M e presento. Me llamo Isabel Pi, aunque desde pequeña mis
allegados prefieren la versión corta de Isa Pi. Mi apellido tiene sorna porque mido uno ochenta y, en catalán, Pi signifi- ca pino. Esta coincidencia del azar o ironía del destino eximió de creatividad al típico gracioso de clase, más si a ello se le suman di- ficultades para coordinar con gracia mi cuerpo a la hora de prac- ticar deporte. La tónica habitual era (y es) que sobrepase una cabeza a más de la mitad de los varones autóctonos. De adolescente, tenía la es- peranza de que el chico que me gustaba todavía no había dado el estirón. Con el tiempo, ya no albergué este tipo de ilusiones con el sexo opuesto y, ya de treintañera, me di cuenta de que hay po- cos hombres a mi altura tanto en sentido literal como figurado. Aterricé en Barcelona por una beca en la agencia de noticias Cat Press. Tenía ya veintiséis años, con apenas experiencia profe- sional pero una doble licenciatura en Periodismo y Filosofía y una estancia de un año en Oxford para perfeccionar el inglés (el futu- ro). Finalmente, no cursé un máster sino casi me plantaba en los treinta siendo una analfabeta en expertis. En Cat Press me habían asignado los temas de agricultura —no me emocionaba, pero con
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la crisis, ¿iba yo a quejarme y a perder una oportunidad?—, pero por un cambio de última hora me tocó la sección de cultura. Cul- tura me apasionaba. Los planetas se habían alineado. La suerte me sonreía. Mi primer día de trabajo estaba nerviosa. Dejaba atrás una etapa, la de estudiante, la única ocupación que había tenido en mi vida —a excepción de algún trabajo de camarera y algunas prác- ticas— y en la que desenvolvía con soltura. ¿Serviría para la vida profesional? Al menos, ya no tendría que sufrir el estrés de los exámenes, ni soportar según qué profesores, ni empollar asigna- turas sin sentido, ni estudiar los fines de semana, aunque dejaba atrás a amigos, a maestros alentadores, materias que despertaron inquietudes y proyectaron mi platónico puesto de trabajo. Llegué a Cat Press dispuesta a comerme el mundo, aunque nadie tenía noticia de ello, ni de que yo aparecería por aquella puerta. Entré en la redacción. La recepcionista aún no había llega- do y los periodistas más madrugadores me miraban de refilón des- de su sitio sin decirme nada. Una de las redactoras, por fin —su- pongo que decidió asumir el marrón, ¡santa redactora!—, me preguntó qué hacía y le expliqué que era la nueva becaria. El jefe no estaba. No tenía conocimiento de mi existencia, ni sabía dónde colocarme. Ordenó a otra becaria que me pondría a su lado y esta me explicó un poco el funcionamiento de la agencia. La santa redactora me pasó varias notas de prensa de los mossos d’esquadra sobre robos para que redactara alguna noticia. Emocionada con mi nueva tarea, vi la pantalla en blanco y me blo- queé. ¡Tanta carrera para que el primer día no sepas ni cómo es- cribir una noticia! Después de releer varias veces la nota me lancé. Una hora más tarde, como si hubiera escrito un ensayo filosófico, se lo enseñé a la santa redactora. Empezó a corregirme todas las uves por bes; a cambiarme la dirección de casi todos los acentos. ¡Vaya santa correctora, no tenía ni idea de las reglas ortográficas! Al principio no hice ningún co-
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mentario porque pensé: «Isa, calla, que hoy ya has tenido suficien- tes pruebas de que en la universidad no te enseñaron nada». No podía aguantar. Era un sacrilegio ver según qué palabras escritas con «b» y no con «v». Sutilmente hice una apreciación y me contestó: —Cometes muchísimas faltas típicas de la gente que habla y escribe en catalán: acentos abiertos, v en lugar de b… —me di- jo, tachándome de pueblerina inculta. —Pero la noticia está escrita en catalán, no en castellano —le repliqué. —¿No sabes que aquí todas las noticias se escriben en cas- tellano? —No, nadie me lo ha dicho. He visto noticias en ambos idiomas. —Aquí se escribe todo en castellano. Los lingüistas traducen las de ámbito autonómico posteriormente. Redáctalo en castellano y vuélvemela a pasar. ¡La pobre santa redactora-correctora estaba tan desbordada de trabajo, que leía tan rápido, que ni se dio cuenta de en qué len- gua estaba escrita la pieza! Después de este incidente y corregir el idioma, empecé a redactar mi segunda noticia. En ese momento llegó el jefe, con el que me había entrevistado para la beca. Me preguntó por mi debut y otras cuestiones de cortesía. Contesté con los tópicos habituales y una sonrisa. El jefe se situó detrás de mí y observó qué escribía —¡odiaba que los profesores hicieran eso en los exámenes del colegio y vi que se repetía el mismo patrón en el trabajo!—. Antes de irse, soltó en voz alta sin que pasara desa- percibido para mis compañeros: «¿No te han enseñado que nunca debes empezar una noticia con una complemento circunstancial?». Inmediatamente borré el inicio y me disculpé. ¡Dios mío! ¡Claro que lo había estudiado, pero en segundo de carrera y ya se me ha- bía olvidado! Por fin eran las tres de la tarde. Estaba muerta de hambre, pero nadie se movía de su asiento. Todos estaban con la vista pues- ta en la pantalla, sin comentario alguno sobre el estado de su es-
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tómago. ¿Habían ingerido las alubias mágicas de Goku y podían vivir semanas sin comer? Pregunté a la santa redactora-correcto- ra si podía ir a almorzar y me dijo que por supuesto y que volvie- ra a las cuatro. Con una hora no me daba tiempo de ir a casa de mis tíos, en una ciudad del área metropolitana, donde me alojaba hasta que encontrara un piso para compartir. Empecé a deambular por el Paralelo de Barcelona en busca de un bar para comer. Ninguno me gustaba: unos olían a fritanga, otros parecían demasiado caros, otros estaban sucios, de otros no me apetecía su menú… Finalmente entré en una pizzería y me senté en la mesa del rincón. Nunca había comido sola —desde ese día lo he hecho millones de veces—, pero en aquel momento me daba vergüenza que me vieran sin compañía (como si a alguien le importara) y me pareció muy triste. Quería volver a la universi- dad. Lloré. Odiaba el mundo laboral, me había equivocado de ca- rrera. Con un esfuerzo enorme, me levanté de la grasienta pizze- ría al terminar. Pagué con dinero de mi bolsillo. No me habían da- do ningún ticket-restaurante, y no sabía si la agencia se hacía car- go de las dietas. Hice números. Si cobraba seiscientos euros por la beca y debía pagarme el almuerzo y los viajes de tren; trabajar no me salía muy rentable. Si un menú me costaba unos diez euros multiplicado por cinco días de la semana, multiplicado por cuatro semanas, en total, debía pagar doscientos euros en dietas. Si el bi- llete de tren me costaba seis euros (tres euros de ida y tres de vuel- ta), multiplicado por cinco días de la semana, multiplicados por cuatro semanas, en total, debía pagar ciento veinte euros de trans- porte. Mi mísero sueldo de becaria se reduciría a más de la mitad tan solo con los gastos básicos de trabajadora. Llegué medio mareada a la redacción con tantos cálculos de- ficitarios. ¡Qué dolor de cabeza! Un tema más con el que lidiar, ahora extraperiodístico. Terminé mi primera jornada laboral —que se hizo eterna— después de redactar unas cuantas noticias más de
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los mossos y tomar, al dictado, las declaraciones telefónicas de un político sobre una polémica con alcalde. A las siete de la tarde, me dijeron que podía irme. Quedé con Santi, un amigo de la universidad. Él también había empezado a trabajar en una agencia de publicidad ese mis- mo día. Le conté mis meteduras de pata en la redacción, mi co- mida solitaria en la pizzería grasienta y la invisibilidad ante mis nuevos compañeros. Sentados en un banco de la plaza de la Con- cordia, recordamos la universidad, queríamos eludir el mundo la- boral y seguir permanentemente con las clases, los sueños, los amigos, las fiestas… En el tren de vuelta a casa de mis tíos, sonó la canción «Quan es faci fosc», de Sopa de Cabra, pero la versión que hizo Pastora en el tributo a este grupo gerundense, y me identifiqué del todo con la letra. Al menos, otros se habían senti- do como yo. Tras el consuelo de tiempos pasados y la evasión musical, llegó irremediablemente la realidad y con ella el segundo día de trabajo. La misma puerta, el mismo olor, los mismos pasos para llegar a mi sitio y la misma sensación de imperceptibilidad de mi persona. Estaba tanteando aparecer con todo el cuerpo tatuado o con el pelo rapado para ver si captaba su atención y tener un mi- nuto de gloria. El segundo día auguraba ser más interesante: me habían asignado una rueda de prensa, la presentación de un nuevo espa- cio de ocio patrocinado por una empresa de móviles. Era mi pri- mera rueda de prensa. ¡Qué emoción! No conocía Barcelona pero pensé que memorizando las indicaciones del Google Maps y pre- guntando no tendría problema. Desorientada y con veinte minu- tos de retraso, llegué al fin. Sudada y sufriendo por perderme una gran exclusiva, me dirigí al stand de acreditaciones. —Siento el retraso. Hace poco que vivo aquí, es mi primera rueda de prensa y estoy un poco perdida —me disculpé, confir- mando abiertamente lo inocente que era.
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—Tranquila, todavía no hemos empezado —me calmó. Entonces, en voz alta, dirigiéndose a sus compañeros dijo: «Chicos, ¿lo habéis oído? ¡Es su primera rueda de prensa!». Inme- diatamente, todos me miraron. Los chicos empezaron a aplaudir- me y a chillar: «¿Es tu primera rueda de prensa? ¡Para ser una buena profesional tienes que hablar muy bien de este sitio! ¡Siem- pre te acordarás de este día!». Tras este momento de protagonismo involuntario, en el que me colgué el cartel de novata para mis próximos meses de perio- dista, me senté en la penúltima fila para pasar desapercibida. Abrí la bolsa para ver el obsequio. ¡Me habían regalado un móvil! No me lo podía creer. No sabía que compraban a los periodistas de un modo tan descarado. Tras este pasajero subidón emocional, a mi lado se sentó un tipo bastante peculiar: con gafas, de mediana edad, bajito y muy cotilla. Me preguntó de qué medio era, cuántos años tenía, si era mi primera vez, aunque después me aseguró que lo había oído en la zona de acreditación. Tras contestar con monosílabos y de modo reticente, empezó por fin la rueda de prensa. Saqué mi libreta y mi bolígrafo para tomar notas. A las dos líneas, el bolígrafo dejó de funcionar. Busqué en mi bolso, pero no llevaba ninguno de re- cambio. Le pregunté al señor peculiar si podía prestarme uno, pe- ro no tenía de sobra. Pregunté al de la fila de delante, al de atrás… Movilicé a todo el público, consiguiendo incluso la mirada ame- nazadora del portavoz, pero nadie tenía un boli o eso decían. Mi primera rueda de prensa y sin bolígrafo. Acabé haciendo de oyen- te y mientras me comía la cabeza pensando qué iba a escribir, in- tenté memorizar algo. Terminaron las declaraciones y nos invitaron a un aperitivo muy sofisticado, en una sala con estética disco. Era fabuloso. Ol- vidé el incidente. Di rienda suelta a mi imaginación, me sentía co- mo la protagonista de alguna de esas series glamurosas en las que las protagonistas son invitadas a fiestas y se codean con la «gente
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guapa». El único inconveniente era estar sola, no conocía a nadie con quien compartir el momento, pero acabó siendo una ventaja, porque me convertí en una testigo de excepción sin sentirme juz- gada por mi voyerismo. Llegué a la redacción. No tenía casi declaraciones. Copié la nota de prensa. Cambié un poco su estructura, añadí unos parla- mentos en la línea de lo que había escuchado y se lo entregué a mi jefe y compañero de sección. ¡Suerte que no me habían con- fiado una comparecencia del presidente! Nadie más supo de mi contratiempo con el bolígrafo, ni de mi retraso, ni de mi carta de presentación como becaria entre los redactores de lifestyle y cul- tura allí congregados. Nadie más, a excepción de Santi, con quien volví a quedar esa misma tarde. «Isa, eres una montaña rusa. Un día el mundo está lleno de maldad, eres la más desdichada, y al día siguiente te lo tomas todo con humor y gran pasión gracias a un móvil y un cóctel. ¿No serás muy fácil de comprar?», me advirtió.
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Normalización de un estado
E l término «becaria» esconde sus ventajas. Nadie te toma en
serio por lo que tus errores son justificables; la ilusión y la inconsciencia te dan energía para afrontar con entusiasmo cual- quier marrón; pero lo mejor de todo es que puedes salir a la ho- ra. Después de pensar distintos argumentos, comentarlos con mis familiares, me llené de fortaleza y fui hablar con mi jefe. Expuse la problemática del pago de las dietas y aproveché para pedirle terminar a las siete, la hora oficial del fin de la jornada que na- die cumplía. Tras meditarlo y consultarlo con otros superiores de Madrid a lo largo de dos semanas, en las que tuve que adelantar los pagos con mis ahorros y con la incertidumbre de que aquello podría ser permanente, finalmente, la empresa aceptó abonarme la cantidad. Mi jefe tampoco puso ningún inconveniente en ir- me puntual. El mayor obstáculo en esta segunda cuestión no era mi su- perior sino mis compañeros, aquellos para los que era invisible, menos cuando les abandoné antes de que se fuera la luz del día. Esperé hasta las siete y cinco. Las siete en punto era demasiado de funcionario. No me atrevía. Ahora sí llamaría su atención, su mi- rada sería fulminante, me convertiría en el tema de sus conversa-
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ciones, nunca me integraría. Apagué el ordenador, me levanté de la silla, cogí mi chaqueta, me colgué el bolso y solté un tímido adiós. En efecto, todas las miradas se dirigieron hacia mí, no había llamada telefónica, noticia exclusiva, declaraciones urgentes que pudieran ser más importantes a mi provocación, a mi osadía. Era una regla no escrita: un buen profesional (en España) nunca se va a su hora. Es una falta de compañerismo, una desconsideración hacia los colegas; una asalariada ineficaz. En sus rostros leía: «Nunca llegarás a ningún sitio»; «No tienes ni idea del mundo profesional ni de qué te espera». Fueron los minutos más largos de mi vida, no llegaba al final del pasillo, no lograba cruzar esa puerta. Una vez en el ascensor, fui conscien- te de que había quebrantado uno de los códigos básicos del traba- jador del sector privado, especialmente del periodismo, pero me invadió un alivio y una alegría por no ser como ellos, una amar- gada que cree que porque está más horas calentando una silla tra- baja más y mejor. Empecé a coger con gusto ese nuevo estado im- puesto, el de becaria. Tenía otro tema pendiente: el alojamiento. Quería poner fin a los trenes de cercanías, abarrotados de gente, donde era imposi- ble sentarse en las horas punta, y cada dos días sufría retrasos o parones interminables por huelgas. La distancia era la única razón de abandonar a mis familiares. Mis tíos me trataban como una reina, había llenado el nido vacío que les habían dejado mis pri- mas, independizadas desde hacía poco y nada se me negaba: yogu- res de los caros, helados para el postre, bebidas refrescantes, pes- cado fresco para cenar hecho al momento por mi tío, televisión en la habitación, ordenador para mí sola… Fue mi primer encuentro con el estilo de vida de una hija única a quien le conceden todos sus caprichos y atenciones. Una amiga de la universidad me puso en contacto con Susi, una conocida suya que buscaba compañera de piso. El alquiler era asequible para una becaria, doscientos euros con gastos incluidos.
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Estaba ubicado en un barrio bastante pijo de Barcelona, hecho que me extrañaba, pero enseguida supe el porqué. Había cuatro habita- ciones, dos grandes que no podían ser consideradas ni de matri- monio, y dos pequeñas, en las que solo cabía un armario y una cama. En una, la ventana daba a la calle; en la otra, a la escalera. Susi me advirtió que si me apresuraba podía quedarme con la de «vistas» exteriores. Me tomé dos días para dar una respuesta. El piso era oscuro, no tenía calefacción, solo tenía un baño —compartido con cuatro mujeres—, mi habitación era pequeña y para llegar al metro debía bajar una cuesta, que a la vuelta era una subida. Pero, por otro la- do, estaba en una buena zona, el precio estaba muy bien, Susi pa- recía de confianza y viviría con gente de mi edad y en circunstan- cias parecidas. Era la excusa perfecta para hacer amigos en mi nueva ciudad. Acepté y disfruté de una habitación con vistas a la calle Camp, es decir, al piso de enfrente. Mi nuevo hogar se ubi- caba en la calle Camp número 9, leído en catalán Camp nou como el campo del fútbol del F. C. Barcelona. Abandoné a mis tíos, no sin pena. Su cálida acogida, sin in- trusismos, ni intereses, como si fuera una hija más, quedaba atrás. Volvía a un piso compartido en la línea de mis últimos años de universitaria, aunque apenas me crucé con mis compañeras en los primeros días como nueva inquilina. Nuestra incompatibilidad horaria, provocada sobre todo por su agitada vida social y senti- mental, dificultaba nuestro encuentro, aunque, por otro lado, fa- cilitaba nuestra convivencia. Pero en ese momento deseaba tener un círculo de amistades en Barcelona, tarea siempre complicada en los inicios y más en esta ciudad. En mi afán por conocer gente, contacté con Emma, una ami- ga de la infancia. Estudió un año de Historia del Arte en la Central de Barcelona, pero allí conoció a un francés, Pierre, con quien se fue a París al terminar la carrera. Después de poner fin a su rela- ción, había vuelto a la Ciudad Condal. Empezó como becaria en
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una casa de subastas por seiscientos euros al mes, sin cotización a la Seguridad Social, igual que yo. Con los años nuestra relación se había enfriado. En bachille- rato se matriculó en un instituto que daba la posibilidad de cursar la modalidad artística, mientras que yo permanecía en el mismo co- legio. Mantuvimos un contacto intermitente los primeros años, que se convirtió en casi nulo por la distancia geográfica durante la uni- versidad. Tenía tres aliados en Barcelona: Santi, que estaba tan per- dido como yo en la agencia de publicidad; Emma, que me presentó a un pequeño grupo de amigos suyos con quienes hice mis primeras salidas nocturnas por el Raval y el Eixample; y mi prima Lola Pi. Invité a comer a Emma, en mi segundo fin de semana en el piso. Estaba sola, todas mis compañeras se habían ido de la ciudad y una de ellas todavía no se había instalado. Nos pusimos al día de nuestros respectivos trabajos hasta que entramos a cotillear en la futura habitación de la compañera de piso y sus montones de bolsas con conjuntos de ropa y bolsos chulísimos. —¡Mira, qué bonito este bolso de Loewe! Y también tiene camisetas Calvin Klein, un vestido Miu Miu… Si lo revendiéra- mos todo en E-bay, ¿sabes cuánto nos podríamos sacar? —¿El alquiler de todo un año? Esto sí que sería un chollo. Diríamos adiós a nuestras limitaciones económicas. —No entiendo por qué quiere vivir en este cuchitril. Segu- ro que puede permitirse alquilar un estudio para ella sola. —Quizá tiene un pasado oscuro y se esconde de alguien —alertó Emma con ironía—. O simplemente prefiere gastar todo su salario en trapitos en lugar de una buena habitación. —Hay gente que no sabe vivir sola. ¿Y si es alguien muy dependiente? —Ella podría ser tu compañera ideal, ya que te quejas de que las otras van a su bola… —A ver si va ser una pesada que no me podré quitar de en- cima… Y físicamente, ¿cómo te la imaginas? —le pregunté.
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—Tiene pinta de ser guapa, cuidadosa, ni alta ni baja, sí del- gada, ¡mira qué vaqueros más estrechos! —En lugar de dedicarte al arte podrías ser psicóloga o una Sherlock Holmes del siglo xxi. —Cuando la conozcas, ya me dirás si he acertado con mi descripción, Isa Pi. No fue necesario decirle nada, la vio con sus propios ojos. Noelia irrumpió por la puerta del comedor, mientras deliberába- mos sobre cómo podía ser. Era guapa, estilosa, con una gran son- risa, el pelo rubio y rizado. Habíamos acertado en su delgadez y su estatura media. Una chica encantadora, o eso parecía a simple vista. Nos contó que en un año se casaba y su excompañera de pi- so se había ido a vivir al extranjero y no le compensaba económi- camente asumir todo el alquiler. Su objetivo era ahorrar mientras buscaba trabajo para trasladarse a Madrid, donde vivía su novio. Era hija única, de Zaragoza y licenciada en Administración y Di- rección de empresas. Trabajaba en una multinacional. Creo que era la primera vez que veía su habitación. Su ros- tro esbozó tímidamente rechazo ante sus reducidas dimensiones. Familiarizada con su nuevo hábitat no muy a su gusto, se dirigió a nosotras para pedirnos más armarios, como si nosotros fuéramos los mozos de Ikea. Ante nuestra incapacidad por resolver su pro- blema, aseguró con horror que ella no podía vivir con solo un ar- mario y hablaría con Susi y Anna. Emma se despidió. Me quedé en el salón haciendo zapping pero apenas oía al presentador, Noelia seguía ruidosa con su trajín de maletas, bolsos y vestidos por toda la casa. Yo estaba ya más tranquila. Había solucionado el tema del alojamiento, la hora de salida y el pago de las dietas, pero todavía quedaba en el aire algo importante: mi integración en el grupo de trabajo. Tenía que pensar una estrategia. Debía ser ingeniosa, sim- pática, amable para llamar su atención y que me trataran como una más del grupo.
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Parecía misión imposible hasta que, de un día para otro, la santa redactora me dijo si me quería unir a ellos para comer. Acep- té perpleja. No tenía mucho mérito. En realidad, solo ocupaba un espacio físico porque apenas hablaba ni interaccionaba. Si decía algo, nunca lo oían. Quizá fuera porque siempre acababa presi- diendo los extremos de las mesas. Las comidas transcurrían con conversaciones sobre trabajo, el grado de gilipollez de los jefes y la ineficacia de los becarios —hecho que ponía en evidencia que ni se acordaban de que esta- ba yo—. Otro tema recurrente eran sus bajos sueldos. Los que ha- cía solo un año que trabajaban como redactores cobraban ocho- cientos euros, solo doscientos euros más que yo, y con una jornada laboral que terminaba alrededor de las nueve de la noche. Los que llevaban más de dos años, su remuneración no sobrepa- saba los mil euros. Aunque fueran muy repetitivos y cargantes con el tema, era más que comprensible.