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contemporáneas.
Nos aparece aquí una primera razón por la que la sociología de la educación
empieza ya en sus orígenes como una sociología de las instituciones escolares.
La segunda razón por la que el desarrollo de la disciplina se ha centrado en las
instituciones educativas nos lleva a identificar el segundo gran ámbito de estudio
de la sociología de la educación, al tiempo que nos dirige al período de máximo
desarrollo teórico de la especialidad a partir de la segunda mitad del siglo xx. Se
trata, sin duda, de la importancia de la educación en el proceso de asignación y
distribución de las posiciones sociales. En efecto, en la sociedad meritocrática
capitalista la escuela adquiere una importancia fundamental como institución clave
para la adquisición de estatus. Pero es a partir de la segunda mitad del siglo xx, en
plena consolidación de los estados de bienestar, cuando la meritocracia deja de
ser solamente un principio de legitimación ideológica para adquirir una dimensión
hegemónica, es decir, cuando la población de las sociedades avanzadas cree
realmente en ella.
El interés privado por la inversión en educación, por otra parte, viene motivado
tanto por la hegemonía del individualismo posesivo,2 y principalmente, por las
expectativas de movilidad social de la población, reforzadas por el optimismo
social del momento y por la fe en la ciencia como motor del progreso. La
equivalencia entre cantidad de educación y movilidad ocupacional
intergeneracional es la base tanto del discurso público de la educación como del
comportamiento individual ante la demanda educativa, y solamente se rompió a
partir de la crisis de los años setenta.
Esta conexión repercutirá en el nuevo papel asignado a las ciencias sociales como
cuerpo de conocimiento experto para la mejora de la vida social. En el terreno de
la educación, el “know-how” que pueden aportar sociólogos y economistas pasará
a primer plano, desplazando al saber pedagógico como conocimiento para el
cambio y la innovación educativa. La incorporación de científicos sociales en
comisiones gubernamentales y en puestos de asesoramiento a gestores políticos
comportará una sociología o una economía de «ingeniería social», adentrada en
los propios aparatos del Estado, que, más allá de proporcionar un saber para la
planificación, financiación y distribución de la actuación pública, servirá de base de
legitimación científica de las decisiones políticas (Karabel y Halsey, 1977).
Existen, por lo tanto, factores de interés individual y colectivo para entender las
razones de la expansión de los sistemas educativos, las transformaciones del
currículum (con una orientación más instrumentalista), y, sobre todo, la nueva
función social de la educación en el cambio social, no sólo para la movilidad
social, sino también para la eliminación de la pobreza y la desigual dad en la
sociedad. En el contexto señalado, no es casual que la sociología de la educación
constituya una especialidad central de la sociología funcionalista. El principio
meritocrático liberal de la justicia distributiva –las posiciones sociales son el
resultado de la capacidad y esfuerzo individual- encuentra en la educación la
institución perfecta para identificar, seleccionar y jerarquizar adecuadamente los
talentos disponibles, que accederán a puestos de trabajo cualificados y necesarios
para el progreso y el bienestar social.
Son éstas las diferencias que la escuela debe saber distinguir de forma eficaz. De
ello depende la adecuación entre capacidades personales y roles ocupacionales y,
por lo tanto, el equilibrio instrumental y moral del sistema social.
Según este autor, la actuación del profesorado se guía por criterios universalistas,
es decir, por valores de orden superior a los que se aprenden en la familia, que se
rigen por criterios particularistas y que tienden a reducirse en la sociedad
industrial. La acción de la profesora en los primeros años de la escuela primaria,
prolongación del rol afectivo de la madre, va dejando paso a un rol profesional
donde «lo más importante es la acentuación del aprendizaje de la motivación del
logro y su evaluación diferencial, pública y objetiva» (Jerez Mir, 1990, pág. 352).