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Lancé la colilla del cigarro a la esquina más sucia del complejo abandonado en donde me

encontraba. No me preocupé en extinguir la leve chispa que aún vivía en los últimos fumes no
dados; los cimientos comprometidos, las manchas de hollín en el techo y flamas consumiendo el
edificio parecían ser buena combinación. Animado por la imagen mental, esperé unos segundos
mirando fijamente el vértice en donde esperaba con anhelo que el fuego se originase en el pasto
seco y descolorido. Una vez habiendo satisfecho mi dosis de decepción acomodé las solapas de mi
gabardina saqué otro pitillo y continué mi camino.

Más adelante, en la misma construcción, empecé a notar pancartas con motivos católicos, reí al
darme cuenta que esto antes era una parroquia. El chiste tuvo una segunda bofetada irónica al
avistar al fondo de un pasillo a un grupo de cholos rolando tanto un gallo como una botella con un
líquido transparente que, estaba seguro, no era vodka, ningún alcohol huele tan delicioso como
para solo necesitar unos pasones por la nariz. Estaban sentados en el piso o en cubetas, detrás de
ellos había un portón con cristales, algunos rotos y otros inexistentes, la puerta estaba sellada con
múltiples tablas de madera.

Pasé de largo a una distancia considerable de ellos, no tan cerca como para que se levantaran, no
tan lejos como para que sintieran que los estaba evitando y continué con la mirada fija en la calle
que estaba en la salida este del complejo. Una vez fuera de la vista de los mocosos, empecé a
buscar una torre de apartamentos color rosa chillón. Realmente los paros aquí en México
desafiaban constantemente los bordes de la estupidez, normalmente cuando se desbordaban
terminaban muertos o peor, en la penal.

Estaba en busca de un conecte que contestaba, así como los perros, al nombre de Jerry. Me
dijeron que él vendía por la Tuzanía, en el quinto piso de un edificio de departamentos pintado
con pésimo gusto. Voltee a mi alrededor en busca de dicha ausencia de sensibilidad estética y al
no encontrarla suspiré, pensé que podría terminar esto rápido y volver a mi casa antes de que
anocheciera, pero parecía ser que mi gata esperaría de manera paciente frente a la puerta de mi
casa hasta que llegara. Pensé en preguntar por el paradero del sujeto en cuestión, pero, teniendo
en cuenta lo volubles que pueden ser las personas que forman parte de un barrio, preferí
adentrarme en el mercado y usar métodos más sutiles de investigación.

Dejando de lado los constantes choques con los hombros de otras personas, las personas
queriendo estafar vendiendo cosas robadas y el penetrante olor a pescado y pollo que hay en
algunas secciones del tianguis, me encantaba recorrer esas andaderas. Los precios ridículamente
bajos, los artículos robados, las sonrisas hipócritas intentando venderte hasta basura con aroma,
todo en conjunto representaba lo viciadas que están las relaciones humanas, era como ir a un
museo de puro art performance.

Me compré un reloj de oro con un billete de doscientos y me alcanzó para pagar también mi
desayuno. La comida de los tianguis es alta en manteca y masa: sopes, gorditas, quesadillas fritas…
Independientemente de si encontraba o no al tipo, yo ya me daba por servido.
Entre más lo pienso menos me gusta la idea de salir de mi casa, llevaba dos meses sin aceptar un
trabajo, la última vez que me sentí muy valiente perdí dos litros de sangre casi de golpe. Esta vez
me sentía más seguro, lo bueno de que los trabajos sean afuera del anillo periférico implica que
las personas con las que lidie bien podrían tener un arma oculta, tan oculta como tienen su
certificado de primaria, su sentido común o sus habilidades para pelear. Si el trabajo fuera por
Providencia o Chapultepec no hubiera pecado de pretencioso usando una gabardina, tampoco
habría llegado al lugar en cuestión sin siquiera una navaja. No es como tal que considere que
tengo más tiempo en la calle que las personas con las que me enfrento, la cuestión es que, por
experiencia, la gente que inhala cocaína o meth es más agresiva y peligrosa que la que se tonchea.
Ahí donde haya dinero habrá drogas duras y, por el otro lado, el que no haya dinero no significa
que una persona se deba privar de la disociación tan anhelada por los consumidores de
psicotrópicos. Los solventes y la muerte neuronal deben ser buen sucedáneo, no sé, nunca he
soportado el olor del thiner. La última prostituta que me ofreció sus servicios terminó en el suelo
de un golpe por lo mismo, no tiene nada de excitante que te susurren al oído estupideces mientras
hieden a Tonayan y solvente.

Mi trabajo de campo resultó ser un fiasco, llegué al final del mercadillo y, aunque agucé el oído,
nadie, ni los verduleros, ni los que vendían cosas robadas, hablaba de en donde se vendía droga
por ahí. Me empezaba a incomodar bastante que los reflectores estuvieran puestos sobre mí o
quizá simplemente era el viso con el que teñían la luz, demasiado orientado a los colores cálidos,
demasiada afabilidad. Quizá con la gabardina no podían tomarme como alguien poco serio,
esperaban que mis bolsillos estuvieran llenos de cosas que robar o de dinero por ser gastado.
Todos, por mi atuendo, esperaban cosas poco comunes en esos barrios. Resolví en disfrazarme de
una cosa diferente. Saqué mi paga por este trabajo de una de las bolsas de mi gabardina y lo metí
en mi cartera, de igual forma metí en mis bolsillos del pantalón la llave de mi casa, mi pluma y
libreta.

A pocos metros del último puesto del tianguis, en un andador que conectaba al homólogo de un
condominio, pero del otro lado del periférico, se encontraba un hombre tumbado contra el muro,
con una barba más que descuidada, ya muerta, sin ton ni son, con inicios de rastas y quizá algunas
garrapatas, un sin casa, o homeless para los que no soporten las traducciones al español. Le di mi
gabardina, que había comprado apenas una semana atrás, me descalcé y le di mi zapato izquierdo
en la mano y le lancé el derecho a la entrepierna. Me quité la camisa y la tiré a la basura y, ya
descalzo, con camisa interior negra de tirantes desfajada y un pantalón color café claro, empecé a
caminar entre los puestos nuevamente.

Las miradas cambiaron pero no de la manera radical que esperaba, ya no me ofrecían sus
mercancías, pero el hecho de haberme visto con anterioridad hacía que el contraste los
desconcertara. Cansado de tanta atención y de que intentaran descifrar cuál era mi misión por
esos lares, decidí orinarme encima. Mientras una sensación caliente recorría mis piernas y una
mancha iba oscureciendo el marrón de mis pantalones, desfruté el ver a la gente mirarme con
asco y sorpresa. No sabría si como tal el asco era una emoción pura, quizá era miedo y asco,
indignación y asco o quizá asco y asco, el caso es que me divertía, pocos minutos atrás era una
persona ajena a todo mi alrededor y ahora la urea o agua de riñón me empezaba a bañar y me
quitaba todas las manchas propias de la élite social, me remitía a mis raíces, los barrios.

La reacción de repudio era clásica, no importando el estrato en el que me encontrara, quizá la


diferencia es que si en la colonia Seattle alguien reportase que una persona deambula orinada por
la calle indudablemente unos policías lo levantarían y quizá lo encarcelarían o, si se apiadan los
azules, simplemente lo pondrían en el lugar que corresponde, el sector C de la ciudad. Aquí ni
siquiera reportan a esa clase de vagos, para qué tomarse la molestia de marcar un número, si es
que tienen línea telefónica, para escuchar a la operadora reírse y afirmar, con justa razón, que
oler a urea no es un delito.

Al pasar por el puesto en el que había desayunado, tanto la gente como los dueños, hacían
muecas y expresiones de rechazo, incluso llegué a considerar el sentirme mal por amargar el sabor
de su comida, pero se me pasó rápido, casi tan rápido como los niños, en este caso uno en
específico, hacen notar lo evidente.

-Ma, ¡apesta!- gritó- dile al vago que se vaya.

Por esa misma razón cesé el paso y giré mi cuerpo para mirar a los ojos a la madre. La
amonestación era para el niño, mi objetivo es que se sintiera atacado por el hecho de sentir que su
madre era atacada, la realidad es que solo la sometí a un escrutinio innecesario e infructífero, no
saqué nada de la incomodidad de la señora, ni del miedo del niño, tampoco del enojo de los
dueños del puesto. Contemplé durante un momento el impulso que tuve de sentarme y ordenar
una quesadilla, pero lo descarté casi al instante, no tenía hambre y mi pequeño jueguecillo ya
había durado lo que debía. Volqué un recipiente casi lleno de salsa picante en la cara del niño y
continué con mi peregrinación. No voltee atrás, si lo hiciera hubiera demostrado miedo y me
hubieran comido, el objetivo de, al hacer una fechoría, ignorar los resultados y las reacciones es
mostrar poco interés en el influjo de tus acciones. Casi como no saber que lo que hiciste afectó, el
no revisar el efecto anímico de las personas alrededor habla de ningunear a los testigos.
Realmente nunca he dado pie a que me tomen por nadie, en la mayoría de las veces incluso mi
personalidad exige que claven ambos ojos en mí y si ya hay varios pares de ojos posados en mi
persona, me parece poco ético que intente regresar con mi par un saldo que es excesivo para una
sola persona.

Por alguna razón me agradaba oler a orina, es un olor característico, bastante difícil replicar. El
olor de la suciedad, de lo marginal, de los vagos, el olor del abandono, tanto estructuras
abandonadas como un abandono anímico y espiritual de una persona. El olor de los meados es de
por sí una tarjeta de presentación, la gente te voltea a ver unos tres metros antes de que pases
frente a ellos, la orina fomenta la creatividad, cuántos insultos y cuántas vidas y errores me
adjudicaron mientras yo simplemente caminaba con ojo de comprador, pero atuendo de vendedor
o pordiosero, por los estantes.

Repentinamente sentí un frío recorrer toda mi espalda. Estaba empapado. El florista del mercado,
quizá queriéndome hacer un favor a mí, quizá haciéndoselo a toda la comunidad, vació una cubeta
que contenía azaleas y, mientras sostenía las flores con una mano, con la otra me arrojó todo el
líquido. Saqué un billete de doscientos, le arrebaté las flores y le lancé a la cara el papel verde.
Amo las azaleas, pequeñas motitas de morado adornando el lienzo blanco que es la flor, un aroma
discreto, solo para narices sensibles. Increíblemente, en ningún momento identifiqué que yo
apestara, me reconocía sucio, pero no me olía como tal, sin embargo, apenas vi el puesto de
flores, tanto de ida como de vuelta, ya estaba sugestionado con dicho olor. El olfato te evoca
emociones de manera casi instintiva, por lo tanto era de esperar que el ver y oler azaleas me
pusiera de un humor parco, quizá por eso permití la micción, yo solo les regalo azaleas a mis
muertos. Qué estupidez regalar blanco en un funeral, el morado significa muchas más cosas y ante
la muerte uno siempre debe de rescatar la belleza, de lo contrario la insanidad propia del desgarro
emocional, puede matarte, puedes matarte…

Terminé mi recorrido, otra vez me encontraba frente a la parroquia, nada había cambiado en las
dos horas que llevaba ahí, solo que ahora olía a mojado y a orines y tenía un ramo de flores. Por
alguna razón mi nuevo disfraz me parecía bastante aceptable, así que me revolqué en la tierra,
intercambié el ramo por un envase de cristal que cargaba una niña con dirección hacia la tienda,
quebré el vidrio y guardé el pedazo más grande y puntiagudo en mi bolsillo.

Me dirigí a la parroquia abandonada, les preguntaría al grupito sin rodeos dónde vendía Jerry,
todo mundo sabe dónde venden droga por su casa, consumidores o no tienen, casi deben, saberlo.
Saber a donde no acercarse, saber reconocer de donde viene alguien, saber encaminar a alguien
que te pide el favor, es una información útil, te apendejes con sustancias o sin ellas.

Parecía que el edificio se creía comediante, entrando por el pasillo este del complejo se podía leer
un letrero que, debido a que iba saliendo, no pude ver al principio de mí olorosa aventura. Había
grupos de alcohólicos anónimos los sábados a las siete de la tarde. ¿Por qué será que las iglesias
siempre ofrecen ese servicio? Sinceramente a veces creo que los religiosos tienen complejo de
rubik o de mesías, siempre pregonando su salvación, siempre queriendo resolver el problema, a su
manera, la única manera, la manera correcta y anunciada.

Una vez en la plazoleta interna, pude ver que aún estaban los cholos en su lugar, parecía que
estaban vigilando, no se habían movido de lugar, aunque ahora había dos botellas de buen
tequila, lo cual saltó a la vista y fue como una molesta mosca en mi cabeza. ¿Por qué personas con
la capacidad de despilfarrar en buen alcohol decidían aun así abandonarse en placeres tan…
¿corrientes? Dentro de mi concepción siempre he considerado que los solventes son un
sucedáneo, intentan reemplazar algo más que el efecto de una droga, son un sustituto de la
sensación de seguridad que te brinda el dinero. Al comprar un poco de thiner le levantas el dedo a
la sociedad que te dice que no puedes drogarte por no tener dinero, porque, honestamente, ese
es el único impedimento real, tu poder de adquisición.

Me acerqué con paso firme y decidido, quizá demasiado directo, hacia ellos, noté como había siete
pares de ojos mirándome. El mayor de ellos debía de estar rondando la segunda mitad de la
veintena, el menor, aferrado aún a una botella con pegamento amarillo, cuando mucho tendría
diecisiete. Todos eran unos críos y no precisamente por la edad, se habían refugiado tanto en el
barrio y en su zona de respaldo, que jamás habían salido a conocer nuevas tierras, creían que lo
sabían todo por haber visto muertes desde la infancia, sentían que su tabique desviado por tantos
pasones les servía mejor que cualquier IFE que comprobara su edad. Ciertamente tenían razón, la
muerte los había hecho crecer deprisa. A veces así es fácil separar la zona metropolitana. Los que
conocen la buena vida, adentro del anillo periférico, y los que son versados en las calles, afuera de
la sociedad, marginados por peligrosos, por perdidos, por atreverse a no ir a una escuela con
pésima educación para intentar proteger a su familia, alimentarla, mostrarles un poco de cariño y
aplicando el odio de la sociedad, el odio a las calles, en uno mismo.

-Loco, ¿sabes dónde vive Jerry?, me dijeron que podía parar en un edificio como que rosa, pero no
lo he encontrado y ya ando bien erizo.- le dije a uno de los menores, lo miré a los ojos ignorando a
los demás, subordinando a los mayores y otorgándole la etiqueta de conocedor a alguien de casi
dos décadas de vida.

Se levantó el más grande, pensándolo bien quizá ya debía estar en la primera mitad de la
treintena, me pareció aún más gracioso que alguien de treinta se juntara con puros imberbes, no
es que tuviera algo de malo, hay personas demasiado sagaces que solo tienen catorce años, la
edad es un número. Ese no era el caso aquí, yo no veía a ningún niño, pero tampoco a ningún
adulto, nadie resaltaba, sus miradas estaban perdidas a la deriva, no analizaban, sus pupilas
estaban quietas como quieto está su espíritu y su mente.

-¿Cuánto traes y qué quieres?- preguntó de manera tajante y agresiva, se paró a apenas metro y
medio de mí y me miraba a los ojos, retador, peor que perro protegiendo su territorio.

-Lo siento, el encargo no es solo para mí, me mandaron con Jerry porque es quien mueve la crema
por aquí, no tengo ganas de tus cosas curadas o cortadas- le respondí desestimándolo, toda esta
simulación de poderes o batalla de egos me daba igual, la gente que me intimida a mí me dobla la
edad y, además, es la que me contrata y paga.

-Pues yo soy Gerardo, pendejo, me vas a comprar algo o te largas a la verga- me gritó mientras
ponía sus manos en los tirantes de mi camisa.

Había escuchado lo que necesitaba escuchar. Ya que me estaba ofreciendo sus muñecas con tanta
confianza, abusé un poco de ello y con mi mano derecha torcí su muñeca izquierda, gané la
primera articulación, después, mientras el tipo se agachaba para amainar el dolor de la torcedura,
adelanté todo mi cuerpo en diagonal, del lado en donde ya había ganado dominio sobre su
cuerpo, y dominé la segunda articulación, su codo. Con un giro de cadera hice palanca sobre su
codo y el impacto de mi brazo contra la articulación hizo lo propio. Se escuchó un grito que fue
apagado a la brevedad, saqué el cristal de mi bolsillo y, con Gerardo ya en el suelo, solo necesité
clavárselo en el cuello. Pude ver cómo cierto brillo desaparecía de sus ojos, de tener un semblante
perdido por estar bajo los efectos de cualquier tontería, a no tener semblante, por que dejó de
tener vida.
Sus lacayos, que ya no eran suyos porque a los muertos solo les pertenece su muerte, corrieron de
manera silenciosa, no pensaban acompañar a su jefe, tampoco protegerlo, estoy seguro que no
sabían lo que era honrar a un muerto, como también estoy seguro que Jerry no se lo merecía. Solo
les pagaba con sustancias, ninguna esencia, ninguna enseñanza, por lo tanto, ninguna lealtad.

Me quedé admirando el panorama medio minuto más, después vi que había una caguama en un
rincón, aún sin abrir. Revisé los bolsillos del difunto y encontré un encendedor y unos cigarros. Usé
el encendedor para abrir la caguama y encender un cigarro y lo dejé, así como la cajetilla, en su
estómago. Tampoco soy tan desalmado, primero asesinarlo y luego además le quito todos sus
cigarros, aún más siendo Benson, con lo caros que están...

Una vez terminada la caguama caminé hacia la salida norte del abandonado recinto, me detuve en
la misma esquina en la que había lanzado mi colilla, bajé la bragueta de mi pantalón y oriné en el
mismo vértice.

Todo el lugar olía igual que yo, a abandono, a podredumbre, a degeneración, incluso a muerte.
Todo el lugar estaba impregnado de un fuerte y penetrante olor a orina.

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