio que abarca. Es decir
por incluir dentro de su territorio de análisis al inmenso conjunto de todo aquello que ha sido
transformado, resignificado, producido o concebido por los hombres, desde la más lejana y
originaria “prehistoria" hasta el más inmediato y actual presente. "Ciencia de los hombres en el
tiempo" como la ha definido Bloch, y por ende atenta a toda huella o traza humana existente en
cualquier plano posible de lo social. Y al mismo tiempo abarcante de toda temporalidad vinculada
con ese espacio de lo humano que recorre las etapas y las eras más diversas, desde la

74
transformación del mono en hombre hasta estos primeros años del tercer milenio que ahora
vivimos. Historia global que nos dice que todo lo humano y todo lo que a eso humano se conecta
es objeto pertinente y posible del análisis histórico, y ello en cualquier época en que esto haya
acontecido. Lo que sin embargo no significa que todo eso humano sea igualmente relevante, ni
igualmente explicativo de los grandes procesos evolutivos de las sociedades y de los hombres.
Porque la historia global no es idéntica ni a la historia universal -ese término descriptivo que
engloba normalmente al conjunto de las historias de todos los pueblos, razas, imperios, naciones y
grupos humanos que han existido hasta hoy-, ni tampoco a la historia general -ese otro término,
también solo connotativo, que se refiere genéricamente a todo el conjunto de sucesos, hechos y
realidades de una época dada, o en otro caso de un actor, fenómeno o realidad histórica
cualquiera-. La historia global es más bien un concepto complejo y muy elaborado que se refiere a
esa totalidad articulada, jerarquizada y dotada de sentido que constituye justamente esa "obra de
los hombres en el tiempo". Y por lo tanto, la apertura de un territorio donde existen cosas
fundamentales y otras menos importantes, donde hay elementos determinantes y otros
determinados, donde hay totalidades menores autosuficientes, y otras realidades que no
contienen dentro de sí mismas los propios principios de su autointeligibilidad. Lo que entonces nos
lleva a la segunda significación específica de esta historia global. Es decir a su derivación
epistemológica como exigencia de situar, permanentemente, al problema o tema estudiado
dentro de las sucesivas totalidades que lo enmarcan. Pues si hacer historia global no es hacer
historia universal, recorriendo todas esas múltiples historias de todo grupo humano en el tiempo,
ni tampoco hacer historia general, agotando hasta el cansancio de manera sólo acumulativa y
fatigosa todos los hechos o fenómenos presentes dentro de una sociedad o un nivel o una época
dada, sí es en cambio ser capaz de, como ha dicho Fernand Braudel, "sobrepasar
sistemáticamente los límites" específicos del problema abordado, explicitando sus vínculos y
puentes con las totalidades diversas que le corresponden. Partiendo entonces de un cierto
acotamiento siempre obligado, que es un triple acotamiento espacial, temporal y temático del
problema a investigar, la historia global lo que hace es retomar a ese problema desde el punto de
vista de la totalidad -como habrá dicho en su tiempo el propio Marx- reconstruyendo las líneas de
conexión del mismo, primero con las totalidades parciales determinadas que le corresponden -la
totalidad espacial o influencia más general que lo envuelve o sobredetermina, la totalidad
temporal que ubica las fronteras en las cuales cesa todo rastro de sus orígenes o de sus
consecuencias y efectos últimos, y la totalidad- temática de todo el universo de otras dimensiones
o hechos que se inter- conectan de modo esencial con él- y luego con la totalidad más global y
siempre última que es esa multimencionada obra de los hombres en el tiempo. Una perspectiva
globalizante, que implica entonces que la ciencia social no debe ser una ciencia de campos o de
espacios disciplinares -la ciencia de lo económico o de lo político o de lo histórico o de lo
psicólogo, etc., etc.-, sino una ciencia de problemas, tan multidimensionales y polifacéticos, y en
consecuencia tan "unidisciplinares" y "globalizantes" como lo debe ser esa misma ciencia de lo
social. Porque como lo dirá enfáticamente Fernand Braudel, la realidad social es sólo una, "un solo
paisaje" al que las distintas disciplinas y ciencias de lo social se aproximan, parcial y
fragmentariamente, desde sus distintos "observatorios" o emplazamientos. Por ello, el tercer
paradigma que será reivindicado por esos primeros Annales es el de la historia interpretativa, y
más radicalmente el de una "historia-problema". Una historia que al mismo tiempo que recoge la
tesis de Henri Pirenne cuando afirma que el "núcleo" del trabajo del historiador no se encuentra
en la erudición sino, justamente en la interpretación -tesis que también Henri Berr habrá
planteado al concebir a esa misma dimensión interpretativa como el elemento que hace posible
transitar de la simple "síntesis erudita" a la verdadera "síntesis científica" o histórica-, va a
radicalizarla hasta el final para postular que esa interpretación no es sólo el núcleo o la parte más

75
importante de la práctica histórica o la condición del paso de la erudición a la ciencia, sino más
bien la esencia general misma y el momento global determinante de toda la actividad misma del
oficio de historiador. Porque si las posturas historiográficas anteriores veían a la interpretación
como un momento siempre ulterior al proceso o trabajo de erudición, y en consecuencia como un
corolario, remate o incluso como un momento culminante del ejercicio historiográfico, los Annales
van a invertir de raíz esta tesis proponiendo en cambio que la interpretación; es el punto de
partida mismo de la investigación histórica, haciéndose presente además a todo lo largo del
trabajo y actividad del historiador. Y de ahí la denominación de "historia-problema" pues esta tesis
implica que la historia "parte siempre de problemas", que intenta resolver .1; para llegar siempre
finalmente a nuevos problemas. Y entonces será claro i que "la realidad sólo habla según se le
interroga" y que sólo "se encuentra lo que se está buscando" por lo que la erudición misma va a
depender, directa y esencialmente, de esa interpretación previa que se plasma en las hipótesis,
preguntas, interrogaciones y herramientas de análisis que el historiador tiene ya dentro de su
cabeza en el mismo momento inicial en que acomete el tratamiento y examen de sus fuentes y de
sus distintos materiales históricos. Por eso, toda investigación histórica comienza con la definición
de una "encuesta" de un "cuestionario" determinado que implica ya una posición frente al tema a
investigar, posición que delimita, si bien sea a modo de conjeturas provisorias pero actuantes, las
preguntas sobre lo que es o no significativo, el cuerpo de las hipótesis a fundamentar o a eliminar,
así como la agenda de los puntos y elementos cuya explicación y consideración se intenta
encontrar. Cuestionario o encuesta que deñe justamente el "problema" que es objeto de esa
indagación historiográfica. Un problema que, para los Annales iniciales, va a decidir entonces el
curso mismo del trabajo erudito y más adelante los propios resultados de la práctica del
historiador. Y que, en consecuencia, va a constituirse en la primera tarea de esa misma aplicación
práctica de las reglas del oficio de los cultores de la musa Clío. Pues si el problema o cuestionario
inicial va a sobre determinar de manera tan fundamental al propio momento erudito de la
actividad, entonces se hace necesario explicitarlo, con el máximo rigor y detalle, en el comienzo
mismo del trabajo historiográfico. Y entonces, al explicitarlo, se revelará claramente tanto la
solidez y riqueza de la formación específica de cada historiador, como también y sobre todo, el
conjunto global de los inevitables "sesgos" particulares que dicho historiador introduce,
ineludiblemente, en el tratamiento de su propio material. Porque en contra de la visión
ingenuamente positivista, que pedía una neutralidad absoluta del historiador frente a su tema de
estudio, y que soñaba con una objetividad también absoluta de sus resultados, el paradigma de la
historia problema afirma por el contrario que es el propio historiador "el que da a luz los hechos
históricos", construyendo junto a sus procedimientos y técnicas de análisis también los "objetos" y
"problemas" que va a investigar, para obtener al final un conjunto de hipótesis, modelos y
explicaciones globales también construidas por él mismo y por lo tanto igualmente "sesgadas" por
su misma actividad o intervención. Entonces, y puesto que no existe una relación pura, aséptica e
incontaminada entre el historiador y su "materia prima" el trabajo histórico llevará siempre y
necesariamente la marca de los múltiples sesgos de sus constructores. Sesgos que comienzan con
la propia determinación "epocal" del historiador -lo que Bloch recordará con el célebre proverbio
de que los hombres son tan hijos de su propio tiempo como lo son de sus mismos padres-, sesgos
que le dictan parte de los criterios de la elección de sus problemas, y que alcanzan hasta las
singularidades mismas de su biografía o itinerario personal, que lleva a unos a interesarse en la
cultura o en la política y a otros en la economía o en el conflicto social, pasando sin duda también
por los sesgos derivados del origen y de la posición de clase social del historiador, pero también de
los efectos producidos por las coyunturas sociales o culturales, por las situaciones generales o por
las experiencias colectivas e individuales igualmente vividas. Con lo cual otra de las funciones
esenciales de ese cuestionario, o encuesta o problema inicialmente delimitado, será también el de

76
hacer explícitos y conscientemente asumidos a esos sesgos o sobre determinaciones específicos
del historiador. Sesgos o limitaciones que por lo demás, no conducen a un relativismo absoluto de
los resultados historiográficos, tan caro a las recientes posturas posmodernas en la historiografía,
sino más bien al reconocimiento elemental de que toda verdad histórica -como toda verdad en
general- es una verdad relativa, y a que por tanto el progreso del conocimiento histórico -como,
por lo demás, todo progreso real- no es un progreso simple, lineal, acumulativo e irreversible, sino
más bien un progreso complejo, lleno de saltos y de retrocesos, de múltiples líneas y ensayos, y
sólo ascendente desde la perspectiva más global de su curva última y más general. Un cuarto
paradigma de esta historia promovida por los Annales, en su etapa de 1929 a 1941, es el de la
historia abierta o en construcción. Porque si el nuevo tipo de historia que se reivindica es esa
historia comparatista, global y problemática que hemos explicado, es claro que el proyecto de la
misma sólo remonta a la segunda mitad del siglo xix, a la fecha de nacimiento y desarrollo del
marxismo original, y a todavía mucho menos tiempo si sólo se consideran los ámbitos académicos
y universitarios de afirmación de la historiografía. Por lo tanto, esta historia defendida por esos
primeros Annales no podrá ser más que una historia joven, en vías de construcción y que se
encuentra aún a la búsqueda de la definición de sus perfiles más definitivos y fundamentales. Y en
consecuencia, una historia que se dedica permanentemente a descubrir, y luego a explorar y
colonizar progresivamente los múltiples nuevos territorios que cada generación sucesiva de
historiadores le aporta. Una tarea que como lo ilustra la propia historia de la corriente annalista,
pero también la historia de la entera historiografía del siglo xx, se ha cumplido a lo largo de los
últimos ochenta años, renovando con cada nueva coyuntura histórica general, los temas y campos
de la investigación histórica. E igual que los nuevos territorios también las técnicas, los
procedimientos, los paradigmas metodológicos y los modelos, conceptos y teorías que utiliza,
aplica, construye e incorpora esa misma ciencia de la historia. Pues desde la técnica del Carbono
14 hasta la dendrocronología, desde el método comparativo hasta el moderno "paradigma
indiciado" de los microhistoriadores italianos, y desde los modelos del mundo feudal de Pirenne o
de Bloch, hasta los modelos recientes sobre el capitalismo de Braudel o de Wallerstein o los
modelos de historia cultural de Cario Ginzburg o de Roger Chartier, la historia no ha cesado ni un
sólo momento de ensancharse, de redefinirse, de profundizarse y de transformarse incluso
radicalmente, para dar cabida y espacio de desarrollo a todo ese conjunto vasto y enorme de
innovaciones técnicas, metodológicas y epistemológicas diversas.
De este modo, y a través de este paradigma de una historia en construcción, los Annales de la
primera época van a asumir radicalmente el carácter sólo inicial y necesariamente inacabado del
proyecto de una ciencia histórica, carácter que no sólo explica esa permanente mutación y
renovación que la historiografía contemporánea ha conocido en la última centuria, sino que
permite también pronosticar acerca del futuro inmediato de la misma: está todavía lejos, como
dijo alguna vez con un poco de ironía Fernand Braudel, el momento en que habremos encontrado
"la buena ciencia" de la historia, su "forma definitiva", el espacio por fin abarcado de su inmenso
territorio, las "buenas técnicas" y los "buenos métodos" por fin establecidos de sus
investigaciones. Por el contrario, si la historia posee el espesor mismo de lo humano, a lo largo de
todos los tiempos en que esto humano ha existido, su progreso sigue y seguirá avanzando con los
cambios y desarrollos mismos de todas las ciencias sociales, transformaciones y avances cuyo final
no se distinguen aún dentro del horizonte. Por eso, como Marc Bloch reclama, la historia "en tanto
empresa razonada de análisis" es todavía una ciencia que vive su periodo de infancia,
reproduciendo constantemente nuevos descubrimientos y nuevos hallazgos para su compleja
edificación. Y por eso también, es que tal vez no logra cerrar del todo y definitivamente su
combate contra las formas de historia que le han precedido, y con las cuales ha roto sin embargo
de manera radical. Pues al no alcanzar a consolidar totalmente, dada la magnitud de la empresa,

77
ese carácter científico y crítico que la distingue de las historias positivistas, empiristas, legendarias
y metafísicas, decimonónicas y anteriores que la preceden, sigue dejando entonces un espacio
historiográfico sin ocupar, espacio en el cual todavía prosperan y se sobreviven esas historias
positivistas, monográficas y puramente narrativas, ya anacrónicas y vacías de contenido, pero
todavía actuantes y activas en vastos dominios de las historiografías nacionales del mundo entero.
Finalmente, un quinto paradigma que va a caracterizar a esa revolución en la teoría de la
historia es el paradigma de los diferentes tiempos históricos y de la larga duración. Un paradigma
que sin embargo, aunque se haya esbozado en algunos de sus puntos esenciales en la obra de
Marc Bloch, sólo será tematizado e incorporado a la perspectiva annalista a través de la obra y los
ensayos de Fernand Braudel, durante la segunda etapa de vida de la corriente, etapa que
analizaremos en el capítulo siguiente. Estos cinco paradigmas constituyen, entonces, el núcleo
duro epistemológico de esta revolución en la teoría de la historia, desplegada por los primeros
Annales y consumada por los Annales braudelianos, revolución que constituirá el principal aporte
general de estos Annales a la historiografía del siglo xx, a la vez que el soporte en el que se
apoyarán tanto el nuevo tipo de historia económica y social por ellos promovida, como algunas de
sus incursiones igualmente originales y renovadoras en el campo de la historia cultural -
abusivamente rebautizada después como historia de las 'mentalidades pero también todo el rol de
profunda transformación que van a jugar esos Annales, sucesivamente, dentro de la historiografía
francesa, luego mediterráneo-europea y latinoamericana, y finalmente europea y del mundo
occidental en general. Una revolución que es el fruto directo de la compleja y rica colaboración
entre Marc Bloch y Lucien Febvre, pero también del equipo de primeros miembros del comité de
redacción y de colaboradores cercanos del proyecto, tales como el sociólogo durkheimiano
Maurice Halbawchs, de clara filiación socialista, o Henri Hauser, primer titular de la Cátedra de
Historia Económica de La Sorbonne y buen conocedor de Marx, o Georges Lefebvre y Ernest
Labrousse, ambos estudiosos de la revolución francesa y ambos impactados fuertemente por el
pensamiento marxista, etc. Proyecto colectivo profundamente innovador y revolucionario, que
habiéndose comenzado a gestar, inmediatamente después del fin de la primera guerra mundial, va
a germinar lentamente para concretarse sólo en 1929, cerrándose luego en 1941 con la difícil
ruptura entre Marc Bloch y Lucien Febvre de la primavera de ese mismo año.

Aguirre Rojas, La escuela de los Annales. Ayer, hoy y siempre. México, Contrahistorias, 2005. p
75-85

78
FERNAND BRAUDEL

Confiésese, sin embargo, que, a menudo, la crónica, la historia tradicional, la historia-relato a


la que tan aficionado era Ranke no nos ofrece del pasado y del sudor de los hombres más que
imágenes tan frágiles como éstas. Fulgores, pero no claridad; hechos, pero sin humanidad.
Adviértase que esta historia-relato pretende siempre contar «las cosas tal y como realmente
acaecieron». Ranke creía profundamente en esta frase cuando la pronunció. En realidad, se
presenta como una interpretación en cierta manera solapada, como una auténtica filosofía de la
historia. Según ella, la vida de los hombres está determinada por accidentes dramáticos; por el
juego de seres excepcionales que surgen en ella, dueños muchas veces de su destino y con más
razón del nuestro. Y cuando se digna hablar de «historia general», piensa en definitiva en el
entrecruzamiento de estos destinos excepcionales, puesto que es necesario que un héroe tenga
en cuenta a otro héroe. Falaz ilusión, como todos sabemos. O digamos, para ser más justos, visión
de un mundo demasiado limitado, familiar a fuerza de haber sido rastreado e inquirido, en el que
el historiador se complace en medrar; un mundo, para colmo, arrancado de su contexto, en el que
con la mejor intención cabría pensar que la historia es un juego monótono, siempre diferente pero
siempre semejante, al igual que las mil combinaciones de las piezas de ajedrez: un juego que
encausa situaciones siempre análogas, sentimientos eternamente iguales, bajo el imperativo de un
eterno e implacable retorno de las cosas.
Nuestra labor consiste precisamente en sobrepasar este primer margen de la historia. Hay
que abordar, en sí mismas y para sí mismas, las realidades sociales. Entiendo por realidades
sociales todas las formas amplias de la vida colectiva: las economías, las instituciones, las
arquitecturas sociales y, por último (y sobre todo), las civilizaciones; realidades todas ellas que los
historiadores de ayer no han, ciertamente, ignorado, pero que, salvo excepcionales precursores,
han considerado con excesiva frecuencia como tela de fondo, dispuesta tan sólo para explicar —o
como si se quisiera explicar— las obras de individuos excepcionales, en torno a quienes se mueve
el historiador con soltura. Inmensos errores de perspectiva y de razonamiento, porque lo que se
intenta concordar mediante este procedimiento e inscribir en un mismo marco son movimientos
que no tienen ni la misma duración ni la misma dirección, integrándose los unos en el tiempo de
los hombres, el de nuestra vida breve y fugaz, los otros en ese tiempo de las sociedades, para el
que un día, un año no significan gran cosa, para el que a veces un siglo entero no representa más
que un instante de la duración. Entendámonos: no existe un tiempo social de una sola y simple
colada, sino un tiempo social susceptible de mil velocidades, de mil lentitudes, tiempo que no
tiene prácticamente nada que ver con el tiempo periodístico de la crónica y de la historia
tradicional. Creo, por tanto, en la realidad de una historia particularmente lenta de las
civilizaciones, entendida en sus profundidades abismales, en sus rasgos estructurales y
geográficos. Cierto, las civilizaciones son mortales en sus floreceres más exquisitos; cierto,
resplandecen y después se apagan para volver a florecer bajo otras formas. Pero estas rupturas
son más escasas, más espaciadas, de lo que se suele creer. Y, sobre todo, no lo destruyen todo por
igual. Quiero decir que en un área determinada de civilización el contenido social puede renovarse
por entero dos o tres veces sin por ello alcanzar ciertos rasgos profundos de estructura que
permanecerán como poderosos distintivos de las otras civilizaciones vecinas. Existe también," por
así decirlo, más lenta aún que la historia de las civilizaciones, casi inmóvil, una historia de los
hombres en sus íntimas relaciones con la tierra que les soporta y les alimenta; es un diálogo que
no cesa de repetirse, que se repite para durar, susceptible de cambiar —como en efecto cambia—
en superficie, pero que prosigue, tenaz, como si se encontrara fuera del alcance y de las
tarascadas del tiempo.
(...)

79
Hay una crisis general de las ciencias del hombre: todas ellas se encuentran abrumadas por
sus propios progresos, aunque sólo sea debido a la acumulación de nuevos conocimientos y a la
necesidad de un trabajo colectivo cuya organización inteligente está todavía por establecer;
directa o indirectamente, todas se ven afectadas, lo quieran o no, por los progresos de las más
ágiles de entre ellas, al mismo tiempo que continúan, no obstante, bregando con un humanismo
retrógrado e insidioso, incapaz de servirles ya de marco. A todas ellas, con mayor o menor lucidez,
les preocupa el lugar a ocupar en el conjunto monstruoso de las antiguas y recientes
investigaciones, cuya necesaria convergencia se vislumbra hoy. El problema está en saber cómo
superarán las ciencias del hombre estas dificultades: si a través de un esfuerzo suplementario de
definición o, por el contrario, mediante un incremento de mal humor. En todo caso, se preocupan
hoy más que ayer (a riesgo de insistir machaconamente sobre problemas tan viejos como falsos)
de definir sus objetivos, métodos y superioridades. Se encuentran comprometidas, a porfía, en
embrollados pleitos respecto de las fronteras que puedan o no existir entre ellas. Cada una sueña,
en efecto, con quedarse en sus dominios o con volver a ellos. Algunos investigadores aislados
organizan acercamientos: Claude Lévi-Strauss1 empuja a la antropología «estructural» hacia los
procedimientos de la lingüística, los horizontes de la historia «inconsciente» y el imperialismo
juvenil de las matemáticas «cualitativas». Tiende hacia una ciencia capaz de unir, bajo el nombre
de ciencia de la comunicación, a la antropología, a la economía política y a la lingüística. Pero
¿quién está preparado para franquear fronteras y prestarse a reagrupáciones en el momento en
que la geografía y la historia se encuentran al borde del divorcio? Mas no seamos injustos; estas
querellas y estas repulsas tienen su interés. El deseo de afirmarse frente a los demás da
forzosamente pie a nuevas curiosidades: negar al prójimo supone conocerle previamente. Más
aún. Sin tener explícita voluntad dé ello, las ciencias sociales se imponen las unas a las otras: cada
una de ellas intenta captar lo social en su «totalidad»; cada una de ellas se entromete en el
terreno de sus vecinas, en la creencia de permanecer en el propio. La economía descubre a la
sociología, que la cerca; y la historia —quizá la menos estructurada de las ciencias del hombre—
acepta todas las lecciones que le ofrece su múltiple vecindad y se esfuerza por repercutirlas. De
esta forma, a pesar de las reticencias, las oposiciones y las tranquilas ignorancias, se va esbozando
la instalación de un «mercado común»; es una experiencia que merece la pena de ser intentada en
los próximos años, incluso en el caso de que a cada ciencia le resulte con posterioridad más
conveniente volverse a aventurar, durante un cierto tiempo, por un camino más estrictamente
personal. Pero de momento urge acercarse unos a otros. En Estados Unidos, esta reunión se ha
realizado bajo la forma de investigaciones colectivas respecto de las áreas culturales del mundo
actual; en efecto, las áreas studies son, ante todo, el estudio por un equipo de social scientists de
los monstruos políticos de la actualidad: China, la India, Rusia, América Latina, Estados Unidos. Se
impone conocerlos. Pero es imprescindible, con motivo de esta puesta en común de técnicas y de
conocimientos, que ninguno de los participantes permanezca, como la víspera, sumido en su
propio trabajo, ciego y sordo a lo que dicen, es criben o piensan los demás. Es igualmente
imprescindible que la reunión de las ciencias sea completa, que no se menosprecie a la más
antigua en provecho de las más jóvenes, capaces del prometer mucho, aunque no siempre de
cumplir mucho. Se da el caso, por ejemplo, que el lugar concedido en estas tentativas americanas
a la geografía es prácticamente nulo, siendo el de la historia extremadamente exiguo. Y, además,
¿de qué historia se trata? Las demás ciencias sociales están bastante mal informadas de la crisis
que nuestra disciplina ha atravesado en el curso de los veinte o treinta últimos años y tienen
tendencia a desconocer, al mismo tiempo que los trabajos de los historiadores, un aspecto de la
realidad social del que la historia es, si no hábil vendedora, al menos sí buena servidora: la
duración social, esos tiemhombres que no son únicamente la sustancia del pasado, sino también la
materia de la vida social actual. Razón de más para subrayar con fuerza, en el debate que se inicia

80
entre todas las ciencias del hombre, la importancia y la utilidad de la historia, o, mejor dicho, en la
dialéctica de la duración, tal y como se desprende del oficio y de la reiterada observación del
historiador; para nosotros, nada hay más importante en el centro de la realidad social que ésta
viva e íntima oposición, infinitamente repetida, entre el instante y el tiempo lento en transcurrir.
Tanto si se trata del pasado como si se trata de la actualidad, una consciencia neta de esta
pluralidad del tiempo social resulta indispensable para una metodología común de las ciencias del
hombre. Hablaré, pues, largamente de la historia, del tiempo de la historia. Y menos para los
historiadores que para nuestros vecinos, especialistas en las otras ciencias del hombre:
economistas, etnógrafos, etnólogos (o antropólogos), sociólogos, psicólogos, lingüistas,
demógrafos, geógrafos y hasta matemáticos sociales y estadísticos; vecinos todos ellos de cuyas
experiencias e investigaciones nos hemos ido durante muchos años informando porque
estábamos convencidos —y lo estamos aún— de que la historia, remolcada por ellos o por simple
contacto, había de aclararse con nueva luz. Quizá haya llegado nuestro turno de tener algo que
ofrecerles. Una noción cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del valor excepcional
del tiempo largo se va abriendo paso —consciente o no consciente, aceptada o no aceptada— a
partir de las experiencias y de las tentativas recientes de la historia. Es esta última noción, más que
la propia historia —historia de muchos semblantes—, la que tendría que interesar a las ciencias
sociales, nuestras vecinas.
(…)
Esta búsqueda de una historia no limitada a los acontecimientos se ha impuesto de manera
imperiosa al contacto de otras ciencias del hombre, contacto inevitable (como lo prueban las
polémicas) y que, en Francia, se ha organizado, después de 1900, gracias a la maravillosa Revue de
Synthèse Historique de Henri Berr, cuya lectura resulta retrospectivamente tan emocionante;
después, a partir de 1929, gracias a la vigorosa y muy eficaz campaña de los Annales de Lucien
Febvre y Marc Bloch. La historia se ha dedicado, desde entonces, a captar tanto los hechos de
repetición como los singulares, tanto las realidades conscientes como las inconscientes. A partir de
entonces, el historiador ha querido ser —y se ha hecho— economista, sociólogo, antropólogo,
demógrafo, psicólogo, lingüista. Estos nuevos vínculos del espíritu han sido, al mismo tiempo,
vínculos de amistad y de corazón. Los amigos de Lucien Febvre y de Marc Bloch, fundadores y
animadores también de los Annales, constituyeron un coloquio permanente de la ciencia del
hombre: de Albert Demangeon y Jules Sion, geógrafos, a Maurice Halbwachs, sociólogo; de
Charles Blondel y Henri Wallon, psicólogos, a François Simiand, filósofo-sociólogo-economista.
Gracias a ellos, la historia se ha apoderado, bien o mal pero de manera decidida, de todas las
ciencias de lo humano; ha pretendido ser, con sus jefes de fila, una imposible ciencia global del
hombre. Al hacerlo se ha entregado a un imperialismo juvenil, pero con los mismos derechos y de
la misma manera que todas las demás ciencias humanas de entonces: pequeñas naciones en
realidad que, cada una por su cuenta, soñaban con tragárselo todo, con atropellar y con dominarlo
todo. Desde entonces, la historia ha perseverado en esta misma línea alimentándose de las demás
ciencias del hombre. El movimiento no se ha detenido, aunque, como era de esperar, se haya
transformado. Mucho camino ha sido recorrido desde la Apologie pour l'histoire, testamento de
Marc Bloch, hasta los Annales de posguerra, dirigidos de hecho únicamente por Lucien Febvre. Los
historiadores, demasiado despreocupados por el método y la orientación, apenas habrán sido
sensibles a ello. No obstante, a partir de 1945 se planteó nuevamente la pregunta de cuáles eran
la función y la utilidad de la historia. ¿Era o debía ser únicamente el estudio exclusivo del pasado?
El empeñarse, respecto de los años transcurridos, en unir el haz de todas las ciencias del hombre
¿no habría de tener consecuencias inevitables para la historia? En el interior de su campo,
representaba todas las ciencias del hombre. Pero ¿dónde se detiene el pasado? Todo es historia,
se dice no sin sorna. Claude Lévi-Strauss escribía no hace mucho: «porque todo es historia, lo que

81
ha sido dicho ayer es historia, lo que ha sido dicho hace un minuto es historia». Añadiré: lo que ha
sido dicho, pensado, obrado o solamente vivido. Pero si la historia, omnipresente, encausa lo
social en su totalidad, lo hace siempre a partir de ese movimiento mismo del tiempo que, sin
cesar, arrastra a la vida pero la substrae a sí misma, que apaga y atiza nuevamente el fuego. La
historia es una dialéctica de la duración; por ella, gracias a ella, es el estudio de lo social, de todo lo
social, y por tanto del pasado; y también, por tanto, del presente, ambos inseparables. Lucien
Febvre lo ha dicho y repetido a lo largo de los últimos diez años de su vida: «la historia, ciencia del
pasado, ciencia del presente». Se comprenderá que el autor de este capítulo, heredero de los
Annales de Marc Bloch y de Lucien Febvre, se sienta en una posición bastante particular para
enfrentarse, «sable en mano», con el sociólogo que le reprochara o no pensar como él o pensar en
exceso como él. La historia me parece una dimensión de la ciencia social, formando cuerpo con
ella. El tiempo, la duración, la historia se imponen de hecho —o deberían imponerse— a todas las
ciencias del hombre. No tienden a la oposición, sino a la convergencia.
(…)
Historia y duraciones, todo trabajo histórico descompone al tiempo pasado y escoge entre sus
realidades cronológicas según preferencias y exclusivas más o menos conscientes. La historia
tradicional, atenta al tiempo breve, al individuo y al acontecimiento, desde hace largo tiempo nos
ha habituado a su relato precipitado, dramático, de corto aliento, La nueva historia económica y
social coloca en primer plano de su investigación la oscilación cíclica y apuesta por su duración: se
ha dejado embaucar por el espejismo —y también por la realidad— de las alzas y caídas cíclicas de
precios. De esta forma, existe hoy, junto al relato (o al «recitativo») tradicional, un recitativo de la
coyuntura que para estudiar al pasado lo divide en amplias secciones: decenas, veintenas o
cincuentenas de años. Muy por encima de este segundo recitativo se sitúa una historia de aliento
mucho más sostenido todavía, y en este caso de amplitud secular: se trata de la historia de larga,
incluso de muy larga, duración. La fórmula, buena o mala, me es hoy familiar para designar lo
contrario de aquello que Francois Simiand, uno de los primeros después de Paul Lacombe, bautizó
con el nombre de historia de los acontecimientos o episódica (éven ementielle). Poco importan las
fórmulas; pero nuestra discusión se dirigirá de una a otra, de un polo a otro del tiempo, de lo
instantáneo a la larga duración. No quiere esto decir que ambos términos sean de una seguridad
absoluta. Así, por ejemplo, el término acontecimiento. Por lo que a mí se refiere, me gustaría
encerrarlo, aprisionarlo, en la corta duración: el acontecimiento es explosivo, tonante. Echa tanto
humo que llena la conciencia de los contemporáneos; pero apenas dura, apenas se advierte su
llama. Los filósofos dirían, sin duda, que afirmar esto equivale a vaciar el concepto de una gran
parte de su sentido. Un acontecimiento puede, en rigor, cargarse de una serie de significaciones y
de relaciones. Testimonia a veces sobre movimientos muy profundos; y por el mecanismo, facticio
o no, de las «causas» y de los «efectos», a los que tan aficionados eran los historiadores de ayer,
se anexiona un tiempo muy superior a su propia duración. Extensible hasta el infinito, se une,
libremente o no, a toda una cadena de sucesos, de realidades subyacentes, inseparables
aparentemente, a partir de entonces, unos de otros. Gracias a este mecanismo de adiciones,
Benedetto Croce podía pretender que la historia entera y el hombre entero se incorporan, y más
tarde se redescubren a voluntad, en todo acontecimiento; a condición, sin duda, de añadir a este
fragmento lo que no contiene en una primera aproximación, y a condición, por consiguiente, de
conocer lo que es o no es justo agregarle. Este juego inteligente y peligroso es el que las recientes
reflexiones de Jean-Paul Sartre proponen. Entonces, expresémoslo más claramente que con el
término de episódico: el tiempo corto, a medida de los individuos, de la vida cotidiana, de nuestras
ilusiones, de nuestras rápidas tomas de conciencia; el tiempo por excelencia del cronista, del
periodista. Ahora bien, téngase en cuenta que la crónica o el periódico ofrecen, junto con los
grandes acontecimientos llamados históricos, los mediocres accidentes de la vida ordinaria: un

82
incendio, una catástrofe ferroviaria, el precio del trigo, un crimen, una representación teatral, una
inundación. Es, pues, evidente que existe un tiempo corto de todas las formas de la vida:
económico, social, literario, institucional, religioso e incluso geográfico (un vendaval, una
tempestad) tanto como político. El pasado está, pues, constituido, en una primera aprehensión,
por esta masa de hechos menudos, los unos resplandecientes, los otros oscuros e indefinidamente
repetidos; precisamente aquellos hechos con los que la microsociología o la sociometría forman
en la actualidad su botín cotidiano (también existe una microhistoria). Pero esta masa no
constituye toda la realidad, todo el espesor de la historia, sobre el que la reflexión científica puede
trabajar a sus anchas. La ciencia social casi tiene horror del acontecimiento. No sin razón: el
tiempo corto es la más caprichosa, la más engañosa de las duraciones. Este es el motivo de que
exista entre nosotros, los historiadores, una fuerte desconfianza hacia una historia tradicional,
llamada historia de los acontecimientos; etiqueta que se suele confundir con la de historia política
no sin cierta inexactitud: la historia política no es forzosamente episódica ni está condenada a
serlo. Es un hecho, no obstante, que —salvo algunos cuadros artificiosos, casi sin espesor
temporal, con los que entrecortaba sus relatos3 y salvo algunas explica- ciones de larga duración
que resultaban, en definitiva, ineludibles— la historia de estos últimos cien años, centrada en su
conjunto sobre el drama de los «grandes acontecimientos», ha trabajado en y sobre el tiempo
corto. Quizá se tratara del rescate a pagar por los progresos realizados durante este mismo
período en la con quista científica de instrumentos de trabajo y de métodos rigurosos. El
descubrimiento masivo del documento ha hecho creer al historiador que en la autenticidad
documental estaba contenida toda la verdad. «Basta —escribía muy recientemente aún Louis
Halphen4 — con dejarse llevar en cierta manera por los documentos, leídos uno tras otro, tal y
como se nos ofrecen, para asistir a la reconstitución automática de la cadena de los hechos.» Este
ideal, «la historia incipiente», culmina hacia finales del siglo xix en una crónica de nuevo estilo que,
en su prurito de exactitud, sigue paso a paso la historia de los acontecimientos, tal y como se
desprende de la correspondencia de los embajadores o de los debates parlamentarios. Los
historiadores del siglo xviii y de principios del xix habían sido mucho más sensibles a las
perspectivas de la larga duración, la cual sólo los grandes espíritus como Michelet, Ranke, Jacobo
Burckhardt o Fustel supieron redescubrir más tarde. Si se acepta que esta superación del tiempo
corto ha supuesto el mayor enriquecimiento —al ser el menos común— de la historiografía de los
últimos cien años, se comprenderá la eminente función que han desempeñado tanto la historia de
las instituciones como la de las religiones y la de las civilizaciones, y, gracias a la arqueología que
necesita grandes espacios cronológicos, la función de vanguardia de los estudios consagrados a la
antigüedad clásica. Fueron ellos quienes, ayer, salvaron nuestro oficio. La reciente ruptura con las
formas tradicionales del siglo xix no ha supuesto una ruptura total con el tiempo corto. Ha obrado,
como es sabido, en provecho de la historia económica y social y en detrimento de la historia
política. En consecuencia, se han producido una conmoción y una renovación innegables; han
tenido lugar, inevitablemente, transformaciones metodológicas, desplazamientos de centros de
interés con la entrada en escena de una historia cuantitativa que, con toda seguridad, no ha dicho
aún su última palabra. Pero, sobre todo, se ha producido una alteración del tiempo histórico
tradicional. Un día, un año, podían parecerle a un historiador político de ayer medidas correctas. El
tiempo no era sino una suma de días. Pero una curva de precios, una progresión demográfica, el
movimiento de salarios, las variaciones de la tasa de interés, el, estudio (más soñado que
realizado) de la producción o un análisis riguroso de la circulación exigen medidas mucho más
amplias. Aparece un nuevo modo de relato histórico —cabe decir el «recitativo» de la coyuntura,
del ciclo y hasta del «interciclo»— que ofrece a nuestra elección una decena de años, un cuarto de
siglo y, en última instancia, el medio siglo del ciclo clásico de Kondratieff.

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Más allá de los ciclos y de los interciclos está lo que los economistas llaman, aunque no
siempre lo estudien, la tendencia secular. Pero el tema sólo interesa a unos cuantos economistas;
y sus consideraciones sobre las crisis estructurales, que no han soportado todavía la prueba de las
verificaciones históricas, se presentan como unos esbozos o unas hipótesis apenas sumidos en el
pasado reciente: hasta 1929 y como mucho hasta la década de 1870. Representan, sin embargo,
una útil introducción a la historia de larga duración. Constituyen una primera llave. La segunda,
mucho más útil, es la palabra estructura. Buena o mala, es ella la que domina los, problemas de
larga duración. Los observadores de lo social entienden por estructura una organización, una
coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros,
los historiadores, una estructura es indudablemente un ensamblaje, una arquitectura; pero, más
aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar. Ciertas
estructuras están dotadas de tan larga vida que se convierten en elementos estables de una
infinidad de generaciones: obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su
transcurrir. Otras, por el contrario, se desintegran más rápidamente. Pero todas ellas, constituyen,
al mismo tiempo, sostenes y obstáculos.
Entre los diferentes tiempos de la historia, la larga duración se presenta, pues, como un
personaje embarazoso, complejo, con frecuencia inédito. Admitirla en el seno de nuestro oficio no
puede representar un simple juego, la acostumbrada ampliación de estudios y de curiosidades.
Tampoco se trata de una elección de la que la historia sería la única beneficiaría. Para el
historiador, aceptarla equivale a prestarse a un cambio de estilo, de actitud, a una inversión de
pensamiento, a una nueva concepción de lo social. Equivale a familiarizarse con un tiempo
frenado, a veces incluso en el límite de lo móvil. Es lícito desprenderse en este nivel, pero no en
otro —volveré sobre ello— del tiempo exigente de la historia, salirse de él para volver a él más
tarde pero con otros ojos, cargados con otras inquietudes, con otras preguntas. La totalidad de la
historia puede, en todo caso, ser replanteada como a partir de una infraestructura en relación a
estas capas de historia lenta. Todos los niveles, todos los miles de niveles, todas las miles de
fragmentaciones del tiempo de la historia, se comprenden a partir de esta profundidad, de esta
semiinmovilidad; todo gravita en torno a ella.
Fernand Braudel, La Historia y las Ciencias Sociales, p 28-30; 60-63; 64-70; 113-115

Las civilizaciones son sociedades


Son las sociedades las que sustentan a las civilizaciones y las animan con sus tensiones y sus
progresos.
De ahí, una primera pregunta que no se puede eludir: ¿era necesario crear el término de
civilización e incluso promoverlo en el plano científico, en el caso de que fuese un sinónimo de
sociedad? Arnold Toynbee emplea constantemente la palabra society en lugar de civilización y
Marcel Mauss juzga al “concepto de civilización como mucho más confuso que el de sociedad, al
que por otra parte ese concepto supone.
1. Es imposible separar a la sociedad de la civilización y (recíprocamente): ambos
conceptos se refieren a una misma realidad
O como dice C. Lévi-Strauss, “no corresponden a distintos objetos, sino un dos
perspectivas complementarias de un mismo objeto que es descrito adecuadamente, tanto por uno
de los dos términos, por como el otro, según el punto de vista que se adopte.
El concepto de sociedad supone un contenido extremadamente rico, lo mismo que el de
civilización, las tantas veces se aproxima. De esta manera, la civilización occidental en la que
vivimos depende de la “sociedad industrial” qué es la que le da vida.

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Sería fácil describirla, analizando esta misma su sociedad, sus grupos, sus tensiones, sus
valores intelectuales y morales, sus ideales, sus regularidades, sus gustos, etcétera. En pocas
palabras, describiendo a los hombres portadores de esta civilización, y transmisores de ella.
Cuando la sociedad subyacente se mueve o se transforma, la civilización se transforma y se
mueve un su vez. Esto es lo que viene un decir el bello libro de Lucien Goldmann Le Dieu Caché
(1955), que estudia la Francia del Siglo de Oro. Según él, las características fundamentales de una
civilización están determinadas por la “visión del mundo” que se adopta. Ahora bien, en cada caso,
esta visión del mundo se reduce a una transcripción y a la consecuencia de las tensiones sociales
dominantes. La civilización, a manera de un espejo, es la máquina que refleja estas tensiones y
estos esfuerzos.
En la época del Jansenismo de Racine, de Pascal, del Abate de Saint-Cyran y el Abate de
Barcos, cuyas cartas encontradas por Goldmann tienen un interés tan grande, en este momento
apasionado del destino de Francia que analiza La Dieu Caché, la visión trágica del mundo que
predomina entonces debe incluirse en el activo de la alta burguesía parlamentaria, enfrentada con
la monarquía y defraudada por ella. Su trágica suerte, el de tomar conciencia de ello, su
ascendencia intelectual le permiten poner una impronta al Gran siglo frances, la suya.
2. La señal exterior más importante de estas distinciones entre “culturas” y “civilizaciones”
es, sin duda alguna, la presencia o ausencia de ciudades.
En el nivel de las civilizaciones, las ciudades proliferan mientras que apenas están
esbozadas en el nivel de las culturas. Está claro, que entre una categoría y otra hay jalones
intermedios. El África Negra está constituida por un grupo de sociedades tradicionales de culturas
empeñadas en el proceso difícil y a veces cruel, de una civilización naciente y de una urbanización
moderna. Sus ciudades, a lo que viene de afuera, a lo que desemboca en la vida unitaria del
mundo, son como islas en medio del estancamiento del resto del país. Anuncian la sociedad y la
civilización futuras.
Sin embargo, las civilizaciones, las sociedades más flamantes, engloban, dentro de sus
propios límites, culturas y sociedades elementales. A este respecto, basta pensar en la relación
dialéctica, siempre importante, entre las ciudades y el campo. En una sociedad, el desarrollo
nunca ha alcanzado por igual a todas las regiones, a todas las capas de la población. Es frecuente
que queden islotes de subdesarrollo (zonas montañosas demasiado pobres, o apartadas de las
redes de comunicación), verdaderas sociedades primitivas, verdaderas “culturas” en medio de una
civilización.
El éxito principal de Occidente radica, sin dejar lugar a dudas, en la capacitación, llevada a
cabo por las ciudades, del campo, de sus “culturas” campesina. En el Islam, la dualidad permanece
más sensible que en Occidente, la ciudades son instaladas más deprisa, se convierten más
precozmente en ciudades, si de cabe decirlo así, que en Europa, mientras que el campo conserva
un mayor grado de primitivismo, con amplias zonas de nomadismo. En el Extremo Oriente, la
desconexión campo-ciudad continúa siendo reglamentaria: las culturas han permanecido muy al
margen, viviendo de ellas mismas y por sí mismas. Intercalándose entre las ciudades más
importantes, el campo vive en una economía prácticamente cerrada, aveces salvaje.
3. Dada la estrecha relación existente entre la civilización y sociedad, conviene plantearse
en términos sociológicos la historia larga de las civilizaciones.
Pero, puesto que somos historiadores, no podemos confundir sociedades y civilizaciones.
En el próximo capítulo explicaremos en que consiste, a nuestro entender, la diferencia: en el
plano de la duración, la civilización comprende, supone espacios cronológicos bastante más
amplios que una realidad social dada. Se transforma más rápidamente que las sociedades que
lleva o arrastra consigo. Pero no ha llegado el momento de enjuiciar esta perspectiva histórica,
cada cosa a su tiempo.

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Fernand Braudel, Las Civilizaciones Actuales, cap. 2, Las Civilizaciones son Sociedades, pp. 27-
29

Las civilizaciones son economía


Toda sociedad, toda civilización, está determinada por unos datos económicos, técnicos,
biológico, demográficos. Las condiciones materiales y biológicas son siempre un factor importante
en el destino de las civilizaciones. El aumento o la disminución de la población, la salud o la
decrepitud físicas, el auge o la decadencia económica o técnica repercuten tanto en el edificio
cultural como en lo social. La economía política entendida en su sentido más amplio, es el estudio
de todos estos inmensos problemas.

2. La importancia del número: durante mucho tiempo el hombre fue el único instrumento,
el motor único al servicio del hombre, por consiguiente el único artesano de la
civilización material. Ha construido esta civilización con la fuerza de sus brazos y de sus
manos.
En principio, y de hecho, toda expansión geográfica ha favorecido el auge de las
civilizaciones. Así ocurrió en Europa en los siglos XIX y XX.
Regularmente también, la excesiva abundancia de hombres, beneficiosa en un principio,
un día se vuelve nociva, cuando el aumento de la población excede al crecimiento económico. Esto
fue, probablemente lo que ocurrió en Europa antes de terminar el siglo XVI. Y lo mismo ocurre en
la actualidad en la mayoría de los países subdesarrollados. En el mundo entero se han producido,
en consecuencia periodos de hambre, disminución del salario real, revueltas populares, épocas
siniestras de retroceso. Hasta el momento en que las epidemias venían un sumarse al hambre,
clareando así las filas demasiado densas de hombres. Después de estas catástrofes biológicas
(como por ejemplo, la de la segunda mitad del siglo XIV europeo, con la peste negra y las
epidemias subsiguientes, o la que se precisa en el siglo XVIII), los supervivientes viven de momento
con más soltura y el movimiento de expansión vuelve a empezar y acelerarse hasta un nuevo
frenazo.
Parece que la industrialización ha roto, a finales del siglo XVIII, y en el siglo XIX, este círculo
vicioso y que ha devuelto al hombre, incluso en casos de superpoblación, su valor y la posibilidad
de trabajar y de vivir. Así lo demuestra la historia de Europa: este valor creciente del hombre,
planteándose la necesidad de economizar sobre su empleo, ha determinado el auge de las de las
máquinas y los motores. A pesar de su alto nivel intelectual, la antigüedad grecorromana no conto
con las máquinas adecuadas a su inteligencia. En realidad, no hizo ningún intento serio para
conseguirlas, puesto que en sustitución tenía esclavos. La China clásica, constituida mucho antes
del siglo XII, tan inteligente ella y también en particular en lo que se refiere a la técnica, tubo,
desgraciadamente, una súper abundancia de hombres. El hombre no cuesta nada; realiza
cualquier tarea con la mayor economía, mayor incluso que la del animal doméstico… En
consecuencia, China, que durante largo tiempo fue progresiva en el plano científico, no franqueará
el umbral de la ciencia moderna. A Europa le corresponderá este honor, este privilegio, este
beneficio.
2. La incidencia de las fluctuaciones económicas: la vida económica está continuamente
oscilando en fluctuaciones, las unas cortas las otras largas.
Así se suceden, a lo largo de los años, los momentos de buen tiempo y de mal tiempo
económico, y, en cada caso, las sociedades y las civilizaciones acusan las consecuencias, sobre
todo cuando se trata de movimientos prolongados. El pesimismo y la inquietud del final del siglo

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XV- ese “otoño de la edad media”, que tanto preocupó J. Huizinga- corresponden a un claro
repliegue de la economía de Occidente. Igualmente, más tarde, el romanticismo europeo coincide
con un retroceso económico de larga duración, entre 1817 y 1852. Las expansiones económicas de
la segunda parte del siglo XVII (a partir de 1733) fueron objeto de algunos frenazos (como el que
precedió a la Revolución Francesa) pero, en su conjunto, su benéfica aceleración sitúa el auge
intelectual del “siglo de las luces” en un contexto de bienestar, de comercio activo, de expansión
industrial y de aumento de la población.
3. La vida económica es casi siempre creadora de excedente, sea cual sea el sentido de la
fluctuación.
Ahora bien, el gasto, el despilfarro de estos excedentes han sido una de las condiciones
indispensables para el lujo de las civilizaciones, para ciertas formas del arte. Al admirar, hoy en día,
esta arquitectura, aquella escultura o aquel retrato, contemplamos también, sin ser siempre
conscientes de ello, el tranquilo orgullo de una ciudad, o la vanidosa locura de un príncipe, o la
riqueza recién estrenada de un comerciante banquero. En Europa, desde el siglo XVI (y
probablemente desde antes), la civilización en su último grado está bajo el signo del dinero y del
capitalismo.
La civilización encuentra así en función de una cierta redistribución del dinero. Las
civilizaciones, se particularizan en su cumbre y, más tarde, en su masa, según el mecanismo de
redistribución que le es propio, según los mecanismos sociales y económicos que reserva en los
circuitos del dinero la parte destinada al lujo, al arte, a la cultura. En el siglo XVII, en los años
económicamente muy duros del reinado de Luis XIV, en la corte no hay más que mecenas. Toda la
vida literaria y artística se centra en este estrecho círculo. Con la riqueza y las facilidades
económicas del siglo XVIII, tanto la aristocracia como la burguesía, toman parte activa, al lado de la
monarquía, en la difusión de la cultura, de la ciencia y de la filosofía…
Pero, en esta época, el lujo continúa siendo un privilegio de una minoría social. La
civilización subyacente, la de la vida cotidiana y pobre no tiene participación alguna. Ahora bien,
la capa más baja de una civilización es la que determina su grado de verdad. ¿Qué es entonces la
libertad? ¿Qué es la cultura del individuo, cuando un mínimo vital está fuera de su alcance? Desde
este punto de vista el tan denigrado siglo XIX europeo, el siglo XIX de los nuevos ricos y del
“empuje burgués”, el tan aburrido siglo XIX es el que anuncia ya, aunque no lo realice aun, un
nuevo destino para las civilizaciones y para la persona humana. Al tiempo que aumenta el número
de los hombres, estos empiezan, cada vez en su número mayor, a participar en una cierta
civilización colectiva. Sin ninguna duda, el precio de semejante transformación – que, por otra
parte, fue inconsciente – ha sido, socialmente, muy gravoso. Pero se ve contrarrestado con creces:
el desarrollo de la enseñanza, el acceso a la cultura, a las universidades, la movilidad social, son
conquistas, ricas en consecuencia, del ya siglo XIX.
Tanto en la actualidad como en el futuro, el problema está en crear una civilización que
sea al mismo tiempo cualitativamente rica y civilización de masas, tremendamente cara,
inconcebible, si no se pone una cantidad importante de excedentes al servicio de la sociedad,
inconcebible, también, sin los momentos de ocio que el maquinismo puede y debe proporcionar.
En los países industrializados, este futuro está previsto para un plazo de tiempo relativamente
corto. Pero el problema es mucho más complejo a escala mundial. Porque las desigualdades en el
acceso a la civilización que la vida económica han hecho surgir entre las diferentes clases sociales,
también las ha creado entre los diversos países del mundo. Una gran parte de este constituyendo
que un ensayista calificó de proletariado exterior, lo que comúnmente se llama tercer mundo,
portador de la inmensa masa de hombres para quienes el acceso a un mínimo vital, se plantea
bastante antes que el acceso a la civilización- que muchas veces le es totalmente desconocido -

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de su propio país. La humanidad tiene que trabajar para colmar estos inmensos desniveles, si no
quiere correr el riesgo de extinguirse con armas y bagajes.
Fernand Braudel, Las civilizaciones Actuales, cap. 2, Las Civilizaciones son economías, pp 29-
32.

Las civilizaciones son mentalidades colectivas


La psicología, después de la geografía, de la sociología y de la economía, nos obliga a una
última confrontación con una diferencia, y es que la psicología colectiva no es una ciencia tan
segura de sí misma ni tan rica en resultado como las otras ciencias del hombre a las que, hasta
ahora, nos hemos referido. La psicología colectiva rara vez se ha aventurado en el campo de la
historia.
1. ¿Psiquismo colectivo, tomas de conciencia, mentalidad y utillaje mental? Es difícil
escoger entre los términos que propone el título tan largo de este apartado. Y estas mismas
vacilaciones en la terminología testimonian de la inmadurez de la psicología colectiva como
ciencia.
Un historiador, gran especialista en estos temas, Alphonse Dupront, prefería utilizar la
palabra psiquismo. Toma de conciencia sólo a un momento dado de estas evoluciones
(generalmente, el final de las mismas) mentalidad resulta, evidentemente, de uso más cómodo.
Pero, Lucién Fevre, en su admirable libro Rabelais, opta por emplear la expresión de utillaje
mental.
Pero poco importan las palabras, ya que el problema no radica en ellas. A cada época
corresponde una determinada concepción del mundo y de las cosas, una mentalidad colectiva
predominante que anima y penetra a la masa global de la sociedad. Esta mentalidad que
determina las actitudes y las decisiones, arraiga a los prejuicios, influye en un sentido o en otro los
movimientos de una sociedad, es eminentemente un factor de civilización. Con mayor
justificación que los accidentes o las circunstancias históricas y sociales de una época, es producto
de antiguas herencias, de creencias, de temores, de viejas inquietudes, muchas veces
inconscientes, en realidad, producto de una inmensa contaminación, cuyos gérmenes están
perdidos en el pasado y transmitidos a través de generaciones y generaciones humanas. Las
reacciones de una sociedad, frente a los acontecimientos del momento, frente a las presiones que
se ejercen sobre ella, y a las decisiones que se le exigen, obedecen menos a la lógica e incluso al
interés egoísta, que a este imperativo no formulado, muchas veces informulables, que nace del
inconsciente colectivo.
Seguramente lo más incomunicable que tienen las civilizaciones entre sí, lo que las aísla y
las distingue mejor, en este conjunto de valores fundamentales de estructuras psicológicas. Y
estas mentalidades son, igualmente, poco sensibles al paso del tiempo. Varían con lentitud, sólo se
transforman tras largas incubaciones, de las que también son poco conscientes.
Fernand Braudel, Las Civilizaciones Actuales, cap. II, Las civilizaciones son mentalidades
colectivas, p. 32.

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LAWRENCE STONE

El resurgimiento de la narrativa: reflexiones acerca de una nueva y vieja historia.


Antes de abocarnos al examen de las pruebas respecto a este viraje, y antes de especular
sobre qué pudo haberle causado, sería conveniente esclarecer ciertas cosas. La primera se refiere
a qué se quiere decir aquí por la “narrativa”. La narrativa se entiende como la organización de
cierto material según una secuencia ordenada cronológicamente, y como la disposición del
contenido dentro de un relato único y coherente, si bien cabe la posibilidad de encontrar
vertientes secundarias dentro de la trama. La historia narrativa difiere de la historia estructural
fundamentalmente de dos maneras: su ordenación es descriptiva antes que analítica, y concede
prioridad al hombre por sobre sus circunstancias. Por lo tanto, se ocupa de lo particular, y
específico mas bien que de lo colectivo y lo estadístico. La narrativa es un modo de escritura
histórica, pero es un modo que afecta también y es afectado por el contenido y el método.
(...)
Aquí debemos detenernos de nuevo para definir qué se entiende por “historia científica”. La
primera “historia científica” por formulada por Ranke en el siglo XIX, y como base tenía el análisis
de nuevas fuentes.
Se dio por hecho que una detenida crítica textual de los registros no revelados hasta ese
momento, que se hallaban sepultados en los archivos estatales, establecería de una vez por todas
los hechos de la historia política.
Durante los últimos treinta años, se han dado tres tendencias muy diferentes de historia
científica dentro de la profesión, las cuales no se basan en nuevos datos, sino en nuevos modelos
o nuevos métodos: se trata del modelo económico marxista, el modelo ecológico-demográfico
francés, y la metodología “cliometrica” norteamericana. Según el antiguo modelo marxista, la
historia sigue un proceso dialéctico de tesis y antítesis, a través de un conflicto de clases, las cuales
se crean por los cambios en cuanto al control de los medios de producción. En los treinta esta idea
terminó en un determinismo económico/social bastante simplista, el cual afectó a muchos jóvenes
eruditos de la época. Esta noción de historia científica fue fuertemente defendida por los
marxistas hasta los finales de los 50, cómo lo demuestra el hecho de que el cambio en el subtítulo
de Past and present a un “Diario de historia científica” a un “Diario de estudios históricos” no
ocurriera hasta 1959. Debe advertirse que la actual generación de “neomarxistas” parece haber
abandonado gran parte de los dogmas básicos de los historiadores marxistas tradicionales de los
30, puesto que actualmente se ocupan del Estado, la política, la religión y la ideología al igual que
sus colegas no marxistas, y en este proceso parecen haber dejado de lado la afirmación de aspirar
a una historia científica.
El segundo significado de “historia científica” es aquel usado desde 1945 por la escuela de
historiadores franceses de los Annales, cuyo vocero, si bien radical, podría ser el profesor Le Roy
Ladurie. Según esta escuela, la variable fundamental en la historia son los cambios en el equilibrio
ecológico entre el suministro de alimentos y población, un equilibrio que deberá determinarse
necesariamente mediante análisis cuantitativos a largo plazo sobre productividad agrícola,
cambios demográficos y precio de los alimentos. Esta clase de “historia científica” surgió de la
combinación de un añejo interés en Francia por la geografía histórica y la demografía histórica,
aunando a la metodología de la cuantificación. Le Roy Ladurie nos dijo categóricamente que “la
historia que no es cuantificable no puede pretender ser científica.
El tercer significado de “historia científica” es primordialmente norteamericano, y se basa en
la afirmación expresada con claridad y en voz alta por los “cliometristas” de que solo su muy
peculiar metodología cuantitativa puede aspirar a ser científica. Según ésta, la comunidad histórica
puede dividirse en dos. Existen “los tradicionalistas”, que incluyen tanto a los historiadores con un

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estilo narrativo a la antigua, los cuales se ocupan principalmente de política de estado y de historia
constitucional, como a los “nuevos” historiadores económicos, demográficos y sociales de las
escuelas de los Annales y de Past and Present - no obstante el hecho de que los segundos emplean
la cuantificación y de que por varias décadas ambos grupos fueron enemigos acérrimos,
especialmente en Francia. Los historiadores científicos, o cliometristas, constituyen un caso
aparte, ya que se definen por una metodología más que por algún tema o interpretación
específicos acerca de la naturaleza de las transformaciones históricas. Son historiadores que
construyen modelos paradigmaticos, algunas veces contrafacticos, acerca de mundos que jamás
existieron en realidad y prueban la validez de los modelos mediante las fórmulas matemáticas y
algebraicas más refinadas, aplicadas a cantidades muy vastas de datos electrónicamente
procesados. (...) Construyen pirámides, contingentes de asiduos asistentes compilan datos, los
cuales codifican en programas y pasan a través del tracto digestivo de la computadora, todo esto
bajo la dirección autocrática de la un líder del equipo. Los resultados no pueden verificarse, los
datos se exhiben con frecuencia en una forma matemáticamente ininteligibles.
(...)
Otras explicaciones “científicas” sobre las transformaciones históricas se han visto favorecidas
por algún tiempo, para luego pasar de moda. El estructuralismo francés produjó cierta labor
teórica brillante, pero ningún trabajo histórico específico de importancia, a menos que se
consideran los escritos de Michel Foucault como trabajos primordialmente históricos, más bien
que como una filosofía moral en la que se aluden ejemplos tomados de la historia. El
funcionalismo parsoniano, a pesar de su incapacidad para dar una explicación acerca de las
transformaciones en el tiempo y del hecho evidente de que la correspondencia entre las
necesidades materiales y biológicas de una sociedad, y las instituciones y los valores por los que
esta vive, ha distado siempre mucho de ser perfectas, mostrandose con frecuencia bastante pobre
en verdad. Tanto el estructuralismo como el funcionalismo han proporcionado valiosas
aportaciones pero ninguno ha podido aproximarse siquiera a una explicación científica global
acerca de las transformaciones históricas a las que pudieran recurrir los historiadores.
Este vehemente optimismo fue reforzado entre los dos primeros grupos de historiadores
científicos por la creencia de que las condiciones materiales tales como los cambios en la relación
entre la población y el suministro de alimentos, o de los cambios en los medios de producción y en
el conflicto de clases, constituyen las fuerzas el directrices de la historia. Muchos de ellos, aunque
no todos, consideraban los acontecimientos intelectuales, culturales, religiosos, psicológicos,
jurídicos, e incluso políticos, como meros epifenómenos. Debido a que un determinismo
económico y/o demográfico fue lo que fijó en gran medida el contenido del nuevo género de
investigación histórica, resultó que un procedimiento analítico más bien que narrativo era el que
se ajustaba ópticamente para la organización y la presentación de los datos, y que estos últimos
debían ser hasta donde fuera posible cuantitativos en su naturaleza.
Los historiadores franceses que en los cincuenta y los sesentas se hallaban a la cabeza de esta
valiente empresa, desarrollaron una clasificación jerárquica estándar: en primer término, tanto
por su posición como por su orden de importancia, estaban los hechos económicos y
demográficos; después de la estructura social; y finalmente los acontecimientos intelectuales,
religiosos, culturales y políticos. Estos tres renglones fueron concebidos como los pisos de una
casa: cada uno descansando sobre los cimientos del de abajo, pero ejerciendo los superiores un
efecto recíproco infimo, por no decir, ninguno, sobre los inferiores. Los primeros libros de Fernand
Braudel,Pierre Goubert, y Emmanuel Le Roy Ladurie figurarán entre los escritos históricos mas
grandes de todos los tiempos. Por si solos justifica sobradamente la adopción hecha por toda una
generación del enfoque analítico y estructural.

90
La conclusión, sin embargo, fue con un revisionismo histórico exacerbado. Puesto que el
primer renglón era el realmente importante, y puesto que el tema de estudio se refería a las
condiciones materiales de las masas, y no a la cultura o a las elites, vino a ser posible hablar acerca
de la historia de la Europa continental comprendida entre los siglos XIV y XVIII como l´histoire
immobile.
Una primera causa para el resurgimiento de la narrativa seria el extendido desencanto con
respecto al modelo económico determinista de explicación histórica, lo mismo que a la
clasificación jerárquica tripartita a la que dio lugar. La escisión entre la historia social, por una
parte, y la historia intelectual, por otra, ha tenido consecuencias bastante desafortunadas. Ambas
se han vuelto aisladas, introvertidas y estrechas en cuanto a sus enfoques. La intelectual, perdió
confianza en ella misma. La historia social había tenido florecimiento que jamás habia exhibido,
pero su arrogancia con respecto una sus logros, no vino sino un presagiar un declinamiento en su
vitalidad, cuando la fe en las explicaciones puramente económicas y sociales comenzo una decaer.
(...)
Parecia que es ese entonces era de importancia fundamental el saber si la interpretación
marxista era o no correcta, y por lo tanto estos problemas históricos cobraban importancia al
tiempo que apasionaban. El silencio impuesto sobre la controversia ideológica por el
declinamiento intelectual del marxismo y la opción de economía mixtas en el Occidente, ha
coincidido con una disminución en el impulso de la investigación histórica con respecto al
planteamiento de preguntas de peso sobre el porqué de los hechos, por lo que resulta válido
sugerir que existe cierta relación entre ambas tendencias.
De determinismo económico y demográfico no solo ha sido socavado por la aceptación de las
ideas, la cultura, e incluso la voluntad individual, como variables independientes. También se ha
visto debilitado por el reconocimiento revitalizado de que el poder político y militar, el uso de la
fuerza bruta, ha determinado con mucha frecuencia la estructura de la sociedad, la distribución
de la riqueza, el sistema agrario, e incluso la cultura de la elite.
El tercer acontecimiento que ha venido a asestar un duro golpe a la historia analítica y
estructural esta el registro mixto, su metodología más característica, la cuantificación. Que ha
madurado sin lugar a dudas, metodología esencial dentro de las áreas de la investigación histórica,
especialmente en lo que se refiere a la historia demográfica, la historia de la estructura social y de
la movilidad social, la historia económica y la historia de las pautas electorales y el
comportamiento electoral dentro de los sistemas políticos democráticos.
A pesar de sus incontestables logros, no puede negarse que la cuantificación no ha realizado
las elevadas expectativas que sobre ella se tuvieran hace 20 años. La mayoría de los grandes
problemas históricos permanecen tan irresolubles como siempre. esquema sino es que mas.
(…)
El desencanto con respecto al determinismo monocausal de carácter económico o
demográfico, lo mismo que a la cuantificación, ha llevado a los historiadores a comenzar a
formular un conjunto enteramente nuevo de preguntas, muchas de las cuales habian quedado
anteriormente excluídas de sus perspectivas debido a la preocupación por una metodología
específica de índole estructural, colectiva y estadística.
La gran escuela francesa de historiadores de annales encabezado por Lucien Febvre, ha
considerado siempre los cambios intelectuales, psicológicos y culturales como variables
independientes de importancia central.
Las preguntas formuladas, enpero, son exactamente las mismas que solían ser, ya que ahora
se plantean con mucha frecuencia a partir de la antropología.
En la práctica, sino es que en teoría, la antropología ha tendido a ser una de las disciplinas
más ahistóricas debido a su falta de interés por las transformaciones en el tiempo, sin embargo,

91
nos ha enseñado como todo un sistema social y un conjunto de valores pueden ser brillantemente
esclarecidos por el método iluminador consistente en un minucioso registro y elaboradamente
suceso particular, siempre y cuando a este se le ubique con sumo cuidado dentro de la totalidad
de su contexto, y se analice con mucho detenimiento en lo tocante a su significado cultural.
Uno de los cambios recientes que más de llama la atención con respecto al contenido de la
historia, ha sido la intensificación del interés por los sentimientos, las emociones, las normas de
comportamiento, los valores y los estados mentales. A este respecto, la influencia de antropólogos
como Clifford Geertz, entre otros, ha sido bastante considerable es verdad. Por consiguiente, la
primera causa del resurgimiento de la narrativa entre algunos de los “nuevos historiadores” ha
sido la sustitución de la sociología y la economía por la antropología como la más influyente de las
ciencias sociales.
Este cambio con respecto a las preguntas que se están formulando tiene que ver
probablemente con el escenario contemporáneo exhibido en los 70. Esta ha sido una década en la
que los ideales y los intereses más personalizado de han asumido la prioridad sobre los asuntos
públicos, como resultado del extendido desencanto con respecto a las expectativas de cambio un
través de la acción política. Por lo tanto, resulta plausible la búsqueda posible el vincular en su
auge, en cuanto al interés por el tema en el pasado con preocupaciones similares en el presente.
Este nuevo interés por las estructuras mentales se ha visto estimulado por el
derrumbamiento de la historia intelectual tradicional, tratada como una cacería de documentos
para rastrear las ideas a través de las diversas épocas (procedimiento que normalmente termina
en Aristóteles y Platón).
La historia tradicional de las ideas está siendo orientada concurrentemente hacia el estudio
de auditorios cambiantes y de los medios de comunicación.
Otra de las razones por la que varios de los “nuevos historiadores” están volviendo a la
narrativa parece ser el deseo de hacer de sus hallazgos resulten accesibles una vez más a un
círculo inteligente del lectores, que sin ser expertos en la materia se hallen ávidos por aprender lo
revelado en estos nuevos e innovativos planteamientos, métodos y datos, pero sean incapaces de
asimilar las tablas estadísticas, las frías argumentaciones analíticas y los enredados galimatías.
Las preguntas formuladas por los nuevos historiadores son aquellas que nos preocupa a todos
hoy día: la naturaleza del poder, la autoridad y el liderazgo carismático, la relación de las
instituciones políticas con las normas sociales implícitas y los sistemas de valores; las actitudes
hacia la juventud, la ancianidad, las enfermedades, la muerte, el sexo, el matrimonio y el
concubinato, el nacimiento, la anticoncepción, el aborto, el trabajo, el ocio y consumo, la relación
entre la religión, la ciencia y la magia como modelos explicativos de la realidad, la intensidad y la
dirección de emociones tales como el amor, el miedo, el placer, el odio, los efectos que sobre las
vidas de las personas tienen la alfabetización y la educación, de las maneras de mirar el mundo a
través de la importancia relativa adscrita a las diferentes agrupaciones sociales, como la familia, el
parentesco en la comunidad, la nación, la clase y la raza, la fuerza y el significado del ritual, la
costumbre, como formas de cohesión de la comunidad.
Todos estos son problemas candentes en este momento y conciernen a las masas más bien
que a las élites. Tienen una relevancia para nuestras propias vidas que las de las gestas de
monarcas, presidentes y generales difuntos.
La nueva historia está volviendo actualmente al otrora menospreciado modo narrativo.
La narrativa no es la única manera en que puede escribirse la historia de la mentalidad.
Gracias al desencanto con respecto al análisis estructural, tómese por ejemplo extremadamente
brillante reconstrucción de una estructura mental desaparecida, del mundo de la antigüedad
tardía hecha por Peter Brown. En ella se ignoran las usuales y claras categorías analíticas (la
población, la economía, la estructura social, el sistema político, la cultura, etc.). En primer de ello,

92
Brown elabora un retrato de una época más bien a la manera de la un artista postimpresionista,
una asombrosa visión de la realidad.
La imprecisión deliberada, el enfoque pictórico, la íntima yuxtaposición de la historia, la
literatura, la religion, el arte, la preocupación por lo que ocurría dentro de las mentes de las
personas, son rasgos característicos de una forma fresca de mirar la historia. El método no es
narrativo, sino que consiste más bien en una manera puntillista de escribir historia. Pero también
se ha visto estimulado por el nuevo interés en la mentalidad, a la vez que se ha hecho posible
gracias al descenso en el enfoque estructural y analítico.
Lawrence Stone, El pasado y el presente, Mexico, FCE, p. 95-112

93
CARLO GINZBURG
INDICIOS
Raíces de un paradigma de inferencias indiciales
En estas páginas trataré de hacer ver cómo, hacia fines del siglo XIX, surgió silenciosamente
en el ámbito de las ciencias humanas un modelo epistemológico (si así se prefiere, un paradigma
[1]), al que no se le ha prestado aún la suficiente atención. Un análisis de tal paradigma,
ampliamente empleado en la práctica, aunque no se haya teorizado explícitamente sobre él, tal
vez pueda ayudamos a sortear el tembladeral de la contraposición entre "racionalismo" e
"irracionalismo".

1. Entre 1874 y 1876 aparecieron en la Zeitschrift für bildende Kunst una serie de artículos
sobre pintura italiana. Los firmaba un desconocido estudioso ruso, Iván Lermolieff; el traductor al
alemán era un no menos desconocido Johannes Schwarze. Estos artículos proponían un nuevo
método para la atribución de cuadros antiguos, que desató reacciones adversas, y vivaces
discusiones, entre los historiadores del arte. Sólo algunos años después el autor prescindiría de la
doble máscara tras la cual había estado ocultándose: se trataba del ialiano Giovanni Morelli,
nombre del que Johannes Schwarze es un calco, y Lermolieff el anagrama, o poco menos. Aun hoy
los historiadores del arte hablan corrientemente de "método morelliano". (2)
Veamos sucintamente en qué consistía el tal método. Los museos, sostenía Morelli, están
colmados de cuadros atribuidos inexactamente. Pero devolver cada cuadro a su autor verdadero
es dificultoso: muy a menudo hay que vérselas con obras no firmadas, repintadas a veces, o en
mal estado de conservación. En tal situación, se hace indispensable poder distinguir los originales
de las copias. Pero para ello, según sostenía Morelli, no hay que basarse, como se hace
habitualmente, en las características más evidentes, y por eso mismo más fácilmente imitables, de
los cuadros: los ojos alzados al cielo de los personajes del Perugino, la sonrisa de los de Ixonardo, y
así por el estilo. Por el contrario, se debe examinar los detalles menos tíascendentes, y menos
influidos por las características de la escuela pictórica a la que el pintor pertenecía: los lóbulos de
las orejas, las uñas, la forma de los dedos de manos y pies.

3. ... Cualquier museo de arte, estudiado por Morelli, adquiere de inmediato el aspecto de un
museo criminal..." (6) La comparación de marras ha sido brillantemente desarrollada por
Castelnuovo, quien alinea el método de los rastros de Morelli al lado del que, casi por los
mismos años, era atribuido a Sherlock Holmes por su creador, Arthur Conan Doyle. (7) El
conocedor de materias artísticas es comparable con el detective que descubre al autor del
delito (el cuadro), por medio de indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles. Como
se sabe, son innumerables los ejemplos de la sagacidad puesta de manifiesto por Holmes
al interpretar huellas en el barro, cenizas de cigarrillo y otros indicios parecidos.

4. Muy pronto veremos las implicaciones de este paralelo. (10) Por ahora conviene tener en
cuenta otra preciosa intuición de Wind:
A algunos de los críticos de Morelli les parecía extraña la afirmación de que "a la
personalidad hay que buscarla allí donde el esfuerzo personal es menos intenso". Pero en este
punto la psicología moderna se pondría sin duda de parte de Morelli: nuestros pequeños gestos
inconscientes revelan nuestro carácter en mayor grado que cualquier otra actitud formal, de las
que solemos preparar cuidadosamente.

"Nuestros pequeños gestos inconscientes"... La expresión genérica de "psicología moderna"


podemos, sin más, sustituirla por el nombre de Freud. En efecto, las páginas de Wind sobre

94
Morelli han atraído la atención de los estudiosos (12) hacia un pasaje largo tiempo olvidado del
famoso ensayo de Freud El Moisés de Miguel Angel (1914). En él escribía Freud, al comienzo del
segundo párrafo:
Mucho antes de que pudiera yo haber oído hablar de psicoanálisis vine a enterarme de que
un experto en arte, el ruso Iván Lermolieff, cuyos primeros ensayos se publicaron en alemán entre
1874y 1876, había provocado una revolución en las pinacotecas de Europa, volviendo a poner en
discusión la atribución de muchos cuadros a los diferentes pintores, enseñando a distinguir con
seguridad entre imitaciones y originales, y edificando nuevas individualidades artísticas a partir de
las obras que habían sido libradas de anteriores atribuciones. Había alcanzado ese resultado
prescindiendo de la impresión general y de los rasgos fundamentales de la obra, subrayando en
cambio la característica importancia de los detalles secundarios, de las peculiaridades
insignificantes, como la conformación de las uñas, de los lóbulos auriculares, de la aureola de los
santos y otros elementos que por lo común pasan inadvertidos, y que el copista no se cuida de
imitar, en tanto que cada artista los realiza de una manera que le es propia. Más tarde, fue muy
interesante para mí enterarme de que tras el seudónimo ruso se escondía un médico italiano
apellidado Morelli. Nombrado senador del reino de Italia, Morelli murió en 189L Yo creo que su
método se halla estrechamente emparentado con la técnica del psicoanálisis médico. También
ésta es capaz de penetrar cosas secretas y ocultas a base de elementos poco apreciados o
inadvertidos, de detritos o "desperdicios" de nuestra observación
En un primer momento, el ensayo sobre el Moisés de Miguel Angel apareció anónimo: Freud
reconoció la paternidad de ese escrito sólo en el momento de incluirlo en sus obras completas. Se
ha llegado a suponer que la tendencia de Morelli de borrar su personalidad de autor, ocultándola
tras seudónimos, puede haber contagiado, en cierta forma, también al propio Freud; y hasta se
han formulado conjeturas, más o menos aceptables, sobre el significado de esta coincidencia. (14)
Lo concreto es que, envuelto en los velos del anonimato, Freud declaró de manera a un tiempo
explícita y reticente, la considerable influencia intelectual que sobre él ejerció Morelli en un
período muy anterior al del descubrimiento del psicoanálisis ("lange bevor ich etwas von der
Psychoanalyse hören konnte..."). Reducir tal influencia, como se ha pretendido, al ensayo sobre el
Moisés tínicamente, o en forma más genérica a sus ensayos sobre temas relacionados con la
historia del arte, (15) significa limitar indebidamente el alcance de las palabras de Freud: "Yo creo
que su método se halla estrechamente emparentado con la técnica del psicoanálisis médico". En
realidad, toda la declaración de Freud que acabamos de citar asegura a Giovanni Morelli un lugar
especial en la historia de la formación del psicoanálisis. Se trata, en efecto, de una vinculación
documentada, no conjetural, como en el caso de la mayor parte de los "precursores" y
"antecesores" de Freud.

4. (…) ¿qué podía representar para Freud —el Freud de la juventud, muy lejos aún del
psicoanálisis— la lectura de los ensayos de Morelli? Es el propio Freud quien lo señala: la
postulación de un método interpretativo basado en lo secundario, en los datos marginales
considerados reveladores. Así, los detalles que habitualmente se consideran poco importantes, o
sencillamente triviales, "bajos", proporcionaban la clave para tener acceso a las más elevadas
realizaciones del espíritu humano: "Mis adversarios", escribía irónicamente Morelli, con una ironía
muy a propósito para el gusto de Freud, "se complacen' en caracterizanne como un individuo que
no sabe ver el significado espiritual de una obra de arte, y que por eso les da una importancia
especial a medios exteriores, como las formas de la mano, de la oreja y, hasta, horribile dictu, de
tan antipá- tico objeto como son las uñas". (24) También Morelli podría haber hecho suya la
máxima virgiliana cara a Freud, escogida como epígrafe a la Interpretación de los sueños: "Flectere
si nequeo Superos, Acheronta movebo". (25) Por añadidura, para Morelli esos datos marginales

95
eran reveladores, porque constituían los momentos en los que el conü-ol del artista, vinculado con
la tradición cultural, se relajaba, y cedía su lugar a impulsos puramente individuales "que se le
escapan sin que él se dé cuenta". (26) Más todavía que la alusión, no excepcional por esa época, a
una actividad inconsciente, (27) nos impresiona la identificación del núcleo íntimo de la
individualidad artística con los elementos que escapan al control de la conciencia.
2. Hemos visto delinearse, pues, una analogía entre el método de Morelli, el de Holmes y el
de Freud. Ya nos hemos referido al vínculo Morelli-Holmes, lo mismo que al que llegó a
entablarse enü-e Morelli-FreudrPor su parte, S. Marcus ha hablado de la singular
convergencia entre los procedimientos de Holmes y los de Freud. (28) El propio Freud, por
lo demás, manifestó a un paciente (el "hombre de los lobos") su interés por las aventuras
de Sherlock Holmes. Pero a un colega (T. Reik) que establecía un paralelo entre el método
psicoanalítico y el de Holmes, le habló en forma más bien admirativa, en la primavera de
1913, de las técnicas atributivas de Morelli. En los tres casos, se trata de vestigios, tal vez
infinitesimales, que permiten captar una realidad más profunda, de otro modo
inaferrable. Vestigios, es decir, con más precisión, síntomas (en el caso de Freud), indicios
(en el caso de Sherlock Holmes), rasgos pictóricos (en el caso de Morelli).
¿Cómo se explica esta triple analogía? A primera vista, la respuesta es muy sencilla. Freud era
médico; Morelli tenía un diploma en medicina; Conan Doyle había ejercido la profesión antes de
dedicarse a la literatura. En los tres casos se presiente la aplicación del modelo de la
sintomatologia, o semiótica médica, la disciplina que permite diagnosticar las enfermedades
inaccesibles a la observación directa por medio de síntomas superficiales, a veces irrelevantes a
ojos del profano
(...)
Pero no es cuestión de simples coincidencias biográficas; hacia fines del siglo XIX, y con más
precisión en la década 1870-80, comenzó a afirmarse en las ciencias humanas un paradigma de
indicios que tenía como base, precisamente, la sintomatologia, aunque sus raíces fueran mucho
más antiguas.

Carlo Ginzburg, C. Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales, En: Mitos.


Emblemas. Indicios. Barcelona, Gedisa, 1994. Fragmentos escogidos.

EL QUESO Y LOS GUSANOS


Prefacio
4. Antes era válido acusar a quienes historiaban el pasado, de consignar únicamente las
«gestas de los reyes». Hoy día ya no lo es, pues cada vez se investiga más sobre lo que
ellos callaron, expurgaron o simplemente ignoraron. «¿Quién construyó Tebas de las siete
puertas?» pregunta el lector obrero de Brecht. Las fuentes nada nos dicen de aquellos
albañiles anónimos, pero la pregunta conserva toda su carga.
5. La escasez de testimonios sobre los comportamientos y actitudes de las clases subalternas
del pasado es fundamentalmente el primer obstáculo, aunque no el único, con que
tropiezan las investigaciones históricas. No obstante, es una regla con excepciones. Este
libro narra la historia de un molinero friulano — Domenico Scandella, conocido por
Menocchio— muerto en la hoguera por orden del Santo Oficio tras una vida transcurrida
en el más completo anonimato. Los expedientes de los dos procesos en que se vio
encartado a quince años de distancia nos facilitan una elocuente panorámica de sus ideas
y sentimientos, de sus fantasías y aspiraciones. Otros documentos nos aportan
información sobre sus actividades económicas y la vida de sus hijos. Incluso disponemos

96
de páginas autógrafas y de una lista parcial de sus lecturas (sabía, en efecto, leer y
escribir). Cierto que nos gustaría saber otras muchas cosas sobre Menocchio, pero con los
datos disponibles ya podemos reconstruir un fragmento de lo que se ha dado en llamar
«cultura de las clases subalternas» o «cultura popular».
6. (…) No hace mucho, y ello no sin cierto recelo, que los historiadores han abordado este
problema. No cabe duda de que el retraso, en parte, se debe a la persistencia difusa de
una concepción aristocrática de la cultura. Muchas veces, ideas o creencias originales se
consideran por definición producto de las clases superiores, y su difusión entre las clases
subalternas como un hecho mecánico de escaso o nulo interés; a lo sumo se pone de
relieve con suficiencia la «decadencia», la «deformación» sufrida por tales ideas o
creencias en el curso de su transmisión. Pero la reticencia de los historiadores tiene otro
fundamento más notorio, de índole metodológico más que ideológico. En comparación
con los antropólogos y los investigadores de las tradiciones populares, el historiador parte
en notoria desventaja. Aun hoy día la cultura de las clases subalternas es una cultura oral
en su mayor parte (con mayor motivo en los siglos pasados). Pero está claro: los
historiadores no pueden entablar diálogo con los campesinos del siglo XVI (además, no sé
si les entenderían). Por lo tanto, tienen que echar mano de fuentes escritas (y,
eventualmente, de hallazgos arqueológicos) doblemente indirectas: en tanto que escritas
y en tanto que escritas por individuos vinculados más o menos abiertamente a la cultura
dominante. Esto significa que las ideas, creencias y esperanzas de los campesinos y
artesanos del pasado nos llegan (cuando nos llegan) a través de filtros intermedios y
deformantes. Sería suficiente para disuadir de entrada cualquier intento de investigación
en esta vertiente. Los términos del problema cambian radicalmente si nos proponemos
estudiar no ya la «cultura producida por las clases populares», sino la «cultura impuesta a
las clases populares». Es el objetivo que se marcó hace diez años R. Mandrou, basándose
en una fuente hasta entonces poco explotada: la literatura de colportage, es decir, los
libritos de cuatro cuartos, toscamente impresos (almanaques, coplas, recetas, narraciones
de prodigios o vidas de santos) que vendían por ferias y poblaciones rurales los
comerciantes ambulantes.
Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos, Prefacio, pp 17-20

(…) 1. Su nombre era Domenico Scandella, y le llamaban Menocchio. Nació en 1532 (en su
primer proceso declaró tener cincuenta y dos años) en Montereale, un pueblecito entre las colinas
del Friuli, a 25 kilómetros al norte de Pordenone, desde el que se divisan los Alpes del Véneto.
Siempre vivió allí, salvo durante dos años de destierro (1564-65), por motivo de una riña, en los
que residió en otro pueblo cercano —Arba— y en una localidad de la comarca de Carniola que no
conocemos. Estaba casado y era padre de siete hijos; otros cuatro murieron. Al canónigo
Giambattista Maro, vicario general del inquisidor de Aquileia y Concordia, declaró que sus
actividades eran de «molendero, carpintero, serrar, hacer muros y otras cosas». Pero
fundamentalmente trabajaba como molinero y vestía las prendas tradicionales del oficio: bata,
capa y gorro de lana blanca. Así compareció en el proceso, vestido de blanco. Dos años más tarde
diría a sus inquisidores que era «pobrísimo»: «sólo tengo dos molinos en alquiler y dos campos
como aparcero, con ello he sustentado y sustento a mi pobre familia». Pero desde luego
exageraba. Aunque buena parte de las cosechas sirvieran para pagar y tuviera que satisfacer el
impuesto del canon sobre los terrenos y el alquiler de los dos molinos (probablemente en
especies), debía quedarle suficiente para vivir y hasta salir de apuros en las malas temporadas.
Sabemos que, cuando estuvo desterrado en Arba, alquiló en seguida otro molino. Su hija
Giovanna, al casarse (ya hacía casi un mes que Menocchio había muerto), aportó una dote

97
equivalente a 256 liras y 9 sueldos. No era gran cosa, pero tampoco una miseria en comparación
con lo habitual en la región por aquellos tiempos. A grandes rasgos, no parece que la situación de
Menocchio, en el microcosmos social de Montereale, fuese de las peores. En 1581 había sido
alcalde de su municipio y de las «villas» circundantes (Gaio, Grizzo, San Lonardo, San Martino), así
como, en fecha no precisada, «camarero», es decir administrador, de la parroquia de Montereale.
No sabemos si allí, como en otras localidades de Friuli, el antiguo sistema de cargos rotativos había
sido reemplazado por el sistema electivo. Si así era, el hecho de saber «leer, escribir El queso y los
gusanos Carlo Ginzburg 91 y cuentas» debió jugar en favor de Menocchio. Desde luego los
camareros solían elegirse entre personas que habían ido a una escuela pública elemental, en
donde aprendían incluso algo de latín. Existían escuelas de este tipo en Aviano y Pordenone; sin
duda Menocchio asistió a una de ellas. El 28 de septiembre de 1583 Menocchio fue denunciado al
Santo Oficio. La acusación era haber pronunciado palabras «heréticas e impías» sobre Cristo. No
se trataba de una blasfemia ocasional: Menocchio había intentado expresamente difundir sus
opiniones, argumentándolas («praedicare et dogmatizare non erubescit»). Con ello su situación
era grave. Estos intentos de proselitismo quedaron claramente confirmados en la encuesta
informativa que un mes más tarde se iniciaría en Portogruaro, y proseguiría en Concordia y en el
propio Montereale. «Siempre está llevando la contra en cosas de la fe, por discutir, y también con
el párroco», declaró Francesco Fassetta al vicario general. Otro testigo, Domenico Melchiori,
manifestó: «Suele discutir con unos y con otros, y como quería discutir conmigo yo le dije: ‘Yo soy
zapatero y tú molinero, y tú no eres docto, ¿a qué disputar sobre esto?’». Las cosas de la fe son
graves y difíciles, lejos del alcance de molineros y zapateros: para discutir es necesaria la doctrina,
y los depositarios de ella son antes que nada los clérigos. Pero Menocchio afirmaba no creer que el
Espíritu Santo gobernase la Iglesia, y añadía: «Los prelados nos tienen dominados y que no nos
resistamos, pero ellos se lo pasan bien»; en cuanto a él: «Conocía mejor a Dios que ellos». Y
cuando el párroco del pueblo le condujo a Concordia, ante el vicario general, para que aclarara sus
ideas, le reconvino diciéndole «estos caprichos tuyos son herejías», Menocchio le prometió no
enzarzarse más en discusiones, pero volvió en seguida a las andadas. En la plaza, en la hostería, en
el camino de Grizzo o de Daviano, de regreso de la montaña: «suele con todo el que habla —dice
Giuliano Stefanut— salir con razonamientos sobre las cosas de Dios, y siempre meter algo de
herejía: así porfía y grita para mantener su opinión».
Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos, cap. 1, pp 29-31

98
NATALIE ZEMON DAVIS

Introducción
«La buena mujer que tiene un mal marido a menudo tiene el corazón dolido»; «Amor puede
mucho, Dinero lo puede todo». Estos eran algunos de los proverbios que en el siglo XVI los
campesinos acostumbraban a repetir para referirse al matrimonio. Gracias a la labor de los
historiadores sabemos ahora muchas cosas sobre la familia rural; la información la obtenemos de
contratos matrimoniales y testamentos, registros parroquiales sobre nacimientos y defunciones,
descripciones de rituales de cortejo y de cencerradas2 . Pero aún sabemos muy poco sobre las
expectativas y los sentimientos de los campesinos; sabemos poco sobre cómo se desarrollaban las
relaciones entre marido y mujer o entre padres e hijos; sabemos poco sobre cómo
experimentaban las dificultades y las posibilidades que la vida les ofrecía. Tendemos a pensar que
los campesinos tenían pocas posibilidades de elegir pero ¿es eso cierto?, ¿no es posible que
algunos aldeanos intentaran moldear sus vidas de forma inusual o inesperada? Pero, ¿qué
podemos hacer los historiadores para desentrañar estos aspectos del pasado? Rastreamos cartas y
diarios íntimos, autobiografías, memorias, crónicas familiares. Consultamos fuentes literarias –
teatro, poemas líricos y cuentos– las cuales, cualquiera que sea su relación con la vida real de
individuos específicos, nos muestran qué tipo de sentimientos y reacciones se consideraban
plausibles en un momento dado. Pero los campesinos del siglo XVI, un noventa por ciento de los
cuales no sabían leer y escribir, nos han dejado muy pocos documentos personales sobre su vida
privada. Las historias familiares y los diarios que han llegado hasta nosotros son pobres: una o dos
líneas sobre nacimientos y muertes y el estado del tiempo. Thomas Platter nos ofrece un retrato
de su madre, una campesina curtida en el trabajo duro: «Excepto una vez en que nos despedimos
de ella, nunca vi llorar a mi madre; era una mujer fuerte y valerosa, pero ruda». Pero esto fue
escrito cuando el erudito hebraísta llevaba tiempo lejos de las montañas y de los pastos de la
aldea suiza de su infancia3 . En cuanto a las fuentes literarias sobre los campesinos, si existen,
siguen la regla clásica que presenta a los aldeanos como personajes de comedia por antonomasia.
Según esta teoría, la comedia se refiere siempre a «personajes del pueblo», a «personas de baja
condición». «La comedia describe y representa en un estilo bajo y humilde la vida privada de los
hombres… El desenlace es feliz, agradable y placentero.» Así, en Les cent nouvelles nouvelles (una
colección de cuentos cómicos del siglo XV que se reimprimió varias veces durante el siglo XVI), un
campesino avaro que sorprende a su mujer en la cama con un amigo, apacigua su furia con la
promesa de doce medidas de trigo y para concluir el trato tiene que dejar que los amantes acaben.
En los Propos rustiques, publicados por el jurista bretón Noël du Fail en 1547, el viejo campesino
Lubin recuerda cuando se casó, a la edad de veinticuatro años: «No sabía lo que era estar
enamorado… pero hoy en día pocos son los jóvenes mayores de quince años que no hayan
intentado algo con las mozas»4 . La configuración de los sentimientos y el comportamiento de los
campesinos que entrevemos en este tipo de relatos tiene su valor –a fin de cuentas la comedia es
un medio ideal para explorar la condición humana– pero los registros psicológicos y la variedad de
situaciones de la vida de los aldeanos que contempla son limitados. Existen otras fuentes que nos
muestran a los campesinos en situaciones diversas y en las que el desenlace no es siempre un final
feliz: los anales judiciales. Debemos a los registros de la Inquisición el trabajo de Emmanuel Le Roy
Ladurie sobre la aldea catara de Montaillou y el estudio de Carlo Ginzburg sobre el intrépido
molinero, Menocchio. Los registros de los tribunales diocesanos están plagados de asuntos
matrimoniales que nos muestran cómo los aldeanos y el pueblo bajo urbano maniobraban en ese
mundo tan estricto de la ley y la costumbre para conseguir una pareja adecuada5 . Finalmente
tenemos los procesos verbales de varias jurisdicciones criminales. Veamos por ejemplo la historia
que en 1535 un joven campesino de Lyon, que pretendía obtener el perdón por un crimen

99
cometido en un acceso de ira, dirigió al rey. Incluso a través del filtro de la elaborada transcripción
del procurador aparece un pequeño retrato de un matrimonio desgraciado: Un año atrás este
suplicante, habiendo encontrado buen partido, se casó con Ancely Learin… a la cual ha tratado y
mantenido honestamente como a su mujer deseando vivir con ella en paz. Pero la llamada
Ancely…, varias veces sin motivo ni razón, amenazó con matar y pegar a este suplicante y de hecho
le pegó… Y estas cosas este suplicante las soportó pacientemente… esperando que se calmara con
el tiempo. No obstante… el segundo domingo del presente mes de mayo pasado, mientras el
suplicante cenaba con ella en su casa tranquilamente sin causarle ningún daño ni molestia, pidió
beber del vino que ella tenía en una botella de vidrio lo cual ella no quiso concederle. Y dijo que le
daría con la botella en la cabeza, lo que hizo… y rompió la dicha botella y tiró el vino a la cara de
este suplicante… Perseverando aún en su furia (ella) se levantó de la mesa, cogió una escudilla y…
la arrojó contra este suplicante y le hubiera causado gran daño si no fuera que la sirvienta de este
suplicante se interpuso entre los dos. Y entonces este suplicante… trastornado y excitado por
estos ultrajes… tomó un cuchillo largo que estaba sobre la mesa… y corrió tras la dicha mujer y le
asestó un solo golpe… en el vientre. La mujer no sobrevivió lo suficiente para contar su propia
versión de la historia6 . Documentos como este nos proporcionan información sobre las
expectativas y los sentimientos de los campesinos en un tiempo de súbita agitación o de crisis. En
1560 se presentó en el Parlamento de Toulouse un caso criminal que revela muchas cosas sobre el
matrimonio rural a lo largo de los años, un caso tan extraordinario que uno de los hombres que
actuó como juez publicó un libro sobre él. Se llamaba Jean de Coras, era natural de la región,
eminente jurista, autor de comentarios en latín sobre derecho civil y canónico, y además
humanista. El Arrest memorable, como lo tituló, reunía todas las pruebas, argumentos formales y
opiniones sobre el caso e incluía sus propias anotaciones. Según sus propias palabras, no se
trataba de una comedia sino de una tragedia, aunque los actores fueran gente rústica «personas
de baja condición». Este libro, escrito en francés, se reimprimió cinco veces durante los seis años
siguientes y aún se harían muchas otras ediciones hasta el final de la centuria7 . La obra de Coras
sobre el caso de Martin Guerre, que reúne aspectos de texto legal y de narración literaria, nos
introduce en el universo secreto de los sentimientos y aspiraciones de los campesinos. Es de gran
ayuda que se trate de un caso excepcional, porque una disputa fuera de lo común a veces puede
desvelar motivaciones y valores que quedan se diluyen en el día a día de la vida cotidiana. Espero
poder demostrar que las aventuras de tres jóvenes aldeanos no están tan alejadas de las
experiencias de sus vecinos y que la mentira de un impostor tenía algo que ver con otras formas
más comunes de construirse una identidad propia. También quiero explicar por qué una historia
que parecía adecuada para un simple relato popular –y de hecho se contaba de esta forma–
también proporciona material para las «ciento once bellas anotaciones» del juez. Finalmente me
gustaría explicar por qué encontramos aquí una rara identificación entre el devenir de los
campesinos y el de personas ricas e instruidas. En cuanto a las fuentes, el punto de partido fue el
Arrest de Coras, de 1561 y la breve Historia de Guillaume Le Sueur, publicada en el mismo año.
Este último es un texto independiente, dedicado a otro juez del caso en él, en al menos dos
ocasiones, aparecen detalles que no encontramos en Coras, pero que he podido verificar en los
archivos8 . He utilizado a Le Sueur y a Coras complementariamente, aunque en los pocos casos en
que había desacuerdo, he optado por el juez. Ante la imposibilidad de contar con el testimonio
completo del proceso (todos los procesos anteriores a 1600 han desaparecido del Parlamento de
Toulouse), he consultado los registros de las sentencias del Parlamento para conseguir
información suplementaria sobre el caso y sobre las prácticas y las actitudes de los jueces.
Siguiendo la pista de mis actores he investigado las actas notariales de muchos pueblos de la
Diócesis de Rieux y de Lombez. Cuando no podía encontrar al hombre o a la mujer concretos que
buscaba en Hendaya, en Artigat, en Sajas, o en Burgos, hacía lo que podía a través de otras fuentes

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del periodo y del lugar para descubrir el mundo que debieron contemplar y las reacciones que
podían haber sido suyas. Lo que ofrezco al lector es, en parte, mi invención, pero una invención
controlada firmemente por las voces del pasado.
Natalie Zemon Davis, El regreso de Martin Guerre, Introducción, Madrid, Akal, 2013, p. 17- 21

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