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Fernando Bárcena LA EXPERIENCIA REFLEXIVA EN LA EDUCACIÓN

Prefacio: educar es viajar, porque educar, como experiencia, es viaje. Educar aquí es acompañar
en un viaje, uno en el que se hace una experiencia, la que consiste en confrontarnos con lo
extraño, la que consiste, también, en escapar del lugar de nacimiento, de las identidades fijas e
inmutables, huir, en fin, de los lazos que “fueron impuestos en el terror obediente, familiar, social,
impersonal y mudo de los primeros años.” Romper esos lazos, cuando hay que hacerlo, es intentar
un nuevo comienzo, hacer experiencia de un inicio que es como aprender a nacer. En el ámbito
pedagógico, donde la educación es sobre todo una relación que se desenvuelve en plena
ambivalencia e incertidumbre. Allí donde se presenta un “contexto hermenéutico”, surgen
problemas de significado, que se experimentan con la irritación de quien no tolera lo que no
domina: la contingencia. La incertidumbre provoca irritación, pues en lo ambivalente el sujeto
tiene que leer las situaciones interpretándolas hermenéuticamente; tiene que elegir y decidirse. Y
hay que elegir, pues allí donde no hay posibilidad de elección todo es posible y si “todo es posible”
se sientan las bases para un práctica de corte totalitario. En este ensayo deseo volver a pensar esa
“práctica” como una experiencia reflexiva y de sentido. Aquí, la razón educativa funciona, no a
base de argumentos teóricos a partir de conceptos abstractos, u ofreciendo explicaciones que se
apoyan en leyes y reglas universales, sino mediante narrativas referidas a situaciones particulares
y con argumentos reales, temporales, locales, hermenéuticos. Se trata de una experiencia donde
el agente que actúa se revela en sus juicios, deliberaciones y elecciones, el educador precisa
también una hermenéutica pedagógica. Un momento hermenéutico, que piensa esa práctica
como la práctica de una conversación; un momento ético, que piensa la educación como la
práctica de un compromiso con la búsqueda de los bienes internos de la educación; y un momento
político que piensa la educación como acción, o lo que es lo mismo, como la posibilidad de un
nuevo inicio o la inserción de la novedad en el mundo: la radical novedad, la libertad y la
pluralidad.

El concepto de educación no dice una esencia, sino un acontecimiento, y su definición no es tanto


ontológica (¿qué es la educación?) como hermenéutica (¿qué significa educar? ¿en qué consiste
una práctica educativa?) La educación germina, pues, como un concepto de significación múltiple,
tan sólo abarcable teóricamente en el marco de un proceso dinámico de discusión reflexiva, crítica
e intersubjetiva. Hemos dicho que “educación” es una palabra que posee una cierta
contextualización social e histórica, y precisamente la historia, así como los contextos políticos y
sociales, dotan de pleno significado, aunque tal vez con desigual valor y rivales unos frente a otros,
a esta noción. No obstante, es posible obtener un cierto saber de la educación. Sólo que este
saber deriva su significación primera de un saber práctico. Como experiencia, la educación es algo
que se practica y luego se dice o se explica. Este es su juego. Y se practica de modo que cada
jugador se sabe de memoria las reglas de ese juego en que consiste educar. Hay un saber práctico
establecido en la práctica de la educación que se configura como tradición. Aunque, como
veremos, tradiciones hay muchas, y estar en ellas no significa estar sometidos o esclavizados.

La práctica de la conversación ocupa un lugar muy importante en la hermenéutica, porque para


ella todo lo que hay que presuponer es la existencia del lenguaje, y éste resulta una experiencia
peculiar en la conversación humana: “El lenguaje sólo existe en la conversación”. Por la
conversación buscamos llegar a acuerdos, pero también por la conversación experimentamos el
lenguaje, y escuchamos las voces humanas en toda su pluralidad de tonos y registros. Es en la
conversación donde nos damos cuenta de que, aunque hablemos una sola lengua. En nuestras
instituciones educativas y en nuestras universidades, donde los profesores cada vez menos llegan
al aula sin libros y sin cuadernos, más bien su instrumental es un portátil y el famoso “cañón”, en
esos espacios, digo, se puede, y a menudo se hace, debatir; se “participa” en una discusión, pero
ya no se conversa, no se practica la conversación como un arte, como una experiencia dialogal.
Quizá debido al carácter monologal de la ciencia, y al deseo compulsivo por hacer de la pedagogía
y de la enseñanza algo científico-técnico, el profesor se ha vuelto incapaz de conversar con sus
alumnos. Es preciso terminar los programas, hacer múltiples actividades, todas ellas muy
prácticas, cambiar constantemente de tarea para que el principio de participación en las aulas
muestre hasta qué punto somos unos buenos profesores, unos profesores que, además, porque
creemos en los dioses de la ciudad moderna, saben hacer excelentes presentaciones con el
programa “power point” de su ordenador, presentaciones a todo color, en pleno dinamismo,
donde las imágenes lo hacen todo, y donde los alumnos se ahorran tener que construirse una
conciencia vertical, más honda, mientras conversan con el autor del libro que están leyendo y
descifran el misterio de sus palabras. Por eso, educar no es acumular más ideas sobre las cosas,
sino algo muy distinto: “Aprender a mirar, a escuchar, a pensar, a sentir, a imaginar, a creer, a
entender, a elegir y desear.” La transacción moral educativa no es un fin o producto extrínseco a
ella misma; la experiencia de esa relación es su propio fin, y tanto para el profesor como para el
alumnos constituyen parte de su tarea de ser humanos. No se trata de aprender a hacer con
mayor destreza o habilidad esto o lo otro, sino en “aprender a ser a la vez autónomo y partícipe
civilizado de la vida humana.”

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