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Por el contrario, fueron “los buenos”, es decir,

los nobles, los poderosos, los hombres


de una posición social superior y de elevados
sentimientos quienes se sintieron y se valoraron
a sí mismos y también a sus propias acciones
como buenas, o sea, como algo perteneciente a
la primera jerarquía, y por oposición a todo lo
bajo, despreciable, vulgar y bastardo.
Friedrich Nietzsche

A lo largo de los capítulos anteriores he hecho mucho hincapié en los procesos de legitimación económica
de la acción del Estado. Partiendo del supuesto esencial que indica que los individuos buscan maximizar
su propia satisfacción, se deduce fácilmente que el Estado, como clase social política conformada por
individuos, busca maximizar la cantidad de “plus-trabajo” que logra extraer de los ciudadanos; y que el
ciudadano individual está dispuesto a tolerar la existencia de una clase dominante que le sustraiga parte
de sus productos si el peso de la imposición recae sobre otros individuos, o si mediante la intervención
estatal puede mejorar su posición relativa en la escala económica. De esta manera el Estado teje una
enorme y compleja red de imposiciones, subsidios y privilegios a distintos sectores de forma que una
parte considerable de la sociedad legitime su intromisión. Los individuos en forma aislada se guiarán para
legitimar un gobierno por consideraciones económicas y materiales, y sólo en forma tangencial por
cuestiones ideológicas.[1] En pocas palabras, «las últimas causas de todos los cambios sociales y de
todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos
se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de
producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se
trata».[2]
Sin embargo, y siguiendo la teoría de la lucha de clases clásica —es decir, marxista—, estas cuestiones
ideológicas o “superestructurales” definen la forma en que la clase dominante elabora una justificación
ideal de la explotación que sostiene sobre la clase dominada. La educación y el pensamiento político
predominante, desarrollado por los intelectuales, tenderá entonces a considerar el dominio del Estado y
cada una de sus acciones como racionales, necesarias, justas o inevitables. Estas construcciones
ideológicas sólo sufrirán transformaciones en tanto y en cuanto se produzcan cambios en la estructura
económica.

El papel de los intelectuales


Mientras la ideología propiamente dicha tiende a uniformar el pensamiento de la clase dominante, y es
esto lo que da la homogeneidad cultural de clase, la labor de los intelectuales se dirige a moldear la
“opinión pública”, mediante la educación estatal, los medios de comunicación y la propaganda. En primer
lugar, sería adecuado comenzar realizando un análisis de la figura del intelectual, así como se hizo en el
capítulo 5 respecto del líder redistribuidor.
Joseph A. Schumpeter señala que «los intelectuales no constituyen una clase social en el sentido que la
constituyen los campesinos o los obreros industriales; proceden de todos los rincones del mundo social y
una gran parte de sus actividades consiste en combatir entre sí y formar vanguardias de intereses de
clase que no son los suyos».[3] Sin embargo, no hay que dejar de notar que la mayoría provienen de los
estratos altos de la sociedad y de una educación e instrucción dedicada a profesiones “liberales” —
abogados, periodistas, doctores, etc.[4] Los intelectuales, según Schumpeter, también carecen del
conocimiento práctico que brinda la experiencia, y que, a diferencia de cualquier otro individuo activo que
se siente y se sabe inmerso en el proceso social, el intelectual se ubica en una posición de “observador
crítico” casi externo a la sociedad.
Schumpeter rescata un aspecto clave del intelectual, que lo diferencia del agitador revolucionario, y es
que «al intelectual típico no le agradaba la idea de la hoguera, que todavía aguardaba al hereje. Por regla
general, le satisfacían mucho más los honores y el bienestar».[5] Y aquí es donde sale a relucir su función
social. Así como podemos atribuir al líder redistribuidor la búsqueda de reputación y confianza en la
comunidad como objetivo a maximizar, o al político el tamaño y extensión de su aparato burocrático, el
intelectual muestra una tendencia a maximizar la influencia y difusión de su propia opinión y el prestigio
que esto conlleva. Es el Estado, justamente, el que, en palabras de Rothbard, «está dispuesto a ofrecerle
a los intelectuales una posición permanente dentro del aparato estatal y, por lo tanto, renta segura y la
panoplia del prestigio».[6]
Tanto Schumpeter como Rothbard atribuyen un papel muy similar a los intelectuales en la estructura de
poder. Según el primero, «rara vez entran en la política profesional y más rara vez todavía llegan a ocupar
puestos de responsabilidad. Pero forman los estados mayores de los bureaus políticos, escriben los
panfletos y discursos de partido, actúan como secretarios y asesores, crean la reputación periodística del
político individual».[7] Por su parte, Rothbard cita como ejemplos paradigmáticos de los lugares que
ocupan los intelectuales en la sociedad, aquellos profesores de la Universidad de Berlín durante el siglo
XIX de formar la “guardia intelectual de la Casa de Hohenzollern” o la notable labor de los historiadores
oficiales, encargados de diseñar una interpretación de la historia acorde a los intereses de la clase
dominante. La participación de los intelectuales llega al punto de diseñar todo tipo de políticas
intervencionistas que, en nombre de un constructivismo extremo, el benevolente déspota deberá llevar a
cabo, y que, de hecho, suele emprender más allá de lo que argumenten:
[su_quote]Los intelectuales occidentalizados han estado detrás de las políticas de planificación de las
últimas décadas en el sur de Asia, las cuales en la India, Indonesia y Birmania han sido causa de muchas
privaciones evitables a la gente más pobre. Estas políticas han incluido medidas tan corrientes como la
desviación a gran escala de recursos hacia costosos proyectos de prestigio; el descuido de la agricultura;
la restricción de suministros de bienes de consumo baratos; el fomento de la inflación; la introducción y
actuación de controles, con las consiguientes ganancias, enormes e inesperadas de los titulares de
licencias; y en Birmania la onerosa tributación especial de los agricultores.[8][/su_quote]
Los intelectuales coquetean tarde o temprano con el poder estatal, dado que su objetivo no es la
búsqueda de la verdad o el análisis coherente de la realidad —y esto lo que lo diferencia del científico—,
sino la búsqueda del prestigio y la difusión de su propia opinión personal de la sociedad. No es extraño,
por ello, que en su desprecio por el mundo práctico y la labor manual, tiendan a una idealización burda de
la figura de liderazgo que encarna el Estado, y aquí entra en juego la teoría hayekiana de la “fatal
arrogancia” del constructivismo. Los intelectuales, al situarse como observadores críticos externos de los
procesos sociales, al ponderar la especulación filosófica y el ejercicio mental por sobre el esfuerzo de los
músculos y la vida activa, y al poseer una marcada ambición por el prestigio social, caen en lo que Hayek
llamaba “constructivismo”: la creencia —expresión más radical del idealismo— de que la sociedad y sus
instituciones, e incluso las conductas de los individuos, pueden ser manipulados y alterados a voluntad,
en pos de alcanzar determinado objetivo social, por lo general la construcción de una sociedad “justa” o
“ideal”.[9] Bajo estos factores, la alianza entre el Estado y los intelectuales es obvia y predecible.

La educación estatal en la historia


En segundo lugar, hay que tener en cuenta la formación y función de los establecimientos educativos
estatales. El surgimiento de la educación estatal puede decirse que fue principalmente auspiciada por los
intelectuales que establecieron íntimos lazos con el poder desde la Antigüedad, sustituyendo la educación
libre que las comunidades solían darse a sí mismas por una educación centralizada y, en un principio,
elitista, es decir, dirigida exclusivamente a los miembros de la clase dominante. Lo que aquí llamo
educación libre no es más que el famoso proceso de “socialización” al que suelen aludir los
sociólogos.[10] Sin embargo, me atrevo a afirmar, en contraposición a éstos, que el proceso de
socialización libre y espontáneo ha sido interrumpido y distorsionado por la aparición de la educación
estatal y su llegada a las masas. Como describe el profesor argentino Aníbal Ponce, en las comunidades
primitivas en las que todavía no se había instaurado el principio jerárquico de autoridad existían
mecanismos de educación e integración de los niños y jóvenes totalmente espontáneos, que no
necesitaban de una dirección centralizada:
[su_quote]La educación no estaba confiada a nadie en especial, sino a la vigilancia difusa del ambiente.
Gracias a una insensible y espontánea asimilación de su contorno, el niño se iba conformando poco a
poco dentro de los moldes reverenciados por el grupo. La diaria convivencia con el adulto le introducía en
las creencias y las prácticas que su medio social tenía por mejores. […] En el lenguaje grato a los
educadores de hoy, diríamos que en las comunidades primitivas la enseñanza era la vida por medio de la
vida: para aprender a manejar el arco, el niño cazaba; para aprender a guiar una piragua, navegaba. Los
niños se educaban participando en las funciones de la colectividad.[11][/su_quote]
Ante este fenómeno, tan acorde al enfoque de hayekiano del orden espontáneo, Ponce se pregunta: «Si
no existía ningún mecanismo educativo especial, ninguna “escuela” que imprimiera a los niños una
mentalidad social uniforme, ¿en virtud de qué la anarquía de la infancia se trasformaba en la disciplina de
la madurez?».[12] La respuesta, en términos marxistas, es que, dado que la sociedad no se hallaba
dividida en clases, los mecanismos ideológicos de legitimación de la clase dominante mediante una
dirección central no tendrían razón de ser, y, mediante la libre proliferación de medios de enseñanza se
produce, tal y como describiera Menger, una competencia institucional que espontáneamente genera
formas ordenadas y eficientes de métodos educativos.
La supuesta necesidad de una educación centralizada y uniforme es, en realidad, una invención de la
clase dominante con el objetivo de mantener y sostener indefinidamente su explotación, y no una
necesidad “social” descubierta colectivamente y sancionada por la “voluntad general”. Como explica
Ponce en su obra, a lo largo de la historia las instituciones educativas fundadas por el Estado no han
tenido otro fin que legitimar la explotación de la clase dominante.
Así, en la Esparta de la Grecia Antigua, que presentaba una fuerte división clasista entre una aristocracia
guerrera que monopolizaba la tierra, y el resto de la población dominada, compuesta por ilotas esclavos y
los periecos que disponían de algunas libertades económicas pero no cívicas; se presentaba también una
diferencia enorme entre la educación que recibía cada estamento. Los integrantes de la clase aristocrática
guerrera eran sometidos a una instrucción militar extrema desde los siete años basada principalmente en
la educación física, con el objetivo de formar soldados capaces de mandar y dirigir, y dotados de un
patriotismo totalitario y desprovisto de piedad.[13] Los historiadores suelen detenerse en este punto, como
si con la mera descripción de la educación que recibía la clase dominante quedara clarificada la cuestión.
Pero lo cierto es que el Estado imponía un sistema educativo muy distinto a las clases dominadas —
tendencia que se mantendría hasta la implementación de la educación masificada a partir del siglo XIX.
[su_quote]Recelosos del número y de la rebeldía de los ilotas, los nobles no les permitían la menor
gimnasia, y con el pretexto de mostrar a sus propios hijos lo abominable de la embriaguez, obligaban a
los ilotas a beber en exceso y, una vez alcoholizados, los hacían desfilar en los banquetes… no contentos
con subrayar las diferencias de la educación según las clases, se esforzaban, además, por mantener a
los esclavos en la sumisión y el embrutecimiento, mediante el terror y la embriaguez.[14][/su_quote]
El alabado sistema de pensamiento de Atenas, por su parte, no mantenía diferencias sustanciales con la
militarizada Esparta. La clase dominante recibía una educación que otorgaba un valor muy importante al
trabajo físico y al deporte, mientras los esclavos y demás estamentos inferiores recibían una educación
totalmente distinta. El ciudadano ateniense veía con desprecio todo tipo de trabajo manual y artes
mecánicas, punto de vista que Aristóteles se encargó de difundir en sus obras. Se ha dicho que en Atenas
la educación era libre y corría a cargo de los particulares, pero lo cierto es que «el Estado reglamentaba el
tipo de educación que el niño debía recibir en la familia y en las escuelas particulares; que una ordenanza
de policía cuidaba en las escuelas la moderación y la decencia; que un magistrado llamado Sofronista
vigilaba en las reuniones de los jóvenes el respeto por las conveniencias sociales; que el Areópago,
además, no los perdía de vista un solo instante y que, por encima de todos, celoso y terrible, el Arconte-
rey —de quien ha dicho Renan que desempeñaba las funciones de un inquisidor— espiaba la menor
infracción al orden y a las leyes, a la religión y a la moral».[15] Es decir, existía, tal y como existe hoy,
“libertad” de enseñanza pero no libertad de doctrinas. El Estado ateniense, por ejemplo, prohibía la
entrada a los gimnasios de los niños que no habían cursado los estudios en las escuelas particulares,
cuya enseñanza controlaba y dirigía. Y como sólo eran elegibles para los cargos del gobierno quienes
hubieran pasado por la enseñanza del gimnasio, quienes no pudieran costearse la educación particular y
“libre” no formarían jamás parte del Estado. La escuela griega, dominada por el Estado y dirigida
únicamente a los integrantes de la clase dominante, a costa del embrutecimiento de los demás
estamentos, dedicaba gran parte de su atención a formar líderes políticos, hombres capaces de gobernar
y de hacer un uso fructífero de la oratoria y la retórica.
En este punto Atenas y Roma tuvieron mucho en común. En ésta última eran los retores los encargados
de enseñar a los futuros gobernantes el arte de la oratoria y la argumentación, y con el tiempo se
convirtieron en verdaderos formadores de burócratas. La enseñanza, en Roma, estaba tan regulada como
en Grecia. El ludimagister era el maestro de enseñanza primaria particular destinada a las familias menos
ricas, pero que no estaba legalmente autorizado a cobrar por sus enseñanzas, por lo que dependía
fundamentalmente para vivir de los regalos que recibiera de sus alumnos y de algún que otro oficio que
pudiera desempeñar en su tiempo libre. Mientras, los retores brindaban un servicio educativo costosísimo
y digno de aristócratas, que sólo los ricos estaban en condiciones de pagar. De hecho, estos últimos
recibieron toda suerte de privilegios y exenciones impositivas gracias Nerón, de forma que la educación
de la clase dominante se viera felizmente estimulada; con Vespasiano los retores superiores incluso
comenzaron a recibir subsidios, y con Adriano la enseñanza superior terminó de ser casi totalmente
centralizada y provista por el Estado: es decir, las clases dominadas acabarían financiando, vía
impuestos, la educación de la clase dominante, mientras los educadores de los primeros apenas podían
sobrevivir. Por último, Teodosio y Valentiniano acabaron prohibiendo toda forma de enseñanza fuera de la
educación estatal.[16]
El sistema educativo que regiría durante la Edad Media es por demás conocido. La enseñanza a lo largo
de este período “oscuro” fue prácticamente vedada a la mayor parte de la sociedad realmente productiva,
mientras que la Iglesia, por su parte, descubría que «no podía llevar adelante su propia labor sin brindar
educación a sus adherentes y, en especial, a sus clérigos».[17] La Iglesia, por este motivo, se encargó de
restringir «la enseñanza dentro de los límites fijados por [sus] intereses y doctrinas».[18] Lo que sobrevino
a lo largo de siglos fue un verdadero estancamiento intelectual, donde el único fin de la educación estatal
era redescubrir y reinterpretar de acuerdo a la óptica eclesiástica los conocimientos de la Antigüedad.
Durante la Edad Media se produjo la misma separación entre la educación de la clase dominante y la
educación de la clase explotada: por un lado estaban las escuelas destinadas a la formación de futuros
monjes y otras destinadas a la instrucción de los campesinos y la plebe, en las cuales no se enseñaba a
escribir ni a leer, sino que se los familiarizaba con las doctrinas cristianas y se las mantenía en la
ignorancia. Por supuesto, durante el Renacimiento surgieron, impulsadas por el auge de la naciente
burguesía, las universidades de influencia racionalista, pero aún éstas estaban reservadas tan sólo a los
jóvenes de familias de alta fortuna, y que, es importante aclararlo, tampoco escaparon de la poderosa
mano de Iglesia, que no sólo introdujo sus contenidos religiosos sino que —con ayuda de reyes como
Federico I en el caso de la Universidad de Bolonia— las invistió de privilegios y ayudas.[19] Por su parte,
el joven noble, futuro señor feudal, se limitaba a una instrucción principalmente militar.

La educación estatal capitalista


Con la desintegración del feudalismo como sistema económico y la ascensión del capitalismo y la
formación de Estados cada vez más poderosos, se comenzó a gestar un proceso diferente, en el cual la
educación pasaba a estar completamente en manos del Estado, quien se encargaría de llevarla a las
masas. En un principio esta tendencia, contraria a la enseñanza típicamente clasista que he descrito
antes, respondía a la necesidad de todo un conjunto de Estados en rápida formación que buscaban
legitimarse ante la población como expresión de la “nacionalidad”, de la “cultura nacional” o la “unidad
popular”, frente a, por lo general, fuerzas extranjeras o “extranjerizantes”. La educación masificada es una
consecuencia de la formación del moderno Estado nacional.
[su_quote]Desde el punto de vista del Estado, la escuela presentaba otra ventaja fundamental: podía
enseñar a los niños a ser buenos súbditos y ciudadanos. Hasta el triunfo de la televisión, ningún medio de
propaganda podía compararse en eficacia con las aulas. […]
Así pues, los estados crearon, con celo y rapidez extraordinarios, «naciones», es decir, patriotismo
nacional y, al menos, para determinados objetivos, ciudadanos homogeneizados desde el punto de vista
lingüístico y administrativo. La República francesa convirtió a los campesinos en franceses. El reino de
Italia… desplegó todos sus esfuerzos, que se saldaron con éxito relativo, para «hacer italianos» a través
de la escuela y el servicio militar, después de «haber hecho Italia». En los Estados Unidos, el
conocimiento del inglés se convirtió en requisito para obtener la ciudadanía norteamericana y, desde
finales del decenio de 1880 se comenzó a introducir un auténtico culto en la nueva religión cívica —la
única permitida en una Constitución agnóstica— en forma de un ritual diario de homenaje a la bandera en
todas las escuelas norteamericanas.[20][/su_quote]
Pero la educación estatal bajo un sistema como el que se ha analizado, en el cual el Estado funciona
como una clase privilegiada que “compra” la legitimidad de algunos grupos de presión mediante la
redistribución de recursos recaudados, cumple una función más “economicista”: la socialización de los
costos de instrucción de todos los asalariados.
Durante el inicio de la Revolución Industrial, los capitalistas poseían la ventaja de una mano de obra
numerosa gracias a las expropiaciones campesinas, pero con una formación técnica nula o muy
rudimentaria en el mejor de los casos. Como señala Benjamin Coriat, a lo largo de todo el siglo XIX,
«resuena incesantemente el grito de los fabricantes en busca de obreros “hábiles” y “disciplinados”».[21]
Si bien hasta mediados de siglo fue posible mantener en desventaja a los trabajadores gracias a las leyes
que prohibían la emigración de la mano de obra, una vez que fueron derogadas[22] los proletarios no
tardaron en formar gremios de oficios que protegían la calidad de su trabajo y negociaban directamente
con los capitalistas, obteniendo progresivas mejoras en su calidad de vida. Para contrarrestar esto se
pusieron en práctica varios mecanismos: la educación pública masificada en la segunda mitad del siglo
XIX, para elevar el número de obreros calificados; y a principios del XX con el taylorismo, que organizaba
la producción de forma que el trabajo altamente calificado sea innecesario. Los conocidos estudios de
Michel Focault revelan cuán importante fue para las autoridades públicas la transformación del campesino
en un obrero industrial mediante las “instituciones de secuestro” —escuelas, hospitales, psiquiátricos, etc.
— en los albores del capitalismo:
[su_quote]Ya en las instancias de control que surgen en el siglo XIX el cuerpo adquiere una significación
totalmente diferente y deja de ser aquello que debe ser atormentado para convertirse en algo que ha de
ser formado, reformado, corregido, en un cuerpo que debe adquirir aptitudes, recibir ciertas cualidades,
calificarse como cuerpo capaz de trabajar. […] La primera función del secuestro era explotar el tiempo de
tal modo que el tiempo de los hombres, el vital, se transformase en tiempo de trabajo. La segunda función
consiste en hacer que el cuerpo de los hombres se convierta en fuerza de trabajo.[23][/su_quote]
El objetivo era transformar al hombre que había sido arrojado a la ciudad expulsado del campo, con toda
una cultura rural formada a través de siglos, en un ser susceptible de ser explotado, con un cuerpo de
conocimientos básicos, con un sentimiento de respeto por las figuras de autoridad, con un tiempo
biológico radicalmente distinto al típico de las jornadas agrarias, etc. La escuela actual tiene como fin,
además de legitimar la explotación de la clase política dominante, la formación de las masas para producir
una sobreoferta de mano de obra instruida y especializada y su consecuente abaratamiento. Más
actualmente, el Estado, mediante su enseñanza estatizada, socializa los costes de investigación y trabajo
científico. Las empresas que disfrutan de una mano de obra instruida e innovaciones científicas y
tecnológicas sin financiarlas directamente con su propio capital, son las principales beneficiadas. Nadie
más explícito, en este punto, que Domingo F. Sarmiento, el “padre del aula” argentino, que sentenciaba
que «¡Para manejar la barreta se necesita aprender a leer!», «¡Para manejar el arado se necesita saber
leer!».[24]
Sea bajo el modelo de división clasista de educación o bajo el modelo masificado de enseñanza estatista,
el Estado se asegura la reproducción de su ideología en la sociedad y la legitimación ideológica de la
misma.

La ideología como superestructura


Todo lo que se ha dicho en este capítulo está basado en la división entre dos tipos de educación: la
educación como “socialización” del individuo en la sociedad, y la educación formal o técnica, con miras a
la futura inserción del individuo en el mercado laboral. En tiempos modernos la educación estatal cobra
esta última forma, que tiene un efecto económico poderosísimo, y se la justifica como un elemento
necesario en la formación humana de la persona. Lo cierto es que la socialización del individuo ocurre
intervenga o no el Estado, es un proceso intrínseco de la vida en sociedad, y, de hecho, es la sociedad
misma la que construye espontáneamente herramientas culturales que ponen en marcha la socialización,
como el lenguaje, la moral, o el derecho consuetudinario. Querer hacer pasar la educación estatal, con
sus divisiones clasistas o sus más actuales “subvenciones” indirectas a las empresas mediante la
socialización indirecta de los costes de formación e instrucción de la mano de obra, es una muestra más
del alcance de la ideología dominante.
No obstante, es preciso remarcar el papel secundario que juega la ideología en los cambios sociales. Los
cambios sociales provienen principalmente de los cambios económicos, de las modificaciones en la
estructura económica de una sociedad y la explotación proveniente de su división en clases; los cambios
en el pensamiento de los hombres simplemente seguirán el curso de estos movimientos. Esto quiere decir
que los cambios en las ideas de los hombres y en las ideas que transmitan a su descendencia jamás
podrá impulsar cambios significativos en la estructura económica, mucho menos provocar una revolución
que trastoque los cimientos de la misma o permitir la llegada de una sociedad ideal. «No es la conciencia
la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia».[25] Las transformaciones en los
contenidos educativos y los sistemas educativos en general, sobretodo bajo la órbita del Estado,
solamente pondrán en evidencia cambios en las relaciones entre la clase productiva y la clase parasitaria.

[1]Esta última idea es, lo que considero, un análisis verdaderamente materialista, en coherencia en cierta
medida con lo que tanto Marx como Bakunin defendían.
[2]Friedrich Engels, [1880] Del socialismo utópico al socialismo científico, Buenos Aires: Ateneo, 1975 (p.
78).
[3]Joseph A. Schumpeter, [1945] Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona: Folio, 1996 (p. 198).
[4]Schumpeter remarca como hecho determinante que es el fracaso personal en estas profesiones o la
sobreoferta de trabajo en estos sectores los que generan un descontento e insatisfacción que llevan a
estos individuos a engrosar las filas de los intelectuales. Incluso afirma que este descontento provoca un
resentimiento inevitable contra el medio social imperante que no puede sino derivar en la “crítica social”
característica del intelectual. Esto mismo parece señalar Rothbard cuando afirma que «podemos afirmar
que el sustento de los intelectuales es un mercado libre nunca está demasiado seguro, pues estos deben
depender de los valores y elecciones de las masas de sus compatriotas y es precisamente característico
de las masas que generalmente están desinteresadas en los asuntos intelectuales». Murray Rothbard,
[1974] “Anatomía del Estado”, disponible en http://liberal-
venezolano.net/index.php/2005/08/05/anatomia_del_estado (accedido el 02/04/2014). En mi opinión, más
que un resentimiento honesto y comprometido en contra del sistema, la actividad de los intelectuales por
fuera de aquellas para las que han sido formados es simplemente la búsqueda de otras alternativas de
subsistencia. Buscan, en definitiva, “abrir” nuevos mercados para sus discursos.
[5] Joseph A. Schumpeter, Op. Cit. (p. 200).
[6] Murray Rothbard, Op. Cit.
[7] Joseph A. Schumpeter, Op. Cit. (p. 208).
[8]Peter T. Bauer, [1971] Crítica de la teoría del desarrollo, Buenos Aires: Orbis, 1983 (p. 283).
[9]Friedrich Hayek, [1970] Los errores del constructivismo, disponible en
http://www.hacer.org/pdf/rev29_hayek.pdf (accedido el 02/04/2014).
[10]Por “socialización” se entiende el proceso mediante el cual individuo interioriza los valores, normas y
formas culturales de percibir la realidad de la sociedad que lo rodea, permitiéndole adoptar pautas de
conducta que le faciliten una interacción plena y satisfactoria con sus semejantes.
[11] Ponce, Aníbal, [1934] Educación y lucha de clases, México: Editorial Latino Americana, 1978 (pp. 12-
13).
[12] Ponce, Aníbal, Ibíd. (p. 14).
[13]Henri-Irénée Marrou, [1948] Historia de la educación en la Antigüedad, Buenos Aires: Eudeba, 1965
(pp. 26-27).
[14]Aníbal Ponce, Op. Cit. (pp. 39-40).
[15]Aníbal Ponce, Ibíd. (p. 49).
[16]Aníbal Ponce, Ibíd. (pp. 75-84).
[17] William Boyd y Edmund King, [1921] Historia de la educación, Buenos Aires: Huemul, 1977 (pp. 93-
94).
[18] William Boyd y Edmund King, Ibíd. (p. 94)
[19]Aníbal Ponce, Op. Cit. (p. 110).
[20]Eric Hobsbawm, [1987] La era del Imperio, 1875-1914, Buenos Aires: Crítica, 1998 (p. 160).
[21]Benjamin Coriat,[1994] El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la
producción en masa, Madrid: Siglo XXI, 1998 (p. 8).
[22]Coriat dice al respecto: «Una a una son abolidas en Europa las leyes que prohibían la emigración
(incluso a los artesanos y obreros especializados): 1825 y 1827 en Inglaterra, 1848 en Alemania, pronto
seguida por Escandinavia, a medida que las insurrecciones obreras convencen a las clases dirigentes de
que es preferible dejar emigrar a los insurrectos, a afrontar el riesgo de que reconstruyan sus focos
rebeldes». Benjamin Coriat, Ibíd. (p 26).
[23]Michel Foucault, [1976] La verdad y las formas jurídicas, México: Octaedro, 2003 (p. 100).
[24]Citado por Aníbal Ponce, Op. Cit. (p. 162).
[25]Karl Marx y Friedrich Engels, [1846] La ideología alemana, disponible en
<http://www.marxists.org/espanol/m-e/1846/ideoalemana/index.htm> (accedido el 02/04/2014).

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