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Con los años ha llegado a pensar que habría preferido ser descubierto ese
domingo en que su culpa se hizo pública. Y no sólo eso, sino también ser
escarnecido y condenado; todo habría resultado más fácil, más claro. Su
relación con el mundo podría haberse despojado de muchas telarañas.
Ahora, pasados más de cuarenta años de ese incidente, se conforma sólo
con registrar el hecho. Trata de examinar las circunstancias, de elaborar
algunas conjeturas. ¿Por qué se tiñó de horror aquel rito de iniciación? ¿Se
trataría, acaso, de un desgarramiento tardío del cordón umbilical, de una
separación sangrienta del cuerpo que formaba con los suyos? Llega a la
conclusión de que ese ejercicio se le está convirtiendo en un ocioso juego
de acertijos, que seguirlo lo internaría en un laberinto de estupores. Se
perdería en marismas sin tocar tierra firme.
Tal vez le debe a esa experiencia el hecho de que durante largo tiempo no
pudiera escribir en casa, como si hacerlo fuese una actividad vitanda.
Escribir en el mismo espacio donde uno vive, equivalió durante casi toda
su vida a cometer un acto obsceno en un lugar sagrado. Pero eso es
anecdótico. Lo que da por seguro es que esa inmersión en la inmundicia
que caracterizó su confrontación, a fines de la adolescencia, con la
palabra, impresa la suya, ha condicionado la forma más personal, más
secreta, más ajena a la voluntad, de su escritura, y ha hecho de ese
ejercicio un gozoso juego de escondrijos, una aproximación al arte de la
fuga.
Xalapa, diciembre de 1994
En El arte de la fuga