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Lo que sigue es traducción de la transcripción de la conferencia "La méthode de l'égalité" dada
por Jacques Rancière como respuesta y conclusión del coloquio que tuvo lugar en verano de 2006
en Cerisy en torno a su trabajo, según ha sido publicada muy recientemente en 2007 en un
volumen con el título de "La filosofía desplazada" en ediciones Horlieu
revelaba como el productor, el hombre que se crea gracias a la producción un mundo a su imagen.
El tercer momento, el momento propiamente marxista, era el de la denuncia de operadores/sujetos
como "hombre" o "universal". Era el momento de la identificación entre crítica y ciencia. Marx
distinguía el movimiento real de la producción y de la historia del movimiento aparente en que los
hombres tienen el aspecto de ser los sujetos de un intercambio de mercancías, en el que imaginan
decidir libremente acerca de lo que hacen entre ellos y de lo que hacen con las cosas.
Con esas tres formas de crítica, en un sentido, ya está todo con lo que desde entonces me he peleado
y a través de lo que he tratado de trazar algunos caminos. En el "momento kantiano", reconozco la
cuestión sobre la que he vuelto más tarde oponiendo a la simple denuncia de la distancia entre lo
universal y lo particular un pensamiento de la intervención política como montaje discursivo y
práctico que anuda de un modo polémico lo universal y lo particular, la humanidad y la
inhumanidad, la igualdad y la desigualdad. Veo dibujada la escena en la que he tratado de pensar
la política como manera de trabajar la universalidad inscrita en la ley para leer una igualdad que
está todavía por construir, que no alcanza realidad sino en las operaciones que la verifican: lo que
he llamado el silogismo igualitario. En el "momento feuerbachiano", reconozco lo que iba a ser uno
de los objetivos más constantes de mi polémica: el paradigma de la encarnación, la valorización de
la presencia, del espíritu hecho carne, de la palabra y del pensamiento convertidos en cuerpos y
movimientos de cuerpos vivos. Ese paradigma, lo he estudiado a través de la cuestión de la
literatura: ésta no deja de confrontarse a la voluntad de que las palabras sean más que palabras, que
se conviertan en cosas o que inscriban su sentido en la superficie misma de las cosas. Lo he vuelto
a encontrar en la política donde el paradigma de incorporación identitaria define esta arquipolítica
de la que la subjetivación política debe siempre separarse y donde siempre corre el riesgo de volver
a caer, especialmente en las figuras de la identificación del sujeto proletario o del sujeto
revolucionario. Provee hoy todavía un cierto paradigma del comunismo como potencia de lo
inseparado, asimilado a la potencia del hombre como productor. Así la esperanza de un comunismo
de las multitudes no se entiende sin la afirmación de que todo es producción, que, en el mundo
postindustrial, el conjunto de las actividades, de los pensamientos y de los afectos puede ser
comprendido bajo un concepto ampliado de la vida como producción.
Pero, por supuesto, es el tercer momento, el de la crítica científica marxista, el que ha definido la
problemática teórica y política decisiva. Pues no se ha tratado aquí simplemente de una evolución
personal sino de un momento histórico de la crítica práctica y radical del modelo "científico". Lo que
se ha puesto en cuestión en el período 68, es en efecto la idea de la ciencia como lo que le falta a los
dominados para que salgan de las condiciones de su dominación. La tesis entonces remitida a la figura
marxista de la crítica se presentaba en efecto bajo la forma de un círculo: la gente está dominada porque
no saben, porque no tienen conocimiento del sistema que define su posición; y, en el otro sentido, no
tienen este saber porque están dominados, porque este lugar de dominados les impide acceder al
conocimiento objetivo de las razones de esta dominación. Desde donde están, no pueden sino
desconocer las razones por las que están ahí.
El momento 68 aportó una crítica radical de esta figura del "entre" como (des)conocimiento,
oponiendo simplemente, sin mediación, el sistema de la dominación a la figura de su puro y simple
rechazo. Pareció entonces que el razonamiento sobre el conocimiento y el desconocimiento no era
sino una tautología. El argumento sobre el no conocimiento que sitúa a la gente donde está dice
solamente de hecho: están ahí porque están ahí. Más valía entonces desembarazarse de la mediación
y afrontar la tautología directamente para plantear el problema en su radicalidad: ¿cómo estamos
ahí? ¿Qué quiere decir "ser-ahí"? Es lo que he tratado de comprender en el curso de la decena de
años que he pasado estudiando lo que habían querido decir, en la Francia del siglo XIX las palabras
"emancipación obrera". Lo que comprendí puede presentarse así: para salir de la tautología, hay
que presentarla de otra manera. Es lo que hacían de modo ejemplar los textos del carpintero Gauny
que utilicé en La Noche De Los Proletarios y que se publicaron en El Filósofo Plebeyo.
Transformaban la tautología sustituyendo la cuestión del desconocimiento por la del tiempo: si
estamos ahí donde estamos - si "estamos ahí porque estamos ahí" -, no es por falta de saber, sino
por falta de tiempo. El tiempo no es una representación que oculta o deforma la realidad, es una
realidad en toda regla, pero también una realidad de un tipo particular, una condición de posibilidad
bastante particular en su estructura. Es Platón quien nos instruye sobre esto: el dominado - en la
ocurrencia el artesano - no tiene tiempo. Pero hay para esto dos razones. En primer lugar una razón
puramente empírica: el artesano no tiene tiempo porque el trabajo no espera. Pero también una
razón más profunda, una razón fundadora: porque el dios que ha puesto oro en el alma de los
legisladores guardianes ha puesto hierro en su alma, porque tiene entonces el ser-ahí que
corresponde a su estar ahí, el "ethos" (la manera de ser o carácter) que corresponde a su "éthos" (a
la estancia que le está destinada).
Todo depende entonces de la concepción del "entre" o del "intervalo". Allí donde la crítica
"científica" situaba la mediación (el desconocimiento expresado por el conocimiento), la
afirmación filosófica sitúa un círculo: la inmediatez de la relación entre una condición y la
condición de esta condición. Se puede llamar a esto el círculo de la creencia. La creencia no es la
ilusión. El artesano no necesita creer "verdaderamente" que el dios ha puesto hierro en su alma, es
suficiente con que haga como si creyera. Pero para ello no necesita simular. Es suficiente con que
esté ahí donde está para que todo funcione como si creyera. No se trata aquí ni de conocimiento ni
de desconocimiento. Se trata de la posición de un cuerpo, de la puesta en obra de sus capacidades.
Es por esto que la emancipación no es una toma de conciencia sino un cambio de posición o de
competencia, y por tanto de "creencia": una capacidad de separarse materialmente de/con su ser-
ahí, de/con su "ausencia de tiempo". "El tiempo no me pertenece" dice Gauny. Pero tomando el
tiempo de escribir que el tiempo no le pertenece, Gauny abre otro tiempo. Lo abre muy
materialmente rompiendo el círculo del día y de la noche. Muestra que lo que hace que estemos ahí
-o que ya no lo estemos-, es una cierta división del tiempo que corresponde también a una cierta
distribución del espacio. Se puede entonces salir del círculo que une una condición a su condición,
un ser-ahí a la razón de este ser-ahí. Soltar o liberar o aflojar materialmente la relación, es
transformar el círculo en espiral. El proletario como sujeto político, o sujeto que se dispone al
ejercicio de una capacidad política, es aquél que subjetiva el tiempo que no tiene, que se da la
capacidad de jugar con las palabras y de producir apariencias que su nombre mismo prohíbe. Es el
sujeto que desdobla el nombre en su poder y su impoder, que hace como si no fuera lo que su
nombre dice, como si tuviera el tiempo, la palabra y la apariencia, ni más ni menos que aquéllos
que le niegan estas cosas. Hace como si el texto de la ley tuviera por función decir esta "ausencia
de separación", como si el texto del escritor o el argumento del filósofo testimoniaran de esto.
Puede hacerlo, puede hacer como si fuera verdad, porque, en un sentido, es verdad. Es verdad
porque el que dice que no sabe hacer frases sabe hacer la que dice que no lo sabe. Es verdad también
porque, desde que hay leyes y constituciones, desde que el ejercicio del poder debe legitimarse
como fundado en razón y en derecho y no como un simple estado de hecho, ese poder debe situar
en alguna parte esa igualdad que lo funda y lo disuelve al mismo tiempo, que lo legitima y lo
deslegitima; porque el texto del novelista - Balzac por ejemplo - que está hecho para mostrar que
el libro no debe caer en las manos de cualquiera, ese texto, a pesar de todo, caerá en las manos de
cualquiera, porque, de hecho, no está destinado a nadie en particular; está a la disposición de quien
quiera cogerlo; porque el texto del filósofo - Platón - que dice que el tiempo no pertenece al
artesano, que dice entonces la desigualdad debe decirlo en lenguaje igualitario, el del relato (mito)
que se declara como relato (mito).
Puede hacer como si fuera verdad, porque es verdad. Pero es verdad con una condición: que se haga
como si fuera verdad, esto es, que se verifique, que se hagan frases, que se les arranque a los
escritores la igualdad del texto escrito, que se haga decir a los textos de la comunidad privada y
jerarquizada que es la igualdad la que la funda como cosa de todos. Así es la lógica espiral de la
emancipación que rompe el círculo del "éthos", el círculo del ser-ahí y de su razón. Esta lógica de
la igualdad, también se puede decir en los términos de "separado" y de "no-separado". Se dirá
entonces: para separarse de su asignación a un orden, hay que separase de sí. Para esto, hay que
afirmar el poder de la inseparación de la igualdad. Pero siempre se afirma bajo la forma de una
disyunción: separando las palabras de las cosas que designaban, disyuntando el texto de lo que
decía, de eso a que se aplicaba, de aquél al que se dirigía; sustrayendo un cuerpo al lugar que le
estaba destinado, al lenguaje y a las capacidades que eran las suyas. Llamemos este movimiento en
general "disenso". Precisemos para esto lo que "consenso" significa: que el sentido va con el
sentido, que un régimen de presentación sensible va con un régimen de significación, como una
manera de ser con la razón de esta manera de ser. "Disenso" quiere decir, a la inversa, que el sentido
no va con el sentido, que las palabras se separan de las cosas, que los cuerpos las usan para cambiar
su capacidad, para disociar su ser-ahí de la "razón" de este ser-ahí.
Se podría desarrollar a partir de ahí un cierto número de consideraciones, en relación con lo que ha
sido evocado aquí, especialmente por Bruno Besana, sobre las relaciones de lo sensible y de lo
inteligible. Se dirá así: no hay nunca "lo sensible" y "lo inteligible". Hay cierto tramado de lo dado:
una inteligencia de lo sensible y una sensibilidad del pensamiento. No hay nunca una transparencia
del conocimiento inteligible de los datos sensible ni un choque de la verdad sensible como
encuentro con la Idea o lo Real. Lo verdadero se da siempre en proceso de una verificación, según
la lógica de las cuestiones del "maestro ignorante" de Jacotot: ¿qué ves? ¿Qué dices? ¿Qué piensas?
¿Qué haces? Esto quiere decir también: lo otro no se encuentra en el acontecimiento de una
estupefacción, sino en el proceso de una alteración. Una alteración, es una redistribución de lo
mismo y de lo otro, de lo separado y de lo inseparado. El trabajo del pensamiento entonces no es
un trabajo de abstracción. Es un trabajo de anudar y de desanudar: hay palabras que se anudan a
cuerpos o proyectan cuerpos, cuerpos que reclaman una nominación, universal que se afirma en
una singularización. Se trata siempre de desdoblar el universal, según el modelo de la "crítica"
operada por la política que desdobla el universal de la inscripción legal inventándole casos
singulares de aplicación, rompiendo la relación dada de lo universal y de lo particular. Pues esa
relación dada constituye una cierta privatización del universal. Es eso la policía: una privatización
del universal que lo fija como ley general subsumiendo los particulares. La política, en cambio, de-
privatiza el universal, lo vuelve a jugar bajo la forma de una singularización. Ofrece así un ejemplo
del trabajo del pensamiento en general: ese desdoblamiento y esta singularización que desanudan
y renudan lo inteligible y lo sensible, lo universal y lo particular.