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1 Thomas Hobbes, Leviathan; J.J. Rousseau, El Contrato Social. Hay numerosas edi-
ciones en castellano de ambas obras. Cf. también, Lukac, M.L. Perspectivas latinoa-
mericanas sobre Hobbes, Buenos Aires, UCA, 2008. PÁGINA 5
De los Estudios de la Mujer a los debates sobre Género
gitimador fundamental de la sociedad política. Aunque hay otras nociones políticas nos
ocuparemos solamente de la concepción hobbesiana de Contrato.
Dado por supuesto el estado de naturaleza, Hobbes señala una serie de seme-
janzas entre todos los seres humanos, en tanto poseen las mismas pasiones y procu-
ran continuamente satisfacer sus deseos, evitando sufrir daños. Por un lado, la bús-
queda de la satisfacción (felicidad) y de la supervivencia los inclina a asegurarse los
medios para alcanzarlas. Por otro, las diferencias en fuerza o en inteligencia pueden
compensar su fragilidad y su vulnerabilidad. Todos pueden ser igualmente asesinados
o heridos y todos son capaces de asesinar o herir a otros recurriendo a la fuerza, a la
astucia o a distintos tipos de alianzas entre sí. Incluso, todos comparten, hasta cierto
punto, los mismos conocimientos como resultado de la experiencia. Asimismo, todos
podrían decir “mío” respecto de algo para vivir más cómodamente si pueden apro-
piárselo y conservarlo. Ahora bien, de esta igualdad básica de facultades humanas,
Hobbes concluye que “todos” pueden tener las mismas expectativas para satisfacer
sus deseos y conservar sus vidas.2 “Todos” implica tanto a varones como a mujeres en
la medida en que el “universal”, como se sabe, se forma con el masculino del término.
Sin embargo, la politóloga australiana Carole Pateman hizo visible el sub-texto
sexista del modelo contractualista en general y del hobbesiano en particular.3 Mostró
cómo tras la firma hipotética del Pacto o Contrato, la sociedad civil excluye de la “igual-
dad” a las mujeres (también a los pobres, a los extranjeros, a los individuos “de color”)
de los derechos y beneficios que enuncia para “todos”. Entre otros aportes, Pateman
realiza un análisis crítico minucioso de la teoría hobbesiana del Contrato y de sus con-
secuencias en las prácticas políticas de la Modernidad y su influencia. En efecto, en la
posterior sociedad civil descripta también por Hobbes se constata la subordinación de
todas las mujeres respecto de todos los varones en general, lo que obliga -argumen-
ta Pateman- a explicar qué motivaría que ciertos individuos (mujeres) libres e igual-
mente astutos o vulnerables en el estado de naturaleza aceptaran someterse a otros
individuos (varones) de las mismas características.4 El Contrato no explica ni justifica
las profundas desigualdades que se produjeron en la sociedad civil para mujeres, que
resultaron -como bien sabemos- excluidas de los derechos civiles y ciudadanos hasta
por lo menos el primer tercio del siglo XX. La explicación de que voluntariamente ha-
brían intercambiado Contrato por protección, como se ha sostenido repetidamente, no
es en absoluto satisfactoria.
2 M. Spadaro, “Hobbes, el mago: una lectura desde el lugar de las mujeres” Buenos
Aires, Boletín de la Asociación de Estudios Hobbesianos, 22, 2000.
3 C. Pateman, El contrato sexual, Barcelona, Anthropos, 1994.
4 C. Pateman, 1994: 67; T. Hobbes, caps 15 y 20; M. Spadaro, 2000.
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5 M. A. Astell, Serious Proposal to the Ladies Part 1 (1694), Part 2 (1697); Some Re-
flections Upon Marriage (1700). Reeditados en New York-London en 1970 y actual-
mente agotados; citado por Pateman.
6 Sobre los debates Ilustrados respecto de la ciudadanía de las mujeres, cf. A. Puleo
reconociera como legítimos sus derechos- que estaban excluidas del universal y de la
igualdad; es decir, que carecían de derechos civiles y de ciudadanía y, por tanto, se las
consideraba menores de edad (Amorós, 1997: 170). Los debates sobre la ciudadanía
de las mujeres de, entre otros, J. Le Rond D’Alembert (a favor) y J. J. Rousseau (en
contra) muestran claramente la efervescencia de las nuevas ideas tanto como la De-
claración de Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, que Olympes de Gouges no du-
dó en publicar dado que las mujeres seguían excluidas, aun después de la Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Esto le valió la guillotina en 1793. Sea como
fuere, la exclusión de origen de las mujeres continuó siendo invisibilizada y negada
en los debates teóricos sobre la democracia hasta tiempos muy recientes. De ahí las
dificultades de las mujeres para acceder al espacio público-político de la ciudadanía y
de los Derechos. El modelo que dice garantizar universalmente la igualdad a todos los
seres humanos muestra aún con claridad resistencias a su inclusión paritaria.
Paralela a esos debates fue la Vindicación de los Derechos de la Mujer (1790) de
la inglesa Mary Wollstonecraft, directa heredera de Astell y testigo de los convulsiona-
dos acontecimientos del París finisecular. Más adelante, las tantas veces ridiculizadas
Sufragistas llevaron adelante las luchas por el voto, la ciudadanía y los derechos civiles
de las mujeres. Primero, precedidas y apoyadas por socialistas como Charles Fourier
y Flora Tristán, los Comuneros de París, los movimientos estadounidenses nacidos de
la Declaración de Seneca Falls (1848) y, más adelante, respaldadas por el filósofo John
Stuart Mill, quien junto a Harriet Taylor, publicó La emancipación de la mujer (1851) y La
sujeción de la mujer (1869) (de Miguel, 2005: 9). En el contexto nacional, desde el si-
glo XIX, hubo un movimiento significativo del que a lo largo del tiempo formaron parte
Juana Manso, Cecilia Grierson, las hermanas Ernestina y Elvira López, Julieta Lanteri,
María Abella, Alicia Moreau, Elvira Rawson, las anónimas mujeres de La voz de la mu-
jer, Victoria Ocampo, entre muchas otras, acompañadas por algunos varones que mar-
charon junto a ellas. Es decir que los derechos de las mujeres no fueron defendidos
como interés de parte, sino porque su segregación convertía la igualdad y la universali-
dad pregonadas en una impostura. Tanto fue así que el derecho de las mujeres al voto,
como modo de ejercicio de la ciudadanía, vertebró los debates y las luchas de los mo-
vimientos por la igualdad, hasta por lo menos después de la Segunda Guerra Mundial,
época en que la mayoría de los países occidentales concedió el voto a las mujeres. 7
Ahora bien, las clasificaciones más difundidas coinciden en denominar “primera
ola” del feminismo al amplio movimiento de mujeres que se produce en Estados Uni-
dos y ciertos países de Europa a partir de los años 60 del siglo XX, de la mano de la
liberación sexual. Esta cronología –que responde a la realidad socio-política, histórica
y económica de un conjunto circunscrito de países hegemónicos- ha sido adoptada
en general. Su punto de partida simbólico es el famoso libro de Betty Friedan The Fe-
menin Mystic (1963), a quien se considera fundadora del feminismo liberal (Amorós-
de Miguel/2, 2005: 15). La “segunda ola” se ubica a comienzos de los 70 y se extien-
de hasta los 80 y su plataforma política fue El segundo sexo de Simone de Beauvoir
(1949). La recepción y difusión de esta obra fue polémica e irregular y necesitó más de
una década para que, aplacados en París los virulentos ataques de sus críticos, las mu-
jeres se pudieran hacer cargo de sus novedades: la intersección sexo-clase, la crítica
al psicoanálisis freudiano, el método progresivo-regresivo, el feminismo como reivindi-
cación existencialista-humanista, la importancia del cuerpo sexuado, el sexo como ex-
periencia vivida, la noción de “situación” (López-Pardina, 1998).8 Beauvoir aunó al uni-
versalismo ilustrado, una fuerte posición marxista, –sin dejar de criticar su sexismo- un
sólido dominio crítico de la filosofía existencialista (Sartre y Merleau-Ponty), lo que la
convirtió en madre simbólica de la segunda ola del feminismo. En Inglaterra, Kate Mi-
llet en Sexual Politics (1969) profundizó su sugerencia de someter la obra de Sigmund
Freud y de las vanguardias literarias al examen crítico del feminismo. En EEUU, Shu-
lamith Firestone en The Dialectic of Sex: A Case for Feminist Revolution (1970) explí-
citamente se reconoció deudora de su obra, en especial de la incorporación crítica de
la noción de “clase” al análisis de la situación socio-política de las mujeres, superando
así los límites del feminismo liberal. En Francia, Christine Delphy, Claude Hennequin y
Emmanuèle de Lesseps comenzaron a publicar las Nouvelles Questions Féministes. A
comienzos de los años 80, un grupo de italianas, entre ellas Paola di Cori, comenzaron
a publicar la revista Memoria.
Pero el mayor impacto de la obra de Beauvoir consistió en la conjunción de un
número incierto de factores que se resolvieron, a partir de finales de los 70, en el con-
cepto de “género” (Nicholson, 1999: 289). Beauvoir denunció el papel preponderante
en que los modos de socialización intervienen en la distinción biológica de “mujeres”
y “varones”. A raíz de ello en Estados Unidos se acuñó la palabra “gender” (género)
para designar lo culturalmente construido sobre la diferencia sexual, subrayándose una
clara oposición entre el “sexo” en tanto dato biológico, dimórfico, natural y el “géne-
9 A partir de aquí, “género” funciona como una herramienta teórica útil para el aná-
lisis conceptual de un conjunto de problemas vinculados, en principio, a la situación
de segregación y discriminación de las mujeres y más adelante, como pivote sobre
el que se desarrollan las teorías de la identidad sexual. PÁGINA 10
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mana” y de los límites de la biología (Nicholson, 1998: 291). En efecto, las cualidades
esenciales de “La mujer” (incluida la maternidad) y de “El varón” fueron puestas en
entredicho y, por tanto, sus disposiciones “naturales” en términos de rasgos de ca-
rácter, perfiles psicológicos, maneras y estilos de sensibilidad, capacidad de cuidado
y de agresión, etc. (Femenías, 2000: 193). Se sumaron al debate estudios históricos y
antropológicos que mostraban cómo los géneros adquieren determinación histórica y
son variables (Nicholson, 1992: 29). Sin embargo, ninguna de esas posiciones rechazó
por completo alguna forma de distinción entre la materialidad biológica de los cuerpos
y lo que las socio-culturas hacen históricamente con ellos. En pocas palabras, se man-
tiene un arco significativo que, en sentido amplio, podemos entender en términos de
derivaciones de la Ilustración. Incluso, se trata de la posición predominante en la Aca-
demia europea.
Sin embargo, hacia mediados de la década del 80 comenzó a desestabilizarse
la categoría de “diferencia sexual” a raíz, por un lado, de las teorías francesas del dis-
curso (H. Cixous, M. Wittig, entre otras) y por otro debido a la revisión postmoderna de
los supuestos de la Modernidad (Postestructuralismo, J. Derrida, J.F. Lyotard, G. De-
leuze, M. Foucault). A ello se sumó una relectura del psicoanálisis freudiano desde el
“giro lingüístico” (J. Lacan, J. Kristeva, L. Irigaray) y la crítica a lo que se denominó “la
institución de la heterosexualidad compulsiva” (M. Wittig, A. Rich). En general, esas
posiciones proclamaron la fractura del universal, del concepto de igualdad con preemi-
nencia de la “diferencia” y la “muerte” del sujeto; es decir, la pérdida de sentido de
los conceptos pilares del pensamiento de la Ilustración. A partir de Foucault, se resig-
nificó la noción de “poder”, excediendo las explicaciones marxistas tradicionales que lo
ligaban jerárquicamente a los aparatos ideológicos del Estado. Conceptualizado como
una red, permeó el lenguaje, la ontología y los procesos de subjetivación. Metodoló-
gicamente, hubo un desplazamiento del análisis a la deconstrucción, en sus diversas
variantes. El resultado fue un renovado interés por el cuerpo y las categorías sexuales,
que hasta entonces se habían aceptado acríticamente como un dato biológico-natural.
Se abrió así un espacio que desafió la estabilidad del binarismo sexual y del concepto
mismo de “naturaleza”.
En 1986, una muy joven Judith Butler publicó Sex and Gender in Beauvoir´s Se-
cond Sex, asumiendo una posición contraria a la distinción sexo-género y tomando los
aportes teóricos de de Beauvoir como polo de confrontación (Femenías, 1998: 10). ¿Se
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trata del inicio de la tercera ola o del Postfeminismo?10 Nos inclinamos por denominar
“postfeminismo” a la reconceptualización de la noción de “género” que llevó a cabo
Judith Butler (Butler, 1990: 5), como ella misma sugiere, aunque no la haya sostenido
consistentemente. Por un lado, Butler parte de un conjunto de supuestos -a los que
sería demasiado extenso explicitar ahora- gracias a los que anuda de modo original al-
gunas líneas teóricas en torno a la noción de deseo. Por otro, gracias al giro lingüístico
y a la negación de la dicotomía sexo-género como natural, concluye que nada más allá
del discurso y de sus significados determina el sexo-género. En pocas palabras –para
Butler- “mujer” (también “varón”) funciona como una fuerza de control político-social
que regula y legitima ciertas prácticas y experiencias a la par que deslegitima otras. Se
produce así, compulsivamente, lo que considera una parodia del estereotipo “mujer”
como modelo a alcanzar, cerrando de ese modo las posibilidades del ejercicio realiza-
tivo de “género” y aceptando que los cuerpos tienen un sexo dimórfico como dato
ontobiológico fijo.
En Disputas sobre Género (título original: Gender Trouble: Feminism and the
Subversion of Identity, 1990), sostiene que los debates recientes sobre los significa-
dos de “género” desembocaban una y otra vez en callejones sin salida (Butler, 1990:
vii). Considera necesario desestabilizar conceptos como “mujer” y “varón” para mos-
trar de qué manera la realidad socio-cultural los constriñe discursivamente, producien-
do sus cuerpos en y dentro de las categorías del sexo binario, originario y naturalizado.
Para ella es preciso desarticular esa ilusión indagando cómo ha llegado a configurarse
un sujeto mujer real y cómo es posible desafiarlo. Sobre estos problemas vuelve más
adelante en Cuerpos que importan (Bodies that Matter -1993), Excitable Speech (1993)
y The Psychic life o Power (1997). Define “género” como “un modo de organización
de las normas culturales pasadas y futuras y un modo de situarse uno mismo con res-
pecto de esas normas”; es decir, fundamentalmente como “un estilo activo de vivir el
propio cuerpo en el mundo, como un acto de creación radical” (Butler, 1986: 14). Para
ella, esta radicalidad es posible en la medida en que el género se constituye como un
producto paródico que va más allá de los límites convencionales de las teorías cons-
tructivistas. Asume de ese modo una posición contraria al sentido común y opuesta
a importantes líneas teóricas en desarrollo, que van desde Beauvoir a Fraser, pasando
por Delphy, Irigaray, Amorós o Braidotti.
Para Butler, en cambio, el género es performativo (realizativo) y se produce a
partir del lenguaje como un acto de habla (en tanto significante) que instaura realidad
y delimita la frontera del objeto en tanto lo define como tal. (Butler, 1993: 22-30). De
ese modo, el cuerpo es una inscripción narrativa, histórica, que soporta todos los mo-
dos institucionalizados de control. Esto es así sobre todo a partir del disciplinamiento
del deseo: desear lo que no se es, desear aquello de lo que se carece (Casale, 2006:
69). Butler critica sin concesiones no sólo la noción de sexo natural (pre-discursivo) si-
no también la noción de identidad estable. No hay nada, para Butler, más allá o más
acá de la performatividad. Decir es “hacer cosas con palabras”, según la sentencia de
John L. Austin. Por eso, las filosofías del giro lingüístico le permiten sostener que na-
die nace con un sexo-género ya dado, sino que siempre es una performatividad que se
resignifica constante y paródicamente.
De la misma manera rechaza la noción de “sujeto” como supuesto estable y
universal del feminismo. Se trata de un constructo normativo más (Butler, 1990: 37),
y no de un dato ahistórico. El sujeto, para Butler, es sólo condición necesaria aunque
no suficiente para la “agencia”; es el “lugar” en que el discurso nos pone: un lugar de
anclaje desde donde cada quien debe auto-constituirse en “agente” (Femenías, 2003:
118 s.), es decir, en principio activo. Asimismo, Butler critica también la noción de re-
presentación. A su juicio, “representación” funciona como el término operativo de un
proceso que da visibilidad y legitimidad a las “mujeres” como sujeto político (Butler,
1990: 9). y que, al mismo tiempo, impone los requisitos normativos prefijados que
conllevan la “representación”, ocultando o negando quiénes quedan irrepresentadas o
negadas como mujeres. El examen y la crítica de todas esas nociones tienen para But-
ler el objetivo de contribuir a la conformación de una democracia radical, que evite las
exclusiones y los términos “disciplinantes”. En efecto, esos términos involucran cons-
trucciones prescriptivas y prácticas confirmatorias, es decir, aceptación de mandatos
culturales que dan significado a la materialidad (Butler, 1990b: 201). Las relaciones de
poder-discurso fabrican cuerpos, cuya persistencia (sus contornos, sus distinciones y
sus movimientos) constituye materialidad. Deconstruir en todos los órdenes a los su-
jetos y a su materialidad implica deconstruir también la singular relación sexo/género/
deseo y promover la ruptura de cadenas de determinaciones discursivas para que se
resuelvan en cuerpos dinámicos e inconstantes, producto de la fantasía entendida co-
mo libertad. Vemos, entonces, que Butler niega el dimorfismo y la distinción sexo/gé-
nero proponiendo su subversión. Esta posición ha recibido la denominación de “teoría
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11Todavía en el Oxford Dictionary puede leerse que “queer” significa “raro, degra-
dado, insólito, extraño”. Coloquialmente se aplicaba a personas de sexualidad no nor-
malizada. PÁGINA 14
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Bibliografía
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