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Psicología en el ámbito jurídico-forense.

Escrito sobre la conferencia-debate


Infancia/adolescencia y poder punitivo.
Disertantes: dra. María Dolores Aguirre Guarrochena y
psicólogo Gerónimo Ferreyra.

Alumna: Giovannoni, Clarisa. Legajo: G-5179/9.


Cuando repasé mis apuntes de esta ponencia, los mismos me evocaron pasajes de otros dos textos
que figuran en el programa de la cátedra, en relación a una constante: la judicialización de los
menores.
“El estado de las políticas públicas destinadas a los menores, siguen siendo condiciones de
encierro”, como testimonió el psicólogo Ferreyra. Es decir, aún a pesar de que en el país, rige la
Convención de los derechos del niño, la cual posee jerarquía constitucional y promueve preceptos
que tienden a una protección integral de los derechos, ésta convive con la legislación tutelar del
Patronato (1919).
“Las consecuencias son reformas mínimas, puntuales, no transversales”, destaca la jueza
Guarrochena. Como establece Daroqui (2015), la reproducción de dicho dispositivo ha cobrado un
carácter hegemónico, por ende, “está garantizada en aquellos discursos y prácticas que suelen
cuestionarla”. Desde que no se considera al “menor como un niño vulnerado en sus derechos
fundamentales, por tanto merecedor de políticas de protección”. Se observa, en cambio una
“necesidad de dar continuidad a la hegemonía de la doctrina de la situación irregular, por sobre la
protección integral”. Así, se ha ido construyendo la categoría del sujeto menor, desde la sanción de
la ley de Patronato, subvaluándolos en su condición de personas, derechos y necesidades.
Según el esclarecimiento que aporta Daroqui, los primeros menores fueron los hijos de un nuevo
sector social, el obrero. La estrategia era situarlos en los márgenes tanto de la vida social como la
política. Constituirlos como fuerza de trabajo para la expansión del mercado agroexportador, pero
sujetarlos para que permanezcan como ciudadanos de segunda categoría. Entonces, se los asociaba
a la “mala vida”, la violencia y la locura. Así se garantizaba la gobernabilidad, y con ella, la
perpetuación de un orden social dominante.
“Al juez de menores se lo ha dotado de un poder omnímodo y se le abre un enorme abanico de
discrecionalidad”, como ha comentado la jueza Guarrochena. En sintonía, se encuentra la
perspectiva de Daroqui. Ambas, vinculan las intencionalidades a estrategias de control social. A lo
largo del tiempo se han multiplicado los tribunales de menores. “En el interior de estas clases
sociales se apunta hacia un objetivo privilegiado: la patología de la infancia, bajo un doble aspecto.
Por un lado, la infancia en peligro, que no se ha beneficiado con todos los cuidados de crianza y de
educación deseables, por otro lado, la infancia peligrosa, de la delincuencia. La solución para todos
ellos era la judicialización, es decir la incursión sistemática en sedes de la administración de la
justicia”. Al respecto, esta última autora cita a Platt para dejar entrever el marco ideológico oculto:
se trataba de educar a jóvenes de las clases inferiores para el trabajo. Bajo el pretendido argumento
de lo tutelar en el sentido de la protección, “porque te protejo, te encierro” (según bien ilustró la
jueza Guarrochena), también se pusieron en funcionamiento programas de tratamiento en formación
moral, de carácter, instituciones correcionales. Según Daroqui, se trataba de “clasificar, identificar,
calificar a aquellos sujetos que, sea por una vida desgraciada o por maldad natural, al decir de Luis
Agote (distinguía entre menor abandonado y el delincuente), representaban una amenaza natural
hacia el resto de la sociedad. Las políticas eran represivas: encarcelamientos e internamientos”.
Podemos ver que “las garantías eran otorgadas a la “mayoría no desviada”, mientras que los
infractores eran tratados con el mayor rigor”. La mirada se posa sobre un sector social.
Daroqui considera la ambigüedad del término protección. Al respecto, hace dos puntualizaciones en
el término protección: “proteger a la sociedad del menor susceptible de convertirse en infractor;
proteger al menor de la sociedad susceptible de no actuar como agente positivo de control social, en
sentido proactivo a través de la educación, socialización y civilización”.
En suma, quiero referirme a un aspecto fundamental, que implica considerar al menor como objeto
de intervención. Para ello, me remitiré al aporte de Gabriela Salomone (2015). Ella habla de la
iatrogenia, que resulta de “adjudicar impotencia allí donde se podría apostar al sujeto”. En el marco
de la importancia de una noción de autonomía progresiva, que es la que surge de la Convención de
los derechos del niño, esta autora expresa: “los niños y adolescentes” [...] nos convocan a evaluar en
cada caso, en lo singular de un caso, sus posibilidades reales de autonomía, discernimiento,
madurez psicológica, afectiva, intelectual, social”. A su vez, insistiendo en la dimensión singular,
destaca que “atribuir al niño o adolescente una responsabilidad que excede sus capacidades
simbólicas para tramitarla, redundaría en una violentación a su subjetividad”.
Sucede que resulta pertinente comprender, el contexto de los menores de hoy: “son hijos de
desafiliados […], que proceden de hogares con necesidades básicas insatisfechas”. (Daroqui, 2015).
En una línea de continuidad, desde las instituciones pasadas aún vigentes, el orden social dominante
administra la desigualdad en momentos de crisis sociales (por ejemplo, con disminución de la edad
de responsabilidad penal, que coincidió con épocas de violación de derechos) de los vulnerables, los
“nadies”, al decir de Galeano o los “inútiles al decir de Hanna Arendt.
Bibliografía.

Daroqui, A., Guemureman S. (1999), Los menores de ayer, de hoy y de siempre, Santa Fe: Delito y

Sociedad, Revista de Ciencias Sociales, nº 13.

Salomone, G. (2015), Del niño como sujeto autónomo al sujeto de la responsabilidad en el campo

de la infancia y la adolescencia, Buenos Aires: Ficha de cátedra.

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