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La manipulación de la belleza

Se preguntarán ustedes, como me pregunto yo mismo, qué pinto yo aquí, si no soy cirujano, ni tampoco
profesor de estética en una facultad de filosofía. De manera que creo que debo presentarme. Soy escritor y
periodista. Pero no de temas de divulgación científica, como tal vez convendría a quien participa en un acto
de estas características; por el contrario, suelo ocuparme de los asuntos menos científicos imaginables: la
política; el arte, en particular la pintura, y la fiesta de los toros. Además de una novela, he publicado libros
dedicados a esos tres temas que les digo, en los cuales caben todas las extravagancias y todas las
arbitrariedades. Sin embargo, me parece que tienen bastante que ver con la almendra central del oficio que
todos ustedes practican: con la belleza. Están relacionados los tres con la belleza, y con su manipulación. O,
por decirlo de otro modo, con la apariencia y su manipulación. El primero de los tres, la política, se refiere a
la manipulación cruda y desnuda: es decir, el engaño y la trampa. En esta época en que vivimos, dominada
por la imagen visual mucho más que por la palabra, ese engaño y esa trampa se ejercen fundamentalmente
sobre las apariencias visuales. Decía el expresidente de Francia Valéry Giscard d´Estaing, en un libro
incompleto de memorias que publicó hace unos cuantos años, que él había decidido retirarse de la política
cuando había descubierto inesperadamente en un espejo que la política lo estaba volviendo feo. No es
verdad, claro. Digo: no es verdad que se retirara por eso, y la prueba es que todavía no se ha retirado. Pero sí
es verdad que se estaba volviendo notablemente feo. La política, que es el arte de la disimulación y del
engaño, afea el rostro, que es (dicen) el espejo del alma (de esto volveré a hablar más tarde). Sólo los muy
grandes políticos, quiero decir, los políticos que se entregan a las tareas de la grandeza, conservan su belleza
física. Es el caso, por ejemplo, de ese gran hombre que fue presidente de Sudáfrica: Nelson Mandela. Pero
observen ustedes en cambio el proceso de feicización que ha sufrido una mujer, originalmente bellísima,
como la política paquistaní Benazir Buttho. Y yo no creo que sea un simple azar burocráticoescultórico el
hecho de que el emperador romano Augusto, que es el primer político profesional que utilizó de manera
masiva su propia imagen como instrumento publicitario, dispusiera que todas sus estatuas, a lo largo del
medio siglo de su principado, conservaran la misma cabeza idealizada de muchacho de veinte años con que
llegó al poder. Así que, resumiendo esto, en mi oficio de periodista político yo no trato con la belleza, sino
con la fealdad. No me ocupo de los grandes hombres, sino de los pequeños y mezquinos. No sé si pueda
afirmarse de manera rotunda que a todos los políticos profesionales les convendría una intervención extrema
de cirugía reconstructiva, pero sí quiero recordar una anécdota de otro político francés: François Mitterrand
sólo logró ser elegido presidente de Francia en su tercer intento, cuando se hizo limar por su dentista los
colmillos, que tenía demasiado visibles y afiliados: de modo que, cuando sonreía en la televisión, adquiría un
aspecto inquietante de ogro devorador de niños. A partir de la operación odontológica los franceses no sólo
lo eligieron presidente dos veces, sino que lo empezaron a llamar cariñosamente «tonton», o sea «tío». Otro
de mis temas habituales es el arte, y en particular, como ya dije, la pintura. Nunca he hecho profesionalmente
crítica de arte, pero sí he escrito y publicado crónicas y comentarios sobre arte que incluso he recopilado en
un libro. Arte, me apresuro a precisar, occidental. Como ustedes saben, desde los griegos el arte de
Occidente se ha dedicado a celebrar la belleza y se ha esforzado por excluir la fealdad. Ha pretendido ser un
estudio de la belleza formal, fundamentado filosóficamente en la equiparación, que viene de Aristóteles, de
lo bello como lo verdadero. Una equiparación que muchas veces ha obligado a los artistas (y también a los
filósofos) a falsificar lo verdadero para que fuera bello, o lo pareciera. Ser bello, o parecerlo. El ser, el
parecer. Como ven, estamos aquí de lleno en la disciplina científica que practican ustedes. En el transcurso
de los siglos, naturalmente, ha cambiado muchas veces el concepto de lo bello, como ha evolucionado
también el de lo verdadero. Y ha habido etapas, épocas, en que lo decididamente feo, quiero decir, lo que en
ese mismo momento y bajo esos mismos cánones se ha entendido como feo, sin embargo se ha aceptado y
absorbido dentro de lo bello. Podría hablar aquí del barroco, pero es sin duda en todos los «ismos» del arte
del siglo XX donde este fenómeno ha sido más notorio. El hecho es que siempre toda crítica o comentario de
arte en Occidente ha sido consustancialmente comentario o crítica sobre la belleza y sobre la fealdad. Mi
tercer tema han sido los toros. Las corridas de toros. La belleza de lo sangriento y de lo terrible. Y he podido
darme cuenta de que a los cirujanos plásticos les gustan los toros (creo que precisamente por eso fui invitado
a esta reunión): un gusto que atribuyo al hecho de que conocen por experiencia propia, por formación o por
deformación profesional, la función estética del derramamiento de sangre. Decía el poeta Rainer María Rilke
en una de sus elegías que «lo bello es el comienzo de lo terrible. Es aquella parte de lo terrible que todavía
podemos soportar». Resumo: la fealdad física y moral de los políticos y de la vida política la belleza estética
y espiritual de las artes plásticas, y el comienzo de lo terrible, que asoma en esa fiesta ritual de sangre que es
la corrida de toros. Con estos tres elementos, creo que estoy preparado para decir dos o tres cosas sobre
cirugía estética. Digo estética, y no plástica, porque a los profanos, o sea, a los que estamos de este lado del
bisturí, del lado de la punta, lo que nos interesa de lo que hacen ustedes en el quirófano es lo referido a la
belleza. No solemos tener en cuenta aspectos que posiblemente para ustedes, como profesionales, sean más
importantes. Digamos los de la cirugía reconstructiva para pacientes con deformaciones físicas o para
grandes quemados, etcétera. Para el profano, lo que ustedes hacen es una labor de embellecimiento. Más
compleja, sin duda, pero en su esencia igual a la que cumple un maquillador o un peluquero. La cirugía
estética es, para nosotros, la intervención artificial que se hace sobre un cuerpo humano para acrecentar su
belleza natural o para disfrazar sus imperfecciones naturales. Hablo de embellecimiento. Pero puede ser
también una labor de rejuvenecimiento. O de falsificación de la juventud desaparecida: borrar arrugas, quitar
papadas, levantar párpados o senos caídos por el paso de los años. Es algo cada día más frecuente. No sólo
ya entre las personas que viven de su propia belleza, tales como las actrices o las modelos, sino entre todo el
mundo. Leía hace poco en un periódico que en Inglaterra se ha multiplicado prodigiosamente el número de
personas de mediana edad que se hacen operaciones de estiramiento facial, no por razones de coquetería sino
por necesidad laboral. Las leyes que «flexibilizan» el despido de los trabajadores han tenido, por lo visto, el
efecto de que los hombres y las mujeres con arrugas están perdiendo el empleo, porque a los patrones les
parecen viejos, aunque no lo sean en realidad. Sin embargo debo decir que, por útiles que puedan ser estas
intervenciones de cirugía rejuvenecedora, personalmente no me inspiran mucha simpatía. Me parece más
noble, por decirlo así, en el sentido de que es obra de creador artístico y no de zapatero remendón, la cirugía
estética que se dirige a la fabricación de la belleza que la que se ocupa de la restauración de la juventud.
Porque la belleza que ustedes fabrican con las manos es cierta, aunque sea artificial: es sabido que todo arte
es artificio. En cambio la juventud que restauran estirando y cortando es una juventud falsa, y que se nota
falsa. Es, en suma, una forma de la fealdad. Aunque me parezca, por supuesto, de utilidad práctica. También
tenía una utilidad práctica innegable el oficio de remendadora de virgos que practicaba la Celestina de
Fernando de Rojas, que había remendado —«rehecho», se jactaba ella— más de cinco mil. Hay casos
especiales, de acuerdo. Pero en líneas generales la madurez y la vejez naturales suelen ser más bellas que la
falsa juventud. El pintor Francisco de Goya se negó una vez a restaurar un cuadro envejecido alegando que
«el tiempo también pinta». Tenía razón. Como dice el lema publicitario del diseñador Adolfo Domínguez,
«la arruga es bella». Aunque se refiere a las arrugas de la ropa, y no a las de la piel. Pero también la arruga
puede ser fea, o ser tenida por fea. ¿Quién decide eso? Porque la noción de belleza cambia con los tiempos,
con las necesidades, con las modas. Los cánones de la belleza los imponen a veces los artistas, a veces los
modistos, a veces los publicitarios, a veces los médicos. No los cirujanos plásticos, sino los especialistas en
dietética. A veces las películas de Hollywood. A veces los triunfos políticos, o militares, o económicos, de
los imperios. En este momento, por ejemplo, todavía el canon de belleza más universalmente aceptado es el
que corresponde a la raza blanca, que ha sido la que se ha impuesto militar y culturalmente sobre las demás
en el curso del último milenio. Incluso más estrechamente hablando: el canon de belleza de la variedad
anglosajona de la raza blanca. Fíjense ustedes que en los cuentos de hadas, en los cuentos infantiles, que son
los mismos en los países del sur de Europa, en la Europa latina, que en los del norte, en la Europa sajona y
escandinava, las heroínas son siempre rubias y tienen los ojos azules. Sólo existe una heroína morena, quiero
decir, de pelo oscuro, en toda la literatura infantil de Occidente: es Blancanieves. Y aunque su pelo era negro
su piel era, como su nombre lo indica, blanca como la nieve. La blancura de la piel es una condición
fundamental de la belleza, y eso es así desde el principio de la civilización occidental. En el «Cantar de los
cantares» de la Biblia, la bella Sulamita se tiene que disculpar ante las hijas de Jerusalén diciendo: «Morena
soy, porque el sol me miró». Esa es, en efecto, la única disculpa: el sol. No tanto ahora mismo, cuando
florecen tanto las distintas modalidades del cáncer de piel. Pero en los últimos treinta o cuarenta años ha
formado parte de la belleza el bronceado de la piel, lo cual, sin embargo, se debe más a que indica que se
tiene tiempo y dinero para ir a la playa o a la piscina que al bronceado mismo. Ser moreno sigue siendo cosa
de pobres, o de negros: de personas consideradas inferiores por nuestra civilización actual, así los códigos y
las leyes digan otra cosa. Por eso podemos ver fenómenos extremos como el del cantante Michael Jackson,
un hombre negro que a fuerza de operaciones y de decoloraciones ha conseguido convertirse en un engendro
andrógino del color de la tiza y con las facciones de Diana Ross. Quiero decir: de una Diana Ross ya
debidamente blanqueada y operada ella misma. No sucede sólo con los negros. En buena parte del continente
asiático, en Indonesia y en la India, en Filipinas, en Taiwán, en el Japón, hasta en la propia China
continental, las multinacionales farmacéuticas han podido imponer la moda del blanqueamiento, tanto de las
pieles morenas como de las amarillas. Y las cremas blanqueadoras se anuncian —en inglés, por supuesto—
proponiendo este dilema: «White or wrong», o sea «blanco o falso», que juega fonéticamente con el dilema
de «right or wrong», «cierto o falso»: una especie de parodia monstruosa de la equivalencia aristotélica entre
lo bello y lo verdadero. Pero es de suponer que mañana, quiero decir, dentro de unos pocos años, cuando
terminen de cambiar los arquetipos que tan rápidamente están cambiando, el modelo de la belleza humana
habrá que ir a buscarlo en la China. Y aparecerán entonces cremas cosméticas amarilladoras, y los cientos de
miles de japonesas y de japoneses que se han hecho operar los ojos para tenerlos redondos, como los
occidentales, se los volverán a operar al revés para volverlos a tener rasgados. Y el bronceado volverá a ser
considerado atractivo, aunque dé cáncer, como cuando servía como símbolo de estatus económico y social
porque revelaba que se tenían vacaciones. Pero no importa quién decide cuál es la belleza, cuál es el modelo
de la perfección estética corporal. Los cánones cambian. A veces se imponen modelos de índole biológica,
como en esas estatuillas del neolítico que se llaman «venus esteatopigias», y a veces modelos dictados por
consideraciones estéticas, como ese que, justamente, se llamó el «canon» por excelencia, la estatua del
Diadumeno, del escultor griego Policleto. Y a veces esas consideraciones son puramente mentales,
matemáticas, basadas en principios como el de la proporción áurea, y a veces, al revés, copian lo que da
naturalmente la naturaleza, si puedo decir eso; como en la anécdota de otro escultor griego, Praxiteles, que
diseñó su copa para beber el vino sobre el molde del seno de su amante. imperante de belleza, femenina o
masculina, viene de la dieta. Pero digo que no importa de dónde viene, ni quién lo dice: lo importante es
cómo se copia ese modelo. Y es ahí donde entran ustedes, los cirujanos plásticos, los cirujanos estéticos.
Porque antes, como dije hace un rato, no existían más opciones de embellecimiento que el maquillaje o la
peluquería, o la ropa. Con el desarrollo de la cirugía estética se ha alcanzado, han alcanzado ustedes, un
poder que a lo largo de la historia de la humanidad se consideró propio de Dios, o del diablo: el poder de
fabricar a voluntad seres humanos hermosos. O que parecen hermosos, o que se creen hermosos. Han
alcanzado el poder de manipular a su antojo la belleza. Podría pensarse que se trata de algo superficial y
frívolo: la mera apariencia. Liposucciones, tetas, culos, narices. Pero es justamente lo contrario, lo que tiene
más hondas repercusiones vitales y filosóficas: se trata nada menos que de saber quién somos. Mencioné
antes el viejo adagio según el cual el rostro es el espejo del alma. Nuestra apariencia física, que es nuestra
superficie más inmediata, es lo que tenemos de más profundo. Ese es el tema, que todo el mundo conoce
aunque no haya leído el libro, de la novela en apariencia frívola pero profundamente trágica que se titula El
retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde: la historia de un hombre que, aunque se entrega a todas las pasiones,
mantiene incólume ante el paso de los años el rostro de su juventud, de belleza arcangélica. Pero entre tanto,
guardado en un desván, va transformándose y convirtiéndose en un monstruo horripilante el retrato al óleo
que le había hecho un pintor. Ustedes tienen en su bisturí el pincel del retratista de Dorian Gray. Esa es una
responsabilidad considerable: ustedes pueden hacer de una persona otra distinta: convertirla en alguien que
no es. Hace pocos meses fue noticia en el mundo entero el caso del transplante de cara que le hicieron a una
francesa a quien un perro le había devorado la suya. Los cirujanos no se la reconstruyeron, sino que le
transplantaron ya hecha la de otra mujer, la de una donante supongo que difunta. Se la transplantaron como
se transplanta un riñón, o un hígado, pero con la diferencia de que no se trata de un órgano interno, sino del
más externo, del más visible de todos los órganos. Todavía es pronto para que se conozcan las consecuencias
psicológicas que esa operación haya tenido sobre la paciente. Pero no creo que se hayan limitado
simplemente a «mejorar su autoestima», como suele decirse. Porque recuerdo el caso de otro transplantado,
hace ya varios años. Un hombre que había perdido accidentalmente la mano, a quien le pusieron la mano de
un cadáver. Con el paso del tiempo fue incapaz de soportarlo. No porque el organismo mostrara una reacción
de rechazo a la mano ajena, sino precisamente porque era ajena: el paciente empezó a sentir, o a creer, que
tenía vida propia: que no obedecía a su voluntad, sino a la voluntad del muerto. Y finalmente se la hizo
quitar otra vez: prefirió quedarse manco, pero seguir siendo él mismo. También pueden ustedes hacer lo
contrario: no convertir a una persona en otra, sino convertir a muchas personas en la misma. Lo estamos
viendo desde hace ya unos cuantos reinados de belleza de Cartagena, desde que se generalizó la participación
de muchachas operadas. Estamos viendo que las candidatas de los distintos departamentos son todas iguales
entre sí, como si hubieran sido, literalmente, cortadas por la misma tijera. No sé si eso sea deseable, aunque
estoy convencido de que es inevitable. Pues en mi opinión la cirugía estética no plantea sólo un problema
físico, sino ante todo un problema moral: el de parecernos a nosotros mismos. Porque, como decía Cesare
Pavese, a partir de los cuarenta años todo hombre es responsable de su propia cara. No es que seamos lo que
parecemos, sino que parecemos lo que somos.

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