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Ser y Comunicación
Leonardo Polo, (en Yarce, Jorge. (ed.). Filosofía de la comunicación. EUNSA.
Pamplona, 1986.)
Para empezar digamos que hay varias maneras de afrontar la cuestión. La primera vía es la de
los trascendentales. El ser tiene que ver con la comunicación en tanto que existen no sólo
trascendentales absolutos, los cuales parecen, más bien, incomunicables, pues no implican relación (la
comunicación es incompatible con la inseidad absoluta), sino también los trascendentales relativos,
especialmente conocer y amar (respectivos a la verdad y al bien) que aseguran la comunidad
ontológica así como la convertibilidad de los trascendentales absolutos. En el plano de los
trascendentales comunicación equivale a conversión.
La llamada conversión de los trascendentales no significa sólo el modo como los
trascendentales tienen que ver entre sí, en tanto que nociones o conceptos (un asunto sumamente
complejo), sino también el orden trascendental. Este orden es dialógico, para emplear una expresión
del profesor Arellano. La noción de dialogicidad, o modelo dialógico, se propone como una manera de
convertir los trascendentales contrapuesta a los modelos endológico y analógico. Este planteamiento
es muy fecundo porque resalta bien los trascendentales y evita su confusión. Con todo, la cuestión
decisiva es la prioridad trascendental.
1. Trascendentalidad y Comunicación
A lo largo de la historia, se han dado tres respuestas al problema más importante que, como
digo, plantea la ordenación de los trascendentales. ¿Cuál es el primer trascendental, es decir, el
trascendental fundamental? La conversión de los trascendentales no implica que todos ellos sean
primeros. Ha habido tres maneras de entender esa prioridad. La primera, que es la tradicional, afirma
que el primer trascendental es el absoluto, es decir, el ser. Es la posición realista, según la cual el
trascendental ser funda el trascendental relativo verdad. De acuerdo con esta ordenación, el tercero es
el bien.
Verum in esse fundatur, dice Tomás de Aquino. Esto significa que sin la presuposición de la
verdad, el bien se esfuma, pues sin ella tampoco guarda relación con el ser. Con otras palabras, el
carácter trascendental de la misma noción de bien sólo se justifica si es el tercero. Ser, verdad, bien.
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Este es, obviamente, el planteamiento aristotélico, y me parece que es también el de Tomás de Aquino
(con ciertas modificaciones). Añadiré que el trascendental uno puede entenderse como la conversión
misma. Plotino no lo enfoca así; ello se debe a que la conversión es un asunto poco claro. Pero Plotino
se confunde al separar al uno (esto es monismo).
Así, pues, sólo la tesis realista acerca de la prioridad trascendental asegura el valor
trascendental de la verdad y del bien. En cambio, el planteamiento idealista limita la comunicación a
las relaciones lógicas o la somete a fuertes dificultades, y el planteamiento voluntarista parece hacerla
imposible, pues establece más bien la incomunicación, el aislamiento, la soledad, al atribuir a las
relaciones entre las ideas un carácter ficcional y hipotético.
Me parece que la filosofía analítica actual tiene un punto de partida nominalista. Sostener la
trascendentalidad del lenguaje lleva consigo confusiones. Esa tesis encierra el intento de encontrar un
nuevo trascendental que prime sobre la verdad, es decir, que sustituya al idealismo. El lenguaje se
propone como trascendental en tanto que no hay estatuto noético estricto. En tales condiciones, la
comunicación queda malparada.
Si no hay sistema, es decir, si se da alguna limitación en el discurso, tampoco hay discurso total.
Como dice Hegel, si se rompe la frase especulativa, sus segmentos separados son ininteligibles. En el
idealismo el problema no es el conocimiento del ser. El problema de la referencia ha desaparecido. La
relación entre la verdad y el ser, o el acceso intencional desde la verdad al ser, ha sido sustituido por el
puro sentido autorreferencial de los contenidos ideales respecto del todo ideal y correlativamente
también entre sí. El estructuralismo es una forma de idealismo, por cuanto es un formalismo total.
Así pues, sólo hay comunicación si hay saber absoluto y en su interior: sólo hay comunicación
en tanto que todo tiene que ver con todo (el viejo lema de Anaxágoras). En gran medida me parece que
los problemas de comunicación, la sospecha de que más bien estamos incomunicados que
comunicados, viene de la consideración, por otra parte obvia, de que el idealismo no pasa de ser un
postulado o, lo que es igual, que es absolutamente imposible la absolutización de la verdad. Por otra
parte, establecido el sistema, la comunicación no sería una tarea, pues estaría ya lograda (tan sólo
como conexión de verdades. Esta conexión es la única conversión posible en el idealismo. La dialéctica
obedece a ello).
Si se afirma que la razón es sistemática, como hace Hegel, la razón se transforma en atributo
divino. En el caso del hombre finito no cabe justificar la comunicación en términos de verdad o, lo que
es lo mismo, no se puede garantizar que lo que se comunica sea recibido por el oyente con el mismo
sentido.
Espinosa dice que un orden de ideas parcial es un orden falso y, por lo tanto, que una
comunicación entre sujetos finitos no puede tener carácter determinante. Si se concede carácter
determinante a la relación entre sujetos concretos o parciales, se cae en el error por equivocidad.
hecho, o no podría comunicar la verdad. Para el idealismo, como hemos dicho, el trascendental verdad
sólo es posible en términos de razón divina, es decir, en términos de saber absoluto.
Si se sabe todo, todos estamos de acuerdo en una culminación cuyo estatuto es pasivo, es decir,
la negación de todo incremento, de toda novedad. Por lo tanto, también es una negación de la alteridad
como tal. Como el sistema se lo traga todo, al negar la alteridad como tal niega la bondad, puesto que
el bien tiene razón de otro. Por eso digo que la verdad entendida como primer trascendental no funda
el ser, pero tampoco funda el bien, sino que lo hace sumamente problemático.
Así pues, cuando la sistematicidad aparece como imposible, queda en el aire un sospecha
profunda. Esto da lugar a la versión hermenéutica de la comunicación; la verdad no se comunica tal
cual, sino que hay un proceso de transformación entre la emisión y la recepción. Esta modificación no
se debe al medio, sino a la diferencia entre el receptor y el emisor, en cuanto que totalidades cuya
relación no es sistemática, o que sólo coinciden de una manera parcial. De manera que no hay forma
de saber si las explicaderas se corresponden con las entendederas o viceversa.
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Si el nominalismo se confronta con el idealismo, tiene que sentar la siguiente tesis: no hay
lógica total. Ahora bien, ¿qué quiere decir que no hay totalidad lógica? Que nosotros somos
participantes de la logicidad de modo parcial: en el hombre la logicidad aparece precisamente
fragmentada. Las reglas que aplicamos son usos del lenguaje. No conocemos las reglas últimas del
lenguaje, o la totalidad de reglas del lenguaje, es decir, lo que haría del lenguaje un sistema. Sin
embargo, dicha totalidad debe existir, aunque es indecible por el hombre.
A mi juicio, esta derivación mística, que es también una deriva hacia la inexpresión, es
inevitable en el nominalismo y, en definitiva, en la llamada filosofía del lenguaje, que es aquella actitud
filosófica que afirma como primer trascendental el lenguaje. El lenguaje humano no puede dar razón
de sí mismo. A la vez, la tesis de que las rulos del lenguaje son definitivamente finitas es inadmisible.
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Y como ningún juego obedece a una necesidad última, su conexión en un sistema total de reglas
es imposible. Es decir, no cabe ni siquiera la hermenéutica. El problema de la traducción hay que
declararlo insoluble desde este planteamiento. La pluralidad de juegos lingüísticos implica la
incomunicabilidad de los juegos lingüísticos, pues las reglas de cada juego sólo valen para él.
Insisto: incluso el lenguaje axiomatizado sería parcial, usaría reglas convencionales, distintas
de las de otros géneros literarios. Desde el lenguaje total, que sería el lenguaje de Dios, mi
participación en el conocimiento o en el uso de esas reglas da lugar a una pluralidad incomunicable. Y
por lo tanto solamente los que conozcan las reglas de cada juego, y dentro de ese juego, pueden
mantener comunicación (jugarlo). Pero entre los distintos juegos lingüísticos no hay comunicación. La
transformación lingüística que se hace en la traducción hermenéutica, ni siquiera es posible. Hay un
acotamiento, es decir, si aceptamos estas reglas, jugamos este juego, no otros.
Tomás de Aquino dice que el tercer sentido de la verdad no es la adecuación con la cosa, sino la
manifestación, la declaración de ella. El tercer sentido de la verdad es tanquam efectum
consequentum declarativum et manifestativum esse: es declarativo y manifestativo del ser. En rigor,
el lenguaje es terminativo en la cosa, lo mismo que la voluntad. El lenguaje vendría a ser algo así como
el complemento voluntario o el relevo que la voluntad hace de la inteligencia.
Desde este punto de vista resulta que efectivamente la comunicación corre a cargo de la
voluntad. Y eso estaría dentro del lenguaje mismo. Con esto se esquiva la mística lingüística, el
problema de las reglas inefables del lenguaje. No es que el lenguaje tenga reglas últimas. El lenguaje es
un instrumento complementario de la intención intelectual, que es inmanente. Lo pensado se queda en
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cada uno; comunicar requiere el lenguaje, lo cual no quiere decir que la relación entre la verdad y su
comunicación sea accidental. Por eso, insistir en el carácter convencional de las palabras no es
demasiado importante. Nosotros comunicamos porque queremos. Es decir, porque queremos
terminar en otro. La comunicación sería el camino hacia otro que la voluntad hace emprender al
pensamiento y, como no lo puede hacer en términos de pensamiento estricto, lo hace de una manera
instrumental. Lo cual de ninguna manera hace que el lenguaje sea cosa de poca monta.
Aunque no es más que un esbozo, este planteamiento es coherente con el punto de vista
realista. Para el realismo lo primero es el ser. Si lo segundo es la verdad, el bien tiene que cerrar el
circuito. Es el tercer trascendental según el orden. Por eso, el bien marca una conversión hacia el ser, y
establece justamente la comunicación. La comunicación no es telepática, sino voluntaria.
Así se resuelve lo que se enuncia de manera un poco vaga (más bien como un problema) al
hablar de la convertibilidad de los trascendentales. Para que la verdad se convierta con el ser es
menester el lenguaje, un complemento voluntario. A la vez, ese componente voluntario no es arbitrario
ni tampoco el primero, sino el tercero en el orden trascendental.
Probablemente lo que he dicho está cerca de lo que el profesor Arellano denomina orden
trascendental dialógico. Por mi parte, obedece a la percepción de una oscilación en la apreciación de la
primacía de los trascendentales. A esa oscilación se deben las disputas entre escuelas filosóficas. Si la
comunicación tiene valor desde el ser, la tenemos, que incluir en el orden trascendental. El tercero en
el orden no se abre fuera de él (la que sería apuntar a la nada), sino que es la vuelta. También Santo
Tomás de Aquino dice que la voluntad es curva. La voluntad sería totalmente curva y se cerraría sobre
sí misma si el bien fuera lo primero. Con ello, naturalmente, se aislaría, Pero la curvatura de la
voluntad es justamente el complemento a la no curvatura de la inteligencia. La inteligencia no es
curva, la voluntad sí. Por eso el orden trascendental quedaría incompleto sin ella.
2. Persona y Comunicación
La noción de persona es una consolidación del trascendental ser. Pero, a su vez, en la noción de
persona contemplamos al trascendental absoluto más abierto a los trascendentales relativos. La
profundización en la persona nos hace ver que el ser es comunicativo a su vez, o que se abre a la verdad
y al bien. El lema: “los trascendentales se convierten entre sí”, no deja de ser vago mientras no se
responda a la pregunta sobre el modo de la conversión. Pues bien, la conversión se ve (se logra la
respuesta a la pregunta) en la noción de persona. También con ello se ve mejor el significado de la
comunicación.
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La Unitrinidad no significa que las personas sean inferiores a la unidad (esto sería
neoplatónico): la persona es justamente lo que permite ahondar (con la luz de la fe) en la identidad in
divinis. No tiene sentido decir que Dios es Uno por una parte y persona por otra. Dios es Uno como
idéntico; la identidad implica origen y lo relativo en la intimidad del origen es la persona. La relación
subsistente es relación exclusivamente en el orden del origen. Con ello surge la noción de intimidad.
Intimidad no significa inmanencia. Esto es cierto también en el hombre, realidad personal (aunque,
como es claro, la Trinidad es exclusiva de Dios).
La conversión de los trascendentales tiene que ser donativa, novativa, es decir, de ninguna
manera redundante. El infinito en que todas las vacas son pardas, de Schelling, o el infinito estático de
Espinosa, o el absoluto de Hegel, contemplativo, pasivo, término de la aventura del idealismo
dialéctico, todo eso hace imposible entender la persona, si la persona es donante. Lo mismo sucede
con la noción de res.
La clave del ser en cuanto absoluto, pero convertible con los trascendentales tradicionalmente
llamados relativos, es el carácter donal. Es aquello que dice San Pablo — la única frase del Señor
recogida fuera de los Evangelios — “es mejor dar que recibir”. La comunicación está en el ser por
donación. El entenderla como donación abre tanto el orden de la verdad como el orden del amor (en
el orden trascendental personal, bien significa amor). El amor no se subordina al bien, sino que el
amor es donal. Es el ordo amoris de San Agustín. La comunicación tiene que ser donación. Si es
donación de verdad, la verdad no puede ser una pura pertenencia o una mera tenencia, sino que tiene
que estar abierta en donalidad e íntimamente vinculada al amor.
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Estas consideraciones permiten enlazar con los problemas que la sociología de la comunicación
plantea. Si la comunicación no es una continuación del ser personal, si no tiene carácter donal,
entonces la comunicación es pura información, o lo que es igual, es redundante, e insuficiente como
comunicación. Lo que en rigor no es redundante es la persona. Por eso todas las formas de
comunicación redundantes implican la caída en lo impersonal.
Una forma grave de redundancia es la trivialidad. La redundancia aquella parte del mensaje
que no añade nada significativo, de la que se puede prescindir. Por lo tanto, según esa fórmula, lo que
hay de información es lo quo hay de nuevo. Pero también se puede decir: lo que hay de trivial no es
nuevo. Lo trivial es lo desasistido de personalidad (lo estoico en el sentido de Kierkegaard) y, por lo
tanto, lo que no merece la pena comunicar.
Y si no es dignificante es tarea de comadres, pura redundancia por superfluidad. Eso sólo puede
corresponderse con vicios: por ejemplo, el afán de enterarse de aquello que no merece la pena saberse.
Aquello que es mejor no saber es lo insignificante, lo que no está refrendado por la autenticidad
personal. Lo que no se debe saber tampoco se debe comunicar. Y cuando se comunica a través de los
mass media, más que de medios de comunicación de masas, convendría hablar de incitaciones a
devenir masa.