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RES Rassial, Jean-Jacques (1999). El pasaje adolescente.

De la familia al vínculo
social. Barcelona: El Serbal.

Es primero desde el vacío del ser, la vanidad de la Ley y la vacuidad del saber que se inicia ese
tiempo de recapitulación y de inauguración.

El encuentro del adolescente y, según una trivialidad clínica, la


puesta en juego de su abandono de lo escolar exigen esta interrogación sobre
el estatuto del saber, en el doble sentido de cuerpo de conocimiento y
de modo de construcción de esos conocimientos. En la separación entre lo
que se busca y lo que se encuentra, lo que ya se sabe y el uso de ese saber,
se mide una división, doble, del saber, que destruye la esperanza de agotar
por la vía racional la verdad sin efectuar un salto que amenace nuestra propia
unidad.

este período
de crisis, de movimiento, sería poco propicio al trabajo de retorno -a posteriori-
del sujeto sobre su propia historia, indica quizás una resistencia de
los analistas, puesto que la adolescencia es menos una crisis única que una
crisis ejemplar, que el adulto parece querer olvidar para subrayar la barrera
ilusoria que lo separaría del niño

Una teoría de la
adolescencia no es posible más que si el analista acepta exponerse al límite
del discurso analítico, en el sentido en que su posición, con el adolescente,
10 lleva sin cesar al riesgo del discurso filosófico.

el adolescente reivindica el derecho al «dinero de bolsillo


», excedente casi vestimentario, sin otro sentido que el derroche, porque,
no creyendo más en el intercambio que en el regalo, él sabe -y lo usa
. en su relación con los otros- que si el dinero circula, es para que el sujeto
permanezca en su lugar. Intentando subvertir la economía política, aquellos
que «se marchan» o viven «al margen» denuncian paradójicamente el juego
de la circulación: ellos circulan realmente en lugar del dinero. Entre dos
leyes (el niño juega/el adulto trabaja), la adolescencia es el momento de una
tentación nomádica que responde al anonimato de la circulación financiera.
La fuga es no sólo ruptura intempestiva del cuadro familiar, sino sobre
todo crítica de la parodia económica, búsqueda de un lugar, de un no-lugar
(la América de Kafka) en donde sea posible, según la fórmula de Winnicott,
«sentirse real».

4. Si las sociedades fundadas sobre la transmisión oral preservaban, en


los ritos iniciáticos, el espacio potencial de ese no-lugar de la adolescencia,
en la actualidad, la violación necesaria de las leyes, única figura de un pasaje
en el in,tervalo legal, no puede ser sublimada sino bajo dos modos
eventualmente complementarios: la construcción imaginaria de un «prehistórico
» o de un «pos-histórico», y el acto de violencia real contra los
representantes actuales de la ley. Es porque entonces se ve que, aun sin fundamento,
el discurso social mantiene (el poder), porque pone orden produciendo
sentido, y es por eso que la anarquía, bajo la forma suave de la
ecología, o dura del terrorismo, es el síntoma social de la adolesce71cia.
el adolescente descubre, en un segundo tiempo, que ese padre que se le parece es mortal
el padre deja de ser el representante unico del orden simbólico
El padre (caído) es designado, al mismo título que el
hijo, como eslabón en la cadena de las generaciones, garante provisorio y parcial
de la pemanencia del Nombre en la cadena de los significantes.

la descendenciagenealógica-dado que la semejanza introduce la dimensión


infinita del tiempo-, está en juego para el adolescente; y los abuelos, por su
equivalencia lógi.a.a..los padres, pueden ser invocados como puntQ,de.""",de
la estructura familiar trianguhU".que
el padre tenga un padre prohíbe designarlo en el origen simbólico. Es sin duda
la razón de que la cuestión de Dios se plantee de nuevo al adolescente.
La sexualidad
genital, en tanto que ella ordena a la vez una identificación sexual y
una diferenciación de las generaciones, provoca una urgencia de puesta en
acto de la subjetividad, que sutura el hiato entre repetición y reproducción,
hiato en el que se despliega la pulsión de muerte.
El comportamiento paradójico de los adolescentes, sus aparentes contradicciones,
no se conciben sino como «ensayos». Tentativas de repetir, por
medio del suicidio, el ciclo real, sin tener el tiempo de inscribirse en el circuito
simbólico de la reproducción.
en el pasaje entre el auto-erotismo del niño y la relación de objeto del
adulto, la adolescencia es el momento privilegiado de una puesta en acto del
lenguaje en la escritura, sin palabra y sin parangón, al margen de libro y lectura.
Diarios y poemas, a la inversa del Libro, en tanto que objeto de la tradición,
son los medios de la iniciación del adolescente a la carta de amor.

En la adolescencia se opera un desplazamiento del campo pulsional:


por una paite, el sujeto detecta en su propio cuerpo los objetos parciales equivalentes
a los del campo del Otro, y, ((desbordado)), reivindica este crecimiento,
esta excrecencia, por medio de la apropiación de objetos que tienen
función de fetiches (afeitadora, sujetador); por otra parte, el cuerpo del
otro entra en escena como un objeto hacia el que afluyen los juicios estéticos,
lo que produce un retorno del narcisismo, en la oscilación entre la afirmación
de unicidad, de originalidad, y la exigencia de ser reconocido como
semej~nte a los otros. De hecho, la jerarquía significante está para el adolescente
menos entre la madurez genital y los signos llamados secundarios,
que entre lo que deja que perciban lós otros y Jo que permanece oculto.

la única posición que él acepta del


adulto es la de Sócrates, maestro y pederasta, al revés del analista. Sócrates, el
que no escribe, comparte, en el sentido mayéutico, la Verdad, en el don de
lo que él no tiene a sus discípulos, a quienes no engaña porque los ama. En
la relación transferencial, el analista es sin cesar tironeado hacia este lugar,
si acepta la interrogación sobre los fundamentos del ser y de la letra, y no
se refugia ni detrás de su «madurez» ni detrás de un saber con función doctrinal.
Únicamente si el analista admite que esta crisis es esencial y sin respuesta,
puede, cuestionando, autorizar el análisis de un adolescente.

Las crisis a las cuales


se confronta el denominado «joven» analista ¿no lo interrogan sin cesar sobre
esta crisis, ejemplar, de la adolescencia? Y si, en el marco de la sesión, el
analista logra no caer en otros discursos, ¿no es porque queda algo de ese
momento de interrogaciones sobre los fundamentos? ¿No hay encuentro
entre la experiencia del des-ser para el analista y esa zona confusa e inquietante
que Wmnicott describe como paso de la adolescencia?

El drama de la adolescencia no es el de la ignorancia. Por el contrario, son


el saber en exceso, mal reprimido, y el retorno brutal después de algunos años
vanos para elaborar su olvido, los que agitan a ese joven y perturban su entorno.

Pero si ese saber aparece bajo un aspecto en el peor de los casos catastrófico,
en el mejor, insolente, es porque es saber de los límites, saber de
la incongruencia de la promesa edípica, de lo intempestivo de la cuestión del
ser, de la incompletud de la ciencia propuesta como saber ideal, de la incoherencia
de los discursos socialmente dominantes.

después del Edipo, la adolescencia es el segundo encuentro verdadero


de los límites a una omnipotencia infantil artificialmente mantenida
durante la fase de latencia. el adolescente se confronta, y confronta
a los otros,

Sólo se comprenden las conductas más patológicas del adolescente al considerarlas


como búsqueda de una nueva virtud. Antes que cualquier teoría
del super-yo adolescente es conveniente observar tanto las manipulaciones
dcllenguaje como la agitación psicopática en su función socializante, ensayo
de un nuevo· lazo social que haga fracasar los límites impuestos a los jóvenes. en la mayoría de los casos se
constataque no hay necesidad de ni nguna intervención, incluso que es necesario
que no se produzca ninguna intervención para que esas conductas
desaparezcan con la edad.

Ni completamente niño ni completamente


adulto, por su estatuto social entre minoría y mayoría de edad, el
adolescente tiene con frecuencia tendencia a generalizar este estado de «no
por completo», hasta dar un estilo a las patologías específicas de este período:
ni por completo hombre, rri-pur completo mujer, lo que lo acercará a la
perversión; ni por completo vivo, ni por completo muerto, lo que marcará
la particularidad de su tendencia depresiva; o aun: ni por completo sano, ni
por completo enfermo, lo que ordenará la histeria de su queja.

sitúa y designa al sujeto, lo marca y 10 sostiene: el apellido, que


le permite ser contado entre aquellos de su generación, como el nombre le
permite ser distinguido en la cadena de las generaciones. Todo adolescente,
en una recapitulación, debe si no rehacer, al menos dar un nuevo sentido
a todas esas apropiaciones: el mutismo de algunos, pero también el gusto
por lo literario (desde la carta de amor al diario íntimo) yel uso de
sobrenombres, dan testimonio de ello.

hay separación entre aquellos que lo comprenden y están vinculados


entre sí por una complicidad, y aquellos que son excluidos o se excluyen.

desafiar a una lengua, tal


como se la enseña en particular en la escuela y que parece alienante, con una
tentativa de subversión.

son la distribución de los otros, la calidad


del Otro, los que serán evaluados en el apóstrofe, no lo que él dice sino
que lo dice en un mismo lenguaje.
los casos-límite como los de los
adolescentes, nos plantean, en cada encuentro y en conjunto, cuestiones de
tres órdenes: ético~ práctico y clínico. Son numerosos los analistas que han
constatado la proximidad fenomenológica entre los casos-límite y las patologías
adolescentes.

Utilizaré la metáfora de la «avería»: de ese modo podría traducirse el término


de breakdown, según uno de los sentidos de la palabra inglesa y en con o

tra de la traducción habitual de «ruptura en el desarrollo».


El sujeto en estado-límite tiene una avería, en su pensamiento y en sus
cargas, peró también en las diferenciaciones estructuran tes entre el discurso
y la acciÓn, lo objetivo y lo subjetivo, el pequeño otro y el gran Otro, entre
el pasado, el presente y el futuro, lo familiar y lo social, etc.

desde el punto de vista ético, en todos los niveles en los que


se juegan diferencias dinámicas hay avería de la consciencia. Las distinciones
entre placer y displacer, bueno y malo, bien y mal, han perdido todo su
valor.

lo que permite articular esta patología a la del adolescente,


de cualquier adolescente, comprometido o no en esta víé> mórbida:

De la identificación restringida o familiar


a la identificación general en lo social hay un hiato que exige del
sujeto una operación de múltiples caras,
el adolescente probará la eficacia del
Nombre-del-Padre, más allá de la metáfora paterna, para poner orden en la
lengua que él habita y por la que es habitado
En la adolescencia, esta metáfora pierde su valor por una descalificación
del padre y de la familia que encarnará imaginariamente al Otro, el cual se
escribirá, por ejemplo, el Adulto.
El sujeto se ve confrontado por un tiempo a la desesperación de la vacuidad del lugar del
Otro, hasta que, gracias al efecto del cambio del síntoma, él encuentra en sus
vicisitudes una nueva encarnación imaginaria del Otro en el Otro sexo. Esta
descalificación de los padres es, en tanto tal, un momento estructurante.

Momento fecundo de una operación inventiva en la que el sujeto debe~


autorizarse por sí mismo, es decir, en varias direcciones, entre las cuales, po~
ejemplo, la elección de un oficio del que hacer profesión, que le dé un nom·
bre, y volver a fundar su identidad sobre la huella, desplazada, de la primera
inscripción. Operación de validación, pero que también puede ser de in- '
validación de la primera operación de inscripción o de forclusión del
Nombre-del-Padre, y que puede quizás marcar cambios de estructura; POy
ejemplo, cuando el discurso del amo que rige el vínculo social es antinómico
al discurso del padre que regía el lazo familiar
durante un tiempo máS
o menos largo, más o menos posible, momento de incertidumbre y quizáS
de locura, el Otro, el lugar del Otro, queda vacío, lo que se marca de maner~
privilegiada por un replanteo de los valores que han perdido sus fundamentos
":'«¿de qué sirve que yo exista!»-, por una depresión que se verá
por ejemplo, en la enUl1ciación, que la situación del sujeto es «de mierda»
incluso por una exaltación maníaca que lo comprometerá en la esperanza.
rápidamente frustrada, de reencontrar una libertad infantil ilusoria, lo que'
organiza tanto ciertas psicopatías como ciertas toxicomanías.
Es allí donde se sitúa el sujeto en estado límite, detenido ante la dificultad
de una validación, por las más diversas razones, porque tanto puede tratarse
de evitar validar una forclusión, y por lo tanto continuar escapando al des·
tino psicótico, que de ser neuróticamente impotente para franquear esta
emancipación de la metáfora paterna, drama en particular de ciertos hijo~
• de médico o de profesor, al quedar el saber del padre fuera dé alcance. Has·
ta el punto de que es posible -y es en ese caso que convendrá hacer el diagnóstico
de estado límite- que esta validación retrasada, convertida en im·
posible, sea afectada, ella también, después de pasado un cierto tiempo, por
una forclusión.
el afecto dominante, pero también dinámico, en la cura, no es la
angustia sino la depresión, a condición de que sea reconocida corno auténtica,
es decir, que contenga, además de sus efectos mórbidos, las condiciones
de un verdadero relanzamiento de la subjetividad. Es, por otra parte, la
anteposición de esta depresión la que puede suspender la actuación del sujeto,
la cual se concebirá entonces no como pasaje al acto ni como actingout,
sino corno agitación en la que se reconoce la esterilidad. Sin duda es necesario
agregar que, dell~do del analista, es la aptitud para soportar la
depresión, la que da la particular competencia para seguir a ciertos sujetos
en su deriva y escuchar allí una verdad de cada uno.

Originalmente, la rent;mcia al ins~


tinto es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a
satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renuncia,
se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir
ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el
miedo al super-yo. Aquí no basta lá renuncia a la satisfacción de los instintos,
pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el
super-y(}lo.'
Esta intransigencia moral del adolescente debe entenderse en dos sentidos:
por una parte, en el rechazo a transigir sometiendo la exigencia del goce
a las coerciones de la realidad, sometiendo su acceso a un ser prometido a
la repetición de una castración simbólica que ya no está encubierta por una
reparación imaginaria, razón para movilizar todas las fallas narcisísticas antiguas;
por otra parte, en el rechazo de toda nueva transición que le seria propuesta
o impuesta como necesaria para el cumplimiento de una promesa en
la que él ya casi no cree.

Si la pubertad trastorna primero la imagen del cuerpo construida en la infancia,


y que deberá ser reconstruida, genitalizada, es decir, no sostenida ya
por la mirada y la voz de la madre y el falo paterno, sino comprometida en
la relación con el otro sexo, es en el mismo movimiento que se impone la reorganización de los ideales.
los padres ya no sostienen el yo ideal; en efecto, este apoyo parental-«puedes hacerlo, puesto
que yo te acompaño>)- vacila ante este nuevo encuentro con el Otro, y la angustia,
con frecuencia fóbica, retorna incidental o masivamente. En segundo
lugar, el adulto, o más bien el Adulto (con una gran A) ya no constituye un ideal
del yo válido, una figura simbólica de un modo de existencia.
dos lazos de parentesco importantes
para el adolescente: el lazo fraternal y la relación con los abuelos
entre los estatutos de madre y de padre
no sólo hay una diferencia, anclada en lo biológico de la diferencia sexual,
sino una divergencia de valor: así, el vínculo de la madre con el hijo
es primero real-el hijo es un pedazo despegado del cuerpo de la madre, por
lo tanto imaginario, es la madre quien sostendrá para el hijo la construcción
del mundo exterior y de su yo corporal-, mientras que el vínculo del padre
con el niño, vínculo que, para existir, debe ser propuesto, introducido y
sostenido imaginariamente por la madre, es un vínculo primero simbólico,
35. La palabra "parents» tiene cierta ambigüedad en francés, puesto que puede significar tanto
padres como parientes. Nota de la traductora.
761WEAL ADOLESCENTE
hasta el punto de que Freud podía afirmar que el padre era siempre un padre
adoptivo.36
Pero, aun si a veces el adolescente puede jugar con esta divergencia, tendrá
a menudo tendencia a evocar a los padres como un todo, incluso como
a ese «padre combinado» que reúne los atributos de los dos sexos, que Mélanie
KIein describe como figura fantasmática en el niño pequeño. Y cuando
hable de los «adultos», ya sea bajo un modo perseguido/perseguidor,
despectivo o reivindicativo, descuidará con más frecuencia la diferencia sexual.
Para expresarlo de otro modo, si hay reactivación del edipo en la adolescencia,
el acento no deberá colocarse primero sobre la distinción y la
distribución de los sexos y los roles sexuales, sino sobre la diferenciación de
las generaciones.
En efecto, para el niño, la prohibición del incesto, generalizada
en un plazo necesario para el-ejercicio -prometido para más tarde-
de su sexualidad, se legitima a partir de una diferencia entre los «pequeños
» y lós «mayores», de modo que los padres son remitidos al mundo
de los adultos, idealizado, y cuya lógica s~ría distinta que la de la infancia.
El adolescente, convirtiéndose entonces él mismo en un adulto, debe reformularse
de otro modo esta prohibición, distinguir a sus padres de los otros
adultos y plantear verdaderas preguntas: ¿qué es lo que, ahora que soy «mayon>,
que me parezco, por mis atributos, al padre del mismo sexo, sostiene
aún esta prohibición? ¿Qué es un adulto, si no un padre o alguien que representa
a los padres?
¿qué es lo que, de la adolescencia de los hijos, está en juego
para los padres? Y doy inmediatamente una respuesta: un cambio de lugar.
Ser padre no es una cualidad intrínseca del ser humano, a partir del momento
en que éste ha asegurado su función de reproducción (se puede
abandonar a los hijos); es primero una función, luego una posición ocupada
en relación a otro sujeto y modificada, incluso trastornada, cuando
este otro sujeto, se transforma de niño en adolescente y luego en adulto. No
es lo mismo ser padre de un hijo y transformarse en padre de un adulto, La adolescencia de los hijos, que para
ellos es una crisis, será también crisis,
una crisis necesaria, para la organización familiar, obligando a los padres,
como personas, a reinventar su lugar, ya sea en relación con otros
miembros de la familia, con su cónyuge, con sus propios ascendientes, o en
relación a ellos mismos. En efecto, les será necesario apoyarse sobre su cualidad
de hombre y de mujer, sin poder contentarse -incluso refugiarse detrás-
de su posición de padre.
Así, la célebre fórmula: «Permanecemos juntos por los niños» pierde
todo valor, si es que tenía alguno, yel peso de los otros investimientos distintos
de los parentales, comprendido el conyugal, será puesto en cuestión.
Los padres deben ento.'lces separarse de lo que parecía una parte de ellos mismos,
deben efectuar ellos también un trabajo de duelo
El adolescente se ve confrontado a la separación entre la realidad de sus
padres, que él comienza a percibir como sujetos cualesquiera, con sus conflictos,
sus límites, sus deseos, y los padres ideales o idealizados en la infancia
que durante un tiempo han encarnado ese estatuto de adulto prometido
para más tarde. Por su parte, él resolverá ese hiato por medio de la
eventual invención de una novela familiar, soñando un origen fabuloso, o
bien por la denuncia repetida de esos padres decepcionantes que no responden
jamás como es necesario a sus reivindicaciones. Del
lado parental, eso se traduce por la insistencia repetitiva de un «no olvides
que yo soy siempre tu padre, o tu madre», en el momento en que ellos mismos
se encuentran en la incertidumbre de su propia posición.
los padres del adolescente, a causa de lo que su hijo proyecta
en ellos, son conducidos a interrogar a sus propios padres fantaseados, a
cuestionar la idea misma de lo que es ser padre .
LO QUE SON LOS PADRES PARA EL ADOLESCENTE
El primer efecto de la pubertad es que e! cuerpo de! niño se transfo~ma en
un cuerpo de adulto. He examinado las múltiples consecuencias de ese cambio
de la imagen del cuerpo: por una parte, para el adolescente, lo que llamarnos
los signos secundarios (el cambio de voz, la pilosidad, el crecimiento
de los senos, etc.) son tanto o más importantes que la madurez de los órganos
genitales, strido sensu; por otra parte, el adolescente debe entonces efectuar
un trabajo de apropiación o más bien, de reapropiación de la imagen
del cuerpo tal como se había construido en la primera infancia alrededor de
la época llamada del estadio del espejo, según los procesos bien descritos por
Fran~oise Dolto. En efecto, lo que en la adolescencia garantiza esta imagen
del cuerpo, ya no son la mirada y la voz de los padres, en particular de la madre,
sino lo que verán y dirán los semejantes del adolescente y, sobre todo,
las eventuales parejas del otro sexo.
Pero hay que subrayar que ese cuerpo se parecerá en adelante al del
adulto del mismo sexo, que adquirirá esos atributos que hace poco diferenciaban
a los padres y, momento esencial, que él será tan grande, quizás
más grande, de estatura. Con frecuencia se olvida cómo el mundo del niño
está regido y orientado por el hecho de que él debe levantar sin cesar la cabeza
para mirar la cara de los adultos, desde el momento en que comenzó
a tenerse en pie. El mundo socializado, con excepción quizás de la escuela,
está concebido a la medida del adulto yel niño debe mirar hacia arriba permanentemente.
Todo lo que implica la mirada hacia lo alto, hacia el cielo,
hacia Dios, a quien se imagina más grande o más alto, es sin duda un resto
nostálgico de esta posición infantil; al menos, con respecto a Dios, si él
existe, podemos permanecer niños. Pero ocurre que, sin alcanzar esta sublimación
de lo infantil a la que un adolescente debe renunciar, la constatación
de «convertirse en más grande que los padres» tenga un efecto catastrófico
para algunos.
En un primer tiempo, la pubertad puede ser vivida por el adolescente
como una falta, incluso como una enfermedad, cuyos signos serían, para la
niña, el sangrado de las reglas, y para el niño, las erecciones espontáneas y
las poluciones nocturnas. Pero, por el hecho de esta semejanza, también
será vivida, con frecuencia en un segundo tiempo, como una competición
con los padres: en efecto, cuando el adolescente se apropia de los atributos
del adulto, por una parte sus atributos ya no aseguran a los padres un' suplemento
del ser, un poder de más, y a partir de allí él se opondrá a toda autoridad
que ya no se apoye sobre esta diferencia corporal; por otra parte, esta
apropiación está próxima a una competición con el padre del mismo sexo,
o puede ser concebida de ese modo. Se ven numerosas relaciones entre padres
y adolescentes tropezar con ese conflicto, consciente o inconsciente, y
agitado por cada uno de los cónyuges: ¿quién es ahora el más fuerte? ¿Quién
es ahora la más bella? Lo que se pone en juego es el envejecimiento y la
muerte de los padres.
Si el niño crece, es también que los padres envejecen, y si él toma posición
de adulto, los desaloja un poco para empujarlos hacia la vejez. Y esto
algunos lo soportan mal.
Ese carácter decepcionante de los padres que, en definitiva, no están
hechos de otra materia que los hijos y ya no pueden ser los referentes últimos,
ideales, infalibles, tendrá dos consecuencias: primeramente, modificará
de forma radical la relación del adolescente con sus padres, el alcance y el
estilo de sus demandas, de sus quejas, de sus reivindicaciones; en segundo
LOS PADRES DEL ADOLESCENTEI 81
término, volverá a plantear la cuestión de un Otro corno referente último
. que esta vez sea infalible y pueda garantizar con eficacia y de forma duradera
al adolescente su identidad, lo que implicará tanto la eventual nueva
religiosidad en la búsqueda de un Dios que ocupe este lugar desierto, corno
la espera o la búsqueda de un amor, de un gran amor distinto al parental,
es decir, ordenado por el acceso del adolescente a la genitalidad.
otra consecuencia de la pubertad: no sólo el adolescente
se convierte en un adulto, sino -yeso no es para nada la misma cosa,
puesto que afecta a lo simbólico y no sólo a lo imaginaricr- que se convertirá
potencialmente en un padre o una madre. No sólo los padres son cuestionados
como adultos, sino que lo son también como representantes privilegiados
de la paternidad y la maternidad. Ser padre o madre ya no es una cualidad;
vemos a veces a los padres mismos llamarse entre ellos «papá, mamá»,
olvidar su masculinidad y su feminidad detrás de su paternidad; ser padre o
madre es una función provisoriamente asegurada, socialmente sostenida.
Por un lado, la cadena
se remonta a los abuelos, luego a los ancestros, y sabernos en qué medida los
adolescentes, además de la invención de una eventual novela familiar, sentirán
el gusto, incluso la pasión, por la genealogía y la historia, y cómo podrán
apelar a los abuelos, quienes la mayor parte del tiempo encuentran en
ello cierto interés, si no para oponerse a los padres, al menos para remitirlos
a su propia infancia. Por otra parte, el adolescente descubre que esta cadena
puede prolongarse después de él, y se descubre una nueva responsabilidad,
a veces lo bastante intempestiva como para que, paradójicamente,
ciertos compromisos precoces en la maternidad o la paternidad, tales corno
que se trate de dar un hijo a su padre o a su madre, sean tentativas de esquivar
este nuevo lugar.
Abordemos el estilo de interpelación de los adolescentes con respecto a los
padres. Los padres formulan con frecuencia dos quejas concernientes a sus
hijos adolescentes: son insolentes y responden. Tomemos esas formulaciones
enserio .
. ¿Qué es ser insolente? Es afirmar su soledad, incluso reivindicarla e:>.:trayéndose
del juego social, de lo que llamamos el bienestar, el hecho de comportarse
bien en sociedad. Ya intenté demostrar que, en una sociedad que no
reconoce más que menores y mayores, niño y adulto, sin estatuto intermedio,
estar en la adolescencia, en ese pasaje fuera de'" estatuto, era en sí una insolencia.
Y cada uno sabe bien que en la insolencia del adolescente hay un malestar que se proyecta al exterior
¿Qué es un hijo que responde? Es aquel que, en lugar
de obedecer, es decir, de permanecer en el lugar que le es asignado por
el discurso de los padres, pronuncia una palabra, una palabra de más, aun
cuando ésta sea anodina. ¿En qué sentido es eso insoportable, con frecuencia
más allá de la intención del mismo adolescente, sorprendido por el impacto
de su réplica? Por dos razones complementarias: por una parte, porque
se pone de manifiesto que hay otros discursos posibles al discurso
parental, el cual pierde entonces su valor; por otra parte, porque en verdad
el discurso de los padres se revela frágil, puesto que basta una palabra, una
palabra de más, para denunciarlo. Cuando creen -o más bien simulan yadhieren
a esa simulación- detentar un saber, estar en posición de referente
último, los padres saben simultáneamente -incluso si ello" aún se lo ocultan,
como ha sido necesario que se lú oculten durante la infancia de su adolescente-
que ellos mismos responden a lo que se espera de ellos, ya sea por parte
de sus propios padres, de la sociedad, de su deber o su buena voluntad, que
ellos mismos están sujetos a un discurso del que no son los verdaderos amos.
En ese diálogo difícil entre los adolescentes y sus padres, los unos y los
otros descubren el mundo que los rodea, sus propias dependencias, y cada
uno, a su manera, se siente ue.;bordado. Razón por la cual apelar a un tercero.
Pero ese tercero no podría más que ayudar a cada uno a descubrir sus
determinaciones; él no evitará un conflicto necesario y fundador.
Más allá de esta inso.lencia, el ado.lescente, al dirigirse a lo.s padres, se po.ne
a la vez en po.sición de demandar, de co.ntradecir y de imitar, y si alterna entre
esas tres po.sicio.nes, es co.n frecuencia para hacer que se co.mpleten. Al
mismo. tiempo.; inventará sin cesar nuevas demandas, buscará y atravesará
las o.casio.nes de co.ntradecir a sus padres, y, sin darse cuenta siempre, lo.s imi tará.
Demandar. Co.no.cemo.s esas so.licitacio.nes repetidas del ado.lescente
para recibir de sus padres tal o.bjeto. o. tal auto.rización, pero. sabemo.s también
que respo.nder directamente a la demanda no. resuelve nada. El o.bjeto.
o.btenido. no será el bueno. o dejará el lugar a otro o.bjeto; será )0. mismo.
para la autorización (de salir po.r la no.che, por ejemplo). Eso no. quiere decir
que sea necesario. rechazar to.das esas demandas, pero hay que medir
que lo que se demanda es siempre menos alguna cosa que simplemente un
signo. de escucha, un signo de amor, un signo. de recono.cimiento. Lo que para
el ado.lescente cuenta es que su demanda, y detrás de ella su derecho. de demandar,
sean recono.cidos co.mo. legítimo.s. Y si él se precipita ento.nces en
la demanda, es en alguna medida para responder a lo. que se le dijo. cuando
era niño. y que la pubertad ha debido hacer advenir: la pro.mesa de que,
cuando. sea mayo.r, tendría el go.ce, en el doble sentido. de un placer pro.hibido
al niño. y de go.ce de lo.s bienes. Esta demanda va en el sentido. del trabajo
de apropiación de sí mismo. y del mundo que co.nstituye el pro.ceso. de
ado.lescencia.
Contradecir. Jean Piaget ya había subrayado que la adolescencia
era la edad de los sistemas, de las teo.rías, porque precisamente en ese
mo.mento., el niño. accede a un mo.do. de pensar, un tipo de inteligencia que
se desprende aún un po.co más de lo.s o.bjeto.s co.ncreto.s, para alcanzar un rigo.
r abstracto. y combinatorio.. Co.n más frecuencia que a la o.po.sición, el
«sentido. de la co.ntradicción» co.rrespo.nde en el ado.lescente a su exigencia
iluso.ria de un discurso. sin contradicción. Así, él subrayará frecuentemente,
incluso. con inteligencia, las co.ntradiccio.nes internas del discurso. de lo.s
padres, entre lo. que ello.s dicen y lo que hacen, lo. que han promo.vido. y lo
que so.n, etc. Es necesario. co.ncebir ese placer de co.ntradecir en paralelo CDn
el idealismo. de lo.s adolescentes, su anarquismo. en el doble sentido. de una
rebelión co.ntra toda auto.ridad y de una pasión po.r la uto.pía:
Imitar, finalmente. Es lo que parece menos evidente tanto para los adolescentes
como para sus padres, pero es una de las primeras constataciones
que puede hacer el clínico: imitar rige las relaciones filiales. Hay una estrecha
semejanza entre los adolescentes y no lo que son los padres, aquello en
lo que se han convertido, sino aquello que han sido en su adolescencia, lo
que han soñado ser o, al contrario, han reprimido de sus propios deseos. El
caso puede ser extremo ya veces encontramos, detrás de la conducta suicida
de una adolesce~te, las huellas de una depresión antigua de la madre, depresión
que puede entonces despertarse; o bien, detrás de ciertas adhesiones
toxicomaníacas, una antigua relación problemática de los padres con la
medicina o a los medicamentos; o aún, en la delincuencia del hijo, una relación
ambigua del padre con la ley. Pero eso es con frecuencia más complejo.
No impide que descubramos siempre numerosos elementos determinantes,
si no de acontecimientos clave, que demanden a los padres que consultan
por su hijo adolescente, evocar su propia adolescencia.
Debido a que la adolescencia de sus hijos exige de su parte un cambio
de lugar, los padres pierden las referencias, o ciertas referencias, de su propio
yo, como las que han funcionado para ellos desde el fin de su propia adolescencia.
Ese lugar protegido, el hogar familiar, constituido poco a poco, al
precio de compromisos y de represiones secundarias, se ve amenazado en
su unidad y sus principios de funcionamiento, de un modo un poco diferente
para el padre y para la madre.
Del lado de la madre, podemos retomar esta buena pregunta que planteaba
Gennie Lemoine: «Cuando una mujer habla de su interior,
¿qué es lo que evoca, su casa o su cuerpo?». Sin duda, la «madre suficientemente
buena» de Winnicott, aquella que permite al hijo conquistar su individualidad
bajo una cierta protección, es la que ha logrado confundir provisoriamente esos dos sentidos de lo
interior.
El niño convertido en adolescente, en vía pues ~e salir del domicilio familiar,
trastornará esta identificación materna, quizás incluso hasta su imagen
del cuerpo.
Del lado del padre, y cualquiera sea su estilo, tradicional o modernista,
riguroso o «liberal», el lugar familiar es aquél en el que él ha logrado más o
menos valer tanto como su propio padre, ha logrado estar, parecer
estar, en posición de fundador, lo que traduce la expresión «fundar una familia
». Pero es el momento en el que el adolescente puede replicarle, responderle
que en realidad él no era sino un eslabón en la cadena de las generaciones,
eslabón provisional, y que su lugar de primero, de uno, de Padre,
no era más que funcional.
y este doble cuestionamiento es más importante en la medida en que es
contemporáneo de otras realidades, de otras experiencias de la vida: para la
mujer, la menopausia, que pone en cuestión su estatuto de mujer y de madre;
para el hombre, quizás, cuando su posición profesional se vuelve frágil.
Es eso lo que de un modo más o menos menor podrá provocar una depresión,
es decir, el sentimiento de volverse inútil, de ser rechazado como
un desecho, de ser i'njuriado en la propia persona, tantas fórmulas de quejas
por parte de los padres como las que viven y reciben de parte de sus hijos
adolescentes. En efecto, el yo del padre está mal asegurado y recibe como
una herida toda agresión, toda agresividad que incluso es normal yestructurante
para el adolescente. Los padres tienen entonces necesidad de un
trabajo psíquico de reconstrucción de ese yo, apoyándose a la vez en identificaciones
que podríamos denominar pre-parentales y teniendo en cuenta
una nueva realidad exterior.
Por múltiples razones que se combinan, los padres son remitidos a su
propia adolescencia: por una parte, por supuesto, porque sus hijos les muestran
de un modo más o menos deformado la imagen de su propia adolescencia,
como un momento ciertamente difícil pero también como momento
pasado de juventud, de invención y de elección, más difíciles de rehacer en
la edad de la madurez; los padres pueden entonces reencontrar esos sueños,
esas ambiciones, esos deseos que antaño reprimieron y que escuchan procedentes
de otro. Por otra parte, interrogados acerca de las funciones paterna
y materna, confrontados a la desintegración de la familia celular que vuelve
a poner al orden del día a la familia ampliada, no pueden dejar de verse
confrontados nuevamente, quizás en vivo, o en forma retrospectiva, a la
cuestión de la relación con sus propios padr~!:, aunque no sea más que para
constatar que la tarea de sus padres fue ardua cuando ellos mismos eran
adolescentes, y reevaluar sus juicios hacia ellos, al menos los que datan de
esta época y que han persistido.
la respuesta de los padres
a esta implicación de su imagen podrá tomar un estilo maníaco, soñando
con reencontrar una libertad infantil perdida
Veremos así, en la complicidad o la competición, a
tal madre renunciar en todo o en parte a su posición materna y, olvidando
quizás el lazo conyugal, imitar la invención de la feminidad que intenta
su hija, a reserva de proponerse, para gran desconcierto de ésta, como
su confidente y su compañera. Veremos así a ciertos padres, en menor grado,
volver al deporte, al ejercicio de su fuerza viril
y esas manifestaciones depresivas y maníacas serán tanto más fuertes
cuanto peor asegurado esté el lazo conyugal; no se trata de que haya conflicto
entre los padres, dado que los conflictos pueden animar ese lazo, ser
la fuente de su relanzamiento, sino de que unQ_X-Qtro)1abrán renunciado
a su masculinidad y a su feminidad en beneficio de la posición provisoria
de padres. el remodelamiento de la pareja
impuesto por la adolescencia de los hijos es una prueba esencial
ese trabajo de cuestionamiento que constituyen las denominadas
crisis de la madurez: en especial cuando son conternporáneas ~e la adolescencia
de los hijos, será tanto más difícil y perturbador cuanto discretá haya
sido la propia crisis de adolescencia de los padres. Lo que significa que sin
duda vale más que la crisis de adolescencia se ~anifieste en toda su amplitud
en ese momento en que las nuevas elecciones no comprometen, en definitiva,
más que al sujeto mismo, antes que quedar aplazada hasta más tarde,
cuando, convertido él mismo en padre, soportará'~al qu~ su hijo le
plantee cuestiones precozmente reprimidas.
como terapeutas recibimos manifestaciones
normales de una crisis necesaria y estructurante, y debemos contentarnos
con una explicitación de sus apuestas. no recibimos sino excepcionalmente
adolescentes «sin problemas», al menos con respecto a los
padres, y sin embargo son aquellos a los que les resultaría quizás más útil un
trabajo que les permitiera hacer o al menos expresar una verdadera crisis de
adolescencia.
La primera idea que sostendré es la de que es necesario tomar las cuestiones
de la adolescencia en serio, ya sea que se manifiesten en los discursos
o en los actos. En serio significa ni de forma abusivamente trágica ni con
ligereza y de un modo irrisorio.
tal o tal pasaje al acto
que en el adulto señalaría un proceso patalógico, en el adolescente con frecuencia
no hace sino marcar la exigencia psíquica de experimentar su nueva
existencia en el mundo, esta iniciación que no se produce sin transgredir
tanto las coercior.es externas de la ley como los límites de su cuerpo. El
gusto por el riesgo que caracteriza a los adolescentes, sus intentos de traspasar
prohibiciones que inquietan a los padres, son un pasaje obligado y útil
hacia elecciones de vida que deben efectuar.
es
necesario aceptar como válidas las preguntas implícitas o explícitas a las
cuales el adolescente responde por medio de su conduCta. No creo sistemáticamente
en la virtud de un ~se pasará solo», aunque no sea más que porque
en ]a mayoría de los casos en los que «se pasa so]o», es por la vía de una
represión secundaria, de modo tal que l~ preguntas reprimidas regresarán
bajo una forma sintomática en ]a vida adulta, y porque, aceptándolas, se puede,
si no evitar, al menos limitar este futuro neurótico.
detrás de tal o cual manifestación patológica
se podían reencontrar verdaderas cuestiones esenciales, incluso cuando
nosotros mismos hemos escogido eludirlas o minimizarlas para convertirnos
en adultos.
Ayudar al adolescente consiste menos en proponerle respuestas que en
aceptar tomar en serio sus preguntas, permitiéndole formularlas en su discurso
antes de que él se precipite en actos. Entonces nos damos cuenta rápidamente
de que hemos compartido esas mismas preguntas éticas u ontológicas,
y que ellas cuestionan nuestras antiguas elecciones.
la educación es un camino
hacia la separación. Además, etimológicamente, educar es «conducir
fue~a de». Ser padre es no hacer de los hijos una parte de sí sino considerarlos
lo más pronto posible no como adultos, sino como futuros adultos. La dificultad
está en ese ~(futuro», porque el niño y en cierta medida el adolescente
tienen también necesidad de ser protegidos, de ser «contenidos». Encontrar
un equilibrio a cada nuevo paso entre ese «contenen> y ese «separarse» es el
dificil trabajo psíquico de los padres.
Se trata de
pasar de forma progresiva de un vínculo organizado por la ley a otro organizado
en parte por el contrato.
.Así, cuando los padres me consultan porque están en conflicto con sus
hijos adolescentes y la situación no me parece justificar la indicación de una
psicoterapia o de un psicoanálisis, me ocurre que les proponga -respetando
leyes a las que tanto adultos como niños están sujetos, y aceptando esta
vez unos y otros compromisos- escribir juntos un contrato cuyos términos
son revisados periódicamente y definen los derechos y deberes de cada uno
en lo cotidiano, ya sea en lo referente al dinero de bolsillo, las salidas, las participaciones
en la vida familiar, etc., dejando con la mayor frecuencia de
lado lo que pertenece propiamente a cada cual: del lado del adolescente, su
actividad escolar y sus relaciones con los otros adolescentes; del lado de los
padres, quizás las condiciones posibles para que ellos establezcan su lazo
conyugal fuera de su posición parental. Al margen del interés práctico de ese contrato evolutivo, de esa forma
le resulta a cada uno posible expresar sus demandas, sus deseos, sus quejas,
y constatar que con frecuencia el conflicto padre/hijo es el lugar de proyección
de problemas personales; así, el adolescente, el padre, la madre, pueden
situar individualmente la expresión de su propio deseo detrás de sus quejas
y sus reivindicaciones.
Para Rachid, las dificultades del adolescente en la integración de su identidad
sexual, dificultades en definitiva banales, estaban en correspondencia
con dificultades de orden sociocultural, porque el cambio necesario del
niño al adulto, las consecuencias de la transformación de la imagen del
cuerpo, el pasaje de una encarnación del gran Otro a otra encarnación despegada
de los padres, quedaban sin modelo inmediatamente coherente y que
respondiera a su demanda.

La adolescencia es una edad de escritura, pero es también una edad de lectura.


O más bien, es una edad en la que escritura y lectura cambian de valor
bajo diversos modos.
En primer término, porque en ese momento en el que se manifiesta el engario
del significante a través del engaño de la promesa edípica, en ese momento
en que la palabra de los adultos, padres y educadores, es discutida, existen
razones para que, por una parte, se busque esa otra consistencia de la lengua
que es la escritura, en el diario íntimo pero también en la carta de amor, en
donde el engaño de las palabras en la intersubjetividad es, si no evitado, al menos
diferido, y que por otra parte, se busque en la lectura otra verdad, otra ley
que aquellas que, de lo familiar a lo social, excluyen al sujeto deseante.
Aplicar
una lengua a otra, situarse en un intervalo entre las lenguas -ya sea, como
Lautréamont, entre el francés y lo que sería lengua matemática-, buscar en
otra lengua -el inglés de la música rock, por ejemplo-las palabras de un goce
imposible de decir en la lengua de origen, son ejercicios más que frecuentes
en el adolescente, en la edad en que, por otra parte, la escuela nos enseña
que existen otras lenguas.
el libro, pero
también el cómic, o Jo que podemos denominar el escrito cinematográfico,
son los lugares en los que se esconderían figuras ideales propuestas a la proyección
y a la identificación. En efecto, la adolescencia es el momento de un
triple ataque -del super-yo, del ideal del yo y del yo ideal, tales como se habían
construido en la infancia-, orientado por el edipo. Una de las dimensiones
de la escritura, es la de proponer personajes
y relatos en los cuales el lector podrá a la vez proyectarse y desplegar sus
identificaciones.
El super-yo que, para responder a un viejo debate, es un lugar psíquico
arcaico que sólo resulta habitado por herencia de! edipo, está constituido
por un conjunto introyectado de enunciados negativos -«no hagas ... »que
reuniría las prohibiciones estructurantes propuestas por lo social, cuyo
representante para e! niño sería la familia. Siguiendo a Freud, advirtamos ya
que una de las condiciones para que esas prohibiciones sean aceptadas es que
el super-yo sea también, por su origen parental, consolador y prometedor:
«Si tú respetas esas prohibiciones que están allí por tu bien, más tarde tendrás
derecho al goce al que renuncias».
El ideal del yo es la positivación de este conjunto de enunciados negativos
en una figura, simbólica por estar constituida por rasgos, exterior al
yo primero, tanto local como temporalmente, y, aunque defini9.a como
inalcanzable, propuesta como objetivo ideal de su devenir.
El yo ideal, sostenido esencialmente por la madre, es esta construcción
imaginaria del yo, en su esfuerzo por responder a las exigencias exteriores
ya las del super-yo, y que mantiene el objetivo ideal como virtual,
es decir, posible. Que el yo ideal pueda igualarse al ideal del yo es la ilusión
que alimenta toda la infancia hasta el período denominado de latencia incluido.
Por supuesto que la separación entre ideal del yo y yo ideal es irreductible,
y nada lo indica tanto como esta expresión terrible que algunos profesores
se atreven aún a escribir en las libretas escolares: «Puede hacerlo
mejor»; pero lo que se propone al niño es una imbricación ilusoria del super-
yo, del ideal del yo y del yo ideal.

el conjunto de libros dirigidos a los


niños y que les gustán son aquellos que acompañan a la constitución del yo
en su confrontación con el super-yo, con los ideales y el mundo exterior, y
que transforman lo que es amenazante, persecutorio, del exteri0r o del interior,
en algo tan sereno que la continuación es siempre la misma: la imagen
de adultos felices y normales. «Ellos serán felices y
tendrán muchos hijos»
la adolescencia se juega en el intervalo entre el super-
yo de origen parenta1 y el super-yo colectivo. El super-yo de origen parental a la vez prohibe y es benévolo.
El super-yo colectivo',
completando las prohibicionés, como el aparato jurídico complejiza las prohibiciones mayores del incesto y
del asesinato, no promete nada
más que la normalidad pero renovando la cualidad persecutoria del super-yo originario.
donde el super-yo parental aseguraba una protección, el super-yo
colectivo exige una inserción
Si existe una cierta complementariedad que permite el
pasaje de uno al otro, hay también divergencia, incluso oposición entre los
dos discursos, sobre todo cuando, el discurso del lazo social no es el mismo para el hijo que el que ha regido
la inserción social del padre.
atracción por la
utopía, por un modo regido por otras leyes, ya sea de ciencia-ficción o de
novela histórica, un mundo de los no-adulto.
Por múltiples razones, aunque sólo sea por la constatación de que los padres
no están hechos de una materia diferente a la del niño, que ellos se enfrentan a las mismas incertidumbres y
pruebas, los adultos son en general
descalificados en este lugar, el cual podría ser sostenido más tarde por un objeto
de amor que el adolescente buscará en ese lugar ideal que positiva el super-yo.
Si de las pasiones amorosas del adolescente, en}!is que lo que se busca
no es un otro sino un cierto estado del yo, de modo tal que los objetos
de amor pueden fácilmente sustituirse los unos a los otros, si de esos amores
es posible quizás sonreír con una condescendencia a mi juicio exagerada,
existe otro soporte del ideal del yo que hace sonreír menos: es el que
aparece cuando el adolescente se encuentra un nuevo maestro, un buen
maestro, representante de otra ley, en la que el goce sería igualmente compartido,
maestro perverso o paranoico, maestro sectario en todo caso, figura
encarnada que se muestra por ejemplo en la película El club de los poetas
muertos.
es el cambio de las figuras heroicas el que marca esa inversión del ideal del yo.
El yo ideal se ve también afectado de dos formas: primero, porque ya no es
con el mismo ideal del yo que él se confronta y se comp~ra; segundo, porque
ya no puede ser sostenido por la madre.
la imagen inconsciente del cuerpo, como la
considera Fran~oise Dolto, la que se ve aún más perturbada que por las modificaciones
fisiológicas de la pubertad.
Varios signos indican esta modificación; para nuestro propósito retendré
tres.
Primero, más allá de las psicosis e incluso de los accesos delirantes no
psicótiéos q~e pueden producirse en el adolescente, son frecuentes los temas
de dismorfofobia, es decir, de deformación del cuerpo, de percepción
del cuerpo como anormal o afectado por un desequilibrio; de un modo
leve, es una de las causas de la torpeza del adolescente.
Segundo, bajo otro modo en el que el yo ideal enfrenta al ideal del yo,
el adolescente está en la edad de la novela familiar en la que el neurótico duda
de su filiación y se inventa otro origen, otro padre, otra madre, ocultos. Al
margen de la puesta en juego esencial de eso para el adolescente adoptado
Tercero, en un vínculo de generación, tal como Heidegger ha podido evocarlo,
se multiplicarán los signos de reconocimiento, vestimenta, gusto, vocabulario,
en los que el adolescente sostendrá su imagen ante la mirada de
sus hermanos más que ante la de los padres a los que se opone.
(comics) La ley que rige ese mundo es una ley injusta que el héroe positivo no puede
sino transgredir, pero el héroe negativo es también un transgresor, y uno
y otro no pueden serlo más que transgrediendo la lengua. Allí donde Tintin
era educado, de buena compañía, mucho mejor que la del capitán Haddock,
en resumen, el «yerno ideal», los héroes de esta ciencia-ficción para
adolesCentes son en primer término, para continuar con la metáfora, maleducados.
para el adolescente confrontado con lo infinito de
la cadena de las generaciones, la atracción por )a historia, incluso por lo prehistórico, por la geografía de un
mun'do utópico y atópico. Las nov~las
históricas son prueba dI! ello, como la ciencia-ficción.

el trabajo de emancipación
de un sujeto que primero se presenta como el más alienado posible; tanto
más cuanto que en este relato la liberación se apoya en el amor. Segundo,
entre el personaje y el lector existe una distancia histórica y geográfica justa.
Tercero, específicamente para las chicas, hay, en esas historias de mujeres,
una propuesta de feminidad distinta a la de la madre; allí donde la niña
es mostrada -en especial en los cuentos- en un conflicto con la mala madre,
la madrastra, no siendo las buenas figuras femeninas, las hadas, ni maternales
ni reales, la adolescente busca una feminidad positiva pero realista
que encarnará de manera privilegiada aquella que logre someter el deseo masculino
al amor.
En ese mundo del adolescente, asistimos a una reconstrucción del super-yo,
del ideal del yo y del yo ideal; las órdenes superyoicas han cambiado y en cierto
modo son remitidas a un mundo arcaico, persecutorio, que la fase de latencia
había hecho olvidar. El ideal del yo se despega de los rasgos producidos
por la identificación proyectiva con los padres: el héroe es ante todo
un solitario, alguien aislado, incluso abandon';ido, sin familia, y que saca su
fuerza de otra parte que de su educación; ya no basta con tener por objeto
el convertirse en un adulto sexuado. E.I yo ideal, amenazado así en su humanización,
no es ya sostenido por la madre sino, en el mejor de los casos, por un compañero, una banda, pero también es
acechado repetitivamente por la depresión.

Dios se convierte en referente necesario cuando los padres revelan no estar hechos de una materia
diferente a la de los niños

reactivación en la
madre de la problemática de su propia adolescenéia, ya sea bajo el modo
de un reinvestimiento narcisista o, lo que a veces ocurre, por un hundimiento
maníaco-depresivo, tanto más cuanto que el período de adolescencia
de las hijas es con frecuencia contemporáneo de la menopausia de
las madres.
La madre es considerada así como la Madre primordial, no en su maternidad
sino en su feminidad; la hija se revela también potencialmente como madre
El que los padres no estén hechos de otra materia que el niño, que cualquier
sujeto sea, en lo Real, equivalente a otro, que cada cuerpo, por lo tanto
el de los padres, sea objetivable, minan la base de la autoridad de los padres,
de su calidad de garantes, de referentes del gran Otro, algo que para el
adolescente es, en primer término, la experiencia de una decepción, y que
anima sus reivindicaciones como tentativas de restaurar a los padres en este
lugar.
dos pasiones del adolescente: la pasión de la escritura, en donde lo que se escribe
viene a sostener una palabra sin interlocutor; la pasión genealógica, en la búsqueda
de un ancestro que haga de punto de detención a esta defección del
Otro.
La cuenta del adolescente, abierta sobre el infinito de las filiaciones -y
es en ese sentido que la «crisis de las generaciones» es estructuran te- puede
entonces situar a todos los adultos, vivos o muertos, de un mismo lado,
hacia lo ancestral, «los viejos», (<1os ruinosos», repartidos entre los buenos
y los malos: lo bueno, cuando se manifiesta allí una ((originalidad» supuesta,
lo malo, cuando la función de transmisión prima sobre la figura; lo bueno
cuando el Otro encuentra allí encarnación, lo malo cuando se revela faltanteo
El riesgo consiste en que el adolescente se juega allí su desarrollo: o bien
acepta ser el eslabón siguiente, del mismo valor que ese padre ahora caído,
o bien rehúsa transmitir y permanece detenido ante la semejanza, bajo el
modo de una inhibición o el de una agitación que clásicamente encontramos
en la clínica del adolescente.

el adolescente, su dinámica, la que


arrasa el ser y prohibe el reposo del sujeto, es decir, el goce. Frente al adulto,
él es sin «concesiones»; no cede, en nombre de un espacio limitado que sería
el suyo; explora lo Simbólico hasta lo contradictorio, lo Imaginario hasta
lo alucinatorio, lo Real hasta el acto, rehusando dejar que «se la juegue» el
significante necesariamente engañoso, al precio de perder allí, aunque no
fuese más que por un momento, toda creencia en el saber, de extraviarse en
las identificaciones más diversas y antagónicas, de comprometer su tiempo,
su cuerpo, incluso su vida, en experiencias que se revelan siempre, a posteriori,
como decepcionantes y a veces invalidantes para su futuro.
Mannoni, siguiendo a Winnicott, subraya con justeza
que la respuesta del analista es permitir un lugar para este ejercicio, en el
que éste pueda transformarse en un juego.73 Pero debemos agregar: a condición
de reconocer que más allá del juego del niño, el adolescente compromete
en el juego una apuesta real
Una de las experiencias más comunes de la adolescencia es la búsqueda de
un estado amoroso. Estado, puesto que la clínica nos muestra que el objeto
es segundo y que este estado puede ser repetido con compañeros diferentes;
la adolescencia es también un tiempo de aprendizaje
sobre la escena de pareja en cuestión de celos, de abandono, o simplemente
de separación entre lo cotidiano y el ideal, con la misma función de relanzar
el deseo a través de una reconciliación, que es la finalidad, a veces confesada,
de la misma.
Dos objetos ocupan un lugar nodal: la mirada y la voz. Es más bien lo
que ella deja ver como aquello que desencadena su vergüenza y su pudor,
lo que agita a la joven. Y ya he subrayado la importancia del cambio de la
voz para el niño; momento con frecuencia olvidado pero cuya importancia
medimos cuando es evocado en una cura, porque este entre-dos-voces
remite no sólo a la relación entre la voz del niño y la gruesa voz del padre,
sino también a la voz de la madre.
La relación entre corriente tierna y corriente sensual, activada en la adolescencia,
como lo subraya Freud, y que orientará de un modo diferente a la niña y al niño, me parece tener por
razón este relanzamiento de la cuestión de la madre en io más vivo de la oposición, diferente para los
dos sexos, entre madre primordial y madre edípica; relanzamiento que no deja de
tener efecto sobre la madre misma y que puede remitirla a la pregunta de
ser mujer. Los fenómenos maníaco-depresivos en las madres de adolescentes y de niñas adolescentes
sobre todo, deben quizás asociarse a esta interpelación de la madre. Charles Melman ha subrayado cómo el
padre del adolescente podía entonces
aparecerle a éste como un hombre casero que no sostendría nada más
que una autoridad convertida en vana, irrisoria y desvalorizada.
la carta de amor, modificando la relación del sujeto con la escritura,
comporta también esta apuesta del adolescente de dar una nueva consistencia
al gran Otro, aquel a quien uno se dirige cuando habla solo, y en cuyo lugar,
en el encuentro, ningún otro con minúscula tiene suficiente peso, sobre
todo durante bastante tiempo, como para sostener la imagen; el adolescente
lo mide bien, sabiendo por anticipado su carta perdida, si ésta es
jamás enviada alguna vez.
El objeto de Jos amores adolescentes es cualquiera, cambiante, sin que
debamos justamente rehusar a este amor su verdad de ser un intento de
operación sustitutiva. este amor, para el que el objeto
es indiferente, puede, S:fi que sea cuestión de perversión, orientarse hacia
un objeto homosexual. la autoridad paterna está
desvalorizada
Es frecuente que sean
evocadas la semejanza y la desemejanza como aquello que ha justificado la
fuerza o la debilidad de un vínculo amoroso cuando se ha intentado darle
consistencia conyugal. ¿Y existe un modelo más ideal de la semejanza que
la fraternidad?

la operación de sublimación
sea designado como el que lleva a la homosexualidad, siendo la
amistad la fórmula valorizada.

en la adolescencia, el encuentro
con el otro sexo pasa en primer término por la reunión de una generación
marcada por sus modos, sus ritos, su vocabulario, incluso por el
rechazo de los «mocosos» y los «viejos». La unidad de la banda, por ejemplo,
exige que ésta sea, sin que importe el sexo de cada uno de sus miembros,
fraternal y asexuada, puesto que la introducción de un primado acordado
a la diferencia sex'llal tendría como doble efecto reintroducir la cuestión
del padre y de la madre, y provocar la división.
las razones de la homosexualidad del adolescente: la búsqueda
de un semejante con el que puedan'conjugarse amor y deseo y rechazar
que el orden de lo sexual sea en lo sucesivo el de una diferencia infranqueable
entre los sexos. En la búsqueda de la semejanza, de la reunión de dos compañeros, no
sería falso afirmar que todo amor comporta este componente homosexual
adolescencia como ese momento en el que las imágenes parentales
fueron trastocadas.
en la homosexualidad masculina
hay, por una parte, un verdadero investimiento de la zona genital y una
«creencia en el falo», incluso si eso puede llegar, marcando una perversión,
hasta el sobreentendido de un falo maternal prevalen te; por otra parte,
un investimiento de la zona anal, feminizada, en el sujeto o en el compañero,
o con mayor frecuencia, en los dos. En la homosexualidad femenina,
si existe un investimiento sexual de la zonas genitales -fuera del falo- y anales,
es secundario en la mayor parte de los casos, con respecto a la prevalencia acordada a la ternura, incluso a lo
que serían «placeres preliminares» en
una relación heterosexual Paralelamente, si en la exclusión misma de la que
las mujeres son objeto, la feminidad o la Mujer pueden ser valorizadas por
el homosexual masculino, la homosexualidad femenina, próxima a la reivindicación
histérica, va con la mayor frecuencia a la par de una acusación
contra los hombres y la masculinidad. Homosex'Uales hombres y mujeres se
unirán contra la denominada «falocracia», pero evidentemente desde un
lugar diferente. separación, no neta, entre amor y deseo, pero sí interna a cada
uno de esos términos: había un amor posesivo y un amor de reconocimiento,
un deseo que llevaba a los objetos parciales y un deseo sobre el objeto
total. madre y padre
de la realidad -siempre cuestionados y decepcionantes para el adoles
Lo que nos muestran tanto los amores adolescentes como la erotomanía, y ello
se presta a confusión diagnóstica, es que lo que se busca e, un estado amoroso
en el que, paradójicamente, e! objeto al que se trata de apegarse es intercambiable. Que el estado prevalezca
sobre el objeto nos parece ~star tainbién
en juego en e! acceso de celos. (166)

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