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La relación médico-enfermo
y el acto médico
(1) El lector que desee más amplia información sobre el contenido de este capítulo, vea mis li-
bros La relación médico-enfermo, Teoría y realidad del otro, Sobre la amistad y Ocio y trabajo (capítu-
lo «La enfermedad como experiencia»).
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344 El acto médico y sus horizontes
I. LA RELACIÓN MEDICO-ENFERMO
Muchas pueden ser en su realidad factual las formas en que se realiza la
relación entre el médico y el enfermo: la visita domiciliaria, el encuentro en un
ambulatorio, la intervención quirúrgica, la recepción en el consultorio privado,
la asistencia al comatoso, la cura en el campo de batalla, etc. A la vista de tan
variado elenco, ¿cabe afirmar que en dicha relación es esencial, y por tanto
ineludible, el contacto directo entre sus dos miembros? Si aquélla ha de ser
acabada -porque no puede desconocerse la posibilidad de que el médico eva-
cué una consulta por carta o por teléfono-, la respuesta debe ser afirmativa. Es
cierto que la mentalidad técnica ha imaginado o soñado la utopía de un diag-
nóstico logrado mediante signos puramente objetivos (cifras analíticas, traza-
dos gráficos) y un tratamiento limitado a la ejecución de prescripciones escri-
tas y automáticamente derivado de aquél; en definitiva, la existencia futura de
una medicina sine medico. Pero aunque la automatización de la práctica médi-
ca ha de lograr maravillas, especialmente en los casos que más adelante serán
considerados, tengo por seguro que la asistencia al enfermo nunca podrá al-
canzar la perfección deseable sin que el médico reciba directamente de él la
información que como tal enfermo debe darle, y sin que la operación terapéuti-
ca lleve consigo la parte que la persona del sanador ineludiblemente pone en
ella.
Puede también objetarse que, sin necesidad de llegar a los extremos de tal
utopía, la actual medicina en equipo fracciona la relación médico-enfermo en
tantas porciones como médicos intervienen en el proceso del diagnóstico y el
tratamiento, y por consiguiente hace de ella algo sobremanera distinto de lo
que desde los tiempos hipocráticos hasta hoy ha venido siendo. Lo cual sólo en
alguna medida es cierto, por dos razones. La primera, que, aunque no se lo pro-
pongan sus miembros, es el equipo mismo el que ante el enfermo aparece
como «persona médica»: en él pone su confianza y a él, si llega el caso, hace
responsable de su desconfianza. La segunda, que de ordinario es uno de los
componentes del equipo, bien por su función, bien por su calificación, el que
ante el paciente asume y personaliza cuanto acerca de la relación médica diré
en las subsiguientes páginas.
Esto expuesto, estudiaré sucesivamente el fundamento, la índole, la estruc-
tura y los modos principales de dicha relación.
tiene que ser la «coejecución» de los actos con que el otro ejecuta su condición
de persona; y de modo más inmediato y psicológico, las vivencias en que tales
actos se hacen más o menos conscientes. La relación interpersonal, en suma, es
una convivencia que se realiza mediante una sucesiva coejecución de viven-
cias y actos.
Dos serán, según esto, los modos principales de la relación interpersonal: la
convivencia amorosa, en la cual la intención unitiva emerge de una forma par-
ticular del amor (amistad, relación materno-filial, amor erótico, etc.), y la
convivencia odiosa. Quien, por ejemplo, visita a un amigo que ha sufrido una
desgracia para compartir -convivir- su dolor, no se limita a contemplarle; le
contempla, desde luego, pero además intenta coejecutar en su intimidad la
pena que el amigo está sufriendo en la suya; porque sufrir como persona es
ejecutar íntimamente los actos de aflicción, desvalimiento y gravativa pérdida
de la integridad vital -la «incompletud» de que a otro respecto habló Pierre Ja-
net- en que la pena consiste. Y quien personalmente odia a otro hombre
-como, por ejemplo, Joaquín Monegro a Abel Sánchez en la conocida novela
unamuniana-, aspira a una coejecución dominadora de lo que el otro pretende
libremente hacer y sentir en la intimidad de su alma; en último extremo, a ma-
tar en su raíz misma la libertad ajena.
Cuando la relación interhumana es verdaderamente interpersonal, el amor
y el odio nos mueven a penetrar en el interior del otro, en el seno de su vida
anímica; aquél es, pues, «amor instante», y este otro «odio instante», en el sen-
tido etimológico del adjetivo y del verbo de que se derivan (in-stare, estar en).
El odio sólo puede pasar de ahí moviendo al acto de matar físicamente a la
persona odiada. El amor, en cambio, puede trocarse en «amor constante» o
«amor de coefusión» (esto es: amor que efectivamente «consta») cuando las dos
personas que se aman creen en el amor del otro y dan fundamento a tal creen-
cia efundiéndose hacia él en obras de donación de sí mismo. El conjunto que
en tal caso forman las dos personas deja de ser el simple «dúo» de aquellos a
quienes entre sí vincula la conquista de una determinada meta, un negocio,
una investigación científica o la composición de una comedia, y se convierte
en «diada»; la unión dual se trueca en unión diádica.
b. Relación de ayuda
Objetivante o interpersonal, la relación interhumana puede adoptar muchas
formas; entre ellas, aquella a que genéricamente pertenece la asistencia médi-
ca: la relación de ayuda. Y en cuanto que relación de ayuda, ¿es objetivante o
es interpersonal la relación médica? Para el médico, ¿es el enfermo puro «obje-
to» -es decir: realidad «objetivamente» contemplada y modificada- de una ayu-
da médicamente técnica?
Cabe pensar que la relación médica es una relación interhumana pura y ex-
clusivamente objetivante. Por lo menos, así ha venido concibiéndola la patolo-
gía de Occidente, desde Alcmeón de Crotona hasta nuestro siglo. Según ella, el
enfermo ha de ser para el médico puro objeto de contemplación cognoscitiva (a
348 El acto médico y sus horizontes
(2) En rigor, y para hacer justicia a von Weizsacker, hay que decir que en alemán hay una dife-
rencia de matiz entre Genossenschaff y Kameradschaft.
[3] El psicoanalista norteamericano Th. S. Szasz se ha esforzado en demostrar que la terapéutica
psicoanalítica debe ser entendida como educación. En términos absolutos, no creo que sea así. Pero
es indudable que ese modo de la acción terapéutica es el más cercano a la acción educativa. Volveré
sobre el tema.
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a. Estructura y dinámica
Actualizándose y manifestándose en cada uno de los actos en que la asis-
tencia al enfermo se realiza, la esfructura de la relación entre éste y el médico
se halla compuesta por la mutua integración de cinco momentos principales:
uno afectivo, la amistad médica a que acabo de referirme y de que luego más
ampliamente trataré; otro cognoscitivo, el conocimiento diagnóstico; otro ope-
rativo, el tratamiento; y condicionando el modo de los tres, otro ético, consti-
tuido por el cumplimiento de las normas morales a que los tres deben someter-
se, y otro histórico-social, del que son parte los motivos situacionales (polis
griega, ciudad medieval o moderna), políticos (práctica en una sociedad liberal
o en una sociedad socialista) y genuinamente sociales (clase y grupo humano a
que médico y enfermo pertenezcan) de dicha relación. En los capítulos subsi-
guientes los estudiaré más detenidamente. Ahora quiero limitarme a una es-
cueta afirmación: que en todo acto médico se dan todos simultáneamente. El
diagnóstico es, desde luego, un acto cognoscitivo; pero, cuando lo busca, el mé-
dico, sépalo o no, quiéralo o no, está tratando al enfermo y se halla afectiva,
ética, histórica y socialmente condicionado; y mutatís mutandis, otro tanto cabe
decir del tratamiento o del acto social.
Así estructuralmente constituida, la relación médica muestra una dinámica,
cuyo estudio obliga a considerar separadamente el fin, la consistencia, el
vínculo y la comunicación propios de aquélla. Más precisamente: cómo la con-
sistencia, el vínculo y la comunicación propios de la relación médica, e inhe-
rentes a ella, se mueven hacia el fin a que ocasionalmente se halle ésta ordena-
da.
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b. Fin propio
El fin propio de la relación medicarla meta a que aspira la conjunción cua-
si-diádica entre el médico y el paciente, es en principio la curación de éste, la
reconquista de la salud que ha perdido; pero cuando la enfermedad es incura-
ble, tal fin tendrá que limitarse a ser el logro del mejor o menos malo modo de
vivir entre todos los que la enfermedad hace posibles, y deberá ser en algunos
casos, cuando ya la muerte del enfermo parece inevitable, la simple ayuda al
mejor morir que la persona del moribundo permita. Tales son los horizontes
del acto médico cuando se halla determinado por la asistencia a un enfermo.
Los capítulos consagrados a estudiar el tratamiento, la curación y la muerte
desarrollarán este sumario apunte.
c. Consistencia propia
ciencia: ¿puedo, sin embargo, decir que real y verdaderamente es mío, aunque
para hablar coloquialmente de él diga yo «mi dolor de muelas»? En modo algu-
no. Yo lo vivo como algo brutal e incomprensiblemente surgido en mí; para mí
es algo que me sobreviene, que me asalta «desde fuera». Más aún: no lo acep-
to, me sublevo contra él, trato de eliminarlo de mi conciencia y de mi vida
ingiriendo un analgésico o, más radicalmente, suprimiendo de mi cuerpo la
parte de que procede y en que asienta. Mientras dura, el dolor de muelas está
en mí, pero no es mío. Pertenece a la esfera de «lo en-mí».
¿Qué es entonces, en un sentido riguroso, «lo mío»? Evidentemente, lo que
yo vivo como parte integrante de mi mismidad; lo que en auténtica propiedad
pertenece a mi persona; lo que en mi más personal intimidad me es necesario
para ser y seguir siendo «yo mismo». Lo mío puede serme en principio grato o
ingrato, aunque siempre me sea más fácil o más tentador considerar «míos»
los ingredientes gratos -actos, sentimientos- de mi propia vida. Para afirmar
de algo su «meidad», su carácter de «mío», lo decisivo, pues, no es la índole
grata o ingrata de su afección a mi persona, ni los títulos biológicos o jurídicos
de su adscripción a mi vida, sino la autenticidad y la íntima certidumbre de su
pertenencia a ese núcleo de mi personal realidad en que verdaderamente yo
soy «yo mismo» y puedo hablar de «mí mismo».
Idea o creencia, volición o sentimiento, de cuatro modos cardinales puede
ser mío un acto psíquico; cuatro son, por tanto, las vías principales por las que
llega a constituirse la verdadera «propiedad» de mi persona, la que yo «propia-
mente» soy: la asunción, la creación y la aceptación y la donación. Es «mío por
asunción» lo que, viniendo a mi vida desde fuera de mí, por mí es incorporado
a mi realidad personal y asumido en ella. Así ha llegado a ser mío, parte inte-
gral de mi «yo mismo», el amor a mis hijos; y de igual modo puede llegar a ser
mío lo que ocurre en mi cuerpo, aunque eso que ocurre sea una enfermedad
(6). Es «mío por creación» lo que, habiendo surgido en mi vida por obra de mi
libertad creadora -poco importa para el caso que la importancia del acto crea-
dor sea mínima-, no es repudiado por mí y queda en mí como parte irrenun-
ciable de mi realidad y mi vida. Es «mío por aceptación» lo que entra en mi
vida desde fuera de ella y yo recibo en mi intimidad como destinado a mí. Me-
diante la asunción conquisto como mío lo que en principio no era para mí; por
obra de la aceptación recibo como mío lo que un acto de creencia me hace ver
dedicado a mí, algo que una instancia exterior a mí -otra persona, la naturale-
za, la providencia divina- me presenta y ofrece. Es «mío por donación», en fin,
y de modo singular y paradójico, lo que por amor doy a otra persona, esa «mo-
nedita del alma» que «se pierde si no se da» del poemilla de Antonio Machado
antes transcrito. Noble, abnegada, delicada manera de edificar la «propiedad»
de uno mismo.
[6) Mi cuerpo pertenece a mi realidad por naturaleza, y en este sentido puedo y debo decir «yo
soy mi cuerpo»; pero a la vez es parte de mí ser personal por asunción -hay ocasiones en que a través
de él, porque sin él no me es posible hacer nada, «yo me encuentro con mí cuerpo»-, y esto es lo que
me permite llamarle «mío», en el pleno sentido de esta palabra, o sentir frente a él las diversas viven-
cias que puede suscitar en mí lo incomprensible y ajeno: la extrañeza, el asombro o, sartrianamente,
la «náusea».
La relación médico-enfermo y el acto médico 355
d. Vínculo propio
Lo dicho hasta ahora permite afirmar que el vínculo propio de la relación
médica ideal, esa hacia la cual, pese a los obstáculos que a ella se oponen, debe
moverse el médico, es una particular forma del amor, a la que desde ahora lla-
maré «amistad médica». A lo largo de la historia, una y otra vez lo han afirma-
do los médicos que han visto su práctica como el ejercicio simultáneo de una
profesión y una vocación. A través de Platón («El enfermo es amigo del médico
a causa de su enfermedad», Lisis, 217a) y de los Praecepta hipocráticos («Don-
356 El acto médico y sus horizontes
de hay amor al hombre hay amor al arte»), los griegos enseñaron para siempre
que el nexo primario entre el médico y el enfermo debe ser la amistad, la phi-
lía, especificada como «amistad médica». El cristianismo heredó esta enseñan-
za, pero entendiéndola desde la idea cristiana de la amistad y el amor; trascen-
diendo, por tanto, el radical naturalismo del pensamiento helénico. Entre el te-
rapeuta y el paciente el vínculo unitivo debe ser, se piensa ahora, «caridad téc-
nica», efusión de amor del médico hacia el hombre menesteroso que es el en-
fermo, técnica y profesionalmente realizada como diagnóstico y tratamiento.
«El más hondo fundamento de la medicina es el amor», diré Paracelso, ya en
pleno Renacimiento. La tradición de ver ese fundamento como «amistad médi-
ca» no se quiebra en el secularizado mundo moderno, aunque la manera de en-
tenderla haya seguido líneas distintas. Cuando el médico ha permanecido fiel a
la concepción del hombre como persona - a la manera de Descartes o a la de
Kant-, el nervio de la vinculación ideal entre el terapeuta y el enfermo sigue
siendo, bien que secularizada en cuanto a sus principios y a sus perspectivas,
la «amistad técnica», una relación diagnóstica y terapéuticamente amistosa con
un ser capaz de proponerse fines autónomos. Cuando, por el contrario, el médi-
co ha confesado tácita o expresamente una antropología naturalista -por su-
puesto, conforme a una idea de la naturaleza distinta de la physis helénica-, la
relación médico-enfermo ha sido concebida como una forma particular de la
«camaradería»; sin menoscabo de sus intereses profesionales y científicos y de
los varios modos individuales de su afectividad, al relacionarse con el pacien-
te, el terapeuta le ayuda en tal caso para que, dentro de la sociedad a que am-
bos pertenecen, contribuya con su salud a la realización histórica de la natura-
leza humana.
La amistad médica, en suma, es el vínculo propio de la relación médica
ideal; vínculo que debe constituirse a partir del encuentro del médico con el
enfermo y que dinámicamente va modulándose desde entonces hasta que
el alta o la muerte ponen término a la actuación de aquél.
e. Comunicación propia
Hacia los diversos horizontes del acto médico -la curación, la asistencia del
enfermo crónico e incurable, la muerte- tiene que moverse, en fin, la comuni-
cación propia entre el terapeuta y el paciente. La mirada, la palabra y el silen-
cio, el contacto manual y la relación instrumental son los principales recursos
técnicos para el establecimiento de esa comunicación. En capítulos ulteriores
estudiaremos cómo se ponen en juego y cómo deben ir modulándose, desde
que el médico y el enfermo se encuentran.
saber «qué va a ser de mí»; en otros, ese inconsciente propósito de buscar «re-
fugio en la enfermedad» de quienes con la asistencia médica aspiran a ser
reconocidos como tales enfermos y a seguir estándolo con cierta seguridad vi-
tal; en bastantes enfermos incurables, más o menos conscientes de su condi-
ción de tales, cierta necesidad de lo que bien podríamos denominar «refugio
en el médico», la solicitud del alivio y el apoyo que la asistencia médica conce-
de; en no pocos, en fin, la confirmación de que el estado de su salud no está
amenazado por una dolencia oculta, la práctica del ya tópicamente denomina-
do «chequeo».
Ocurre, sin embargo, que el hombre vive socialmente, no esté solo, y esto
da lugar a que en ocasiones sean «los otros» quienes promueven la iniciación
de la asistencia médica: los otros próximos (familia, deudos) o los otros remo-
tos e innominados (la sociedad, a través de alguna de las instituciones que la
integran: una empresa en el caso del trabajador, una entidad aseguradora en el
de quienes con ella contratan, el entorno político en el de un jefe de Estado o
un ejerciente del poder]. Eventualidades ambas que, como es obvio, necesaria-
mente condicionan el modo de realizarse la relación médica.
Surge de manera ineludible, en relación con este tema, el tan discutido de
la elección del médico. Porque el enfermo puede requerir o recibir ayuda téc-
nica según muy diversas posibilidades: de «tal médico», cuando libremente le
es posible elegirlo entre todos cuantos actúan en torno a él; del médico con
nombre y apellidos a que, por la razón que sea, un contrato de iguala o un re-
glamento societario,- tiene obligación de recurrir, ese a que alude la expresión
«Habré de llamar al médico»; de «un médico que le ofrecen» y al que en prin-
cipio no conoce, como tantas veces acontece entre beneficiarios de seguros so-
ciales, soldados, funcionarios, etc.; o de «un médico cualquiera», el que esté
más a mano en el momento de necesitarlo. Todo ello da lugar a situaciones ad-
versas al establecimiento de una relación médica realmente satisfactoria, pero
no llega a ser obstáculo invencible para el logro de la meta constantemente de-
seable: que, al término de su experiencia, el paciente pueda llamar «mi médi-
co» al que le ha atendido.
2.a ¿Cómo el paciente ha llegado a sentirse enfermo? Ampliamente fueron
estudiadas en páginas anteriores la génesis y la estructura del sentimiento de
enfermedad, considerado in genere. Los componentes de él entonces descritos
-invalidez, molestia, etc.- adquieren configuración más o menos específica en
las distintas entidades morbosas que la nosografía delimita: úlcera gástrica,
fiebre de Malta, diabetes sacarina o tumor del lóbulo frontal; y con ellos, como
también vimos, la varia modulación que a tal configuración imprimen la cons-
titución biológica, la situación histórico-social y la individualidad del enfermo.
Lo cual por necesidad influye en la determinación del modo que definitiva-
mente adopte la relación médica, cuando la solicitud del paciente dé lugar a
ella.
3.° ¿Cómo el paciente responde al hecho de sentirse enfermo? Sabemos que
en la respuesta al sentimiento de enfermedad se articulan tres componentes:
uno afectivo (rebelión, aceptación, depresión, apatía, ansiedad, miedo, desespe-
La relación médico-enfermo y el acto médico 359
ranza, gozo larvado), otro interpretativo (la enfermedad como castigo, como
azar, como reto o como prueba) y otro operativo (comunicación de su estado o
silencio respecto de él, automedicación, práctica mágica o supersticiosa, llama-
da al médico). Cuando esta última decisión es la que se impone, con ellos coo-
pera la inicial actitud del paciente ante el médico que ha de atenderle y ante la
institución en que el médico preste sus servicios, si tal es el caso. La orienta-
ción de la respuesta del enfermo hacia una u otra de estas múltiples posibilida-
des, por fuerza habrá de influir en el modo de la relación médica que a la pos-
tre se establezca.
c. La índole de la enfermedad