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“El método de la igualdad" - Jaques Ranciére1

A quien se encuentra como yo situado en el centro de la atención de un coloquio, se le pregunta a


menudo cómo se siente en esa situación. Expresaré por mi parte un doble sentimiento. Hay en
primer lugar un reconocimiento a la organizadora y a los organizadores de este encuentro, a las que
nos acogen aquí y a todas aquéllas y todos aquéllos que han tenido la generosidad de venir a
confrontarse con lo demasiado simple o demasiado tortuoso que yo he podido decir según los casos.
Pero también hay un cierto sobresalto al verme situado por esta generosidad en una escena donde
debo acreditar mi calidad de filósofo, y de filósofo comprometido en el debate filosófico del
presente, que tiene respuestas a las cuestiones que el estado actual del mundo y del pensamiento
plantea a los filósofos y a los otros. Entre los que han venido desde hace cuatro días, algunos han
señalado, con benevolencia, los límites de lo que yo he hecho; otros, sin adoptar la postura crítica,
me han permitido sentir lo que había de demasiado simple en mis proposiciones y mis análisis. En
fin, en mi reconocimiento, se mezcla un sentimiento de insuficiencia, más que de beatitud. Y las
palabras que voy a presentar ante vosotros, a partir de las notas sobre las que no he tenido el tiempo,
en estos cuatro días, de meditar largamente, traducirán este sentimiento. A falta de poder presentar
una síntesis de los trabajos, trataré de volver a mi manera a algunas de las parejas conceptuales que
han circulado aquí -saber y poder, relación y no-relación, posición y cuestión, separación e
inseparación- y a algunas cuestiones que han ido apareciendo, especialmente sobre la cuestión del
"entre".
Tomaré como hilo conductor una cuestión planetada como entrada de juego por Yves Duroux: ¿se
me puede definir como un filósofo crítico? Su respuesta era negativa. La mía sería más matizada.
Tal vez yo no haya hecho una filosofía crítica. Pero no he dejado de poner en juego las
implicaciones de lo que crítica quiere decir, según sus dos grandes acepciones: la crítica como
intervención, discernimiento de un punto crítico, relación de ese discernimiento y de una decisión;
pero también la filosofía crítica como tipo de filosofía, sustituyendo la cuestión de los fundamentos
por la de las condiciones de posibilidad. Filósofo crítico o no, es seguro que siempre he circulado
en el espacio de las cuestiones ligadas a la noción de crítica. Trataré de señalar este espacio,
siguiendo el hilo tendido por varios de los que han intervenido entre lo teórico y lo biográfico. Yves
Duroux recordaba el título de mi primera publicación, mi contribución a Leer El Capital: "El
concepto de crítica y de crítica de la economía política desde los Manuscritos De 1844 al Capital".
Este título retomaba el tema de un diploma de Estudios superiores que defendí dos años antes sobre
"La Idea crítica en el joven Marx". En ese trabajo, distinguía tres momentos correspondientes a tres
figuras de la idea crítica en el joven Marx. El primer momento era el momento kantiano en el que
el joven periodista Karl Marx se enfrentaba a los debates de la Dieta Prusiana y a las leyes
inverosímiles promulgadas por esta dieta: leyes que olvidaban que la ley debe interesarse por un
objeto universal y dirigirse a un hombre universal, para ocuparse de intereses empíricos, más o
menos ridículos, como el robo de madera vieja por los pobres en los dominios de los ricos
propietarios. La crítica entonces denunciaba la confusión de los planos, ponía en evidencia el juego
equívoco de lo universal y de lo particular. El segundo momento era el momento feuerbachiano.
La crítica descubría que el hombre universal era él mismo una "particularidad", una parte separada
de un ser real, una esencia del hombre que él mismo había emplazado fuera de su realidad concreta,
en un cielo ideal, y que necesitaba recuperar para ser plenamente él mismo. Sin embargo, el hombre
que iba a disipar las apariencias para volver a tomar posesión de lo que había puesto fuera de sí se

1
Lo que sigue es traducción de la transcripción de la conferencia "La méthode de l'égalité" dada
por Jacques Rancière como respuesta y conclusión del coloquio que tuvo lugar en verano de 2006
en Cerisy en torno a su trabajo, según ha sido publicada muy recientemente en 2007 en un
volumen con el título de "La filosofía desplazada" en ediciones Horlieu
revelaba como el productor, el hombre que se crea gracias a la producción un mundo a su imagen.
El tercer momento, el momento propiamente marxista, era el de la denuncia de operadores/sujetos
como "hombre" o "universal". Era el momento de la identificación entre crítica y ciencia. Marx
distinguía el movimiento real de la producción y de la historia del movimiento aparente en que los
hombres tienen el aspecto de ser los sujetos de un intercambio de mercancías, en el que imaginan
decidir libremente acerca de lo que hacen entre ellos y de lo que hacen con las cosas.
Con esas tres formas de crítica, en un sentido, ya está todo con lo que desde entonces me he peleado
y a través de lo que he tratado de trazar algunos caminos. En el "momento kantiano", reconozco la
cuestión sobre la que he vuelto más tarde oponiendo a la simple denuncia de la distancia entre lo
universal y lo particular un pensamiento de la intervención política como montaje discursivo y
práctico que anuda de un modo polémico lo universal y lo particular, la humanidad y la
inhumanidad, la igualdad y la desigualdad. Veo dibujada la escena en la que he tratado de pensar
la política como manera de trabajar la universalidad inscrita en la ley para leer una igualdad que
está todavía por construir, que no alcanza realidad sino en las operaciones que la verifican: lo que
he llamado el silogismo igualitario. En el "momento feuerbachiano", reconozco lo que iba a ser uno
de los objetivos más constantes de mi polémica: el paradigma de la encarnación, la valorización de
la presencia, del espíritu hecho carne, de la palabra y del pensamiento convertidos en cuerpos y
movimientos de cuerpos vivos. Ese paradigma, lo he estudiado a través de la cuestión de la
literatura: ésta no deja de confrontarse a la voluntad de que las palabras sean más que palabras, que
se conviertan en cosas o que inscriban su sentido en la superficie misma de las cosas. Lo he vuelto
a encontrar en la política donde el paradigma de incorporación identitaria define esta arquipolítica
de la que la subjetivación política debe siempre separarse y donde siempre corre el riesgo de volver
a caer, especialmente en las figuras de la identificación del sujeto proletario o del sujeto
revolucionario. Provee hoy todavía un cierto paradigma del comunismo como potencia de lo
inseparado, asimilado a la potencia del hombre como productor. Así la esperanza de un comunismo
de las multitudes no se entiende sin la afirmación de que todo es producción, que, en el mundo
postindustrial, el conjunto de las actividades, de los pensamientos y de los afectos puede ser
comprendido bajo un concepto ampliado de la vida como producción.
Pero, por supuesto, es el tercer momento, el de la crítica científica marxista, el que ha definido la
problemática teórica y política decisiva. Pues no se ha tratado aquí simplemente de una evolución
personal sino de un momento histórico de la crítica práctica y radical del modelo "científico". Lo que
se ha puesto en cuestión en el período 68, es en efecto la idea de la ciencia como lo que le falta a los
dominados para que salgan de las condiciones de su dominación. La tesis entonces remitida a la figura
marxista de la crítica se presentaba en efecto bajo la forma de un círculo: la gente está dominada porque
no saben, porque no tienen conocimiento del sistema que define su posición; y, en el otro sentido, no
tienen este saber porque están dominados, porque este lugar de dominados les impide acceder al
conocimiento objetivo de las razones de esta dominación. Desde donde están, no pueden sino
desconocer las razones por las que están ahí.
El momento 68 aportó una crítica radical de esta figura del "entre" como (des)conocimiento,
oponiendo simplemente, sin mediación, el sistema de la dominación a la figura de su puro y simple
rechazo. Pareció entonces que el razonamiento sobre el conocimiento y el desconocimiento no era
sino una tautología. El argumento sobre el no conocimiento que sitúa a la gente donde está dice
solamente de hecho: están ahí porque están ahí. Más valía entonces desembarazarse de la mediación
y afrontar la tautología directamente para plantear el problema en su radicalidad: ¿cómo estamos
ahí? ¿Qué quiere decir "ser-ahí"? Es lo que he tratado de comprender en el curso de la decena de
años que he pasado estudiando lo que habían querido decir, en la Francia del siglo XIX las palabras
"emancipación obrera". Lo que comprendí puede presentarse así: para salir de la tautología, hay
que presentarla de otra manera. Es lo que hacían de modo ejemplar los textos del carpintero Gauny
que utilicé en La Noche De Los Proletarios y que se publicaron en El Filósofo Plebeyo.
Transformaban la tautología sustituyendo la cuestión del desconocimiento por la del tiempo: si
estamos ahí donde estamos - si "estamos ahí porque estamos ahí" -, no es por falta de saber, sino
por falta de tiempo. El tiempo no es una representación que oculta o deforma la realidad, es una
realidad en toda regla, pero también una realidad de un tipo particular, una condición de posibilidad
bastante particular en su estructura. Es Platón quien nos instruye sobre esto: el dominado - en la
ocurrencia el artesano - no tiene tiempo. Pero hay para esto dos razones. En primer lugar una razón
puramente empírica: el artesano no tiene tiempo porque el trabajo no espera. Pero también una
razón más profunda, una razón fundadora: porque el dios que ha puesto oro en el alma de los
legisladores guardianes ha puesto hierro en su alma, porque tiene entonces el ser-ahí que
corresponde a su estar ahí, el "ethos" (la manera de ser o carácter) que corresponde a su "éthos" (a
la estancia que le está destinada).
Todo depende entonces de la concepción del "entre" o del "intervalo". Allí donde la crítica
"científica" situaba la mediación (el desconocimiento expresado por el conocimiento), la
afirmación filosófica sitúa un círculo: la inmediatez de la relación entre una condición y la
condición de esta condición. Se puede llamar a esto el círculo de la creencia. La creencia no es la
ilusión. El artesano no necesita creer "verdaderamente" que el dios ha puesto hierro en su alma, es
suficiente con que haga como si creyera. Pero para ello no necesita simular. Es suficiente con que
esté ahí donde está para que todo funcione como si creyera. No se trata aquí ni de conocimiento ni
de desconocimiento. Se trata de la posición de un cuerpo, de la puesta en obra de sus capacidades.
Es por esto que la emancipación no es una toma de conciencia sino un cambio de posición o de
competencia, y por tanto de "creencia": una capacidad de separarse materialmente de/con su ser-
ahí, de/con su "ausencia de tiempo". "El tiempo no me pertenece" dice Gauny. Pero tomando el
tiempo de escribir que el tiempo no le pertenece, Gauny abre otro tiempo. Lo abre muy
materialmente rompiendo el círculo del día y de la noche. Muestra que lo que hace que estemos ahí
-o que ya no lo estemos-, es una cierta división del tiempo que corresponde también a una cierta
distribución del espacio. Se puede entonces salir del círculo que une una condición a su condición,
un ser-ahí a la razón de este ser-ahí. Soltar o liberar o aflojar materialmente la relación, es
transformar el círculo en espiral. El proletario como sujeto político, o sujeto que se dispone al
ejercicio de una capacidad política, es aquél que subjetiva el tiempo que no tiene, que se da la
capacidad de jugar con las palabras y de producir apariencias que su nombre mismo prohíbe. Es el
sujeto que desdobla el nombre en su poder y su impoder, que hace como si no fuera lo que su
nombre dice, como si tuviera el tiempo, la palabra y la apariencia, ni más ni menos que aquéllos
que le niegan estas cosas. Hace como si el texto de la ley tuviera por función decir esta "ausencia
de separación", como si el texto del escritor o el argumento del filósofo testimoniaran de esto.
Puede hacerlo, puede hacer como si fuera verdad, porque, en un sentido, es verdad. Es verdad
porque el que dice que no sabe hacer frases sabe hacer la que dice que no lo sabe. Es verdad también
porque, desde que hay leyes y constituciones, desde que el ejercicio del poder debe legitimarse
como fundado en razón y en derecho y no como un simple estado de hecho, ese poder debe situar
en alguna parte esa igualdad que lo funda y lo disuelve al mismo tiempo, que lo legitima y lo
deslegitima; porque el texto del novelista - Balzac por ejemplo - que está hecho para mostrar que
el libro no debe caer en las manos de cualquiera, ese texto, a pesar de todo, caerá en las manos de
cualquiera, porque, de hecho, no está destinado a nadie en particular; está a la disposición de quien
quiera cogerlo; porque el texto del filósofo - Platón - que dice que el tiempo no pertenece al
artesano, que dice entonces la desigualdad debe decirlo en lenguaje igualitario, el del relato (mito)
que se declara como relato (mito).

Puede hacer como si fuera verdad, porque es verdad. Pero es verdad con una condición: que se haga
como si fuera verdad, esto es, que se verifique, que se hagan frases, que se les arranque a los
escritores la igualdad del texto escrito, que se haga decir a los textos de la comunidad privada y
jerarquizada que es la igualdad la que la funda como cosa de todos. Así es la lógica espiral de la
emancipación que rompe el círculo del "éthos", el círculo del ser-ahí y de su razón. Esta lógica de
la igualdad, también se puede decir en los términos de "separado" y de "no-separado". Se dirá
entonces: para separarse de su asignación a un orden, hay que separase de sí. Para esto, hay que
afirmar el poder de la inseparación de la igualdad. Pero siempre se afirma bajo la forma de una
disyunción: separando las palabras de las cosas que designaban, disyuntando el texto de lo que
decía, de eso a que se aplicaba, de aquél al que se dirigía; sustrayendo un cuerpo al lugar que le
estaba destinado, al lenguaje y a las capacidades que eran las suyas. Llamemos este movimiento en
general "disenso". Precisemos para esto lo que "consenso" significa: que el sentido va con el
sentido, que un régimen de presentación sensible va con un régimen de significación, como una
manera de ser con la razón de esta manera de ser. "Disenso" quiere decir, a la inversa, que el sentido
no va con el sentido, que las palabras se separan de las cosas, que los cuerpos las usan para cambiar
su capacidad, para disociar su ser-ahí de la "razón" de este ser-ahí.
Se podría desarrollar a partir de ahí un cierto número de consideraciones, en relación con lo que ha
sido evocado aquí, especialmente por Bruno Besana, sobre las relaciones de lo sensible y de lo
inteligible. Se dirá así: no hay nunca "lo sensible" y "lo inteligible". Hay cierto tramado de lo dado:
una inteligencia de lo sensible y una sensibilidad del pensamiento. No hay nunca una transparencia
del conocimiento inteligible de los datos sensible ni un choque de la verdad sensible como
encuentro con la Idea o lo Real. Lo verdadero se da siempre en proceso de una verificación, según
la lógica de las cuestiones del "maestro ignorante" de Jacotot: ¿qué ves? ¿Qué dices? ¿Qué piensas?
¿Qué haces? Esto quiere decir también: lo otro no se encuentra en el acontecimiento de una
estupefacción, sino en el proceso de una alteración. Una alteración, es una redistribución de lo
mismo y de lo otro, de lo separado y de lo inseparado. El trabajo del pensamiento entonces no es
un trabajo de abstracción. Es un trabajo de anudar y de desanudar: hay palabras que se anudan a
cuerpos o proyectan cuerpos, cuerpos que reclaman una nominación, universal que se afirma en
una singularización. Se trata siempre de desdoblar el universal, según el modelo de la "crítica"
operada por la política que desdobla el universal de la inscripción legal inventándole casos
singulares de aplicación, rompiendo la relación dada de lo universal y de lo particular. Pues esa
relación dada constituye una cierta privatización del universal. Es eso la policía: una privatización
del universal que lo fija como ley general subsumiendo los particulares. La política, en cambio, de-
privatiza el universal, lo vuelve a jugar bajo la forma de una singularización. Ofrece así un ejemplo
del trabajo del pensamiento en general: ese desdoblamiento y esta singularización que desanudan
y renudan lo inteligible y lo sensible, lo universal y lo particular.

Pero mi propósito no es el de sistematizar este pensamiento bajo la forma de un pensamiento del


pensamiento. Recuerdo simplemente el horizonte que lo define: no hay lugar propio del
pensamiento. El pensamiento está trabajando por todas partes, y está por todas partes bajo la forma
de la querella, bajo la forma de algo que hay que separar y de algo que hay que anudar. La
preocupación que ha guiado mi trabajo no es la de ofrecer una teoría general de las operaciones de
pensamiento. Ha sido: si se piensa así la potencia de igualdad, tal y como se descubre en la espiral
de la emancipación, ¿cómo hacer para preservar esta potencia, para prolongar la espiral? Esta sería
mi manera de plantear el problema de la transmisión formulado por Alain Badiou. ¿Cómo
transmitir? ¿Y en primer lugar por qué transmitir? Recuerdo la pregunta planteada ayer por Makram
Saoui: si se parte de la presuposición de que todo el mundo piensa, ¿por qué hacer filosofía política?
Respondería en dos puntos. Primeramente, he tratado de no hacer filosofía política, de no hacer una
"filosofía" que pretenda dar a la política su fundamento diciendo las razones o las formas de
organización política. Segundamente, el hecho de que todo el mundo piense no es una evidencia
compartida. Y no estamos de ningún modo dispensados por su enunciado del análisis de las
implicaciones y del trabajo de dar toda su potencia al rasgo igualitario que se descubre tras el
movimiento de emancipación.
Aquí se presenta una segunda objeción. Se dirá en efecto: para medir esta potencia, hay un medio
muy simple: hay que "hacer" política concretamente. Varios de los que han intervenido han
subrayado que mi análisis de la política no daba para nada los medios de responder a las cuestiones
de la práctica política, de la organización política y de su estrategia, del partido o de lo que debe
sucederle. Como el déficit que se ha subrayado de esta manera es tanto teórico como práctico,
responderé brevemente en estos dos terrenos. Teóricamente, es verdad que nunca he sentido un
interés en plantear la cuestión de las formas de organización de los colectivos políticos. No recuso
esta cuestión. Pero me ha parecido más importante pensar en primer lugar la política como
producción de cierto efecto: como afirmación de una capacidad y como reconfiguración del
territorio de lo visible, de lo pensable y de lo posible, correlativa a esta afirmación. Me ha parecido
que había que aislar en primer lugar el acto político como tal, extraer de él la cuestión que no es de
ningún modo evidente: ¿qué hace la política? Es por esto que me he interesado en las alteraciones
producidas por actos de subjetivación política más que a las formas de consistencia de los grupos
que las producen. Es por esto también que he analizado la política en términos de escena: de
distribución y de redistribución de las posiciones, de configuración y reconfiguración de un paisaje
de lo común y de lo separado, de lo posible y de lo imposible. En un plano práctico y existencial,
diré que si hubiera reconocido en una orgainzación existente el prolongamiento de lo que había
percibido, en mi relación solitaria con el archivo obrero, como la potencia de emancipación, habría
ido. Podría decir: cuando uno cree encontrar algo como un tesoro a preservar, se busca qué es lo
mejor que se puede hacer para preservarlo. Si uno encuentra un grupo donde piensa que se podría
trabajar, pues va. Si no, uno busca el mejor medio de permanecer a la altura de lo que ha
descubierto, de mantener y transmitir la potencia. Es lo que he tratado de hacer situando mi
intervención mayor en este espacio que une la inteligencia de las prácticas emancipadoras y el
territorio del conocimiento, ese territorio del "entre" o del intervalo que la tercera figura de la crítica
balizaba en términos de conocimiento y de desconocimiento, de real y de apariencia, de todo y de
parte. Me he dedicado a constituir para la potencia igualitaria una esfera de inteligibilidad. Para ello
hacía falta volver a atravesar de un modo polémico los discursos y las reparticiones de territorios
consensuales, hechas para tomar el rasgo igualitario por las consistencias de la ciencia política, de
la sociología, de la historia o de toda otra figura del pensamiento consensual: del pensamiento que
sitúa el sentido en acuerdo con el sentido para hacer triunfar la presuposición - la "opinión" - de la
desigualdad haciendo de las operaciones igualitarias el efecto de alguna parcialidad mal
comprendida o apariencia engañadora.
Mi trabajo ha sido entonces el de extraer el esquema o las grandes líneas del procedimiento
igualitario como potencia de conocimiento y de acción. Ha sido el de construirle una escena de
inteligibilidad, el de hacerlo ver y el de volver pensable su singularidad para hacerle producir sus
efectos disruptivos en el campo de los saberes que se dedican a oscurecerlo. Esto supone un
movimiento que casa con la manera misma del acto de emancipación por el cual uno hace lo que
"no puede" hacer, para salir del círculo material que une una posición a una razón de ser. Lo mismo
que el artesano puede decidir que tiene el tiempo que no tiene, el investigador puede decidir
traspasar las fronteras que separan la filosofía, la historia, la sociología, la ciencia política, etc.
Puede decidir que tiene competencias científicas que no tiene, que puede traspasar esas fronteras
porque no existen. Pero también, esas fronteras no existen a condición de que él se declare capaz
de verificar su inexistencia, de verificar su competencia a viajar sin pasaporte en su territorio para
ejercer el pensamiento que es el privilegio de cualquiera. Para ello hay que poner a la obra este
método de la emancipación definido por Jacotot y que Eric Fontenvielle recordaba en su
intervención. Se puede empezar por cualquier sitio. Es suficiente saber trazar un círculo donde se
aísle la "cualquier cosa" a la que se remitirá todo el resto, transformando el círculo en espiral. Ese
círculo se opone a la cadena. La figura intelectual de la opresión, es la de la cadena infinita: para
actuar, hay que comprender; para comprender, hay que pasar por toda la cadena de razones; pero
como la cadena es infinita, nunca se recorre del todo. Cuando éramos jóvenes los sabios marxistas
nos explicaban así que había que comprender primero la particularidad de nuestra posición en el
seno del imperialismo mundial y en relación con el momento en el que estábamos de la evolución
de las relaciones de producción capitalistas. El tiempo de comprender todo esto, podríamos
preguntárnoslo dentro de veinte años. En tal lógica, toda relación es el objeto de un proceso de
mediación interminable. Es lo que Jacotot llama la lógica del envilecimiento.
Trazar un círculo, es ir en contra del principio de la cadena. Se pueden tomar fragmentos de
discurso, pequeños trozos de saberes que se han verificado, trazar su círculo inicial y ponerse en
camino con la pequeña máquina de cada uno. Por ejemplo, hay fragmentos de palabra obrera sobre
la posesión o la privación del tiempo o del lenguaje y fragmentos de palabra filosófica, literaria,
historiadora o sociológica que nos hablan aparentemente de la misma cosa. Si se los pone todos
juntos, se puede constituir una pequeña máquina, un círculo en el que se podrá encerrar la cuestión
de la igualdad y de la desigualdad, de su nudo y de su querella y donde se podrá remitir todo el
resto. Sea por ejemplo la pequeña frase de Platón: "el trabajo no espera". Es una pequeña frase
completamente anodina. Y sin embargo se puede decir que toda la cuestión de la desigualdad se
encierra en ella. No hay necesidad de pasar por toda la cadena. Es suficiente tirar de algunos hilos,
arrancar algunos fragmentos que se buscarán en los bordes más alejados entre sí: hay filósofos,
escritores, artesanos, que sin ser contemporáneos, sin conocerse, sin comunicar entre ellos, parece
que nos hablan de los mismos temas, que nos dicen la misma cosa. Platón dice que el trabajo no
espera a los que han nacido para trabajar; el carpintero dice que el tiempo no le pertenece.
Aristóteles distingue la voz que manifesta placer y pena del discurso que articula lo justo y lo
injusto; Ballanche pone en escena a los plebeyos en la escena del Aventin donde deben probar que
hablan y argumentan a aquéllos para los que sólo hacen ruido con su voz. Kant nos explica que el
juicio estético consiste en apreciar la forma de un palacio por sí misma, sin ocuparse en saber si es
el sudor del pueblo quien lo ha construido para el capricho de un rey ocioso, pero también sin
necesitar la ciencia arquitectónica; el carpintero nos hace compartir la mirada por la cual se apropia
estéticamente de la casa en la que trabaja y de la perspectiva que se descubre desde sus ventanas.
Se puede poner juntos todos estos textos que nos hablan de la igualdad y de la desigualdad en
términos de disposición de los cuerpos. Puede que nos hablen de la misma cosa. Hay que verificarlo.
No es un collage surrealista, destinado a provocar por el encuentro fortuito de los heterogéneos el
choque de un sentido o un sinsentido que testimonie de la potencia oculta del pensamiento o de la
sensibilidad. No es tampoco una lectura sintomal, destinada a sorprender algún secreto bien
escondido bajo la superficie del texto o tras la apariencia que dispone, ni la estrategia de la histérica
que quiere forzar al maestro a rascarse donde le pica. Todo el mal que este método desea al maestro
es llevarle al punto donde se revela ser un maestro igualitario. La lectura que este método practica
tiene por objeto hacer que los textos que no se encontraban se encuentren. Hay la frase de Platón y
la de Gauny. Es posible atravesar el espacio inmenso que separa un objeto de la historia social de
un enunciado de la filosofía, atravesar siglos, discursos, condiciones sociales y políticas para operar
una verificación: puede que estas frases nos hablen de "una" misma cosa, que el obrero carpintero
piense como Platón, que el territorio del pensamiento sea entonces un territorio igualmente
compartido. Y puede también que Platón, ignorante de las leyes del capitalismo y de la condición
obrera en tal o tal etapa de su desarrollo, nos instruya mejor que los que las conocen sobre las
razones de la ausencia de tiempo del carpintero. Pues el pensamiento, tanto el de Platón como el
del carpintero, es también una manera de no saber, de alejar las razones particulares y las diferencias
sin fin que evitan la cuestión de su propia compartición. Es esto también lo que quiero decir la
teoría del "maestro ignorante".
Poner juntas las dos frases, es constituir una escena de inteligibilidad de la igualdad y de la
desigualdad. Es una etapa, una parada en la travesía o en la espiral igualitaria. La parada, por
supuesto, no es arbitraria. Detenerse en el territorio de la filosofía, en Platón el particular, es
detenerse allí donde uno se ocupa específicamente de saber qué caracteriza el poder del
pensamiento y la compartición de ese poder. Ya no como un sociólogo que remite juicios al "ethos"
que los produce o como un historiador que nos muestra cómo los individuos piensan lo que su
tiempo vuelve pensable, sino directa y literalmente bajo la forma de la cuestión: ¿Cómo en general
la potencia del pensamiento se comparte, esto es, a la vez, se ejerce como común y distribuída en
posiciones exclusivas? La filosofía se constituyó como tal dando una respuesta a esta cuestión: el
pensamiento define su compartición propia separándose de su opuesto que es la opinión. Una frase,
un argumento son del pensamiento desde el momento en que son enunciados desde el punto de
vista de cualquier sujeto ("desaparición elocutoria" del sujeto, dice Mallarmé), desde el momento
en que se piensa desde el punto de vista de lo universal. La opinión, a la inversa, es lo que expresa
la particularidad de un individuo, de un modo de ser o de sentir.
La oposición es perfectamente clara, tanto como la de la palabra y la voz. Pero, como ella, se
confunde desde que se plantea la pregunta: ¿cómo se reconoce que una frase lleva la potencia
universalmente compartible del pensamiento y que otra lleva la marca de la particularidad de la
opinión? ¿Y qué pasa en primer lugar con la frase que separa el pensamiento de la opinión? Es la
pregunta - siempre la misma - de la condición de la condición. Y la respuesta, otra vez, supone el
recurso al dios y al relato de compartición. Hacen falta relatos que dispongan los cuerpos en el
registro del pensamiento o de la opinión, de la compartición o de lo incompartible. Así hacen los
mitos de Platón: cuando las cigarras cantan en la hora cálida, la humanidad se comparte en dos: los
unos se duermen con el sueño que repara las horas de trabajo, los otros se ponen a hablar, a
intercambiar los argumentos al diapasón del canto divino. Cuando el carro divino alcanza la cumbre
del cielo, los unos siguen y los otros no, etc. Cuando se trata del llano de la verdad a partir del cual
todo se distribuye, hay que hacer relatos. Y hay que creer esos relatos, hacer como si fuesen
verdaderos, para asegurar que el pensamiento se distinga de la opinión de un modo enteramente
reconocible - reconocible menos en el contenido de los enunciados que en la manera de ser de los
cuerpos que los enuncian. Así la distinción del pensamiento y de la opinión debe desdoblar el
universal, presentarlo dos veces: como el punto de vista a partir del cual el pensamiento puede ser
compartido por todos y como principio de distribución exclusiva de las posiciones. Esto no quiere
decir que la filosofía esté fundada en la opresión. Esto quiere decir que la filosofía nos muestra la
potencia del pensamiento como potencia siempre desdoblada, como producida por operaciones de
guerra, por relatos que distribuyen y relanzan la distribución, singularizando el universal de una
manera polémica.
¿Cuál es entonces el estatuto del discurso que efectúa esta travesía, captura esos fragmentos y pone
al día esas operaciones? ¿Hay que llamarlo o no filosófico? La respuesta depende evidentemente
de una elección en cuanto a lo que se quiera hacer decir a la palabra filosofía. O bien se considera
a la filosofía como un pensamiento del pensamiento que constituye un sistema de razones saturado.
Se dirá entonces que ese discurso no es filosofía, que es un poema hecho con trozos tomados de la
filosofía. O bien se piensa que la filosofía es una intervención que redestribuye los discursos
constituidos, que inventa dispositivos argumentativos y narrativos singulares para remitirlos a la
consideración de su igualdad como manifestaciones de la potencia de la lengua y del pensamiento.
Se podrá decir entonces que es filosofía. Se puede además pensar que la relación entre filosofía y
no-filosofía es, en ese caso, indecidible, y que el título o su ausencia no cambia su efectividad - o
su inefectividad. Se podrá llamar entonces a ese discurso, como lo sugiera Yves Duroux, una
contra-filosofía.
¿Qué es lo central en todos los casos? Para retomar los términos de Alain Badiou, diré que lo que
yo he inventado - sea cual sea el nombre que se le dé -, es una forma de transmisión de la invención
igualitaria, cierto tipo de travesía de los discursos apropiada para transmitir el sentido - esto es la
significación pero también el sabor - de la potencia igualitaria. Althusser hablaba de "lucha de
clases en la teoría". Yo hablaría más bien de guerra de los discursos y diría que he practicado cierto
tipo de guerrilla operando en este intervalo "crítico" de los discursos donde se forman y se verifican
la opinión de la igualdad y la opinión de la desigualdad.
La construcción de un espacio de inteligibilidad de la afirmación igualitaria pasa por esta estrategia
discursiva de travesías de los territorios, de ensamblaje de los fragmentos y de constitución de las
escenas. Pero esta estrategia discursiva no es exclusiva. Seguir la espiral de la emancipación, el
poder de la escritura, las formas de la reconfiguración de lo sensible, esto me ha permitido también
poner en obra, en oposición a todo vagabundeo, unas estrategias definicionales, incluso sobre
sujetos de los que se suele decir gustosamente que el esfuerzo definicional es vano. He operado así,
en El Desencuentro o en las Diez Tesis Sobre La Política una formalización definicional de las
operaciones discursivas que pude llevar a cabo circulando entre un Manifiesto De Los Chicos
Modistos, la "economía cenobiótica" de Gauny, la historia romana revisitada por Ballanche y los
textos de Platón, Aristóteles o Marx, para responder brutalmente a la pregunta: ¿qué es la política?
He consagrado libros a cuestiones tan masivas como: ¿qué puede estética querer decir? ¿Qué se
entiende por literatura? En todos esos casos, ya no se ha tratado para mí de trazar espirales para
deshacer identidades constituidas sino de establecer la pertinencia de ciertos términos, de poner a
la obra lógicas composicionales para decir lo que es una forma de práctica, un régimen de
pensamiento o de escritura, para definir criterios que permiten por ejemplo comprender cómo se
pasa del régimen representativo al régimen estético o de las belles-lettres a la literatura.
Pero este pasaje de lo narrativo a lo sistemático no define un andar en la dirección contraria, del
mismo modo en que no significa un alejamiento en relación a las problemáticas del presente. Lo
subrayé respondiendo a Bruno Bosteels: el comentario de Platón y de Aristóteles no es menos
actual, menos comprometido en las problemáticas políticas del presente que los trabajos históricos
o los artítculos polémicos de las Révoltes Logiques. Volver sobre los "orígenes" de la "filosofía
política", es una manera de responder a un contexto marcado por las prácticas del consenso y por
las teorizaciones adversarias y cómplices del "retorno" de la política y de su "fin". La pregunta
planteada por El Desencuentro, es: ¿qué puede ser la política si es posible caracterizar la misma
situación como su fin y como su retorno? ¿Qué forma de borrado de la política es común a este fin
y a este retorno y cómo podemos comprender las formas de la política a partir de las formas que
adquiere su borrado? Y, recíprocamente, ¿cómo pensar la política de tal manera que su borrado sea
siempre un asunto tendencial y local, nunca un destino histórico? Esto quier decir también: ¿cómo
pensar la multiplicidad de sus ocurrencias, de las formas de alteración que produce, sin remitirlas
a una lógica absolutizada de la excepción? Lo que hay en juego en el trabajo sistemático y
definicional es entonces lo mismo que hay en las travesías narrativas: se trata de deshacer las
clausuras, y más particularmente las clausuras temporales. Pues el origen, el final o el retorno son
también las armas de una querella. Son las acciones que sirven para tomar la política con las tenazas
de una normalidad que circunscribe el territorio para reservar su uso y de una excepción ligada a
formas de historicidad que se declaran obsoletas. El tiempo, entendido aquí como manera de
historizar y de periodizar, aparece una vez más como el operador indisolublemente conceptual y
sensible, "a priori" y factual, que sirve para poner la condición bajo condición. El "¿Qué es la
política?" de El Desencuentro es entonces una manera de aflojar la relación de la condición a su
condición, diferente de la que seguía la espiral de la "noche" obrera pero equivalente en su
pretensión.
Ocurre lo mismo con el trabajo con lo que literatura o estética quieren decir. Si me he lanzado en
esa inmensa genealogía del régimen estético, es también ampliamente en razón de las problemáticas
políticas que se detenían en las temporalizaciones del arte: fin del arte o de la estética, fin de la
modernidad, declaración de una edad postmoderna, voluntad de liberar el arte de la clausura estética
para asignarlo a la estupefacción sublime o hacerle llevar la marca de las infamias de un siglo, todo
ello inscribe el "pensamiento del arte" en un horizonte en el que el estudio de las condiciones que
nos vuelven pensable algo como el arte está unido a un diagnóstico sobre la modernidad, la
Ilustración , la revolución, las utopías, el totalitarismo, etc. Todos estos discursos denuncian un
anudamiento histórico-ontológico fatal de las prácticas del arte a los enunciados del discurso y a
las problemáticas de la política. Lo denuncian bajo el modo de una captación de lo auténtico por lo
inauténtico, de una práctica por discursos y finalidades que le son exteriores. Está claro que este
discurso sobre la instrumentalización del arte es él mismo una instrumentalización grosera
destinada a poner a la hora del "fin de la utopías" la reflexión sobre el arte. Pero el problema no es
simplemente el de denunciar el discurso del fin. Es el de revocar el tipo de temporalidad que él
construye: el discurso sobre el "fin" de la modernidad es en efecto solidario de las simplificaciones
del discurso de la modernidad misma, de su manera de construir rupturas simples (fin de la
representación, autonomización de cada práctica artística, etc.). Es también el problema de mostrar
que no ha habido "captación" de la práctica artística por el discurso estético, las utopías políticas,
etc. Pues no hay arte sino en el interior de un régimen de identificación que nos lo hace ver como
arte, y la "política" no es algo que le viene al arte desde el exterior. Está desde el principio incluida
en la configuración del régimen que lo define como tal. El régimen estético que hace que veamos
las cosas como artísticas, hace también que el arte desplegue cierta política; que tenga su igualdad
propia: la igualdad de los temas, la destrucción de la relación jerárquica forma/materia; que
provoque desplazamientos de los cuerpos, como la disyunción entre el brazo del carpintero y su
mirada; que produzca también programas metapolíticos, esto es, programas que tratan de realizar
en verdad, en las relaciones de la vida sensible, lo que la política busca en el universo de las formas
de la vida pública.
Tocamos aquí, más allá de la reevaluación de los pobres discursos del fin, una problemática
esencial, que da su sentido a mi trabajo para "definir" la estética: la del anudamiento entre política
y metapolítica. Todo lo que puede machacarse sobre la modernidad y su clausura, los crímenes de
la revolución, las utopías funestas, etc., todo ello remite a la cuestión positiva de las formas de este
anudamiento y de las formas de su desanudamiento. Ha sido de largo, de hecho, la estética, esto es
el régimen estético del arte, el terreno de constitución de los programas de superación de la política.
Y evidentemente se pueden denunciar, denunciar la toma de la política por la metapolítica. Pero
para hacerlo de un modo que no sea el del resentimiento, hay que plantear también el problema:
¿Qué puede la política por ella misma? Es, claro, el problema "crítico" inherente al despliegue
político de la igualdad: ¿qué puede la política? ¿Hasta dónde puede ir? Es esta pregunta la que se
me dirije de hecho cuando se me objeta que la política, tal como yo la describo, es: pequeñas
escenas de interlocución y de manifestación, y además otras pequeñas escenas, que nunca nos
llevan muy lejos. Afirmar la potencia de la igualdad, está bien, dicen. Se puede hacer y rehacer
cuarenta mil veces, pero nos gustaría mucho saber cómo ir más allá, hacia un mundo efectivamente
realizado de la igualdad. Ciertamente la cuestión se plantea, pero no es mi propia cuestión para
nada, y hay que plantearla en su generalidad: ¿se puede definir la política como una capacidad en
exceso sobre sí misma? Definir la política a partir de sus condiciones de posibilidad, es plantear la
cuestión de los límites de su poder, de lo que podemos saber de esos límites. La cuestión se plantea
a todo el mundo, sea cual sea el cuidado - o el énfasis - que uno ponga en afirmar las necesidades
de la organización y las virtudes de la estrategia. Esta afirmación no evita ver que las relaciones de
fuerza hoy no son verdaderamente favorables a los que afirman la causa de la igualdad. No impide
el retorno de la pregunta planteada por Jacotot acerca de la emancipación. Se puede, decía él,
emancipar a todos los miembros de una sociedad, pero no se emancipará nunca a una sociedad.
Todo el mundo puede ser igual, eso no desembocará nunca en un proceso social. Incluso si
afirmamos, contra él, una dimensión colectiva de las afirmaciones igualitarias, reencontramos la
cuestión bajo una forma renovada: siempre se pueden constituir colectivos igualitarios. ¿Pero cómo
llevar esta afirmación hasta el final de sí misma, cómo hacer un mundo de igualdad? Este exceso
de la política sobre sí misma, siempre se ha confiado a la metapolítica: idea schilleriana y romántica
de la revolución de la vida sensible que exceda la revolución política; idea marxiana de la
revolución humana o de la revolución de los productores que culmine una forma de humanización
del mundo inherente a la actividad productiva. La afirmación metapolítica se sostiene entonces
gracias a algo más: la creencia en que el orden del mundo mismo trabaja al mismo tiempo que los
que abren a la afirmación de la potencia igualitaria. Es todavía esta fe la que sostiene hoy en día la
idea de un comunismo de las multitudes: el capitalismo industrial no ha proveído los enterradores
esperados, pero el capitalismo post-industrial los provee, extendiendo el concepto de producción a
la totalidad misma de los actos intelectuales y de las vivencias afectivas. Desarrolla esta potencia
intelectual y afectiva que quebrará con su potencia vital las barreras del Imperio.
Si se sostiene, por el contrario, que el orden del mundo no tiene ninguna razón para conspirar con
los que afirman la potencia igualitaria, si se disocia la política de toda fe histórica, hay desde luego
que plantear la pregunta: ¿qué puede la política? Y la cuestión correlativa: ¿qué esperamos
precisamente de la afirmación igualitaria? ¿Qué futuro le concedemos? Ya no iré más lejos hoy.
Terminaré sobre la misma anotación jacotista, recordando que hay dos grandes pecados contra la
emancipación. El primero es decir: "yo no puedo". El segundo es decir: "yo sé".

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