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Tanto para el deudor como para el acreedor, la venta y compra de instrumentos de deuda implica un
desplazamiento temporal de la disponibilidad de fondos. El deudor se ve capacitado a adaptar más que
sus ingresos al inicio del período presupuestal, pero se obliga a gastar menos que sus ingresos en algún
periodo futuro. Por la otra parte, el acreedor gasta menos que sus ingresos en el periodo inicial pero se
ve capacitado para gastar más que los ingresos en los periodos durante los cuales la deuda se amortiza.
Como he sostenido a lo largo de tres décadas, el gobierno no es fundamentalmente diferente en estos
sentidos de cualquier otro deudor.
Se hace necesario volver a los orígenes debido a la inmensa confusión que priva en buena parte de las
discusiones sobre la deuda pública y los déficit. Si descartamos una suspensión en el servicio de la
deuda, la consecuencia económica primaria del gasto gubernamental financiado por deuda es la
necesidad garantizada de que nosotros, como ciudadanos contribuyentes y beneficiarios de los
programas positivos, deberemos renunciar a partes de nuestros ingresos en periodos futuros para poder
cubrir los gastos de intereses y amortizaciones sobre la deuda. Una parte de nuestros ingresos futuros
ha sido comprometida para satisfacer los legítimos reclamos de los acreedores del gobierno. No importa
en absoluto si estos acreedores son ellos mismos ciudadanos o extranjeros.
Este error lógico básico en el análisis también anima el conocido argumento según el cual la deuda en
manos de extranjeros, así llamada deuda externa, es más onerosa que la deuda que está en manos de
ciudadanos o de organizaciones domésticas. El error aquí se origina por no considerar las alternativas
que inicialmente se ofrecen a quienes compran los títulos. Si son ciudadanos quienes compran los
instrumentos de la deuda, se hace imposible el empleo alternativo d los fondos en la economía
doméstica. Si los bonos son comprados por extranjeros, quedarían abiertas estas alternativas en la
economía doméstica. Las reclamaciones contra ingresos futuros por parte de los extranjeros del segundo
caso son exactamente equivalente al valor de los empleos de los fondos que siguen estando disponibles
para su explotación como inversiones privadas o como oportunidades de consumo. Como ciudadanos,
como miembros de la organización política del gobierno, quedamos exactamente en la misma posición si
la deuda nacional está en manos de personas al interior o al exterior de la economía nacional.
Se sugiere con frecuencia que el régimen de los ochenta de déficit masivos ha podido sostenerse sin
perjuicios económicos mayores sólo gracias a que han sido extranjeros quienes han comprado grandes
lotes de las obligaciones emitidas para financiar los déficit. De otro modo, se sugiere, los déficit
presupuestarios de la magnitud experimentada habrían ejercido presiones ascendentes inaceptables
sobre las tasas de interés. Mi conclusión acerca de los efectos equivalentes de la deuda externa y la
doméstica o interna no contradicen tal sugerencia. El impacto de un déficit financiado con
endeudamiento de cualquier tamaño sobre las tasas de interés dependerá de la oferta de fondos para
prestar, y si los inversionistas extranjeros ofrecen fondos para los mercados de préstamos locales, sean
públicos o privados, las tasas de interés serán menores de lo que serían de no disponerse de tales
fondos de inversión extranjera. No hace ninguna diferencia si los extranjeros compran obligaciones
privadas o gubernamentales.
Arrinconamiento
Una segunda fuente de confusión mayor, o al menos de ambigüedad, tiene que ver con la cuestión del
“arrinconamiento”. Como el financiamiento de la deuda fuerza al gobierno a vender obligaciones a
cambio de los fondos que proveen los acreedores, fondos que se consumen cuando gasta el gobierno,
parece evidente que estos fondos podrían ser empleados por los prestadores para comprar obligaciones
privadas que rindan ingresos. Los vendedores potenciales de obligaciones privadas (por ejemplo, firmas
en busca de expandir sus facilidades de capital mediante la emisión de acciones o bonos) quedan
“arrinconados”. Las obligaciones privadas sólo pueden entrar al mercado a tasas de interés que son muy
superiores a aquella que prevalecerían de no existir la operación de préstamo del gobierno.
Algunos economistas han cuestionado este argumento en apariencia simple; según ellos la cuestión de
la deuda pública, en sí misma, estimula nuevos ahorros. De acuerdo con esta argumentación, los
ciudadanos se darán cuenta de los gravámenes tributarios que están implicados en cualquier operación
de endeudamiento público del periodo futuro. En consecuencia, ajustarán su comportamiento de tal
manera que estos futuros pagos de gravámenes, que les serán impuestos a ellos o a sus descendientes,
puedan ser más fáciles de cumplir. Según este escenario, el ciudadano, al poder observar el
endeudamiento del gobierno hará ahorros adicionales mediante la reducción de sus tasas actuales de
sus gastos de consumo. El ahorro adicional, en la medida en que ser realice, deberá equiparse con las
demandas adicionales de fondos prestables que representa la operación de endeudamiento público. En
el extremo, si los nuevos ahorros balancean completamente la situación, no habrá “arrinconamiento”. Y,
aun de no ser completo, cualquier ahorro que se genere como resultado de la cuestión de la deuda
pública atenuará el arrinconamiento de la formación de capital privada más allá de lo sugerido por el
argumento inicial.
Mi propia posición es que el hecho de que el financiamiento por endeudamiento de los déficit
presupuestarios “arrincone” o no a la inversión privada y a la formación de capital es esencialmente una
cuestión no es mi intención sugerir que carezca de importancia. En vez de ello sugiero que es
inexcusable que los economistas se concentren injustificadamente en esta discusión, que suponga que
no ocurre ningún arrinconamiento. Supongamos que los déficit financiados por deuda no tiene efectos
sobre la tasa de interés, y por ende sobre la tasa de formación de capital en la economía. Este resultado
requeriría que los nuevos ahorros generados fueran suficientes para financiar por completo todos los
instrumentos de deuda gubernamental ofrecidos.
La consecuencia económica primaria del financiamiento por endeudamiento de los déficit seguiría
estando presente aun en este caso extremo y totalmente fuera de la realidad. Seguirá habiendo una
demanda neta contra los flujos de ingresos privados futuros en la economía, demanda detentada por los
acreedores del gobierno, todas aquellas personas, individuos u organizaciones, domésticos o
extranjeros, que posean títulos gubernamentales. Los impuestos, que por su propia naturaleza son
coercitivos, tendrán que imponerse en contra personas para poder generar los ingresos necesarios para
financiar el pago de intereses sobre la deuda. Por definición, aquella parte de los ingresos privados que
deba destinarse al pago de impuestos no puede estar disponible para usos privados como podrían
desear los individuos, tanto para efectos privados como podrían desear los individuos, tanto para efectos
privados como públicos. Se hará presente la carga de tener que efectuar pagos de impuestos a partir del
ingreso personal, independientemente del comportamiento de aquellos que hagan las decisiones del
periodo inicial respeto a cuánto ahorrar y cuánto consumir. La persona que enfrente un impuesto para
financiar el pago de intereses no establecerá ninguna relación entre el ahorro que sus padres puedan o
no haber hecho y la deuda que se contrajo anteriormente. La persona que enfrente un impuesto para
financiar el pago de intereses no establecerá ninguna relación entre ahorro que sus padres puedan o no
haber hecho y la deuda que se contrajo anteriormente. La persona que encare un impuesto así razonará
simplemente a partir del hecho observado de que los ingresos que de otra manera podría usar se le
quitan así razonará simplemente a partir del hecho observado de que los ingresos que de otra manera
podría usar se le quitan mediante impuestos. El resultado es análogo precisamente al ejemplo de la
huerta de manzanas que mencionamos anteriormente. Si el producto de tres de los árboles dentro de la
propiedad nominal de un individuo se destinan al servicio de la deuda, esto es completamente
equivalente a tener una huerta con tres árboles menos.
Es necesario reducir el déficit presupuestal. Pero, ¿cuáles son la consecuencias de esta reducción? Es
necesario recortar, tal vez dramáticamente, las tasas actuales de gasto gubernamental, y/o incrementar
quizá dramáticamente las tasas impositivas actuales. Cualquiera de estas dos opciones, o cualquier
combinación de ellas también debe tener serias consecuencias económicas. Los recortes en el gasto
reducirán los beneficios esperados por todas aquellas personas y grupos que han anticipado programas
de expansión continuos. Los aumentos en los impuestos, reducirán los ingresos disponibles para los
individuos
Podría predecirse que una reducción en el déficit, financiada por un recorte en las tasas del gasto
gubernamental o por un incremento en las tasas de los impuestos, haría descender la tasa de interés, ya
que la reducción de la demanda gubernamental de fondos prestables no quedaría completamente
compensada por una reducción en la oferta de tales fondos. Este efecto sobre la tasa de interés es a su
vez una consecuencia secundaria de la reducción o eliminación del déficit. La consecuencia primaria es
un desplazamiento de la incidencia del pago de los programas gubernamentales que cambia de
causantes futuros a aquellos que están activos durante el periodo en que el gobierno hace realmente sus
erogaciones.
En algún punto será necesario realizar este desplazamiento en la incidencia temporal del gasto
gubernamental. El crecimiento real de la economía nacional puede posponer el día en que se llegue a
esa decisión, pero el pago de intereses no puede absorber de manera permanente una proporción
creciente del presupuesto federal.
No creo que pueda ni que vaya a hacerlo. Como todos podemos observar, parece haber costos políticos
casi insuperables implicados tanto en una reducción de los gastos como en el aumento de impuestos. La
política moderna de Estados Unidos opera en concordancia con un conjunto de reglas que vuelven casi
imposible una resolución efectiva de la cuestión del déficit. Debe quedar clara la implicación de esto.
Sólo podemos esperar mejorías o reformas si se cambian las reglas. Debido a esta convicción, desde
hace mucho he apoyado resueltamente las proposiciones de enmienda a la constitución que exijan un
balance presupuestal.
esfuerzos pueden llegar a ser contraproducentes a largo plazo debido a que pueden, en la medida en
que tengan éxito en el corto plazo, servir sólo para distraer la atención de la reforma estructural de
procedimientos que se requiere. Cualquier restablecimiento del congreso como ese de una disciplina
fiscal efectiva podría y sería probablemente disipado de manera rápida por un retorno hacia la
intemperancia fiscal. Si se da credibilidad a este prospecto, ¿por qué habrían de incurrir los dirigentes
políticos en costos políticos y económicos presentes a fin de beneficiar a líderes políticos y
representantes que vendrán después?
Prospectos de incumplimiento
Así pues, ¿qué podemos esperar con realismo? ¿Las constantes expresiones de preocupación harán
algo sobre los déficit financiados por deuda, tomando en cuenta su magro éxito? ¿Lo harán interesantes
cada vez más gravosos que consumen porciones más y más grandes de los egresos del presupuesto
federal?
En algún punto de una secuencia como ésta, el incumplimiento o el repudio de la deuda nacional debe
convertirse en un tema político central. Como la deuda nacional de los Estados Unidos está tasada casi
exclusivamente en dólares, puede reducirse su valor real mediante la emisión de dinero en su límite a
cero, dramáticamente. Hay dos vías en las que puede tomar lugar el incumplimiento mediante la
monetarización. Primera, las autoridades monetarias de la Reserva Federal podrían sencillamente
comprar todas las obligaciones corrientes de gobierno con dólares recién creados. Bajo tales
circunstancias, se garantizaría a todos los acreedores el valor nominal completo de sus créditos. La
inflación generada por el dinero recién emitido reduciría los valores reales de todas las obligaciones fijas
de la economía; la operación sería equivalente a gravar con impuestos a todos los tenedores de tales
obligaciones. De manera alternativa, la autoridad monetaria podría genera inflación expidiendo dinero
adicional a través de los canales ordinarios, reduciendo de esta forma los valores reales de todas las
deudas nominales circulantes, tanto pública como privadas. En este caso los efectos serían casi
equivalentes a los de la primera operación: la incidencia efectiva sería sobre los tenedores de
obligaciones fijas. Es más probable que ocurra la segunda de estas operaciones que la primera,
acompañada por la negativa de todos los involucrados en cuanto a que se trate de un intento explícito de
no caer en incumplimiento respecto a la deuda nacional.
La relación entre la deuda nacional y otra ronda de inflación merece ser observada más cerca. La
inflación efectuará una reducción del valor real de la deuda pública pendiente; la deuda como proporción
del PIB podría incluso nivelarse y hasta decrecer. Por esta razón, resultan muy sospechosas todas las
comparaciones entre el tamaño de la deuda nacional y el PIB, ya que la proporción de deuda a producto
se puede reducir dramáticamente mediante una inflación masiva. No obstante, una política de tal
envergadura puede resultar mucho menos efectúa (desde la perspectiva del gobierno) a fines de los
ochenta y
principios de los noventa de lo que resultó en el decenio de los setenta. Dado que hoy en día la deuda
circulante se concentra más en instrumentos de corto plazo, las expectativas inflacionarias se verían
rápidamente traducidas en las tasas de interés. A medida que el gobierno intentara dar vuelta y
refinanciar instrumentos de deuda que llegasen al vencimiento, los pagos de intereses se elevarían para
alcanzar la inflación anticipada. Los resultados fiscales aparentemente benéficos tendrían efectos sobre
todo en el corto plazo.
En algún punto de esta secuencia, es indudable que la discusión política tocaría en forma más explícita
el repudio de la deuda nacional; el hecho de que la mayoría de los comentaristas sobre el déficit,
incluyendo economistas, soslayen un examen serio del repudio de la deuda me parece análogo a cruzar
un cementerio silbando. Cuando consideramos el incumplimiento seriamente, nos damos cuenta de que
los argumentos contra un cambio de política drástico no son ni tan fuertes ni tan auto evidentes como
nos gustaría esperar. No me es posible en este lugar desarrollar por completo los argumentos contra un
cambio de política drástico no son ni tan fuertes ni tan auto evidentes como nos gustaría esperar. No me
es posible en este lugar desarrollar por completo los argumentos de ambos bandos, pero permítaseme
formular la cuestión como sigue: ¿Por qué habría que coaccionar a los contribuyentes y a los
beneficiarios de los impuestos que vivan en el año 2000 a pagar los beneficios de los programas
públicos que nosotros, los contribuyentes y los beneficiarios de los ochenta hemos consumido? ¿Por qué
habrían de pagar los contribuyentes de un período futuro (que por supuesto puede incluirnos a muchos
de nosotros) por los dispendios de hoy? He examinado esta pregunta con cierto detalle, y el argumento
más fuerte que pude encontrar contra el incumplimiento estriba en el reconocimiento legítimo de los
reclamos sostenidos por los acreedores. Aquellos que están comprando obligaciones gubernamentales,
y los que lo han hecho en el pasado, lo hacen y lo han hecho bajo la expectativa de que sus derechos
serán respetados. Repudiar tales obligaciones equivaldría a una violación contractual, y nos gusta vivir
dentro de un sistema legal en el cual respetan los contratos. Sin embargo, los gobiernos nos han roto
contratos en muchas ocasiones anteriores, y, después de todo, ¿con quién celebraron el contrato los
acreedores? No deseo sugerir que los argumentos a favor del repudio de las deuda nacional llegaran a
ser dominantes en lo político. Lo que sugiero en cambio es que el incumplimiento se volverá cada vez
más discutido a medida que continúe el patrón de gasto financiado por endeudamiento.
El incumplimiento, claro está, implicaría un alto a nuevos préstamos, al menos por un tiempo, puesto que
los prestamistas devendrían bastante escasos. No obstante, obsérvese que el repudio de la deuda
eliminaría el enorme componente que significan los intereses en el presupuesto. Así pues, una vez que
rebasemos el umbral donde los cargos anuales por intereses excedan el déficit anual (lo cual no está
lejos), realmente será el interés de los contribuyentes y beneficiarios de los impuestos repudiar la deuda.
Conclusiones
Tanto nuestras estructuras fiscales como las monetarias se encuentran actualmente en desorden. Como
miembros del cuerpo político, todos nos estamos comportando irresponsablemente en nuestro poco
deseo por observar, analizar y por último apoyar reformas estructurales que ofrezcan las únicas
perspectivas de una mejoría permanente. Hemos permitido que, accidentalmente, unas autoridades
monetarias casi independientes se hicieran de un monopolio sobre los asuntos que atañen al dinero
fiduciario sin control efectivo de mercado o político. ¿Quién puede predecir un camino aleatorio, que es
la mejor forma de caracterizar la clase de sistema monetario que hoy padecemos? Al lado de esta
autoridad monetaria de camino aleatorio, tenemos una estructura fiscal de la que ha sido prácticamente
eliminada toda pretensión por balancear los costos de los impuestos contra los beneficios de los gastos.
Sin embargo, el problema no es la irresponsabilidad de los dirigentes políticos, tanto en las ramas
ejecutiva o legislativa del gobierno. El problema es que las reglas del juego son tales que la prudencia y
responsabilidad fiscales se encuentran más allá de los límites de lo políticamente realizable. Los
contribuyentes disfrutan los beneficios del gasto público; no disfrutan con el pago de impuestos. La
política del déficit es tan sencilla como esto.
La tragedia es que tantos de nosotros nos demos cuenta con claridad de lo que está sucediendo y
sigamos siendo impotentes para hacer algo al respecto. Con frecuencia he hablado a favor de una
genuina “revolución constitucional”, pero ¿cómo podemos avanzar hacia su realización?
A pesar de todo, permítaseme terminar con una nota más bien optimista. A lo largo de una década se ha
discutido seriamente acerca de la propuesta de enmienda constitucional para un balance presupuestario,
y ello en niveles políticos importantes. Gramma-Rudman expresa por lo menos un reconocimiento de la
necesidad de varios tipos de pre-compromisos fiscales. Por último, los economistas están a punto de
darse cuenta de la necesidad de examinar cambios estructurales básicos en nuestras instituciones
económicas y políticas, y sobre todo en nuestra estructura monetaria y fiscal. Todos estos
probablemente sean precursores necesarios de una reforma a las reglas fiscales y monetarias. Si, y se
trata de un si muy grande, tan sólo pudiéramos iniciar esta reforma antes de que sea demasiado tarde.