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“La luna apenas me brindaba una trémula luz en mi camino, como compañera servicial de mi viaje.

A ella
levanté la cara y le dije: «Protégeme, diosa esplendente, y que vengan a tu memoria las rocas del Latmo. No
consiente Endimión que tu pecho sea severo; te suplico que vuelvas tus ojos a mis amores furtivos. Tú, diosa,
caías del cielo en busca de un mortal; si se me consiente la verdad, la que yo busco es también una diosa.”

Y ya sintiendo los brazos cansados a la altura de los hombros, con gran esfuerzo me alzo todo lo que puedo
sobre las aguas, cuando a lo lejos divisé una luz y dije: «Mi fuego está en esa luz; aquellas playas tienen mi
luz». Y en el mismo instante volvieron las fuerzas a mis fatigados brazos, y el mar me pareció más suave que
antes. Que no pueda sentir el frío del helado abismo es obra del amor que arde en mi pecho enamorado.

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